maradonita
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13 Years of Service
Yo era apenas un imberbe que daba tumbos por la vida. Había decidido irme de casa a los diecinueve años, no había acabado los primeros ciclos de la universidad y estaba desempleado. Sobrevivía en un hotel de mala muerte en Los Olivos, cuando de pronto, mi vida cambiaría repentinamente aquella mañana.
Sin más remedio que salir a buscar trabajo, había repartido mi curriculum por todos lados, casi como si fuesen volantes de supermercado. Obviamente había rellenado los espacios con mentiras tan atroces como decir que tenía experiencia laboral previa, que ya llevaba seis ciclos en la universidad 'x', etc. Lo que nunca imaginé, es que un banco de renombre se comería tamaño embuste. Querían entrevistarme al día siguiente a primera hora para medir mi potencial. Sin lugar a dudas, la oferta era seductora y rechazarla, hubiese sido una estupidez monumental. Acepté la propuesta sin remilgos, me presenté a la cita con mi mejor traje y preparé un minucioso discurso con labia aprista para seducir con eficacia. Quién sabe si por gracia divina o porque tuve muchísima suerte, ingresé como contador en la ventanilla cuatro.
Como era de suponerse, los primeros quince días fueron de adaptación. Y yo, me las ingeniaba como podía para aprender medidas y demás quehaceres que requiere un contador experto para el puesto. Sin embargo, ocurrió que un día, el jefe de mi área fue despedido repentinamente y todos los practicantes nos quedamos en el aire. Como todo en el Perú, un tarjetazo es suficiente para conseguir trabajo y eso fue lo que ocurrió con Marina Zubauste, sobrina del administrador del banco.
Marina era bajita, pero había algo en ella que a todos nos puso alertas. Tenía pechos fabricados para otra altura. Eran voluminosos, exuberantes, parecían suaves y mordibles, lo suficiente como para que a todos se nos cayera la baba. La vista era agradable desde cualquier ángulo, incluso por detrás. Avanzaba meneando su humanidad de derecha a izquierda, luciendo los pantalones de sastre bien pegados. Estos, dejaban traslucir su ropa interior, que todos creíamos siempre elegía con cuidado para poder aguantar el peso de aquella mochila.
Pero bien sabe todo buen aventurero que donde se come, no se defeca. Y tal era la situación de todos nosotros. La jefa estaba como quería, pero chocar con ella podía derivar en desempleo o roche general. Además, era la sobrina del administrador y era jugártelas. Había que enfriar la arrechura aún cuando ella, en su afán de ejercer su puesto de jefa, osaba a darnos una reprimenda. Se acercaba hacia tu lugar y ahí, en ángulo recto miraba fijamente la pantalla ( detrás de ella, sigilosamente, todos habían dispuesto una mejor vista de su trasero, empinado por los tacos, con el calzoncito metido entre nalga y nalga). Era inevitable que sus senos fantabulosos te rozaran las mejillas mientras ella te señalaba pacientemente que era lo que tenías que hacer.
Los muchachos del banco y yo, no tardamos en hacernos buenos compañeros. En tiempos de arrechura, los buenos amigos salen a flote. Apenas recibíamos el sueldo nos íbamos a beber en algún antro cercano o sino, nos pasábamos de largo las interminables horas de trabajo mandando mensajes calenturientos a través de la mensajería privada del sistema. Es precisamente ahí dónde no habían fronteras para nuestra imaginación. El tema en común era la jefa y las posiciones que le harías dentro del ring de las cuatro perillas. Sin embargo, yo repetía constantemente mi alucinación más pornera e inverosímil; tenerla debajo de mis rodillas frotando incestuosamente mi falo entre sus tetas, verla poner cara de borreguita apenada y pedirme que la eyaculación le apunte directo en las mejillas, entonces, ella se lamería el rostro y me pediría más, hasta estrujar las últimas gotas del falo que languidecía de a pocos, muerto entre aquellas montañas pecaminosas.
Marina, cuyo nombre ya era una costumbre a la hora del almuerzo, se había convertido en nuestra fantasía más recurrente. Mi historia con Marina empieza aquí, cuando una de las muchísimas tardes que daba rienda suelta a mis historias vía mensajería privada, la susodicha sin motivo aparente me llamó a su oficina, la cual, estaba al costado de la de su tío. Es decir, el administrador.
- Tenemos que hablar acerca de la mensajería privada del sistema, Suárez.
De pronto, sentí un congelamiento inoportuno alrededor de la espina dorsal. La calentura se transformó en incertidumbre, el administrador giró la cabeza, ella, me miraba fijamente como en mi alucinación, solo que esta vez, todo ocurrió en cuestión de segundos. Algo estaba a punto de suceder...
CONTINUARÁ