Salta Montes
Sargento
Cuando nos casamos, mi marido siempre fue un hombre muy atento conmigo y me daba ciertos gustitos. Desde los primeros meses de casados, casi todas las noches siempre me sacaba a pasear, bailar o a comer cualquier cosita en algún restaurante en las frías calles de Lima. Cuando regresábamos a casa, me hacía rico el amor hasta la madrugada.
Al día siguiente, el pobrecito cansadito aún y algo estrujadito lo despertaba para que se dé un duchazo, le preparaba el desayuno e iba a trabajar hasta las cuatro o cinco de la tarde. Por aquellos meses no trabajé, me dediqué a la casa y atenderlo a él. Vivíamos por una calle muy comercial y concurrida, en un amplio apartamento alquilado de un segundo piso. En el tercer piso había dos apartamentos que estaban alquilados a familias con niños, casi siempre escuchaba bullas, risas o llantos de ellos durante el día y por las noches un completo silencio. Abajo todo el primer piso se encontraba alquilada a una botica.
Una mañana, uno de los apartamentos de tercer piso estaba siendo desalojado, la familia se mudaba a una casa propia. Para la tarde quedó completamente vacía, en dos camiones se habían llevado todas sus cosas. Recuerdo que con mi marido subimos esa noche a fisgonear el apartamento deshabitado, tenía unos amplios ventanales hacia la otra calle de atrás y al costado, que se podía divisar casi toda la ciudad. Tenía dos mini habitaciones, una sala comedor mucho más pequeña de la que nosotros vivíamos y una cocina. Un baño completo muy pequeño, y sobretodo un gran balcón.
Me encantó el apartamento, yo le sugerí a mi marido si podíamos cambiarnos a ese tercer piso, ya que estaba libre. Porque me gustaba ver la calle, y sobre todo tenía un patio, sin techo en la parte trasera por donde ingresa los rayos solares. Podría tener allí a mis plantitas para que le caiga directo el sol. Mi marido no opuso resistencia y me complació, habló con el dueño y en menos de una semana ya estábamos instalados allí.
En el otro apartamento, del mismo piso, vivía una familia conformada por una pareja esposos muy mayores, con una niña de díez u once años, no recuerdo bien. La niña era muy callada solamente me miraba y sonreía al pasar, a la señora siempre la veía bien delicada al caminar pareciera que estuviera enferma de algo, en cambio el señor, don Pepe era un viejo gordo, calvo y tenía una mirada libinidosa hacia mí, nunca me cayó bien.
Casi todas las mañanas yo lo mandaba relajadito a mi marido al trabajo, pues le daba una buena mamada a su pequeño pene o me agarraba bien rico en pose de perrito. Cuando él se iba, siempre me quedaba en bata, sin ropa interior haciendo mis labores domésticas en casa. O a veces salía al supermercado que se encontraba a unas cuatro cuadras a comprar víveres para el almuerzo. En aquellos tiempos no teníamos teléfonos móviles, pero sí un teléfono fijo, en la cual me llamaba para decirme que estaría regresando a tal o cual hora de la tarde. Siempre lo esperaba bañadita con ropa sensual, con la comida calientita, y la ensalada recién preparada como a él siempre le gustaba. Ese era mi rutina de casi todos los días.
Una mañana mientras estaba de rodillas en el suelo. Ordenando y recogiendo algunos papeles que se me habían caído a una nueva caja de cartón, no me percaté que en el umbral de la puerta estaba parado Don Pepe con una taza en su mano derecha. No sé qué tiempo habrá estado allí parado observándome con esa mirada de deseos que odiaba. Deduje que me había observado todo. Mis anchas nalgas blancas sin calzon apenas cubierto por un baby doll transparente habían estado a su merced del viejo, pues en ese momento me encontraba de espaldas a la puerta.
Me paré inmediatamente, puse instintivamente mi brazo izquierdo sobre mis grandes pezones, que apenas el baby doll lo cubría. Y mi mano derecha fue a cubrir mi pelada vagina.
—¿Don Pepe qué hace usted aquí? —le dije con una voz asustada.
El viejo gordo con esa mirada que me escaneaba todo el cuerpo me respondió:
—vecina Marta no quiero molestarla, pero vengo a pedirle un gran favor: —estirando su taza vacía— regáleme azúcar que necesita mi señora.
No me quedó más remedio que señalarle con la cabeza la dirección donde estaba la cocina para que él vaya a buscar el azúcar allá. Apenas él ingresó a la cocina, corrí a mi habitación a cambiarme de ropa. Cuando Don Pepe salió hacia la puerta me miró sin disimular, y sentí una chisporreante electricidad en mi cuerpo. Luego con un ligero movimiento de cabeza me agradeció y dijo:
—También con ropa... usted se ve bien.
(Continuará)
Al día siguiente, el pobrecito cansadito aún y algo estrujadito lo despertaba para que se dé un duchazo, le preparaba el desayuno e iba a trabajar hasta las cuatro o cinco de la tarde. Por aquellos meses no trabajé, me dediqué a la casa y atenderlo a él. Vivíamos por una calle muy comercial y concurrida, en un amplio apartamento alquilado de un segundo piso. En el tercer piso había dos apartamentos que estaban alquilados a familias con niños, casi siempre escuchaba bullas, risas o llantos de ellos durante el día y por las noches un completo silencio. Abajo todo el primer piso se encontraba alquilada a una botica.
Una mañana, uno de los apartamentos de tercer piso estaba siendo desalojado, la familia se mudaba a una casa propia. Para la tarde quedó completamente vacía, en dos camiones se habían llevado todas sus cosas. Recuerdo que con mi marido subimos esa noche a fisgonear el apartamento deshabitado, tenía unos amplios ventanales hacia la otra calle de atrás y al costado, que se podía divisar casi toda la ciudad. Tenía dos mini habitaciones, una sala comedor mucho más pequeña de la que nosotros vivíamos y una cocina. Un baño completo muy pequeño, y sobretodo un gran balcón.
Me encantó el apartamento, yo le sugerí a mi marido si podíamos cambiarnos a ese tercer piso, ya que estaba libre. Porque me gustaba ver la calle, y sobre todo tenía un patio, sin techo en la parte trasera por donde ingresa los rayos solares. Podría tener allí a mis plantitas para que le caiga directo el sol. Mi marido no opuso resistencia y me complació, habló con el dueño y en menos de una semana ya estábamos instalados allí.
En el otro apartamento, del mismo piso, vivía una familia conformada por una pareja esposos muy mayores, con una niña de díez u once años, no recuerdo bien. La niña era muy callada solamente me miraba y sonreía al pasar, a la señora siempre la veía bien delicada al caminar pareciera que estuviera enferma de algo, en cambio el señor, don Pepe era un viejo gordo, calvo y tenía una mirada libinidosa hacia mí, nunca me cayó bien.
Casi todas las mañanas yo lo mandaba relajadito a mi marido al trabajo, pues le daba una buena mamada a su pequeño pene o me agarraba bien rico en pose de perrito. Cuando él se iba, siempre me quedaba en bata, sin ropa interior haciendo mis labores domésticas en casa. O a veces salía al supermercado que se encontraba a unas cuatro cuadras a comprar víveres para el almuerzo. En aquellos tiempos no teníamos teléfonos móviles, pero sí un teléfono fijo, en la cual me llamaba para decirme que estaría regresando a tal o cual hora de la tarde. Siempre lo esperaba bañadita con ropa sensual, con la comida calientita, y la ensalada recién preparada como a él siempre le gustaba. Ese era mi rutina de casi todos los días.
Una mañana mientras estaba de rodillas en el suelo. Ordenando y recogiendo algunos papeles que se me habían caído a una nueva caja de cartón, no me percaté que en el umbral de la puerta estaba parado Don Pepe con una taza en su mano derecha. No sé qué tiempo habrá estado allí parado observándome con esa mirada de deseos que odiaba. Deduje que me había observado todo. Mis anchas nalgas blancas sin calzon apenas cubierto por un baby doll transparente habían estado a su merced del viejo, pues en ese momento me encontraba de espaldas a la puerta.
Me paré inmediatamente, puse instintivamente mi brazo izquierdo sobre mis grandes pezones, que apenas el baby doll lo cubría. Y mi mano derecha fue a cubrir mi pelada vagina.
—¿Don Pepe qué hace usted aquí? —le dije con una voz asustada.
El viejo gordo con esa mirada que me escaneaba todo el cuerpo me respondió:
—vecina Marta no quiero molestarla, pero vengo a pedirle un gran favor: —estirando su taza vacía— regáleme azúcar que necesita mi señora.
No me quedó más remedio que señalarle con la cabeza la dirección donde estaba la cocina para que él vaya a buscar el azúcar allá. Apenas él ingresó a la cocina, corrí a mi habitación a cambiarme de ropa. Cuando Don Pepe salió hacia la puerta me miró sin disimular, y sentí una chisporreante electricidad en mi cuerpo. Luego con un ligero movimiento de cabeza me agradeció y dijo:
—También con ropa... usted se ve bien.
(Continuará)