Satanas
Platinium Member
19 Years of Service
Consejos de un Ingeniero industrial de la UNI, ex rector de la
Universidad del Pacifico y actual Embajador de Perú en Estados
Unidos, Felipe Ortiz de Zevallos (FOZ).
============================================================
"Ya con dos años en el cargo de rector de la Universidad del
Pacífico, durante los cuales he tenido la oportunidad frecuente de
interactuar con muchos de ustedes, de conocer sobre sus dudas,
sueños, inquietudes y esperanzas; incluso de enseñarles a algunos en
clase- voy a atreverme, en esta ocasión, a hacer un discurso menos
institucional y ceremonioso, más íntimo y personal, menos de rector y
más de maestro y amigo mayor.
¿Qué consejos podría yo darles antes de que, al bajar esta escalera,
se conviertan ustedes, ya sin mayor escudo protector, en adultos
plenos? ¿Qué recomendaciones puede ofrecer finalmente un tío de otra
generación, que más que los duplica en edad, a ustedes jóvenes que
inician su vida profesional en el complejo Perú del año 2006, país
nuestro que, a quince años de su bicentenario como república, sigue
afectado severamente por los males que Basadre diagnosticó hace más
de medio siglo: el abismo social y un estado empírico?
He querido resumir mis reflexiones dispersas en siete consejos
centrales. Quiero reiterar que estas recomendaciones son mías, de
FOZ, no necesariamente del rector de la Universidad del Pacífico. No
pretendo cargarle a nuestra institución la responsabilidad de que a
alguno de los presentes le pueda parecer un disparate lo que voy a
decir a continuación.
Aunque no hay un orden de prelación en los consejos que les voy a
dar, quiero empezar con uno que puede sorprenderles un poco:
Deténganse, de vez en cuando, a oler las flores. Por más de un
lustro, ustedes se han sacrificado estudiando con mucho esfuerzo para
egresar de carreras que buscan lograr una asignación más racional y
eficaz y una gestión más eficiente de recursos escasos, con el fin de
satisfacer necesidades y generar rentabilidad empresarial y bienestar
social. Ello se logra a través de números y cuadros, de mejores
productos y servicios, que sean más baratos, más rápidos y más
seguros. Las herramientas profesionales que les hemos enseñado pueden
servir bien para eso. Pero hay otras cualidades más difíciles de
pedir: la belleza, la alegría, el significado y la motivación vital.
Para mantenerse sensibles a ellas hay que, de vez en cuando,
detenerse para oler las flores, o para ver, en silencio, una puesta
de sol.
El segundo consejo me salió fácil: Vean menos televisión y lean más
libros. El profesional promedio entre ustedes va a ver, en lo que le
queda de vida, cerca de 40,000 horas de televisión. Si le pidiéramos
al profesor Carlos Gatti -aquí presente- una lista de los 40 mejores
libros de la literatura universal, excluyendo incluso aquellos de
cultura erudita, para concentrarla en aquellos que nos puedan servir
utilitariamente para entender mejor la complejidad de la naturaleza
humana -a esas mujeres y hombres con los que ustedes van a
interactuar en la vida, en la economía y en los negocios- (y de yapa
le pidiéramos cuáles considera que son las 20 mejores obras de la
música clásica), apostaría a que los más ilustrados entre ustedes
pueden haber leído u oído apenas una cuarta parte. Pues bien, con
dedicarle a esas lecturas y audiciones, un 5 por ciento del tiempo
que probablemente dedicarán a ver televisión, se convertirán, no me
cabe duda de ello, en profesionales más eficaces, así como en mejores
personas. Ustedes pertenecen a una generación de aparatos y
conexiones: celulares, computadoras, laptops, iPods, Internet,
Google, blogs. Con todas estas herramientas, ustedes pueden acceder y
bajar de la red abundante información y conocimientos sobre muchas
disciplinas. Pero las cualidades que van a requerir, por ejemplo,
para ayudar efectivamente a un amigo en un momento difícil, o para
escribir una canción o un poema, o para imaginar un descubrimiento o
innovación en los proyectos en los que se vayan a comprometer,
todavía hay que ganarlas a pulso. De la Internet, no se puede "bajar"
ni "descargar" inteligencia, ni pasión, ni creatividad, ni sabiduría.
Tampoco puede uno inyectárselas como si fueran una droga milagrosa.
Esas cualidades hay que cultivarlas a la antigua: leyendo,
conversando en un parque, estudiando, viajando, visitando museos,
reflexionando.
Mi tercer consejo es: "No acepten aquellos signos de estatus cuyo
valor no reconozcan." Lo he fraseado así, influenciado por un libro
reciente de Alain de Botton titulado: Ansiedad por el estatus, que
describe bien cuán cambiantes han sido, en el tiempo, los modelos
paradigmáticos del prestigio en las sociedades: En la Esparta del
siglo IV a. C. había que ser un hombre, agresivo y luchador, con un
voraz apetito sexual -bisexual en realidad- poco interés en la vida
familiar y aversión a los negocios y al lujo. El guerrero espartano
no sabía ni contar, vivía en una barraca, nunca usaba dinero, ni
expresaba cariño a mujeres ni hijos. Posteriormente, en la Europa
posterior a la caída del Imperio Romano, fueron los santos cristianos
-castos y pacíficos- los modelos principales a emular. Luego, en la
primera mitad del segundo milenio, a partir de las cruzadas, los
caballeros con armadura, enamorados fieles de lejanas doncellas
vírgenes, se convirtieron en los seres más admirados. Con la
acumulación de riqueza -en la Inglaterra de 1750, por ejemplo- saber
bailar y el donaire con el cual se saludaba con el sombrero se
volvieron más importantes que pelear batallas para ser respetado. El
caballero de armadura se transformó en gentilhombre, en terrateniente
aristócrata, en gentleman, quien debía sí distinguirse de la casta
inferior de empresarios y mercaderes. En nuestra América, en la tribu
de los cubeos en la Amazonía, hasta hace poco, las mujeres cultivaban
yuca y los hombres se dividían entre pescadores y cazadores. El
estatus máximo lo alcanzaban aquellos hombres que hablaban poco, que
no bailaban ni participaban en la crianza de los hijos, pero que eran
especialmente diestros en la caza del jaguar. Al cuello llevaban, en
múltiples collares, los dientes de todos los jaguares cazados por
ellos durante sus vidas. En Hawai, en aquellas tribus que no
aprendieron a conservar, la gordura era una expresión de estatus
porque las familias terminaban comiéndose todo lo que cosechaban. Y
si trajéramos en el túnel del tiempo al mejor de los guerreros
espartanos, a un santo medieval, a un caballero de lanza, a un lord
inglés, a un jefe hawaiano de 180 kilos, y a otro amazónico cargado
de collares de dientes de jaguar, difícilmente apreciaría cada cual
las virtudes y los valores de los demás. En el mundo globalizado de
hoy -afirma de Botton- el mayor estatus lo logran tanto hombres como
mujeres, de cualquier raza, que hayan logrado reunir dinero, poder y
renombre a través de su propia actividad (no tanto mediante herencia
en una de las múltiples manifestaciones del mundo comercial
(incluyendo también el deporte, el arte y la investigación
científica). Se valora mucho la creatividad, la energía, el sentido
de oportunidad. Pero hay otros valores tan o más importantes -como la
bondad, la integridad y la lealtad, por ejemplo- que han perdido
alguna relevancia para el prestigio social. Por ello, deben ser
conscientes de que cualquier paradigma, cualquier moda, no sólo
resulta simplista sino que también puede resultar injusta, y que muta
en el tiempo. Por ello, no deben aceptar criterios ajenos de
valoración que ustedes mismos no reconozcan como válidos.
Alejandro el Magno, el hombre con más poder de su época, quiso
conocer a Diógenes, el filósofo, cuando estuvo de paso por Corinto;
no sé cuantos de ustedes conozcan la anécdota. Según Platón, Diógenes
era "un Sócrates que se había vuelto medio loco". Lo encontró debajo
de un árbol, en harapos, sin una moneda. Le preguntó que podía hacer
para ayudarlo. Y, al hombre más poderoso de la Tierra, Diógenes le
respondió: "Arrímese, que me tapa al sol." Los oficiales se
horrorizaron de la eventual insolencia, pero Alejandro sonrió y
comentó que de no ser él quien era, le habría gustado ser Diógenes.
Éste, en otra ocasión, salió por Atenas con una lámpara buscando un
hombre. Pero si la ciudad está llena de ellos, le dijeron. No -les
respondió- yo busco uno que viva por sí mismo. Vivir por uno mismo
resulta una mejor manera de afirmar que no hay que darle relevancia a
las modas del prestigio. En sus Meditaciones, el emperador Marco
Aurelio afirmaba: "Tu decoro no depende del testimonio ajeno.
¿Acaso mejora lo que es alabado? ¿Acaso empeora una esmeralda si no
es elogiada? ¿Y qué decir del oro, del marfil, de una flor o de una
pequeña planta?"
Universidad del Pacifico y actual Embajador de Perú en Estados
Unidos, Felipe Ortiz de Zevallos (FOZ).
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"Ya con dos años en el cargo de rector de la Universidad del
Pacífico, durante los cuales he tenido la oportunidad frecuente de
interactuar con muchos de ustedes, de conocer sobre sus dudas,
sueños, inquietudes y esperanzas; incluso de enseñarles a algunos en
clase- voy a atreverme, en esta ocasión, a hacer un discurso menos
institucional y ceremonioso, más íntimo y personal, menos de rector y
más de maestro y amigo mayor.
¿Qué consejos podría yo darles antes de que, al bajar esta escalera,
se conviertan ustedes, ya sin mayor escudo protector, en adultos
plenos? ¿Qué recomendaciones puede ofrecer finalmente un tío de otra
generación, que más que los duplica en edad, a ustedes jóvenes que
inician su vida profesional en el complejo Perú del año 2006, país
nuestro que, a quince años de su bicentenario como república, sigue
afectado severamente por los males que Basadre diagnosticó hace más
de medio siglo: el abismo social y un estado empírico?
He querido resumir mis reflexiones dispersas en siete consejos
centrales. Quiero reiterar que estas recomendaciones son mías, de
FOZ, no necesariamente del rector de la Universidad del Pacífico. No
pretendo cargarle a nuestra institución la responsabilidad de que a
alguno de los presentes le pueda parecer un disparate lo que voy a
decir a continuación.
Aunque no hay un orden de prelación en los consejos que les voy a
dar, quiero empezar con uno que puede sorprenderles un poco:
Deténganse, de vez en cuando, a oler las flores. Por más de un
lustro, ustedes se han sacrificado estudiando con mucho esfuerzo para
egresar de carreras que buscan lograr una asignación más racional y
eficaz y una gestión más eficiente de recursos escasos, con el fin de
satisfacer necesidades y generar rentabilidad empresarial y bienestar
social. Ello se logra a través de números y cuadros, de mejores
productos y servicios, que sean más baratos, más rápidos y más
seguros. Las herramientas profesionales que les hemos enseñado pueden
servir bien para eso. Pero hay otras cualidades más difíciles de
pedir: la belleza, la alegría, el significado y la motivación vital.
Para mantenerse sensibles a ellas hay que, de vez en cuando,
detenerse para oler las flores, o para ver, en silencio, una puesta
de sol.
El segundo consejo me salió fácil: Vean menos televisión y lean más
libros. El profesional promedio entre ustedes va a ver, en lo que le
queda de vida, cerca de 40,000 horas de televisión. Si le pidiéramos
al profesor Carlos Gatti -aquí presente- una lista de los 40 mejores
libros de la literatura universal, excluyendo incluso aquellos de
cultura erudita, para concentrarla en aquellos que nos puedan servir
utilitariamente para entender mejor la complejidad de la naturaleza
humana -a esas mujeres y hombres con los que ustedes van a
interactuar en la vida, en la economía y en los negocios- (y de yapa
le pidiéramos cuáles considera que son las 20 mejores obras de la
música clásica), apostaría a que los más ilustrados entre ustedes
pueden haber leído u oído apenas una cuarta parte. Pues bien, con
dedicarle a esas lecturas y audiciones, un 5 por ciento del tiempo
que probablemente dedicarán a ver televisión, se convertirán, no me
cabe duda de ello, en profesionales más eficaces, así como en mejores
personas. Ustedes pertenecen a una generación de aparatos y
conexiones: celulares, computadoras, laptops, iPods, Internet,
Google, blogs. Con todas estas herramientas, ustedes pueden acceder y
bajar de la red abundante información y conocimientos sobre muchas
disciplinas. Pero las cualidades que van a requerir, por ejemplo,
para ayudar efectivamente a un amigo en un momento difícil, o para
escribir una canción o un poema, o para imaginar un descubrimiento o
innovación en los proyectos en los que se vayan a comprometer,
todavía hay que ganarlas a pulso. De la Internet, no se puede "bajar"
ni "descargar" inteligencia, ni pasión, ni creatividad, ni sabiduría.
Tampoco puede uno inyectárselas como si fueran una droga milagrosa.
Esas cualidades hay que cultivarlas a la antigua: leyendo,
conversando en un parque, estudiando, viajando, visitando museos,
reflexionando.
Mi tercer consejo es: "No acepten aquellos signos de estatus cuyo
valor no reconozcan." Lo he fraseado así, influenciado por un libro
reciente de Alain de Botton titulado: Ansiedad por el estatus, que
describe bien cuán cambiantes han sido, en el tiempo, los modelos
paradigmáticos del prestigio en las sociedades: En la Esparta del
siglo IV a. C. había que ser un hombre, agresivo y luchador, con un
voraz apetito sexual -bisexual en realidad- poco interés en la vida
familiar y aversión a los negocios y al lujo. El guerrero espartano
no sabía ni contar, vivía en una barraca, nunca usaba dinero, ni
expresaba cariño a mujeres ni hijos. Posteriormente, en la Europa
posterior a la caída del Imperio Romano, fueron los santos cristianos
-castos y pacíficos- los modelos principales a emular. Luego, en la
primera mitad del segundo milenio, a partir de las cruzadas, los
caballeros con armadura, enamorados fieles de lejanas doncellas
vírgenes, se convirtieron en los seres más admirados. Con la
acumulación de riqueza -en la Inglaterra de 1750, por ejemplo- saber
bailar y el donaire con el cual se saludaba con el sombrero se
volvieron más importantes que pelear batallas para ser respetado. El
caballero de armadura se transformó en gentilhombre, en terrateniente
aristócrata, en gentleman, quien debía sí distinguirse de la casta
inferior de empresarios y mercaderes. En nuestra América, en la tribu
de los cubeos en la Amazonía, hasta hace poco, las mujeres cultivaban
yuca y los hombres se dividían entre pescadores y cazadores. El
estatus máximo lo alcanzaban aquellos hombres que hablaban poco, que
no bailaban ni participaban en la crianza de los hijos, pero que eran
especialmente diestros en la caza del jaguar. Al cuello llevaban, en
múltiples collares, los dientes de todos los jaguares cazados por
ellos durante sus vidas. En Hawai, en aquellas tribus que no
aprendieron a conservar, la gordura era una expresión de estatus
porque las familias terminaban comiéndose todo lo que cosechaban. Y
si trajéramos en el túnel del tiempo al mejor de los guerreros
espartanos, a un santo medieval, a un caballero de lanza, a un lord
inglés, a un jefe hawaiano de 180 kilos, y a otro amazónico cargado
de collares de dientes de jaguar, difícilmente apreciaría cada cual
las virtudes y los valores de los demás. En el mundo globalizado de
hoy -afirma de Botton- el mayor estatus lo logran tanto hombres como
mujeres, de cualquier raza, que hayan logrado reunir dinero, poder y
renombre a través de su propia actividad (no tanto mediante herencia
en una de las múltiples manifestaciones del mundo comercial
(incluyendo también el deporte, el arte y la investigación
científica). Se valora mucho la creatividad, la energía, el sentido
de oportunidad. Pero hay otros valores tan o más importantes -como la
bondad, la integridad y la lealtad, por ejemplo- que han perdido
alguna relevancia para el prestigio social. Por ello, deben ser
conscientes de que cualquier paradigma, cualquier moda, no sólo
resulta simplista sino que también puede resultar injusta, y que muta
en el tiempo. Por ello, no deben aceptar criterios ajenos de
valoración que ustedes mismos no reconozcan como válidos.
Alejandro el Magno, el hombre con más poder de su época, quiso
conocer a Diógenes, el filósofo, cuando estuvo de paso por Corinto;
no sé cuantos de ustedes conozcan la anécdota. Según Platón, Diógenes
era "un Sócrates que se había vuelto medio loco". Lo encontró debajo
de un árbol, en harapos, sin una moneda. Le preguntó que podía hacer
para ayudarlo. Y, al hombre más poderoso de la Tierra, Diógenes le
respondió: "Arrímese, que me tapa al sol." Los oficiales se
horrorizaron de la eventual insolencia, pero Alejandro sonrió y
comentó que de no ser él quien era, le habría gustado ser Diógenes.
Éste, en otra ocasión, salió por Atenas con una lámpara buscando un
hombre. Pero si la ciudad está llena de ellos, le dijeron. No -les
respondió- yo busco uno que viva por sí mismo. Vivir por uno mismo
resulta una mejor manera de afirmar que no hay que darle relevancia a
las modas del prestigio. En sus Meditaciones, el emperador Marco
Aurelio afirmaba: "Tu decoro no depende del testimonio ajeno.
¿Acaso mejora lo que es alabado? ¿Acaso empeora una esmeralda si no
es elogiada? ¿Y qué decir del oro, del marfil, de una flor o de una
pequeña planta?"