juandavsalgal
Cabo
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Hola estimados cófrades quiero compartir esta experiencia, es un poco larga, así que no entraré en muchos detalles adicionales para ir lo más rápido posible a la historia. Quería ponerla en un solo relato, pero al escribirla en Word salieron 10 páginas, así que la pondré por partes para no aburrirlos.
Preámbulo:
Esto sucedió hace mucho tiempo yo tenía 18 años. No había podido estudiar después de terminar el colegio, así que me puse a trabajar, pero en mi ciudad Chiclayo no había muchas oportunidades. Un familiar me pasó la voz para venir a Lima a trabajar en una empresa como ayudante de reparto de papel de oficina que quedaba por Yerbateros, pero al poco tiempo hubo recorte de personal y fui uno de los que se quedó sin chamba. No sabía qué hacer, regresar a Chiclayo no era una opción, felizmente me avisaron de un trabajo en una ciudad de la selva, también en reparto y acepté, el sueldo era poco, pero caballero. Acepté y me quité a la selva, era chibolo y me contentaba con tener para vivir, además que la idea de conocer otra ciudad también me animó.
Llegué a la ciudad un sábado, me habían dado el dato de una pensión cerca, fui a la dirección y en verdad estaba cerca al trabajo, podía ir y venir caminando, eso me gustó. En realidad no era una pensión, era la casa de una familia y aún nadie había tomado el cuarto, lo que significaba que el único pensionista iba a ser yo, además no costaba mucho. Me recibió la señora en la sala y me explicó el costo y todo eso, mientras ella hablaba, parte de mi atención se iba a la mesa de atrás, donde estaba su hija adolescente, desde que la vi me gustó, pero en ese momento no pasó por mi mente la idea de tener algo con la chibola.
La chamba era suave y supongo que por eso pagaban poco, para colmo no había mucho que hacer y varias veces nos mandaban temprano a la casa, o simplemente nos decían que no vayamos el día siguiente, por supuesto con su respectivo descuento. La cosa no pintaba bien, ya imaginaba que pronto volvería a estar sin chamba.
La casa pensión:
La casa donde tomé pensión era de dos pisos, y los dueños no ocupaban el primer piso sino el segundo. En el primer piso estaba la sala, el comedor, la cocina y al costado tres cuartos, uno era el que yo ocuparía, el otro estaba vacío y el tercero solo tenía un sofá y un sillón viejos y unos cestos para la ropa sucia. Me pregunté por qué no acondicionaban los otros cuartos para alquilarlos también. Al fondo un patio dónde había una hamaca, y un cuarto de baño con ducha. En el segundo piso, además de los cuartos de la familia, había otro baño que era de ellos. El baño del primer piso era el de visitas y de los inquilinos, o sea que sería mi baño, pero cuando el de arriba estaba ocupado igual usaban el de abajo.
La familia estaba compuesta por el esposo, que era policía, un tipo callado, pero no amargado, más bien amable y buena gente, pero no era muy conversador. La esposa, que era ama de casa, aunque también algunos días iba a ayudar a su hermana en su puesto, galería, bazar o algo así, pero creo que estaba un poco lejos. Ella sí que era bien habladora y risueña, su marido si bien se reía de las ocurrencias de su mujer no era de bromear, él solo le celebraba las bromas a ella. La hija mayor adolescente, quien es la protagonista de esta historia, se llamaba Mireya. Y una niña de 2 o 3 años más o menos.
Mireya:
Mireya era una adolescente de unos 14 o 15 años, estaba en cuarto de secundaria, era agraciada, un poco morenita con un lindo cuerpito, una mestiza buena moza y con esa coquetería de chibola de la selva, sus senos eran grandecitos que hacían que sus polos abulten bien rico. Se vestía unas falditas muy cortitas, o unos shorts bien chiquitos y apretados a veces de jean o a veces de tela delgadita que translucía su ropa interior. Me gustó desde que la vi, pero por supuesto no me hice ilusiones, yo ya tenía 18 y ella una menor, además que yo no era muy aventado para esas cosas y hasta ese momento, a mis 18 años, mis experiencias habían sido pocas, era otra época.
Un día que llegaba yo del trabajo, la encuentro en la puerta de su casa con su hermanita y la bici de la chiquita. Mireya llevaba puesto un top celeste de tiritas y un short de tela color rosado con rayas blancas, pero de esos que no quedan apretados sino flojito. Ella estaba sentada de cuclillas tratando de colocar la cadena en la bici y me pide ayuda, yo me pongo también en cuclillas para hacerlo en eso ella, sin dejar de sujetar la bici y sin dejar de mirar la cadena, separa las piernas y por los lados del short se podía ver su calzoncito que era de color blanco, ¡Wow! Me dejó loco ver esa telita blanquita cubriendo apenas su vagina y dejando ver su ingle (o como dicen en mi tierra: verijas), casi me vuelvo loco ver esa parte de su piel con una tonalidad más oscurita y donde se delataban las puntitas de sus vellos que sobresalían del costado de su calzón (me hizo recordar a una tía en Chiclayo a la que un par de veces le espié la entrepierna, pero eso es otra historia que talvez también la cuente). Mireya sonreía, pero a la vez se hacía la loca y miraba el timón, y luego la cadena, pero no me miraba a mí, aunque esa sonrisa delataba que era consciente de lo que estaba haciendo. Si solo contemplar de esa forma esa entrepierna era alucinante, me imaginaba cómo sería verla totalmente abierta de piernas y sin calzón. No saben la tentación que tenía de meter mi mano por esas aberturas del short y palpar esa ingle y su cosita, aunque sea por encima del calzón, al menos solo rozarlos con la yema de los dedos. Pero con gran esfuerzo me contuve. En compensación demoré un montón colocando la cadena para contemplar esa escena el mayor tiempo posible.
Continuará...
Preámbulo:
Esto sucedió hace mucho tiempo yo tenía 18 años. No había podido estudiar después de terminar el colegio, así que me puse a trabajar, pero en mi ciudad Chiclayo no había muchas oportunidades. Un familiar me pasó la voz para venir a Lima a trabajar en una empresa como ayudante de reparto de papel de oficina que quedaba por Yerbateros, pero al poco tiempo hubo recorte de personal y fui uno de los que se quedó sin chamba. No sabía qué hacer, regresar a Chiclayo no era una opción, felizmente me avisaron de un trabajo en una ciudad de la selva, también en reparto y acepté, el sueldo era poco, pero caballero. Acepté y me quité a la selva, era chibolo y me contentaba con tener para vivir, además que la idea de conocer otra ciudad también me animó.
Llegué a la ciudad un sábado, me habían dado el dato de una pensión cerca, fui a la dirección y en verdad estaba cerca al trabajo, podía ir y venir caminando, eso me gustó. En realidad no era una pensión, era la casa de una familia y aún nadie había tomado el cuarto, lo que significaba que el único pensionista iba a ser yo, además no costaba mucho. Me recibió la señora en la sala y me explicó el costo y todo eso, mientras ella hablaba, parte de mi atención se iba a la mesa de atrás, donde estaba su hija adolescente, desde que la vi me gustó, pero en ese momento no pasó por mi mente la idea de tener algo con la chibola.
La chamba era suave y supongo que por eso pagaban poco, para colmo no había mucho que hacer y varias veces nos mandaban temprano a la casa, o simplemente nos decían que no vayamos el día siguiente, por supuesto con su respectivo descuento. La cosa no pintaba bien, ya imaginaba que pronto volvería a estar sin chamba.
La casa pensión:
La casa donde tomé pensión era de dos pisos, y los dueños no ocupaban el primer piso sino el segundo. En el primer piso estaba la sala, el comedor, la cocina y al costado tres cuartos, uno era el que yo ocuparía, el otro estaba vacío y el tercero solo tenía un sofá y un sillón viejos y unos cestos para la ropa sucia. Me pregunté por qué no acondicionaban los otros cuartos para alquilarlos también. Al fondo un patio dónde había una hamaca, y un cuarto de baño con ducha. En el segundo piso, además de los cuartos de la familia, había otro baño que era de ellos. El baño del primer piso era el de visitas y de los inquilinos, o sea que sería mi baño, pero cuando el de arriba estaba ocupado igual usaban el de abajo.
La familia estaba compuesta por el esposo, que era policía, un tipo callado, pero no amargado, más bien amable y buena gente, pero no era muy conversador. La esposa, que era ama de casa, aunque también algunos días iba a ayudar a su hermana en su puesto, galería, bazar o algo así, pero creo que estaba un poco lejos. Ella sí que era bien habladora y risueña, su marido si bien se reía de las ocurrencias de su mujer no era de bromear, él solo le celebraba las bromas a ella. La hija mayor adolescente, quien es la protagonista de esta historia, se llamaba Mireya. Y una niña de 2 o 3 años más o menos.
Mireya:
Mireya era una adolescente de unos 14 o 15 años, estaba en cuarto de secundaria, era agraciada, un poco morenita con un lindo cuerpito, una mestiza buena moza y con esa coquetería de chibola de la selva, sus senos eran grandecitos que hacían que sus polos abulten bien rico. Se vestía unas falditas muy cortitas, o unos shorts bien chiquitos y apretados a veces de jean o a veces de tela delgadita que translucía su ropa interior. Me gustó desde que la vi, pero por supuesto no me hice ilusiones, yo ya tenía 18 y ella una menor, además que yo no era muy aventado para esas cosas y hasta ese momento, a mis 18 años, mis experiencias habían sido pocas, era otra época.
Un día que llegaba yo del trabajo, la encuentro en la puerta de su casa con su hermanita y la bici de la chiquita. Mireya llevaba puesto un top celeste de tiritas y un short de tela color rosado con rayas blancas, pero de esos que no quedan apretados sino flojito. Ella estaba sentada de cuclillas tratando de colocar la cadena en la bici y me pide ayuda, yo me pongo también en cuclillas para hacerlo en eso ella, sin dejar de sujetar la bici y sin dejar de mirar la cadena, separa las piernas y por los lados del short se podía ver su calzoncito que era de color blanco, ¡Wow! Me dejó loco ver esa telita blanquita cubriendo apenas su vagina y dejando ver su ingle (o como dicen en mi tierra: verijas), casi me vuelvo loco ver esa parte de su piel con una tonalidad más oscurita y donde se delataban las puntitas de sus vellos que sobresalían del costado de su calzón (me hizo recordar a una tía en Chiclayo a la que un par de veces le espié la entrepierna, pero eso es otra historia que talvez también la cuente). Mireya sonreía, pero a la vez se hacía la loca y miraba el timón, y luego la cadena, pero no me miraba a mí, aunque esa sonrisa delataba que era consciente de lo que estaba haciendo. Si solo contemplar de esa forma esa entrepierna era alucinante, me imaginaba cómo sería verla totalmente abierta de piernas y sin calzón. No saben la tentación que tenía de meter mi mano por esas aberturas del short y palpar esa ingle y su cosita, aunque sea por encima del calzón, al menos solo rozarlos con la yema de los dedos. Pero con gran esfuerzo me contuve. En compensación demoré un montón colocando la cadena para contemplar esa escena el mayor tiempo posible.
Continuará...
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