Golosineras, heladeras, boleteras, sangucheras, panaderas, tinkeras, dateras
Lo que a mí me tocó esta vez fue una barrendera. Sí, una de aquellas mujeres de escoba y depósito de basura rodante que recorre las calles de madrugada, en las horas en que solo los gatos y los borrachos regresan a sus guaridas. Yo no me encontraba borracho, sino manejando mi recién comprado auto Volkswagen Bora, regresando de una fiesta de un compañero de trabajo a la que acudí por mero compromiso. En mi casa me esperaba mi esposa, quien ya me había timbrado el celular por quinta vez exigiendo mi inmediato retorno al hogar. Eran las 3 de la madrugada, y mientras manejaba las calles desiertas de Pueblo Libre observé que la pantalla de mi celular se encendió mostrando la frase: Tienes un mensaje de Fulana (mi esposa). Sin perder de vista la pista, revisé el mensaje: Mejor quédate afuera. Apreté el acelerador.
Había tomado solamente dos vasos de whisky, pero al parecer esa pequeña cantidad de líquido se había acumulado con los cafés que bebí durante la tarde, pues me invadieron unas ganas irresistibles de orinar. Calculé lo que me faltaba hasta llegar a San Isidro, donde vivo, y concluí que no lograría llegar al inodoro de mi domicilio con los pantalones secos. De modo que busqué un árbol semioculto durante alguna parte oscura del trayecto; lo encontré no muy lejos y orillé el auto en la acera.
Qué placer sentí de orinar en la vía pública, con la tranquilidad de tener mi auto cerca, ronroneando con las luces encendidas en medio de la noche desierta. Esa mezcla de elementos mi auto y el árbol- me hizo experimentar una sensación de vuelta a la naturaleza sin abandonar la seguridad y comodidad que había alcanzado producto de mi trabajo. Me sentí dominador, como un animal que marca su territorio. A mitad de la descarga de orina, percibí un movimiento. Volteé la cabeza en dirección al ruido. A tan solo unos 4 metros se encontraba una barrendera mirándome tranquilamente bajo un gorro raído. Vestía un traje de color anaranjado con franjas fosforescentes que la cubría del cuello para abajo. En una mano tenía una escoba y en la otra sujetaba un enorme cubo de basura rodante. Sobre los bordes del cubo reposaba un recogedor de metal.
-Oiga amigo, su carro está en medio de mi recorrido de trabajo dijo la mujer, iluminada levemente de rojo por las luces traseras de mi auto. Calculé que tendría 30 años, casi de mi edad. Me extrañó ver que sonreía, pero luego me di cuenta de la situación en que me encontraba. Dentro de su sonrisa, noté que uno de sus dientes era de oro.
-Disculpe, en un rato termino atiné a decir.
-Tómese su tiempo, tengo toda la noche me contestó ella. La miré a los ojos. Ahora encontré picardía en su sonrisa.
Con la mirada de la barrendera a mis espaldas, sentí que la orina terminaba de evacuarse. Procedí a la sacudida de rigor, pero mi pene de manera imprevista había decido abandonar el estado de flacidez y ahora me encontraba zarandeando una vara cada vez más imponente.
-¿Así que usted se encarga de recoger el polvo de la ciudad? le pregunté perfilándome unos grados, permitiendo que una mirada curiosa pueda ver una parte de mi glande.
-Recojo el polvo y también puedo recoger la paja respondió ella, inclinándose un poco para ver más de lo que permitió mi movimiento inicial.
-Pues mire, usted le dije ya de perfil- si gusta podemos conversar un poco más dentro de mi auto. Vamos, tómese un descanso.
No fue necesario decir más. Con mi erección fuera del pantalón le abrí la puerta trasera de mi auto; ella ingresó con naturalidad. Iba a ingresar también al asiento trasero, pero pensé que sería muy llamativo dejar el auto con las luces encendidas, así que previamente las apagué. Cuando me disponía a tomar mi posición, ella me dijo:
-Mejor usted lo hace parado desde afuera, con la puerta abierta, yo me pongo en perrito sobre el asiento.
-¿Así que no es la primera vez que haces esto? Ya tienes tu método le dije, mientras buscaba la forma de quitarle el traje de barrendera. Estuve como un idiota buscando por su barriga la forma de bajar el pantalón, hasta que me di cuenta de que era un mameluco de cuerpo entero.
-La verdad es que algunas veces me gano un sencillo adicional con los borrachitos que andan por la noche. Imagino que con usted será más que un sencillo
Dejé ahí eso, esto se saca así
me lo bajo hasta las rodillas y de ahí me agacho
así
Ya la tenía en perrito. Era un culo flaco y oscuro. Sin embargo, esa sensación de dominación que experimenté al orinar en el árbol se veía potenciada ante la inminencia de penetrar un culo que se me presentaba silvestre en medio del bosque urbano. Antes de dejarme perder por ese orificio, alcancé a agarrar mi saco, de donde saque un condón salvavidas.
Tengo en la memoria el número de embestidas que realicé. Fueron solamente 22. Las conté porque quería concentrarme en lograr una eyaculación rápida debido a que temía ser descubierto por una patrulla de serenazgo. Mientras bombeaba ese culo huesudo, ascendió hacia mi un olor literalmente a basura. Hasta ese momento no me había dado cuenta del olor de la barrendera, pero cuando la penetraba mi sentido del olfato despertó por esa fragancia fétida. De ninguna manera se crea que ese hedor inhibió mi deseo. Al contrario. Al aspirar ese aire propio de la miseria mis pulmones se inflaron tanto como mi sensación de poder. Sentí que mi pecho crecía poderoso.
-Es muy bonito su auto dijo la barrendera mientras se subía de nuevo el mameluco anaranjado. Pude notar que esperaba que le entregue su dinero.
-Mira, te voy a pagar bien comencé a decirle-. Sin embargo, no me he quedado satisfecho del todo. Necesito algo más
Accedió a mi petición. En ese momento sentí que con ello cumpliría mi fantasía de descender a los ámbitos de la fauna miserable atado siempre a mi cómoda boya de salvamento. He leído que algunos reyes y sultanes de la antigüedad también tenían como apasionado pasatiempo perderse por los rincones más convulsionados de sus dominios disfrazados de mendigos o delincuentes. Para ello, siempre llevaban un séquito también disfrazado que incluía una guardia personal que los seguía de cerca. En ese momento pude comprender la sensación de aquellos personajes magníficos. Pero para alcanzar la satisfacción plena era necesario cumplir mi último cometido de la noche.
Sin perder más tiempo, tendí a la barrendera sobre el asiento trasero y con zarpazos la despojé de todo el mameluco hasta dejarla desolada con su trigueña desnudez en medio de mis asientos de cuero. Yo me senté al asiento del copiloto y, rápidamente, también me desnudé por completo. Estuve a punto de sacarme el anillo de matrimonio, pero un impulso de fuego me advirtió que debía llevarlo conmigo para que ese sea el elemento a corromper en mi aventura hacia lo abyecto.
-Uno
dos
tres! Ahora! grité a la barrendera.
En un solo acto, ambos saltamos fuera del auto. Interrumpimos la oscuridad de la noche con nuestros cuerpos desnudos y, con otro salto, la barrendera y yo nos metimos dentro del inmenso cubo de basura que había permanecido a pocos metros de mi auto. Me sumergí en la basura lleno de goce, y con los ojos cerrados estreché a mi compañera que se confundía con plásticos, papeles, cartones, pulpas húmedas, restos de fruta, huesos, cartones
No sé si la llegué a penetrar efectivamente a la barrendera, pero una materia acuosa se deslizó no más de cuatro veces alrededor de mi miembro y alcancé el clímax.
-Así como tu has subido a mi carro yo también tenía que subir al tuyo alcancé a decir.
Acaricié sus pechos mientras el olor de la basura me devolvía lentamente a una realidad nauseabunda. Corrimos de vuelta al carro a vestirnos. Una vez instalado tras el timón, le entregué a la barrendera un billete de 100 soles.
-Ahora te hago campo para que limpies fue todo lo que dije antes de poner en movimiento mi auto. Por el espejo retrovisor divisé a la barrendera, que comenzaba a dar trámite, provista de la escoba y el recogedor, de las hojas y pequeños desperdicios que había dejado en descubierto mi partida.
Todo lo que veía en el fondo de las calles era un pozo de melancolía. Lo que me devolvió a la urgente realidad fue el celular que se encendió mostrando que tenía 18 llamadas perdidas y que eran las 4 de la madrugada.
Llegué a la casa agitado, descompuesto, como si hubiese vuelto de los infiernos. Esperé encontrar en mi mujer a un ángel que me hiciera sentir de vuelta en mi reino. Pero tras la puerta que se abrió encontré a una mujer furibunda, que me miró primero con ira y después con asco:
-¿Se puede saber qué ****** haces con una cáscara de plátano de sombrero?
Nimrod