Srdestroyer
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El complejo de condominio residencial era enorme, con caminos de pista rodeados por pasto y parques, dos piscinas colectivas enormes y curvas con árboles a los costados. Las casas eran igual de grandes y lujosas, pero de distintas formas ellas, ya que el diseño de cada una variaba según las especificaciones del comprador. Para tal motivo, a modo de seguridad, contrataron a dos guardias de seguridad, uno que resguardaba la entrada del este y otro del oeste, en sus respectivas casetas con pantallas de las varias cámaras tanto de exterior como del interior. De cierta forma, para ser trabajo humilde, no estaba nada mal, los pagos eran buenos y algunos propietarios eran generosos en las festividades. Este condominio realmente era (y aún es) un verdadero oasis en la capital, tan caótica y sucia como todos conocen.
Pero durante la bien conocida crisis mundial, algunos vecinos decidieron salir del país a vivir en otros lados hasta que la cosa se calme, dejando las casas inhabitadas por un tiempo. Marcelo y Cesar eran los dos guardianes del condominio, del que realmente no había mucho que cuidar, ya que la lejanía del lugar junto con su inexpugnabilidad hacía del complejo muy seguro. La labor de ambos era, por tal caso, de mirar, caminar y saludar a los propietarios que entraban en sus grandes camionetas o en sus lujosos vehículos. El tedio era natural, una labor de todo un día sin hacer mucho más que estar allí. Pero creyendo ellos que con la llegada de la pandemia iban a aburrirse más, se equivocaron.
Una de las familias que salió al extranjero era dueña de un grupo de empresas grandes, por lo que sus ingresos eran notables incluso en crisis; y para no aburrirse en el toque de queda, los padres decidieron salir en grupo, menos la hija, que quería independizarse un momento viviendo sola y con una renta considerable cada mes. De esta manera se quedó con toda la casa para ella, una mini mansión para ser preciso, con piscina, jacuzzis, varios baños, terrazas y balcones todos ellos muy bien amoblados. Era su primera vez viviendo sola, por lo que al inicio fue tanteando lo que podía hacer. Toda la comida le llegaba por pedido, pero cansada de tener que cocinar, hizo que su empleada vaya todos los días a limpiar y preparar los alimentos, y eventualmente también un jardinero de la asociación que podaba el césped, y claro, también el sujeto que le daba mantenimiento a la piscina. De esta forma pasaron las semanas y meses sin tanta novedad, hasta que por fin flexibilizaron más el toque de queda y la movilización pudo fluir mejor. Fue a partir de entonces que empezaron los pesares para Marcelo y Cesar.
Todo empezó un sábado cuando Claudia, la hija de la familia, invitó a su casa a pasar el fin de semana a sus amigas más cercanas. Llegaron después de mucho tiempo en una enorme Jeep roja por la puerta principal este donde Cesar resguardaba. —¿Sus identificaciones por favor y a qué familia visitan? —dijo el hombre algo seco, desinteresado como de costumbre por la falta de dicha en su labor—. Venimos a ver a Claudia Hinder (este no es el nombre y apellido real), nos invitó a pasar el fin de semana, tenga—. La joven que manejaba le presentó su DNI, la foto del rostro era claramente hermoso, ojos verdes claros y nariz respingada, cabello castaño. La otra acompañante, una rubia espectacular, alargó el brazo con su identificación y César la recibió. Inspeccionó ambas tarjetas y llamó para confirmar por un intercomunicador.— Bien, pasen por favor—. La ventana polarizada se elevó y de repente la existencia del guardia fue totalmente ignorada luego de pasar la camioneta por la puerta. Y allí, desde su sitio, miró al vehículo avanzando lentamente hacia la casa de la joven privilegiada. Luego dio una curva y desapareció entre otras casas. —Qué suerte tienen algunos—, pensaba él luego de dejarlas pasar. Si bien tenía algún tiempo trabajando allí y se acostumbraba a toda clase de gente, su verdadera debilidad eran las chicas hermosas, de esas altivas y desinteresadas de lo que pasaba a su alrededor, y al darle vueltas al asunto, se mortificaba porque sabía que no existía acaso ninguna suerte que le ayude a, no emparejarse con una porque ello sería imposible, sino de experimentar sus deseos sexuales. Un tiempo tan solo quería tocar a alguna de esas diosas ingratas, en las piernas principalmente, su inclinación erótica se centraba en las pantimedias oscuras y minifaldas; pero ahora, ante la imposibilidad, curioseaba con la vista y la imaginación. Hasta ahora no había tenido suerte alguna.
—¿Viste a las chicas que pasaron ahora?—, preguntó César a Marcelo por su radio walkietalkie, —No, la verdad que no. ¿Qué tiene, sospechosas?—, dijo a su vez Marcelo.
—Para nada compañero. Solo decirte que. Que ricas están esas flaquitas, por mi madre—. Respondió César en voz baja, ya que a pesar de que nadie los oía, aquella confesión de ser escuchada podría costarle tal vez el trabajo o una amonestación muy severa.
—Ya lo sé compadrito, acá casi todas son así. Ya sabes cómo es la vida: el que puede, puede.
—Sí, ‘on. Pero imagínate pasar una noche con una de esas, al menos solo una noche. O ya quizá que solo se deje mirar un poquito… del calzoncito, ya sabes. Puta ‘on, que me vuelve loco esa nota. Hace meses que no cacho.
Marcelo se rio y no dijo nada, era de esas pequeñas charlas de oficio que repentinamente se daban y acababan así nomás. Se paró a pensar un rato en lo que le había dicho su colega y respiró; sí, en efecto esa idea era en extrema tentadora, pero pertenecían al mundo de las fantasías. Nunca en su vida había escuchado una anécdota tal, a menos que sean mentiras fantasiosas. —Voy a dar una vuelta por acá a vigilar, si llega un carro por mi puerta me avisas—. Le dijo al fin a César, quien afirmó desde el otro extremo.
Era una tarde soleada y calurosa, el viento estaba quieto y no ayudaba a difuminar el calor aposado en el ambiente, peor aún, su uniforme de seguridad no ayudaba en nada más que en una simple gorra marrón que daba sobra a su vista. No traía lentes de sol incluso. Caminaba por la calle principal mirando adelante y a los costados relajadamente, no había necesidad de pitar el silbato porque nada pasaba en ese lugar. Había olvidado, como siempre pasa, aquella pequeña conversación que tuvo con César, el tema se le escapó como un conejo asustado de su memoria. Pero dobló hacia una pequeña calle y vio al fondo el vehículo que le había mencionado su compañero, decidió entonces ir a dar un vistazo para confirmar que todo andaba bien. Caminaba a paso lento dando giros el silbato que traía en sus manos hasta que eventualmente llegó a donde estaba estacionada la camioneta, justo en la cochera de la casa de los Hinder. No se oía ningún sonido en ese entonces, pero lo que le pareció raro es que tanto el vehículo como la casa tenían las puertas bien abiertas. Era extraño pero explicable. No había ladrones en ese pueblo de ricos, pero de igual forma su instinto capitalino le gritaba que eso no era seguro, de forma que guiado por su estómago, decidió acercarse a la casa para llamar a las muchachas y verificar de que todo estaba en orden.
Andaba a través del caminito de la entrada a la gran puerta, cuando de pronto escuchó el sonido de interferencia de su radio. Posiblemente era César que había apretado el botón de comunicación por error, pero bastó ese insignificante momento para traer de vuelta a su mente la conversación que tuvo con su amigo y la fantasía que también él compartía en su interior, por más que no lo dijera. Se detuvo de repente, su corazón empezó a latir. ¿Cómo una simple verificación de seguridad se tornaba en algo tan emocionante que le daba ansiedad? Nunca le había pasado. Pero todo el lugar aún estaba en completo silencio, no se oían ni las voces de las jóvenes ni del viento soplar. Qué raro le parecía todo eso. No, no era nada criminal, eso lo desechó de inmediato; pero esa curiosidad inicial se tornó en morbo puro al recordar cada palabra de César en su mente. Piernas, noche, calzón. Esas palabras infectaban su cerebro y moldeaban sus ideas. ¿Pero qué estarán haciendo allí adentro?
Se paró al frente de la imponente puerta plantándose como un cachaco, no sabía si llamar o tocar la misma con sus nudillos, pero ese mismo impulso nervioso de morbosidad que ya había infectado su impulso le dio el argumento de que lo hacía por pura seguridad. Pensaba: —Si me descubren, les digo que todo estaba abierto y quería advertirles—. Luego, al dar un par de respiros, inició su camino, lenta y silenciosamente. Se preguntó por qué caminaba tan cautelosamente como un ladrón, pero es que su morbo le ganaba, guiaba cada uno de sus pasos.
principal con las voces de las amigas hablando entre ellas a punto de bajar. Marcelo entró en pánico, ya que si antes su ficha de salida era de que tenía que explicar qué pasaba allí por motivos de seguridad, ahora su mente lo saboteaba haciéndole creer que ellas se alterarían y también entrarían en pánico. De tal forma que hizo lo único que su instinto le llamó a hacer, tratar de huir, pero era demasiado tarde, ellas ya bajaban de la escalera y el camino de salida era algo amplio: habría que salir de allí corriendo, pero sería identificado inmediatamente. Así que completamente nervioso miró a sus costados, había habitaciones por doquier y no podía simplemente meterse a cualquiera de ellas. Pasó nuevamente una mirada rápida a su alrededor, agitado, pensando a la velocidad de la luz. —¡, ese cuarto de depósito!—, se dijo a sí mismo. La puertita era de esas que tenían una abertura de filas de madera echadas en la parte superior, y felizmente era pequeña y parecía que nadie la usaba, de tal forma que hizo todo lo posible para salir raudo, siendo lo más cuidadoso posible para no hacer ningún ruido en sus pisadas ni tampoco en esconderse. Así, una vez adentro, se acomodó con las pocas cosas que había y guardó total silencio. Las tres amigas bajaron a la sala ahora sí recién haciendo algo de escándalo con sus voces, hablando de temas tan superfluos que Marcelo no entendía. Parecía que se habían servido tragos porque escuchó en su escondite el sonido del choque de vidrios, posiblemente de los vasos entre ellas y la gran mesa de la sala. No podía verlas, su campo de visión por esa abertura daba directamente a una pared, pero si se acomodaba más al costado, podía ver una parte de la sala, aunque para eso tenía que pegarse mucho y era incómodo, además de peligroso por el ruido de mover algo allí.
Las tres seguían hablando por varios minutos y la intensidad de las palpitadas de Marcelo aún no disminuía. Pero ahora más que morbo, lo que le impulsaba a esperar allí escondido era más el sentido de escapar de allí sin ser visto, por lo que tendría que esperar a que ellas salgan de la sala y se vayan a otro lugar. Pero se fijó en la hora y se dio cuenta de que era hora de que ya tenía que estar en su caseta, o que al menos ya esté en camino de regreso. Pero ellas seguían hablando casi gritando y riendo, diciendo miles de groserías y siendo realmente descriptivas de la imagen personal de personas que desconocía. —Pero qué mierdas que son con la gente—. Pensó. Una que otra vez también se les salieron vejámenes medio racistas y clasistas. —Así que de esto hablan cuando están solas. Y yo pensé que eran buenas personas porque siempre me sonríen—. La idea de escapar fue interrumpida por estos juicios de valor, que cada vez se profundizaban más en el contenido de la charla de las mujeres.
—Me quiero servir un poco más, ¿tienes más gaseosa?— Dijo una de ellas. —Sí, en la cocina hay más, trae dos botellas y algo de piqueo que está en la mesa—.
—¡Huevonaas dejamos la puerta de la casa y del carro abieertas! Ja ja ja ja—. Dijo otra de ellas. Aún no tenía idea de quién decía qué en su guarida.
—Cojudaa, te olvidaste de cerrar tu carroo. Ja ja ja ja
—Ay, ahora voy a cerrar las puertas, no te preocupees.
—¿Así? Te van a ver, oye, pendeja.
—Me llegaa al piincho. Ya voy al toque corriendoo y cierro todoo.
—¡Ay, no te olvides de traer mis cigarroos, están en la guanteraa!
Eran los mismos pitidos y acentos que escuchaba hablar a los jóvenes de ese círculo. Le parecía infernal. Pero era algo que podía dejar pasar solo a las mujeres, que tanto le encantaban secretamente. Las tres se pararon al unísono: una para traer gaseosas de la cocina, la otra para cerrar las puertas y la última para sabe Dios hacer qué en la parte de atrás, de tal modo que escuchó a dos de éstas acercarse al pasillo que daba al frente del pequeño escondite de Marcelo. Escuchaba las pisadas de sus zapatillas acercarse:
—No sé cómo sales así.
—Ya sabes que me gusta hacer este tipo de cosas.
¡Era la rubia la que había dicho esto! En el fondo había un espejo que reflejaba la cabellera de la preciosa joven voltear al costado para hablarle a su amiga castaña. Supo a simple vista que éste era un rubio natural, que brillaba con el sol y que no tenía puntas de ningún otro color. No solo el corazón le empezó a palpitar al pobre hombre, sino también otro órgano más abajo, que según él se ponía rojo solo con ver ese lacio cabello mostaza mecerse con sus suaves movimientos casi fantasmales por la finísima textura. Y de pronto, cuando ya se acercaban a él, se detuvieron en la puerta de la cocina para decirse unas cosas al oído seguido de unas pequeñas risitas. La castaña entonces entró a la cocina y la rubia se detuvo un instante, seguro la miraba. Prosiguió con su camino la rubia hacia la puerta principal no con mucha decisión al principio, sino más bien como que no quería hacer la cosa, como si necesitara de un impulso mayor. Presentía que estaba tal vez tomando un respiro hondo antes de salir disparada misma carrera de cien metros planos, y al comienzo no lo entendió bien, porque, ¿quién diablos la piensa antes de irse a cerrar puertas? Al menos que…
Pero durante la bien conocida crisis mundial, algunos vecinos decidieron salir del país a vivir en otros lados hasta que la cosa se calme, dejando las casas inhabitadas por un tiempo. Marcelo y Cesar eran los dos guardianes del condominio, del que realmente no había mucho que cuidar, ya que la lejanía del lugar junto con su inexpugnabilidad hacía del complejo muy seguro. La labor de ambos era, por tal caso, de mirar, caminar y saludar a los propietarios que entraban en sus grandes camionetas o en sus lujosos vehículos. El tedio era natural, una labor de todo un día sin hacer mucho más que estar allí. Pero creyendo ellos que con la llegada de la pandemia iban a aburrirse más, se equivocaron.
Una de las familias que salió al extranjero era dueña de un grupo de empresas grandes, por lo que sus ingresos eran notables incluso en crisis; y para no aburrirse en el toque de queda, los padres decidieron salir en grupo, menos la hija, que quería independizarse un momento viviendo sola y con una renta considerable cada mes. De esta manera se quedó con toda la casa para ella, una mini mansión para ser preciso, con piscina, jacuzzis, varios baños, terrazas y balcones todos ellos muy bien amoblados. Era su primera vez viviendo sola, por lo que al inicio fue tanteando lo que podía hacer. Toda la comida le llegaba por pedido, pero cansada de tener que cocinar, hizo que su empleada vaya todos los días a limpiar y preparar los alimentos, y eventualmente también un jardinero de la asociación que podaba el césped, y claro, también el sujeto que le daba mantenimiento a la piscina. De esta forma pasaron las semanas y meses sin tanta novedad, hasta que por fin flexibilizaron más el toque de queda y la movilización pudo fluir mejor. Fue a partir de entonces que empezaron los pesares para Marcelo y Cesar.
Todo empezó un sábado cuando Claudia, la hija de la familia, invitó a su casa a pasar el fin de semana a sus amigas más cercanas. Llegaron después de mucho tiempo en una enorme Jeep roja por la puerta principal este donde Cesar resguardaba. —¿Sus identificaciones por favor y a qué familia visitan? —dijo el hombre algo seco, desinteresado como de costumbre por la falta de dicha en su labor—. Venimos a ver a Claudia Hinder (este no es el nombre y apellido real), nos invitó a pasar el fin de semana, tenga—. La joven que manejaba le presentó su DNI, la foto del rostro era claramente hermoso, ojos verdes claros y nariz respingada, cabello castaño. La otra acompañante, una rubia espectacular, alargó el brazo con su identificación y César la recibió. Inspeccionó ambas tarjetas y llamó para confirmar por un intercomunicador.— Bien, pasen por favor—. La ventana polarizada se elevó y de repente la existencia del guardia fue totalmente ignorada luego de pasar la camioneta por la puerta. Y allí, desde su sitio, miró al vehículo avanzando lentamente hacia la casa de la joven privilegiada. Luego dio una curva y desapareció entre otras casas. —Qué suerte tienen algunos—, pensaba él luego de dejarlas pasar. Si bien tenía algún tiempo trabajando allí y se acostumbraba a toda clase de gente, su verdadera debilidad eran las chicas hermosas, de esas altivas y desinteresadas de lo que pasaba a su alrededor, y al darle vueltas al asunto, se mortificaba porque sabía que no existía acaso ninguna suerte que le ayude a, no emparejarse con una porque ello sería imposible, sino de experimentar sus deseos sexuales. Un tiempo tan solo quería tocar a alguna de esas diosas ingratas, en las piernas principalmente, su inclinación erótica se centraba en las pantimedias oscuras y minifaldas; pero ahora, ante la imposibilidad, curioseaba con la vista y la imaginación. Hasta ahora no había tenido suerte alguna.
—¿Viste a las chicas que pasaron ahora?—, preguntó César a Marcelo por su radio walkietalkie, —No, la verdad que no. ¿Qué tiene, sospechosas?—, dijo a su vez Marcelo.
—Para nada compañero. Solo decirte que. Que ricas están esas flaquitas, por mi madre—. Respondió César en voz baja, ya que a pesar de que nadie los oía, aquella confesión de ser escuchada podría costarle tal vez el trabajo o una amonestación muy severa.
—Ya lo sé compadrito, acá casi todas son así. Ya sabes cómo es la vida: el que puede, puede.
—Sí, ‘on. Pero imagínate pasar una noche con una de esas, al menos solo una noche. O ya quizá que solo se deje mirar un poquito… del calzoncito, ya sabes. Puta ‘on, que me vuelve loco esa nota. Hace meses que no cacho.
Marcelo se rio y no dijo nada, era de esas pequeñas charlas de oficio que repentinamente se daban y acababan así nomás. Se paró a pensar un rato en lo que le había dicho su colega y respiró; sí, en efecto esa idea era en extrema tentadora, pero pertenecían al mundo de las fantasías. Nunca en su vida había escuchado una anécdota tal, a menos que sean mentiras fantasiosas. —Voy a dar una vuelta por acá a vigilar, si llega un carro por mi puerta me avisas—. Le dijo al fin a César, quien afirmó desde el otro extremo.
Era una tarde soleada y calurosa, el viento estaba quieto y no ayudaba a difuminar el calor aposado en el ambiente, peor aún, su uniforme de seguridad no ayudaba en nada más que en una simple gorra marrón que daba sobra a su vista. No traía lentes de sol incluso. Caminaba por la calle principal mirando adelante y a los costados relajadamente, no había necesidad de pitar el silbato porque nada pasaba en ese lugar. Había olvidado, como siempre pasa, aquella pequeña conversación que tuvo con César, el tema se le escapó como un conejo asustado de su memoria. Pero dobló hacia una pequeña calle y vio al fondo el vehículo que le había mencionado su compañero, decidió entonces ir a dar un vistazo para confirmar que todo andaba bien. Caminaba a paso lento dando giros el silbato que traía en sus manos hasta que eventualmente llegó a donde estaba estacionada la camioneta, justo en la cochera de la casa de los Hinder. No se oía ningún sonido en ese entonces, pero lo que le pareció raro es que tanto el vehículo como la casa tenían las puertas bien abiertas. Era extraño pero explicable. No había ladrones en ese pueblo de ricos, pero de igual forma su instinto capitalino le gritaba que eso no era seguro, de forma que guiado por su estómago, decidió acercarse a la casa para llamar a las muchachas y verificar de que todo estaba en orden.
Andaba a través del caminito de la entrada a la gran puerta, cuando de pronto escuchó el sonido de interferencia de su radio. Posiblemente era César que había apretado el botón de comunicación por error, pero bastó ese insignificante momento para traer de vuelta a su mente la conversación que tuvo con su amigo y la fantasía que también él compartía en su interior, por más que no lo dijera. Se detuvo de repente, su corazón empezó a latir. ¿Cómo una simple verificación de seguridad se tornaba en algo tan emocionante que le daba ansiedad? Nunca le había pasado. Pero todo el lugar aún estaba en completo silencio, no se oían ni las voces de las jóvenes ni del viento soplar. Qué raro le parecía todo eso. No, no era nada criminal, eso lo desechó de inmediato; pero esa curiosidad inicial se tornó en morbo puro al recordar cada palabra de César en su mente. Piernas, noche, calzón. Esas palabras infectaban su cerebro y moldeaban sus ideas. ¿Pero qué estarán haciendo allí adentro?
Se paró al frente de la imponente puerta plantándose como un cachaco, no sabía si llamar o tocar la misma con sus nudillos, pero ese mismo impulso nervioso de morbosidad que ya había infectado su impulso le dio el argumento de que lo hacía por pura seguridad. Pensaba: —Si me descubren, les digo que todo estaba abierto y quería advertirles—. Luego, al dar un par de respiros, inició su camino, lenta y silenciosamente. Se preguntó por qué caminaba tan cautelosamente como un ladrón, pero es que su morbo le ganaba, guiaba cada uno de sus pasos.
principal con las voces de las amigas hablando entre ellas a punto de bajar. Marcelo entró en pánico, ya que si antes su ficha de salida era de que tenía que explicar qué pasaba allí por motivos de seguridad, ahora su mente lo saboteaba haciéndole creer que ellas se alterarían y también entrarían en pánico. De tal forma que hizo lo único que su instinto le llamó a hacer, tratar de huir, pero era demasiado tarde, ellas ya bajaban de la escalera y el camino de salida era algo amplio: habría que salir de allí corriendo, pero sería identificado inmediatamente. Así que completamente nervioso miró a sus costados, había habitaciones por doquier y no podía simplemente meterse a cualquiera de ellas. Pasó nuevamente una mirada rápida a su alrededor, agitado, pensando a la velocidad de la luz. —¡, ese cuarto de depósito!—, se dijo a sí mismo. La puertita era de esas que tenían una abertura de filas de madera echadas en la parte superior, y felizmente era pequeña y parecía que nadie la usaba, de tal forma que hizo todo lo posible para salir raudo, siendo lo más cuidadoso posible para no hacer ningún ruido en sus pisadas ni tampoco en esconderse. Así, una vez adentro, se acomodó con las pocas cosas que había y guardó total silencio. Las tres amigas bajaron a la sala ahora sí recién haciendo algo de escándalo con sus voces, hablando de temas tan superfluos que Marcelo no entendía. Parecía que se habían servido tragos porque escuchó en su escondite el sonido del choque de vidrios, posiblemente de los vasos entre ellas y la gran mesa de la sala. No podía verlas, su campo de visión por esa abertura daba directamente a una pared, pero si se acomodaba más al costado, podía ver una parte de la sala, aunque para eso tenía que pegarse mucho y era incómodo, además de peligroso por el ruido de mover algo allí.
Las tres seguían hablando por varios minutos y la intensidad de las palpitadas de Marcelo aún no disminuía. Pero ahora más que morbo, lo que le impulsaba a esperar allí escondido era más el sentido de escapar de allí sin ser visto, por lo que tendría que esperar a que ellas salgan de la sala y se vayan a otro lugar. Pero se fijó en la hora y se dio cuenta de que era hora de que ya tenía que estar en su caseta, o que al menos ya esté en camino de regreso. Pero ellas seguían hablando casi gritando y riendo, diciendo miles de groserías y siendo realmente descriptivas de la imagen personal de personas que desconocía. —Pero qué mierdas que son con la gente—. Pensó. Una que otra vez también se les salieron vejámenes medio racistas y clasistas. —Así que de esto hablan cuando están solas. Y yo pensé que eran buenas personas porque siempre me sonríen—. La idea de escapar fue interrumpida por estos juicios de valor, que cada vez se profundizaban más en el contenido de la charla de las mujeres.
—Me quiero servir un poco más, ¿tienes más gaseosa?— Dijo una de ellas. —Sí, en la cocina hay más, trae dos botellas y algo de piqueo que está en la mesa—.
—¡Huevonaas dejamos la puerta de la casa y del carro abieertas! Ja ja ja ja—. Dijo otra de ellas. Aún no tenía idea de quién decía qué en su guarida.
—Cojudaa, te olvidaste de cerrar tu carroo. Ja ja ja ja
—Ay, ahora voy a cerrar las puertas, no te preocupees.
—¿Así? Te van a ver, oye, pendeja.
—Me llegaa al piincho. Ya voy al toque corriendoo y cierro todoo.
—¡Ay, no te olvides de traer mis cigarroos, están en la guanteraa!
Eran los mismos pitidos y acentos que escuchaba hablar a los jóvenes de ese círculo. Le parecía infernal. Pero era algo que podía dejar pasar solo a las mujeres, que tanto le encantaban secretamente. Las tres se pararon al unísono: una para traer gaseosas de la cocina, la otra para cerrar las puertas y la última para sabe Dios hacer qué en la parte de atrás, de tal modo que escuchó a dos de éstas acercarse al pasillo que daba al frente del pequeño escondite de Marcelo. Escuchaba las pisadas de sus zapatillas acercarse:
—No sé cómo sales así.
—Ya sabes que me gusta hacer este tipo de cosas.
¡Era la rubia la que había dicho esto! En el fondo había un espejo que reflejaba la cabellera de la preciosa joven voltear al costado para hablarle a su amiga castaña. Supo a simple vista que éste era un rubio natural, que brillaba con el sol y que no tenía puntas de ningún otro color. No solo el corazón le empezó a palpitar al pobre hombre, sino también otro órgano más abajo, que según él se ponía rojo solo con ver ese lacio cabello mostaza mecerse con sus suaves movimientos casi fantasmales por la finísima textura. Y de pronto, cuando ya se acercaban a él, se detuvieron en la puerta de la cocina para decirse unas cosas al oído seguido de unas pequeñas risitas. La castaña entonces entró a la cocina y la rubia se detuvo un instante, seguro la miraba. Prosiguió con su camino la rubia hacia la puerta principal no con mucha decisión al principio, sino más bien como que no quería hacer la cosa, como si necesitara de un impulso mayor. Presentía que estaba tal vez tomando un respiro hondo antes de salir disparada misma carrera de cien metros planos, y al comienzo no lo entendió bien, porque, ¿quién diablos la piensa antes de irse a cerrar puertas? Al menos que…