Recuerdos de mi padre
Pasa una corta temporada en Lima y se aloja en el mismo departamento barranquino en el que transcurrieron los últimos días de su padre: Julio Ramón Ribeyro, uno de los mayores prosistas peruanos del siglo XX. Habla de él con una mezcla de orgullo, alegría y enorme gratitud. Lo recuerda tierno y bienhumorado, leyéndole acaso una de sus fascinantes historias o hablándole de fútbol o literatura. Aquí los hallazgos y remembranzas de un hijo que continúa descubriendo a su padre hurgando en los relatos que dejó.
Por Liz Mineo
Julio Ramón Ribeyro Cordero no puede decirme exactamente cuándo fue pero sí recuerda que, después de leer varias veces el último relato que escribió su padre, una certeza lo sacudió.
Titulado Surf, el texto trata de un escritor que se instala en el sexto piso de un edificio con vista al mar para escribir el libro que le daría el reconocimiento largamente anhelado. Como en muchos de los cuentos de Ribeyro, el protagonista fracasa en su intento.
El personaje es él, dice el hijo de Ribeyro ahora, sentado en el estudio barranquino en el que su padre escribió ese cuento cinco meses antes de morir. Cuando lo escribió, él no sabía en qué momento de su vida se encontraba, pero es su retrato final.
Ribeyro escribió el cuento en julio de 1994 y murió en diciembre de ese año. El relato permaneció inédito hasta fines del 2009, fecha en la que el sello Seix Barral lo incluyó en una nueva edición de La palabra del mudo. Según su hijo, ese cuento contiene claves para desentrañar el misterio que aún representa su padre para él.
Dulce y permisivo
Instalado temporalmente en el departamento en el que el escritor vivió los últimos cuatro años de su vida, Ribeyro hijo nos recibió la tarde del último martes. Tiene 44 años, pero su atuendo informal polo negro, blue jeans y zapatillas marrones lo hace lucir diez años más joven, lo que invita al tuteo inmediato.
¿Qué es lo que más extrañas de tu padre?
Conversar con él. Hablábamos de todo, de literatura, de fútbol.
¿En qué idioma hablaban?
En español. Nunca cruzamos una palabra en francés. Mi padre tenía pocas reglas, pero una de ellas era que en casa se hablaba español.
Como padre, Ribeyro era permisivo y dulce. Nunca le pegó ni le levantó la voz a su hijo, recuerda Alida Cordero, su viuda. En conversación telefónica desde París, Cordero dijo a esta revista: Cuando Julito se portaba mal, Julio Ramón le escribía en un papel por qué no debía hacer lo que hizo y se lo pegaba en la puerta de su cuarto. Nunca lo resondró. Siempre trató con mucha dulzura a él y a sus amigos. Era el papá de los amigos de Julito.
Entre los recuerdos que él guarda son especiales los paseos con su padre por el Boulevard St-Germain en el Barrio Latino en busca de espaguetis frescos; los partidos de fútbol en la televisión, los viajes al Perú que hicieron juntos en 1978 y 1980; y las reuniones en su casa de París con escritores y artistas. Le encanta contar cómo un día su padre lo dejó olvidado en el parque al que lo había llevado a jugar.
Tenía mucha facilidad para olvidar las cosas prácticas de la vida, relata. Cuando regresó a casa sin mí, mi madre le preguntó: ¿Dónde está tu hijo?. Cuando llegaron al parque, me vieron jugando con los otros niños. Tenía dos años. No lo recuerdo, así que no debe haber sido traumático.
Lo que sí resultó traumático fue el cáncer al estómago y al esófago que le diagnosticaron a su padre en 1973 y que provocó dos operaciones que redujeron sus órganos digestivos. Perdió 20 kilos para siempre, dice su hijo que en ese momento tenía ocho años. Los doctores le dieron al escritor seis meses de vida, pero vivió 20 años más.
Fueron 20 años de regalo, asegura. Cada año era un año extra. Teníamos una relación completa. Lo vi mucho cuando crecí. Él pasaba mucho tiempo en casa. Nos reíamos mucho juntos.
Ribeyro hijo nació y creció en París, pero pasó su juventud en Londres y Los Ángeles, estudiando dirección de fotografía.
Dieciséis años después de su muerte, el estudio de su padre está casi igual como él lo dejó. Su hijo piensa enchapar el piso con madera. Será el único cambio. Afiches que celebran las obras del escritor y diplomas de premios cubren una pared, y frente a ella está la mesa ante la cual Ribeyro se sentaba a leer y escribir. Sobre esa misma mesa ahora está la laptop del hijo, que en estos días trabaja en un guión de cine.
En la otra pared, la biblioteca rebosa con libros que el escritor trajo de París, medallas aún en sus cajas de terciopelo y una colección de casetes y CDs que va desde sinfonías de Mozart, canciones de Susana Baca, arias de Caruso, piezas de jazz de Glenn Miller hasta boleros de Luis Miguel.
En una esquina, sobre una mesa redonda, cerca del balcón de vidrio que da al mar, reposa la máquina de escribir Olympia, que el escritor utilizó para hacer la mayor parte de sus obras. Solo hacia el final de su vida, empezó a usar una computadora Apple.
Ribeyro no era Vallejo
Cuando se le pregunta si recuerda a su padre melancólico o torturado, el hijo responde sin dudar.
Nunca se sintió Vallejo. No rechazaba la felicidad. Era muy divertido. Pero no se sentía cómodo con extraños. Detestaba las entrevistas.
Y tú, ¿las rechazas también?
Depende.
El escritor rehuía las entrevistas porque le molestaba que le hicieran siempre las mismas preguntas, y que los periodistas no supieran nada de literatura, dijo a Jorge Coaguila, quien lo entrevistó en seis ocasiones entre 1991 y 1993. Era tímido e inseguro, afirma Coaguila, quien ya publicó tres libros sobre Ribeyro y prepara una biografía. Pero me sedujo su mirada del mundo y la imagen del fracaso en sus historias. Sus personajes son los perdedores, los derrotados, con los que muchos nos identificamos.
La versión de que solo en los últimos años de su vida en el Perú Ribyero fue plenamente feliz es desmentida por su viuda desde París. Es mentira que haya sido feliz sólo después de que regresó al Perú, dice Alida Cordero. Fue feliz de niño, fue feliz con todas las novias que tuvo, fue feliz cuando nos casamos y fue feliz cuando nació Julito. Fue feliz cuando estaba con sus amigos, cuando viajaba, cuando iba al Perú, pero no se puede ser feliz los 365 días del año.
En 1990, al cabo de poco más de treinta años de residencia en París, Ribeyro decidió volver a Lima. Aquí se reencontró con sus amigos y su familia. Su última fiesta de cumpleaños la celebró en el sótano de la quinta miraflorina en la que vivieron, de jóvenes, él y su hermano Juan Antonio. Julio Ramón mantuvo una correspondencia constante con su hermano. Sus cartas han sido publicadas en un libro titulado Cartas a Juan Antonio.
Vivían uno para el otro, precisa Lucy Ipenza, la viuda de Juan Antonio. Eran amigos, se contaban todo. Eran almas gemelas. Cuando Julio Ramón murió, Juan Antonio no pudo soportar la tristeza y se fue tras él. Juan Antonio murió dos años después de su hermano.
De los cuentos de su padre, el hijo guarda un afecto especial por Silvio en El Rosedal, no solo por el relato en sí mismo sino por el recuerdo de su padre leyéndoselo en su departamento en París cuando era un adolescente. No estoy muy seguro de haber entendido todo en ese momento comenta sonriendo. Pero recuerdo que cuando mi padre lo leyó estaba muy emocionado. Él estaba seguro de que había escrito algo muy especial.
El hijo admira que su padre no se haya convertido en un escritor profesional, de esos que firman contratos con editoriales para escribir libros cada año, que se pasean por librerías para firmar textos y presentarlos. Él no hubiera soportado eso, dice.
Prefería la libertad del anonimato. Le encantaba escribir; publicar era otra historia. No buscaba ni la fama ni la figuración.
Pero afirma que le agrada el reconocimiento que la obra de su padre está alcanzando en América Latina. El interés se ha reavivado después de la nueva edición de La palabra del mudo y La tentación del fracaso, su diario personal. En marzo pasado, El Mercurio y La Tercera de Chile publicaron elogiosos artículos sobre Ribeyro.
¿Hay obras que te faltan leer de tu padre?
Sí, no he leído todas sus novelas.
Pero planea hacerlo. Surf, el cuento que lo impactó, lo seduce por su mezcla de ficción y realidad y sus guiños al lector. En él, el escritor, que nunca tuvo el reconocimiento que creía merecer, se enfrenta a la frustración de no poder escribir una obra maestra, primero zambulléndose en una vida agitada y libertina, luego aislándose del mundo y contemplando el mar para después acabar por convertirse en un corredor de olas. Tras varios intentos fallidos por domarlas, una noche el escritor encuentra una ola que lo conduce a la eternidad. Ribeyro hijo tiene ahora la certeza de que conocerá más a su padre leyendo una y otra vez las ficciones que dejó; mientras tanto, ha empezado a tomar clases de surfing.
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