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Parte 1
Hace casi un mes, una tarde, salí de mi oficina para caminar un rato, algo que usualmente hago. Pasé por un par de restaurantes y unos cuantos bancos, hasta que crucé una tienda de telefonía móvil, y entonces la vi: estaba de espaldas, repartiendo volantes e invitando a pasar a la gente, usaba una blusa de color vivo que marcaba su estrecha cintura y unas leggins negras que dejaban ver libremente y en todo su esplendor un trasero monumental, firme, redondo, perfecto. Seguí mi camino y pude ver su rostro, sus ojos algo rasgados, su piel clara, sus cabellos negros y largos. Desde ese instante, no pude dejar de pensar en ella.
En mi camino de regreso, pasé a su lado y me entregó un volante, sonriente, diciéndome algo que no entendí, mirándome fijamente. Yo solo le dije gracias y regresé a mi oficina, deseándola ya desde entonces, pensando en lo delicioso que sería bajarle el pantalón y tener frente a mí ese culo que me había hechizado.
Al día siguiente, fui lo mejor vestido que pude y, con algo de temor, volví a pasar por ese lugar y felizmente ella estaba ahí. Pude verla mejor: era realmente guapa, muy joven y me fijé en sus pechos, pequeños pero firmes y nuevamente en su marcada cintura. Y luego, nuevamente su trasero. Ese trasero que no se iba de mi mente. Tenía que hacer algo, hablarle, pero no sabía cómo. Lo peor de todo es que estaba rodeada de vendedores y gorilas de seguridad. Ella me entregó otro volante y así pasó un nuevo día.
Fue recién al tercer día cuando, al pasar nuevamente a su lado, ella se acercó a darme otro folleto:
De ese momento, pasaron algunos días más, en los que yo pasaba y la saludaba, le sonreía e incluso le decía algo breve, y ella, por suerte, correspondía a todo.
La semana ya se acababa, era viernes por la tarde y yo había tenido suerte de que ella hubiese estado toda la semana, pero no podía perder más tiempo y tenía que actuar. Así que totalmente decidido, dispuesto a vencer o morir, con la ventaja de haberla conocido aunque sea un poco, fui donde ella y le hablé. Le dije que había visto las ofertas y promociones de los volantes, pero que yo ya tenía todo eso, celular, teléfono y cable, así que no lo necesitaba.
Ella sonrió y quise besarla en ese instante, y tirármela también, pero solo me limité a esperar su respuesta. Me preguntó cuándo y le respondí que, si podía, esa misma noche. Y me dijo que sí. También me dijo su nombre: Adriana.
Acordamos encontrarnos en una hora, cuando ella saliera. Yo la recogería en mi carro dos cuadras más adelante, para que la gente del trabajo no la molestara. Esperé con ansías, tratando de planear todo, sin poder controlar una mezcla de nervios y erecciones, que se iban y venían con solo recordar a esa maravilla de mujer. Pero tenía que actuar con calma, ir paso a paso, aunque eso significase regresar sin sexo a casa.
Llamé a mi esposa y le dije que saldría con unos amigos y que de repente llegaba un poco tarde. Encendí el carro, respiré profundo y me di ánimos, como si fuese a entrar a un partido o una pelea. Manejé lentamente, hasta el lugar acordado y ahí estaba ella, Adriana: con una casaca pequeña y blanca y unos jeans apretadísimos, que casi me hacen chocar, porque resaltaban ese endemoniado y a la vez celestial culo. Ella subió con prisa, me sonrió y empezamos a conversar. Recién entonces me enteré que tenía solo diecinueve años, lo que, por puro morbo, me generó una inmediata erección. Me controlé y seguimos conversando: Adriana estudiaba administración durante el día y en las tardes trabajaba como anfitriona, vivía por la zona norte de Lima y tenía dos hermanas y un hermano. Yo simulaba interés, mientras íbamos a un lugar que ella sugirió, después de rechazar mi propuesta inicial. De esa noche, solo queda decir que conversamos mucho, congeniamos, pero no hubo sexo. Aunque sí me dio su número, un beso de esos que son casi en la boca y la promesa de vernos al día siguiente. Y en ese día siguiente, noche de sábado en realidad, tampoco pasó nada, como tampoco pasaría el siguiente miércoles en un bullicioso café ni el viernes. Yo estaba un poco cansado, pero valía la pena el esfuerzo, porque Adriana era realmente riquísima, muy joven y no era para nada una pendeja típica de las que abundan anfitrionando, aunque sí le gustaban las bromas de doble sentido que a veces le hacía y también yo podía notar que ella quería acercarse más, aunque se cohibía. Así que encontré la solución.
El sábado en la noche la llevé a uno de mis bares preferidos y pedí la especialidad de la casa: Pisco Sour. Ya antes de tomar, Adriana tenía un brillo especial en los ojos, se sentó muy cerca a mí y estaba bastante cariñosa, algo que con el trago aumentó mucho más. Conversamos de algunas estupideces, le hice muchas bromas hasta que, por fin, nos besamos. Y todo empezó a cambiar. Mi mano recorría su espalda, sus brazos, parte de sus caderas, mientras ella venía por ratos hacia mí, recostando su cabeza o su cuerpo contra mi pecho, besándome cada vez más. Le dije que estaba algo mareada y que iba a llevarla a dormir. Adriana sonrió un segundo y luego hizo puchero, preguntándome si ya me había aburrido de estar con ella. Yo le respondí que no, pero que ya había demasiada gente en el lugar y no podíamos conversar bien. Así que nos fuimos.
Ya en mi carro, nos besamos con más soltura, con más pasión. En un momento, pude ver que su pantalón se había bajado un poco y resaltaba una tanga diminuta, una tira ínfima de tela que seguramente se perdía entre sus monumentales nalgas. Totalmente excitado, mi mano siguió recorriendo su cuerpo, aunque sin sobrepasarme mucho todavía. Ella se dejaba primero y luego empezó a corresponder, a besarme el cuello, a pasar sus manos por mi espalda, por mi cabello.
(Continurá )
Hace casi un mes, una tarde, salí de mi oficina para caminar un rato, algo que usualmente hago. Pasé por un par de restaurantes y unos cuantos bancos, hasta que crucé una tienda de telefonía móvil, y entonces la vi: estaba de espaldas, repartiendo volantes e invitando a pasar a la gente, usaba una blusa de color vivo que marcaba su estrecha cintura y unas leggins negras que dejaban ver libremente y en todo su esplendor un trasero monumental, firme, redondo, perfecto. Seguí mi camino y pude ver su rostro, sus ojos algo rasgados, su piel clara, sus cabellos negros y largos. Desde ese instante, no pude dejar de pensar en ella.
En mi camino de regreso, pasé a su lado y me entregó un volante, sonriente, diciéndome algo que no entendí, mirándome fijamente. Yo solo le dije gracias y regresé a mi oficina, deseándola ya desde entonces, pensando en lo delicioso que sería bajarle el pantalón y tener frente a mí ese culo que me había hechizado.
Al día siguiente, fui lo mejor vestido que pude y, con algo de temor, volví a pasar por ese lugar y felizmente ella estaba ahí. Pude verla mejor: era realmente guapa, muy joven y me fijé en sus pechos, pequeños pero firmes y nuevamente en su marcada cintura. Y luego, nuevamente su trasero. Ese trasero que no se iba de mi mente. Tenía que hacer algo, hablarle, pero no sabía cómo. Lo peor de todo es que estaba rodeada de vendedores y gorilas de seguridad. Ella me entregó otro volante y así pasó un nuevo día.
Fue recién al tercer día cuando, al pasar nuevamente a su lado, ella se acercó a darme otro folleto:
- Ya tengo una colección de estos, mi amor. Todos los días me das uno le dije, sonriéndole y repitiendo esa frase que tenía preparada desde la mañana.
- Ay, disculpe respondió ella, sonriendo también. Ya no le voy a dar nada, entonces.
- No me digas eso, pues. ¿Cómo que ya no me vas a dar nada? continué, sin saber bien qué más decir, hasta que un tipo de seguridad pasó a nuestro lado, mirándonos y ella tuvo que alejarse, aunque sin dejar de sonreír.
De ese momento, pasaron algunos días más, en los que yo pasaba y la saludaba, le sonreía e incluso le decía algo breve, y ella, por suerte, correspondía a todo.
La semana ya se acababa, era viernes por la tarde y yo había tenido suerte de que ella hubiese estado toda la semana, pero no podía perder más tiempo y tenía que actuar. Así que totalmente decidido, dispuesto a vencer o morir, con la ventaja de haberla conocido aunque sea un poco, fui donde ella y le hablé. Le dije que había visto las ofertas y promociones de los volantes, pero que yo ya tenía todo eso, celular, teléfono y cable, así que no lo necesitaba.
- Lo que no sé cómo conseguir le dije, bastante nervioso, casi atropellando las palabras es que salgas conmigo a tomar algo.
Ella sonrió y quise besarla en ese instante, y tirármela también, pero solo me limité a esperar su respuesta. Me preguntó cuándo y le respondí que, si podía, esa misma noche. Y me dijo que sí. También me dijo su nombre: Adriana.
Acordamos encontrarnos en una hora, cuando ella saliera. Yo la recogería en mi carro dos cuadras más adelante, para que la gente del trabajo no la molestara. Esperé con ansías, tratando de planear todo, sin poder controlar una mezcla de nervios y erecciones, que se iban y venían con solo recordar a esa maravilla de mujer. Pero tenía que actuar con calma, ir paso a paso, aunque eso significase regresar sin sexo a casa.
Llamé a mi esposa y le dije que saldría con unos amigos y que de repente llegaba un poco tarde. Encendí el carro, respiré profundo y me di ánimos, como si fuese a entrar a un partido o una pelea. Manejé lentamente, hasta el lugar acordado y ahí estaba ella, Adriana: con una casaca pequeña y blanca y unos jeans apretadísimos, que casi me hacen chocar, porque resaltaban ese endemoniado y a la vez celestial culo. Ella subió con prisa, me sonrió y empezamos a conversar. Recién entonces me enteré que tenía solo diecinueve años, lo que, por puro morbo, me generó una inmediata erección. Me controlé y seguimos conversando: Adriana estudiaba administración durante el día y en las tardes trabajaba como anfitriona, vivía por la zona norte de Lima y tenía dos hermanas y un hermano. Yo simulaba interés, mientras íbamos a un lugar que ella sugirió, después de rechazar mi propuesta inicial. De esa noche, solo queda decir que conversamos mucho, congeniamos, pero no hubo sexo. Aunque sí me dio su número, un beso de esos que son casi en la boca y la promesa de vernos al día siguiente. Y en ese día siguiente, noche de sábado en realidad, tampoco pasó nada, como tampoco pasaría el siguiente miércoles en un bullicioso café ni el viernes. Yo estaba un poco cansado, pero valía la pena el esfuerzo, porque Adriana era realmente riquísima, muy joven y no era para nada una pendeja típica de las que abundan anfitrionando, aunque sí le gustaban las bromas de doble sentido que a veces le hacía y también yo podía notar que ella quería acercarse más, aunque se cohibía. Así que encontré la solución.
El sábado en la noche la llevé a uno de mis bares preferidos y pedí la especialidad de la casa: Pisco Sour. Ya antes de tomar, Adriana tenía un brillo especial en los ojos, se sentó muy cerca a mí y estaba bastante cariñosa, algo que con el trago aumentó mucho más. Conversamos de algunas estupideces, le hice muchas bromas hasta que, por fin, nos besamos. Y todo empezó a cambiar. Mi mano recorría su espalda, sus brazos, parte de sus caderas, mientras ella venía por ratos hacia mí, recostando su cabeza o su cuerpo contra mi pecho, besándome cada vez más. Le dije que estaba algo mareada y que iba a llevarla a dormir. Adriana sonrió un segundo y luego hizo puchero, preguntándome si ya me había aburrido de estar con ella. Yo le respondí que no, pero que ya había demasiada gente en el lugar y no podíamos conversar bien. Así que nos fuimos.
Ya en mi carro, nos besamos con más soltura, con más pasión. En un momento, pude ver que su pantalón se había bajado un poco y resaltaba una tanga diminuta, una tira ínfima de tela que seguramente se perdía entre sus monumentales nalgas. Totalmente excitado, mi mano siguió recorriendo su cuerpo, aunque sin sobrepasarme mucho todavía. Ella se dejaba primero y luego empezó a corresponder, a besarme el cuello, a pasar sus manos por mi espalda, por mi cabello.
- ¡Au! dije, simulando que me había golpeado con el freno de mano en mis partes blandas, partes que Adriana miró fugazmente y no sé si notó mi bestial erección. Creo que mejor vamos a un lugar más cómodo.
Adriana dudó un segundo, me esquivó la mirada, luego sonrió, volvió a mirarme y me besó una vez más.
- Vamos me respondió.
(Continurá )