Mi Sobrina - Amante

Tema en 'Relatos Eróticos Peruanos' iniciado por ConejoLocop, 9 May 2025.

    ConejoLocop

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    Ocho – NUESTRO VIAJE (o nuestra Luna de miel)

    Jueves, 12 de enero, 2006– 3:00 AM

    Nos levantamos a tiempo, nos vestimos en silencio solo intercambiamos un beso cuando nos cruzamos en el baño. El taxi llegó puntual. Apenas unas luces encendidas en la calle, la casa en completo silencio. Cargamos las maletas con rapidez y salimos sin hacer ruido. Durante el trayecto al aeropuerto casi no hablamos. Íbamos cansados, sí, pero también con esa emoción contenida que precede a los grandes momentos. Solo nos tomábamos la mano y de vez en cuando nos mirábamos, sonriendo sin decir nada.
    El vuelo transcurrió sin novedad. Al aterrizar en Arequipa, el cielo estaba despejado y el aire tenía ese frío seco tan típico de la ciudad. Nos dirigimos directamente a la casa de los padres de Angie, donde nos recibieron con un desayuno típico: pan de tres puntas, queso serrano, café y papaya arequipeña. La calidez familiar se sentía en cada gesto.

    A las 11 de la mañana, ya estábamos en la notaría firmando los documentos. Todo fue rápido. Después, el padre de Angie nos llevó a almorzar a una picantería tradicional. Entre rocoto relleno, pastel de papa y chicha de jora, no faltaron las bromas ni los recuerdos.
    —¿Por qué se quedan tan poco? —preguntó, mirando sobre todo a mí—. ¡Hace tres años que no vienes! Y eso que tú antes eras casi un hijo más…

    Me revolvió el cabello con una sonrisa nostálgica—. El gringo, te decía, ¿te acuerdas? Por esos pelos claritos que tenías de niño.
    Sonreí con cariño. Era cierto. En los viajes con mis padres de niño, siempre me sentí especialmente querido por él. Yo era el menor de mis hermanos y, con mi cabello claro, me convertí en su "gringo", una especie de engreído honorario.

    La tarde transcurrió con calma, pero con la anticipación de algo importante. Angie quería llevarse algunos libros y cuadernos del colegio, así que pasamos casi dos horas en su antiguo cuarto, eligiendo qué conservar. Nos dimos algunos besos furtivos, pero nada más, los tíos estaban cerca.

    Armamos dos cajas grandes y las bajé al auto del tío Juan, que se ofreció a llevarlas a la agencia de Cruz del Sur. Las despachamos sin contratiempos y volvimos a casa con la sensación de haber tachado el último pendiente.

    Después de cenar, el ambiente fue sereno. La tía Lola sirvió una infusión caliente antes de dormir, mientras el tío Juan apagaba las luces de la sala.

    Me despedí con respeto y gratitud: un beso en la frente para la tía, un apretón de manos para el tío, que él transformó en un abrazo cálido y silencioso.

    A Angie la abracé solo con la mirada, y nos dimos un beso discreto en la mejilla. Ella bajó la mirada un instante, y yo subí las escaleras en silencio.

    Ya en mi habitación, alcancé a escuchar sus voces hablando un poco más en la sala de abajo. Risas tenues, el murmullo del cariño cotidiano. Después, la despedida. Puertas cerrándose. Pasos apagados.
    Minutos más tarde, la casa quedó en absoluto silencio.

    Yo me acosté vestido, con la alarma puesta en el celular, la maleta lista al pie de la cama… pero sin poder dormir. Mi mente ya estaba en el Valle del Colca, en la habitación del hotel con vistas a los andenes infinitos, en el vapor de las aguas termales, en el cuerpo de Angie junto al mío, por fin sin barreras, sin relojes, sin miedo.

    Viernes, 13 de enero – 4:00 AM
    Nos despedimos de los padres de Angie con abrazos y agradecimientos. Ellos creían que regresábamos a Lima. Su padre quiso llevarnos al aeropuerto, por un momento nuestro plan estuvo a punto de irse al agua, pero Angie lo convenció que no le haría bien el frio de la madrugada, dos semanas antes había estado con una fuerte bronquitis.

    Llamamos al taxi, todo era por teléfono en esa época, llegó a los 15 minutos. Subimos al taxi con dirección supuesta al aeropuerto.

    En cuanto doblamos la primera esquina, Angie miró al chofer por el retrovisor:
    —Cambio de planes señor, nos deja en la Plaza de Armas, por favor.
    —¿Seguros?, me dijeron Aeropuerto en la central
    —Más que nunca —le dije. Igual le pagamos la carrera como si fuera al aeropuerto para compensarlo.

    A las 5:00 de la mañana, mientras las luces de la ciudad apenas se apagaban, estábamos en la plaza, tomados de la mano, caminamos una cuadra hasta la puerta de la agencia donde habíamos contratado el tour desde Lima, ahí nos recogería el bus del tour que nos llevaría al Valle del Colca. Habían cerca de 7 personas más esperando, el bus recogió pasajeros de varias agencias y de algunos hoteles.

    Un par de horas después del falso viaje al aeropuerto, ya estábamos cruzando la altiplanicie rumbo al Colca, sentados juntos en el bus turístico que nos llevaba al corazón del valle. Desde la ventana, los volcanes se levantaban imponentes en el horizonte: Misti, Chachani, Pichu Pichu... como centinelas eternos de nuestro escape.

    Angie, ya liberada del papel familiar, se había soltado completamente. Viajaba abrazada a mí, acurrucada en mi pecho, dándome besos cada tanto, como si quisiera asegurarse de que eso que vivíamos era real, que no nos despertaríamos antes de llegar.
    El bus, lleno de turistas —en su mayoría extranjeros—, hizo varias paradas para que todos pudiéramos tomar fotos. El guía nos explicaba los paisajes, la altitud, las tradiciones. Nos detuvimos frente a los volcanes, en miradores con vistas infinitas. Más tarde, junto a unas alpacas adornadas con pompones de lana. Y luego, frente a las vendedoras de artesanías, con sus mesas repletas de chullos, pulseras y tejidos llenos de color.

    Cada vez que bajábamos del bus, notábamos las miradas curiosas. Algunos turistas jóvenes, otros mayores, no podían evitar mirar a Angie furtivamente. Su ropa casual donde destacaba su jean ceñido, el cabello al viento, la forma en que reía o me tomaba del brazo... Era difícil no verla. Eso nos causaba risa; lo tomábamos como parte del encanto del viaje.

    —¿Viste cómo me miró ese alemán? —me susurró, divertida, mientras posábamos para una selfie con las montañas detrás.
    —Sí, pero le devolví la mirada. Tú estás ocupada —le dije, dándole un beso largo en la mejilla.

    Al mediodía llegamos a Chivay, el corazón del Valle del Colca. El aire era más fresco, más seco, y todo tenía un ritmo pausado. Tomamos un mototaxi que nos llevó al hotel, a unos minutos del centro. El lugar era perfecto: rústico, rodeado de naturaleza, con nuestra habitación mirando a un valle verde y profundo. No había mucha gente alojada en esa época del año. Frente a la habitación, una pequeña piscina termal privada de piedra, semi techada, que dejaba la vista a las montañas libre. Un cuadrado de 3x3, nos esperaba con el agua caliente corriendo lentamente.

    Almorzamos en el restaurante del hotel —trucha con papas nativas y una limonada fresca— y luego salimos a caminar hacia el pueblo, que quedaba a poco más de un kilómetro. El camino era de tierra, flanqueado por arbustos, campos de cultivo y algunas casas dispersas. Caminamos tomados de la mano, sin miedo, como si todo el mundo nos perteneciera por unas horas. Nos besábamos sin apuro, nos abrazábamos cuando el viento arreciaba.

    Llegamos al centro del pueblo, pequeño pero lleno de vida. Entramos a una tiendita donde Angie compró un gorrito tejido. Paseamos por la plaza, tomamos helado artesanal, a pesar de que el tímido sol no calentaba mucho, nos tomamos fotos con mi cámara digital —esa Canon pequeña que capturaba cada risa, cada caricia fugaz—. La cámara se convirtió sin querer en protagonista del viaje: inmortalizaba cada instante de libertad, cada mirada cómplice y también momentos muy candentes.

    Como a las 4 de la tarde, la tarde iba cayendo lentamente sobre el valle. El cielo, teñido de un naranja suave, comenzaba a oscurecerse por los bordes. Ya habíamos paseado por todo el pueblo, hasta en las calles donde el turismo no llegaba, las que nos parecían las más auténticas, donde la gente nos saludaba sin conocernos.

    Caminábamos de regreso al hotel tomados de la mano, con paso lento, como si quisiéramos alargar cada minuto antes de cruzar la puerta de la habitación. El aire frío comenzaba a hacerse sentir, pero el calor entre nosotros bastaba para mantenernos cómodos. En el camino nos encontrábamos con pobladores. Todos nos saludaban, con esa amabilidad y cortesía de la gente de pueblo.

    Angie iba a mi lado, con la chaqueta abierta y las mejillas encendidas. En un momento, se acercó más y, sin mirar directamente, me dijo con voz suave pero decidida:
    —Quiero que me hagas el amor toda la tarde. Quiero sentirme amada… engreída. Toda tuya.

    La frase me detuvo. No era la primera vez que me lo pedía así, con esa mezcla de ternura y hambre, pero igual me estremeció.
    —Eso está hecho —le respondí, con una sonrisa que no podía ocultar la anticipación. Solo espero que me aguantes el ritmo.

    Ella apretó mi mano, y agregó con picardía:
    —Y te tengo una sorpresa.

    La miré de reojo, sabiendo que no iba a soltar prenda. Angie tenía ese talento para provocar sin revelar. Jugaba con el misterio como quien acaricia una llama sin quemarse.
    —¿Otro neglillé? ¿Un baile exótico? ¿Una pose de circo? —pregunté en tono de broma, esperando que se le escapara algo.

    Ella se rio y negó con la cabeza.
    —No voy a decir nada. Solo espera.

    —Eres una mujer peligrosa, ¿sabías?

    —Y tú… eres un hombre que me enciende solo con mirarme.

    Nos miramos un instante y seguimos caminando, ya con el hotel a la vista, con esa energía vibrando entre los dos. El sol se escondía detrás de los cerros, y nosotros, por fin, estábamos a punto de entrar en nuestra fantasía, de hacerla realidad.

    Apenas cruzamos la puerta de la habitación, cerramos tras de nosotros el mundo. Afuera quedaban el frío del valle, el murmullo de los turistas y el polvo del camino. La habitación era cálida a pesar de que afuera ya hacia frio. Tenía calefacción que irradiaba desde el piso de madera.

    Nos quitamos las casacas pesadas, dejándolas caer sobre una silla. Angie, con esa sonrisa traviesa que ya conocía tan bien, sacó la botella de Macchu Pisco que habíamos comprado por curiosidad en una tienda local en Chivay. Una versión artesanal del clásico pisco, fuerte y con carácter, como todo en ese valle.

    —¿Hora de brindar? —dijo ella, alzando la botella.

    —Por nuestra escapada —le respondí, mientras buscaba los únicos vasos disponibles: dos de vidrio grueso, típicos para agua.

    Serví apenas un dedo en cada vaso. Bastaba. El aroma del licor era potente, con un dejo ahumado y terroso que hablaba del lugar.
    Brindamos. El primer sorbo nos calentó de inmediato, y no supimos si fue por el alcohol, que era fuerte, o por la mirada que nos cruzamos al beber.

    Nos besamos. Largos, lentos, cada vez más hambrientos. Nuestras lenguas se encontraban, nos mordíamos los labios. Caímos sobre la cama todavía con las chompas puestas, riendo mientras tratábamos de desnudarnos torpemente. Yo ya le había quitado las botas y los pantalones cuando, de pronto, Angie se sentó en la orilla de la cama y me dijo con una sonrisa traviesa:
    —Espera... voy por la sorpresa.

    Abrió su maleta y sacó una pequeña bolsita de tela negra. La abrió frente a mí y sacó dos dados color crema, con dibujos grabados en negro. Uno tenía posiciones sexuales; el otro, acciones o lugares del cuerpo. Me quedé mirándolos sin disimular mi sorpresa.

    —¿Qué es esto? —pregunté riendo, curioso, tomándolos entre mis dedos.

    —Dados eróticos —me dijo mordiéndose el labio inferior, mientras se sacaba la chompa y el polo que llevaba debajo, y se recostaba en la cama solo con ropa interior—. Los compré hace semanas pensando en ti... en este momento.

    Los giré entre mis manos, viendo las pequeñas figuras: un dibujo de una lengua, uno de unos glúteos, uno de una pareja de espaldas… Había posiciones clásicas como el misionero o el perrito, pero un par que parecían sacadas de la parte más avanzada del Kama Sutra, posiciones sugerentes que me hicieron tragar saliva.

    —Esto es... muy provocador —dije mirándola—. Me gusta. Nunca hice algo así.

    —Entonces juguemos —me dijo, y su voz sonaba como una invitación lenta, pausada, segura—. Solo una regla: si sale algo que no te atreves, te tomas dos huaracasos del pisco y vuelves a tirar.

    —¿Y tú? ¿Tú vas a atreverte con todo?

    —Hoy sí —susurró—. Hoy quiero probarlo todo contigo.

    Me incliné y la besé con suavidad, mientras en mi mano aún sostenía los dados, como si ellos hubieran encendido algo más profundo que el deseo: la promesa de explorar, de descubrirnos, de atrevernos a lo nuevo sin miedos. Me saqué la ropa, me quedé solo en Bóxer. No sentíamos frio, la habitación estaba cálida con la calefacción encendida.

    Los lancé por primera vez sobre la colcha extendida.

    Los dados cayeron sobre la cama con un suave golpeteo. Uno mostraba una lengua y el otro, un dibujo de una pareja sentados frente a frente y apoyados cada uno en sus brazos. Se entendía que la mujer estaba sobre el hombre que la penetraba.

    Angie me miró con una ceja levantada.
    —Empiezas tú —dijo,

    —Y como combino la lengua con esta pose?

    — Tu verás, me dijo con una sonrisa malévola, mientras se sacaba la ropa interior y se colocaba en la cama en la posición del dado.

    — Ok, atente a las consecuencias.

    Me saqué el bóxer, y me zambullí entre sus piernas que las tenía bastante abiertas, flexionadas sobre la cama. Me comí su conchita a mi agrado, Angie gemía y cuando me agarraba la cabeza, yo le decía que el dado marcaba, manos sobre la cama. después de un par de minutos, cuando ella estuvo bien mojada, me puse un preservativo y me coloqué frente a ella, sentado y con las manos hacia atrás, mi tórax, al igual que el de ella estaba inclinado hacia atrás, ofreciéndole mi pene erecto. ella levantó las caderas se acercó a mi hasta que su vagina quedó justo para que mi pene la perforara. Cuando lo tuvo adentro, comenzó a moverse, que rico se veía esa conchita tragarse mi pene… algún rato después, Angie se dejó caer de espaldas, esto cansa dijo, probemos otra.

    —Tu turno —le dije, entregándole los dados con una sonrisa torcida.

    Los lanzó con un gesto rápido. Esta vez: “manos” y una posición de rodillas donde la mujer hacia sexo oral. Nos miramos, y ambos comenzamos a reír.
    —¿En serio? —dijo—. ¿Esto no era primero?

    —El juego manda —respondí con solemnidad fingida, y me paré en la cama.

    —Primero manos dijo. Me sacó el preservativo y comenzó a acariciar mi pene, lo jalaba, lo majeaba con las dos manos, o una mano lo masajeaba y la otra exploraba mi trasero y mis piernas. Un rato después, se lo metió en la boca y lo comenzó a engreír como ella sabía hacerlo. Aunque con la primera lamida, hizo un gesto y dijo, sabe a preservativo, ¡no me gusta! —Los dados mandan le respondí— Retomo la labor lamiendo desde los huevos, besos, succión… yo estaba con los ojos en blanco. Eso no duró mucho.

    —ya no puedo amor, ese sabor no me gusta, no sabe a ti.

    — Ok, cambiemos, me toca.

    Tiré nuevamente los dados y salió una pareja donde el hombre de pie sostenía a la mujer en el aire mientras la penetraba y esta lo rodeaba con sus piernas y en el otro dado salia un trasero.

    —Esto se pone peligroso —le dije.

    Angie miró extrañada los dados. —Y eso como lo combinamos? —preguntó.

    —Creo que me das tu chiquito, mientras te cargo y te penetro de pie.

    —¿Como mi chiquito?, preguntó con genuina ignorancia de lo que yo había dicho.

    —Tu chiquito, tu culito

    —Así le dicen?? Se rio a carcajadas, pero 5 segundos después, paró en seco y dijo, ni hablar, por ahí no.

    —Los dados han hablado, le dije muy solemne.

    —Graciosito estas. El dado solo dice trasero, no que entres en mi trasero, así que dame de nalgadas si quieres y se tiró boca abajo en la cama.

    Ante su ingenio, no me quedó más que reírme y hacerle el juego. Yo tenía ganas de comerme es culito hace rato, pero tenía que ser natural, espontáneo, cuando ella quisiera, bajo ningún termino la presionaría u obligaría.

    Me puse de rodillas sobre sus piernas, ahí tenía ese hermoso culo, comencé a acariciarlo, y le iba dando nalgadas, primero muy suave, pero en cada ocasión aumentaba un poco la fuerza, —Tú me dices amor, hasta donde puedo llegar— Sigue me dijo— ella tenía la cabeza sobre la cama de lado, mirándome. A la novena o decima nalgada, que alternaba en una u otra nalga, ella dijo, —ahí nomás, ya duele— La verdad las últimas tres fueron bastante fuertes, ya sus nalgas acusaban ese color rojizo característico. Me quedé quieto, mirando como ella se sobaba suavemente el trasero.

    —Te hice daño?

    —No amor, tranquilo, me gusta un poco de maltrato, que me castigues por ser traviesa, te detuve en el momento justo y se rio.
    Cuando se sobaba el trasero, con los movimientos circulares de sus manos, abría ligeramente sus nalgas, dejándome ver la entrada de su ano. Me la jugué y comencé a acariciarlo muy suavemente con mi dedo índice. Ella lanzó un ligero gemido.
    —Eso te incomoda? Le pregunté

    —No amor, sigue, eso se siente rico. Seguí acariciando y ella gemía muy despacio. Levantó la cabeza y apoyo su frente en la cama.

    —Uff, que rico… A veces cuando me tienes en perrito, me has tocado ahí sentía rico, pero nunca tanto rato como ahora, sigue… sigue…

    Rato después, probé a meter ligeramente el dedo índice, con el que le acariciaba su asterisco, no dijo nada, pero se tensó de inmediato, ajustando el trasero.

    —Duele?

    —No amor, a ver mete un poquito mas

    —Relájate, amor, así no puedo meter más mi dedo y te va a doler

    Angie distendió un poco el ano, yo empujé un poco más. Entró hasta la primera falange, cuando ella dijo —¡Sácalo, ya duele un poco!

    Se dio la vuelta y mirándome me dijo,

    —Amor en serio no sé porque quieres entrar ahí, pero para mí, basta que tú lo quieras para yo complacerte, pero me duele.

    Esa confesión cargada de erotismo y ternura me descolocó. Tranquila amor, le dije, lo volveremos a intentar y si finalmente no se puede, no pasa nada.

    Se incorporó y me dio un beso largo. Luego como si nada, volvió a ser la niña traviesa. —Sigamos jugando— me dijo, pero creo que estos dados no son para tirarlos juntos, es uno o el otro. Con cual nos quedamos, me dijo mostrándome ambos. Le señalé el de las posiciones.

    volvió a tirar, esta vez un solo dado. salió perrito. Yo estimule un poco mi pene que en tanta maniobra se había bajado ligeramente, mientras ella se ponía en posición. Cuando la penetré y le abrí un poco las nalgas vi su culito ligeramente rojo, esa delicada membrana no estaba acostumbrada al trajín de mi dedo.

    Ella se puso en 4 patas y la penetré, estaba muy mojada. Algunos minutos después, cuando ella ya jadeaba de placer, le dije ¿cambiamos? quería que ese juego se extienda, que no acabe aún. Ok, me dijo, mientras recuperaba el aliento.

    Tire el dado. Salió el 69, pero cuando lo vi bien, el hombre estaba abajo, pero la mujer que estaba encima del hombre estaba con el cuerpo hacia arriba, como haciendo una araña invertida, e inclinaba su cabeza para tomar el pene del hombre.

    —ya viste lo que tienes que hacer.

    —Si el 69, eso es rico, pero te vas a lavar el lubricante del preservativo, no quiero ese sabor en mi boca.

    —Mira bien cómo está la mujer y le alcancé el dado.

    Cuando reparó en el detalle, Angie tiró el dado y dijo,
    —¿Que creen que soy la del exorcista, que puedo arquearme así y voltear la cabeza como poseída? Paso amor, me dijo con una sonrisa retadora.

    —Ok, si pasas, doble shot de trago… como si no te gustara…

    Me pare le serví casi medio vaso del Pisco artesanal y Angie se lo tomó de un solo viaje.

    —Listo que sigue, me dijo desafiándome con su mirada y con su sonrisa

    Tire el dado. salió una donde la mujer estaba en cuatro patas y el hombre sobre ella, pero mirando en dirección contraria a la de ella, recto, horizontal, penetrándola y sosteniéndose solo con sus manos. (después de varias semanas, ya en Lima, me enteré de que se llama la pose del helicóptero y que es una de las más difíciles de conseguir).

    —Esta es de película porno, le dije.

    —Si no quieres, doble shot, me amenazó.

    —¿Cómo se supone que hacemos esto? —dije, riendo.

    —No sé, pero inténtalo... mientras se ponía en cuatro patas sobre la cama.

    Cuando intentamos acomodarnos, nos resbalamos, ella perdía el equilibrio, yo resbalaba sobre su trasero… No sé cómo, después de intentarlo como cuatro veces, resbalamos de la cama y terminamos en el suelo, desnudos, envueltos en carcajadas, piernas enredadas y con el orgullo por los suelos.

    —Creo que perdimos toda la dignidad —dije, jadeando de risa.

    —¿Cuál dignidad? Si estamos desnudos jugando con dados sexuales —me respondió, mordiéndome el hombro con ternura.

    —Nueva tirada —ordené, con falsa severidad, y el dado giró otra vez.

    Esta vez, una combinación simple: misionero. Nos miramos en silencio. La risa se desvaneció, y en su lugar volvió el deseo, más hondo, más lento. Me incliné sobre ella, que ya estaba tendida en el piso, con la colcha desparramada debajo de su cuerpo, con el cabello extendido como un abanico claro-oscuro, los ojos brillantes y las piernas abiertas ofreciéndome su pelvis depilada.

    Mi boca encontró su piel, y lo que comenzó como un juego, se convirtió en un lenguaje. Fueron varios minutos en los que estuve mamándole los senos, Angie gemía cada vez más alto. En un momento quise retirarme para por fin penetrar y cumplir la orden del dado, pero ella sostuvo mi cabeza desde atrás, pegándola más a su erecto pezón —¡No pares amor, no pares!

    Obedientemente seguí chupándole las tetas e incluí mis manos, ella no protestó, varios minutos después, Angie tuvo un orgasmo intenso, pero diferente a los que tenía cuando la penetraba, este llegó despacio pero imparable, en vez de sus gritos orgásmicos, fueros dos suspiros fuertes que sonaron a descarga, a que soltaba algo... Me detuve y solo me quedé contemplándola. Fue la primera vez que logré que Angie tuviera un orgasmo, solo estimulándole lo senos, pero no la última.

    Ella aún tenía la respiración agitada, cuando tomé posición entre sus piernas, mi pene estaba otra vez piedra, porque con tanta acrobacia se había bajado un poco. Le levanté las piernas, pero sin llevarlas a mis hombros, solo hasta la altura de mis brazos y la penetré lento, pero en un solo movimiento. Ella se agarró con los dos brazos de mi cuello, mientras yo le bombeaba el coño, gimiendo y gozando, ya sin risas, solo con jadeos y gemidos, dejándonos llevar por el deseo que el juego había despertado y alimentado. Ensayé algo que había leído por ahí.

    En pleno bombeo, me detenía de golpe. Solo me quedaba dentro de ella, la besaba o la acariciaba, pero no me movía. Eso la volvía loca y prolongaba el placer de estar dentro de ella. Después retomaba el ritmo a veces de a pocos a veces de golpe. Yo le abría las piernas con mis brazos para ver como mi pene la perforaba, dándole beso de vez en cuando. En un momento las palmas de mis manos se apoyaban en las plantas de sus pequeños pies, mi cuerpo y el suyo hacían un perfecto ángulo de 90 grados, ella echada, yo de rodillas penetrándola. Bombearla así era una mezcla de sensaciones y visiones alucinante. Mi orgasmo llegó intenso, como un rayo.

    Cuando por fin terminamos, los cuerpos entrelazados y la piel húmeda, estábamos en el piso sobre la colcha y las sábanas de la cama. Angie se giró hacia mí, con la cabeza en mi pecho.

    —¿Ves por qué era una buena sorpresa?

    —La mejor —susurré, besándola en la frente—. Me encanta lo que estás dispuesta a descubrir conmigo.

    —Contigo me atrevo a todo.

    Nos quedamos en silencio. Afuera, el valle ya se había cubierto de sombras y la noche esperaba. Pero aún teníamos tiempo... y ganas.
     
    ConejoLocop, 27 May 2025

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    ConejoLocop

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    Jueves, 12 de enero, 2006– 3:00 AM

    Nos levantamos a tiempo, nos vestimos en silencio solo intercambiamos un beso cuando nos cruzamos en el baño. El taxi llegó puntual. Apenas unas luces encendidas en la calle, la casa en completo silencio. Cargamos las maletas con rapidez y salimos sin hacer ruido. Durante el trayecto al aeropuerto casi no hablamos. Íbamos cansados, sí, pero también con esa emoción contenida que precede a los grandes momentos. Solo nos tomábamos la mano y de vez en cuando nos mirábamos, sonriendo sin decir nada.
    El vuelo transcurrió sin novedad. Al aterrizar en Arequipa, el cielo estaba despejado y el aire tenía ese frío seco tan típico de la ciudad. Nos dirigimos directamente a la casa de los padres de Angie, donde nos recibieron con un desayuno típico: pan de tres puntas, queso serrano, café y papaya arequipeña. La calidez familiar se sentía en cada gesto.

    A las 11 de la mañana, ya estábamos en la notaría firmando los documentos. Todo fue rápido. Después, el padre de Angie nos llevó a almorzar a una picantería tradicional. Entre rocoto relleno, pastel de papa y chicha de jora, no faltaron las bromas ni los recuerdos.
    —¿Por qué se quedan tan poco? —preguntó, mirando sobre todo a mí—. ¡Hace tres años que no vienes! Y eso que tú antes eras casi un hijo más…

    Me revolvió el cabello con una sonrisa nostálgica—. El gringo, te decía, ¿te acuerdas? Por esos pelos claritos que tenías de niño.
    Sonreí con cariño. Era cierto. En los viajes con mis padres de niño, siempre me sentí especialmente querido por él. Yo era el menor de mis hermanos y, con mi cabello claro, me convertí en su "gringo", una especie de engreído honorario.

    La tarde transcurrió con calma, pero con la anticipación de algo importante. Angie quería llevarse algunos libros y cuadernos del colegio, así que pasamos casi dos horas en su antiguo cuarto, eligiendo qué conservar. Nos dimos algunos besos furtivos, pero nada más, los tíos estaban cerca.

    Armamos dos cajas grandes y las bajé al auto del tío Juan, que se ofreció a llevarlas a la agencia de Cruz del Sur. Las despachamos sin contratiempos y volvimos a casa con la sensación de haber tachado el último pendiente.

    Después de cenar, el ambiente fue sereno. La tía Lola sirvió una infusión caliente antes de dormir, mientras el tío Juan apagaba las luces de la sala.

    Me despedí con respeto y gratitud: un beso en la frente para la tía, un apretón de manos para el tío, que él transformó en un abrazo cálido y silencioso.

    A Angie la abracé solo con la mirada, y nos dimos un beso discreto en la mejilla. Ella bajó la mirada un instante, y yo subí las escaleras en silencio.

    Ya en mi habitación, alcancé a escuchar sus voces hablando un poco más en la sala de abajo. Risas tenues, el murmullo del cariño cotidiano. Después, la despedida. Puertas cerrándose. Pasos apagados.
    Minutos más tarde, la casa quedó en absoluto silencio.

    Yo me acosté vestido, con la alarma puesta en el celular, la maleta lista al pie de la cama… pero sin poder dormir. Mi mente ya estaba en el Valle del Colca, en la habitación del hotel con vistas a los andenes infinitos, en el vapor de las aguas termales, en el cuerpo de Angie junto al mío, por fin sin barreras, sin relojes, sin miedo.

    Viernes, 13 de enero – 4:00 AM
    Nos despedimos de los padres de Angie con abrazos y agradecimientos. Ellos creían que regresábamos a Lima. Su padre quiso llevarnos al aeropuerto, por un momento nuestro plan estuvo a punto de irse al agua, pero Angie lo convenció que no le haría bien el frio de la madrugada, dos semanas antes había estado con una fuerte bronquitis.

    Llamamos al taxi, todo era por teléfono en esa época, llegó a los 15 minutos. Subimos al taxi con dirección supuesta al aeropuerto.

    En cuanto doblamos la primera esquina, Angie miró al chofer por el retrovisor:
    —Cambio de planes señor, nos deja en la Plaza de Armas, por favor.
    —¿Seguros?, me dijeron Aeropuerto en la central
    —Más que nunca —le dije. Igual le pagamos la carrera como si fuera al aeropuerto para compensarlo.

    A las 5:00 de la mañana, mientras las luces de la ciudad apenas se apagaban, estábamos en la plaza, tomados de la mano, caminamos una cuadra hasta la puerta de la agencia donde habíamos contratado el tour desde Lima, ahí nos recogería el bus del tour que nos llevaría al Valle del Colca. Habían cerca de 7 personas más esperando, el bus recogió pasajeros de varias agencias y de algunos hoteles.

    Un par de horas después del falso viaje al aeropuerto, ya estábamos cruzando la altiplanicie rumbo al Colca, sentados juntos en el bus turístico que nos llevaba al corazón del valle. Desde la ventana, los volcanes se levantaban imponentes en el horizonte: Misti, Chachani, Pichu Pichu... como centinelas eternos de nuestro escape.

    Angie, ya liberada del papel familiar, se había soltado completamente. Viajaba abrazada a mí, acurrucada en mi pecho, dándome besos cada tanto, como si quisiera asegurarse de que eso que vivíamos era real, que no nos despertaríamos antes de llegar.
    El bus, lleno de turistas —en su mayoría extranjeros—, hizo varias paradas para que todos pudiéramos tomar fotos. El guía nos explicaba los paisajes, la altitud, las tradiciones. Nos detuvimos frente a los volcanes, en miradores con vistas infinitas. Más tarde, junto a unas alpacas adornadas con pompones de lana. Y luego, frente a las vendedoras de artesanías, con sus mesas repletas de chullos, pulseras y tejidos llenos de color.

    Cada vez que bajábamos del bus, notábamos las miradas curiosas. Algunos turistas jóvenes, otros mayores, no podían evitar mirar a Angie furtivamente. Su ropa casual donde destacaba su jean ceñido, el cabello al viento, la forma en que reía o me tomaba del brazo... Era difícil no verla. Eso nos causaba risa; lo tomábamos como parte del encanto del viaje.

    —¿Viste cómo me miró ese alemán? —me susurró, divertida, mientras posábamos para una selfie con las montañas detrás.
    —Sí, pero le devolví la mirada. Tú estás ocupada —le dije, dándole un beso largo en la mejilla.

    Al mediodía llegamos a Chivay, el corazón del Valle del Colca. El aire era más fresco, más seco, y todo tenía un ritmo pausado. Tomamos un mototaxi que nos llevó al hotel, a unos minutos del centro. El lugar era perfecto: rústico, rodeado de naturaleza, con nuestra habitación mirando a un valle verde y profundo. No había mucha gente alojada en esa época del año. Frente a la habitación, una pequeña piscina termal privada de piedra, semi techada, que dejaba la vista a las montañas libre. Un cuadrado de 3x3, nos esperaba con el agua caliente corriendo lentamente.

    Almorzamos en el restaurante del hotel —trucha con papas nativas y una limonada fresca— y luego salimos a caminar hacia el pueblo, que quedaba a poco más de un kilómetro. El camino era de tierra, flanqueado por arbustos, campos de cultivo y algunas casas dispersas. Caminamos tomados de la mano, sin miedo, como si todo el mundo nos perteneciera por unas horas. Nos besábamos sin apuro, nos abrazábamos cuando el viento arreciaba.

    Llegamos al centro del pueblo, pequeño pero lleno de vida. Entramos a una tiendita donde Angie compró un gorrito tejido. Paseamos por la plaza, tomamos helado artesanal, a pesar de que el tímido sol no calentaba mucho, nos tomamos fotos con mi cámara digital —esa Canon pequeña que capturaba cada risa, cada caricia fugaz—. La cámara se convirtió sin querer en protagonista del viaje: inmortalizaba cada instante de libertad, cada mirada cómplice y también momentos muy candentes.

    Como a las 4 de la tarde, la tarde iba cayendo lentamente sobre el valle. El cielo, teñido de un naranja suave, comenzaba a oscurecerse por los bordes. Ya habíamos paseado por todo el pueblo, hasta en las calles donde el turismo no llegaba, las que nos parecían las más auténticas, donde la gente nos saludaba sin conocernos.

    Caminábamos de regreso al hotel tomados de la mano, con paso lento, como si quisiéramos alargar cada minuto antes de cruzar la puerta de la habitación. El aire frío comenzaba a hacerse sentir, pero el calor entre nosotros bastaba para mantenernos cómodos. En el camino nos encontrábamos con pobladores. Todos nos saludaban, con esa amabilidad y cortesía de la gente de pueblo.

    Angie iba a mi lado, con la chaqueta abierta y las mejillas encendidas. En un momento, se acercó más y, sin mirar directamente, me dijo con voz suave pero decidida:
    —Quiero que me hagas el amor toda la tarde. Quiero sentirme amada… engreída. Toda tuya.

    La frase me detuvo. No era la primera vez que me lo pedía así, con esa mezcla de ternura y hambre, pero igual me estremeció.
    —Eso está hecho —le respondí, con una sonrisa que no podía ocultar la anticipación. Solo espero que me aguantes el ritmo.

    Ella apretó mi mano, y agregó con picardía:
    —Y te tengo una sorpresa.

    La miré de reojo, sabiendo que no iba a soltar prenda. Angie tenía ese talento para provocar sin revelar. Jugaba con el misterio como quien acaricia una llama sin quemarse.
    —¿Otro neglillé? ¿Un baile exótico? ¿Una pose de circo? —pregunté en tono de broma, esperando que se le escapara algo.

    Ella se rio y negó con la cabeza.
    —No voy a decir nada. Solo espera.

    —Eres una mujer peligrosa, ¿sabías?

    —Y tú… eres un hombre que me enciende solo con mirarme.

    Nos miramos un instante y seguimos caminando, ya con el hotel a la vista, con esa energía vibrando entre los dos. El sol se escondía detrás de los cerros, y nosotros, por fin, estábamos a punto de entrar en nuestra fantasía, de hacerla realidad.

    Apenas cruzamos la puerta de la habitación, cerramos tras de nosotros el mundo. Afuera quedaban el frío del valle, el murmullo de los turistas y el polvo del camino. La habitación era cálida a pesar de que afuera ya hacia frio. Tenía calefacción que irradiaba desde el piso de madera.

    Nos quitamos las casacas pesadas, dejándolas caer sobre una silla. Angie, con esa sonrisa traviesa que ya conocía tan bien, sacó la botella de Macchu Pisco que habíamos comprado por curiosidad en una tienda local en Chivay. Una versión artesanal del clásico pisco, fuerte y con carácter, como todo en ese valle.

    —¿Hora de brindar? —dijo ella, alzando la botella.

    —Por nuestra escapada —le respondí, mientras buscaba los únicos vasos disponibles: dos de vidrio grueso, típicos para agua.

    Serví apenas un dedo en cada vaso. Bastaba. El aroma del licor era potente, con un dejo ahumado y terroso que hablaba del lugar.
    Brindamos. El primer sorbo nos calentó de inmediato, y no supimos si fue por el alcohol, que era fuerte, o por la mirada que nos cruzamos al beber.

    Nos besamos. Largos, lentos, cada vez más hambrientos. Nuestras lenguas se encontraban, nos mordíamos los labios. Caímos sobre la cama todavía con las chompas puestas, riendo mientras tratábamos de desnudarnos torpemente. Yo ya le había quitado las botas y los pantalones cuando, de pronto, Angie se sentó en la orilla de la cama y me dijo con una sonrisa traviesa:
    —Espera... voy por la sorpresa.

    Abrió su maleta y sacó una pequeña bolsita de tela negra. La abrió frente a mí y sacó dos dados color crema, con dibujos grabados en negro. Uno tenía posiciones sexuales; el otro, acciones o lugares del cuerpo. Me quedé mirándolos sin disimular mi sorpresa.

    —¿Qué es esto? —pregunté riendo, curioso, tomándolos entre mis dedos.

    —Dados eróticos —me dijo mordiéndose el labio inferior, mientras se sacaba la chompa y el polo que llevaba debajo, y se recostaba en la cama solo con ropa interior—. Los compré hace semanas pensando en ti... en este momento.

    Los giré entre mis manos, viendo las pequeñas figuras: un dibujo de una lengua, uno de unos glúteos, uno de una pareja de espaldas… Había posiciones clásicas como el misionero o el perrito, pero un par que parecían sacadas de la parte más avanzada del Kama Sutra, posiciones sugerentes que me hicieron tragar saliva.

    —Esto es... muy provocador —dije mirándola—. Me gusta. Nunca hice algo así.

    —Entonces juguemos —me dijo, y su voz sonaba como una invitación lenta, pausada, segura—. Solo una regla: si sale algo que no te atreves, te tomas dos huaracasos del pisco y vuelves a tirar.

    —¿Y tú? ¿Tú vas a atreverte con todo?

    —Hoy sí —susurró—. Hoy quiero probarlo todo contigo.

    Me incliné y la besé con suavidad, mientras en mi mano aún sostenía los dados, como si ellos hubieran encendido algo más profundo que el deseo: la promesa de explorar, de descubrirnos, de atrevernos a lo nuevo sin miedos. Me saqué la ropa, me quedé solo en Bóxer. No sentíamos frio, la habitación estaba cálida con la calefacción encendida.

    Los lancé por primera vez sobre la colcha extendida.

    Los dados cayeron sobre la cama con un suave golpeteo. Uno mostraba una lengua y el otro, un dibujo de una pareja sentados frente a frente y apoyados cada uno en sus brazos. Se entendía que la mujer estaba sobre el hombre que la penetraba.

    Angie me miró con una ceja levantada.
    —Empiezas tú —dijo,

    —Y como combino la lengua con esta pose?

    — Tu verás, me dijo con una sonrisa malévola, mientras se sacaba la ropa interior y se colocaba en la cama en la posición del dado.

    — Ok, atente a las consecuencias.

    Me saqué el bóxer, y me zambullí entre sus piernas que las tenía bastante abiertas, flexionadas sobre la cama. Me comí su conchita a mi agrado, Angie gemía y cuando me agarraba la cabeza, yo le decía que el dado marcaba, manos sobre la cama. después de un par de minutos, cuando ella estuvo bien mojada, me puse un preservativo y me coloqué frente a ella, sentado y con las manos hacia atrás, mi tórax, al igual que el de ella estaba inclinado hacia atrás, ofreciéndole mi pene erecto. ella levantó las caderas se acercó a mi hasta que su vagina quedó justo para que mi pene la perforara. Cuando lo tuvo adentro, comenzó a moverse, que rico se veía esa conchita tragarse mi pene… algún rato después, Angie se dejó caer de espaldas, esto cansa dijo, probemos otra.

    —Tu turno —le dije, entregándole los dados con una sonrisa torcida.

    Los lanzó con un gesto rápido. Esta vez: “manos” y una posición de rodillas donde la mujer hacia sexo oral. Nos miramos, y ambos comenzamos a reír.
    —¿En serio? —dijo—. ¿Esto no era primero?

    —El juego manda —respondí con solemnidad fingida, y me paré en la cama.

    —Primero manos dijo. Me sacó el preservativo y comenzó a acariciar mi pene, lo jalaba, lo majeaba con las dos manos, o una mano lo masajeaba y la otra exploraba mi trasero y mis piernas. Un rato después, se lo metió en la boca y lo comenzó a engreír como ella sabía hacerlo. Aunque con la primera lamida, hizo un gesto y dijo, sabe a preservativo, ¡no me gusta! —Los dados mandan le respondí— Retomo la labor lamiendo desde los huevos, besos, succión… yo estaba con los ojos en blanco. Eso no duró mucho.

    —ya no puedo amor, ese sabor no me gusta, no sabe a ti.

    — Ok, cambiemos, me toca.

    Tiré nuevamente los dados y salió una pareja donde el hombre de pie sostenía a la mujer en el aire mientras la penetraba y esta lo rodeaba con sus piernas y en el otro dado salia un trasero.

    —Esto se pone peligroso —le dije.

    Angie miró extrañada los dados. —Y eso como lo combinamos? —preguntó.

    —Creo que me das tu chiquito, mientras te cargo y te penetro de pie.

    —¿Como mi chiquito?, preguntó con genuina ignorancia de lo que yo había dicho.

    —Tu chiquito, tu culito

    —Así le dicen?? Se rio a carcajadas, pero 5 segundos después, paró en seco y dijo, ni hablar, por ahí no.

    —Los dados han hablado, le dije muy solemne.

    —Graciosito estas. El dado solo dice trasero, no que entres en mi trasero, así que dame de nalgadas si quieres y se tiró boca abajo en la cama.

    Ante su ingenio, no me quedó más que reírme y hacerle el juego. Yo tenía ganas de comerme es culito hace rato, pero tenía que ser natural, espontáneo, cuando ella quisiera, bajo ningún termino la presionaría u obligaría.

    Me puse de rodillas sobre sus piernas, ahí tenía ese hermoso culo, comencé a acariciarlo, y le iba dando nalgadas, primero muy suave, pero en cada ocasión aumentaba un poco la fuerza, —Tú me dices amor, hasta donde puedo llegar— Sigue me dijo— ella tenía la cabeza sobre la cama de lado, mirándome. A la novena o decima nalgada, que alternaba en una u otra nalga, ella dijo, —ahí nomás, ya duele— La verdad las últimas tres fueron bastante fuertes, ya sus nalgas acusaban ese color rojizo característico. Me quedé quieto, mirando como ella se sobaba suavemente el trasero.

    —Te hice daño?

    —No amor, tranquilo, me gusta un poco de maltrato, que me castigues por ser traviesa, te detuve en el momento justo y se rio.
    Cuando se sobaba el trasero, con los movimientos circulares de sus manos, abría ligeramente sus nalgas, dejándome ver la entrada de su ano. Me la jugué y comencé a acariciarlo muy suavemente con mi dedo índice. Ella lanzó un ligero gemido.
    —Eso te incomoda? Le pregunté

    —No amor, sigue, eso se siente rico. Seguí acariciando y ella gemía muy despacio. Levantó la cabeza y apoyo su frente en la cama.

    —Uff, que rico… A veces cuando me tienes en perrito, me has tocado ahí sentía rico, pero nunca tanto rato como ahora, sigue… sigue…

    Rato después, probé a meter ligeramente el dedo índice, con el que le acariciaba su asterisco, no dijo nada, pero se tensó de inmediato, ajustando el trasero.

    —Duele?

    —No amor, a ver mete un poquito mas

    —Relájate, amor, así no puedo meter más mi dedo y te va a doler

    Angie distendió un poco el ano, yo empujé un poco más. Entró hasta la primera falange, cuando ella dijo —¡Sácalo, ya duele un poco!

    Se dio la vuelta y mirándome me dijo,

    —Amor en serio no sé porque quieres entrar ahí, pero para mí, basta que tú lo quieras para yo complacerte, pero me duele.

    Esa confesión cargada de erotismo y ternura me descolocó. Tranquila amor, le dije, lo volveremos a intentar y si finalmente no se puede, no pasa nada.

    Se incorporó y me dio un beso largo. Luego como si nada, volvió a ser la niña traviesa. —Sigamos jugando— me dijo, pero creo que estos dados no son para tirarlos juntos, es uno o el otro. Con cual nos quedamos, me dijo mostrándome ambos. Le señalé el de las posiciones.

    volvió a tirar, esta vez un solo dado. salió perrito. Yo estimule un poco mi pene que en tanta maniobra se había bajado ligeramente, mientras ella se ponía en posición. Cuando la penetré y le abrí un poco las nalgas vi su culito ligeramente rojo, esa delicada membrana no estaba acostumbrada al trajín de mi dedo.

    Ella se puso en 4 patas y la penetré, estaba muy mojada. Algunos minutos después, cuando ella ya jadeaba de placer, le dije ¿cambiamos? quería que ese juego se extienda, que no acabe aún. Ok, me dijo, mientras recuperaba el aliento.

    Tire el dado. Salió el 69, pero cuando lo vi bien, el hombre estaba abajo, pero la mujer que estaba encima del hombre estaba con el cuerpo hacia arriba, como haciendo una araña invertida, e inclinaba su cabeza para tomar el pene del hombre.

    —ya viste lo que tienes que hacer.

    —Si el 69, eso es rico, pero te vas a lavar el lubricante del preservativo, no quiero ese sabor en mi boca.

    —Mira bien cómo está la mujer y le alcancé el dado.

    Cuando reparó en el detalle, Angie tiró el dado y dijo,
    —¿Que creen que soy la del exorcista, que puedo arquearme así y voltear la cabeza como poseída? Paso amor, me dijo con una sonrisa retadora.

    —Ok, si pasas, doble shot de trago… como si no te gustara…

    Me pare le serví casi medio vaso del Pisco artesanal y Angie se lo tomó de un solo viaje.

    —Listo que sigue, me dijo desafiándome con su mirada y con su sonrisa

    Tire el dado. salió una donde la mujer estaba en cuatro patas y el hombre sobre ella, pero mirando en dirección contraria a la de ella, recto, horizontal, penetrándola y sosteniéndose solo con sus manos. (después de varias semanas, ya en Lima, me enteré de que se llama la pose del helicóptero y que es una de las más difíciles de conseguir).

    —Esta es de película porno, le dije.

    —Si no quieres, doble shot, me amenazó.

    —¿Cómo se supone que hacemos esto? —dije, riendo.

    —No sé, pero inténtalo... mientras se ponía en cuatro patas sobre la cama.

    Cuando intentamos acomodarnos, nos resbalamos, ella perdía el equilibrio, yo resbalaba sobre su trasero… No sé cómo, después de intentarlo como cuatro veces, resbalamos de la cama y terminamos en el suelo, desnudos, envueltos en carcajadas, piernas enredadas y con el orgullo por los suelos.

    —Creo que perdimos toda la dignidad —dije, jadeando de risa.

    —¿Cuál dignidad? Si estamos desnudos jugando con dados sexuales —me respondió, mordiéndome el hombro con ternura.

    —Nueva tirada —ordené, con falsa severidad, y el dado giró otra vez.

    Esta vez, una combinación simple: misionero. Nos miramos en silencio. La risa se desvaneció, y en su lugar volvió el deseo, más hondo, más lento. Me incliné sobre ella, que ya estaba tendida en el piso, con la colcha desparramada debajo de su cuerpo, con el cabello extendido como un abanico claro-oscuro, los ojos brillantes y las piernas abiertas ofreciéndome su pelvis depilada.

    Mi boca encontró su piel, y lo que comenzó como un juego, se convirtió en un lenguaje. Fueron varios minutos en los que estuve mamándole los senos, Angie gemía cada vez más alto. En un momento quise retirarme para por fin penetrar y cumplir la orden del dado, pero ella sostuvo mi cabeza desde atrás, pegándola más a su erecto pezón —¡No pares amor, no pares!

    Obedientemente seguí chupándole las tetas e incluí mis manos, ella no protestó, varios minutos después, Angie tuvo un orgasmo intenso, pero diferente a los que tenía cuando la penetraba, este llegó despacio pero imparable, en vez de sus gritos orgásmicos, fueros dos suspiros fuertes que sonaron a descarga, a que soltaba algo... Me detuve y solo me quedé contemplándola. Fue la primera vez que logré que Angie tuviera un orgasmo, solo estimulándole lo senos, pero no la última.

    Ella aún tenía la respiración agitada, cuando tomé posición entre sus piernas, mi pene estaba otra vez piedra, porque con tanta acrobacia se había bajado un poco. Le levanté las piernas, pero sin llevarlas a mis hombros, solo hasta la altura de mis brazos y la penetré lento, pero en un solo movimiento. Ella se agarró con los dos brazos de mi cuello, mientras yo le bombeaba el coño, gimiendo y gozando, ya sin risas, solo con jadeos y gemidos, dejándonos llevar por el deseo que el juego había despertado y alimentado. Ensayé algo que había leído por ahí.

    En pleno bombeo, me detenía de golpe. Solo me quedaba dentro de ella, la besaba o la acariciaba, pero no me movía. Eso la volvía loca y prolongaba el placer de estar dentro de ella. Después retomaba el ritmo a veces de a pocos a veces de golpe. Yo le abría las piernas con mis brazos para ver como mi pene la perforaba, dándole beso de vez en cuando. En un momento las palmas de mis manos se apoyaban en las plantas de sus pequeños pies, mi cuerpo y el suyo hacían un perfecto ángulo de 90 grados, ella echada, yo de rodillas penetrándola. Bombearla así era una mezcla de sensaciones y visiones alucinante. Mi orgasmo llegó intenso, como un rayo.

    Cuando por fin terminamos, los cuerpos entrelazados y la piel húmeda, estábamos en el piso sobre la colcha y las sábanas de la cama. Angie se giró hacia mí, con la cabeza en mi pecho.

    —¿Ves por qué era una buena sorpresa?

    —La mejor —susurré, besándola en la frente—. Me encanta lo que estás dispuesta a descubrir conmigo.

    —Contigo me atrevo a todo.

    Nos quedamos en silencio. Afuera, el valle ya se había cubierto de sombras y la noche esperaba. Pero aún teníamos tiempo... y ganas.
     
    ConejoLocop, 27 May 2025

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    Ocho – NUESTRO VIAJE (o nuestra Luna de miel)

    Jueves, 12 de enero, 2006– 3:00 AM

    Nos levantamos a tiempo, nos vestimos en silencio solo intercambiamos un beso cuando nos cruzamos en el baño. El taxi llegó puntual. Apenas unas luces encendidas en la calle, la casa en completo silencio. Cargamos las maletas con rapidez y salimos sin hacer ruido. Durante el trayecto al aeropuerto casi no hablamos. Íbamos cansados, sí, pero también con esa emoción contenida que precede a los grandes momentos. Solo nos tomábamos la mano y de vez en cuando nos mirábamos, sonriendo sin decir nada.
    El vuelo transcurrió sin novedad. Al aterrizar en Arequipa, el cielo estaba despejado y el aire tenía ese frío seco tan típico de la ciudad. Nos dirigimos directamente a la casa de los padres de Angie, donde nos recibieron con un desayuno típico: pan de tres puntas, queso serrano, café y papaya arequipeña. La calidez familiar se sentía en cada gesto.

    A las 11 de la mañana, ya estábamos en la notaría firmando los documentos. Todo fue rápido. Después, el padre de Angie nos llevó a almorzar a una picantería tradicional. Entre rocoto relleno, pastel de papa y chicha de jora, no faltaron las bromas ni los recuerdos.
    —¿Por qué se quedan tan poco? —preguntó, mirando sobre todo a mí—. ¡Hace tres años que no vienes! Y eso que tú antes eras casi un hijo más…

    Me revolvió el cabello con una sonrisa nostálgica—. El gringo, te decía, ¿te acuerdas? Por esos pelos claritos que tenías de niño.
    Sonreí con cariño. Era cierto. En los viajes con mis padres de niño, siempre me sentí especialmente querido por él. Yo era el menor de mis hermanos y, con mi cabello claro, me convertí en su "gringo", una especie de engreído honorario.

    La tarde transcurrió con calma, pero con la anticipación de algo importante. Angie quería llevarse algunos libros y cuadernos del colegio, así que pasamos casi dos horas en su antiguo cuarto, eligiendo qué conservar. Nos dimos algunos besos furtivos, pero nada más, los tíos estaban cerca.

    Armamos dos cajas grandes y las bajé al auto del tío Juan, que se ofreció a llevarlas a la agencia de Cruz del Sur. Las despachamos sin contratiempos y volvimos a casa con la sensación de haber tachado el último pendiente.

    Después de cenar, el ambiente fue sereno. La tía Lola sirvió una infusión caliente antes de dormir, mientras el tío Juan apagaba las luces de la sala.

    Me despedí con respeto y gratitud: un beso en la frente para la tía, un apretón de manos para el tío, que él transformó en un abrazo cálido y silencioso.

    A Angie la abracé solo con la mirada, y nos dimos un beso discreto en la mejilla. Ella bajó la mirada un instante, y yo subí las escaleras en silencio.

    Ya en mi habitación, alcancé a escuchar sus voces hablando un poco más en la sala de abajo. Risas tenues, el murmullo del cariño cotidiano. Después, la despedida. Puertas cerrándose. Pasos apagados.
    Minutos más tarde, la casa quedó en absoluto silencio.

    Yo me acosté vestido, con la alarma puesta en el celular, la maleta lista al pie de la cama… pero sin poder dormir. Mi mente ya estaba en el Valle del Colca, en la habitación del hotel con vistas a los andenes infinitos, en el vapor de las aguas termales, en el cuerpo de Angie junto al mío, por fin sin barreras, sin relojes, sin miedo.

    Viernes, 13 de enero – 4:00 AM
    Nos despedimos de los padres de Angie con abrazos y agradecimientos. Ellos creían que regresábamos a Lima. Su padre quiso llevarnos al aeropuerto, por un momento nuestro plan estuvo a punto de irse al agua, pero Angie lo convenció que no le haría bien el frio de la madrugada, dos semanas antes había estado con una fuerte bronquitis.

    Llamamos al taxi, todo era por teléfono en esa época, llegó a los 15 minutos. Subimos al taxi con dirección supuesta al aeropuerto.

    En cuanto doblamos la primera esquina, Angie miró al chofer por el retrovisor:
    —Cambio de planes señor, nos deja en la Plaza de Armas, por favor.
    —¿Seguros?, me dijeron Aeropuerto en la central
    —Más que nunca —le dije. Igual le pagamos la carrera como si fuera al aeropuerto para compensarlo.

    A las 5:00 de la mañana, mientras las luces de la ciudad apenas se apagaban, estábamos en la plaza, tomados de la mano, caminamos una cuadra hasta la puerta de la agencia donde habíamos contratado el tour desde Lima, ahí nos recogería el bus del tour que nos llevaría al Valle del Colca. Habían cerca de 7 personas más esperando, el bus recogió pasajeros de varias agencias y de algunos hoteles.

    Un par de horas después del falso viaje al aeropuerto, ya estábamos cruzando la altiplanicie rumbo al Colca, sentados juntos en el bus turístico que nos llevaba al corazón del valle. Desde la ventana, los volcanes se levantaban imponentes en el horizonte: Misti, Chachani, Pichu Pichu... como centinelas eternos de nuestro escape.

    Angie, ya liberada del papel familiar, se había soltado completamente. Viajaba abrazada a mí, acurrucada en mi pecho, dándome besos cada tanto, como si quisiera asegurarse de que eso que vivíamos era real, que no nos despertaríamos antes de llegar.
    El bus, lleno de turistas —en su mayoría extranjeros—, hizo varias paradas para que todos pudiéramos tomar fotos. El guía nos explicaba los paisajes, la altitud, las tradiciones. Nos detuvimos frente a los volcanes, en miradores con vistas infinitas. Más tarde, junto a unas alpacas adornadas con pompones de lana. Y luego, frente a las vendedoras de artesanías, con sus mesas repletas de chullos, pulseras y tejidos llenos de color.

    Cada vez que bajábamos del bus, notábamos las miradas curiosas. Algunos turistas jóvenes, otros mayores, no podían evitar mirar a Angie furtivamente. Su ropa casual donde destacaba su jean ceñido, el cabello al viento, la forma en que reía o me tomaba del brazo... Era difícil no verla. Eso nos causaba risa; lo tomábamos como parte del encanto del viaje.

    —¿Viste cómo me miró ese alemán? —me susurró, divertida, mientras posábamos para una selfie con las montañas detrás.
    —Sí, pero le devolví la mirada. Tú estás ocupada —le dije, dándole un beso largo en la mejilla.

    Al mediodía llegamos a Chivay, el corazón del Valle del Colca. El aire era más fresco, más seco, y todo tenía un ritmo pausado. Tomamos un mototaxi que nos llevó al hotel, a unos minutos del centro. El lugar era perfecto: rústico, rodeado de naturaleza, con nuestra habitación mirando a un valle verde y profundo. No había mucha gente alojada en esa época del año. Frente a la habitación, una pequeña piscina termal privada de piedra, semi techada, que dejaba la vista a las montañas libre. Un cuadrado de 3x3, nos esperaba con el agua caliente corriendo lentamente.

    Almorzamos en el restaurante del hotel —trucha con papas nativas y una limonada fresca— y luego salimos a caminar hacia el pueblo, que quedaba a poco más de un kilómetro. El camino era de tierra, flanqueado por arbustos, campos de cultivo y algunas casas dispersas. Caminamos tomados de la mano, sin miedo, como si todo el mundo nos perteneciera por unas horas. Nos besábamos sin apuro, nos abrazábamos cuando el viento arreciaba.

    Llegamos al centro del pueblo, pequeño pero lleno de vida. Entramos a una tiendita donde Angie compró un gorrito tejido. Paseamos por la plaza, tomamos helado artesanal, a pesar de que el tímido sol no calentaba mucho, nos tomamos fotos con mi cámara digital —esa Canon pequeña que capturaba cada risa, cada caricia fugaz—. La cámara se convirtió sin querer en protagonista del viaje: inmortalizaba cada instante de libertad, cada mirada cómplice y también momentos muy candentes.

    Como a las 4 de la tarde, la tarde iba cayendo lentamente sobre el valle. El cielo, teñido de un naranja suave, comenzaba a oscurecerse por los bordes. Ya habíamos paseado por todo el pueblo, hasta en las calles donde el turismo no llegaba, las que nos parecían las más auténticas, donde la gente nos saludaba sin conocernos.

    Caminábamos de regreso al hotel tomados de la mano, con paso lento, como si quisiéramos alargar cada minuto antes de cruzar la puerta de la habitación. El aire frío comenzaba a hacerse sentir, pero el calor entre nosotros bastaba para mantenernos cómodos. En el camino nos encontrábamos con pobladores. Todos nos saludaban, con esa amabilidad y cortesía de la gente de pueblo.

    Angie iba a mi lado, con la chaqueta abierta y las mejillas encendidas. En un momento, se acercó más y, sin mirar directamente, me dijo con voz suave pero decidida:
    —Quiero que me hagas el amor toda la tarde. Quiero sentirme amada… engreída. Toda tuya.

    La frase me detuvo. No era la primera vez que me lo pedía así, con esa mezcla de ternura y hambre, pero igual me estremeció.
    —Eso está hecho —le respondí, con una sonrisa que no podía ocultar la anticipación. Solo espero que me aguantes el ritmo.

    Ella apretó mi mano, y agregó con picardía:
    —Y te tengo una sorpresa.

    La miré de reojo, sabiendo que no iba a soltar prenda. Angie tenía ese talento para provocar sin revelar. Jugaba con el misterio como quien acaricia una llama sin quemarse.
    —¿Otro neglillé? ¿Un baile exótico? ¿Una pose de circo? —pregunté en tono de broma, esperando que se le escapara algo.

    Ella se rio y negó con la cabeza.
    —No voy a decir nada. Solo espera.

    —Eres una mujer peligrosa, ¿sabías?

    —Y tú… eres un hombre que me enciende solo con mirarme.

    Nos miramos un instante y seguimos caminando, ya con el hotel a la vista, con esa energía vibrando entre los dos. El sol se escondía detrás de los cerros, y nosotros, por fin, estábamos a punto de entrar en nuestra fantasía, de hacerla realidad.

    Apenas cruzamos la puerta de la habitación, cerramos tras de nosotros el mundo. Afuera quedaban el frío del valle, el murmullo de los turistas y el polvo del camino. La habitación era cálida a pesar de que afuera ya hacia frio. Tenía calefacción que irradiaba desde el piso de madera.

    Nos quitamos las casacas pesadas, dejándolas caer sobre una silla. Angie, con esa sonrisa traviesa que ya conocía tan bien, sacó la botella de Macchu Pisco que habíamos comprado por curiosidad en una tienda local en Chivay. Una versión artesanal del clásico pisco, fuerte y con carácter, como todo en ese valle.

    —¿Hora de brindar? —dijo ella, alzando la botella.

    —Por nuestra escapada —le respondí, mientras buscaba los únicos vasos disponibles: dos de vidrio grueso, típicos para agua.

    Serví apenas un dedo en cada vaso. Bastaba. El aroma del licor era potente, con un dejo ahumado y terroso que hablaba del lugar.
    Brindamos. El primer sorbo nos calentó de inmediato, y no supimos si fue por el alcohol, que era fuerte, o por la mirada que nos cruzamos al beber.

    Nos besamos. Largos, lentos, cada vez más hambrientos. Nuestras lenguas se encontraban, nos mordíamos los labios. Caímos sobre la cama todavía con las chompas puestas, riendo mientras tratábamos de desnudarnos torpemente. Yo ya le había quitado las botas y los pantalones cuando, de pronto, Angie se sentó en la orilla de la cama y me dijo con una sonrisa traviesa:
    —Espera... voy por la sorpresa.

    Abrió su maleta y sacó una pequeña bolsita de tela negra. La abrió frente a mí y sacó dos dados color crema, con dibujos grabados en negro. Uno tenía posiciones sexuales; el otro, acciones o lugares del cuerpo. Me quedé mirándolos sin disimular mi sorpresa.

    —¿Qué es esto? —pregunté riendo, curioso, tomándolos entre mis dedos.

    —Dados eróticos —me dijo mordiéndose el labio inferior, mientras se sacaba la chompa y el polo que llevaba debajo, y se recostaba en la cama solo con ropa interior—. Los compré hace semanas pensando en ti... en este momento.

    Los giré entre mis manos, viendo las pequeñas figuras: un dibujo de una lengua, uno de unos glúteos, uno de una pareja de espaldas… Había posiciones clásicas como el misionero o el perrito, pero un par que parecían sacadas de la parte más avanzada del Kama Sutra, posiciones sugerentes que me hicieron tragar saliva.

    —Esto es... muy provocador —dije mirándola—. Me gusta. Nunca hice algo así.

    —Entonces juguemos —me dijo, y su voz sonaba como una invitación lenta, pausada, segura—. Solo una regla: si sale algo que no te atreves, te tomas dos huaracasos del pisco y vuelves a tirar.

    —¿Y tú? ¿Tú vas a atreverte con todo?

    —Hoy sí —susurró—. Hoy quiero probarlo todo contigo.

    Me incliné y la besé con suavidad, mientras en mi mano aún sostenía los dados, como si ellos hubieran encendido algo más profundo que el deseo: la promesa de explorar, de descubrirnos, de atrevernos a lo nuevo sin miedos. Me saqué la ropa, me quedé solo en Bóxer. No sentíamos frio, la habitación estaba cálida con la calefacción encendida.

    Los lancé por primera vez sobre la colcha extendida.

    Los dados cayeron sobre la cama con un suave golpeteo. Uno mostraba una lengua y el otro, un dibujo de una pareja sentados frente a frente y apoyados cada uno en sus brazos. Se entendía que la mujer estaba sobre el hombre que la penetraba.

    Angie me miró con una ceja levantada.
    —Empiezas tú —dijo,

    —Y como combino la lengua con esta pose?

    — Tu verás, me dijo con una sonrisa malévola, mientras se sacaba la ropa interior y se colocaba en la cama en la posición del dado.

    — Ok, atente a las consecuencias.

    Me saqué el bóxer, y me zambullí entre sus piernas que las tenía bastante abiertas, flexionadas sobre la cama. Me comí su conchita a mi agrado, Angie gemía y cuando me agarraba la cabeza, yo le decía que el dado marcaba, manos sobre la cama. después de un par de minutos, cuando ella estuvo bien mojada, me puse un preservativo y me coloqué frente a ella, sentado y con las manos hacia atrás, mi tórax, al igual que el de ella estaba inclinado hacia atrás, ofreciéndole mi pene erecto. ella levantó las caderas se acercó a mi hasta que su vagina quedó justo para que mi pene la perforara. Cuando lo tuvo adentro, comenzó a moverse, que rico se veía esa conchita tragarse mi pene… algún rato después, Angie se dejó caer de espaldas, esto cansa dijo, probemos otra.

    —Tu turno —le dije, entregándole los dados con una sonrisa torcida.

    Los lanzó con un gesto rápido. Esta vez: “manos” y una posición de rodillas donde la mujer hacia sexo oral. Nos miramos, y ambos comenzamos a reír.
    —¿En serio? —dijo—. ¿Esto no era primero?

    —El juego manda —respondí con solemnidad fingida, y me paré en la cama.

    —Primero manos dijo. Me sacó el preservativo y comenzó a acariciar mi pene, lo jalaba, lo majeaba con las dos manos, o una mano lo masajeaba y la otra exploraba mi trasero y mis piernas. Un rato después, se lo metió en la boca y lo comenzó a engreír como ella sabía hacerlo. Aunque con la primera lamida, hizo un gesto y dijo, sabe a preservativo, ¡no me gusta! —Los dados mandan le respondí— Retomo la labor lamiendo desde los huevos, besos, succión… yo estaba con los ojos en blanco. Eso no duró mucho.

    —ya no puedo amor, ese sabor no me gusta, no sabe a ti.

    — Ok, cambiemos, me toca.

    Tiré nuevamente los dados y salió una pareja donde el hombre de pie sostenía a la mujer en el aire mientras la penetraba y esta lo rodeaba con sus piernas y en el otro dado salia un trasero.

    —Esto se pone peligroso —le dije.

    Angie miró extrañada los dados. —Y eso como lo combinamos? —preguntó.

    —Creo que me das tu chiquito, mientras te cargo y te penetro de pie.

    —¿Como mi chiquito?, preguntó con genuina ignorancia de lo que yo había dicho.

    —Tu chiquito, tu culito

    —Así le dicen?? Se rio a carcajadas, pero 5 segundos después, paró en seco y dijo, ni hablar, por ahí no.

    —Los dados han hablado, le dije muy solemne.

    —Graciosito estas. El dado solo dice trasero, no que entres en mi trasero, así que dame de nalgadas si quieres y se tiró boca abajo en la cama.

    Ante su ingenio, no me quedó más que reírme y hacerle el juego. Yo tenía ganas de comerme es culito hace rato, pero tenía que ser natural, espontáneo, cuando ella quisiera, bajo ningún termino la presionaría u obligaría.

    Me puse de rodillas sobre sus piernas, ahí tenía ese hermoso culo, comencé a acariciarlo, y le iba dando nalgadas, primero muy suave, pero en cada ocasión aumentaba un poco la fuerza, —Tú me dices amor, hasta donde puedo llegar— Sigue me dijo— ella tenía la cabeza sobre la cama de lado, mirándome. A la novena o decima nalgada, que alternaba en una u otra nalga, ella dijo, —ahí nomás, ya duele— La verdad las últimas tres fueron bastante fuertes, ya sus nalgas acusaban ese color rojizo característico. Me quedé quieto, mirando como ella se sobaba suavemente el trasero.

    —Te hice daño?

    —No amor, tranquilo, me gusta un poco de maltrato, que me castigues por ser traviesa, te detuve en el momento justo y se rio.
    Cuando se sobaba el trasero, con los movimientos circulares de sus manos, abría ligeramente sus nalgas, dejándome ver la entrada de su ano. Me la jugué y comencé a acariciarlo muy suavemente con mi dedo índice. Ella lanzó un ligero gemido.
    —Eso te incomoda? Le pregunté

    —No amor, sigue, eso se siente rico. Seguí acariciando y ella gemía muy despacio. Levantó la cabeza y apoyo su frente en la cama.

    —Uff, que rico… A veces cuando me tienes en perrito, me has tocado ahí sentía rico, pero nunca tanto rato como ahora, sigue… sigue…

    Rato después, probé a meter ligeramente el dedo índice, con el que le acariciaba su asterisco, no dijo nada, pero se tensó de inmediato, ajustando el trasero.

    —Duele?

    —No amor, a ver mete un poquito mas

    —Relájate, amor, así no puedo meter más mi dedo y te va a doler

    Angie distendió un poco el ano, yo empujé un poco más. Entró hasta la primera falange, cuando ella dijo —¡Sácalo, ya duele un poco!

    Se dio la vuelta y mirándome me dijo,

    —Amor en serio no sé porque quieres entrar ahí, pero para mí, basta que tú lo quieras para yo complacerte, pero me duele.

    Esa confesión cargada de erotismo y ternura me descolocó. Tranquila amor, le dije, lo volveremos a intentar y si finalmente no se puede, no pasa nada.

    Se incorporó y me dio un beso largo. Luego como si nada, volvió a ser la niña traviesa. —Sigamos jugando— me dijo, pero creo que estos dados no son para tirarlos juntos, es uno o el otro. Con cual nos quedamos, me dijo mostrándome ambos. Le señalé el de las posiciones.

    volvió a tirar, esta vez un solo dado. salió perrito. Yo estimule un poco mi pene que en tanta maniobra se había bajado ligeramente, mientras ella se ponía en posición. Cuando la penetré y le abrí un poco las nalgas vi su culito ligeramente rojo, esa delicada membrana no estaba acostumbrada al trajín de mi dedo.

    Ella se puso en 4 patas y la penetré, estaba muy mojada. Algunos minutos después, cuando ella ya jadeaba de placer, le dije ¿cambiamos? quería que ese juego se extienda, que no acabe aún. Ok, me dijo, mientras recuperaba el aliento.

    Tire el dado. Salió el 69, pero cuando lo vi bien, el hombre estaba abajo, pero la mujer que estaba encima del hombre estaba con el cuerpo hacia arriba, como haciendo una araña invertida, e inclinaba su cabeza para tomar el pene del hombre.

    —ya viste lo que tienes que hacer.

    —Si el 69, eso es rico, pero te vas a lavar el lubricante del preservativo, no quiero ese sabor en mi boca.

    —Mira bien cómo está la mujer y le alcancé el dado.

    Cuando reparó en el detalle, Angie tiró el dado y dijo,
    —¿Que creen que soy la del exorcista, que puedo arquearme así y voltear la cabeza como poseída? Paso amor, me dijo con una sonrisa retadora.

    —Ok, si pasas, doble shot de trago… como si no te gustara…

    Me pare le serví casi medio vaso del Pisco artesanal y Angie se lo tomó de un solo viaje.

    —Listo que sigue, me dijo desafiándome con su mirada y con su sonrisa

    Tire el dado. salió una donde la mujer estaba en cuatro patas y el hombre sobre ella, pero mirando en dirección contraria a la de ella, recto, horizontal, penetrándola y sosteniéndose solo con sus manos. (después de varias semanas, ya en Lima, me enteré de que se llama la pose del helicóptero y que es una de las más difíciles de conseguir).

    —Esta es de película porno, le dije.

    —Si no quieres, doble shot, me amenazó.

    —¿Cómo se supone que hacemos esto? —dije, riendo.

    —No sé, pero inténtalo... mientras se ponía en cuatro patas sobre la cama.

    Cuando intentamos acomodarnos, nos resbalamos, ella perdía el equilibrio, yo resbalaba sobre su trasero… No sé cómo, después de intentarlo como cuatro veces, resbalamos de la cama y terminamos en el suelo, desnudos, envueltos en carcajadas, piernas enredadas y con el orgullo por los suelos.

    —Creo que perdimos toda la dignidad —dije, jadeando de risa.

    —¿Cuál dignidad? Si estamos desnudos jugando con dados sexuales —me respondió, mordiéndome el hombro con ternura.

    —Nueva tirada —ordené, con falsa severidad, y el dado giró otra vez.

    Esta vez, una combinación simple: misionero. Nos miramos en silencio. La risa se desvaneció, y en su lugar volvió el deseo, más hondo, más lento. Me incliné sobre ella, que ya estaba tendida en el piso, con la colcha desparramada debajo de su cuerpo, con el cabello extendido como un abanico claro-oscuro, los ojos brillantes y las piernas abiertas ofreciéndome su pelvis depilada.

    Mi boca encontró su piel, y lo que comenzó como un juego, se convirtió en un lenguaje. Fueron varios minutos en los que estuve mamándole los senos, Angie gemía cada vez más alto. En un momento quise retirarme para por fin penetrar y cumplir la orden del dado, pero ella sostuvo mi cabeza desde atrás, pegándola más a su erecto pezón —¡No pares amor, no pares!

    Obedientemente seguí chupándole las tetas e incluí mis manos, ella no protestó, varios minutos después, Angie tuvo un orgasmo intenso, pero diferente a los que tenía cuando la penetraba, este llegó despacio pero imparable, en vez de sus gritos orgásmicos, fueros dos suspiros fuertes que sonaron a descarga, a que soltaba algo... Me detuve y solo me quedé contemplándola. Fue la primera vez que logré que Angie tuviera un orgasmo, solo estimulándole lo senos, pero no la última.

    Ella aún tenía la respiración agitada, cuando tomé posición entre sus piernas, mi pene estaba otra vez piedra, porque con tanta acrobacia se había bajado un poco. Le levanté las piernas, pero sin llevarlas a mis hombros, solo hasta la altura de mis brazos y la penetré lento, pero en un solo movimiento. Ella se agarró con los dos brazos de mi cuello, mientras yo le bombeaba el coño, gimiendo y gozando, ya sin risas, solo con jadeos y gemidos, dejándonos llevar por el deseo que el juego había despertado y alimentado. Ensayé algo que había leído por ahí.

    En pleno bombeo, me detenía de golpe. Solo me quedaba dentro de ella, la besaba o la acariciaba, pero no me movía. Eso la volvía loca y prolongaba el placer de estar dentro de ella. Después retomaba el ritmo a veces de a pocos a veces de golpe. Yo le abría las piernas con mis brazos para ver como mi pene la perforaba, dándole beso de vez en cuando. En un momento las palmas de mis manos se apoyaban en las plantas de sus pequeños pies, mi cuerpo y el suyo hacían un perfecto ángulo de 90 grados, ella echada, yo de rodillas penetrándola. Bombearla así era una mezcla de sensaciones y visiones alucinante. Mi orgasmo llegó intenso, como un rayo.

    Cuando por fin terminamos, los cuerpos entrelazados y la piel húmeda, estábamos en el piso sobre la colcha y las sábanas de la cama. Angie se giró hacia mí, con la cabeza en mi pecho.

    —¿Ves por qué era una buena sorpresa?

    —La mejor —susurré, besándola en la frente—. Me encanta lo que estás dispuesta a descubrir conmigo.

    —Contigo me atrevo a todo.

    Nos quedamos en silencio. Afuera, el valle ya se había cubierto de sombras y la noche esperaba. Pero aún teníamos tiempo... y ganas.
     
    ConejoLocop, 27 May 2025

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    Ocho – NUESTRO VIAJE (o nuestra Luna de miel)

    Jueves, 12 de enero, 2006– 3:00 AM

    Nos levantamos a tiempo, nos vestimos en silencio solo intercambiamos un beso cuando nos cruzamos en el baño. El taxi llegó puntual. Apenas unas luces encendidas en la calle, la casa en completo silencio. Cargamos las maletas con rapidez y salimos sin hacer ruido. Durante el trayecto al aeropuerto casi no hablamos. Íbamos cansados, sí, pero también con esa emoción contenida que precede a los grandes momentos. Solo nos tomábamos la mano y de vez en cuando nos mirábamos, sonriendo sin decir nada.
    El vuelo transcurrió sin novedad. Al aterrizar en Arequipa, el cielo estaba despejado y el aire tenía ese frío seco tan típico de la ciudad. Nos dirigimos directamente a la casa de los padres de Angie, donde nos recibieron con un desayuno típico: pan de tres puntas, queso serrano, café y papaya arequipeña. La calidez familiar se sentía en cada gesto.

    A las 11 de la mañana, ya estábamos en la notaría firmando los documentos. Todo fue rápido. Después, el padre de Angie nos llevó a almorzar a una picantería tradicional. Entre rocoto relleno, pastel de papa y chicha de jora, no faltaron las bromas ni los recuerdos.
    —¿Por qué se quedan tan poco? —preguntó, mirando sobre todo a mí—. ¡Hace tres años que no vienes! Y eso que tú antes eras casi un hijo más…

    Me revolvió el cabello con una sonrisa nostálgica—. El gringo, te decía, ¿te acuerdas? Por esos pelos claritos que tenías de niño.
    Sonreí con cariño. Era cierto. En los viajes con mis padres de niño, siempre me sentí especialmente querido por él. Yo era el menor de mis hermanos y, con mi cabello claro, me convertí en su "gringo", una especie de engreído honorario.

    La tarde transcurrió con calma, pero con la anticipación de algo importante. Angie quería llevarse algunos libros y cuadernos del colegio, así que pasamos casi dos horas en su antiguo cuarto, eligiendo qué conservar. Nos dimos algunos besos furtivos, pero nada más, los tíos estaban cerca.

    Armamos dos cajas grandes y las bajé al auto del tío Juan, que se ofreció a llevarlas a la agencia de Cruz del Sur. Las despachamos sin contratiempos y volvimos a casa con la sensación de haber tachado el último pendiente.

    Después de cenar, el ambiente fue sereno. La tía Lola sirvió una infusión caliente antes de dormir, mientras el tío Juan apagaba las luces de la sala.

    Me despedí con respeto y gratitud: un beso en la frente para la tía, un apretón de manos para el tío, que él transformó en un abrazo cálido y silencioso.

    A Angie la abracé solo con la mirada, y nos dimos un beso discreto en la mejilla. Ella bajó la mirada un instante, y yo subí las escaleras en silencio.

    Ya en mi habitación, alcancé a escuchar sus voces hablando un poco más en la sala de abajo. Risas tenues, el murmullo del cariño cotidiano. Después, la despedida. Puertas cerrándose. Pasos apagados.

    Minutos más tarde, la casa quedó en absoluto silencio.

    Yo me acosté vestido, con la alarma puesta en el celular, la maleta lista al pie de la cama… pero sin poder dormir. Mi mente ya estaba en el Valle del Colca, en la habitación del hotel con vistas a los andenes infinitos, en el vapor de las aguas termales, en el cuerpo de Angie junto al mío, por fin sin barreras, sin relojes, sin miedo.

    Viernes, 13 de enero – 4:00 AM
    Nos despedimos de los padres de Angie con abrazos y agradecimientos. Ellos creían que regresábamos a Lima. Su padre quiso llevarnos al aeropuerto, por un momento nuestro plan estuvo a punto de irse al agua, pero Angie lo convenció que no le haría bien el frio de la madrugada, dos semanas antes había estado con una fuerte bronquitis.

    Llamamos al taxi, todo era por teléfono en esa época, llegó a los 15 minutos. Subimos al taxi con dirección supuesta al aeropuerto.
    En cuanto doblamos la primera esquina, Angie miró al chofer por el retrovisor:
    —Cambio de planes señor, nos deja en la Plaza de Armas, por favor.

    —¿Seguros?, me dijeron Aeropuerto en la central

    —Más que nunca —le dije. Igual le pagamos la carrera como si fuera al aeropuerto para compensarlo.

    A las 5:00 de la mañana, mientras las luces de la ciudad apenas se apagaban, estábamos en la plaza, tomados de la mano, caminamos una cuadra hasta la puerta de la agencia donde habíamos contratado el tour desde Lima, ahí nos recogería el bus que nos llevaría al Valle del Colca. Habían cerca de 7 personas más esperando, el bus recogió pasajeros de varias agencias y algunos hoteles.

    Un par de horas después del falso viaje al aeropuerto, ya estábamos cruzando la altiplanicie rumbo al Colca, sentados juntos en el bus turístico. Desde la ventana, los volcanes se levantaban imponentes en el horizonte: Misti, Chachani, Pichu Pichu... como centinelas de nuestro escape.

    El bus, lleno de turistas —en su mayoría extranjeros—, hizo varias paradas para tomar fotos. El guía nos explicaba los paisajes y tradiciones. Nos detuvimos frente a los volcanes, en miradores con vistas infinitas, junto a unas alpacas adornadas con pompones de lana y frente a las vendedoras de artesanías, con sus mesas repletas de chullos, pulseras y tejidos coloridos.

    Cada vez que bajábamos del bus, notábamos las miradas curiosas. Algunos turistas jóvenes, otros mayores, no podían evitar mirar a Angie furtivamente. Su ropa casual donde destacaba su jean ceñido, el cabello al viento, la forma en que reía o me tomaba del brazo... Era difícil no verla. Eso nos causaba risa; lo tomábamos como parte del encanto del viaje.

    —¿Viste cómo me miró ese alemán? —me susurró, divertida, mientras posábamos para una selfie con las montañas detrás.
    —Sí, pero le devolví la mirada. Tú estás ocupada —le dije, dándole un beso largo en la mejilla.

    Al mediodía llegamos a Chivay, el corazón del Valle del Colca. El aire era más fresco, más seco, y todo tenía un ritmo pausado. Tomamos un mototaxi que nos llevó al hotel, a unos minutos del centro. El lugar era perfecto: rústico, rodeado de naturaleza, con nuestra habitación mirando a un valle verde y profundo. No había mucha gente alojada en esa época del año. Frente a la habitación, una pequeña piscina termal privada de piedra, semi techada, que dejaba la vista a las montañas libre. Un cuadrado de 3x3, nos esperaba con el agua caliente corriendo lentamente.

    Almorzamos en el restaurante del hotel —trucha con papas nativas y una limonada fresca— y luego salimos a caminar hacia el pueblo, que quedaba a poco más de un kilómetro. El camino era de tierra, flanqueado por arbustos, campos de cultivo y algunas casas dispersas. Caminamos tomados de la mano, sin miedo, como si todo el mundo nos perteneciera por unas horas. Nos besábamos sin apuro, nos abrazábamos cuando el viento arreciaba.

    Llegamos al centro del pueblo, pequeño pero lleno de vida. Entramos a una tiendita donde Angie compró un gorrito tejido. Paseamos por la plaza y tomamos helado artesanal, a pesar del tímido sol. Nos tomamos fotos con mi cámara digital —inmortalizando risas y caricias fugaces—

    Como a las 4 de la tarde, la tarde caía lentamente sobre el valle. El cielo, teñido de naranja suave, comenzaba a oscurecerse. Ya habíamos paseado por el pueblo, hasta en calles donde el turismo no llegaba, las más auténticas, donde la gente nos saludaba sin conocernos.

    Regresábamos al hotel tomados de la mano, con paso lento, alargando cada minuto. El aire frío comenzaba a sentirse, pero el calor entre nosotros bastaba para mantenernos cómodos. En el camino, nos encontrábamos con pobladores que nos saludaban amablemente.

    Angie iba a mi lado, con la chaqueta abierta y las mejillas encendidas. En un momento, se acercó más y, sin mirar directamente, me dijo con voz suave pero decidida:
    —Quiero que me hagas el amor toda la tarde. Quiero sentirme amada… engreída. Toda tuya.

    La frase me detuvo. No era la primera vez que me lo pedía así, con esa mezcla de ternura y hambre, pero igual me estremeció.
    —Eso está hecho —le respondí, con una sonrisa que no podía ocultar la anticipación. Solo espero que me aguantes el ritmo.
    Ella apretó mi mano, y agregó con picardía:

    —Y te tengo una sorpresa.

    La miré de reojo, sabiendo que no iba a soltar prenda. Angie tenía ese talento para provocar sin revelar. Jugaba con el misterio como quien acaricia una llama sin quemarse.

    —¿Otro neglillé? ¿Un baile exótico? ¿Una pose de circo? —pregunté en tono de broma, esperando que se le escapara algo.

    Ella se rio y negó con la cabeza.
    —No voy a decir nada. Solo espera.

    —Eres una mujer peligrosa, ¿sabías?

    —Y tú… eres un hombre que me enciende solo con mirarme.

    Nos miramos un instante y seguimos caminando hacia el hotel con esa energía vibrando entre los dos. Apenas cruzamos la puerta de la habitación, dejamos atrás el mundo exterior. La habitación era cálida y acogedora. Angie, con su sonrisa traviesa, sacó la botella de Macchu Pisco que habíamos comprado en Chivay.

    —¿Hora de brindar? —dijo ella, alzando la botella.

    —Por nuestra escapada —le respondí, mientras buscaba los únicos vasos disponibles: dos de vidrio grueso, típicos para agua.
    Serví apenas un dedo en cada vaso. Bastaba. El aroma del licor era potente, con un dejo ahumado y terroso que hablaba del lugar.
    Brindamos. El primer sorbo nos calentó de inmediato, y no supimos si fue por el alcohol, que era fuerte, o por la mirada que nos cruzamos al beber.

    Nos besamos. Largos, lentos, cada vez más hambrientos. Nuestras lenguas se encontraban, nos mordíamos los labios. Caímos sobre la cama todavía con las chompas puestas, riendo mientras tratábamos de desnudarnos torpemente. Yo ya le había quitado las botas y los pantalones cuando, de pronto, Angie se sentó en la orilla de la cama y me dijo con una sonrisa traviesa:
    —Espera... voy por la sorpresa.

    Abrió su maleta y sacó una pequeña bolsita de tela negra. La abrió frente a mí y sacó dos dados color crema, con dibujos grabados en negro. Uno tenía posiciones sexuales; el otro, acciones o lugares del cuerpo. Me quedé mirándolos sin disimular mi sorpresa.

    —¿Qué es esto? —pregunté riendo, curioso, tomándolos entre mis dedos.

    —Dados eróticos —me dijo mordiéndose el labio inferior, mientras se sacaba la chompa y el polo que llevaba debajo, y se recostaba en la cama solo con ropa interior—. Los compré hace semanas pensando en ti... en este momento.

    Los giré entre mis manos, viendo las pequeñas figuras: un dibujo de una lengua, uno de unos glúteos, uno de una pareja de espaldas… Había posiciones clásicas como el misionero o el perrito, pero un par que parecían sacadas de la parte más avanzada del Kama Sutra, posiciones sugerentes que me hicieron tragar saliva.

    —Esto es... muy provocador —dije mirándola—. Me gusta. Nunca hice algo así.

    —Entonces juguemos —me dijo, y su voz sonaba como una invitación lenta, pausada, segura—. Solo una regla: si sale algo que no te atreves, te tomas dos huaracasos del pisco y vuelves a tirar.

    —¿Y tú? ¿Tú vas a atreverte con todo?

    —Hoy sí —susurró—. Hoy quiero probarlo todo contigo.

    Me incliné y la besé con suavidad, mientras en mi mano aún sostenía los dados, como si ellos hubieran encendido algo más profundo que el deseo: la promesa de explorar, de descubrirnos, de atrevernos a lo nuevo sin miedos. Me saqué la ropa, me quedé solo en Bóxer. No sentíamos frio, la habitación estaba cálida con la calefacción encendida.

    Los lancé por primera vez sobre la colcha extendida.

    Los dados cayeron sobre la cama con un suave golpeteo. Uno mostraba una lengua y el otro, un dibujo de una pareja sentados frente a frente y apoyados cada uno en sus brazos. Se entendía que la mujer estaba sobre el hombre que la penetraba.
    Angie me miró con una ceja levantada.

    —Empiezas tú —dijo,

    —Y como combino la lengua con esta pose?

    — Tu verás, me dijo con una sonrisa malévola, mientras se sacaba la ropa interior y se colocaba en la cama en la posición del dado.

    — Ok, atente a las consecuencias.

    Me saqué el bóxer, y me zambullí entre sus piernas que las tenía bastante abiertas, flexionadas sobre la cama. Me comí su conchita a mi agrado, Angie gemía y cuando me agarraba la cabeza, yo le decía que el dado marcaba, manos sobre la cama. después de un par de minutos, cuando ella estuvo bien mojada, me puse un preservativo y me coloqué frente a ella, sentado y con las manos hacia atrás, mi tórax, al igual que el de ella estaba inclinado hacia atrás, ofreciéndole mi pene erecto. ella levantó las caderas se acercó a mi hasta que su vagina quedó justo para que mi pene la perforara. Cuando lo tuvo adentro, comenzó a moverse, que rico se veía esa conchita tragarse mi pene… algún rato después, Angie se dejó caer de espaldas, esto cansa dijo, probemos otra.


    —Tu turno —le dije, entregándole los dados con una sonrisa torcida.

    Los lanzó con un gesto rápido. Esta vez: “manos” y una posición de rodillas donde la mujer hacia sexo oral. Nos miramos, y ambos comenzamos a reír.

    —¿En serio? —dijo—. ¿Esto no era primero?

    —El juego manda —respondí con solemnidad fingida, y me paré en la cama.

    —Primero manos dijo. Me sacó el preservativo y comenzó a acariciar mi pene, lo jalaba, lo majeaba con las dos manos, o una mano lo masajeaba y la otra exploraba mi trasero y mis piernas. Un rato después, se lo metió en la boca y lo comenzó a engreír como ella sabía hacerlo. Aunque con la primera lamida, hizo un gesto y dijo, sabe a preservativo, ¡no me gusta! —Los dados mandan le respondí— Retomo la labor lamiendo desde los huevos, besos, succión… yo estaba con los ojos en blanco. Eso no duró mucho.

    —ya no puedo amor, ese sabor no me gusta, no sabe a ti.

    — Ok, cambiemos, me toca.

    Tiré nuevamente los dados y salió una pareja donde el hombre de pie sostenía a la mujer en el aire mientras la penetraba y esta lo rodeaba con sus piernas y en el otro dado salia un trasero.

    —Esto se pone peligroso —le dije.

    Angie miró extrañada los dados. —Y eso como lo combinamos? —preguntó.

    —Creo que me das tu chiquito, mientras te cargo y te penetro de pie.

    —¿Como mi chiquito?, preguntó con genuina ignorancia de lo que yo había dicho.

    —Tu chiquito, tu culito

    —Así le dicen?? Se rio a carcajadas, pero 5 segundos después, paró en seco y dijo, ni hablar, por ahí no.

    —Los dados han hablado, le dije muy solemne.

    —Graciosito estas. El dado solo dice trasero, no que entres en mi trasero, así que dame de nalgadas si quieres y se tiró boca abajo en la cama.

    Ante su ingenio, no me quedó más que reírme y hacerle el juego. Yo tenía ganas de comerme es culito hace rato, pero tenía que ser natural, espontáneo, cuando ella quisiera, bajo ningún termino la presionaría u obligaría.

    Me puse de rodillas sobre sus piernas, ahí tenía ese hermoso culo, comencé a acariciarlo, y le iba dando nalgadas, primero muy suave, pero en cada ocasión aumentaba un poco la fuerza, —Tú me dices amor, hasta donde puedo llegar— Sigue me dijo— ella tenía la cabeza sobre la cama de lado, mirándome. A la novena o decima nalgada, que alternaba en una u otra nalga, ella dijo, —ahí nomás, ya duele— La verdad las últimas tres fueron bastante fuertes, ya sus nalgas acusaban ese color rojizo característico. Me quedé quieto, mirando como ella se sobaba suavemente el trasero.

    —Te hice daño?

    —No amor, tranquilo, me gusta un poco de maltrato, que me castigues por ser traviesa, te detuve en el momento justo y se rio.
    Cuando se sobaba el trasero, con los movimientos circulares de sus manos, abría ligeramente sus nalgas, dejándome ver la entrada de su ano. Me la jugué y comencé a acariciarlo muy suavemente con mi dedo índice. Ella lanzó un ligero gemido.

    —Eso te incomoda? Le pregunté

    —No amor, sigue, eso se siente rico. Seguí acariciando y ella gemía muy despacio. Levantó la cabeza y apoyo su frente en la cama.

    —Uff, que rico… A veces cuando me tienes en perrito, me has tocado ahí sentía rico, pero nunca tanto rato como ahora, sigue… sigue…

    Rato después, probé a meter ligeramente el dedo índice, con el que le acariciaba su asterisco, no dijo nada, pero se tensó de inmediato, ajustando el trasero.

    —Duele?

    —No amor, a ver mete un poquito mas

    —Relájate, amor, así no puedo meter más mi dedo y te va a doler

    Angie distendió un poco el ano, yo empujé un poco más. Entró hasta la primera falange, cuando ella dijo —¡Sácalo, ya duele un poco!

    Se dio la vuelta y mirándome me dijo,

    —Amor en serio no sé porque quieres entrar ahí, pero para mí, basta que tú lo quieras para yo complacerte, pero me duele.

    Esa confesión cargada de erotismo y ternura me descolocó. Tranquila amor, le dije, lo volveremos a intentar y si finalmente no se puede, no pasa nada.

    Se incorporó y me dio un beso largo. Luego como si nada, volvió a ser la niña traviesa. —Sigamos jugando— me dijo, pero creo que estos dados no son para tirarlos juntos, es uno o el otro. Con cual nos quedamos, me dijo mostrándome ambos. Le señalé el de las posiciones.

    volvió a tirar, esta vez un solo dado. salió perrito. Yo estimule un poco mi pene que en tanta maniobra se había bajado ligeramente, mientras ella se ponía en posición. Cuando la penetré y le abrí un poco las nalgas vi su culito ligeramente rojo, esa delicada membrana no estaba acostumbrada al trajín de mi dedo.

    Ella se puso en 4 patas y la penetré, estaba muy mojada. Algunos minutos después, cuando ella ya jadeaba de placer, le dije ¿cambiamos? quería que ese juego se extienda, que no acabe aún. Ok, me dijo, mientras recuperaba el aliento.

    Tire el dado. Salió el 69, pero cuando lo vi bien, el hombre estaba abajo, pero la mujer que estaba encima del hombre estaba con el cuerpo hacia arriba, como haciendo una araña invertida, e inclinaba su cabeza para tomar el pene del hombre.

    —ya viste lo que tienes que hacer.

    —Si el 69, eso es rico, pero te vas a lavar el lubricante del preservativo, no quiero ese sabor en mi boca.

    —Mira bien cómo está la mujer y le alcancé el dado.

    Cuando reparó en el detalle, Angie tiró el dado y dijo,
    —¿Que creen que soy la del exorcista, que puedo arquearme así y voltear la cabeza como poseída? Paso amor, me dijo con una sonrisa retadora.

    —Ok, si pasas, doble shot de trago… como si no te gustara…

    Me pare le serví casi medio vaso del Pisco artesanal y Angie se lo tomó de un solo viaje.

    —Listo que sigue, me dijo desafiándome con su mirada y con su sonrisa
    Tire el dado.

    salió una donde la mujer estaba en cuatro patas y el hombre sobre ella, pero mirando en dirección contraria a la de ella, recto, horizontal, penetrándola y sosteniéndose solo con sus manos. (después de varias semanas, ya en Lima, me enteré de que se llama la pose del helicóptero y que es una de las más difíciles de conseguir).

    —Esta es de película porno, le dije.

    —Si no quieres, doble shot, me amenazó.

    —¿Cómo se supone que hacemos esto? —dije, riendo.

    —No sé, pero inténtalo... mientras se ponía en cuatro patas sobre la cama.

    Cuando intentamos acomodarnos, nos resbalamos, ella perdía el equilibrio, yo resbalaba sobre su trasero… No sé cómo, después de intentarlo como cuatro veces, resbalamos de la cama y terminamos en el suelo, desnudos, envueltos en carcajadas, piernas enredadas y con el orgullo por los suelos.

    —Creo que perdimos toda la dignidad —dije, jadeando de risa.

    —¿Cuál dignidad? Si estamos desnudos jugando con dados sexuales —me respondió, mordiéndome el hombro con ternura.
    —Nueva tirada —ordené, con falsa severidad, y el dado giró otra vez.

    Esta vez, una combinación simple: misionero. Nos miramos en silencio. La risa se desvaneció, y en su lugar volvió el deseo, más hondo, más lento. Me incliné sobre ella, que ya estaba tendida en el piso, con la colcha desparramada debajo de su cuerpo, con el cabello extendido como un abanico oscuro, los ojos brillantes y las piernas abiertas ofreciéndome su pelvis depilada.

    Mi boca encontró su piel, y lo que comenzó como un juego, se convirtió en un lenguaje. Fueron varios minutos en los que estuve mamándole los senos, Angie gemía cada vez más alto. En un momento quise retirarme para por fin penetrar y cumplir la orden del dado, pero ella sostuvo mi cabeza desde atrás, pegándola más a su erecto pezón —¡No pares amor, no pares!

    Obedientemente seguí chupándole las tetas e incluí mis manos, ella no protestó, varios minutos después, Angie tuvo un orgasmo intenso, pero diferente a los que tenía cuando la penetraba, este llegó despacio pero imparable, en vez de sus gritos orgásmicos, fueros dos suspiros fuertes que sonaron a descarga, a que soltaba algo... Me detuve y solo me quedé contemplándola. Fue la primera vez que logré que Angie tuviera un orgasmo, solo estimulándole lo senos, pero no la última.

    Ella aún tenía la respiración agitada, cuando tomé posición entre sus piernas, mi pene estaba otra vez piedra, porque con tanta acrobacia se había bajado un poco. Le levanté las piernas, pero sin llevarlas a mis hombros, solo hasta la altura de mis brazos y la penetré lento, pero en un solo movimiento. Ella se agarró con los dos brazos de mi cuello, mientras yo le bombeaba el coño, gimiendo y gozando, ya sin risas, solo con jadeos y gemidos, dejándonos llevar por el deseo que el juego había despertado y alimentado. Ensayé algo que había leído por ahí.

    En pleno bombeo, me detenía de golpe. Solo me quedaba dentro de ella, la besaba o la acariciaba, pero no me movía. Eso la volvía loca y prolongaba el placer de estar dentro de ella. Después retomaba el ritmo a veces de a pocos a veces de golpe. Yo le abría las piernas con mis brazos para ver como mi pene la perforaba, dándole beso de vez en cuando. En un momento las palmas de mis manos se apoyaban en las plantas de sus pequeños pies, mi cuerpo y el suyo hacían un perfecto ángulo de 90 grados, ella echada, yo de rodillas penetrándola. Bombearla así era una mezcla de sensaciones y visiones alucinante. Mi orgasmo llegó intenso, como un rayo.

    Cuando por fin terminamos, los cuerpos entrelazados y la piel húmeda, estábamos en el piso sobre la colcha y las sábanas de la cama. Angie se giró hacia mí, con la cabeza en mi pecho.

    —¿Ves por qué era una buena sorpresa?

    —La mejor —susurré, besándola en la frente—. Me encanta lo que estás dispuesta a descubrir conmigo.

    —Contigo me atrevo a todo.

    Nos quedamos en silencio. Afuera, el valle ya se había cubierto de sombras y la noche esperaba. Pero aún teníamos tiempo... y ganas.
     
    ConejoLocop, 28 May 2025

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    Adelante siga con el relato, excelente
     
    palomino0904, 29 May 2025

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    Excelente historia cofrade @ConejoLocop, me gusta que lo cuentes con todos esos detalles y que tambien tengamos el punto de vista de Angie en varias partes de la historia.
    Si puedes, compártenos algunas fotos que acompañen la historia.
     
    Dave Alone, 29 May 2025

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    Creo que esto se duplicó porque intenté ponerlo cuando el foro entraba en mantenimiento, si algun administrador lo pudiera borrar, se lo agradeceré.

     
    ConejoLocop, 29 May 2025

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    #64

    ConejoLocop

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    La noche ya había envuelto el valle cuando salimos al pequeño ambiente de piedra donde la piscina termal nos esperaba, humeante, con el agua translúcida vibrando bajo la luz tenue que se colaba por la pared abierta hacia las montañas. Llevábamos la botella de Macchu Pisco, ya casi a la mitad, y los vasos. Angie no soltaba el suyo.

    El frio nos golpeó un poco, la habitación estaba con un ambiente agradable, cálido y al salir, nuestros cuerpos desnudos sintieron el cambio, pero nos metimos rápidamente en las aguas calientes de la pequeña piscina.
    —Estoy feliz —dijo Angie, mientras me daba un beso y una palmadita en el trasero.

    —Yo también —le respondí, colocando las toallas, donde las pudiéramos alcanzar—. No sabía que se podía estar así de bien.

    Entramos al agua despacio, con un estremecimiento placentero. El calor envolvió nuestros cuerpos y relajó cada músculo tenso. Nos acomodamos en una esquina, sentados uno frente al otro, nuestras piernas entrelazadas bajo el agua. Ella dejó su vaso en el borde y se deslizó sobre mí, quedando sentada en mis piernas, su pecho contra el mío.

    Nos besamos. Lento. Largo. Con la lentitud de quienes ya no tienen apuro. Nuestros cuerpos, cálidos por el agua, se entendían sin apuro, sin tensión. Nuestras lenguas ya no se buscaban desesperadamente, ahora jugaban en una danza lenta, Angie metía su lengua en mi boca y dejaba que yo se la chupara, le gustaba eso. Las manos se buscaban, se encontraban, se deslizaban con suavidad, como si estuviéramos moldeando el deseo de nuevo, desde cero.

    Cuando la excitación creció, ella misma buscó el preservativo que había dejado junto con las toallas y me lo puso entre risas suaves y movimientos bajo el agua.

    Nos sumergimos en el agua cálida, disfrutando del contacto lento y juguetón, con besos largos y caricias suaves que moldeaban el deseo desde cero.
    —Hasta en el paraíso hay reglas —murmuró.

    Intentamos hacerlo allí mismo, en esa esquina poco profunda, pero el agua y el plástico no se llevaban bien. La fricción desaparecía, la lubricación se diluía, el movimiento se volvía incómodo, torpe. Nos miramos con una mezcla de frustración y risa.

    —Esto… no es tan sexy como pensé —dije, intentando no resbalarme mientras ella trataba de sostenerse.

    —Yo diría que es más complicado que sexy —respondió, apoyando la frente en mi hombro, riendo, mientras con su mano trataba de introducir mi pene en su vagina una vez más. Pero al moverse volvía a salirse. Nos rendimos

    Volvimos a besarnos, esta vez sin apuro por llegar a ningún clímax. Acariciarnos, tocarnos, jugar con nuestros cuerpos sumergidos fue suficiente. La piel se volvió hipersensible bajo el agua caliente, cada roce de mis dedos sobre sus erectos y duros pezones, la estremecían, cada roce, cada beso en el cuello o en el hombro, nos mantenía flotando en un estado de placer tranquilo.

    Nos quedamos así por un buen rato, abrazados, sus piernas rodeando mi cintura, su mejilla contra mi pecho. Ella seguía bebiendo del vaso que había dejado en el borde, mientras yo la acariciaba en la espalda y su trasero, lentamente bajo el agua, con los ojos cerrados, sintiendo cómo la noche avanzaba afuera y el silencio del valle nos abrazaba junto con el calor de la piscina. Sentíamos que la unión de nuestros cuerpos y nuestros corazones era perfecta.

    Cuando el frío del viento comenzó a colarse desde la pared abierta, obligándonos a sumergirnos casi hasta las narices, Angie tembló un poco.

    —Ya, vamos a salir… me estoy enfriando —dijo, buscando una toalla.

    Regresamos al cuarto en silencio, con las toallas aún húmedas pegadas al cuerpo. El vapor de la piscina termal seguía adherido a nuestra piel, y aunque el aire estaba más frío, todavía ardía el deseo que habíamos dejado inconcluso bajo el agua.
    Angie cerró la puerta que daba a la piscina y el mundo exterior con suavidad y se volvió hacia mí con esa mirada que ya conocía, mezcla de ternura y fuego.

    —No terminamos lo de la piscina… —susurró, mientras dejaba caer la toalla al suelo.

    Yo no dije nada. Solo la miré, desnuda frente a mí, iluminada por la luz tenue de la lámpara del velador. Me acerqué despacio, puse las manos en su cintura, y la besé con hambre. Ella se aferró a mi cuello, me mordió el labio inferior con suavidad.

    —Ahora sí, no te escapas —dijo, rozando mi oreja con su aliento caliente. Me coloco un preservativo y se trepo en mí, rodeándome con sus piernas. La bese, mientras la colocaba para que mi pene se introduzca en su ardiente vagina. Esta pose quedó pendiente, me dijo.

    Nos hicimos el amor de pie, contra la pared de piedra que aún conservaba el calor del día. Fue rápido, intenso, como si nuestros cuerpos reclamaran ese instante desde antes de llegar al hotel. Su espalda contra la pared, sus piernas enredadas en mi cintura, sus brazos alrededor de mi cuello, sus gemidos contenidos por mis besos. Yo la sostenía de las nalgas mientras le besaba y chupaba las tetas. Estábamos ansiosos, salvajes, desatados.

    Terminamos jadeando, apoyados el uno contra el otro, con el pecho agitado, las frentes sudadas pese al frío que ya comenzaba a colarse por las ventanas. La altura del Colca nos pasaba factura.

    —No puedo más… —murmuré, intentando recuperar el aliento.

    —Yo sí —respondió Angie, con una sonrisa traviesa, aunque también tenía la respiración agitada, tirándome de la mano hacia la cama—. Aún te queda otra.

    Caímos sobre las sábanas revueltas. Esta vez, fue más lento. Nos besamos por largos minutos antes de que la urgencia regresara.

    Ella sobre mí, me hizo el amor, ella se encargó del placer de los dos, nuestras manos entrelazadas, nuestras bocas explorando cada rincón. Me ponía suavemente sus pechos para que yo los bese, los chupe, los muerda suavemente. Era un acto completo, físico y emocional, como si cada caricia reafirmara lo que nos estábamos diciendo sin palabras: “te deseo, te elijo, te siento.”

    Terminamos agotados, los dos boca arriba, las piernas tocándose, los dedos aún entrelazados. El cuarto estaba en silencio, solo se escuchaban nuestras respiraciones acompasadas.

    Cuando nuestras respiraciones volvieron a normalizarse, ella me besó, poniendo su pecho sobre el mío. ¿Vamos a dar una vuelta?, me dijo

    —Sí… además ya tengo hambre —respondí, sonriendo—. Hicimos ejercicio.

    —Varias veces.

    Nos dimos una rápida ducha caliente y volvimos a forrarnos con la ropa abrigadora que había quedado por el piso de toda la habitación. Caminamos al restaurante del hotel, donde una sopa caliente y pan recién horneado nos esperaba. Nos sentamos uno frente al otro, con el cabello aún húmedo, los ojos brillantes y las mejillas encendidas, sin dejar de sonreír.
    —Esto es lo más cerca al cielo que he estado —le dije, tomándola de la mano sobre la mesa.

    —Y aún falta una noche más.

    —Aun esta noche no ha terminada, la corregí dulcemente

    Regresamos a la habitación e hicimos el amor una vez más, muy despacio, sintiendo cada movimiento, alargando cada gemido, disfrutando de cada segundo en los que nuestros cuerpos estaban conectados. Seguía aplicando la técnica de parar y seguir para prolongar el acto. Ya saciados, estábamos echados uno al lado del otro, con las manos entrelazadas y nuestros corazones fusionados.

    No nos cubrimos. Dormimos así, desnudos, abrazados, como si el calor de nuestros cuerpos fuera suficiente. Pero pasada la medianoche, un viento helado que se coló por las rendijas de la ventana nos hizo estremecer al mismo tiempo. Angie se acurrucó en mí, temblando ligeramente.

    —Hace frío… —murmuró con los ojos cerrados.

    Me levanté a tientas, busqué las frazadas que estaban al pie de la cama y las extendí sobre nosotros. Me metí bajo ellas de nuevo, envolviendo a Angie en mis brazos. Ella se acomodó en mi pecho, suspirando profundamente.
    —Ahora sí —dijo, ya medio dormida—. Así está perfecto.

    La abracé fuerte, sintiendo su piel tibia contra la mía, su respiración volviendo al ritmo del sueño. Afuera, el valle dormía bajo un cielo estrellado, y nosotros, por fin, también.

    Al día siguiente nos despertaron desde recepción, como lo habíamos pedido a las 5:15am. A las 6 nos recogerían para ir a la Cruz del Condor. No había tiempo para el mañanero, pero eso era lo que queríamos, que todo fluyera natural, sin tradiciones ni obligaciones.

    El camino era de por sí ya todo un espectáculo. Angie había ido con sus padres de niña, pero miraba todo a través de la ventana como si fuera la primera vez. Yo estaba también maravillado, nunca había hecho este viaje.

    Llegamos al mirador y al poco rato salieron los primeros cóndores desde sus nidos en las paredes de piedra de la montaña. Los cóndores parecían flotar eternamente sobre nuestras cabezas, surcando el cielo en silencio. Angie estaba embelesada, siguiendo el vuelo de uno especialmente grande que descendía hacia el cañón. Su rostro irradiaba una alegría serena, infantil. Yo me alejé un poco para buscar un mejor ángulo para las fotos, encuadrándola a ella con las alas abiertas del cóndor de fondo.

    En ese breve instante, un turista francés, alto, delgado, con acento marcado y un aire petulante, se le acercó. Habló en inglés rudimentario, pero sus intenciones eran claras. Sonrió, bajando la voz en un tono cómplice:

    You are very beautiful... If you come with me tonight to my hotel, I can pay you very well. One night. Just fun.
    (“Eres muy hermosa... Si vienes conmigo esta noche a mi hotel, puedo pagarte muy bien. Solo una noche. Solo diversión.”)

    Angie lo miró confundida, sin entender. Ella no hablaba inglés y apenas captaba palabras sueltas. Creyó que tal vez le pedía ayuda para una foto o información del lugar. Frunció ligeramente el ceño, incómoda, pero no respondió.

    Yo, que venía regresando con la cámara aún en mano, escuché todo.

    Me acerqué sin apurarme, pero con firmeza. Me puse al lado de Angie, que se giró sorprendida al verme con esa expresión seria. No me detuve ni un segundo. Miré al francés directamente a los ojos y le solté en su idioma adoptado:

    You just offered money to my woman like she was for sale. If you open your mouth again near her, you'll leave Peru with more than just souvenirs. Got it?
    (“Acabas de ofrecerle dinero a mi mujer como si estuviera en venta. Si vuelves a abrir la boca cerca de ella, te vas a llevar de Perú algo más que recuerdos. ¿Entendiste?”) Yo había aprendido algo de Ingles técnico, por los manuales que debía leer y eso no incluía saber mandar a la mi..da o granputearlo, como me hubiese gustado hacer.

    El francés palideció. Dio un paso atrás, levantando las manos, y sin decir una palabra más, se dio la vuelta y se perdió entre los otros turistas, visiblemente incómodo.

    Angie me miró, con la confusión todavía en los ojos.
    —¿Qué te dijo? ¿Qué pasó?
    —Nada que valga la pena repetir —le respondí, sin querer manchar su dulzura con las palabras sucias de ese tipo—. Solo alguien que quiso comprar tu belleza. Ya se fue.

    Ella me miró un momento más, intentando leer en mi rostro lo que yo no quería decirle. Luego me abrazó con fuerza, como si hubiera sentido todo lo que callé.
    —¿Tú me vas a cuidar así siempre?

    —Siempre —le dije, con la voz calmada, envolviéndola en mis brazos—. Nadie se atreve a faltarte el respeto mientras yo esté cerca. Eres lo más valioso que tengo.

    —Nunca nadie me ha defendido así… —susurró, con la cabeza en mi pecho.

    Le levanté la barbilla con suavidad y la besé. El frío de las alturas se desvaneció entre nosotros. Fue un beso largo, lleno de gratitud, de promesas silenciosas.

    Después del episodio con el francés, nos quedamos un buen rato más en el mirador de la Cruz del Cóndor. Angie no dejaba de mirar al cielo, maravillada por el vuelo majestuoso de aquellas aves. Las alas abiertas, inmensas, parecían tocar el viento con una solemnidad sagrada. Hicimos varias fotos, algunas con los cóndores en pleno vuelo justo detrás de nosotros. Ella me pedía tomas desde diferentes ángulos, sonriendo feliz, abrazándome entre cada foto. Me besaba la mejilla o la oreja, como si agradeciera no solo el viaje, sino también la forma en la que la hacía sentirse protegida, admirada, viva.

    Alrededor de las 11 de la mañana regresamos a Chivay. Almorzamos en un restaurante familiar que tenía un patio interior lleno de flores andinas. Comimos sopa de quinua con queso fresco y un segundo de trucha frita con papas nativas. Angie estaba de buen humor, hablaba con todos, incluso con los turistas que le decían lo linda que era, ahora con una mirada más curiosa y menos lasciva. Antes de volver al hotel, pasamos por el mercado de artesanías. Compramos unos recuerdos para mi madre: una bufanda de alpaca, unos bombones artesanales de anís y dulce de leche, y un pequeño llavero con un bordado típico. Le diríamos que lo habíamos comprado en Arequipa.

    La caminata de regreso al hotel, de casi un kilómetro, fue lenta y deliciosa. Íbamos de la mano, jugando a empujarnos, robándonos besos en las esquinas del camino de tierra. En un tramo, Angie me susurró al oído:
    —Llegando al hotel te doy tu postre.

    —¿Y cuál es el postre? —le pregunté, bajando la voz.

    —Yo —dijo sin mirarme, mordiéndose el labio.

    La tarde fue nuestra. El sol entraba por la pared abierta del hotel, bañando la habitación con una luz cálida y dorada. Alternamos momentos en la piscina termal —más tranquila esta vez, solo para juegos previos, besos, mucho sexo oral— y escapadas al cuarto para amarnos sin el fastidio del agua ni el apuro. Habíamos aprendido del error del día anterior: el preservativo y el agua no eran buena combinación, así que ahora nos provocábamos en el agua, nos excitábamos al punto de no aguantar más… y salíamos, temblando por el aire frío.

    La primera vez, estábamos en la piscina Angie se había sentado sobre mí, sus nalgas se movían sobre mi pene que, al contacto de su piel y el agua caliente, comenzó a ponerse duro rápidamente, Angie volteaba la cabeza para besarnos, mientras yo le acariciaba los senos. Cuando mi pene estuvo duro, ella jugaba moviéndose para que mi miembro se mueva a través del espacio entre sus dos nalgas. Luego se paró, me miró y tomó aire, se sumergió y me hizo sexo oral, unos segundos, salía tomaba aire y volvía a sumergirse y se metía el pene en su boca, lo lamia, lo metía y sacaba, lo besaba, cuando salía a tomar aire, su mano lo estimulaba, hizo eso como 12 o 13 veces, hasta que dijo, ya vamos a la cama, estuvo bueno como prácticas de buceo, mientras se reía. Su expresión de niña traviesa, con el pelo mojado cubriéndole la cara, era adorable.

    Entramos corriendo a la cama, el aire estaba realmente helado y se sentía mas con el contraste al salir de la piscina caliente. Ella se lanzó sobre la cama, de espaldas, con las piernas abiertas y mientras se ponía la toalla debajo de su pelo mojado, me miró con sus ojos de gata en celo —Tómame amor.

    Mientras me ponía el preservativo, parado frente a ella, Angie se abría y acariciaba la vulva —Entra aquí papi, este es tu lugar…

    La media botella de pisco, de la que Angie había tomado mas del doble de lo que yo tomé, estaba haciendo su efecto. Me puse sobre ella y cuando entré en su húmeda vagina, ella solo emitió un gemido muy bajito.
    —Así que soy tu papi…

    —Eres mi papacito…

    Le comencé a dar suave, pero subía la intensidad poco a poco, ella solo gemía y me decía,

    —así, papi, así, dame duro, duro!

    —Si sigo así voy a llegar antes que tu

    —No me importa, solo quiero sentirte así, fuerte, poderoso dentro de mí.

    Aceleré el bombeo y dos o tres minutos después estaba eyaculando explosivamente dentro y sobre ella.

    Después de un rato volvimos a la piscina de agua caliente. Conversábamos, o solo nos quedábamos quietos, abrazados o ella acurrucada sobre mí, hasta que comenzaban nuevamente las caricias, los besos, nos calentábamos y entrabamos apurados a la habitación para hacer el amor sobre la cama, contra la pared o incluso en el suelo, donde cayeran las toallas.

    Cinco veces esa tarde, con pausas para reírnos, abrazarnos, servirnos un trago más del pisco que ya se había vuelto parte del ritual. Cada encuentro tenía una intensidad distinta: a veces lento, a veces urgente, siempre con una mezcla de juego y pasión, como si estuviéramos descubriendo un lenguaje solo nuestro. jamás nos cansábamos uno del otro.

    ANGIE
    Estábamos sentados al borde de la cama, desnudos, con la sábana aún revuelta detrás de nosotros, como un testigo más de todo lo que habíamos vivido esa tarde en el Colca. Afuera la noche era fría, pero ahí, en esa habitación tibia, con las luces apagadas y solo una lámpara tenue encendida, nos sentíamos cobijados por algo más que calor. Había confianza. Había una sensación de que podíamos decirlo todo.

    Le tomé la mano y me recosté sobre su hombro. Sentí que era momento de hablar, de abrir el corazón. Y el cuerpo.
    —¿Sabes qué me gusta? —le dije, con voz bajita.

    Él volteó a mirarme con ternura, como siempre que dejo salir una confesión.

    —Me gusta cuando me besas los senos… eso lo descubrí contigo. Antes no sabía que podía sentir tanto placer ahí. Y contigo… contigo hasta he llegado al orgasmo solo con tu boca y tus manos en mis pechos.

    Él sonrió, me acarició la pierna. Yo seguí.
    —Me gusta el sabor de tu semen. Bueno… nunca he probado otro —me reí—. Ni quiero hacerlo. El tuyo me sabe a ti, a tu esencia.
    Me acerqué un poco más, lo besé en la mejilla, y susurré:
    —¿Te puedo confesar algo?

    Él asintió sin decir nada.

    —Tu semen… tiene una esencia a ti que me vuelve loca. A veces es más dulce, a veces más saladito, pero… nunca he vuelto a sentir el sabor tan intenso, tan concentrado, como la primera vez. Esa noche que me sedujiste en tu cama… cuando todo comenzó.

    —¿Que yo te seduje? —me dijo, riendo—. ¡Tú te metiste en mi cama sin permiso!

    —Ay ya, bueno —me reí también—, los dos nos sedujimos. Pero esa vez… ese sabor tan potente… nunca más lo he sentido.

    Él hizo una pausa. Lo noté pensativo. Me acarició el brazo.

    —Lo que pasa es que llevaba meses sin sexo —me confesó—. Ya no había intimidad en mi matrimonio desde mucho antes de separarme, y luego cuando me mudé con ustedes, fueron casi seis meses más, por ahí tuve un par de poluciones nocturnas, pero eso no era nada, contigo… bueno, ya tenía varios meses sin nada. Lo tuyo fue un concentrado.

    —Pues me encantó —le dije, riendo—. Y ahora ya no dejo que se te junte tanto. Te dejo seco, dije con esa risita de niña mala.

    —Ahora… lo que no me gusta.
    Me quedé mirando al techo, pensativa.

    —Mmm… no sé. Creo que… me gusta todo. Creo que soy muy golosa. Contigo aprendo cada vez algo nuevo… —me reí bajito—. ¡Qué difícil!

    Él me miró de reojo y sonrió.
    —Algo no tiene que gustarte. Perfecto no soy. Me acerco mucho, pero perfecto no soy.

    —Ay, tontín… ¿cuándo no tú?

    Me giré un poco para verlo de frente. Él esperaba.
    —A ver… —hice una pausa larga—. Bueno… no es que no me guste, pero a veces… cuando no llego al orgasmo, te veo mal. Te sientes culpable. Y ya te lo he dicho, amor… eso tiene que fluir. Las mujeres somos medio raras a veces para llegar. A veces nuestro cuerpo se tarda, o simplemente estamos disfrutando el viaje.

    Le acaricié la cara con cariño. Lo miré a los ojos.

    —Y yo disfruto. Disfruto tenerte, sentirte dentro de mí, tus besos, tus abrazos, tu entrega. Para mí eso ya es la gloria. Si se corona con un orgasmo, genial. Pero si no, igual me quedo feliz. No te sientas mal por eso. Ya te lo dije antes, pero creo que sigues cargando esa culpa como si te faltara algo.

    Él bajó un poco la mirada, como asintiendo.
    —Tienes razón, amor. A veces me queda esa sensación… como si te estuviera fallando. Pero lo voy a trabajar, te lo prometo.

    —Eso quiero —le dije—. Que disfrutes, que confíes, que sepas que lo nuestro no se mide en orgasmos. Se mide en miradas, en besos, en las veces que me haces temblar solo con una palabra.

    Se quedó callado, con los ojos cerrados, como si mis palabras se hubieran quedado flotando dentro de él.
    —¿Y otra cosa? —me preguntó con ternura.

    —¿Otra cosa…? —me reí—. Bueno, sí. Cuando te concentras mucho en mi clítoris… a veces lo besas y lo chupas tanto… que ya no puedo manejarlo. No es que no me guste. ¡Me encanta! Pero es tan intenso, tan fuerte… que no sé cómo decírtelo.

    Él sonrió.
    —¿Y qué debería hacer?

    —No sé… quizá avisarte cuando ya es demasiado. Como una señal de “ya, para un ratito”. Para poder disfrutarlo mejor. A veces me sobrepasas y no sé si correr o quedarme ahí hasta derretirme.

    Nos reímos los dos. Después, él me besó la frente.
    —Gracias por decirme todo esto.

    —Gracias por escucharme —le dije, abrazándolo más fuerte—. Tú y yo… podemos con todo, ¿no?

    —Con todo —me respondió, mientras nuestras piernas se enredaban otra vez bajo las sábanas.

    Me recosté sobre su pecho, lo abracé fuerte, y me quedé un rato en silencio, escuchando su corazón. Era un ritmo firme, pausado, como si me arrullara. Cada latido me recordaba que ese hombre era mío, y que en su pecho estaba mi refugio.
    Me acomodé mejor sobre él, respirando profundo.

    —Ya, tu turno, Primix… —le susurré sin abrir los ojos—. Ahora quiero escucharte a ti. ¿Qué te gusta de mí cuando estamos así?

    Él hizo un leve movimiento, como si estuviera a punto de responder, pero entonces habló con otra intención.
    —Antes de continuar… quiero preguntarte algo más. Pero dime la verdad, no respondas por complacerme, ¿ok?

    Abrí los ojos y alcé la mirada, buscando su rostro.
    —Dime, amor. Sin miedo —le dije.

    Él bajó un poco la voz, aunque el cuarto era solo nuestro.
    —¿El sexo anal?

    Me detuve. Mis ojos se clavaron en los suyos un segundo. Vi en su expresión algo entre curiosidad, ternura y un atisbo de picardía.

    Sonreí levemente, bajé la cabeza y me volví a acurrucar en su pecho.
    —No sé si me gusta —dije con honestidad—. Nunca lo he hecho. Ya te dije que me gusta que me acaricies ahí atrás, me excita… pero cuando has metido un poquito tu pene o tus dedos, me duele. No sé si es que me tenso… o que aún no estoy lista. Supongo que algún día me relajaré lo suficiente… me emborracharás lo suficiente… y me lubricarás lo suficiente.
    Solté una pequeña risa.

    —No sé si me gustará, pero quiero probarlo. Quiero darte gusto, aunque sea una vez. Pero quiero hacerlo bien… cuando lo sienta, no solo porque me lo pidas.

    Él me abrazó fuerte. Muy fuerte. Sentí cómo su cuerpo me rodeaba, como si me envolviera con todo su amor. Por un momento fue casi asfixiante, pero también profundamente tierno.

    —Gracias, amor… —me dijo al oído—. Si finalmente lo hacemos y no te gusta, prometo nunca más pedírtelo. Pero tampoco quisiera que dejemos de experimentar, de probar cosas. Me gusta todo lo que descubrimos juntos.

    Me emocionó esa mezcla de deseo y respeto. Ese equilibrio tan maduro que no todos saben tener. Solo lo besé. Lento. Suave.
    Entonces, la pregunta se me escapó. Ni siquiera pensé.
    —¿Y… con tu esposa? ¿Lo hiciste?

    Y apenas terminé de decirlo, lo sentí. La incomodidad. Como si hubiera abierto una puerta que no debía. Quise retroceder, pero ya estaba dicho. Me arrepentí al instante, no porque pensara que había hecho algo malo, sino porque sabía que ese era un terreno resbaloso, un campo minado.

    Él hizo un pequeño silencio. Luego suspiró.
    —No. Nunca me lo permitió —me dijo—. Decía que eso era sucio. Que dolía mucho. Ni siquiera me dejó intentarlo.

    Me incorporé un poco. Lo tomé del rostro con ambas manos y lo besé primero en los labios, luego en los ojos cerrados.

    —Gracias, amor —le dije—. Gracias por abrirme todas tus puertas… Pensé que mi pregunta era impertinente y te iba a molestar.

    Él negó con la cabeza, me abrazó más fuerte, y me dijo algo que me tocó el alma:
    —Para ti no tengo secretos. Ni de ahora ni de antes. Porque tú me has demostrado que no me juzgas, no me criticas… solo me entiendes. Y si es necesario, me aconsejas. Desde tu amor.

    Lo abracé con todo lo que tenía. Lo apreté contra mí, y sentí que éramos una sola alma.

    Después de unos segundos de silencio que se sintieron como caricias en el aire, me acurruqué otra vez sobre su pecho, sonriendo.
    —Bueno, caballero… —le dije con voz traviesa—. Lo escucho. ¿Qué le gusta cuando hacemos el amor?

    YO
    Después de escucharla hablar con tanta franqueza, tan entregada, me sentí profundamente conmovido. Angie se acomodó sobre mi pecho, su cuerpo caliente se acopló al mío como si estuviéramos hechos para encajar así. La frazada nos cubría, pero el calor entre nosotros era suficiente. Respiré hondo.

    —¿Qué me gusta…? —repetí, dejando que las palabras salieran solas, sin filtro, sin prisa—. Me gusta que me mires antes de besarme. Esa media sonrisa tuya, ese brillo en los ojos cuando te acercas… me desarma. Me encanta cómo te vas desnudando, no solo la ropa, sino el alma. No finges. No actúas. No tienes miedo.

    Sentí cómo se acurrucaba más, sus muslos tibios enredados con los míos.
    —Me gusta tu cuerpo incluso cuando no lo toco. Cuando caminas desnuda por la casa, tan natural, como si tu piel fuera tu ropa. Conversando, lavando los platos… me pareces la mujer más hermosa del mundo.

    Ella rio bajito, rozando su nariz contra mi cuello.

    —Me enloquece cuando te subes sobre mí, segura, con ese fuego tuyo que me envuelve. Cuando tu calor abraza mi pene, cuando tomas el control… cuando pareces reinar sobre el mundo desde mi cuerpo. Todo se detiene contigo arriba mío.

    Ella rio otra vez. Me acariciaba el pecho mientras yo hablaba.
    —Me gusta cuando te ríes durante el sexo. Cuando disfrutas sin medida. Cuando te aferras a mis hombros, cuando aprietas las sábanas, cuando me pides más sin vergüenza. Me encanta cuando susurras en mi oído… me prendes como nadie.
    Pasé los dedos por su cabello, enredándolos con suavidad.

    —Me fascina cuando estás arriba, marcando el ritmo con tu cuerpo. Pero lo que más me vuelve loco es cuando llegas ahí, cuando tu cuerpo tiembla, cuando me aprietas, cuando te dejas ir, cuando te entregas por completo. Ahí siento que no hay nada más en el mundo que tú y yo.

    Ella no dijo nada. Solo se aferró más fuerte a mí.

    —Y también… —continué— me encanta cuando me haces sexo oral. No solo por el placer físico —aunque sí, amor, es brutal, creo que has desarrollado una técnica que ni el Kama Sutra soñó— sino por cómo me miras mientras lo haces. Esa mirada tuya… Me haces sentir absolutamente tuyo. No hay inhibición. Solo deseo, entrega, dominio. Me haces sentir poseído por ti.

    Ella levantó la cabeza y me regaló esa sonrisa pícara, mordiéndose el labio.
    —¿Te gusta verme de rodillas, ah? —me dijo juguetona.

    —Me gusta verte fuerte. Cuando tomas mi pene y sabes que es solo tuyo. Cuando sientes que puedes hacerme lo que quieras. Cuando me dominas con tu boca.

    Nos besamos con fuerza, con ternura y hambre al mismo tiempo.

    —¿Y qué no te gusta? —preguntó en voz baja.

    Suspiré.
    —No me gusta cuando dudas de lo hermosa que eres. Cuando te cubres como si algo estuviera mal contigo. No hay parte tuya que no me encante. Yo quiero verte toda. Siempre.

    Ella me abrazó más fuerte. Luego se incorporó un poco y me miró con esos ojos suyos que mezclan deseo y ternura. Me besó con una gratitud que no necesitaba palabras. Se volvió a acomodar en mi pecho, enredando nuestras piernas.
    —¿Y sabes qué más me gusta? —le susurré.

    —¿Qué? —me respondió sin levantar la cabeza.

    —Que después de hacer el amor siempre te acurrucas así. Como si no quisieras irte jamás. Como si nuestros cuerpos siguieran conectados, más allá del sexo.

    Angie permaneció en silencio. Su respiración era lenta, su mano dibujaba líneas suaves en mi costado.

    No podía callarme lo que me quemaba dentro.
    —¿Sabes qué no me gusta? —le dije al fin, rompiendo la calma.

    —¿Qué es, amor? —su voz era suave, atenta.

    Respiré hondo.
    —Que no podamos hacer público esto. Que no podamos gritar que nos amamos. Que no podamos caminar de la mano sin escondernos. Te amo tanto, Angie. Siento que somos el uno para el otro… pero la vida nos puso… en la misma familia.

    Ella levantó apenas el rostro. Me miró con esa profundidad que a veces me dejaba sin aliento.
    —Sí, amor. También lo he pensado. Seguramente seríamos la pareja perfecta. De esas que todos miran con admiración. Seguramente formaríamos una familia, compraríamos muebles un sábado cualquiera, envejeceríamos juntos. Porque yo también siento que tú eres para mí y que yo soy para ti.

    La abracé con fuerza. Quería fundirme con ella.
    —Soy un tipo con suerte —le dije—. Agradezco al universo, a Dios, por tenerte. Aunque no pueda mostrarle al mundo lo que siento, tú sabes lo que hay en mí.

    Ella se pegó más a mí.
    —Yo también, amor… lo que no puedo darte en público, te lo doy en privado. Y con intereses.

    Nos reímos bajito. Se volvió a enredar conmigo. Y ahí me quedé, despierto, el corazón lleno de ella, la mente en paz.
    Pensaba en lo feliz que me hacía. En esa joven que era a veces una niña traviesa y otras, una mujer poderosa. Tenía ternura, fuego, sabiduría, deseo… tenía alma. Y yo la tenía a ella.

    Al rato sentí cómo su respiración se volvía más profunda. Se había quedado dormida. Su mejilla sobre mi pecho. Su mano sobre mi pene, como si inconscientemente me reclamara solo para ella.

    No me moví. Solo la abracé más fuerte.
    Me quedé más de una hora así, quieto, con la piel algo fría, pero el alma caliente.

    Hasta que el aire del valle nos despabiló a ambos. El frío se nos coló por los bordes de la frazada y nos hizo temblar al mismo tiempo.

    Nos reímos medio dormidos, y casi arrastrándonos subimos a la cama. La tapé con cuidado, nos enredamos bajo las mantas gruesas, nuestros cuerpos desnudos encajando como piezas de un rompecabezas exacto.
    Y dormimos. De largo. Juntos.

    Hasta que la mañana volvió a encontrarnos, como siempre, abrazados.

    Al día siguiente nos recogieron 6:30am, el viaje de regreso fue nostálgico, como que no queríamos regresar. Angie hizo todo el camino, acurrucada en mi cuerpo.

    El vuelo a Lima fue sin novedad. A las 3pm estábamos bajando las maletas del taxi, en la puerta de la casa, sintiendo que habíamos regresado de un lugar mágico.

    Cuando llegamos a casa, mi madre no estaba. La casa se sentía extrañamente silenciosa después del bullicio del viaje, del aire limpio del valle, del murmullo constante de los turistas. Nos miramos en la entrada con una sonrisa medio cansada, medio emocionada. Había sido mucho en pocos días. Demasiado bueno para ser real.

    Cada uno fue a su habitación. En Lima el calor de la tarde nos recibió como una bofetada húmeda, y lo primero que hicimos fue despojarnos de la ropa abrigadora. Yo me metí a la ducha mientras Angie hacía lo mismo arriba. Cuando salí, aún desnudo, secándome el pelo con la toalla, la vi entrar en mi habitación como si fuera suya —porque, de algún modo, ya lo era— y sentarse con total naturalidad en el sillón de siempre, ese que ya había amoldado a su forma.

    —Ya me lo sé de memoria —dijo entre risas, mirándome de arriba abajo sin el menor atisbo de vergüenza—. Tu cuerpo y yo ya somos viejos conocidos.

    Yo también sonreí, buscando una camiseta y un short cómodo.

    —Vamos a la sala, hay que dar la apariencia de que aquí no pasa nada —le dije mientras me vestía—. Mi mamá puede llegar en cualquier momento.

    Angie asintió con complicidad. subió a su habitación a buscar un libro, y yo tomé los periódicos que no había leído durante nuestra ausencia. Los colocamos estratégicamente en los sillones donde deberíamos estar cuando llegara mi madre. Pero ella, fiel a su esencia traviesa y libre, vino y se sentó en mi regazo.

    No hicimos el amor. No era momento para eso. Pero nuestras manos se buscaban bajo la ropa, se acariciaban suavemente, como quien necesita confirmar que el otro sigue ahí, real, tangible, cercano. Hablábamos bajito, casi en susurros, como si la intimidad del Colca aún nos envolviera en su bruma caliente.

    Angie me contó que ahora sí se pondría a estudiar a fondo. Ya sabía a qué universidad quería postular, y el examen sería en marzo. Sabía que no podía perder el tiempo. Su mirada brillaba, decidida. También me habló de las tierras que su padre le había cedido, y de cómo pensaba generar ingresos con ellas para solventar sus estudios y su estadía en Lima.

    —Por la estadía no te preocupes —le dije, acariciando su cabello—. Esta es tu casa. Vas a seguir aquí hasta que quieras. Desde este mes, voy a asumir todos los pagos. Nada de que sigas pagando luz o el agua. Tú dedícate a estudiar.

    Ella me miró con esos ojos que a veces parecían niños y otras veces mujer de mundo, y me abrazó en silencio. No hacía falta decir más. El viaje había sellado algo entre nosotros.

    Apenas escuchamos el sonido metálico de las llaves girando en la cerradura, Angie dio un salto como si hubiese ensayado el movimiento mil veces. En un segundo ya estaba sentada en su sillón con el libro abierto sobre las piernas, fingiendo una lectura casual. Yo acomodé el periódico en mis manos y me enderecé como si llevara horas leyendo.

    Mi madre entró cruzando la cochera con el rostro ligeramente sudado por el calor de Lima. Traía una bolsa de pan en la mano y ese aire de domingo tardío que siempre le pesaba un poco.

    —¡Hola, mamita! —dije, levantándome para recibirla.

    —¡Tía! —saludó Angie con una sonrisa fresca y cariñosa, como si no viniera de vivir una aventura clandestina en las montañas conmigo.

    —¡Mis viajeros! —exclamó mi madre mientras se quitaba los lentes—. ¿Cómo les fue? ¡Cuéntenme todo!

    Nos sentamos en la sala a contarle sobre Arequipa: La firma de los documentos, el almuerzo con los padres de Angie, el convento de Santa Catalina, la Plaza de Armas, los chocolates, todo lo que no habíamos hecho… ¿Y no tomaron fotos? Claro que sí, habíamos tomado muchas fotos, incluso de Angie desnuda, ella me había tomado algunas donde yo estaba desnudo y había una serie de 9 fotos que le tomé a Angie, cuando me cabalgaba y llegaba al orgasmo… pero claro ninguna de esas podíamos mostrarlas a mi madre.

    —Olvidé la cámara, dije

    Angie agrego, —Si tía, este cabecita de pollo dejó la cámara aquí.

    —Bueno ya conozco esos lugares, pero hubiesen sido bonitos recuerdos. Mi madre siempre tan práctica.

    Le dimos sus regalos, que le gustaron mucho. Por supuesto Angie, la creadora de historias, fue la que contó sobre nuestros tours imaginarios por la ciudad.

    Después de oírnos, mi madre se levantó y dijo, con ese tono de quien ya se resignó al final del día:
    —No he cocinado nada, así que llama a la pollería y pide un pollo a la brasa para los tres.

    Angie y yo nos miramos y de pronto fuimos conscientes de que no habíamos comido absolutamente nada desde el desayuno. El hambre nos cayó encima como una ola.

    —Con papas grandes, ¿no? —pregunté ya marcando el número.

    —Y ají, bastante ají —agregó Angie riendo.

    Cuando llegó el pedido, cenamos con apetito voraz. Mi madre nos observaba, divertida, mientras comíamos casi sin hablar. Luego de calmar el hambre, Angie, con una servilleta aún en la mano, le dijo a mi madre:
    —Ya se en que universidad quiero estudiar, tía. Estoy decidida.

    Mi madre dejó el vaso de chicha morada en la mesa y la miró con ese gesto tan suyo, directo y práctico.

    —Entonces dejarás de trabajar, ¿no? Esa universidad es exigente. No vas a hacer la carrera a medias. Tienes que ser la mejor.
    Angie y yo nos miramos. La verdad era tan sencilla y contundente como sus palabras. Tenía razón. No se podía jugar con eso.
    Angie bajó la mirada, asintiendo con una mezcla de respeto y gratitud.

    —Sí, tía. Tienes razón. Lo haré bien. Me voy a dedicar al cien por ciento.

    Después de la cena, Angie lavó los platos con calma, canturreando bajito como si quisiera prolongar la noche. Mi madre se despidió con un beso para cada uno y se fue a su cuarto diciendo:

    —Voy a descansar un rato, qué calor hace. Buenas noches, chicos.

    —Buenas noches, mamá —dije.

    —Dulces sueños, tía —respondió Angie.

    Poco después, ya todo en silencio, Angie entró a mi cuarto como un susurro. Se sentó al borde de la cama y me miró con una seriedad distinta, sin maquillaje ni filtros.

    —Tenemos que encontrar un momento para hablar bien de eso que dijo tu mamá —me dijo en voz baja—. Yo también lo había pensado, pero ahora hay que organizarlo todo. Quiero hacerlo bien.

    La tomé de la mano, la atraje hacia mí y la abracé.

    —Vamos a hacerlo bien. Juntos —le dije al oído.

    Ella se recostó sobre mi pecho, en ese rincón donde su cabeza ya parecía encajar por instinto. No hicimos el amor. No lo necesitábamos. Solo nos quedamos un rato así, sintiendo cómo los días de juego y pasión se transformaban, poco a poco, en un plan de vida.
     
    ConejoLocop, 29 May 2025

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    En enero y febrero, Lima fue testigo de días calurosos y de una nueva rutina para Angie, quien estudiaba con determinación hasta la madrugada. Aunque el tiempo juntos era escaso, el deseo seguía vivo, como una promesa latente.

    Pero solo pudimos hacer el amor una vez, una tarde de sábado, cuando mi madre se fue al cine con dos amigas. Aprovechamos esas horas con la intensidad de quien recupera un idioma olvidado.

    Hicimos el amor como si el tiempo no fuera suficiente, como si tuviéramos que recordar con el cuerpo todo lo que no podíamos vivir en palabras por culpa de los horarios y las páginas acumuladas. Cada vez nuestros cuerpos se conocían más y encajaban mejor. Sabíamos donde tocarnos, donde besar, la intensidad de beso, el momento justo en el que entraba en ella seguía siendo sublime, único, todo fluía, ella se amoldaba a mí, y yo a ella. Cada vez hacia mejor es sexo oral, estaba refinando su técnica. A veces yo era un poco torpe y le sobre estimulaba el clítoris, pero ella me fue guiando, enseñándome donde y como besarla y en qué momento debía succionar y en qué momento lamer.

    A mediados de febrero, Angie tomó una decisión valiente. Renunció a su trabajo. Me lo contó con voz firme y una mezcla de vértigo y alivio. Quería concentrarse al cien por ciento. Su futuro estaba en juego, y no había margen para medias tintas.

    Desde ese momento, su energía cambió. Ya no era solo en las noches: estudiaba todo el día, con pausas breves para comer, para bañarse, para respirar. Pero también volvimos a ser nosotros. Retomamos nuestras escapadas de sábado por la mañana a ese hotel discreto y cómplice, ese espacio que ya se sentía como un refugio privado donde el mundo no existía.

    Allí, entre caricias y cuerpos entrelazados, los temas de conversación eran siempre los mismos: cómo se sentía, cuánto creía que le faltaba, qué temas aún la hacían dudar. Hablábamos mucho entre encuentro y encuentro, acostados en sábanas revueltas.
    Faltaba menos de un mes para el examen, y cada sábado que compartíamos era una mezcla de pasión y contención, deseo y acompañamiento, piel y propósito.

    Y aunque el sexo seguía siendo intenso, profundo, inolvidable, lo que de verdad se iba forjando en esos encuentros era otra cosa: la certeza de que esto que teníamos no era solo un romance secreto. Era una alianza. Una complicidad. Un futuro que empezábamos a diseñar, entre gemidos y suspiros, pero también entre preguntas, estrategias y planes.

    Era un sábado caluroso, de esos en los que el sol se filtra por las cortinas del hotel como un espectador indiscreto. Estábamos en nuestro refugio, nuestro espacio secreto donde el mundo no existía. Habíamos hecho el amor dos veces esa mañana.

    La segunda había sido muy intensa, ella me había cabalgado furiosamente, en la posición de vaquera inversa, había aprendido a apoyar sus brazos en la cama o mis piernas inclinando su cuerpo hermosamente hacia adelante, de tal manera que me dejaba ver como mi pene perforaba su mojada vagina, Luego la penetré en perrito, esa era la posición que más le gustaba, ya me lo había dicho, ella llegó al clímax así, agarrando las sábanas con fuerza mientras le clavaba mi mazo. Terminamos con piernas al hombro, su segunda posición favorita. El esfuerzo físico y el calor hizo que los dos acabáramos sudorosos. Yo estaba aún sobre ella cuando unas gotas de sudor de mi frente cayeron en su cara, ella solo se rio mientras esquivaba las otras gotas que caían. Tenía una risa fácil y encontraba la alegría en las cosas más sencillas.

    Angie se sentó al borde de la cama, aún desnuda, el cabello alborotado y la piel brillante de sudor y deseo. La vi respirar profundo, con esa mezcla de agotamiento y tensión que conocía bien. Me incorporé y la observé en silencio.

    —Estoy muy nerviosa —dijo de pronto, sin mirarme del todo—. Faltan cinco días para el examen y siento que no puedo más.
    Me acerqué, le acaricié la espalda con suavidad.

    —Tú sabes todo lo que tienes que saber, mi amor. Has estudiado con una disciplina que me deja sin palabras. Yo mismo te he hecho pruebas, preguntas sorpresa, repasos… y siempre sales airosa. Lo tienes en ti.

    Ella asintió levemente, pero su mirada seguía empañada de dudas.

    —Lo sé —respondió con voz baja—. Sé que lo sé. Pero no es eso. Es… este miedo que me ahoga. Como si no bastara. Como si no fuera suficiente.

    La tomé de la mano sin decir nada más y la llevé hasta el espejo del dormitorio. El mismo espejo en el que, hacía apenas minutos, se había reflejado nuestra piel, nuestras sombras enlazadas, los gestos del deseo.

    —¿Qué ves? —le pregunté, mirándola fijamente a través del reflejo.

    Ella se rio, levantando una ceja—. Que estoy sudada y calata y tú me has dejado toda despeinada.
    —No, en serio, Angie. ¿Qué ves?

    Ella me miró por el espejo, entornó los ojos, se enderezó un poco y adoptó su tono de broma sensual:
    —Que tengo buen cuerpo y soy bonita.

    Me reí, inclinándome para besarle el cuello—. ¡Vanidosa!

    —Pero sí lo eres —continué, tomándola de los hombros con suavidad—. Y ¿sabes qué más veo yo? Veo a una mujer valiente. Una mujer decidida, que lucha por lo que quiere. Que a veces se hace la niña débil, pero que ante el mundo se agranda. Veo a la chica que logró torcer las reglas de su padre, que lo convenció de dejar atrás generaciones de tradición para apostar por su educación. A la mujer que dejó su trabajo para dedicarse por completo a su sueño. Veo a alguien que no teme transformarse para ir por más. Que conquista, que seduce, que se entrega… y que es capaz de lograr todo lo que se proponga.

    Cuando terminé, el silencio nos rodeó de nuevo. Vi cómo sus ojos se humedecían. Dos lágrimas cayeron con lentitud, recorriendo su rostro como hilos de emoción contenida.

    Me giré hacia ella y, con mis manos, le limpié las mejillas con ternura.

    Entonces Angie se volteó por completo, me abrazó fuerte, tan fuerte como si no quisiera soltarme nunca. Me miró con esos ojos que ya eran hogar para mí, y con voz dulce pero decidida, dijo:
    —Sí, amor… todo eso que dijiste, lo soy. Y además… soy la mujer que te conquistó a ti. ¡Eso sí que parecía imposible! Y lo logré. Gracias, amor. No sabes cuánto te amo.

    Y sin más, me llevó de la mano de vuelta a la cama. Pero esta vez fue diferente. No hubo prisa, no hubo duda. Ella tomó el control con una pasión desbordante, salvaje, entregada. Me hizo el amor como quien celebra una victoria antes de alcanzarla, Angie tomó posesión de mi cuerpo, dirigía los movimientos, me puso el preservativo casi sin mirarlo, mientras me besaba. Era como que la mujer poderosa que yo había descrito poseía a su hombre, como quien se apropia de su destino con cada movimiento, con cada gemido, con cada beso.

    Y yo me dejé llevar, rendido ante su fuerza y su fuego, sabiendo que estaba frente a una mujer que ya no tenía miedo. Frente a la mujer que conquistaría el mundo, pero que esa tarde, una vez más, me conquistaba a mí.

    Nueve - EL EXAMEN

    El día del examen amaneció claro, con ese cielo azul intenso que solo se ve en Lima algunos días del año. Me desperté antes que el despertador. Me quedé unos minutos en silencio, respirando hondo, con el corazón latiendo rápido. Me metí a la ducha sin hacer ruido, repasando mentalmente fórmulas, definiciones, fechas… y frases que tú me habías dicho los últimos días. “Ya lo tienes, solo falta demostrarlo”

    Cuando salí, ya estabas en la cocina preparando un desayuno ligero. No dijiste mucho, pero tus ojos me lo dijeron todo. Ese cariño silencioso, tu forma de darme fuerza sin llenarme de frases vacías. Me vestí sencillo, como cualquier otra postulante, pero sentía que llevaba puesta una coraza de amor y confianza. Me sentía hermosa. Me sentía lista.

    De camino al auto, me tomaste la mano, ese apretón cálido que me decía “aquí estoy”. En el auto no hubo música ni palabras inútiles, solo mi mirada por la ventana y el recuerdo de lo que habías hecho por mí, tus lecturas, explicaciones y abrazos. Frente a la universidad, respiré profundo, te sonreí y dije: —¿Me recoges, amor? —Por supuesto —respondiste, y supe que estarías ahí. Antes de entrar, te besé con fuerza y bromeé: —Entro postulante y salgo universitaria.

    El examen fue más fácil de lo que esperaba. Era como si todo lo que había estudiado se acomodara justo en su lugar. Recordé tus palabras cuando frente al espejo, en el hotel, desnuda y despeinada, me dijiste lo que veías en mí y me crecí. Respondí segura, sin dudar, como si todo tuviera sentido. Al salir, lo primero que busqué fue tu rostro. Y ahí estabas. Habías llegado antes, te habías estacionado, esperándome como siempre. Corrí hacia ti con el corazón desbordado y te abracé fuerte, como si no quisiera que el momento se me escapara.

    —¡Estuvo refácil! —te dije riendo—. ¡Fijo que ingreso!

    De vuelta en casa, me tiré en el sofá y me estiré como un gato satisfecho. Sentía la adrenalina aún en el cuerpo, pero también una calma extraña.

    Esa noche iban a salir los resultados. Tú te ofreciste a revisarlos online, pero yo fui tajante:
    —No. Vamos a ir. Quiero ver mi nombre en la pared. Como se debe.

    Y así fue. Fuimos los tres: tú, tu mamá, y yo. Cuando llegamos, el campus estaba lleno de gente. Jóvenes, padres, hermanos, gritos, risas, lágrimas… una energía indescriptible. Nos abrimos paso hasta los paneles. Las listas estaban ahí, impresas, colgadas frente al edificio principal.


    Yo me acerqué despacio. Sentía las piernas flojas, como si me fuera a caer. Pasé el dedo por los nombres. Hasta que lo vi.
    —¡Segundo puesto! —grité sin poder contenerme—. ¡Ingresé en segundo puesto!

    Me giré y vi tu cara, la emoción en tus ojos. Tu mamá me abrazó primero, riendo con orgullo. Luego tú me tomaste de la cintura, me levantaste y giraste conmigo en brazos, como si el mundo pudiera detenerse ahí.

    Lloré. No de tristeza, sino de alivio, de felicidad, de todo lo que había guardado estos meses. Tapé mi rostro con las manos, y lloré. Sentí tus brazos a mi alrededor, y pensé: lo logré… lo logramos.

    El regreso a casa fue una fiesta. Compramos una botella de vino, comida rápida y rica, y nos reímos como si el mundo fuera perfecto. Llamé a mis padres desde el teléfono de la sala. Te hice una seña para que te quedaras a mi lado.

    Primero hablé con mi mamá. Lloró de emoción. Me felicitó como solo una madre puede hacerlo. Pero cuando mi papá tomó el teléfono… algo dentro de mí se estremeció.

    —¿Papá? —dije con la voz temblorosa—. Ingresé. Segundo puesto.
    Silencio. Solo unos segundos. Pero fueron eternos.

    —Mi hijita… —dijo al fin—. Te felicito con todo mi corazón. Me has demostrado que estaba equivocado. Eres valiente, inteligente… y mereces todo lo que estás logrando. Estoy tan orgulloso de ti, mi niña… mi orgullo. Eres mi hija menor, mi chiquita… y hoy me haces sentir el hombre más feliz del mundo.

    Lloré. Otra vez. Esta vez en tus brazos. Con el teléfono aún en la mano.

    —Gracias, amor —susurré—. Gracias por haber creído en mí desde el primer día.

    Tu mamá entró desde la cocina, nos abrazó a los dos. Lo que ella veía era una escena familiar de amor filial. en ese momento que me dolía el pecho de felicidad. Para ella era su hija adoptiva que lloraba en los brazos de su hermano adoptivo.

    Esa noche, en esa casa cálida, rodeada de amor, con tu mirada puesta en mí, supe que había comenzado algo nuevo. Algo grande. Y que gran parte de eso, te lo debía a ti.

    YO
    Las clases estaban por comenzar, pero sentía que el tiempo se escapaba. Angie había ingresado a la universidad, y sabía que todo cambiaría pronto. Por eso, quería regalarle una noche especial. Se lo propuse mientras veíamos televisión, prometiéndole una cena romántica y una noche juntos en el hotel, llena de amor y cariño.

    Angie me miró en silencio por un segundo, con los ojos brillantes. Se sentó derecha, se acercó, y me besó despacio, con ternura.
    —Me encanta la idea. Toda tuya. Toda la noche —susurró al oído.

    Así fue. Planeamos la salida con la precisión de dos adolescentes escondiendo un crimen perfecto. Yo saldría de casa alrededor de las seis de la tarde, diciéndole a mi madre que iría a una fiesta con mis amigos de la playa. Angie, un poco después, anunciaría que tenía una reunión en casa de una amiga. Los dos lo dijimos con naturalidad, sin levantar sospechas. La costumbre también forma cómplices.

    Nos encontramos en el parque de siempre. Angie se veía simplemente espectacular. Eligió un vestido que no solo le quedaba perfecto, sino que parecía hecho para ella. Era un azul suave, etéreo, con una caída ligera que seguía cada línea de su cuerpo con elegancia natural. El escote pronunciado revelaba apenas lo necesario para dejarme sin palabras, sin ser vulgar; una provocación sutil y sofisticada. La tela fluía desde la cintura, abrazándola sin apretarla, como si quisiera acariciarla en lugar de cubrirla. Sus pezones se marcaban muy discretamente.

    El contraste del vestido con su piel clara la hacía brillar aún más. Su cabello, suelto, le caía con naturalidad sobre los hombros, y sus ojos tenían ese brillo que solo se enciende cuando alguien está feliz de verdad. Cuando la vi llegar al auto, no pude evitar quedarme unos segundos sin decir nada. Me sonrió con complicidad, sabiendo el efecto que causaba en mí.

    —¿Y? ¿Demasiado? —preguntó, levantando una ceja con picardía, mientras entraba al carro.

    —Demasiado hermosa —le dije, dándole un beso en la boca—. Te lo juro, esta noche vamos a tener que celebrar más de una cosa.

    Fuimos a cenar a un íntimo restaurante italiano en Lince, donde las luces cálidas y la música crearon el ambiente perfecto. Hablamos sobre el futuro, mientras Angie compartía sus sueños. Después, paseamos por la Costa Verde, descalzos sobre la arena, admirando las luces de la ciudad y abrazándonos bajo el cielo nocturno. La rodeé con mis brazos por detrás y le susurré al oído:
    —Quiero que esta noche dure para siempre.

    —Entonces no te duermas —respondió, con esa chispa pícara que me derretía.

    Fuimos al hotel, ese que se había convertido en nuestro refugio de amor y secretos. Al cerrar la puerta detrás de nosotros, no hubo apuro. Solo deseo contenido. Nos besamos largo, profundo, mientras ella me desabotonaba la camisa y yo deslizaba el cierre de su vestido, descubriendo su piel centímetro a centímetro, como si fuera la primera vez. No llevaba sostén, la verdad es que nunca debería usarlo, sus pechos firmes se sostenían solos.

    La puse delicadamente en la cama, esta vez quería que sintiera que la adoraba, que la admiraba… comencé a recorrer todo su cuerpo, besando, lamiendo, cuando llegue a su pubis, le saque delicadamente el breve calzoncito negro con aplicaciones doradas que llevaba.

    Comencé a besar su pubis, sus muslos, lamia alrededor de su vulva, sin tocarla para prolongar el momento sublime, ella gemía y solo me decía, que la bese justo ahí. Cuando finalmente llegué al su centro del placer, Angie ya estaba muy mojada, lamí esa conchita depilada, rosada… Le introduje dos dedos y luego tres, mientras besaba y lamia su clítoris, como ella me lo había enseñado. Quería que alcance el orgasmo antes de penetrarla, seguí lamiendo, chupando y una de mis manos jugaba con sus tetas. Angie comenzó a estremecerse, de pronto sentí que me agarraba del pelo y me jalaba fuertemente conta su vulva, su orgasmo llegó húmedo y feroz.

    Me puse un preservativo y la tomé ahí, al filo de la cama, su conchita apretaba muy rico, era cálida, suave a pesar del preservativo, varios minutos después, sentí como la leche tomaba impulso desde la base de mi pene, y salió mientras me invadían oleadas de placer.

    Fue una noche distinta. No solo por la pasión —que fue intensa, constante, inagotable— sino por la ternura que nos envolvía entre caricia y caricia. La segunda vez hicimos el amor despacio, riendo a ratos, mirándonos sin miedo, como si hubiéramos descubierto que más allá del deseo, había amor del bueno, de ese que crece con cada abrazo, con cada silencio compartido.

    Dormimos abrazados, desnudos, cubiertos apenas con una sábana ligera. Y antes de quedarnos dormidos, Angie apoyó la cabeza en mi pecho y murmuró:
    —Gracias por hacerme sentir que pertenezco a algún lugar… a ti.

    —Tú no perteneces —le dije—. Tú decides dónde quedarte. Y ojalá sea conmigo, siempre.

    Nos quedamos dormidos con las manos entrelazadas. Afuera, Lima seguía su curso. Pero nosotros, en esa habitación, teníamos nuestro propio universo.

    Casi a las tres de la mañana me despertaron unos gemidos lejanos, alguna pareja se estaba divirtiendo mucho pensé. Me solté lentamente de Angie que me tenía abrazado y fui por una botella de agua al frigobar.

    Cuando regresé a la cama, entré lentamente, pero Angie ya se había despertado, me abrazó y me dijo
    —Parece que hay fiesta…

    —Si le dije y la están pasando bien.

    —Yo también quiero fiesta y me jaló sobre ella

    No necesitaba más invitación, la besé brevemente y bajé por su cuello y su hombro hasta sus tetas, unas buenas lamidas y succionadas mientras se las estrujaba suavemente con las manos y esos pezones ya estaban como dos pequeñas montañas, bajé rápidamente a su vagina, que estaba muy húmeda y la lamí suavemente al principio y más rápido luego, mientras iba de su vulva a su clítoris. Mis manos seguían jugando con sus tetas y sus gemidos cada vez eran más altos.

    Ella levantó las piernas para que yo pueda acceder mejor a su vulva y meterle la lengua en esa deliciosa vagina. Me puse el preservativo y la coloqué de lado, me puse atrás y levantándole una pierna la penetré en cucharita, mientras ella volteaba su cara hacia mí para besarnos. Una de sus tetas quedaba a la altura de mi boca, por eso pasaba de su boca a esa teta que me llamaba y con la mano libre, le acariciaba la otra.

    De forma muy natural la jale para que terminara encima mío, montándome en amazona inversa, casi sin sacar mi pene de su vagina. Ella me cabalgó primero despacio y luego subió el ritmo rápidamente hasta que cayó sobre mi rendida. La tomé de las caderas, la puse en perrito al borde de la cama y le di una rica bombeada hasta que mi semen salió violentamente de mi miembro. Angie ya estaba con la cabeza enterrada en la cama. La miré y su expresión de placer se fue transformando en una sonrisa traviesa.
    —Ya no los escucho, me dijo

    —Habrán terminado antes que nosotros, le respondí mientras recuperaba el aliento

    —O nos escucharon y se detuvieron a disfrutar el espectáculo, dijo divertida.

    —Vanidosa le dije, dándole una suave palmada en el trasero, me salí de su interior, me saqué el preservativo. Angie fue al baño y trajo una toalla, me limpio y luego ella se secó un poco la humedad de sus genitales.

    Nos metimos en la cama y dormimos abrazados nuevamente, su espalda contra mi pecho.

    La mañana nos encontró desnudos y abrazados, ella se despertó primero, fue al baño y regresando se prendió de mi miembro si aviso, eso me despertó de golpe, lo metía y sacaba de su boca y lo masajeaba, a veces con una mano a veces con los dos, cuando estuvo segura de que ya estaba bien despierto y bien al palo, se puso en cuatro patas y me dijo, dame así, amor. Me puse el preservativo, me coloqué tras de ella y la penetré aumentando la velocidad de a pocos hasta que reventé de placer dentro de ella. Cuando la vi, ella tenía un brazo estirado hacia adelante y la cara de lado en la cama, su expresión de placer era indescriptible.
    Rato después nos dimos un baño juntos y fuimos a casa, queríamos llegar antes de las 8am para no tener que hacer la jugada del parque, a esa hora, los domingos, mi madre estaba en medianoche.

    Así fue, llegamos, Angie media oculta en el asiento delantero por siaca, no había señales de mi madre, así que bajamos nos dimos un largo beso y cada uno para su dormitorio.

    Los días previos al inicio de clases estuvieron cargados de emoción y expectativas. Angie no podía disimular la ilusión que sentía. Había comprado sus útiles con cuidado, como si cada lapicero, cada cuaderno, cada resaltador tuviera una carga simbólica. Pasaba horas organizando su mochila, leyendo el reglamento de la universidad, memorizando el plano del campus y planificando qué se pondría para su primer día como universitaria. Cada vez que hablaba del tema, sus ojos brillaban como si estuviera a punto de descubrir un mundo nuevo.

    —No quiero parecer una chibola emocionada, pero… ¡me muero por empezar! —me decía entre risas.

    —No pareces, lo eres —le respondía yo, encantado de verla así, tan feliz, tan suya.

    Hasta mi madre, que siempre había sido un poco más parca con sus emociones, se contagió del entusiasmo de Angie. Le preguntaba por los cursos, le ayudó a elegir una cartera formal, y hasta planchó con esmero su blusa del primer día. Era como si, de alguna forma, reviviera en Angie el orgullo que alguna vez había sentido por sus hijos.
     
    ConejoLocop, 30 May 2025

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    Diez – MI CUMPLEAÑOS

    Faltaban un par de semanas para mi cumpleaños que es en mayo. Una noche cualquiera, mientras veíamos televisión en mi cuarto, Angie me sorprendió con una pregunta. Estábamos abrazados en la cama, tapados con la frazada ligera, sintiendo el calor del otro en medio del silencio de la casa. Mi madre ya dormía, y el único sonido era el leve murmullo del televisor y nuestras respiraciones acompasadas.

    —Amor —me dijo de pronto, sin quitar la vista de la pantalla—, se acerca tu cumpleaños. ¿Cómo lo quieres celebrar?

    Volteé a mirarla, acariciándole el brazo desnudo con la yema de mis dedos.
    —No sé —respondí—. La verdad no se me ocurre nada. El año pasado lo pasé muy mal. Ya eran los últimos momentos con mi esposa… comprenderás que no hubo ganas de celebrar ni nada.

    Ella se giró hacia mí y me abrazó más fuerte, como si quisiera envolverme entera con su cuerpo.
    —Por eso mismo —susurró—. Este año hay que celebrarlo. Hagamos algo. ¿Qué se te ocurre? ¿Una cena? ¿dónde yo sea el plato principal? —me dijo insinuante, levantando una ceja con picardía.

    —Me gusta esa idea —dije, dándole un beso en la frente—. ¿Y cómo hacemos para escaparnos?

    —No sé… hay que ver si la tía tiene algún plan. Hasta ahora no me ha dicho nada, pero le puedo preguntar si tú quieres. —

    —Sí, Pregúntale tú, porque si yo le pregunto, va a pensar que quiero que me haga algo y la verdad es que prefiero pasarlo contigo, desnudo en algún hotel.

    —Yo me encargo, pero este cumpleaños lo celebramos sí o sí. Además, cumples treinta.

    —Bueno, tres décadas… pero estoy enterito —le respondí, bromeando, mientras inflaba el pecho con falsa solemnidad.

    Ella estiró el cuello desde la cama y miró el calendario que colgaba sobre mi escritorio.
    —Cae jueves —dijo pensativa—. ¿Quieres celebrarlo el mismo día o el sábado?

    —Me da igual —dije encogiéndome de hombros—. Pero si nos vamos a escapar para que me des mi regalo sin ropa… mejor sábado.
    Soltó una risa que me derretía.

    —Listo —me dijo, dándome un beso corto pero cargado de promesas—. Déjalo en mis manos.

    Me quedé mirándola unos segundos. Esa mujer de veinte años, metida en mi cama, hablando de escaparnos para celebrar mis treinta con una mezcla de ternura y deseo, me hacía sentir vivo de una manera que no recordaba. Y por dentro ya empezaba a imaginar qué clase de regalo me daría, y cuánto me iba a gustar desenvolverlo.

    Al día siguiente, cuando regresé del trabajo, bajé del auto como de costumbre, pero al acercarme a la puerta de casa vi a mi madre y a Angie conversando en la mesa de la cocina. No pude escuchar qué decían, pero fue evidente que cuando crucé el umbral, cambiaron de tema de inmediato. Fue ese silencio repentino, esa pausa apenas perceptible, lo que me lo confirmó.

    —Hola, hijo —dijo mi madre con tono natural.

    —Hola, mamita, ¿cómo estás? —le respondí con una sonrisa y me acerqué para besarle la frente.

    —Hola, primix —dijo Angie, con su voz dulce y su compostura impecable. Me dio un beso en la mejilla, con esa distancia calculada que sabíamos mantener delante de mi madre.

    Me fui a dar un baño y regresé al rato a la cocina para cenar. Había caldo de gallina, que fue una bendición. Me reconfortó, me despertó el cuerpo. Mientras mi madre descansaba en la sala con una manta sobre las piernas, Angie y yo nos encargamos de lavar los platos.

    —Bueno, hijos, me voy a descansar —dijo de pronto mi madre desde la puerta—. Ya es tarde para esta viejita.

    Miré el reloj de la cocina: eran apenas las ocho. Sonreí para mis adentros.

    Angie subió a su cuarto por la escalera de caracol con total normalidad. Yo fui al mío, me puse el pijama y me tiré un rato en la cama. Quince minutos después, la escuché bajando por la escalera interior, la discreta, la que conectaba los cuartos directamente.
    Se coló en mi dormitorio en silencio y se metió detrás mío en la cama. Me abrazó por detrás, su pecho pegado a mi espalda, sus piernas rodeando las mías.

    —Amor —susurró—, ¿te puedo contar un secreto? Mientras me daba unos suaves masajes en mi cuello y hombros.

    —¿Un secreto?

    —Pero me juras, me juras, me juras que vas a hacer lo que te diga.

    —Angie… pareces una niña.

    —Es que soy tu niña —me dijo con voz mimada, pero con una chispa traviesa en los ojos.

    —¿Qué pasó? Está bien. Te juro que voy a hacer lo que tú me digas.

    Se puso un poco más seria, aunque no perdió ese halo angelical que a veces me desarmaba.
    —Le pregunté a tu mamá lo de tu cumpleaños. Y me dijo que no diga nada porque está organizando una fiesta sorpresa para el sábado siguiente. Que el jueves solo te compre una tortita, así como para disimular.

    —¿Una fiesta? —repetí, frunciendo el ceño.

    —Sí, amor. La fiesta de tus treinta. La está planificando con tu hermano. Inclusive llamó a tu hermana para ver si podía venir desde Canadá, pero parece que no podrá, tiene mucho trabajo.

    —Wow… pero tú sabes que a mí no me gusta eso —dije, sintiéndome un poco invadido.

    —Sí, ya sé. Pero es la familia. No es como si fuera una fiesta con desconocidos haciendo bulla. Tú sabes que a tu mamá le encanta celebrar.

    —Bueno, ni modo… ¿Qué podemos hacer si ya lo están organizando?

    Angie me acarició el brazo con ternura.

    Debes actuar sorprendido. No me puedes delatar. Ahora yo soy su cómplice. Si ella sabe que yo te lo conté, me mata.

    —Bueno, amor… —le dije, tomándole la mano—. Entonces tendrás que comprar mi silencio.

    Y mientras hablaba, llevé su mano con suavidad dentro de mi pantalón de pijama.

    La noche del martes 9 de mayo, dos días antes de mi cumpleaños, Angie se coló como de costumbre en mi dormitorio. Había bajado por la escalera interior, después de que mi madre se fuera a dormir. Llevaba un pijama polar, ya hacia frio en Lima. Se sacó solo el pantalón del pijama y se metió bajo las sábanas, se acurrucó a mi lado y me envolvió con sus piernas como si buscara quedarse ahí para siempre.

    —¿Y? —le pregunté mientras le acariciaba la cintura—. ¿Cómo va todo?

    —No te puedo contar… —dijo sonriendo, con ese brillo travieso en los ojos.

    —Dame, aunque sea una pista, un adelanto mínimo…

    —Bueno… ya hay 35 invitados confirmados —susurró, haciendo una mueca de “ya no me mates”.

    —¿35? ¡Están locos! ¡Demasiados! Dales otra dirección, que se vayan a otra casa, por favor —reí, llevándome la mano a la frente.

    Angie se rio bajito, se cubrió la cara con la almohada como si no pudiera creer en lo que se había metido.
    —Y espérate, que no sabes lo mejor.

    —¿Más sorpresas?

    —Tu mamá… invitó a varias amigas tuyas de la universidad.

    —¿Qué? ¿Para qué?

    —¡Exacto! Eso mismo le pregunté. ¿Para qué? Pero parece que está intentando ponerte en bandeja a una.

    —¿A una? ¿Quién?

    —Esa tal Camila… ¿te acuerdas? La de letras, la que vino una vez a la casa a dejarte unos papeles. Flaca, alta, con cara de “yo nunca rompo un plato”, pero bien puesta.

    —¡Camila! —me reí—. ¿Esa? Si esa no me interesa en lo más mínimo…

    —A ella sí le interesas tú. —Angie se sentó en la cama, cruzó los brazos y me miró con una mezcla entre celos y fastidio contenido—. Tu mamá me lo dijo como quien no quiere la cosa: “Camila es una chica muy educada, muy tranquila, bien presentada. Seguro a mi hijo le encantaría tener una novia como ella…”.

    —¿En serio dijo eso?

    —Sí. Y con ese tonito, como metiéndola entre los invitados estratégicamente. Me quedé callada porque no podía ponerme celosa ahí, como si fuera tu novia oficial. Pero por dentro… Uff.

    —Ya, ven aquí —le dije, acercándola de un brazo hasta tenerla sobre mi pecho—. No tienes por qué preocuparte. Yo no quiero a nadie más que a ti. ¿Cómo se te ocurre pensar que Camila me interesa?

    —No lo pienso. Pero me molestó. No por ella. Por tu mamá. Porque yo soy la que está aquí, metida hasta el cuello en esta locura de fiesta, ayudándola con todo, fingiendo sorpresa para ti, cargando bolsas, coordinando con tu hermano, estudiando al mismo tiempo… y ella todavía me lanza a Camila como si fuera la carta secreta para conquistarte.

    —Tienes todo el derecho a estar molesta, amor —le dije con suavidad—. Pero tú sabes bien que no hay carta secreta que me saque de esto contigo. Ni Camila, ni ninguna parecida. Además, mi madre no sabe lo que nosotros somos, para ella tu eres mi sobrinita, mi hermanita menor que me cuida y yo cuido.

    —Si pues, eso es cierto.

    —Claro. Mira dónde estás… en mi cama, medio desnuda, en mi vida.

    Ella sonrió, con esa mezcla de ternura y alivio que tanto me gustaba. Me dio un beso largo, profundo, lento, como si quisiera borrar todo rastro de inseguridad.

    —Bueno —dijo luego, apoyando la frente en mi pecho—. El sábado finges que no sabes nada. Te haces el sorprendido. Y cuando veas a Camila, sonríes con educación. Pero tus ojos me los das a mí, ¿ok?

    —Siempre han sido tuyos.

    —Y después de la fiesta… ya sabes.

    —¿Mi regalo sin envoltura?

    —Ese mismo. Pero solo si me portas bien.

    —Me voy a portar excelente. Con tal de que no aparezca Camila calata y con moño —dije riéndome.

    —Tonto —susurró, y se volvió a enredar en mí—. ¿Y tú porque estas con pijama? Espérate, que en este momento te vas a olvidar de la tal Camilita. Nos destapo y me sacó el pantalón de pijama. Se hizo un rápido moño con su cabellera castaña y se prendió de mi pene. después de ponerlo como mazo, se paró a sacar un preservativo del cajón donde ella sabía que los guardaba. Puso cerrojo a la puerta y luego de colocármelo, me cabalgó mientras me besaba y me mordía suavemente los labios.

    —Tu eres solo mío, me susurraba. Tu lugar es mi Conchita, no puedes entrar en ninguna otra…

    Sus movimientos eran suaves pero intensos, gemía suavemente, hasta que su respiración agitada y sus tres gemidos ahogados, me dijeron que había llegado al clímax. Se bajó, se echó a mi lado y yo me puse en posición para penetrarla en misionero, pero antes jugué con la punta de mi pene conta su vulva y su clítoris, cuando se lo metí, le di duro a ritmo rápido, ella solo me abrazaba con desesperación, hasta que reventé en su coño.

    Nos quedamos en silencio, respirando el uno en el otro, mientras el secreto de aquella fiesta crecía en su pecho… y el amor entre nosotros, también.

    Ese jueves de mi cumpleaños me levanté como siempre, sin necesidad de alarma. Me duché, me vestí y fui a la cocina. A las 5:30 ya estaba tomando mi café caliente con pan con palta. Afuera aún estaba oscuro y la casa en silencio. Escuché pasos desde la sala. Mi madre apareció, con los ojos entrecerrados, con su bata de dormir. Detrás venía Angie, despeinada y en pijama, con una sonrisa.

    ¡Happy Birthday to you! —cantaron las dos, desentonadas, pero con cariño.

    —¡Feliz cumpleaños, hijito! —dijo mi madre, abrazándome—. Treinta años, ya estamos viejitos, ¿ah?

    —Gracias, mamita.

    Angie se acercó con una expresión tierna y divertida.

    —¡Feliz cumpleaños, primix! Treinta años —me dio un beso en la mejilla.

    —Gracias a las dos.

    Mi madre miró mi cara de sorpresa y murmuró:
    —Ven temprano, vamos a cantar Happy Birthday otra vez pero con una torta que Angie va a traer.

    —No te preocupes.

    —Bueno, pero no te olvides. Temprano —repitió, y se fue arrastrando las pantuflas por el pasillo.

    Angie se quedó. Esperó con atención hasta que se oyó el clic de la puerta del cuarto de mi madre cerrándose. Entonces se acercó, me rodeó el cuello con los brazos y me dio un beso largo en la boca.

    —Feliz cumpleaños, mi amor —susurró.

    —¿Y tú? —le dije con media sonrisa— ¿Me vas a dar un regalo o solamente la torta?

    —Ay, amor… —puso cara de pena— te cuento que estoy con la regla.

    —No te preocupes, mi vida. Nos tenía que tocar algún día de querer hacerlo y no poder. —Claro… —le dije con picardía— que, si me hubieses dado la puerta trasera, posiblemente tendríamos una solución…

    —¡Ay no seas tonto! —dijo dándome un leve golpe en el brazo—. Ya hemos hablado de eso. Es tu cumpleaños, pero tampoco es para tanto.

    Se sentó riendo en la mesa mientras yo terminaba mi café. Me miraba como si le hiciera gracia verme tan rutinario el día de mi cumpleaños.

    Al salir hacia la cochera, con el maletín en la mano, me interceptó justo en la puerta.
    —Te espero en la tarde. No demores. Me dio un beso más.

    Y antes de que yo pudiera responder algo más, subió ligera por la escalera de caracol, dejando su risa flotando en el aire y sus pasos suaves alejándose entre los barrotes metálicos.

    Yo salí, con la sonrisa puesta, pensando que cumplir 30, con Angie en mi vida, no era para nada una mala jugada del destino.
    En la oficina también me cantaron por mi cumpleaños. Hubo abrazos, bromas, una pequeña torta que alguien había traído. Me sentí bien. No siempre pasa, pero cuando ocurre, uno se da cuenta de que sí importa, de que hay gente que se acuerda, que celebra contigo, aunque sea con gestos sencillos.

    Salí temprano, como me habían pedido mi madre y Angie. A las cinco y media ya estaba en casa. La puerta de la cocina estaba entreabierta y el olor que salía de ahí me hizo sonreír: cau cau, mi segundo plato favorito después del lomo saltado. Supe al instante que mi madre se había lucido. Y sobre la mesa, una torta helada decorada con frutas y crema, mi preferida desde siempre.

    —¡Feliz cumpleaños otra vez, hijo! —me dijo mi madre, dándome un beso mientras removía la olla.

    —Primix, llegaste justo. Ya vamos a prender las velas —dijo Angie, sacando de una bolsa tres velas grandes, una por cada década.
    Cantamos. Bueno, cantaron ellas, y yo solo sonreí, disfrutando ese momento en el que me sentía querido de una forma tan simple, tan hogareña. Apagué las velas de un solo soplido y partimos la torta. Angie sirvió el café, bien pasado, como me gusta. Comimos, conversamos. Mi madre contó anécdotas de cuando yo era niño, como aquella vez que me escondí bajo la mesa porque no quería ir al jardín. Angie escuchaba todo con interés, con ternura, riéndose a cada rato.

    —Era un travieso, pero sensible —decía mi madre, y Angie asentía como si estuviera armando el rompecabezas de mi infancia.
    Angie también habló de la universidad, de una profesora que tenía voz de caricatura, de un compañero que siempre quería hacer grupo con ella. La conversación fluía sin prisa, como si estuviéramos suspendidos en una burbuja cálida.

    Llamaron mis hermanos apara saludarme, mi hermana me invitó a visitarla en Canadá.

    Pasaron las horas y, como era costumbre ya, a las ocho en punto mi madre se despidió.

    —Los dejo, hijitos. Me voy a descansar. Que duerman bien.

    —Gracias, mamita, por todo —le dije.

    Angie y yo terminamos de lavar los platos, como si ya fuera nuestro ritual. Yo todavía no me había duchado, algo que siempre hacía al llegar a casa. Así que fuimos a mi cuarto y me metí al baño. Dejé la puerta entreabierta, como solía hacerlo cuando ella estaba cerca. Desde ahí seguíamos conversando: de cosas del trabajo, de una presentación que me había salido bien, de tonterías, de la vida.

    Cuando salí, estaba completamente desnudo. Angie me miró desde el sillón con esa mezcla de familiaridad y deseo, como quien observa algo que conoce al detalle pero que nunca deja de gustarle. Me puse el pijama, me eché en la cama y le di unas palmaditas suaves, invitándola.

    No lo pensó dos veces. En un instante ya estaba a mi lado, acurrucada, su cabeza en mi pecho, sus besos suaves sobre mi cuello.

    —Te amo tanto —me dijo, con la voz suave, como un secreto—. Me siento tan bien contigo. No sabes cuánto me alegra poder celebrar este día contigo… compartirlo así.

    Y mientras lo decía, su mano se deslizó dentro de mi pantalón. Empezó a acariciarme, despacio, como quien ofrece una promesa más que un gesto. Unos segundos después, lo estaba lamiendo y metiéndolo en su boca.

    Yo cerré los ojos un momento, dejándome llevar. Pero luego recordé. Había bandera roja.

    —Angie… —le dije bajito, sin apartarla—. Detente. No provoques lo que no vamos a poder terminar, ¿no es que estás menstruando? recordé para mí, que alguna vez lo habíamos hecho con mi esposa cuando ella menstruaba y no me gustó.

    Ella levantó la mirada, sonrió con cierta picardía, y se acomodó más cerca.

    —Lo sé… pero tu solo relájate. Se volvió a meter mi pene a la boca, después de darle un par de lamidas desde los huevos y me miraba mientras lo mamaba. Entendí de inmediato sus intenciones.

    Esta vez Angie no tenía apuro, lo lamia suavemente, lo besaba con cariño, se lo metía a la boca, lo lamia desde los huevos hasta la punta… Yo solo cerré los ojos y lo disfruté.

    Se lo metía en la boca una y otra vez, mientras sus manos acariciaban mis testículos, cuando sentí que la leche se agolpaba para salir, solté un ligero gemido, ella entendió lo que se venía, ya nos conocíamos bien. Aceleró el ritmo del mete -saca de su boca, apretando más sus labios contra mi glande y de pronto, toda mi leche irrumpió en su boca. Ella no dejo que nada escape, se lo tomó todo y luego me dio ese beso con sabor a semen que sellaba esas jornadas donde Angie literalmente me ordeñaba. Me miró con su sonrisa pícara y me dijo, Feliz cumpleaños mi amor.

    Nos quedamos abrazados, en silencio. Sin necesidad de más. Ella con su cabeza en mi pecho. Yo acariciándole el cabello. En el fondo, ese era el mejor regalo, tenerla ahí compartiendo nuestros cuerpos.

    Ese sábado me levanté temprano, con el cuerpo descansado pero la mente alerta. Sabía que algo se venía, el “gran evento” que se suponía debía ser sorpresa, aunque ya Angie me lo había contado a medias. Me di un baño largo, tranquilo, como si no supiera nada. Fui a la cocina y me preparé un café bien cargado. Mientras lo tomaba, mirando por la ventana, escuché pasos suaves por la escalera de caracol. Era Angie, bajando como en sus mejores versiones de fin de semana: despeinada, con cara de recién despertada, suelta, fresca, sin apuros ni maquillaje.

    —Hola, amor —dijo, estirándose como un gato—. ¿Cómo estás?

    —Bien —respondí con cara de nada—. Pero… se supone que hoy es mi “sorpresa”, ¿no? ¿Cómo voy a hacer? ¿Me van a sacar de la casa, supongo?

    Ella bostezó como si fuera una casualidad más del día.

    —Sí… tu hermano tenía que encargarse de eso —respondió.

    —No me ha dicho nada —dije,

    —Qué raro —dijo ella justo en ese momento, cuando sonó mi celular.

    Era mi hermano. Contesté con voz neutra.
    —¿Aló?

    —¡Hermanito! ¿Cómo estás? —dijo con esa efusividad medio sospechosa.

    —Hola Hermano!! Bien, bien. ¿Qué tal?

    —El jueves, cuando te llamé por tu cumple, me olvidé decirte que te compré una sesión de masajes. De esos full relajantes, masajes de inmersión total. Era mi regalo. Pero, perdóname, se me pasó decírtelo.

    —¿Ah, sí? Qué buena onda. No te preocupes. ¿Son esos con “Happy Ending”? le solté medio en broma, medio en serio.

    —No, de esos no, hermanito, hubieses avisado y lo incluía… Pero escúchame, tienes que tomarlos hoy. La cita es hoy sí o sí, está hecha con fecha cerrada. No se puede cambiar. Es una sesión larguita, como de seis horas. Ingreso antes de las diez.

    —¿Dónde es?

    Me dictó el nombre del centro, la dirección. Me dijo que solo tenía que llegar y dar mi nombre. Que ya estaba todo pagado. “Te vas a relajar como nunca”, me aseguró.

    —Ah, ok —le dije—. Perfecto. No tenía planes, así que… gracias. Me arreglas el sábado.

    —Dale, hermano. Disfrútalo.

    Corté. Angie me miraba, apoyada en el marco de la puerta, con esa cara de niña curiosa que ya sabía la respuesta, pero igual quería oírla.
    —¿Qué te dijo?

    —Que me ha comprado una sesión de masajes. De esas de “inmersión total”: masajes relajantes, piedras calientes, esencias, música zen, todo el paquete.

    —¡Qué buena manera de sacarte de la casa! —dijo riendo.

    Luego, se acercó moviéndose insinuante, con esa mezcla suya de broma y deseo, y me susurró al oído, mientras me daba un pellizco nada amable en la entrepierna:

    —¿Qué es eso de “Happy Ending”? ¿Crees que no entiendo? ¿Como al francés del Colca? Eso si lo entendí. Si me hubiera avisado antes, ya terminé la regla, yo misma te daba las seis horas de masajes… con varios “Happy Ending”

    La miré con media sonrisa, agarrando la taza de café como si necesitara anclarme a algo.

    —No, señorita —le dije, mirándola de reojo—. Usted no puede hacer eso, porque se supone que es mi sobrinita. Y sabes que lo digo solo para despistar al enemigo…

    Soltamos una carcajada juntos. Y entre bromas, café y miradas cómplices, nos fuimos preparando para un sábado que, aunque yo sabía de antemano, prometía ser uno de esos días para recordar.

    Cuando mi madre se levantó, yo ya estaba con un buzo de algodón, fui a su cuarto, donde ella estaba tomando sus pastillas para la presión y le conté lo del regalo de mi hermano y ella se hizo la sorprendida.

    —A qué hora regresas entonces? ¿Te guardamos almuerzo?

    —Supongo que como a las 5pm, yo como algo por ahí, no te preocupes. Le di un beso en la frente.

    —Al salir, Angie estaba en la cocina, preparando el desayuno para ellas, me puse detrás, esta vez quise jugar su juego de provocación. Mientras la abrazaba con un brazo, mi otro brazo, mejor dicho, mi otra mano se metió en su pantalón de pijama y buscó rápidamente su conchita, la toque ahí donde yo sé que la enciendo, quiero mi Happy Ending, le susurre al oído, mientras mis dedos se abrían paso en su vagina. Ella solo gimió un poco y volteo la cabeza para besarme, 30 segundos después, cuando sentí que se estaba mojando, pasé de su boca a su mejilla y me separé diciendo. —Chau amor, nos vemos en la tarde.

    Ella solo me miró primero desconcertada y luego con mirada de pícara me dijo —¡Que rápido aprendes! —

    Yo le lancé un beso volado, mientras subía a mi auto y salí rumbo al spa.
     
    ConejoLocop, 30 May 2025

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    Mientras yo me relajaba entre esencias y toallas calientes, en casa se vivía otro tipo de sauna: el de los apuros.

    [Desde la perspectiva de Angie]

    Eran casi las tres y media de la tarde y el ambiente en casa era una mezcla de nervios, olor a comida casera y música en el fondo, al final cambiamos el al chico que pondría la música por el equipo de mi Primix. El equipo de sonido se había sacado a la sala y tu hermano, con cara de estar desactivando una bomba, intentaba hacerlo funcionar.
    —¿Y esto cómo se cambian los CD? —preguntó, tocando botones al azar.

    —Dame eso —le dije, tomando el control remoto—. Tú sabes operar un corazón, pero no manejar un equipo, le dije riéndome. Primero pones el modo CD, después esto, y sale la bandeja. ¿Ves?

    Me miró con esa cara de "¿y esta cómo sabe manejar el equipo de mi hermano que nadie toca?". Yo solo le sonreí, inocente. Si supiera cuántas veces nos habíamos quedado en tu cuarto escuchando música mientras tú me enseñabas cosas mucho más interesantes que eso…
    —Es que él me enseñó —dije, por si acaso, aunque ni yo me creía la excusa.

    Tu madre estaba colocando los bocaditos en una fuente, con esa precisión suya que no necesita receta, pero todo le queda perfecto. Tu cuñada inflaba globos y el primo Carlos… bueno, supuestamente había ido a recoger la torta helada. El problema era que todos sabíamos cómo era Carlos: un despistado de campeonato. Nadie confiaba en que regresara a tiempo.

    Cuando vi que ya todo estaba encaminado, yo subí al cuarto para darme un baño y arreglarme para ti.

    Había pensado en dos vestidos. Uno negro, ajustado, con espalda descubierta y escote tentador. El otro, más bien rosado, sobrio, con mangas tres cuartos y falda larga hasta las rodillas.

    Al final, tomé otra decisión. Saqué el vestido blanco, el strapless, ese que no tenía tiras ni daba opción a ropa interior debajo. Me miré al espejo mientras lo deslizaba por mi cuerpo y se amoldaba perfecto. Me encantaba cómo se me veía. No era vulgar, pero dejaba lucir bien mi figura. Quería verte mirarme sin poder hacer nada, con tu madre a medio metro y la familia dando vueltas a nuestro alrededor.

    Sonreí para mí. Me solté el cabello, me puse un toque de perfume detrás de las orejas y bajé a revisar la mesa por última vez. Todo tenía que estar perfecto cuando volvieras.

    [Desde mi perspectiva, en el spa]
    Estaba recostado en una camilla cubierta con toallas calientes, rodeado de aromas de eucalipto y jazmín, pensando en las correrías que habría en casa.

    —"A ver… ¿cómo hago cuando entre? ¿Pongo cara de '¿qué es esto?' o mejor suelto un 'no puede ser'?" —pensaba mientras una mujer con voz suave me decía que respirara profundo.

    Pero más allá del papel que tenía que jugar, me sentía bien. Feliz. Había tenido una semana bonita, me habían engreído en casa y en la oficina, y ahora esto. Pensé en Angie. En todo lo que se estaba esforzando para que este cumpleaños fuese especial. Y también pensé en cómo se vería esa noche, qué se pondría. La conocía. No iba a ponerse cualquier cosa. Iba a querer provocarme sin que nadie más lo notara.

    Cerré los ojos y sonreí. Sabía que me esperaba algo más que bocaditos y globos. Lo más difícil de todo sería fingir que no tenía ni idea.

    A las cuatro y cuarto terminé la última parte de la sesión, una infusión tibia entre velas. Salí como nuevo, con el cuerpo liviano. Mientras avanzaba por Javier Prado, con el cielo limeño tornándose dorado, me preparaba mentalmente.
    —"Vamos, que no se note, que no se note…" —me repetía—. “Hazte el sorprendido. Pero no tanto. Que parezca real. Pero no sobreactúes.”

    Mientras cruzaba el parque, comencé a notar algo curioso: carros familiares, estacionados en lugares estratégicos, como si hubieran llegado juntos y se hubieran puesto de acuerdo en no darme pista directa. Pero claro, ahí estaba el auto de mi hermano. Sonreí solo.
    —“Ajá… dejaron los carros acá para despistar. Si no supiera nada, esto ya me encendía la alarma.” —pensé, pero seguí haciéndome el loco, como buen actor de reparto.

    Llegué frente a la casa, presioné el control del portón de la cochera… y nada. El bendito portón no se abría. Volví a intentarlo. Otra vez. Nada.

    —“Justo hoy se malogra esta vaina…” —bufé.

    Decidí estacionar el auto a lo largo de la entrada, sin interrumpir la pista. Bajé y fui hacia la puerta peatonal. Puse la mano en el picaporte, y cuando apenas iba a meter la llave… ¡se abrió de golpe el portón de la cochera!
    —¡SORPRESAAAAAA!

    Me congelé. De verdad me congelé. Porque yo esperaba el bullicio en la sala, en el comedor. Pero no. Habían vaciado la cochera completamente. Había luces colgadas, guirnaldas, un par de mesitas con manteles blancos y bandejas de bocaditos, un cartel hecho a mano que decía “Feliz Cumpleaños”, y un montón de caras conocidas riendo, aplaudiendo, gritándome. Todos los primos, tías, amigos, incluso algunos compañeros del trabajo.
    Abrazos. Tantos abrazos.

    Mi madre fue la primera en apachurrarme:
    —¡Hijito! ¡Feliz cumpleaños otra vez! ¿Ves cómo no te esperabas esto?

    Mi hermano me palmoteó la espalda:
    —¿Cómo estuvo el spa? ¿Relajadito, no? ¡Y eso que no sabes lo que viene!

    Mi cuñada me dio un beso en la mejilla y me abrazó muy fuerte. Me pasaban vasos con cerveza, bocaditos, más abrazos.
    Y entonces la vi. Angie.

    De pie, junto al mueble de la esquina, dándole indicaciones a una prima con el pastel. Me bastó una mirada para olvidarme del spa, de la cochera, de los bocaditos.

    Vestía ese vestido blanco, strapless, sin tiras, sin nada que lo sostuviera más que su propio cuerpo, tan ceñido que era evidente que debajo no había nada. Y le llegaba hasta un poco más arriba de la mitad de la pierna, dejando ver esos muslos que me volvían loco. El cabello suelto, apenas una cadenita en el cuello. Radiante. Perfecta.

    Se giró y me vio. Caminó hacia mí entre la gente, con una sonrisa tan grande que no necesitaba palabras. La gente se hacía a un lado sin notarlo, como si todo el espacio se abriera para que llegara a mí.

    —¡Feliz cumpleaños, Primix!!! —me dijo, acercándose como si fuésemos realmente primos que se saludaban con cariño.

    —Estás… preciosa —le dije al oído mientras me inclinaba para besarla en la mejilla, pero mis labios rozaron casi la comisura de su boca.

    —Me vestí así para ti… sin nada abajo —susurró, mientras su cuerpo rozaba apenas el mío al pasar sus brazos por mi cuello—. No me toques mucho… o no respondo.

    —Tú sí que sabes cómo torturarme —le respondí, atrapándola brevemente por la cintura y sintiendo cómo se erizaba bajo mis dedos.

    Y ya en voz alta para que todos escuchen, me dijo—Ve a cambiarte. No vas a estar en buzo en tu fiesta.

    Caminé entre los invitados, aun sonriendo como un tonto, cruzando la sala donde ya había música sonando, risas, y vasos brindando.

    Entré a mi cuarto, me saqué la ropa que traía del spa, todavía oliendo a aceites. Me di una ducha rápida —agua fría para calmarme, porque el calor que me había dejado Angie no se iba con agua tibia—. Me puse un pantalón de lino oscuro, una camisa blanca de manga larga arremangada hasta los codos, y unos mocasines. Un reloj elegante, el perfume que ella decía que le encantaba, y el cabello apenas peinado con los dedos.

    Me miré al espejo.
    —“Ya. Ahora sí estás a su altura.” —me dije.
    Y salí, listo para mi fiesta.

    La fiesta fue, sin exagerar, uno de esos momentos que se te graban con nitidez en la memoria. Ni siquiera era por lo grande o espectacular, sino por la calidez. Por cómo el tiempo pareció plegarse sobre sí mismo para reunir a tantas personas queridas. Primos que no veía hace años, tías con sus risas escandalosas, amigos de distintas etapas de mi vida, todos cruzándose en ese pequeño universo que era nuestra cochera decorada con luces tenues, globos, papel picado y música suave al inicio, animada después.
    No pasaron ni cinco minutos desde que salí vestido y perfumado que ya estaba rodeado. Todos querían saludarme, abrazarme, conversar. Me preguntaban cómo iba el trabajo, si seguía escribiendo como antes. Yo respondía con sonrisas, bromas, anécdotas. Nos reíamos recordando mis travesuras de niño: cuando me encerré en el baño con una caja de fósforos “para experimentar”, o cuando me escapé de la casa del papá de Angie en Arequipa con una mochila llena de galletas porque quería buscar tesoros como en las películas.

    Las primas, como siempre, empezaron a sacarme a bailar apenas el ritmo se animó. Una me jalaba de una mano, otra de la otra. Entre carcajadas me veían intentar seguirlas, pero pronto sonaba cumbia, salsa, hasta algo de rock ochentero que sacó a los tíos a mover los hombros como si el tiempo no hubiera pasado.

    Entonces Angie me sacó a bailar.
    Fue distinto. No como en Año Nuevo, donde el deseo era más evidente. Esta vez, había algo sutil, contenido… pero poderoso. Ella bailaba sonriendo, moviéndose con elegancia, como si su cuerpo marcara el ritmo para mí solamente. Yo la sentía —aunque no me tocara— en la forma en que sus caderas se desplazaban, en la curva de su cuello cuando lanzaba la cabeza hacia atrás entre risas. Ese era el mismo compás que conocía con los ojos cerrados, el que escuchaba con la piel cuando estaba dentro de ella. Nadie lo sabía. Nadie lo sospechaba. Pero yo sí. Cada movimiento, cada paso, era un guiño íntimo que solo yo podía leer.

    Y eso bastaba para encenderme.

    La música, la conversación, los tragos —porque el ron no podía faltar— todo iba fluyendo. Era una fiesta hermosa. Hasta los más serios se habían soltado un poco. Mi madre andaba hablando con las tías, mi hermano animaba la pista, algunos tíos ya tenían la cara colorada y las palabras sueltas.

    A medianoche, la torta.

    Angie la trajo entre aplausos, ayudada por mi cuñada. Tres velas enormes encendidas. Todos cantaron el Happy Birthday, primero el tradicional, luego en versión cumbia. Me cantaron, me abrazaron, soplé las velas, pedí mi deseo. La torta estaba buenísima. Helada, como me gusta. El brindis vino después. “Por tus treinta, porque se vienen con fuerza”. “Por el amor, la salud, la vida”. Copas alzadas. Sonrisas sinceras. Me sentía feliz. Y eso es raro. Porque uno no siempre puede decirlo sin dudas.

    Cerca de la una de la mañana, la fiesta seguía vibrante. El ambiente estaba encendido: risas, música, brindis en cada rincón, grupos formándose y reformándose para contar anécdotas o echarse un baile más. Yo me escabullí un momento de la pista, en parte porque necesitaba tomar aire, en parte porque el vaso ya estaba vacío y sentía que un ron con cola bien servido me devolvería el equilibrio.
    Caminé hacia la mesa de las bebidas, en la sala. El hielo ya escaseaba y la botella de ron estaba más ligera que al inicio. Serví con calma un ron con cola, mientras miraba a mi alrededor por si encontraba alguna de las primas o a Angie —alguien que pudiera encargarse de reponer el hielo.

    Entonces la vi venir. Angie caminaba hacia mí, esquivando gente con naturalidad. Cuando estuvo cerca, se detuvo justo a mi lado y, asegurándose de que nadie nos escuchara, me preguntó con una sonrisa cómplice:
    —¿Y qué tal, amor? ¿Te gusta tu fiesta?

    —Me encanta —le respondí, bajando un poco la voz—. Realmente se han lucido. Tú, mi madre... Y mi hermano, mi cuñada, todos han ayudado.

    —Bueno, yo estoy feliz —dijo, mirando de reojo a los demás.

    Miré a mi alrededor con curiosidad. Faltaba alguien.

    —¿Y la tal Camila? —pregunté al aire, como quien no quiere la cosa.

    Angie alzó la mirada al cielo, como fastidiada, y se hizo la desentendida.
    —No sé... No sé por qué no habrá venido.

    La miré de reojo. Ya la conocía lo suficiente para saber cuándo tramaba algo.
    —¿Qué pasó, Angie? —le dije en voz baja—. ¿Por qué no ha venido Camila?

    Ella me miró, con esa mezcla suya de descaro y ternura.
    —¿Qué, querías que venga?

    —No... la verdad no. Pero me extraña. Después de lo que me contaste… que mi madre la había invitado para ponérmela en bandeja...
    Angie se enderezó un poco, tomando un tono más serio, aunque manteniendo la compostura porque la gente seguía pasando cerca de nosotros.
    —Bueno... yo tengo que defender lo mío —susurró, con un brillo desafiante en los ojos.

    —¿Cómo así?

    —Le dije que la fiesta se había cancelado. Como yo era la encargada de las invitaciones... la cancelé.

    Solté una carcajada breve.
    —¿Y mi madre no te preguntó nada?

    —No. Solo le dije que Camila no podía venir, que tenía otro compromiso.

    La miré entre divertido y sorprendido.
    —¡Te pasas!

    Angie me robó un sorbo del vaso y se rio con picardía.
    —Acá te dejo mi veneno —susurró, devolviéndomelo con una sonrisa traviesa.

    Giró para alejarse, pero justo en ese momento llegó mi hermano mayor, él era 7 años mayor que yo. Cardiólogo, como papá. Siempre con esa energía cálida, con esa manera de abrazar como si uno volviera a casa. Nos rodeó a los dos con los brazos, riéndose con gusto.
    —¡Qué buena fiesta, carajo! —exclamó—. Los dos están radiantes.

    Para él, Angie y yo siempre habíamos sido como sus hermanitos. Sabía lo de mi madre, de cómo Angie se había vuelto su engreída inseparable. Conocía toda la historia de cariño que nos unía desde chicos. Todo... menos lo que éramos ahora, lo que escondíamos entre miradas, gestos y silencios.

    —¿Qué tal la fiesta? —preguntó.

    —Bien, hermanito, de verdad. Me encanta todo esto. Gracias —le dije, con sinceridad.

    —Puf, Angie se ha lucido, ¿ah? —dijo, señalándola con una mirada orgullosa—. No sabes cuánto te quiere esta muchacha. Todo lo que ha hecho por esta noche...

    Yo asentí.
    —También ustedes. Sé que tú y mi cuñada se han rajado por esto. Gracias, de verdad.

    Él cambió de tema, como quien no quiere quedarse en lo emotivo demasiado tiempo.

    —Pero a ver... ya tienes buen tiempo solo, ¿no? ¿Alguna chica por ahí? ¿Algún proyecto en mente?
    —No quiero que te vuelvas a casar tan pronto —agregó, entre broma y advertencia—, pero tampoco estás para andar solo. Eres joven, guapo... bueno, no tanto como yo —dijo riendo—, pero algo debes tener.

    Angie lo miraba con una ceja ligeramente levantada, divertida, pero también atenta. Como si quisiera saber cómo respondería yo.

    —La verdad, hermano, ahorita no me interesa eso —le respondí—. Estoy tranquilo. Quiero enfocarme en el trabajo, hacer algunos cursos, especializarme. Además, las cosas en la empresa están medias movidas. Se dice que quieren venderla. Por ahí tengo algunas amigas con las que salgo...

    —Uy, amigas cariñosas —dijo con una risa socarrona—. Bueno, está bien pues. Mientras tengas eso, porque tampoco uno puede estar solo. No quiero verte en mi consultorio después, con estrés y cosas que las pastillas no curan. Un buen polvo de vez en cuando te aleja de eso.

    Miró a Angie y le lanzó, sin filtro:
    —Perdón primita, pero ya somos adultos. No te incomoda que hable así, ¿no?

    Angie apenas iba a abrir la boca, pero él siguió, sin darle tiempo:
    —Tú tienes que pasar revisión, ¿ah? Cuando traiga una chica, tienes que mirarla bien. Este muchacho vale mucho. Tienes que ser su guardiana.

    Angie soltó una risa ligera, con ese toque justo de inocencia y malicia.
    —Claro que sí, primo. No te preocupes, yo acá me encargo de que este chico encuentre la chica adecuada.

    Yo bajé la mirada al vaso, ocultando la sonrisa que amenazaba con delatarlo todo.

    Mi hermano se alejó riéndose, lanzando una última broma al aire. Angie y yo nos quedamos ahí, en medio del murmullo de la fiesta, el eco de risas y música de fondo. Ella se sirvió un vaso de ron, concentrada en el hielo que crujía dentro del vaso, y yo no podía dejar de mirarla.

    Entonces, sin previo aviso, se volteó hacia mí y alzó su vaso.
    —Brindo por nosotros —dijo con esa sonrisa que me desarmaba—. Porque ya encontraste a la chica adecuada.

    Me quedé quieto, mirándola, sabiendo que algo más venía.
    —Tu hermano no lo sabe —continuó—, pero yo ya pasé la inspección, hice el casting... y concluí que la mejor y la indicada para ti soy yo. ¿Estás de acuerdo?

    Qué ganas de abrazarla ahí mismo, de tomarla por la cintura, besarla sin importar quién nos viera, gritarle que sí, que no había nadie mejor para mí.
    Pero solo pude responder con la mirada. Esa mirada que solo ella entendía. Una mezcla de ternura, deseo, certeza.
    —Claro que sí, amor —le dije, con voz baja y firme—. Nadie mejor que tú para mí.

    Nuestros vasos chocaron suavemente. Y en ese pequeño gesto que hicimos después, casi imperceptible para los demás, estaba todo dicho. Un pequeño movimiento de cejas, una leve inclinación de cabeza, un roce fugaz de los dedos.

    Ese gesto decía que más tarde, o más temprano, ese mismo día, íbamos a encontrarnos como solo nosotros sabíamos hacerlo. Íbamos a decirnos todo lo que no podíamos en voz alta, piel con piel, susurros entre jadeos, amándonos.

    Pasaron las horas y la fiesta se había apagado, pero su eco aún quedaba en las paredes de la casa. Eran casi las cinco de la mañana cuando por fin se fueron los últimos borrachos, esos que se habían atrincherado en la cochera con la última caja de cerveza, apagando la sed con historias que ya nadie recordaría en la mañana. No había música, no había luces, solo las voces apagadas y la terquedad del alcohol. Cuando por fin los despedimos con sonrisas cansadas y abrazos de compromiso, cerramos la reja y la casa quedó en silencio.

    Mi madre, por supuesto, hacía ya rato que estaba dormida. Se había despedido poco después de las dos de la mañana, cuando las tías y la mayoría de los primos se fueron, con ese gesto de "ya me cansé de ustedes, pero los quiero igual". Angie y yo quedamos solos, en medio de vasos vacíos, serpentinas, botellas a medio terminar y migas de torta. Y aunque teníamos los pies molidos y el cuerpo vencido por el día, estábamos felices.

    Me giré, la miré en medio del desorden y la abracé fuerte, sintiendo su olor, su calor, su respiración.

    —Gracias, amor —le susurré—. Yo sé que esta fiesta es, en gran parte, por ti. Has trabajado tanto para que todo salga lindo. Y lo lograste.

    Ella se apretó contra mí. Me besó con fuerza, con entrega, como si esa fuera su manera de decirme “de nada”.

    —Quiero dormir contigo —me dijo al oído, con voz baja pero firme—. Aunque sea hasta las ocho o nueve. Tú dime la hora, antes que la tía se despierte.

    —Mi mamá no se levanta antes de las once después de una juerga así —le aseguré—. Estamos a salvo.

    Nos miramos, sonriendo como dos cómplices. De la mano, entramos a la casa. Revisamos las luces, la puerta, los seguros. Todo estaba en orden. El mundo podía detenerse.

    Entramos a mi cuarto y no dijimos nada más. Aseguramos la puerta. La besé despacio, como si el mundo no pudiera tocarnos en ese instante. Fue un beso lento, profundo, cargado de todo lo que habíamos contenido durante la noche. Mis manos recorrieron su espalda, su cintura, sus caderas. Ese vestido blanco era como una segunda piel, la sentía toda.

    Allí, en la intimidad de esa habitación que era testigo de tantos silencios compartidos, la desnudé con calma, con deseo, con esa adoración que no necesitaba palabras. Ella hizo lo mismo conmigo, como si cada prenda que caía al suelo fuera una capa menos entre nosotros. Comprobé que no llevaba nada debajo del vestido blanco.

    Cuando quedamos desnudos, frente a frente, con la tenue luz de la luna entrando por la ventana, ella me tomó del rostro con las dos manos. Te amo con locura, me dijo.

    La cargué en brazos, la llevé a la cama. Nos acostamos como un par de enamorados que se reencuentran después de meses separados, como si el mundo se hubiese detenido y solo existiéramos nosotros dos, respirando el mismo aire, sintiendo la misma necesidad.

    Hicimos el amor despacio, con ternura, sin alardes. La penetré suavemente, después que ella me colocó el condón, nuestros movimientos fueron rítmicos, suaves, bailábamos un vals en posición horizontal. Sus gemidos ahogados sonaban en mi oído, mientras sentía sus pechos aprisionados contra el mío. No hubo urgencia, solo una especie de reverencia al cuerpo del otro. Nuestros cuerpos se conocían, sí, pero esa noche parecían reencontrarse con una emoción nueva, como si susurraran entre sí: “Gracias por amarme”.

    Ella me respondía igual, entregada, tierna y salvaje, abrazándome con las piernas, susurrándome mi nombre, besándome como si quisiera dejar marcas en mi alma.

    Hubo un momento en que la tomé por la cintura y la giré suavemente, haciéndola subir sobre mí. Desde ahí la miraba, montada sobre mi cuerpo, balanceándose con un ritmo lento y profundo. Me miraba como si viera al hombre de su vida. Y yo, abajo, viéndola así, iluminada apenas por la luz tenue que entraba por la cortina, supe que jamás habría otra como ella. Sus pechos rebotaban suavemente con sus movimientos, era una diosa cabalgándome.

    Nuestros cuerpos explotaron casi al mismo tiempo, en una sinfonía de jadeos, temblores y respiraciones entrecortadas. Luego vino el silencio. La calma después del incendio.

    Se recostó sobre mí. La abracé fuerte. Ninguno dijo nada. Nos dormimos desnudos, entrelazados, agotados. Y felices.
     
    ConejoLocop, 31 May 2025 a las 20:55

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    Once - ADIOS CONDON

    Ese sábado de junio amaneció con ese aire templado y casi luminoso que a veces, muy de vez en cuando, le da por tener a Lima en pleno invierno.

    Desde temprano, la casa ya tenía ese ritmo inconfundible de los días de reunión familiar. Mi madre, una vez más había prestado la casa para una reunión, cumpleaños de una prima, hija de una de sus hermanas. Las ventanas abiertas, el olor a cloro y lavanda impregnando los pisos recién trapeados, las puertas que se abrían y cerraban, y mi madre que, a sus 71 años, se movía con una energía que desafiaba toda lógica. Parecía que el cuerpo le obedecía mejor cuando había algo que organizar.

    Angie y mi madre llevaban desde el día anterior metidas en la limpieza y los preparativos. Yo las veía ir de un lado a otro: abriendo armarios, sacando manteles que solo salían en ocasiones especiales, revisando platos grandes, copas de vidrio, bandejas que normalmente estaban guardadas como en un museo personal de las festividades.

    Nuestra casa, amplia, con una ubicación envidiable y un aire acogedor, se había convertido, sin que nadie lo propusiera formalmente, en la sede habitual de las reuniones familiares. Yo ya había hecho más de una vez la misma broma:
    —Madre, en serio, deberías ponerle un cartel afuera que diga “Club familiar” —le decía, mientras me servía un café.

    Ella se reía mientras seguía barriendo o dando indicaciones. La tía, madre de la cumpleañera, había enviado a la chica que la ayudaba en casa, para que ayude con los preparativos de la fiesta. Yo sabía que, en el fondo, a mi madre, eso le gustaba. Disfrutaba ser la anfitriona, la que reunía a todos, la que ofrecía su casa como una especie de refugio afectivo.

    Ese sábado, apenas el sol comenzaba a asomarse por los rincones del comedor, nos pidió —con esa dulzura que en ella siempre venía mezclada con firmeza— que fuéramos al mercado de Jesús María a comprar lo que faltaba. Era una lista larga: verduras frescas, frutas, algunas carnes, pan especial, gaseosas, flores para el centro de mesa... una enumeración casi ceremonial escrita con su clásica letra inclinada y precisa, en una hoja doblada por la mitad. Ella decía que en ese mercado todo era fresco y más económico.

    —Vayan rápido, que luego los tíos se aparecen antes de tiempo y me agarran sin estar lista —nos dijo mientras me entregaba la lista y una bolsa reutilizable que solo salía para las compras importantes.

    Angie y yo salimos contentos. Había algo en esas salidas que siempre nos unía, aunque fueran a hacer compras. El trayecto en auto, los comentarios al pasar por ciertas calles, las bromas privadas. Era nuestro momento de respirar juntos.
    De regreso a casa, entre bolsas, frutas que rodaban por el asiento y su risa fácil ante cualquier tontería que yo decía, nos sentíamos felices.

    Pasábamos por Lince, ya casi para llegar a la vía expresa, cuando Angie, con una voz distinta, casi ronca, me preguntó:
    —¿Sabes qué día es hoy?

    —Sábado —respondí, distraído.

    —¿Y qué se celebra?

    —El cumple de la prima Liliana en la casa... —dije, dudando si había metido la pata.

    Ella no dijo nada al inicio. Solo me miró de reojo, hasta que, sin previo aviso, me dio un pellizco en la pierna.
    —¡Nuestro aniversario, tontín! ¡siete meses desde aquella noche!

    Me quedé helado. Lo había olvidado. O más bien, no sabía cuál de todos nuestros comienzos debía contar. Para mí, nuestra historia era un hilo continuo de primeras veces. Pero para ella, esa noche en mi cama, ese primer hacer el amor, marcaba el inicio.
    —Amor... lo siento, lo olvidé —atiné a decir, sabiendo que sonaba a excusa pobre.

    Ella bajó la mirada, no molesta, más resignada. Luego, con voz suave, dijo:
    —Quiero celebrarlo contigo. Hoy. Los seis meses se nos pasaron con lo de tu cumpleaños, pero hoy si quiero celebrarlo. Además el 7 es un número mágico!

    —Pero… hoy es imposible. La reunión, mi madre, la familia… Quizá en la madrugada, como en mi cumpleaños…

    Ella respiró hondo. Masticó el silencio. Y luego soltó:
    —Tiene que ser hoy, la madrugada ya es otro día. Vamos al hotel. Una hora, lo que sea. Pero quiero tenerte hoy. Nos lo merecemos, ¿no?

    La miré. Sus ojos no suplicaban. Exigían. Esa mezcla de deseo, ternura y convicción me hizo perder cualquier argumento. Solo asentí.
    —Vamos —dije, desviando el volante con un giro rápido hacia nuestra ruta secreta. Acabábamos de cruzar la vía expresa y nuestro hotel – refugio quedaba a menos de 10 cuadras.

    Llegamos al hotel como siempre: sin palabras innecesarias, con las manos enlazadas y el pulso acelerado. El portero ya nos conocía. La recepcionista apenas nos saludó. Todo era rutina... menos lo que ardía entre nosotros. íbamos acelerados por las ganas y porque sabíamos que el tiempo jugaba en nuestra contra.

    Apenas cruzamos la puerta de la habitación, los besos se hicieron urgentes. Nos desvestíamos con torpeza deliciosa, sin pausa, como si el tiempo fuera enemigo. Su blusa cayó, sus senos se liberaron, firmes, deseables.

    Angie se arrodilló frente a mí, sin decir nada. Me besó el vientre, y luego bajó, tomando mi sexo con suavidad y hambre. Cerré los ojos, gemí bajo, perdí el equilibrio. Sus labios eran un ritual sagrado. Mi pene se puso duro en su boca. Cuando se levantó, me besó con ese sabor inconfundible y se sentó sobre mí, apretada, desnuda, dispuesta.

    —Dame el preservativo, amor —susurró—. Quiero que me lo metas ya.

    Mi mente se frenó. La realidad se coló en medio del deseo.
    —No tengo —dije, con un nudo en la garganta—. Olvidé reponerlos…

    Ella se quedó en silencio unos segundos, sentada en la cama, cruzando los brazos. No era rabia. Era frustración.

    Yo también me sentí idiota.
    —¿Y ahora qué hacemos? —dije, sin muchas opciones. Por un segundo, pensé en algo más, sexo anal, pero no iba a forzarlo.

    Angie me miró. Ese tipo de mirada que no pregunta, que decide. Respiró profundo.
    —Acabé mi regla hace dos días. Estoy segura. Hagámoslo así.

    —¿Estás segura? —pregunté, todavía incrédulo. Podemos hacerlo como nuestro primer encuentro, solo sexo oral… sugerí como tratando de encontrar una alternativa.

    —No, te quiero dentro mío. Lo necesito. Confío en ti. Confía tú en mí.

    Se acercó y me abrazó fuerte. Su piel caliente. Sus pechos contra mi pecho. Su aliento en mi cuello.
    Nos besamos otra vez, con una lentitud que quemaba. Esta vez no era urgencia. Era entrega. Era una promesa sin palabras. Hicimos el amor así, sin barreras. Su cuerpo se abrió para mí como si lo esperara desde siempre. Nos movimos al ritmo de un deseo profundo, callado, poderoso. Piel con piel. Corazón con corazón.

    Desde el punto de vista de Angie

    Lo decidí en el instante en que te vi resignado, con esa mirada entre frustrada y tierna, como si lo que nos quedaba era vestirnos y marcharnos. Pero no quería que ese fuera el final de nuestro aniversario de los 7 meses. Mi cuerpo vibraba de deseo, pero había algo más fuerte aún: la necesidad de sentirte completamente, sin barreras, sin interrupciones. Acababa de terminar mi menstruación hace unos días. Lo sabía, lo había pensado antes, aunque no lo hubiera aceptado del todo hasta ese momento.

    Sentí la delicadeza con la que te pusiste sobre mí, como si cuidaras no romperme. Tus besos sabían a puro amor. Cuando entraste en mí sin preservativo por primera vez, mi cuerpo se estremeció con una mezcla nueva de sensaciones. Era más cálido, más intenso, más real. No había nada entre nosotros. Era piel con piel, carne con carne, calor con calor. Te sentí profundamente, sin filtro, como si mi cuerpo supiera que eso era distinto a todo lo anterior.

    No dejé de mirarte, ni un segundo. Tus ojos eran un espejo de asombro y ternura. Yo me sentía tuya de una forma distinta, no solo por el deseo, sino por ese lazo invisible que nace cuando el amor y la pasión se funden sin protección. La fricción de tu pene contra mi vagina se sentía diferente, la sensación de placer y de conexión se mezclaban, era intenso y dulce a la vez.

    Pero también, cuando todo pasó y aún nos abrazábamos, sentí una pequeña punzada de miedo. Muy leve, como un eco en el fondo. ¿Había sido correcto? ¿Y si algo pasaba? Pero al mismo tiempo, esa inquietud era mínima comparada con la plenitud. Me sentía llena de ti, de nosotros. Sentía tu semen caliente dentro de mí, era extraño, deliciosamente extraño. Te acaricié la espalda mientras nos quedábamos en silencio, sintiendo la tibieza que había quedado en mi interior, como si algo tuyo viviera ya dentro de mí, más allá del amor, más allá del cuerpo.

    Desde mi punto de vista

    Cuando me dijo que sí, que acababa de terminar su menstruación, que confiaba en hacerlo así, me sorprendí. No porque dudara de ella, sino porque entendí de golpe el nivel de entrega que significaba. No era solo una decisión física. Era emocional. Era espiritual.

    Entrar en ella sin preservativo fue como cruzar un umbral que no conocíamos. No fue solo la diferencia de sensaciones —que sí, eran intensas, envolventes, eléctricas— sino la certeza de que ahora estábamos más unidos que nunca. La sentí cálida, viva, palpitante. Su cuerpo me recibía con una suavidad distinta, sin interrupciones, sin látex, sin distancia. Yo había tenido sexo con otras mujeres sin preservativo, pero esto era diferente, era mas que físico, conectaba nuestras almas con un cable directo, piel a piel.

    La recosté en la cama, comencé a besar nuevamente todo su cuerpo, la tensión ardía en mi pene, de pensar que la iba a sentir piel a piel… estábamos en posición del misionero, besándola mientras ella me abrazaba y gemía suavemente, esos besos tenían más amor que pasión. Fui acercando mi pene a su húmeda vagina, sin dejar de besarla la sentí cuando la punta llegó a su entrada, ahora sin miedo de entrar, fui empujándolo lentamente, era una sensación diferente, sentirla tan mojada, tan caliente, cuando finalmente introduje todo mi miembro en su caliente vagina, ella me dijo no te muevas, quiero sentirte. Yo tampoco pensaba moverme.

    Nos quedamos así, solo besándonos y murmurándonos palabras de amor, mientras su vagina envolvía mi pene, sin nada de por medio, transmitiendo oleadas de placer. No sé cuánto tiempo estuvimos así, hasta que Angie comenzó a moverse debajo mío, le seguí el ritmo y empecé un lento bombeo, disfrutando esa nueva sensación, su calor, su humedad… El ritmo fue aumentando, ella comenzó a gemir y enredó sus piernas con las mías. Cada vez era más intenso el ritmo, yo sentia como su cuerpo se estremecia debajo del mio, cada embestida era respondida por un gemido de Angie. Cuando llegó mi eyaculación, fue feroz, no me dio tiempo de nada, solté toda mi esperma en ese nido húmedo y caliente. Angie también dio un grito cuando eyaculé. Nos quedamos quietos en silencio por un rato. Después de un momento que pareció eterno por lo intenso y nuevo, ella me dijo, ¡se está saliendo! Es normal, le dije y me retiré, me arrodillé frente a ella y vi su vulva entreabierta lo que me dejaba ver parte de su vagina, Un poco de mi semen chorreaba en un hilo sutil de su maravillosa cueva. Ella curiosa, se llevó una mano a la vulva tomó un poco de mi semen que salía de ahí y se lo llevo a la boca, sabe diferente me dijo. Ese sabor es de los dos, le dije mientras la miraba divertido.

    Parecía una niña asombrada ante algo maravillosamente nuevo, la miré en silencio. No dije nada. Solo acaricié su rostro, su pelo, sus labios. Quise preguntarle si estaba bien, si se arrepentía, pero no lo hice. Su expresión me lo dijo todo. Estaba tranquila, radiante, pero también pensativa. Como si, en el fondo, supiera que habíamos dado un paso más allá. Y que ya nada sería igual.

    Angie – El regreso
    Nos vestimos sin apuro. Habíamos olvidado la prisa de las compras. Al principio todo había sido prisa, urgencia, ganas de devorarnos como si el tiempo fuera enemigo. Pero ahora no. Ahora nos movíamos lento, como si quisiéramos que cada gesto sellara lo que acabábamos de hacer. Me puse la ropa sin dejar de mirarlo. Él también me observaba, con esos ojos que a veces me desnudaban más que sus manos. Era como si no pudiéramos creer del todo lo que acabábamos de compartir.

    No había pasado más de una hora desde que llegamos al hotel. Bajamos tomados de la mano, y aunque afuera todo parecía igual, algo entre nosotros había cambiado. Yo lo sentía. Lo sentía adentro, literalmente, pero también en la piel, en el pecho. Era una mezcla de emoción y vértigo, de calor y temblor, como si una puerta se hubiera abierto y ya no pudiera cerrarse.

    Subimos al auto. Durante un rato no hablamos. Yo lo miraba de reojo, con una sonrisa difícil de disimular. Sentía mi ropa interior húmeda, pegajosa, y cada vez que cambiaba de posición en el asiento, una nueva oleada de calor me recorría. Entonces rompí el silencio.
    —¿Sabes algo? —le dije, sin mirarlo—. Nunca había tenido semen dentro. Nunca.

    Él me miró de reojo, sorprendido, como si no lo supiera, aunque era obvio.

    —Con el ponja, las diez veces… siempre usamos condón. Contadas. Y contigo también. Hasta ahora.
    Me reí bajito.
    —Se siente distinto… cuando sale… es caliente. Me llenaste.

    Me acaricié el vientre como si aún pudiera sentirlo descendiendo por mí.
    —Si hubiera sabido que se sentía así, habría empezado con los anticonceptivos la primera vez que me lo pediste.

    Él se quedó callado unos segundos, luego me apretó la mano.

    —La próxima semana vamos al médico —me dijo—. Para que te receten algo. No podemos confiar solo en el ritmo, por más regular que seas.

    Asentí.
    —Sí, vamos.
    Me gustaba cuando se preocupaba así por mí. Me hacía sentir protegida, cuidada, no solo deseada. Y sin embargo, todavía tenía esa humedad entre las piernas, ese cosquilleo constante, esa sensación de que algo suyo seguía adentro.

    Cuando llegamos a la casa, estacionamos sin mucho ruido. Empezamos a sacar las bolsas de la maletera. Me acerqué a él, que estaba agachado revisando una caja con verduras, y le susurré muy bajito:
    —Amor… siento la trusa muy mojada… creo que se me salió todo… ¿se me nota?

    Él me miró rápido, con ese gesto protector que me derretía, y fijó los ojos en mi trasero.
    —No, amor. No se ve nada. Está todo bien. Solo es la sensación. No te preocupes.

    Y claro que era la sensación. Era esa mezcla de humedad, calor y conciencia. No solo me sentía llena de su cuerpo, me sentía marcada por él. Diferente. Como si de verdad, esa mañana, algo dentro de mí hubiese cambiado.

    Cuando subí a bañarme y cambiarme para la fiesta. Vi mi calzón. Empapado de mi lubricación y su semen, me dio ganas de guardarlo como un trofeo, como un testimonio del nuevo paso que habíamos dado. Dude por un momento, pero luego lo eché en mi canasto de ropa sucia.
     
    ConejoLocop, 1 Jun 2025 a las 21:27

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    wou lindo y interesante relato, cada vez esta mas bueno brother
     
    sam peter, 1 Jun 2025 a las 21:53

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    ANGIE

    Pasaron las horas. La familia empezó a llegar. Mis tíos, los primos, su madre riendo y organizando todo. Yo era parte de la escena, como una más. Nadie sospechaba nada. Nadie podía saberlo. Era nuestro secreto, nuestro riesgo. Pero cada vez que cruzábamos miradas, era como si el mundo se callara un instante.

    En un momento, lo encontré en la cocina, colocando gaseosas en la refrigeradora. Su madre y una de las tías estaban ocupadas sirviendo bocaditos. Me acerqué con disimulo, pasé a su lado y, sin mirarlo, le susurré al oído:
    —Todavía te siento dentro de mí… y quiero más.

    Él no dijo nada. Solo tomó una botella como si buscara disimular el temblor. Yo me alejé con mi vaso en la mano y una sonrisa tan suave como peligrosa. Y mientras regresaba con los demás, pensé que, en esa casa llena de risas, secretos y familia, lo único que yo deseaba en ese momento era volver a tenerlo encima, dentro.

    Angie – Casi las 4am

    El último invitado se fue casi a las tres. Yo estaba exhausta, pero feliz. La reunión había salido linda, la familia contenta, la casa llena de risas. A tu mamá la vi retirarse hace más de dos horas, cansada pero satisfecha, y me sentí orgullosa de haberla ayudado. De haber hecho todo eso contigo.

    Tú y yo recogíamos en silencio, intercambiando alguna broma, revisando que todo estuviera en orden. Yo apilaba vasos, tú revisabas las puertas y ventanas. Me reía por dentro al verte tan meticuloso, tan serio en medio del caos.

    —Por eso no debemos prestar la casa —decías con esa voz tuya tan de hombre fastidiado pero responsable.

    Yo ya había apagado las luces de la sala y me quedé quieta viéndote cerrar con llave la puerta principal. Me sentí un poco niña, un poco mujer traviesa… y también, con un deseo suave que seguía latiendo adentro desde más temprano.

    Cuando te acercaste para darme un beso, me mordí los labios y con voz bajita, juguetona, te dije:
    —¿No me vas a acompañar a mi cuarto?

    Tus ojos brillaron. Lo entendiste de inmediato. Aunque estabas agotado, aunque era tardísimo, no lo dudaste.
    —No vaya a ser que te secuestren en el camino —bromeaste en voz baja, y los dos reímos despacito.

    Subimos las escaleras como si estuviéramos robando algo sagrado. Y en cierto modo, lo estábamos haciendo.

    Apenas cerré la puerta de mi habitación, me giré y te miré directo a los ojos.
    —Quiero más. Quiero dormir contigo dentro —te dije casi en un susurro, pero con todo el fuego que me quemaba el cuerpo.

    No hubo más palabras. Solo acción. Solo deseo vuelto movimiento. Me volteaste con delicadeza y me apoyé sobre la silla que usaba para estudiar. Me incliné apenas, apoyando los codos, sintiendo cómo me alzabas la falda con esa ansiedad silenciosa que ya conocía tan bien.

    Entraste en mí con la misma facilidad de la mañana, sin barreras, sin plástico. Solo tú, solo yo. Piel con piel. Era otra vez esa sensación nueva, mágica, real. El calor, el llenado, la pertenencia.

    Yo mordía mis labios para no gemir. No podíamos hacer ruido. Tu madre dormía. La casa estaba en silencio. Solo se oía el leve crujir de la silla, el jadeo contenido, el golpeteo sordo de nuestros cuerpos encontrándose de nuevo.

    Tus manos en mis senos eran el complemento perfecto para la sensación de tener tu pene duro en mi vagina, resbalaba más suave, lo sentía más caliente, la sensación que siempre sentía cuando me penetrabas, ahora se multiplicaba por 1,000 al ya no haber nada entre nosotros, solo piel a piel.

    De pronto, sentí como tu pene latió con dos o tres pulsaciones y otra vez, eso que era nuevo para mí, cuando terminamos, no dijimos nada. No hacía falta. Otra vez esa sensación maravillosa… tu calor dentro de mí, tu respiración agitada en mi cuello. Me diste un beso, te subiste los pantalones con una sonrisa cansada pero feliz. Te miré como si no quisiera que te fueras, aunque entendía que debías hacerlo.

    Yo, en cambio, no me vestí. Me desnudé por completo, me dejé caer en la cama y me acosté boca abajo, con las piernas entreabiertas, sintiéndote todavía adentro, deseando que te quedaras allí siempre.

    Dormí así. Desnuda, llena, envuelta en ese secreto que solo tú y yo compartimos. Y mientras me vencía el sueño, con una mano entre las piernas y otra abrazando mi almohada, sonreí… sabiendo que, aunque no podíamos tenerlo todo, lo que teníamos era más que suficiente para soñar despierta.

    Angie – Al día siguiente
    El sol ya estaba alto cuando abrí los ojos. La habitación estaba en silencio, pero desde abajo se escuchaban ruidos suaves, pasos, el golpeteo de puertas de reposteros. La madre de él estaba en la cocina, probablemente acomodando cosas o buscando algún recipiente, como hacía siempre después de alguna reunión en casa.

    Me quedé un momento en la cama, desnuda, arropada solo por la sábana. Aún lo sentía dentro de mí. Era como si su cuerpo me habitara incluso en su ausencia. Cerré los ojos otra vez, no por sueño, sino por la necesidad de retener esa sensación. Estaba llena de él, y no solo en el cuerpo. También en el alma.

    Bajé un poco más tarde, luego de que mi Primix ya hubiera salido de su habitación. Como siempre, disimulamos. Nos saludamos como si nada, como si yo no hubiese dormido con su semen dentro del mío apenas unas horas antes. Pero bastaba un cruce de ojos, una sonrisa medio torcida, para saber que la noche nos había transformado.

    La tarde fue de limpieza. La casa, que había albergado a tantos risueños familiares hasta la madrugada, ahora estaba en silencio, con nosotros recogiendo los restos de vasos, platos y recuerdos dispersos, mientras su madre descansaba en su habitación.

    No hablábamos de lo nuestro, no podíamos. Pero nuestras manos se tocaban más de lo necesario, y nuestras miradas —esas sí— decían todo. A ratos me sorprendía a mí misma recordando cómo me había dormido desnuda, con él todavía dentro, con una sonrisa boba en la cara. Fue imposible no pensar en eso cada vez que pasaba cerca de él.
     
    ConejoLocop, 2 Jun 2025 a las 12:02

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    Agosto llegó con esa luz tibia que anticipa cambios. Angie brillaba en la universidad, y aunque no lo decía, yo me sentía secretamente orgulloso de ella. Una tarde tranquila, los tres estábamos en la sala: Angie leía economía, yo un informe, y mi madre, concentrada en su crucigrama, lanzó de pronto:
    —¿Recuerdan a mi amiga de la agencia de viajes? Tiene un tour por Europa, tres semanas, buen precio.

    Angie se interesó de inmediato, pero mi madre fue clara:
    —No puedo. Prefiero guardar mi dinero para cuando ya no pueda valerme sola.

    Intentamos convencerla, le recordamos su viaje a Barcelona hace años con mi padre y cuánto le haría bien. Al final, propuse lo evidente:
    —¿Y si lo pagamos entre mis hermanos y yo?

    Ella dudó, pero aceptó conmovida: nosotros pagaríamos el tour y ella se haría cargo de sus gastos. Esa noche llamé a mi hermana en Canadá y al día siguiente a mi hermano. Ambos dijeron que sí sin pensarlo mucho.

    Cuando volví a casa con la confirmación, mi madre intentó contener la emoción. Angie, en cambio, celebró como una niña:
    —¡Tía, te vas a Europa!

    Y mientras mi madre sonreía con los ojos brillando, yo solo pensaba en lo otro: tres semanas solos en casa. Solo Angie y yo.

    Doce – LA PRIMERA TORMENTA
    Ese sábado amaneció claro y fresco. El aire olía a una primavera anticipada, como si el día nos diera una tregua luminosa antes de lo inevitable.

    Habíamos quedado en vernos a las diez, en el parque de siempre para ir al hotel. Yo llegué puntual. Estacioné, caminé hasta nuestro tronco habitual y me senté a esperar.
    10:05.
    10:15.
    10:30…
    Nada.

    La impaciencia empezó a tensarme los músculos. Me levanté, crucé el parque buscándola entre los árboles, el estómago hecho un nudo. ¿Le había pasado algo? ¿En casa? ¿Mi madre? Apuré el paso dudando entre ir a casa o regresar a mi auto... Y entonces la vi.
    Angie. Caminando hacia la avenida, deteniendo un taxi. Se subió sin mirar atrás. El auto arrancó y se la llevó como si nada. Como si yo no existiera.

    Me quedé parado, con el corazón encogido.

    Volví a casa sin entender. Mi madre estaba en la sala, hojeando una revista.

    —¿Dónde está Angie? —pregunté, fingiendo naturalidad, después de saludarla con un beso en la mejilla.

    —Salió con una amiga y le encargué unas compras—respondió sin mirarme—. Dijo que no tardaba.

    Me tragué la rabia. fui a mi cuarto. Me senté en la cama. ¿Se había arrepentido? ¿Me evitaba? ¿Se cansó?

    A las dos de la tarde escuché la puerta de la calle y su voz saludando a mi madre en la cocina. Subí en silencio, directo a su habitación. Abrí sin tocar.

    Estaba allí. De pie, el cabello recogido, tranquila. Sonriente.
    —¿A qué hora salimos? —preguntó, como si nada.

    Me quedé frío.
    —Dijimos en la mañana —le dije, con la voz tensa, cortante.

    Frunció el ceño.
    —Yo entendí que era en la tarde.

    La indignación me encendió la cara.
    —¡Te esperé media hora en el parque! ¡Y te fuiste sin decir nada!

    —¡No fue así! Tu mamá me pidió ayuda con unas cosas…

    —¿Y eso te impide avisar? ¿De verdad?

    Sus ojos se humedecieron.

    —Perdón… no pensé que te afectaría así. Solo me confundí.

    —Pues sí me afectó. Me preocupé. Me sentí... dejado de lado.

    Ella dio un paso hacia mí. Las lágrimas comenzaron a caer.
    —No fue a propósito. Solo… me equivoqué.

    No dije nada. Me giré y salí. Bajé con el pecho encogido. Rabia, sí, pero también tristeza. Más que todo, me dolía haberle gritado. Verla llorar. Pero el orgullo me ató la boca.

    Pasaron las horas. La casa se llenó de ese silencio pesado que acompaña a los desacuerdos verdaderos. Mi madre no se enteró de nada.

    Esa noche, ya en pijama, saliendo de la ducha, puse música, tratando de distraerme. Pero no podía sacarla de mi cabeza. ¿Cómo pude tratarla así? A ella. A mi adoración.

    10pm. Un golpe suave en la puerta.
    —¿Puedo?
    Era Angie. La voz baja, el tono vulnerable.

    —Pasa —le dije, seco, sin mirarla.

    Entró en silencio. La sentí detrás. Su respiración temblorosa.
    —¿Sigues molesto?

    —Sí.

    —Perdóname. Me confundí.

    No contesté. Solo giré la cabeza levemente. Ya no estaba enojado. Estaba herido. Triste. Y con unas ganas enormes de abrazarla.

    Se acercó.
    —¿Te acuerdas cuando te dije que, aunque peleáramos, no me soltaras?

    Silencio.

    —Si no quieres perdonarme, está bien… pero no me sueltes ahora.

    Eso fue todo lo que necesitaba. Me giré y la abracé con fuerza. Se aferró a mí con una mezcla de alivio y amor desbordado.

    —Ya no estoy enojado —le dije—. Solo pensé que ya no te importaba.

    —Tú eres lo más importante —susurró—. No asumas… pregúntame.

    —Amor... tú debes perdonarme. Yo te fallé. Me enojé sin preguntar, sin escucharte. Te grité. Te hice daño. Y tú no mereces eso. Perdóname.

    Ella me miró, con los ojos húmedos.
    —Yo te perdoné hace rato, tontín. Te amo, Primix. Yo te idolatro. Jamás te dejaría plantado.

    Nos miramos, y todo se derritió. La tensión, el orgullo, el dolor.

    —Todavía me debes —dijo ella, bajando la mirada.

    —Tú me debes. Fuiste tú la olvidadiza.

    —Entonces te pagaré con intereses —murmuró, cerrando la puerta tras de sí con un clic suave.
    Avanzó hacia mí, se inclinó y me besó el cuello.
    —Soy tuya —dijo—. Nunca lo dudes.

    Nos dejamos caer en la cama. Ella bajó mi short con cuidado, dejando su polerón puesto. Tomó mi sexo entre sus labios y su boca me devolvió el alma. Cuando estuve al borde, se montó sobre mí, suave, profunda. Se movía con esa cadencia única de los amantes verdaderos. Yo acariciaba sus pechos bajo la ropa, la sentía mía, viva, entregada. Estaba muy mojada.

    Minutos después, se recostó a mi lado. Se levantó el polerón y me ofreció sus senos. Volví a entrar en ella, esta vez con movimientos lentos, intensos, buscando que cada embestida le dijera lo que mis palabras no sabían decir. Ella gemía bajito, sus piernas abiertas, recibiéndome como si en eso se le fuera la vida.

    —Te amo, Primix… hazme tuya. Soy tu mujer.

    Su voz se quebraba entre jadeos. Su orgasmo fue contenido, vibrante. Cuando yo llegué al borde, levanté sus piernas y me hundí más, hasta vaciarme dentro de ella, en una eyaculación profunda, callada, como un pacto silencioso de reconciliación.

    Después, abrazados, en la oscuridad, Angie rompió el silencio con una risa suave:
    —¿Sabes que cuando vas a llegar te pones como máquina de coser? Y yo soy tu tela, que perforas.

    —Pero en vez de coser, estoy abriendo —le seguí el juego.

    —¡Exacto! Y cuando terminas, te quedas quieto de golpe. Eres un conejo loco. Mi conejito loco. (Ahi nacio ese apodo cariñoso que a veces Angie me dice y que es mi Nick aqui)

    —Y tú una loquilla —le dije, abrazándola más fuerte.

    Después se levantó, se limpió con calma, con esa expresión casi de placer. Se puso el polerón, y antes de irse, desde la puerta, me miró con esa sonrisa ladeada suya.

    —Deberíamos pelear más seguido —dijo—. Me haces el amor como si fuera la última vez.

    Le lancé una almohada que no atrapó. Salió sacándome la lengua, y yo me quedé ahí, en la cama, sabiendo que sí… incluso nuestras peleas, cuando terminaban así, eran parte de lo que nos hacía indestructibles.

    Desde ese día, no volvimos a gritarnos, ni a ofendernos. Tuvimos diferencias, sí. Algunas serias. Pero aprendimos a esperar, a escucharnos. Y con respeto, con admiración mutua, con amor, hemos construido algo que hasta hoy sobrevive. A pesar de todo. A pesar de la vida.
     
    Última edición: 3 Jun 2025 a las 08:35
    ConejoLocop, 2 Jun 2025 a las 23:20

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    Trece - LOS PREPARATIVOS

    Mi madre viajaba el domingo 8 de octubre. El sábado anterior, rompimos la rutina. No hubo nuestra escapada al hotel. Mi mamá le había pedido que la acompañara a Gamarra. Últimamente, Angie se había vuelto una experta en ese caos ordenado de telas, ofertas y galerías infinitas. Sabía exactamente en qué pasadizo encontrar la mejor blusa, el jean con el calce perfecto, o la chompa de lana que parecía europea, pero costaba 30 soles.

    Regresaron agotadas pero satisfechas, cargadas de bolsas y con una complicidad especial. Pasaron buena parte de la tarde doblando, combinando, decidiendo qué llevar y qué dejar. El dilema no era menor: cómo empacar todo lo que mi madre quería llevar en solo dos maletas grandes.

    Durante toda esa semana, Angie se convirtió en su aliada. La ayudaba con la lista, revisaba cada detalle: el adaptador para los enchufes, los medicamentos, el abrigo por si hacía frío en París. Angie llegaba de clases y se ponía a ayudarla. Se notaba que disfrutaba ayudándola, y mi madre, que no solía delegar mucho, confiaba cada vez más en ella.

    Mi madre me encargaba a Angie: que la recogiera si salía tarde de clases, que no la dejara tomar micro ni taxi sola. Y le encargaba a Angie que me vigilara: que no me pasara todo el día sin comer, que me obligara a sentarme a desayunar, aunque tuviera mil cosas que hacer.

    Durante la semana previa al viaje de mi madre, nos sentimos muy unidos y atentos a los preparativos, especialmente Angie, quien ayudó en todos los detalles. Aunque no tuvimos momentos de intimidad, la conexión emocional y el cuidado mutuo se hicieron más evidentes, anticipando las semanas que pasaríamos solos una vez que mi madre partiera.
    El miércoles de esa semana me llamaron de la carpintería. Un viejo amigo del padre de Angie, que había heredado el oficio y la lealtad, por fin había terminado la cama que le había encargado hacer.

    Esa tarde, cuando Angie entró a mi habitación, estaba agotada. Llevaba toda la tarde ayudando a mi madre con la maleta, armándola y desarmándola por cuarta vez. Tenía ese gesto tierno y rendido que tanto me gustaba. Se dejó caer sobre el sillón como si el día la hubiese exprimido.

    —Mi cama ya está lista —le dije, con una sonrisa.

    Ella abrió los ojos como si le hubiera dicho que íbamos a viajar al Caribe.
    —¡Uy! —exclamó, entusiasmada—. ¿La estrenaremos entonces?

    —Sí —respondí—. Vamos a estrenarla cuando se vaya mamá.

    Angie se sentó de inmediato.
    —¡Ya quiero que llegue el domingo!

    —Pero mejor voy a pedir que la traigan después de que mamá se haya ido —añadí—. No quiero que esté preocupada en cómo vamos a hacer para mover cosas, es una más para ponerle en la cabeza y ya tiene bastante con el viaje.

    Ella asintió, con esa madurez práctica que a veces contrastaba con su dulzura.
    —Mejor así.

    —Y como ya habíamos conversado, y mi mamá lo aprobó, esta cama se va a tu cuarto. Ya no dormirás en una cama bailarina…


    —¡Ajá! —rio ella, entendiendo al vuelo—. Que no baile la cama vieja con nuestras pasiones.

    —Exacto —le dije, sonriendo—. Le voy a pedir al señor que venga a armar la cama nueva y nos ayude a subir la vieja a tu habitación. Así queda bien ajustada, y no hay delaciones.

    Angie se levantó, se acercó a mí con una sonrisa cómplice y dijo, mirándome fijo:
    —Ok, pero recuerda algo… mientras tu madre esté de viaje, este es mi dormitorio… nuestro dormitorio.

    Me reí bajito, sin dejar de mirarla.
    —Eso no lo pienso olvidar. Ni ahora, ni después.

    Catorce - EL VIAJE

    Llegó el día del viaje. Mi madre estaba emocionada por su aventura turística y nosotros ansiosos por poder amarnos sin límite.
    El avión de mi madre despegaba a las 10:20am. Salimos al aeropuerto a las 5am, llenos de recomendaciones mutuas. Cerca de las 8am, nos despedíamos de mi madre con besos y abrazos emocionados. La vimos caminar hasta perderse en el área de migraciones.

    Llegamos a casa casi a las 10am, después de un viaje tranquilo y silencioso, lleno de tensión dulce. Paramos en un supermercado a comprar provisiones para el fin de semana. Estacioné el Peugeot en la cochera y dije la frase más cliché de todas:
    —Al fin solos.

    Angie soltó una risa bajita, con ese brillo en los ojos que me derrite. Iba a abrir la puerta para bajar del auto, pero ella me tomó de la mano. La miré. Su gesto era firme, pero sus labios contenían una sonrisa traviesa.
    —Antes de entrar —me dijo—, quiero cumplir una de mis fantasías.

    Levanté una ceja, curioso.
    —¿Fantasías? ¿Todavía te queda alguna? Porque, si mal no recuerdo, ya llevamos varias cumplidas.

    —No —dijo, acercándose más—. No me has hecho el amor en el carro.

    Me reí, incrédulo.
    —¿Perdón? ¿En serio? Tenemos toda la casa para nosotros y tú quieres hacerlo aquí… en el carro.

    —Sí —dijo sin titubear, y tiró suavemente de mí para que volviera a sentarme, y me jaló sobre ella.

    Su determinación, su deseo, me desarmaron. La besé con fuerza. Todo sucedió rápido y lento a la vez. Entre caricias apresuradas le saque el polo y ella el mío yo estaba con un buzo de algodón que ella sacó rápidamente, a mí me costó más sacarle el jean ajustado que ella llevaba, tuvo que ayudarme.

    Al poco rato, la ropa que se perdía en los asientos atestiguaba nuestra pasión. Yo estaba sentado en el sillón del copiloto, ella sobre mi estimulaba mi miembro con una mano, y se lo fue introduciendo lentamente en la vagina. —Que rico es sentirte así, a pelo, le dije— ella solo gimió cuando lo tuvo clavado hasta el fondo.

    Mientras ella me cabalgaba, yo jalé la palanca del asiento y lo recosté para estar más cómodos, tenía una vista privilegiada de sus tetas saltando mientras ella me montaba. Pasamos del asiento delantero al trasero sin darnos cuenta, como si el mismo Peugeot —aquel viejo 504 del 97, herencia de mi padre— hubiera entendido la urgencia de la escena y se hubiera prestado gustoso a la tarea. La puse en perrito. Yo veía su rostro reflejado en la ventana, los ojos cerrados, la boca abierta que dejaba salir sus gemidos cada vez más fuertes. En un momento deje de verla, los vidrios estaban totalmente empañados con el calor de nuestros cuerpos.

    El auto crujía con cada movimiento, cada embestida, pero en vez de distraernos, ese sonido parecía intensificar la experiencia. Era incómodo, sí. Estrecho. Caluroso. Pero también era excitante, clandestino, como en nuestras primeras veces, cuando bastaba una esquina a oscuras para encender el fuego.

    Cuando terminamos, varios minutos más tarde, nos quedamos ahí quietos, jadeando, sudando, pero satisfechos con las mejillas encendidas, nos quedamos en silencio, sintiéndonos. Cuando me retiré, una gota grande de mi semen, mezclado con sus jugos vaginales, cayó en el asiento. Ella lo limpio con mi camiseta. No hacía falta decir nada. Nos reímos, cómplices, desordenados, enamorados.

    Salimos del carro desnudos, cuidando que ningún vecino hubiera tenido la brillante idea de asomarse a esa hora. Ella juntó la ropa, mientras yo bajaba las dos bolsas grandes de las compras. Podíamos hacerlo desnudos, sin complicaciones ni falsas vergüenzas, solo cuidamos caminar pegados a la pared que el toldo cubría, para evitar exponernos algún vecino curioso del edificio de al lado.

    Entramos a la casa entre risas. Ordenamos las compras, era delicioso verla totalmente desnuda, magnifica, ordenando las compras como lo hacía con mi madre, que contraste, pensaba yo.
    Luego, sin más, caminamos directo a mi habitación.

    Ya en el cuarto, sin decir una sola palabra. Nos echamos en la cama, completamente desnudos, lado a lado, sintiendo el calor del otro, la piel aún vibrante. Conversábamos bajito, nos dábamos besos lentos, suaves, como si el cuerpo aún no se quisiera calmar del todo. Sentimos nuestros cuerpos pegajosos por el sudor, vamos a ducharnos, me dijo.

    Entramos juntos a la ducha, jugábamos con el jabón, ella me jabonaba, yo la jabonaba, nos acariciábamos. Mientras nos enjuagábamos nos besamos y acariciamos los genitales y nos volvimos a encender a pesar del agua fría que nos refrescaba, mi pene erecto y su vagina húmeda, la sentí en un momento en que le metí dos dedos, anunciaban que nuestros cuerpos estaban otra vez listos para el placer.

    Cuantas veces habíamos tenido que salir a buscar un preservativo en situaciones similares. Esta vez ella solo se dio la vuelta y apoyándose en las llaves de la ducha, me ofreció su hermoso trasero. La penetré de un solo impulso, sabiendo que su vagina ya estaba lista para recibirme, Fue un bombeo largo, mientras le acariciaba la espalda, el trasero, las tetas, ella solo disfrutaba. Ella explotó de placer en un orgasmo intenso, me pareció que el auto lo disfruto mucho, pero no llegó. Esta vez soltó toda la energía sexual acumulada. Dos o tres minutos después, yo volvía a inundar su vagina de mi esperma caliente.

    Salimos, nos secamos mutuamente y volvimos a la cama, relajados, satisfechos.

    —Angie —le dije en un momento—, mañana viene el señor con la cama a las dos de la tarde, como habíamos quedado. Porque dijiste que a esa hora estabas aquí, ¿verdad?

    —Sí —respondió—, mis clases acaban a las doce y media. A las dos ya estoy aquí de todas maneras.

    —Perfecto. Entonces que arme la cama nueva aquí, que desarme esta y la suba a tu cuarto. Yo debo estar llegando como a las cuatro para pagarle el saldo.

    —Perfecto —repitió—. Así lo hacemos.

    Se sentó entonces en la cama, mirándome con esa mirada de planes nuevos que tanto me gustaba. Se acomodó el cabello hacia un lado, y con una sonrisa pícara me dijo:
    —¿Y si aprovechamos para reorganizar tu cuarto?

    —¿Reorganizar mi cuarto? —reí—. Reorganiza el tuyo.

    —No, en serio —dijo, poniéndose de pie—. Mira.

    Se quedó parada al centro del cuarto, midiendo el espacio con los ojos, moviendo las manos como si pudiera trazar una maqueta en el aire. Yo la observaba desde la cama, fascinado de su desnudez y su personalidad.

    —Tu cama puede ir allá, al fondo, junto a la puerta que da al jardín —dijo señalando con entusiasmo—. Y este mueble —apuntó al estante largo que tenía, una mezcla entre librero y ropero— lo ponemos acá, cruzado, dividiendo la habitación en dos.

    Mi cuarto era grande, el más grande de la casa. Había sido la habitación mía y de mi hermano, la del costado, que ahora era el cuarto de planchado, había sido la de mi hermana, el baño lo compartimos las dos habitaciones, tenía doble puerta, pero ahora la que daba al otro cuarto permanecía asegurada. La idea no sonaba descabellada. Y ella lo sabía.

    —Mira —continuó—. Así aquí queda el área de la cama, más privada. Y en esta parte de adelante, ponemos tu escritorio. Cuando alguien abre la puerta, solo ve tu escritorio. Y tu cama queda escondida... para nuestras travesuras —sonrió con picardía—, y también para que duermas más tranquilo.

    La idea me encantó. No solo era práctica, sino que hablaba de cómo ella ya se sentía parte de ese espacio. De nuestra vida.

    —Ok —le dije sonriendo—. Organízalo. Tú eres la experta en eso. Solo no me escondas ni rompas nada.

    Ella soltó una risita encantadora, se tiró sobre mí y me llenó de besos por la cara, el cuello, el pecho. Solo te voy a romper a ti, de tanto amarte me dijo. Su alegría era contagiosa, su energía, arrolladora.

    Y ahí, entre los planes de reorganización y el sabor salado de su piel aún tibia, volvimos a hacer el amor. Esta vez con calma, con pausas para reír, para abrazarnos, para mirarnos sin decir nada. disfrutábamos intensamente cada entrada y salida de mi pene, sintiendo el calor, la humedad, el contacto tan intimo… así pasó esa tarde
     
    ConejoLocop, 3 Jun 2025 a las 15:31

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    Estimado ConejoLocop .
    Te felicito por tu hermosa experiencia ya que muchos añoramos tener una relación así de hermosa, tierna y bella, pero pocos son los afortunados más aún teniendo una pareja tan hermosa y no solo físicamente si no por como te complementa haciendo que su amor sea prácticamente perfecto.
    Muchas a ambos
     
    Rickyforever, 4 Jun 2025 a las 13:18

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    Muchas gracias @Rickyforever , realmente soy muy afortunado de tener a Angie en mi vida.
     
    ConejoLocop, 4 Jun 2025 a las 18:49

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    Quince - LA NUEVA CAMA

    ANGIE

    Desde que el señor de la carpintería tocó la puerta, supe que ese día marcaría un antes y un después. Era puntual, como habíamos acordado, y llegó con un joven ayudante que apenas hablaba, pero que entendía todo con solo una mirada. Les abrí con una sonrisa grande, de esas que se me escapan cuando siento que algo bonito está a punto de pasar.

    Mientras ellos trabajaban, yo ya tenía el plano mental de cómo quería reorganizar la habitación. Dos tercios del espacio quedaría para el dormitorio en sí, “La zona de travesuras” como la llamaba yo y un tercio para el escritorio, la zona de trabajo, o estudio, porque últimamente yo usaba más la computadora que mi Primix. Aproveché que estaban ahí para hacerlos mover algunos muebles. Sabía exactamente dónde iría cada cosa: la cama nueva, contra la pared del fondo, las dos mesitas de noche a los costados, dejando libre la puerta del jardín. El televisor frente a la cama, sujeto al mueble que dividía los dos espacios. Solo debía pensar donde colocar un espejo, donde pudiéramos vernos al hacer el amor, pero que sea discreto, no podía parecer una habitación de hotel. El escritorio quedaría cerca de la puerta que daba al pasillo, y ese mueble grande que antes estaba arrinconado, ahora lo usé para dividir el cuarto, creando un pequeño "ambiente privado", como en los lofts modernos que a veces veía en las revistas. Nuestra zona de trabajo, y nuestra zona de travesuras aun paso una de la otra.

    Ya estábamos en el segundo piso, acomodando su antigua cama en mi dormitorio cuando a eso de las cuatro, escuché el sonido inconfundible de la puerta de la cochera y supe que era él. No bajé a recibirlo. Quería que subiera y me viera allí, dirigiendo a los carpinteros, asegurándome de que no se moviera ni un milímetro, como si fuera una inspectora de calidad en colchones amorosos.
    Cuando entró, nuestras miradas se cruzaron, y no hizo falta decir nada. Supe que se moría de risa por dentro.
    —Estoy asegurándome de que no se mueva —le dije, mirándolo con picardía, mientras sentada me balanceaba sobre la cama.

    —Veo que estás muy comprometida con la causa —me respondió, conteniendo la sonrisa.

    —Obvio. Esta cama tiene que estar lista para muchas cosas... noches de desvelo, tareas, investigaciones... y uno que otro movimiento sísmico.

    Los carpinteros escuchaban, no sé si captaron el mensaje, pero luego recordé que el maestro era amigo de mi padre y me moderé.

    Los carpinteros terminaron de ajustar su antigua cama en mi dormitorio y discretamente esperaban en el patio a que nosotros diéramos el VB final. Justo cuando pensé que ya estaba todo listo, me di cuenta de un pequeño gran detalle. Me acerqué a él, con una mezcla de dulzura y determinación.

    —Solo tenemos un pequeño detalle que solucionar, y tú tienes que decidir.

    —¿Cuál? —me preguntó, curioso.

    —El colchón —dije, mirándolo a los ojos—. ¿Lo dejamos en tu cuarto o lo subimos aquí?

    Él dudó un segundo, así que añadí:
    —Yo quiero quedármelo. Quiero tener ese colchón donde tantas aventuras hemos tenido. Dormir con nuestro olor. Sentirme cerca de ti, incluso cuando no estés.

    Me miró, sonrió con esa ternura que me derrite, y dijo:
    —Perfecto. Que lo suban.

    Le pedí al carpintero que subieran el colchón, y entre los tres lo acomodaron con cuidado sobre la cama recién armada. Yo misma lo toqué, lo empujé con mis rodillas para comprobar que no se moviera. Todo estaba perfecto.

    Cuando terminaron, él salió con ellos para pagarles y darles las gracias. Escuché desde arriba que les ofrecía una gaseosa helada. Siempre tan atento. Luego cerró la puerta con llave, ese sonido que para mí fue como un sello: ya no iba a salir más. Ese día, esa noche, ese tiempo, era solo nuestro.

    Subió con paso lento, y cuando lo vi entrar, sentí que mi habitación ya no era solo mía. Era nuestra. Con el colchón, con los muebles donde yo quería, con los espacios pensados no solo para estar, sino para vivir.

    —Ya está —le dije, rodeándolo con mis brazos apenas lo tuve cerca—. Ahora sí, oficialmente este también es nuestro cuarto.

    Él me besó en la frente, como hace siempre que quiere decir más de lo que puede con palabras. Luego me preguntó, con curiosidad, sobre su dormitorio. Yo lo corregí, llamándolo "nuestra otra habitación" y le aseguré que había sobrevivido a mi transformación. Tomándolo de la mano, lo llevé escaleras abajo para que lo viera.

    Cuando entró, su rostro se iluminó. Había logrado una distribución armónica y cálida en el cuarto. Le mostré cómo su escritorio ahora tenía su propio espacio privado y cómo la computadora estaba perfectamente ubicada. Él tocaba todo con sorpresa y gratitud.
    Luego lo llevé hacia la zona de la cama, donde faltaba algo crucial: el colchón. Me di cuenta de que él no lo había notado al principio y le expliqué que tenía que comprar un colchón para ese cuarto también. Riendo, él admitió que esas decisiones eran mejor dejarlas en mis manos.

    Nos abrazamos, y lo tranquilicé diciéndole que esa noche dormiríamos en la habitación de arriba. Sentí su suspiro de satisfacción y lo abracé más fuerte.

    YO
    Cenamos algo ligero esa noche. Terminamos de cenar y, como era costumbre, lavamos los platos juntos, uno secando mientras el otro enjuagaba, riéndonos de cualquier tontería.

    —Bueno —me dijo con esa sonrisa pícara que siempre escondía algo más—, esta noche yo te espero en mi cuarto a ver televisión.

    Solté una carcajada.
    —¿Ver televisión? Si tú no tienes televisión.

    —Es que la película la haremos nosotros, amor —me guiñó un ojo y se fue caminando con esa forma tan suya, que a veces me hacía olvidar hasta mi propio nombre.

    Fui a mi habitación, me duché con calma, dejando que el agua me relajara después de un día largo y emocional. Antes de subir, como siempre, preparé mi ropa para el día siguiente. Lo hacía por costumbre, por rutina, por no perder el orden. Al mirar mi cama sin colchón, sonreí. Ya decidiríamos al día siguiente. Mejor dicho, ella decidiría.

    Confiaba en Angie plenamente. No sólo por lo mucho que me amaba, sino porque tenía una manera muy particular de cuidar de todo, incluso de mi dinero. Cuando íbamos a comprar algo, ella siempre preguntaba: “¿Lo necesitas, lo quieres, lo vas a usar?”. Más de una vez me salvó de gastar por impulso en tonterías. Así que, ¿quién mejor que ella para comprar el colchón que acompañaría nuestras noches? Ese colchón tenía que ser cómplice de nuestro amor.

    Subí. Y como ella solía hacer antes de que tomara confianza y entrara sin anuncio, toqué suavemente la puerta y pregunté con un tímido:
    —¿Puedo?

    Desde dentro, se escuchó su risa, dulce y ligera.
    —Pasa, amor.

    La encontré echada en la cama, con un polerón y medias gruesas —todavía hacía algo de frío por las noches—, leyendo un libro. La escena me conmovió. Era como si todo estuviera en su lugar, como si de pronto todo tuviera sentido.

    —¿Y vienes a hacer la película? —me dijo, bajando el libro.

    —Por supuesto, amor — hoy soy tu actor porno, respondí, y me eché junto a ella.

    La cama, mi cama, se sentía distinta allí. Era otra habitación, otra atmósfera, otro mundo. La perspectiva era nueva, el olor era el suyo, y la energía… simplemente nuestra. No nos lanzamos de inmediato al deseo. Nos tomamos el tiempo. Conversamos. Ella me contó de qué trataba su libro, me leyó una parte. Jugamos con nuestras manos, con nuestros pies entrelazados bajo las sábanas, ya completamente desnudos.

    Y casi a las diez, nos amamos.

    Al principio fue con esa dulzura que sólo se encuentra en la intimidad profunda, en el cariño que se tiene cuando no hay prisa ni presión. Yo la abrazaba, la besaba, como si fuera la primera vez, como si aún me costara creer que era real. Bajé a beber de su dulce pozo, su vulva estaba muy mojada y cuando le metí la lengua, sentí ese sabor ligeramente salado que delataba que su humedad estaba lista para recibirme. Subí, besándola a cada centímetro, me detuve en sus pechos, cuyos pezones erectos, me invitaban a detenerme un buen momento ahí, como a ella le gustaba, luego seguí subiendo por su cuello, detrás de sus orejas y cuando finalmente llegué a su boca, la penetré simultáneamente, mis besos ahogaron su intenso gemido al recibirme dentro de ella.
    Primero fue un bombeo lento, no solo de entra y sale, me novia en círculos, para que mi pene le acariciara todas sus paredes vaginales, pero en un momento, entre sus gemidos suaves y sus piernas abrazándome, me susurró con una mezcla de picardía y deseo:
    —Vuélvete loco… Se mi Conejo loco, probemos si esta cama aguanta… si realmente no suena… ahora que no hay nadie que nos escuche.
    Le obedecí.

    Y sí, nos volvimos locos. Aumenté rápidamente el ritmo, la penetraba furiosamente, sin piedad, sus gritos de placer estremecían la habitación. Nos dejamos llevar, sin miedo, sin freno. La cama se sostuvo. Firme. Silenciosa. Cómplice. Como si supiera que, desde ese día, tendría que soportar en silencio toda nuestra pasión.

    ANGIE
    Esa noche dormimos abrazados. Fue la primera vez que dormíamos juntos en mi habitación. Me pareció increíble pensarlo. Después de casi un año de relación, seguíamos haciendo cosas por primera vez, y cada una tenía una magia distinta. Esa noche, esa cama, ese espacio mío convertido en nuestro… era como abrir una nueva puerta dentro de la misma casa.

    Lo sentía cálido, fuerte, rendido. Dormido sobre mi pecho, con una pierna entrelazada en la mía. Respiraba como un bebé, tan tranquilo, y yo no podía dejar de mirarlo. Era casi absurdo pensar que sólo unos minutos antes ese mismo cuerpo había estado sobre mí, salvaje, impetuoso, llenándome no solo con su semen, sino con su amor. Me sentía plena. Plena y enamorada.

    Me dormí mirándolo. No sé cuánto tiempo pasé así, acariciándole el cabello, respirando su aliento, sintiendo su cuerpo pegarse al mío como si fuéramos dos piezas de un mismo rompecabezas.

    Al día siguiente, algo me despertó, no se que fue.. Era temprano, demasiado temprano. Vi el reloj: 4:30 de la mañana. Mi movimiento lo despertó. Él murmuró algo, medio dormido.
    —No subí mi despertador... si tú no me despiertas, con la noche que hemos tenido, llego tardísimo al trabajo.

    Sonreí. Pobre. Estaba tan rendido. Lo miré de nuevo. Le faltaban aún veinte minutos para las 5. Podía dejarlo dormir un poquito más.

    Pero no pude evitar quedarme observándolo. Esa forma en que se relajaba al dormir, sus párpados serenos, su pecho subiendo y bajando, su brazo fuerte sobre mi cintura. Era hermoso. Y entonces lo pensé —lo sentí—: ese bebé que dormía a mi lado era también el hombre salvaje que me hacía suya sin reservas.

    No sé qué impulso exacto me guio, pero lo destapé con cuidado, como si estuviera desenvolviendo un regalo, y vi toda su humanidad, expuesta, poderosa, descansando, pero viva.
    No pude resistirme.

    Me incliné y comencé a besarlo ahí donde sé que más lo enciendo. Primero le di dos besos, lo miré, no acusaba recibo, seguía dormido. Despacio lo tomé y me lo introduje en la boca. Con intención. Con todo el amor y la travesura que llevaba dentro. Y por supuesto, él se despertó. Se estremeció apenas mis labios lo tocaron.

    Abrió los ojos, medio sorprendido, medio entregado.
    —¿Así me vas a despertar? —dijo con esa voz ronca de las mañanas que me enloquece.

    —¿Hay una mejor forma? —le respondí sin dejar de acariciarlo.

    Lo besaba, lo succionaba, lo volvía a meter a mi boca. Bajaba a sus testículos que cuando estaba excitado como ahora, se le pegaban al cuerpo, era una delicia lamerlos y de pronto vi un espacio nuevo, un espacio de su cuerpo que mis manos y mi boca aun no conocían. Ese pequeño espacio entre sus testículos y su ano, en ese momento no sabía cómo se llamaba, pero no me importaba. Ahora sé que se llama perineo. Se lo besé y luego lo estimulé con la punta de la lengua. El gimió de placer, un gemido ronco que me comprobó que eso le gustaba. Cuando sentí si miembro rígido, pues no lo había soltado, me subí y lo introduje dentro de mí.
    Que sensación tan íntima y maravillosa sentirlo así, piel a piel. Lo cabalgué, lo dominé, lo hice más mío, yo sentía su miembro en el fondo de mí, y cuando las oleadas de placer me golpearon, me derrumbé sobre él.

    Unos segundos más tarde él tomó el control, ahora el me poseía, el me dominaba, me puso boca arriba en la cama y me tomó con todo su ímpetu, con esa fuerza arrolladora pero amorosa en la que el me hace el amor, yo solo lanzaba gemidos a cada arremetida de su cuerpo, hasta que lo sentí, eyacular. Cuando el eyaculaba se detenía en seco, solo sentía su pene latir dentro de mí, mientras su caliente esperma me invadía. Y así, volvimos a hacerlo. Ahí mismo, en esa cama que ya nos había albergado en su dormitorio, pero que ahora cobrara una nueva dimensión en el mío, con la fuerza de quien no quiere dejar ir ese momento. Salvajes. Entregados. Probando una vez más si la cama resistía. Y resistió.

    Cuando terminamos, con el corazón latiendo a mil, él me abrazó fuerte, murmurando que así sí valía la pena madrugar.
    Y yo pensé: esto, exactamente esto, es la vida que quiero.

    Después del desayuno ligero, él se despidió con uno de esos besos largos y profundos, de los que solo nos dábamos cuando no había ojos curiosos. Me dejó suficiente dinero para comprar un buen colchón y sábanas nuevas. Sabía que ese día estaría ocupado, así que simplemente me dijo: tú cómpralo, confío en ti. Esa frase me encantaba porque realmente creía en mi buen juicio.

    Tenía clases recién a las nueve, así que organicé mis cosas y barrí la sala. A la universidad le faltaba emoción, pero una de mis clases estuvo particularmente interesante. Salí a las tres y fui directo a uno de los centros comerciales cercanos. Tenía en mente encontrar un buen colchón y sábanas cómodas y suaves, aptas para nuestras noches apasionadas.

    Vi de todo, probé, pregunté y me reí sola imaginando nuestras posiciones. Finalmente, encontré uno que me gustó mucho: buena marca, firme pero suave, y además venía con almohadas, protector y un juego de sábanas de regalo. El problema: no lo entregaban ese mismo día, sino el miércoles. Me encogí de hombros, mejor, así lo sigo teniendo en mi habitación un poco más. Compré otros dos juegos de sábanas.

    Regresé a casa aún con luz de tarde. Decidí engreírlo: preparé lomo saltado, ese plato que le encantaba. Mi Primix llegó como a las ocho, caminando agotado, pero apenas me vio, se iluminó un poco.
    Salí de la cocina, lo abracé fuerte, lo besé largo.
    —¿Estás bien? —le pregunté.

    —Sí, amor —me dijo—. Solo que estoy muy cansado.

    Lo llevé casi de la mano a la cocina. Le serví. Comió con esas ganas de quien ha pasado el día corriendo. Me dijo que no había almorzado. Me senté con él, le conté sobre el colchón. Me escuchó con atención, aunque con esa mirada de quien ya está a medio camino entre la mesa y la cama. Le conté que llegaba en dos días. Solo dijo:

    —Perfecto. Tenemos habitación arriba. Me gusta dormir contigo ahí. Me gusta hacerte el amor ahí.

    Yo lo miré con esa mirada que él ya conocía y le solté bajito:
    —¿Y hoy podrás? ¿Así como estás?

    Se rio.
    —Como sea, te hago el amor hoy. Aunque sea lo último que haga en el día.

    Fue a ducharse. Me provocó. Me metí con él. Lo enjaboné, lo acaricié, lo engreí. Pero no quería que acabáramos ahí. No, yo quería llevarlo a la cama, a nuestra cama de arriba, y terminar de despertar su deseo.

    Subimos. Lo vi cansado, sí, pero también dispuesto. Era ese tipo de cansancio que no mata el deseo, solo lo retarda para hacerlo más intenso. Cuando comenzamos a besarnos, cuando sus manos empezaron a recorrerme, le susurré entre risas y jadeos:
    —¿No morirás en el intento?

    Y me respondió sin dudar:
    —Si muero por ti, valdría la pena.

    Lo hicimos deliciosamente. Salvajes y dulces a la vez. En un momento yo tomé la iniciativa, besé y lamí ese delicioso pene, que era mío, solo mío y cuando quise montarme sobre él, mi Primix saco fuerzas y me tomo de la cintura me puso boca abajo en la cama y me penetró de un solo empujón. Esa posición nunca la habíamos hecho. A mí me gusta mucho cuando me toma en perrito, pero así echada y con él encima mío sentí su pene diferente, mi vagina se llenaba de una forma que no había sentido antes, era más intenso. Y cuando terminó, me abrazó fuerte, me besó el cuello, la espalda… Se bajó, me dio un beso en la boca y se durmió. Y yo me quedé un ratito más, viéndolo, acariciándole la espalda, sintiéndome exactamente donde tenía que estar.
     
    ConejoLocop, 4 Jun 2025 a las 19:05

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    A pedido de la muchachada, Angie se animó a colocar dos fotos más.
    Son del 2007, cuando comenzó ir al Gym.

    upload_2025-6-4_20-40-29.jpeg upload_2025-6-4_20-40-29.jpeg
     
    ConejoLocop, 4 Jun 2025 a las 20:41

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    Bro sinceramente te envidio ( una envidia sana) tienes la vida perfecta por así decirlo.
    Angie no tiene una hermana de casualidad?
     
    Rickyforever, 4 Jun 2025 a las 21:25

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