El hecho no ocurrió en un día equis del año 68 o del 70. Los militares que acompañaron a Velasco, igual que éste, no tenían una idea clara de lo que iban a hacer en el gobierno el día que irrumpieron en Palacio y tampoco la tuvieron en los años siguientes. Tardó un tiempo para que fueran dándose cuenta de lo que hacían, aunque nunca llegaron a ponerse de acuerdo en cuanto a las metas finales. No hay, pues, fecha para recordar y lamentar el infortunio.
Tampoco carecía de antecedentes el proceso de integración nacional que la revolución militar puso en marcha. El más reciente había sido justamente la prédica electoral del arquitecto Belaúnde y las primeras jornadas de Cooperación Popular al inicio de su régimen. Bellos instantes de diálogo fecundo, de abrazo fraterno entre peruanos de la ciudad y el campo, que desgraciadamente quedaron truncos, como cometas inconclusas que soñaron inútilmente con volar.
El Perú se jodió con la revolución militar del 68 porque, ilusamente, creímos encontrar la fuente de la felicidad en el modelo socialista. No se jodió porque en esos años se dieron pasos firmes hacia la integración peruana. No. Acelerar el paso en esa dirección era necesario para que el país fuera adquiriendo, por fin, conciencia de nación, para que los peruanos entendiéramos qué es sentido nacional. Ya que no es posible hablar de nación peruana mientras el indio, el indígena de estas tierras, no se halle incorporado, junto con los demás peruanos, a la actividad del hombre moderno; mientras no lleguemos a entender que la rabulesca eliminación de la palabra indio en el diccionario peruano no elimina -ni siquiera esconde- el problema del indio. Un problema que nos ronda desde comienzos de la República y que siempre se ha pretendido soslayar, enmascarar, olvidar. Por lo pronto, son escasos, se les podría contar con los dedos de una mano, los políticos y pensadores peruanos que han tocado sin temor el problema del indio. Entre esos pocos uno de los más lúcidos, descarnados, es José Carlos Mariátegui, quien no tiembla al hundir el dedo en la llaga cuando dice: En el Perú, el problema de la unidad es más hondo porque no hay aquí que resolver una pluralidad de tradiciones locales o regionales sino una dualidad de raza, de lengua y de sentimiento, nacida de la invasión y conquista del Perú autóctono por una raza extranjera que no ha conseguido fusionarse con la raza indígena ni eliminarla ni absorberla.
He aquí el problema magistralmente expuesto. Pero ¿cuál será la solución?, ¿cuál será el destino de estas tierras? Y la respuesta es un dilema: o nos fusionamos civilizadamente, inteligentemente, corrigiendo los desatinos del siglo y medio, o Sendero eliminará salvajemente a medio Perú para levantar sobre los escombros su patria, la de los vencedores (recordemos la época en la que escribe Igartúa). Esta es la hora aterradora que vive el Perú.
Pero ya dije que por mirarle el rostro al problema del indio no se jodió el Perú. Al revés, por no mirarlo, o por despreciar al indio, fue que nos ocurrieron grandes desastres -como la derrota de Yungay-; pero no sigamos con el tema por ahora. Ya habrá espacio más adelante para hablar de la arrogancia, la mezquindad y la estrecha visión limeñas contra el indio Santa Cruz, contra quien planteó establecer un diálogo vital entre la Costa y la Sierra, y así llegar a la fusión, a la integración humana de los distintos Perúes.
El Perú se jodió, repito, cuando optó, en la época de la revolución militar, por el estatismo. Cuando, en lugar de insistir en la unión nacional y ajustar los instrumentos de desarrollo a esa meta superior, optó por el enfrentamiento de clases, por el odio de razas. Se jodió cuando, sin comprensión de la realidad peruana, sin captar las corrientes modernas y sin advertir los desastres que el colectivismo había ya producido en el mundo, los militares revolucionarios, instigados por un grupo de inexpertos intelectuales marxistas, escogieron como modelo el socialista. Sí, socialista, tal como está escrito; aunque en verdad se trató de un sistema ajeno al Perú y desconocedor de sus problemas, nacido de libros y de aventuras juveniles europeas, un socialismo chato, poco inteligente, muy distante de las ideas humanistas, samaritanas, generosas, que dieron origen a esa corriente social. Un socialismo parecidísimo al que, junto a un tenso enfrentamiento racial, quiso imponer el presidente Alan García. Como si sus principales consejeros fueran los mismos jóvenes marxistas que inspiraron los traspiés militares de los años setenta.
Porque los dioses se compadecieron de nosotros en aquellos años de la revolución militar, el Perú no llegó a caer en el abismo cubano, aunque sí estuvimos cerca de ello. En el Perú de esos días sólo se pensó en repartir, distribuir, arrebatar. Nadie habló a las masas de producción, de rendimiento, de efectividad, de eficacia, de capacidad; y si alguien lo hacía, nadie daba un centavo por su futuro político. Menos todavía si asociaba la efectividad empresarial a la creatividad, a la imaginación del individuo, a la tenacidad, dedicación y sacrificio del propietario. Aquello tan antiguo que decía: El ojo del amo engorda al caballo, que muy bien conocían y aplicaban nuestros abuelos.
Esas ideas desastrosas, basadas en hacer daño al que acumuló ganancias legítimas con trabajo y perseverancia, enraizaron en el Perú y se consagraron como las mejores opciones a seguir.
Todo comenzó con la Reforma Agraria.
No porque no hubiera que hacerla -como que hay que borrar y seguir borrando todo tipo de explotación e injusticia donde éstas se encuentren- sino porque esa reforma se hizo mal y sirvió para no acrecentar el rendimiento del agro sino para activar enconos y revanchas, abusos y tropelías. Los latifundios de la Sierra eran una vergüenza, porque explotaban al campesino y porque eran, además, improductivos. Hoy, la situación en la Sierra no ha variado en cuanto a productividad -los reformistas no se ocuparon de alentar y orientar al campesino- y, si bien han desaparecido los latifundistas, no faltan otros explotadores en su reemplazo.
En la Costa era inaceptable el monopolio del algodón y el azúcar, controlado por tres o cuatro familias. Pero en lugar de dejar la industria en manos privadas y de promover auténticas cooperativas agrarias responsables de su gestión, integradas por trabajadores y técnicos, se optó por el colectivismo; y los frutos de la irresponsabilidad están a la vista. Tampoco se hizo justicia a los medianos y pequeños empresarios del campo -por lo general, ingenieros agrónomos- que habían logrado alcanzar, manteniendo buenas relaciones con sus trabajadores, grandes rendimientos en fundos de cincuenta, cien y ciento cincuenta hectáreas. A éstos jamás debió alcanzarles la reforma. Eran el motor y el futuro de nuestra agricultura.
En pocas palabras, la Reforma Agraria, desgraciadamente, significó no modernización del campo sino repartija de tierras. También hubo despojo de herramientas, maquinarias y casas- habitación. Significó la parálisis de la propiedad agrícola, porque la tierra dejó de ser un bien útil para financiar la actividad agrícola para crecer y prosperar. La tierra sólo sirvió para vegetar en ella.
Con la Reforma Agraria no aumentó la producción; al contrario, bajó y siguió bajando, porque nadie o casi nadie se atrevió a cometer el sacrilegio de ir a contrapelo de los sacrosantos mitos de esos días, como el de la Reforma Agraria, y hasta hoy hay resistencia a corregir los errores que la hacen contraproducente a los intereses del país, empobrecedora de los pobres.
(No faltará quien, al leer estas líneas, se pregunte ¿por qué Oiga no apoyó en todo momento a Fujimori?... Y la interrupción vale para aclarar que esta revista se ha cansado de puntualizar que está de acuerdo con el lineamiento general de la política económica del actual régimen, pero que también, permanentemente, ha rechazado el sectarismo liberal con la misma convicción con que repudia todo fundamentalismo. Para Oiga, las reglas del mercado deben tener excepciones, de acuerdo a la naturaleza de los pueblos y a las circunstancias del momento. Y también Oiga está en desacuerdo con las exageraciones ayatolistas, como la de hacer ilimitada la propiedad de la tierra, ya que esta disposición abre las puertas al latifundismo -que siempre será nefasto- y hará posible, aunque sea en teoría, en extravagante hipótesis, que un jefe árabe despistado o borracho, o un Midas cualquiera, se haga propietario del Perú entero. ¿Por qué no fijar extensiones tan amplias como lo recomienda la técnica y dejar abierta la posibilidad de ampliar esos límites cuando el interés nacional -igual que en las expropiaciones- amerite un acuerdo de ministros para el caso; y evitar así el otro disparate que es poner impuesto a las extensiones mayores, porque eso sería castigar a la eficiencia? ¿Por qué en Europa, que algo nos aventaja en experiencia, muchas cosas no se venden sino se conceden por 99 años?... Y, para completar el paréntesis, para que quede constancia de que la abierta oposición de Oiga al gobierno no es gratuita: Oiga cree que un gobierno no deja de ser dictadura por tener mayoría de votos -ahí están los ejemplos de Hitler y Mussolini- y estima que todo autoritarismo es negación del civilizado estado de derecho al que aspiran todos los pueblos anhelantes de un desarrollo sostenido).
Otro de los instrumentos revolucionarios que con ilusión y sano entusiasmo puso en marcha el gobierno militar fue la Comunidad Laboral. Idea alentada, sin duda, por nobilísimos propósitos y basada en impecable teoría sobre la armonización del hombre con su trabajo. Pero una cosa son los cálculos en el papel y otra la realidad. De allí que lo que se pensó como impulso a la productividad, como sustituto del sindicato, resultó constituyéndose en un añadido a las trabas que desalientan la producción.
Lo mismo podría decirse de la estabilidad laboral. Otra ley con esas buenas intenciones que empiedran el infierno, ya que en lugar de aumentar los puestos de trabajo -que era lo que se pretendía-, éstos fueron disminuyendo. Y, peor aún, esa disposición sirvió para destruir con suma eficacia la disciplina en los centros de trabajo.
Cuando se hicieron irreversibles estas disposiciones, muchas de ellas inspiradas en ideas saludables, pero todas contagiadas de resentimiento y mediocridad, a la vez que administradas por holgazanes, fue que se jodió el Perú. Fue entonces que el país comienza a desintegrarse, justo cuando la repartija se hace norma y el socialismo rampante de los cafés latinoamericanos en Europa se hace meta.
Fue un cúmulo de errores que explosionaron de pronto; errores que habíamos ido almacenando desde muy antiguo, desde aquel gran descalabro de Yungay. Porque -hay que decirlo de una vez- lo que se enseña en las escuelas, lo que opina don Jorge Basadre y lo que nos escribe un lector amable sobre Santa Cruz y la Confederación Perú- boliviana es un engaño que encubre, esconde, maquilla la verdad. Una verdad que, por ser muy amarga, no es agradable reconocer. Pero que es verdad.
Nuestro primer gran contratiempo repito- fue la destrucción de la Confederación. No porque Castilla o Gamarra hubieran sido traidores a la patria, que no lo fueron. Sólo a los peruanos nos satisface repartirnos como volante de circo el título de traidor. Sí fueron unos despistados que no vieron, ni siquiera olfatearon, lo que ocurría bajo los hechos que ellos vivían apasionadamente. Fueron políticos tan torpes que creyeron posible la anexión del Perú por Bolivia. Tremenda equivocación -imperdonable en quienes se estimaban estadistas-, alentada por Chile, país que sí veía un peligro para él -para su expansión- en la Confederación. De allí que se aplicara en ser asilo grato para los refugiados peruanos. Lo que no niega que Castilla fuera más tarde un excelente y patriótico administrador y que los dos (Castilla y Gamarra) fueran valiosísimos soldados -hasta geniales estrategas si se quiere- a los que les corresponden todos los méritos y honores de la derrota que sufrieron en Yungay los confederados del indio Santa Cruz. Al jefe chileno de la expedición, general Bulnes, sólo le correspondió -para desgracia nuestra- la victoria política. Con ello cumplió los planes trazados por Diego Portales (de cuya figura hablé en otro post), el gran estadista chileno que halagó y amparó a los deportados peruanos que encabezaron, bajo mando chileno, las dos expediciones restauradoras que culminaron en Yungay. Planes y estrategia detalladamente explicados en la carta de Portales, que reproduce Jorge Basadre, y que en un párrafo dice exactamente: Va usted, en realidad -le escribe Portales a Blanco Encalada, jefe de la primera expedición-, a conseguir con el triunfo de sus armas la segunda independencia de Chile
. La posición de Chile frente a la Confederación Perú- boliviana es insostenible. No puede ser tolerada ni por el pueblo ni por el gobierno porque ello equivaldría a su suicidio. No podemos mirar sin inquietud y mayor alarma la existencia de dos pueblos confederados y que, a la larga, por la comunidad de origen, lengua, hábitos, religión, ideas, costumbres, formarán, como es natural, un solo núcleo.
Lo que Portales veía con clarísima precisión -también así lo veía desde el campo opuesto Santa Cruz- no lo vieron los díscolos caudillos peruanos, con Castilla a la cabeza; pero, sobre todo, no lo veía la virreinal y engreída Lima, la amodorrada ciudad de la mazamorra y el arroz con leche. Tampoco lo ven nuestros historiadores y algunos de los lectores de Oiga que me han escrito sobre el tema. Sí lo vio Bolívar, quien no quiso un Perú fuerte e hizo del Alto Perú una nación independiente. Y, muchas páginas atrás en la historia, así también lo vio el virrey Manuel Guirior, quien escribió en 1778 cuando se comenzó a hablar de la Audiencia de Charcas y de hacerla -como se hizo- dependencia del virreinato de Buenos Aires: El reino del Perú, Bajo y Alto, no admite división perpetua.
Portales, con larga y aguda visión de estadista él es el padre de la nación chilena-, advierte que es natural la unión de los dos Perúes, que el idioma el quechua y el aimara- los unifica, que habrá con el tiempo una ligazón inseparable con Lima capital, que la Sierra y la Costa -con paridad en el diálogo- unirán capacidades y recursos. Adivina él, chileno, lo que pudo ser este país y no fue -por obra de él, en parte-, mientras que los peruanos seguimos sin captar, sin sentir el problema del indio, queriéndolo eliminar, borrando la palabra indio del diccionario. O entendiéndolo mal, soberbiamente, con desprecio, como lo entendía la frívola Lima de los años de la Confederación; la Lima que se rendía a los pies de Salaverry y Vivanco porque eran blancos, altaneros y poco sagaces; la Lima que detestó en Santa Cruz al indio. Así lo decían sus coplas: Que este Alejandro huanaco extienda hasta el Juanambú sus aspiraciones viejas. ¿Por quí, humbre, el Bolivia dejas? ¿Por quí boscas la Pirú?.