gnussi98
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Hace ya más de un año, el mundo entero quedó sumido en estupefacción, presenciando un suceso trágico: Rusia invadía Ucrania.
Vivo hace unos años en un rincón pintoresco cerca de Ámsterdam. Aquel que desee zambullirse en las travesías de un "Loncco" en el Viejo Continente, puede visitar otro tema que cree al respecto aquí.
Una tarde, hace poco más de un año, regresaba a mi casa tras cumplir algunas diligencias rutinarias. El viejo Jörg, mi vecino, me brindó un amable saludo. Este hombre, siempre afable, con sus más de dos metros de altura y aficionado extremo por los triatlones, nunca escatimó cortesía hacia mi persona. Jörg me informó que en nuestro pequeño pueblo se estaba llevando a cabo una colecta de donaciones para los refugiados ucranianos. En el edificio municipal, diversos módulos habían sido dispuestos para recibir ropa, juguetes y otros enseres destinados a los recién llegados. No vacilé y doné una bicicleta que, en realidad, había deseado cambiar por un six-pack de cervezas tiempo atrás. De igual forma, movido por la curiosidad o la arrechura ofrecí a Jörg mi ayuda como guía o en cualquier otra labor que fuese necesaria. A través de amigos, ya me había enterado que la mayoría de los refugiados eran mujeres: algunas acompañadas de sus hijos, otras en la vejez y varias en la flor de la juventud.
Jörg me agradeció la ayuda y me agregó a los típicos grupos de WhatsApp utilizados para coordinar las tareas. Mi cometido para el próximo sábado consistía en distribuir juguetes y bicicletas donadas por los lugareños entre los niños y mujeres refugiadas, ajustándome a sus necesidades y a las peticiones de sus madres. Como el cofrade avispado habrá notado, en los Países Bajos, el medio de transporte por excelencia es la bicicleta; se dice que los niños aprenden a pedalear antes que a dar sus primeros pasos.
El día señalado llegó, y mi ojo inquieto no pudo dejar de percibir la diversidad de féminas que habían tomado asentamiento en el lugar. Algunas de avanzada edad, otras de irresistible atractivo.
Muchas de ellas manejaban el inglés con destreza, lo que facilitaba la comunicación. De inmediato, mi mirada se posó en una pelirroja de figura escultural, quizás en mediados de treinta. Anhelaba encontrar un pretexto para acercarme y pronunciar cualquier huevada, pero su atención estaba cautiva por una charla con otras dos mujeres. Fue en ese preciso instante que un chibolito rubio de unos cinco años, de cabellos dorados como los de un guerrero saiyajin, se me aproximó con paso decidido. Pronunciaba palabras en ruso o ucraniano, mientras sus ojos se centraban en uno de los juguetes que yacían a mi lado. Mi cariño por los niños me impulsó a cederle el juguete, y así comencé a jugar un poco con él.
De súbito, una voz resonó en el aire: "Dima, Idi Syuda" (algo así como "Dima, ven aquí"). Mi mirada se posó en la fuente de este llamado, descubriendo a una mujer rubia de alrededor de veintipocos años. Sus ojos verdes y profundos me cautivaron al instante. No obstante, lo que realmente me detuvo fue la forma en que se perfilaba a un costado, revelando una silueta que apenas escapaba a mi visión periférica. Deseando asegurarme, adopté una postura de despreocupación, permitiéndome acercarme sutilmente para observarla desde otra perspectiva. Fue entonces que me percaté de sus esbeltas caderas y su culo pronunciado, una característica que las mujeres de Europa del Este no suelen ostentar en demasía, al contrario de lo que es común entre las latinas, con su anatomía pronunciada y sugerente. Aquella mujer rubia desafiaba la norma con una "figura de latina". Sin dilaciones, retomé mi juego con el niño, y fue entonces cuando ella se aproximó. Le sugerí que el pequeño podría quedarse con el juguete, a lo que ella respondió con una sonrisa entrecortada y un sincero "I appreciate it" (te lo agradezco), pronunciado en un inglés melodioso.
Rápidamente, le pregunté si requería algo más. Con timidez y cierta vergüenza, me preguntó si habría alguna bicicleta adecuada para su hijo. Evalué aproximadamente el tamaño y, al toque, busqué una bicicleta que un alma caritativa había donado. Aunque la bicicleta resultaba un tanto alta, procuré ganar tiempo valiéndome de las herramientas que llevaba conmigo. Me dediqué a ajustarla al tamaño del chiquillo, lo alcé con mis propias manos y, jugué un rato con él, haciéndome el huevón.
Me lo agradeció nuevamente y le pregunté si ella ya había conseguido una bicicleta, me dijo que no. Como si tuviera un resorte en el poto, me levanté de mi lugar y fui casi corriendo a buscar a mi pata Jörg, le dije que necesitaba urgente una bicicleta para mujer. Con su generosa colaboración, Jörg me llevó hasta una dama que finalmente proporcionó la bicicleta requerida, nuevamente regresamos a mi lugar con la rubia, el chibolo y la bicicleta, nuevamente hice mi teatro y figureteé un rato bajando y levantando el asiento, probando el freno y quedó listo, mientras desplegaba mi actuación, sostuve una conversación con la rubia, se llamaba Svetlana. Me contaba que ella y su hijo habían arribado hacía un par de semanas. Su esposo, empleado público, había decidido quedarse en su país. Svetlana percibió rápidamente que yo también era un extranjero en tierra ajena. No compartía los rasgos rubios ni la estatura de los nativos holandeses.
Me relató su experiencia como profesora de inglés y español en una escuela de su tierra natal, Lviv. Aunque su ciudad no se veía sometida a un riesgo inminente, su esposo había optado por enviarla a Europa, aprovechando la oportunidad ofrecida a los refugiados. En ese momento, comencé a dirigirme a ella en español, y aunque sus palabras eran pausadas, denotaban una gramática pulida y profesional. Poseía ese acento soviético que despierta en mí una curiosa excitación. Su hijo había sido puesto en un jardín de niños, pero ella estaba buscando una actividad extra para el niño. Le dije que podía ayudarla, conocía algunos amigos con hijos y sabía que practicaban, fútbol, natación, ping-pong. No fue difícil pedirle entonces su número y le ofrecí además practicar el español con un hablante nativo. Svetlana, finalmente, se despidió, y yo ya tenía varios planes que quería poner en marcha.
A los pocos días, ella me mandó un mensaje, quedamos en vernos, le dije que lleven bicicletas porque íbamos a pedalear unos kilómetros, el clima estaba bonito (cosa rara en Ámsterdam). Cuando nos encontramos, Sveta llevaba un polito ligero de verano y un shorcito jean que dejaba ver sus hermosas piernas blancas, yo me relamía viendo el culo latino que tenía ella. Había venido con una trenza que dejaba ver el cuello de cisne que tenía, fuimos a ver el tema del deporte y salimos conversando. Les propuse invitarles un helado, ella se avergonzaba, pero jocosamente le dije que yo no era ni Dutch, ni mucho menos europeo y que allá en mi país éramos todos buena gente y adorábamos ayudar al necesitado. Sveta empezó entonces a sonreír un poco más, ella y su hijo estaban viviendo en unos módulos que habían sido instalado para los refugiados. Me contó que ya le habían asignado un modesto apartamento cerca del pueblo que vivía. Me ofrecí a ayudarle con la mudanza. Pese a no poseer muchos enseres, insistí en mi ayuda.
A veces conversábamos por el WhatsApp, ella me preguntaba por varias cosas, yo respondía siempre. Aunque ella se disculpaba por la frecuencia de sus consultas, yo me mantenía firme en mi posición, reiterando que mi deseo era apoyarla. Finalmente, el día de la mudanza arribó. Conduje mi auto hasta su ubicación, en el conjunto de módulos destinados a los refugiados, incluso recibí agradecimientos por mi disposición colaborativa por parte de dos trabajadores. Si tan solo supieran que mi motivación iba más allá de la simple ayuda prestada.
El apartamento era modesto, apenas dos habitaciones, y una sola cama, le dije a Sveta que no se preocupe por los muebles, yo me encargaría de amoblarlo con la ayuda de Jörg y la voluntad de los vecinos. Sveta en agradecimiento me invitó a comer una vez se haya instalado completamente. Los días pasaban y poco a poco fuimos amoblando el apartamento, Sveta decidió dormir en una habitación con el pequeño Dmitri (Dima) y la otra habitación quería adecuarlo como una pequeña sala.
Cierto día, Sveta me mandó un mensaje invitándome a comer, iba a preparar una sopa tradicional de Ucrania y de varios estados exsoviéticos, a base de beterraga y carne: Borsch. Llegué puntual a la cita, llevé un vino para acompañar la cena, la comida estaba deliciosa, Sveta llevaba un pantalón de deporte, eso le dibujaba mejor las caderas y el hermoso culo, la tanga se transparentaba como queriendo salir de ese pantalón. Después de comer, Sveta fue a acostar al pequeño Dima, yo ya había preparado todo mi repertorio en caso logre campeonar aquella noche.
Después de un rato Sveta salió y cerró la habitación donde dormía su hijo. Empezamos a conversar mientras bebíamos el vino, nuestra conversación siempre era in inglés y español. Después de la segunda copa de vino empecé a decirle palabras difíciles y frases complicadas en español, y nos reíamos, Sveta solía tener un ligero dejo al pronunciar ligeramente la “a” al final de las palabras que terminasen en “o”. De poco empezaba a decirle distintas palabras en forma de juego, ella disfrutaba y yo pronunciaba “oooo” y ella repetía tras mío. De a poco me acercaba a ella y con mi mano le tomé el rostro, con mi pulgar dibujaba un círculo en sus labios como escribiendo la letra. Sveta, parecía también disfrutarlo, así me fui acercando, con mi mano siempre en su rostro. Nuestros labios se encontraron, uniendo fuerzas en un beso que generó una sinfonía de emociones en el silencio de la noche. El roce de sus labios era un eco de dulzura, cada beso alimentaba la excitación que nos envolvía, una llama que crecía al compás de nuestros deseos. Nuestros cuerpos se fundieron en un abrazo que trascendía lo físico, mientras nuestras lenguas entrelazadas construían un lenguaje propio, un diálogo que transmitía la intensidad del deseo y el magnetismo del momento.
Las palabras se desvanecían en el fragor de la pasión y la calentura del momento. Sveta y yo compartíamos un instante donde las inhibiciones cedían terreno ante la arrechura mutua, donde los susurros ardientes eran pronunciados por nuestros labios en un idioma universal de atracción. La noche se hacía cómplice de nuestra complicidad, nuestra arrechura y nuestros cuerpos exploraban senderos secretos de placer que solo el deseo podía revelar.
Vivo hace unos años en un rincón pintoresco cerca de Ámsterdam. Aquel que desee zambullirse en las travesías de un "Loncco" en el Viejo Continente, puede visitar otro tema que cree al respecto aquí.
Una tarde, hace poco más de un año, regresaba a mi casa tras cumplir algunas diligencias rutinarias. El viejo Jörg, mi vecino, me brindó un amable saludo. Este hombre, siempre afable, con sus más de dos metros de altura y aficionado extremo por los triatlones, nunca escatimó cortesía hacia mi persona. Jörg me informó que en nuestro pequeño pueblo se estaba llevando a cabo una colecta de donaciones para los refugiados ucranianos. En el edificio municipal, diversos módulos habían sido dispuestos para recibir ropa, juguetes y otros enseres destinados a los recién llegados. No vacilé y doné una bicicleta que, en realidad, había deseado cambiar por un six-pack de cervezas tiempo atrás. De igual forma, movido por la curiosidad o la arrechura ofrecí a Jörg mi ayuda como guía o en cualquier otra labor que fuese necesaria. A través de amigos, ya me había enterado que la mayoría de los refugiados eran mujeres: algunas acompañadas de sus hijos, otras en la vejez y varias en la flor de la juventud.
Jörg me agradeció la ayuda y me agregó a los típicos grupos de WhatsApp utilizados para coordinar las tareas. Mi cometido para el próximo sábado consistía en distribuir juguetes y bicicletas donadas por los lugareños entre los niños y mujeres refugiadas, ajustándome a sus necesidades y a las peticiones de sus madres. Como el cofrade avispado habrá notado, en los Países Bajos, el medio de transporte por excelencia es la bicicleta; se dice que los niños aprenden a pedalear antes que a dar sus primeros pasos.
El día señalado llegó, y mi ojo inquieto no pudo dejar de percibir la diversidad de féminas que habían tomado asentamiento en el lugar. Algunas de avanzada edad, otras de irresistible atractivo.
Muchas de ellas manejaban el inglés con destreza, lo que facilitaba la comunicación. De inmediato, mi mirada se posó en una pelirroja de figura escultural, quizás en mediados de treinta. Anhelaba encontrar un pretexto para acercarme y pronunciar cualquier huevada, pero su atención estaba cautiva por una charla con otras dos mujeres. Fue en ese preciso instante que un chibolito rubio de unos cinco años, de cabellos dorados como los de un guerrero saiyajin, se me aproximó con paso decidido. Pronunciaba palabras en ruso o ucraniano, mientras sus ojos se centraban en uno de los juguetes que yacían a mi lado. Mi cariño por los niños me impulsó a cederle el juguete, y así comencé a jugar un poco con él.
De súbito, una voz resonó en el aire: "Dima, Idi Syuda" (algo así como "Dima, ven aquí"). Mi mirada se posó en la fuente de este llamado, descubriendo a una mujer rubia de alrededor de veintipocos años. Sus ojos verdes y profundos me cautivaron al instante. No obstante, lo que realmente me detuvo fue la forma en que se perfilaba a un costado, revelando una silueta que apenas escapaba a mi visión periférica. Deseando asegurarme, adopté una postura de despreocupación, permitiéndome acercarme sutilmente para observarla desde otra perspectiva. Fue entonces que me percaté de sus esbeltas caderas y su culo pronunciado, una característica que las mujeres de Europa del Este no suelen ostentar en demasía, al contrario de lo que es común entre las latinas, con su anatomía pronunciada y sugerente. Aquella mujer rubia desafiaba la norma con una "figura de latina". Sin dilaciones, retomé mi juego con el niño, y fue entonces cuando ella se aproximó. Le sugerí que el pequeño podría quedarse con el juguete, a lo que ella respondió con una sonrisa entrecortada y un sincero "I appreciate it" (te lo agradezco), pronunciado en un inglés melodioso.
Rápidamente, le pregunté si requería algo más. Con timidez y cierta vergüenza, me preguntó si habría alguna bicicleta adecuada para su hijo. Evalué aproximadamente el tamaño y, al toque, busqué una bicicleta que un alma caritativa había donado. Aunque la bicicleta resultaba un tanto alta, procuré ganar tiempo valiéndome de las herramientas que llevaba conmigo. Me dediqué a ajustarla al tamaño del chiquillo, lo alcé con mis propias manos y, jugué un rato con él, haciéndome el huevón.
Me lo agradeció nuevamente y le pregunté si ella ya había conseguido una bicicleta, me dijo que no. Como si tuviera un resorte en el poto, me levanté de mi lugar y fui casi corriendo a buscar a mi pata Jörg, le dije que necesitaba urgente una bicicleta para mujer. Con su generosa colaboración, Jörg me llevó hasta una dama que finalmente proporcionó la bicicleta requerida, nuevamente regresamos a mi lugar con la rubia, el chibolo y la bicicleta, nuevamente hice mi teatro y figureteé un rato bajando y levantando el asiento, probando el freno y quedó listo, mientras desplegaba mi actuación, sostuve una conversación con la rubia, se llamaba Svetlana. Me contaba que ella y su hijo habían arribado hacía un par de semanas. Su esposo, empleado público, había decidido quedarse en su país. Svetlana percibió rápidamente que yo también era un extranjero en tierra ajena. No compartía los rasgos rubios ni la estatura de los nativos holandeses.
Me relató su experiencia como profesora de inglés y español en una escuela de su tierra natal, Lviv. Aunque su ciudad no se veía sometida a un riesgo inminente, su esposo había optado por enviarla a Europa, aprovechando la oportunidad ofrecida a los refugiados. En ese momento, comencé a dirigirme a ella en español, y aunque sus palabras eran pausadas, denotaban una gramática pulida y profesional. Poseía ese acento soviético que despierta en mí una curiosa excitación. Su hijo había sido puesto en un jardín de niños, pero ella estaba buscando una actividad extra para el niño. Le dije que podía ayudarla, conocía algunos amigos con hijos y sabía que practicaban, fútbol, natación, ping-pong. No fue difícil pedirle entonces su número y le ofrecí además practicar el español con un hablante nativo. Svetlana, finalmente, se despidió, y yo ya tenía varios planes que quería poner en marcha.
A los pocos días, ella me mandó un mensaje, quedamos en vernos, le dije que lleven bicicletas porque íbamos a pedalear unos kilómetros, el clima estaba bonito (cosa rara en Ámsterdam). Cuando nos encontramos, Sveta llevaba un polito ligero de verano y un shorcito jean que dejaba ver sus hermosas piernas blancas, yo me relamía viendo el culo latino que tenía ella. Había venido con una trenza que dejaba ver el cuello de cisne que tenía, fuimos a ver el tema del deporte y salimos conversando. Les propuse invitarles un helado, ella se avergonzaba, pero jocosamente le dije que yo no era ni Dutch, ni mucho menos europeo y que allá en mi país éramos todos buena gente y adorábamos ayudar al necesitado. Sveta empezó entonces a sonreír un poco más, ella y su hijo estaban viviendo en unos módulos que habían sido instalado para los refugiados. Me contó que ya le habían asignado un modesto apartamento cerca del pueblo que vivía. Me ofrecí a ayudarle con la mudanza. Pese a no poseer muchos enseres, insistí en mi ayuda.
A veces conversábamos por el WhatsApp, ella me preguntaba por varias cosas, yo respondía siempre. Aunque ella se disculpaba por la frecuencia de sus consultas, yo me mantenía firme en mi posición, reiterando que mi deseo era apoyarla. Finalmente, el día de la mudanza arribó. Conduje mi auto hasta su ubicación, en el conjunto de módulos destinados a los refugiados, incluso recibí agradecimientos por mi disposición colaborativa por parte de dos trabajadores. Si tan solo supieran que mi motivación iba más allá de la simple ayuda prestada.
El apartamento era modesto, apenas dos habitaciones, y una sola cama, le dije a Sveta que no se preocupe por los muebles, yo me encargaría de amoblarlo con la ayuda de Jörg y la voluntad de los vecinos. Sveta en agradecimiento me invitó a comer una vez se haya instalado completamente. Los días pasaban y poco a poco fuimos amoblando el apartamento, Sveta decidió dormir en una habitación con el pequeño Dmitri (Dima) y la otra habitación quería adecuarlo como una pequeña sala.
Cierto día, Sveta me mandó un mensaje invitándome a comer, iba a preparar una sopa tradicional de Ucrania y de varios estados exsoviéticos, a base de beterraga y carne: Borsch. Llegué puntual a la cita, llevé un vino para acompañar la cena, la comida estaba deliciosa, Sveta llevaba un pantalón de deporte, eso le dibujaba mejor las caderas y el hermoso culo, la tanga se transparentaba como queriendo salir de ese pantalón. Después de comer, Sveta fue a acostar al pequeño Dima, yo ya había preparado todo mi repertorio en caso logre campeonar aquella noche.
Después de un rato Sveta salió y cerró la habitación donde dormía su hijo. Empezamos a conversar mientras bebíamos el vino, nuestra conversación siempre era in inglés y español. Después de la segunda copa de vino empecé a decirle palabras difíciles y frases complicadas en español, y nos reíamos, Sveta solía tener un ligero dejo al pronunciar ligeramente la “a” al final de las palabras que terminasen en “o”. De poco empezaba a decirle distintas palabras en forma de juego, ella disfrutaba y yo pronunciaba “oooo” y ella repetía tras mío. De a poco me acercaba a ella y con mi mano le tomé el rostro, con mi pulgar dibujaba un círculo en sus labios como escribiendo la letra. Sveta, parecía también disfrutarlo, así me fui acercando, con mi mano siempre en su rostro. Nuestros labios se encontraron, uniendo fuerzas en un beso que generó una sinfonía de emociones en el silencio de la noche. El roce de sus labios era un eco de dulzura, cada beso alimentaba la excitación que nos envolvía, una llama que crecía al compás de nuestros deseos. Nuestros cuerpos se fundieron en un abrazo que trascendía lo físico, mientras nuestras lenguas entrelazadas construían un lenguaje propio, un diálogo que transmitía la intensidad del deseo y el magnetismo del momento.
Las palabras se desvanecían en el fragor de la pasión y la calentura del momento. Sveta y yo compartíamos un instante donde las inhibiciones cedían terreno ante la arrechura mutua, donde los susurros ardientes eran pronunciados por nuestros labios en un idioma universal de atracción. La noche se hacía cómplice de nuestra complicidad, nuestra arrechura y nuestros cuerpos exploraban senderos secretos de placer que solo el deseo podía revelar.
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