Los celos no aparecen por casualidad. Son el reflejo —torpe, desordenado, a veces incómodo— de cuánto le importas a alguien.
Si realmente le importas, no necesita verte en una situación comprometida para sentir celos. Basta con verte conversar con otra persona, reírte con alguien más, conectar aunque sea un rato… y algo en su interior se va a mover. No porque no confíe en ti, sino porque tu presencia, tu atención, tu afecto le importa. Porque en el fondo, siente que tiene algo valioso contigo que no quiere perder.
En cambio, si no le importas —o ya dejaste de importarle— puedes estar besando a alguien frente a sus ojos, y ni un parpadeo le vas a sacar. No porque sea fuerte, maduro o evolucionado. Simplemente porque le da igual. Y ahí no hay celos, hay indiferencia.
Los celos, bien entendidos, son una señal. No siempre sana, no siempre justa, pero sí reveladora:
👉 Si le importas, le dueles.
Si no le importas, no le afectas.
Y aunque nadie quiere una relación tóxica llena de celos, tampoco se construye amor donde no hay un mínimo de miedo a perder al otro.
Porque en el fondo, lo que de verdad nos duele no es que nos celen…
Lo que duele es darnos cuenta de que, ni aunque juguemos a provocar, logramos importarle lo suficiente como para incomodarlo.