Un ring sin perillas
No hay un mejor sentimiento que el viento golpeando el rostro a más de sesenta kilómetros por hora. Aquel día iba desbocado, más rápido de lo que jamás había ido, viendo cómo el ciclocomputador de mi bicicleta escalaba mi propio récord. Me alucinaba en el Tour de Francia, escuchando a la multitud gritar mi nombre. Hasta que, en un parpadeo, mi destino se cruzó con el de unos venados cojudos.
No sé de dónde salieron, sólo sé que surgieron de la nada y cruzaron el sendero como ráfagas de luz. Apenas pude a frenar y girar el manillar. El mundo se inclinó de golpe, el suelo se precipitó contra mí y, en un instante suspendido entre el dolor y la incredulidad, me vi volando como un saco de papas antes de caer con una violencia sorda sobre la tierra.
No sé si fueron segundos o minutos. Cuando volví en mí, lo primero que sentí no fue el dolor, sino la ausencia del viento en mi rostro.
Intenté incorporarme, pero fue imposible. Bajé la vista: mi pierna derecha tenía un ángulo equivocado, mi bicicleta de fibra de carbono, yacía a unos metros de mí, apenas pude llamar a la ambulancia. Además de la pierna rota tenía la espalda toda dañada, todo a causa de mi propia cojudez.
Por recomendación médica, terminé en un consultorio de rehabilitación, donde me asignaron a Fener, una terapeuta que me recibió con una amabilidad distante.
No era lo que uno llamaría una mujer atractiva, pero tenía algo peculiar en su presencia: pequeña, con un cuerpo delgado pero fuerte, de músculos compactos que insinuaban años de disciplina. Su rostro anguloso y afilado me recordó al de un ratón curioso, sus pómulos marcados le daban un aire de determinación, sus ojos oscuros que observaban con la precisión de alguien que entiende cómo funciona un cuerpo sin necesidad de preguntar. Su piel era clara, con un matiz que resaltaba la estructura de su rostro, y su expresión serena, aunque con un rastro de dureza propia de alguien acostumbrado al esfuerzo físico. Su nariz era recta y prominente, dándole un perfil distintivo, mientras que sus labios, delgados, parecían siempre estar a punto de pronunciar una palabra o quizás una advertencia. Su cabello, era de tono castaño claro con reflejos dorados, que caía sobre sus hombros de manera despreocupada, con un pequeño broche sujetando un mechón rebelde.
No era una belleza convencional, por el contrario, creo que si la hubiese visto en la calle, ni siquiera hubiera volteado a verla, pero había algo en su mirada y en la firmeza de su expresión que la hacía inolvidable, como si siempre estuviera lista para enfrentar lo que venga, sin importar qué tan duro sea el golpe.
—
Tienes suerte de que la fractura no haya sido peor —me dijo la primera vez que me manipuló la pierna con una facilidad que me hizo soltar un quejido involuntario—.
Aunque igual va a doler.
Me dolió, efectivamente. Y dolió más en las sesiones siguientes, en las que con sus manos firmes fue obligando a mis músculos a recordar su trabajo. Fener hablaba poco, pero cuando lo hacía, decía lo justo.
Mientras hablábamos, vi un pequeño rostro asomarse detrás del biombo que separaba la sala de rehabilitación. Era una niña de no más de dos años, con ojos enormes y expresión tímida. Se quedó quieta, aferrada al borde de la tela, mirándome como si yo fuera parte del mobiliario.
—¿Y ella? —pregunté, señalándola con la cabeza.
Fener giró sin sorpresa y le hizo un gesto con la mano para que se acercara. La niña no se movió.
—
Es mi hija —dijo sin más—.
Tengo dos más, pero están en la escuela, agregó.
Eso me tomó por sorpresa. No sé por qué, pero no la había imaginado como madre. Había algo en su forma de ser que parecía demasiado independiente, demasiado enfocada en sí misma como para pertenecerle a alguien más. Pero ahí estaba la niña, con el mismo aire observador de su madre, estudiándome en silencio.
—¿Y las traes aquí?
—A veces. Cuando no tengo con quién dejarlas.
Asentí, sin saber qué decir.
Después de algunas sesiones, le comenté que quería seguir haciendo deporte, pero por mi dolor tenía que ser algo ligero.
—Dijiste que el boxeo servía como terapia. ¿Qué tan cierto es eso?
Fener sonrió por primera vez desde que la conocí.
—Si no lo pruebas, nunca lo sabrás.
Fener trabajaba, además de terapeuta, como entrenadora de distintos grupo, niños, adultos y personas de la tercera edad. Siguiendo sus sugerencias, decidí ir a husmear un día en el gimnasio donde impartía clases para personas de la tercera edad. Fui al entrenamiento con desgano y la firme convicción de que no iba a disfrutarlo.
Pero me equivoqué.
La clase no era lo que había imaginado. No se trataba de ancianos temblorosos intentando lanzar golpes al aire, sino de un grupo de personas mayores que, pese a sus achaques, irradiaban energía.
Fener dirigía la sesión con esa mezcla de disciplina y paciencia que ya le había visto en la terapia. Cada ejercicio era metódico, cada indicación clara, cada corrección hecha con el tono justo para que nadie se sintiera torpe.
Lo que más me sorprendió fue la facilidad con la que manejaba a sus alumnos sin despegar la vista de sus hijos. En algún momento de la clase, aparecieron los otros dos: un niño de unos seis años y una niña de quizás diez. Se movían con naturalidad por el gimnasio, sin molestar a nadie, pero sin perder de vista a su madre.
Fener no era solo una entrenadora. Era un centro de gravedad. Coordinaba ejercicios, corregía posturas y al mismo tiempo atendía a sus hijos con la atención fraccionada de quien ha aprendido a hacer mil cosas a la vez. Con una mirada controlaba a los ancianos, con la otra vigilaba a los pequeños, y con una mano me corregía la postura en el saco de boxeo sin perder el hilo de lo que pasaba a su alrededor.
Varios meses pasaron entre las sesiones de terapia y los entrenamientos. No nos hicimos amigos de la noche a la mañana, pero poco a poco la relación se volvió más amical. Nunca hablábamos de cosas demasiado personales, pero cada tanto ella soltaba algún detalle sobre su vida. Era hija de migrantes kurdos, nacida en Alemania en una familia de trece hermanos.
—
Era imposible no ser fuerte en mi casa —dijo una tarde, mientras vendaba mis muñecas antes de un ejercicio—.
Si no peleabas por tu espacio, te quedabas sin nada.
Había sido deportista desde niña, aunque el boxeo llegó a su vida por casualidad.
Un entrenador vio potencial en ella. Le enseñó desde cero. Fener ganó algunos campeonatos regionales, incluso algunos nacionales. Era como una especie de superstar en el pequeño pueblo donde vivía.
—¿Por qué lo dejaste?
Fener sonrió de lado, como si la pregunta le causara gracia.
—
Porque ser peleadora no paga las cuentas.
Pero entrenar sí. Y eso le gustaba. Seguía entrenando duro, pero ya sin la presión de los campeonatos. A sus hijos también les inculcaba el deporte. En las sesiones de entrenamiento, los tres corrían, saltaban y golpeaban sacos como si fuera lo más natural del mundo.
Después de más de seis meses, por fin terminé la terapia y ya no la necesitaba, dejé de asistir a las sesiones de rehabilitación. Pero seguí yendo al gimnasio. Ya no era necesario entrenar con los ancianos; ahora me metía en la clase de box normal. Aunque, para ser honesto, siempre me hacía el huevón y encontraba excusas para asistir a las sesiones con los adultos mayores.
Tal vez era la atmósfera, la camaradería, la forma en que el deporte se volvía un lenguaje sin necesidad de muchas palabras. O tal vez, era simplemente la curiosidad, o algo más difícil de definir, lo que me hacía seguir yendo.
Fener, en muchos aspectos, me recordaba a una “
mamá luchona”: una mujer que lo hacía todo, sin quejarse, sin pedir permiso ni disculpas. Era el tipo de persona que nunca se detenía a pensar en lo difícil que era su vida porque estaba demasiado ocupada viviendo.
En ese tiempo salía con Lena, una chica polaca muy agradable, inteligente, con un nivel académico sorprendente, de conversación afilada y, por si fuera poco, hermosa. En la intimidad, tampoco había quejas. Más de una vez había pensado en formar una familia con ella. Incluso bromeaba con que, si la llevaba a mi tierra, hasta el alcalde me entregaría las llaves de la ciudad por haber flechado a semejante hembrón.
Y sin embargo, ahí estaba yo, preguntándome por qué mi cabeza se desviaba hacia Fener.
Fener, no era hermosa, y estaba lejos de ser un hembrón, no tenía la delicadeza ni el aire elegante de Lena. Por el contrario, tenía un rostro duro, una mirada severa y un cuerpo esculpido por la disciplina más que por la genética. Aun así, cada vez que la veía moverse en el gimnasio, cada vez que se ataba el cabello en una cola de caballo con ese gesto automático y eficiente, algo en mi interior se retorcía de una manera que no entendía.
Lo peor era que a veces, cuando estaba cachando con Lena, era a Fener a quien veía en mi cabeza. Eso me inquietaba. Me hacía preguntarme qué pasaba por mi cabeza. Aunque, para ser honesto, siempre supe que mis valores éticos y morales eran, cuando menos, cuestionables, por no decir que mi moral no servía para nada.
Todo ese torbellino de emociones convergió en un instante, un día cualquiera, al final de una sesión de entrenamiento.
Nos quedamos solos en el gimnasio. Los niños jugaban a lo lejos, sin prestar atención, y la última tanda de viejitos ya se había marchado. Hacíamos un sparring ligero, más juego que pelea, lanzando golpes suaves, midiendo reflejos.
En un momento, lancé un directo con poca intención, pero Fener lo atrapó con su brazo y su cuerpo, dejando nuestros torsos casi pegados. Fue una fracción de segundo, pero suficiente para que la arrechura contenida en mi cuerpo se despierte en ese breve instante.
No dije nada. Ella tampoco. Sólo nos quedamos mirando como un par de huevones.
Segundos después, fue mi turno. Esquivé su
jab, pero atrapé su siguiente movimiento, encajándolo entre mi torso y su guante. Sonrió con la comisura de los labios y contraatacó con la otra mano. La bloqueé, sujetándola también.
Ahora ella estaba atrapada. Sin posibilidad de movimiento.
Dejó de resistirse.
Nos miramos, nuevamente en silencio, respirando cerca, sintiendo la tensión entre nosotros. Y entonces ocurrió.
Nuestros labios se encontraron con la urgencia de algo que había estado hirviendo a fuego lento durante casi un año. Era pura arrechura contenida, o al menos lo sentí así. No hubo preámbulo, ni dudas, ni siquiera espacio para el pensamiento. Fue un instante en el que el instinto tomó el control.
Pero tan rápido como sucedió, ella se apartó.
Sin decir nada, sin hacer un escándalo. Solo se alejó con una expresión que no supe interpretar.
Las semanas siguientes fueron un compendio de silencios. Ninguno habló del incidente, ninguno mencionó lo que había pasado. Seguíamos entrenando, seguíamos interactuando con la misma rutina de siempre, pero había algo distinto en el aire, algo que los dos evitábamos tocar.
Hasta que un día, mientras descansábamos después de una sesión, Fener habló.
Su padre era musulmán conservador, lo dijo sin mirarme directamente. Nunca estuvo de acuerdo con que ella boxeara, pero lo toleraba. Sin embargo, lo que no toleraba era la idea de que su hija llegara a los treinta sin casarse.
Hizo una pausa, envolviendo sus manos con las vendas como si necesitara algo en qué concentrarse.
Fue así como se casó con un turco. Fue una decisión más impuesta que deseada. Ambos eran conscientes que lo hacían más por sus familias que por ellos mismos.
Hizo una pausa, respiró profundo.
Tuvieron tres hijos. Luego su padre murió. Y con él, se fue la única razón para seguir casada.
El divorcio no fue un escándalo ni una tragedia. Fue casi un trámite. Su esposo, al parecer, tampoco había estado particularmente feliz en el matrimonio. Volvió a Turquía y dejó a Fener con los niños en Alemania.
—
Y aquí estoy —concluyó con una sonrisa irónica, alzando los brazos en un gesto de resignación—.
Madre soltera, entrenadora, peleadora retirada.
La miré en silencio, tratando de descifrar qué quería que hiciera con aquella historia. ¿Era una advertencia? ¿Una confesión? ¿Una forma de marcar una línea entre nosotros?
No lo supe entonces. Y quizás, en el fondo, no quería saberlo.
Pasaron un par de meses desde aquel episodio. No hablamos del beso, ni de la tensión que flotaba entre nosotros, pero tampoco nos alejamos. Todo siguió igual, con la misma rutina de entrenamientos, los mismos intercambios de palabras breves, la misma Fener de siempre, distante pero presente.
Hasta que, un día, apareció una mujer joven en el gimnasio. Se movía con confianza, con esa familiaridad que tienen los que no necesitan invitación para estar en un sitio. Resultó ser la hermana de Fener. Se parecía a ella en algunos rasgos, pero tenía un aire más relajado, más risueño.
Los niños también estaban ahí, correteando como siempre. En un momento, la hermana y los pequeños salieron del recinto, seguramente a jugar afuera.
Y entonces ocurrió de nuevo.
Fener y yo practicábamos un sparring ligero, casi sin intención real de pelea. En un momento, ella se acercó demasiado y me empujó suavemente con sus guantes en señal de burla. Me molestó con una sonrisa ladeada, como si me retara sin palabras.
Le respondí de la misma manera, acercándome con un empujón ligero.
Y sin saber exactamente cómo, nuestros labios volvieron a encontrarse.
Pero esta vez no fue un roce accidental ni un beso furtivo. Fue algo más profundo, más decidido. Me quité los guantes torpemente y ella hizo lo mismo. Nos besamos con hambre contenida, con una arrechura acumulada que ninguno de los dos había querido reconocer hasta ahora.
Mis manos descendieron hasta su cintura, y por primera vez sentí la contradicción que era su cuerpo: de apariencia frágil, pero increíblemente fuerte. Un cuerpo acostumbrado a resistir golpes, pero también a contener una fuerza silenciosa, una energía que parecía imposible de quebrar. Mi pene se puso duro, como si pensara por el mismo.
En ese instante, escuchamos voces.
La hermana y los niños regresaban al gimnasio.
Nos separamos como si nos hubieran sorprendido cometiendo un crimen. Yo, con reflejos torpes, tomé los guantes del suelo y me los coloqué a medias, intentando hacerme el cojudo. Fener, con su eficiencia habitual, retomó su postura como si nada hubiera pasado.
Las hermanas hablaron brevemente mientras los niños jugaban a su alrededor. Luego, vi a los cuatro dirigirse hacia la puerta del recinto.
Fener regresó unos minutos después.
—
Tenemos una fiesta familiar —dijo, atándose el cabello en su clásica cola de caballo—. Mi hermana se adelantará con los niños.
Asentí, sin saber si eso significaba algo.
Pero cuando la vi ahí, de pie, con la respiración aún acelerada y los labios ligeramente hinchados por nuestros besos, sentí que mi paciencia se rompía, todo me importó un carajo en ese instante. Me acerqué otra vez y la besé sin darle tiempo a pensar.
Y ella no pensó.
Nos devoramos como si quisiéramos consumirnos en un solo instante. La adrenalina del entrenamiento y el deseo acumulado hicieron que la urgencia se sintiera en mi short. Todo en ella era fuerza contenida, resistencia y entrega al mismo tiempo.
Pero entonces, de golpe, Fener se separó.
—
No puedo —dijo, sin alterarse demasiado—. No ahora.
La miré, sin comprender.
—
Mis hijos, mis trabajos… No tengo tiempo para nada más.
No supe qué decir.
Ella me miró con una expresión serena, como si ya hubiera tomado esa decisión mucho antes de este momento. Me dio una palmadita en el brazo, condescendiente, casi cariñosa.
—
Es hora de terminar. Ve a ducharte antes de que cierre el gimnasio.
Asentí, sin fuerzas para discutir.
Mientras caminaba hacia las duchas, mi cuerpo aún vibraba por la arrechura, pero mi mente estaba enredada en una confusión que no sabía cómo desenredar.
El agua tibia recorría mi piel mientras el sonido de la otra ducha me llegaba amortiguado a través del vapor. Sabía que era ella. Fener. No podía verla, pero su presencia llenaba el espacio de una manera casi tangible. Cerré los ojos y mi mente hizo lo que había estado evitando durante meses: imaginarla conmigo, sin barreras, sin excusas.
Fue un pensamiento fugaz, pero su efecto fue inmediato en mi cuerpo. Mi pene estaba duro, como queriendo reventar.
Seguí duchándome, intentando despejarme, hasta que sentí algo distinto en el aire, un cambio en la atmósfera. Abrí los ojos y giré la cabeza.
Ahí estaba ella.
Sus cabellos mojados caían en mechones desordenados sobre sus hombros, y apenas una toalla envolvía su cuerpo. No tenía la postura firme de siempre, ni la mirada afilada con la que solía enfrentar la vida. Se veía vulnerable, como si estuviera decidiendo en ese mismo momento si debía estar ahí.
—¿Puedo confiar en ti? —preguntó en voz baja.
Asentí sin dudar.
Ella dejó caer la toalla.
Me quedé inmóvil, atónito ante su desnudez. Su piel, pálida y tersa, estaba marcada por la disciplina de los años de entrenamiento. Abdominales definidos, piernas esculpidas con precisión, brazos fuertes sin perder la feminidad. Su cuerpo no era voluptuoso, pero tenía formas armoniosas, construidas con esfuerzo, con constancia.
Di un paso hacia ella, sintiendo la humedad del vapor envolvernos. Nuestros labios se encontraron en un beso que ya no tenía dudas ni titubeos. Mis manos recorrieron su espalda, su cintura, descendiendo con la avidez de quien ha anhelado algo demasiado tiempo.
Cuando mis labios bajaron por su cuello y exploraron su clavícula, un leve suspiro escapó de su boca. Su respiración se volvió más profunda cuando mis manos la aferraron con más fuerza.
El deseo me venció. Caí abruptamente de rodillas frente a ella, sujetándola por los muslos, acercándome a su centro con una devoción casi desesperada. Quería sentir su aroma, su sabor, descubrir cada rincón de su piel con mis labios.
Ella reaccionó en el acto, llevándose las manos a mi cabello, aferrándose a él mientras su cuerpo temblaba bajo mis caricias. Cada pequeño sonido que escapaba de su boca me alimentaba, me hacía seguir explorando con más intensidad, con más deseo.
Con ese deseo contenido por todo ese tiempo, por fin pude sentir el sabor y el aroma de su conchita. Sus labios eran delgados, y parecían estar metidos dentro de su vagina. Con mi lengua abría su conchita y el sabor de ella llenaba cada una de mis papilas gustativas. Fener solo gemía muy despacio y sus manos cogían mi cabeza y me acariciaba. Con una mano acariciaba su culito, pequeño pero fuerte, con la otra ayudaba a mi lengua abriéndome camino más dentro de ella. Después de un buen rato logré ponerme de pie junto a ella.
Cuando me incorporé, su respiración era errática. La sujeté con firmeza, deslizando mis brazos bajo sus piernas y levantándola contra la pared de la ducha. En ese momento, me di cuenta de algo que no había notado antes: yo también me había vuelto más fuerte.
La miré a los ojos y ella asintió, como si supiera exactamente lo que iba a hacer.
Me hundí en ella con un movimiento lento pero decidido, sintiendo cómo su cuerpo se amoldaba al mío en una sincronía perfecta. Ella arqueó la espalda, aferrándose a mis hombros, dejando escapar un gemido ahogado.
Cada embestida era más profunda, más intensa. Su piel húmeda se deslizaba contra la mía, y nuestros labios se buscaban entre jadeos. La escuchaba respirar entrecortadamente, su cuerpo reaccionando con espasmos suaves cada vez que me movía dentro de ella. Su espalda golpeaba la pared de la ducha, sin poder escapar y mis arremetidas iban cada vez más rápidas. Fener emitía un gritito apenas audible. Era fuerte pero ligera a la vez.
En un momento, me susurró entre suspiros:
—Siéntate.
Obedecí sin cuestionar. Me dejé caer en el suelo de la ducha, y ella se acomodó sobre mí, deslizándose lentamente, dejando que la llenara de nuevo.
Sus movimientos eran seguros, controlados, con la misma determinación con la que dirigía una pelea. Se aferró a mis hombros mientras su cuerpo se movía al ritmo de su propio placer. En esa posición nos besamos nuevamente, de cuando en cuando bajaba mi boca hasta sus pechos pequeños y mordía sus pezones con ahínco, queriendo que ese momento no acabe nunca.
Hasta que la sintió venir. Sus músculos se tensaron, su espalda se arqueó, y un gemido contenido escapó de sus labios cuando alcanzó el clímax. Sus uñas se clavaron en mi piel mientras su cuerpo temblaba sobre el mío.
Yo aún no me había venido.
Ella lo notó.
Se deslizó fuera de mí y se apoyó en el suelo, apoyo sus brazos al piso e inclinando su cuerpo con la naturalidad de quien sabe exactamente lo que está haciendo.
La penetré de nuevo, sintiendo su cuerpo apretarse alrededor del mío con la misma intensidad con la que peleaba en el ring. Sus manos se apoyaban contra las baldosas húmedas mientras nuestros cuerpos se encontraban una y otra vez. La cogía de su cintura delgada y la atraía hacia mi una y otra vez.
No tardé en venirme dentro de ella.
Mi cuerpo se tensó, sintiendo el placer recorrerme con una fuerza devastadora. Me dejé ir dentro de ella con un último movimiento profundo, uniendo un gemido ahogado al sonido del agua cayendo sobre nosotros.
Permanecimos así unos instantes, respirando juntos, intentando recuperar el aliento.
Luego, nos incorporamos en silencio.
Nos vestimos sin prisas, como si no quisiéramos romper el momento demasiado rápido. Cuando estuvimos listos, me quedé esperándola en la puerta del recinto.
Antes de irse, me miró a los ojos y me besó, esta vez con ternura, con algo que se sentía diferente a todo lo anterior.
Y luego se fue.
Me quedé ahí, sintiendo aún el calor de su piel en la mía, sin saber exactamente qué significaba todo aquello.
Pero algo dentro de mí me decía que, fuera lo que fuera, ya no habría marcha atrás.
La vida siguió su curso con una normalidad engañosa. Entrenábamos como siempre, con la misma rutina disciplinada de siempre. No hubo palabras sobre aquella noche en la ducha, ni gestos que rompieran la barrera de lo cotidiano. Sin embargo, algo había cambiado.
Había una complicidad nueva en el aire, una forma de mirarnos que antes no existía. A veces, en medio de los entrenamientos, cuando cruzábamos golpes en el sparring, Fener sonreía apenas, como si compartiéramos un secreto. Había guiños fugaces, roces intencionales disfrazados de casualidad, un lenguaje silencioso que ambos entendíamos pero que ninguno se atrevía a verbalizar.
Pasaron semanas así.
Mi relación con Lena empezaba a decaer, sabía que mi moral o mi ética eran cuestionables. Lena tenía varias ilusiones conmigo, pero tenía que ser sincero con ella, por mucho que me doliera en el alma perder a una chica como ella por perseguir algo que ni yo mismo entendía qué era, sabía que no podía ser tan hijo de puta con ella.
Me dolió anímicamente terminar con Lena, pero era lo mejor, yo la había cagado, y no quería que una mujer tan buena como ella sufra por un imbécil como yo.
Una mañana de sábado, mi teléfono vibró con un mensaje inesperado de Fener.
Fener: ¿Tienes planes hoy? ¿Vamos a comer algo?
Solté el teléfono y me quedé mirando la pantalla como un idiota. No preguntó si quería, no dejó espacio para la duda. Era una afirmación, una invitación sin adornos, como todo lo que ella hacía.
Dejé todo lo que tenía planeado para el día y respondí con la misma simpleza:
Yo: Sí. Dime dónde y cuándo.
Nos encontramos en un pequeño café en el centro de la ciudad.
La vi desde lejos y, por primera vez, me costó reconocerla.
No llevaba ropa deportiva.
No llevaba su habitual conjunto de sudadera y pants ajustados, ni las vendas en las muñecas, ni el cabello recogido en un moño práctico. En su lugar, llevaba una falda corta de tela ligera, de un color oscuro que contrastaba con su piel clara. Sus piernas, fuertes y bien definidas, parecían moverse con una seguridad que no había notado antes en alguien que no estuviera en un cuadrilátero.
Arriba, llevaba una blusa ajustada de manga larga, de tela suave, con un escote discreto pero suficiente para notar que, aunque su cuerpo no era voluptuoso, tenía una armonía femenina que antes no había permitido ver.
El maquillaje, aunque sutil, resaltaba sus ojos oscuros, dándoles una profundidad nueva. Sus labios, ligeramente más rosados de lo habitual, tenían un brillo apenas perceptible.
Por primera vez, no parecía una peleadora.
Parecía una mujer dispuesta a ser vista como tal.
Cuando me vio, sonrió levemente, pero con un brillo en los ojos que me hizo saber que sabía exactamente el efecto que causaba en mí.
—¿Qué pasa? —preguntó al notar que la observaba con demasiada intensidad.
Sacudí la cabeza, recuperando la compostura.
—
Nada. Solo que… te ves bien.
Ella soltó una risa breve y rodó los ojos, como si le pareciera divertido que me sorprendiera verla fuera de su entorno habitual.
Nos sentamos, pedimos algo de comer y, por primera vez en todo el tiempo que la conocía, no había sacos de boxeo, ni guantes, ni niños corriendo alrededor.
Era solo ella.
Y yo.
Comimos sin prisas, disfrutando de la conversación sin interrupciones, sin el ruido del gimnasio, sin la tensión de los entrenamientos. Era extraño estar con ella en otro contexto, verla relajada, sin la dureza que siempre la rodeaba.
En algún momento, mientras terminábamos el café, Fener se quedó mirando su taza, como si midiera las palabras antes de soltarlas.
—
Desde que me divorcié, no he estado con nadie —dijo de golpe, sin rodeos, como era su costumbre.
Levanté la mirada, sorprendido.
—¿Nadie?
Negó con la cabeza.
—
Hasta que apareciste tú.
No supe qué responder a eso. Podría haber hecho una broma, un comentario ligero para quitarle peso a sus palabras, pero algo en su tono me hizo entender que lo decía con total honestidad.
Terminamos de comer y, cuando salimos del café, fui yo quien tomó la iniciativa.
—¿Quieres venir a mi apartamento?
Fener no bebía licor, no necesitaba excusas ni desinhibidores para hacer lo que quería hacer. Me miró, como si evaluara la propuesta, y luego asintió.
No hubo tiempo para dudas ni para preguntas.
Apenas cerré la puerta del apartamento, nuestras bocas se encontraron con una urgencia acumulada por semanas, quizá meses. Nos despojamos de la ropa como si esta fuera un estorbo, cayendo sobre la cama sin dejar de explorarnos.
Mi cuerpo ya conocía el suyo, pero ahora tenía el tiempo para recorrerlo sin prisas, para memorizar cada curva, cada tensión en sus músculos bajo mi tacto. Su piel estaba caliente, su respiración agitada antes de que siquiera la tomara por completo.
Nos amamos con la intensidad de quien sabe que el tiempo es limitado. Fener, que en el ring siempre tenía el control, ahora se entregaba con la misma pasión con la que peleaba. Sus movimientos eran seguros, su cuerpo fuerte y flexible al mismo tiempo.
No había más sonidos que nuestros jadeos y el crujido del colchón.
Cuando finalmente nos quedamos quietos, con su respiración acompasada contra mi pecho, hubo un largo silencio.
—¿Has estado con otras chicas? —preguntó de repente.
Dudé un segundo, pero luego mentí con naturalidad.
—No.
Ella asintió levemente, sin cuestionarlo.
—¿Y tú? —pregunté.
Fener giró la cabeza para mirarme.
—
No. Mi esposo fue el único hombre en mi vida...hasta que te conocí.
Aquello me tomó por sorpresa. Pero lo que me sorprendió más fue la pregunta que me vino a la mente antes de que pudiera detenerla.
—¿Y con otras mujeres?
Por primera vez, Fener se sonrojó.
No respondió.
No la presioné, pero su silencio lo dijo todo.
No era algo que me incomodara, pero me intrigaba. Tal vez alguna vez, en su juventud, antes de que la presión familiar la llevara al matrimonio, había explorado otros caminos. O tal vez la vida simplemente le había ofrecido experiencias distintas, y yo solo era un eslabón más en esa cadena de descubrimientos.
Aquellos encuentros se repitieron, pero muy pocas veces.
Siempre con la misma intensidad, con la misma premura de dos personas que sabían que aquello no tenía promesas ni futuro. Seguimos viéndonos esporádicamente en los entrenamientos, con la misma complicidad de siempre, pero sin ataduras, sin preguntas incómodas.
Después de algunos años, me mudé a los Países Bajos. Cuando le di la noticia a Fener, ella me deseó lo mejor. Cuando nos despedimos, después de la última sesión de entrenamiento, se dirigió a mí, mientras sus hijos estaban sentados en su auto y me dio un beso profundo en los labios. Sus hijos quedaron, creo yo, en pánico viendo esa escena, pero a Fener ni le importó.
Hasta el día de hoy no se si habrá una siguiente vez.
Tal vez sí.
Tal vez no.
Pero lo que tuvimos, en esos momentos robados, fue suficiente.