darwin9419
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Esta historia es contada por una amiga zorrilla que tengo, y decidió contarme su experiencia. Sin mas ahi va la historia para su deleite.....
No sé qué me pasa últimamente. Todo empezó como algo normal. A mis 22 años, supongo que como cualquiera, siempre he tenido curiosidad por el sexo. Pero siento que mi cuerpo y mi mente están en otro nivel desde hace un tiempo. Es como si mi deseo se hubiera despertado de golpe y no pudiera apagarlo. Al principio me encantaba esa libertad, esa energía que me hacía sentir viva y poderosa. Explorar, fantasear y dejarme llevar era emocionante. Pero ahora, a veces me miro al espejo y me pregunto si esto es normal o estoy cruzando una línea roja.
No es solo que piense en sexo más de lo que solía. Es que lo busco. Lo necesito. Si paso un día sin esa chispa, siento un vacío raro, como si me faltara algo esencial.
Al principio, cuando lo dejé con mi ex, surgió la llama con mi hermano, dos años mayor. Solíamos tener relaciones incestuosas una vez al día. Luego fueron dos, por la mañana y por la noche, relaciones furtivas a espaldas de nuestros padres. Esto le daba emoción. La noche previa a mi 22 cumpleaños, hice un trío con mi hermano y un desconocido, que terminó convirtiéndose en mi nuevo novio.
Desde entonces, me levanto por la mañana y voy a buscar a mi hermano a su dormitorio, para que me dé la primera ración de sexo diario. Luego, por la tarde o noche, lo hago con él y mi novio, un trío más. Esta rutina se repetía día tras día hasta que mi novio tuvo que ausentarse por negocios de la ciudad. Entonces suplí su ausencia con Lucas, un tipo que conocí en un bar. Esa noche lo hice con este y mi hermano.
Pero, como he dicho, últimamente, no sé qué me pasa.
Hace unos días, por ejemplo, estaba en un restaurante comiendo con dos amigas. En un momento dado, en lugar de prestar atención a la charla, mi mente se fue por completo a otro lado, a dos camareros que conversaban. Imaginé cosas con ellos que ni siquiera me atrevo a contar en voz alta. No pude resistirme. Buscando algo que calmara esa urgencia, fui al cuarto de baño a masturbarme. Funcionó por un rato, hasta que volví a experimentar la misma hambre.
Cuando terminamos de comer, Sofía y yo fuimos a su casa. Necesitaba confesar lo que me pasaba y no quería que la otra lo supiera. Medio en broma, medio en serio, después de ponerla en antecedentes, le dije:
—Creo que me estoy volviendo adicta al sexo.
—Para mí que exageras —respondió Sofía—. Creo que solo estás descubriendo tu lado salvaje.
—No estoy tan segura —repliqué con tono agrio—. Creo que no se trata de una de mis fases y que se me puede descontrolar. A veces me siento culpable, como si estuviera haciendo algo malo, aunque sé que no hay nada malo en disfrutar de mi cuerpo o mis deseos. La sociedad siempre nos dice que las mujeres no deberíamos querer tanto, que deberíamos contenernos. Pero qué pasa si lo quiero todo y me gusta ser así.
»No obstante, esta situación me asusta un poco. No quiero que esto defina quién soy. No quiero que cada decisión que tome gire en torno a esa necesidad. Me cuestiono si es adicción si lo disfruto tanto, o si solo estoy aprendiendo a conocerme. No lo sé. A veces pienso en buscar ayuda, hablar con alguien que entienda, pero luego me digo que quizás solo necesito tiempo para encontrar un equilibrio. Mientras tanto, me siento atrapada entre el placer y la duda, preguntándome si este fuego que siento es mi fuerza o mi debilidad.
Sofía quedó muda, sin saber qué decir. Posiblemente no se veía a sí misma como esa persona que entienda. Desvió la atención, proponiendo preparar unos batidos fríos de frutas, y la conversación quedó en el aire.
A eso de las nueve, cuando me iba a casa con intención de ducharme y cambiarme de ropa, antes de reunirme con mi hermano y mi novio en casa de este, sucedió algo que arrojaría luz a cerca de mis disquisiciones.
Entré en el ascensor, pulsé el botón de la planta baja con dedo perezoso y esperé, apoyada de espaldas en la pared del fondo. El cacharro estaba un tanto oscuro y con un olor a humedad mezclado con desodorante barato que te golpeaba como un puñetazo. Contuve la respiración y nuevamente acudieron a mi mente los dos camareros del restaurante. Justo cuando iban a cerrarse las puertas, entró un tipo grandote de unos cuarenta años, con barba de pocos días y un cuerpo que alguna vez había sido de gimnasio, pero que ahora estaba más fondón que otra cosa. Iba en bermudas, con camiseta negra y una bolsa de supermercado colgando de la mano. Yo llevaba unos leggins blancos tan ajustados que se me marcaba hasta el último pliegue, y el pelo recogido en una coleta deshecha que me caía por la espalda.
Nos miramos un segundo y nos saludamos con ese hola seco y automático propio de desconocidos. El trasto comenzó a moverse. Ninguno decía nada, solo se escuchaba un leve chirrido, el roce de la bolsa de plástico del tipo y el mínimo crujir de mis leggins, cada vez que cambiaba el peso de mi cuerpo de una pierna a otra.
Pero entonces, entre la novena y octava planta, el trasto dio un sacudón brusco, las luces parpadearon como en un mal sueño y se paró en seco.
—¡Me cago en la puta que lo parió! —solté con mala leche, sospechando que el tipo había pulsado el botón de emergencia con la espalda, pero midiendo mis palabras por si me equivocaba.
—Hay que joderse con el trasto este —dijo el tipo al tiempo que soltaba la bolsa en el suelo—. Parece que vuelve a fallar y ya es una de tantas. Creo que esta vez nos hemos quedado bien enculados —añadió con una media sonrisa que me sonó más caliente de lo esperado en un momento así.
Le miré de reojo, fijándome en cómo las bermudas le marcaban un bulto entre las piernas que no estaba nada mal para un tipo con pinta de vago.
—Pues sí que estamos bien jodidos —respondí, cruzándome de brazos y apoyándome en la pared del ascensor, movimiento que hizo que mis tetas se apretaran contra la blusa como si quisieran escaparse.
El tipo no disimuló: me clavó los ojos en el escote como si fuera el mapa del tesoro.
—Al menos no me he quedado atrapado con el gordo del 12A —bromeó, inclinándose un poco hacía mí.
Me mordí el labio inferior, un gesto que me sale sin querer cuando estoy nerviosa o cachonda, y esta tarde, con el calor empezando a notarse en ese cubículo de ******, era un poco de las dos sensaciones.
—¿Te gusta lo que ves o solo estás mirando por mirar? —solté con un tono que era mitad reto, mitad invitación.
El tipo dio un paso hacia mí, acortando la distancia hasta que nuestros cuerpos casi se rozaban.
—Llevo meses viéndote por el edificio con ese culo de infarto y pensando en cómo sería meterte mano de una puta vez —confesó, con la voz grave y los ojos brillándole como si se estuviera imaginando el panorama.
Yo no le rehuí; al contrario, levanté la barbilla y le miré fijamente a los ojos.
—Pues deja de imaginar y ponme la mano encima porque no muerdo. Aunque, dependiendo de cómo te portes, es posible que no te libres de algún que otro mordisco — respondí, y esto fue como prender una mecha.
El tipo no se lo pensó dos veces: me plantó la manaza en el culo, apretándolo tan fuerte que sentí sus dedos clavarse en mis carnes; la otra subió a una de mis tetas, amasándola por encima de la blusa como si quisiera arrancármela. Yo gemía de gusto y me contorneaba como una serpiente. El tipo, notándome tan animada y predispuesta, murmuró que era una zorra de primera y se pegó más a mí, hasta que noté la polla dura contra mi muslo, incluso a través de la bermuda.
Solté un gritito, sorprendida de lo rápido que se me había mojado el coño con ese contacto tan bruto. Entonces, sin poder evitarlo, bajé al barro de la vulgaridad asegurando que tenía un rabo descomunal, añadiendo que era un cabrón y preguntando si lo usaba o solo lo paseaba, todo esto al tiempo que metía la mano derecha dentro de su pantalón y le agarraba la verga. La percibí morcillona, caliente y palpitando como si tuviera vida propia.
Mis palabras fueron espontáneas pero punzantes, tanto que hicieron mella en su orgullo varonil. Entonces, mientras yo empezaba a pajearlo con movimientos lentos pero firmes, aseguró con tono amenazante que la usaba y que me iba a follar hasta partirme en dos.
El calor en el ascensor subía por momentos, y el aire se estaba poniendo espeso, cargado de un olor a sudor y tensión que nos tenía a los dos al límite. Yo le apreté la polla un poco más, robándole un gruñido.
—Como sigas así, voy a correrme antes de empezar —confesó el tipo, pero yo solo sonreí como una zorra y aceleré el ritmo.
Metidos en faena y con el ascensor convertido en un puto horno, este comenzó a moverse de improviso, se detuvo un par de segundos después y por un milagro de ****** las puertas se abrieron. Al otro lado apareció un tipo flaco pero fibrado, joven, con tatuajes en los brazos y cara de pillo, de esos que siempre están tramando algo. Vestía una camiseta de tirantes negra y un pantalón de deporte. Al ver la escena, se quedó con la boca abierta, como si acabara de pillar a sus padres en pleno polvo.
—¡Me cago en la puta que me parió! —exclamó—. ¿Qué coño pasa aquí? —preguntó con una mezcla de sorpresa y cachondeo que rompió el momento.
El otro y yo nos quedamos quietos unos segundos, pero reaccioné rápido.
—Pasa si te apuntas a la fiesta que estamos montando —dije con descaro—. Lo que sea, pero no te quedes mirando con cara de gilipollas —añadí sin soltar la polla del otro, que todavía estaba en mi mano tiesa y caliente.
—¡Joder!, no me lo digas dos veces —respondió el flacucho, soltando una carcajada ronca y colándose entre las puertas antes de cerrarse.
Ahora, éramos tres en ese cubículo de ******, donde el espacio, que ya era pequeño, se convirtió en un puto caos de cuerpos y respiraciones aceleradas.
A pesar de vivir en el mismo edificio, ambos machos parecían no conocerse. Concluí que debía de ser así porque el primero, mientras seguía sobándome las tetas como si fueran de su propiedad, cuestionó que invitara al segundo.
Yo, que ya estaba con el coño empapado y el pulso a mil, fantaseando con tener dos pollas mejor que una, quise limar asperezas preguntando sus nombres. El primero dijo llamarse Carlos y Javi el otro.
—Ya que somos amigos —dije con tono irónico y alegre—, haya paz porque hay para los dos.
Ellos se miraron, resignados a compartir la presa como hienas hambrientas.
—Esta tía es una puta máquina —dijo Javi, bajándose el pantalón lo justo para que asomara la polla, larga y tiesa, no tan gorda como la de Carlos, pero con una curva que prometía meterse en sitios interesantes—. Por nada del mundo hubiese imaginado que hoy me encontraría con una verdadera zorra. Mira lo que tengo para ti —añadió con la pija en una mano, agitándola de un lado a otro, al tiempo que pulsaba con la otra el botón del último piso.
No supe si lo hizo procurando el mayor tiempo posible o si fue al azar. Me relamí los labios, pero también propuse la posibilidad de que alguien nos pillara. Los dos se miraron, una conversación silenciosa, tratando de buscar una solución.
—Yo tengo un cuarto trastero de los que hay en la azotea —dijo Carlos—, pero debo ir a casa y coger la llave.
—Pues ya que entras en tu casa, coge unos condones —exigí, haciéndome cruces por no haber caído antes en este detalle.
—Nunca los uso con mi mujer, pero imagino que alguno encontraré rebuscando un poco — respondió Carlos.
—Desde un primer momento sospechaba que eres casado —le dije con aire indiferente, sin dar mayor importancia a este nuevo detalle. Tampoco quise saber el estado sentimental de Javi, igualmente era indiferente para mí.
En apenas cinco minutos, recorríamos el largo pasillo de los trasteros hasta que Carlos se detuvo, abrió la puerta del suyo y entramos los tres. Rápidamente me arrodillé en el suelo, sin prestar atención a cuánto me rodeaba, tan solo me interesaba sacarles la polla y tenerlas delante de mis narices. Agarré cada polla con una mano y empecé a pajearlos a la vez, alternando miradas con ellos, como si decidiera por dónde empezar.
Me decidí primero por la de Javi, la recién descubierta, la novedad. Él cerró los ojos, mientras yo la apretaba con fuerza.
—No veas que mano tiene esta guarra —murmuró cuando comencé a pajearlo—. Más vale que empieces a chuparla, porque estoy que reviento —añadió empujando las caderas hacia adelante hasta ponérmela en la cara.
Me relamí y tragué su polla hasta la garganta, chupándola con ganas sin soltarla de la mano, mientras con la otra seguía pajeando a Carlos.
—La mamas mejor que mi parienta, algo que no me sorprende porque tú eres una golfa y ella demasiado sosa —aseveró Javi, jadeante, agarrándome la coleta y empujándome la cabeza para que la tragara entera una y otra vez.
—Colega, no la acapares tanto, que yo también quiero metérsela en esa boquita de zorra —protestó un impaciente Carlos, dándole un toque en el hombro a Javi como si compartieran una cerveza.
Solté una risita con la boca llena, escupí la polla de Javi y me giré hacia Carlos, tragando su verga cuanto pude mientras se la meneaba al otro con la mano libre.
—Sois unos cerdos de ******, pero me tenéis empapada —dije entre arcadas, metiéndome una mano dentro de los leggins para frotarme el coño, que ya estaba chorreando como un grifo mal cerrado.
—Mira cómo se toca la muy zorra —dijo Javi, con la voz temblando de lo cachondo que estaba.
—Vamos a follarte como te mereces. A las guarras como tú hay que follarlas a conciencia —gruñó Carlos, fuera de sí, levantándome de un tirón y girándome contra la pared. Ahí me bajó los leggins y la tanga con un movimiento brusco, dejándome el culo al aire y las piernas temblando. Me tenía a su merced, débil y dominada por un deseo incontrolable.
No sé qué me pasa últimamente. Todo empezó como algo normal. A mis 22 años, supongo que como cualquiera, siempre he tenido curiosidad por el sexo. Pero siento que mi cuerpo y mi mente están en otro nivel desde hace un tiempo. Es como si mi deseo se hubiera despertado de golpe y no pudiera apagarlo. Al principio me encantaba esa libertad, esa energía que me hacía sentir viva y poderosa. Explorar, fantasear y dejarme llevar era emocionante. Pero ahora, a veces me miro al espejo y me pregunto si esto es normal o estoy cruzando una línea roja.
No es solo que piense en sexo más de lo que solía. Es que lo busco. Lo necesito. Si paso un día sin esa chispa, siento un vacío raro, como si me faltara algo esencial.
Al principio, cuando lo dejé con mi ex, surgió la llama con mi hermano, dos años mayor. Solíamos tener relaciones incestuosas una vez al día. Luego fueron dos, por la mañana y por la noche, relaciones furtivas a espaldas de nuestros padres. Esto le daba emoción. La noche previa a mi 22 cumpleaños, hice un trío con mi hermano y un desconocido, que terminó convirtiéndose en mi nuevo novio.
Desde entonces, me levanto por la mañana y voy a buscar a mi hermano a su dormitorio, para que me dé la primera ración de sexo diario. Luego, por la tarde o noche, lo hago con él y mi novio, un trío más. Esta rutina se repetía día tras día hasta que mi novio tuvo que ausentarse por negocios de la ciudad. Entonces suplí su ausencia con Lucas, un tipo que conocí en un bar. Esa noche lo hice con este y mi hermano.
Pero, como he dicho, últimamente, no sé qué me pasa.
Hace unos días, por ejemplo, estaba en un restaurante comiendo con dos amigas. En un momento dado, en lugar de prestar atención a la charla, mi mente se fue por completo a otro lado, a dos camareros que conversaban. Imaginé cosas con ellos que ni siquiera me atrevo a contar en voz alta. No pude resistirme. Buscando algo que calmara esa urgencia, fui al cuarto de baño a masturbarme. Funcionó por un rato, hasta que volví a experimentar la misma hambre.
Cuando terminamos de comer, Sofía y yo fuimos a su casa. Necesitaba confesar lo que me pasaba y no quería que la otra lo supiera. Medio en broma, medio en serio, después de ponerla en antecedentes, le dije:
—Creo que me estoy volviendo adicta al sexo.
—Para mí que exageras —respondió Sofía—. Creo que solo estás descubriendo tu lado salvaje.
—No estoy tan segura —repliqué con tono agrio—. Creo que no se trata de una de mis fases y que se me puede descontrolar. A veces me siento culpable, como si estuviera haciendo algo malo, aunque sé que no hay nada malo en disfrutar de mi cuerpo o mis deseos. La sociedad siempre nos dice que las mujeres no deberíamos querer tanto, que deberíamos contenernos. Pero qué pasa si lo quiero todo y me gusta ser así.
»No obstante, esta situación me asusta un poco. No quiero que esto defina quién soy. No quiero que cada decisión que tome gire en torno a esa necesidad. Me cuestiono si es adicción si lo disfruto tanto, o si solo estoy aprendiendo a conocerme. No lo sé. A veces pienso en buscar ayuda, hablar con alguien que entienda, pero luego me digo que quizás solo necesito tiempo para encontrar un equilibrio. Mientras tanto, me siento atrapada entre el placer y la duda, preguntándome si este fuego que siento es mi fuerza o mi debilidad.
Sofía quedó muda, sin saber qué decir. Posiblemente no se veía a sí misma como esa persona que entienda. Desvió la atención, proponiendo preparar unos batidos fríos de frutas, y la conversación quedó en el aire.
A eso de las nueve, cuando me iba a casa con intención de ducharme y cambiarme de ropa, antes de reunirme con mi hermano y mi novio en casa de este, sucedió algo que arrojaría luz a cerca de mis disquisiciones.
Entré en el ascensor, pulsé el botón de la planta baja con dedo perezoso y esperé, apoyada de espaldas en la pared del fondo. El cacharro estaba un tanto oscuro y con un olor a humedad mezclado con desodorante barato que te golpeaba como un puñetazo. Contuve la respiración y nuevamente acudieron a mi mente los dos camareros del restaurante. Justo cuando iban a cerrarse las puertas, entró un tipo grandote de unos cuarenta años, con barba de pocos días y un cuerpo que alguna vez había sido de gimnasio, pero que ahora estaba más fondón que otra cosa. Iba en bermudas, con camiseta negra y una bolsa de supermercado colgando de la mano. Yo llevaba unos leggins blancos tan ajustados que se me marcaba hasta el último pliegue, y el pelo recogido en una coleta deshecha que me caía por la espalda.
Nos miramos un segundo y nos saludamos con ese hola seco y automático propio de desconocidos. El trasto comenzó a moverse. Ninguno decía nada, solo se escuchaba un leve chirrido, el roce de la bolsa de plástico del tipo y el mínimo crujir de mis leggins, cada vez que cambiaba el peso de mi cuerpo de una pierna a otra.
Pero entonces, entre la novena y octava planta, el trasto dio un sacudón brusco, las luces parpadearon como en un mal sueño y se paró en seco.
—¡Me cago en la puta que lo parió! —solté con mala leche, sospechando que el tipo había pulsado el botón de emergencia con la espalda, pero midiendo mis palabras por si me equivocaba.
—Hay que joderse con el trasto este —dijo el tipo al tiempo que soltaba la bolsa en el suelo—. Parece que vuelve a fallar y ya es una de tantas. Creo que esta vez nos hemos quedado bien enculados —añadió con una media sonrisa que me sonó más caliente de lo esperado en un momento así.
Le miré de reojo, fijándome en cómo las bermudas le marcaban un bulto entre las piernas que no estaba nada mal para un tipo con pinta de vago.
—Pues sí que estamos bien jodidos —respondí, cruzándome de brazos y apoyándome en la pared del ascensor, movimiento que hizo que mis tetas se apretaran contra la blusa como si quisieran escaparse.
El tipo no disimuló: me clavó los ojos en el escote como si fuera el mapa del tesoro.
—Al menos no me he quedado atrapado con el gordo del 12A —bromeó, inclinándose un poco hacía mí.
Me mordí el labio inferior, un gesto que me sale sin querer cuando estoy nerviosa o cachonda, y esta tarde, con el calor empezando a notarse en ese cubículo de ******, era un poco de las dos sensaciones.
—¿Te gusta lo que ves o solo estás mirando por mirar? —solté con un tono que era mitad reto, mitad invitación.
El tipo dio un paso hacia mí, acortando la distancia hasta que nuestros cuerpos casi se rozaban.
—Llevo meses viéndote por el edificio con ese culo de infarto y pensando en cómo sería meterte mano de una puta vez —confesó, con la voz grave y los ojos brillándole como si se estuviera imaginando el panorama.
Yo no le rehuí; al contrario, levanté la barbilla y le miré fijamente a los ojos.
—Pues deja de imaginar y ponme la mano encima porque no muerdo. Aunque, dependiendo de cómo te portes, es posible que no te libres de algún que otro mordisco — respondí, y esto fue como prender una mecha.
El tipo no se lo pensó dos veces: me plantó la manaza en el culo, apretándolo tan fuerte que sentí sus dedos clavarse en mis carnes; la otra subió a una de mis tetas, amasándola por encima de la blusa como si quisiera arrancármela. Yo gemía de gusto y me contorneaba como una serpiente. El tipo, notándome tan animada y predispuesta, murmuró que era una zorra de primera y se pegó más a mí, hasta que noté la polla dura contra mi muslo, incluso a través de la bermuda.
Solté un gritito, sorprendida de lo rápido que se me había mojado el coño con ese contacto tan bruto. Entonces, sin poder evitarlo, bajé al barro de la vulgaridad asegurando que tenía un rabo descomunal, añadiendo que era un cabrón y preguntando si lo usaba o solo lo paseaba, todo esto al tiempo que metía la mano derecha dentro de su pantalón y le agarraba la verga. La percibí morcillona, caliente y palpitando como si tuviera vida propia.
Mis palabras fueron espontáneas pero punzantes, tanto que hicieron mella en su orgullo varonil. Entonces, mientras yo empezaba a pajearlo con movimientos lentos pero firmes, aseguró con tono amenazante que la usaba y que me iba a follar hasta partirme en dos.
El calor en el ascensor subía por momentos, y el aire se estaba poniendo espeso, cargado de un olor a sudor y tensión que nos tenía a los dos al límite. Yo le apreté la polla un poco más, robándole un gruñido.
—Como sigas así, voy a correrme antes de empezar —confesó el tipo, pero yo solo sonreí como una zorra y aceleré el ritmo.
Metidos en faena y con el ascensor convertido en un puto horno, este comenzó a moverse de improviso, se detuvo un par de segundos después y por un milagro de ****** las puertas se abrieron. Al otro lado apareció un tipo flaco pero fibrado, joven, con tatuajes en los brazos y cara de pillo, de esos que siempre están tramando algo. Vestía una camiseta de tirantes negra y un pantalón de deporte. Al ver la escena, se quedó con la boca abierta, como si acabara de pillar a sus padres en pleno polvo.
—¡Me cago en la puta que me parió! —exclamó—. ¿Qué coño pasa aquí? —preguntó con una mezcla de sorpresa y cachondeo que rompió el momento.
El otro y yo nos quedamos quietos unos segundos, pero reaccioné rápido.
—Pasa si te apuntas a la fiesta que estamos montando —dije con descaro—. Lo que sea, pero no te quedes mirando con cara de gilipollas —añadí sin soltar la polla del otro, que todavía estaba en mi mano tiesa y caliente.
—¡Joder!, no me lo digas dos veces —respondió el flacucho, soltando una carcajada ronca y colándose entre las puertas antes de cerrarse.
Ahora, éramos tres en ese cubículo de ******, donde el espacio, que ya era pequeño, se convirtió en un puto caos de cuerpos y respiraciones aceleradas.
A pesar de vivir en el mismo edificio, ambos machos parecían no conocerse. Concluí que debía de ser así porque el primero, mientras seguía sobándome las tetas como si fueran de su propiedad, cuestionó que invitara al segundo.
Yo, que ya estaba con el coño empapado y el pulso a mil, fantaseando con tener dos pollas mejor que una, quise limar asperezas preguntando sus nombres. El primero dijo llamarse Carlos y Javi el otro.
—Ya que somos amigos —dije con tono irónico y alegre—, haya paz porque hay para los dos.
Ellos se miraron, resignados a compartir la presa como hienas hambrientas.
—Esta tía es una puta máquina —dijo Javi, bajándose el pantalón lo justo para que asomara la polla, larga y tiesa, no tan gorda como la de Carlos, pero con una curva que prometía meterse en sitios interesantes—. Por nada del mundo hubiese imaginado que hoy me encontraría con una verdadera zorra. Mira lo que tengo para ti —añadió con la pija en una mano, agitándola de un lado a otro, al tiempo que pulsaba con la otra el botón del último piso.
No supe si lo hizo procurando el mayor tiempo posible o si fue al azar. Me relamí los labios, pero también propuse la posibilidad de que alguien nos pillara. Los dos se miraron, una conversación silenciosa, tratando de buscar una solución.
—Yo tengo un cuarto trastero de los que hay en la azotea —dijo Carlos—, pero debo ir a casa y coger la llave.
—Pues ya que entras en tu casa, coge unos condones —exigí, haciéndome cruces por no haber caído antes en este detalle.
—Nunca los uso con mi mujer, pero imagino que alguno encontraré rebuscando un poco — respondió Carlos.
—Desde un primer momento sospechaba que eres casado —le dije con aire indiferente, sin dar mayor importancia a este nuevo detalle. Tampoco quise saber el estado sentimental de Javi, igualmente era indiferente para mí.
En apenas cinco minutos, recorríamos el largo pasillo de los trasteros hasta que Carlos se detuvo, abrió la puerta del suyo y entramos los tres. Rápidamente me arrodillé en el suelo, sin prestar atención a cuánto me rodeaba, tan solo me interesaba sacarles la polla y tenerlas delante de mis narices. Agarré cada polla con una mano y empecé a pajearlos a la vez, alternando miradas con ellos, como si decidiera por dónde empezar.
Me decidí primero por la de Javi, la recién descubierta, la novedad. Él cerró los ojos, mientras yo la apretaba con fuerza.
—No veas que mano tiene esta guarra —murmuró cuando comencé a pajearlo—. Más vale que empieces a chuparla, porque estoy que reviento —añadió empujando las caderas hacia adelante hasta ponérmela en la cara.
Me relamí y tragué su polla hasta la garganta, chupándola con ganas sin soltarla de la mano, mientras con la otra seguía pajeando a Carlos.
—La mamas mejor que mi parienta, algo que no me sorprende porque tú eres una golfa y ella demasiado sosa —aseveró Javi, jadeante, agarrándome la coleta y empujándome la cabeza para que la tragara entera una y otra vez.
—Colega, no la acapares tanto, que yo también quiero metérsela en esa boquita de zorra —protestó un impaciente Carlos, dándole un toque en el hombro a Javi como si compartieran una cerveza.
Solté una risita con la boca llena, escupí la polla de Javi y me giré hacia Carlos, tragando su verga cuanto pude mientras se la meneaba al otro con la mano libre.
—Sois unos cerdos de ******, pero me tenéis empapada —dije entre arcadas, metiéndome una mano dentro de los leggins para frotarme el coño, que ya estaba chorreando como un grifo mal cerrado.
—Mira cómo se toca la muy zorra —dijo Javi, con la voz temblando de lo cachondo que estaba.
—Vamos a follarte como te mereces. A las guarras como tú hay que follarlas a conciencia —gruñó Carlos, fuera de sí, levantándome de un tirón y girándome contra la pared. Ahí me bajó los leggins y la tanga con un movimiento brusco, dejándome el culo al aire y las piernas temblando. Me tenía a su merced, débil y dominada por un deseo incontrolable.