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MASTER MEMBER
Estimados cofrades, comparto con Ud. este terrible cuento de Guy de Maupassant publicado por primera vez en 1,886. Ya en muchos cuentos Maupassant dio indicios de una incipiente locura, que años mas tarde lo llevarían a una serie de intentos frustrados de suicidio, lo cual finalmente conseguiría en 1893. Si no han leido este cuento vean lo que el miedo y la desesperanza pueden llegar a hacer:
8 de mayo.— ¡Qué día tan espléndido! He pasado toda la mañana tumbado en la hierba, delante de mi casa, bajo el enorme plátano que la cubre, la abriga y la sombrea por entero. Me gusta esta región, y me gusta vivir en ella porque aquí tengo mis raíces, esas profundas y delicadas raíces que ligan a un hombre a la tierra donde sus abuelos han nacido y han muerto, que lo ligan a lo que allí se piensa y se come, lo mismo a las costumbres que a los alimentos, a las locuciones locales, las entonaciones de los campesinos, los olores del suelo, de los pueblos y del propio aire.
Me gusta la mansión donde he crecido. Desde mis ventanas, veo correr el Sena a lo largo de mi jardín, detrás de la carretera, casi dentro de casa, el grande y ancho Sena, que va de Ruán al Havre, cubierto de barcos que pasan.
A la izquierda, allá al fondo, Ruán, la dilatada ciudad de tejados azules, bajo una puntiaguda multitud de campanarios góticos. Son innumerables, frágiles o anchos, dominados por la aguja de hierro de la catedral, y llenos de campanas que tocan en el aire azul de las hermosas mañanas, lanzando hasta mí su dulce y remoto bordoneo de hierro, su canto de bronce que me llega, ora más fuerte ora más debilitado, según que la brisa despierte o se adormezca.
¡Qué buen tiempo hacía esta mañana!
Hacia las once, un largo convoy de navíos, arrastrados por un remolcador del tamaño de una mosca y que jadeaba de fatiga vomitando un humo espeso, desfiló ante mi verja.
Detrás de dos goletas inglesas, cuyo pabellón rojo ondeaba sobre el cielo, venía una soberbia corbeta brasileña, toda blanca, admirablemente limpia y reluciente. La saludé, no sé por qué, porque me agradó mucho verla.
12 de mayo.— Tengo algo de fiebre desde hace unos días; me siento indispuesto, o mejor dicho me siento triste.
¿De dónde vienen esas misteriosas influencias que mudan en desánimo nuestra felicidad y nuestra confianza en desamparo? Se diría que el aire, el aire invisible está lleno de incognoscibles Poderes, cuya misteriosa vecindad sufrimos. Me despierto pleno de gozo, con ganas de cantar en la garganta. —¿Por qué?—. Bajo hasta la orilla del río; y de pronto, tras un corto paseo, regreso desolado, como si alguna desgracia me esperase en casa. —¿Por qué?—. ¿Es un escalofrío que, rozándome la piel, ha roto mis nervios y ensombrecido mi alma? ¿Es la forma de las nubes, o el color del día, el color de las cosas, tan variable, que, al pasar por mis ojos, ha perturbado mis pensamientos? ¡Quién sabe! Todo lo que nos rodea, todo lo que vemos sin mirarlo, todo lo que rozamos sin conocerlo, todo lo que tocamos sin palparlo, todo lo que encontramos sin distinguirlo, ¿tendrá sobre nosotros, sobre nuestros órganos y, a través de ellos, sobre nuestras ideas, sobre nuestro propio corazón, efectos rápidos, sorprendentes e inexplicables?
¡Qué profundo es este misterio de lo Invisible!
No podemos sondearlo con nuestros miserables sentidos, con nuestros ojos que no saben percibir ni lo demasiado pequeño ni lo demasiado grande, ni lo demasiado próximo ni lo demasiado remoto, ni los habitantes de una estrella ni los habitantes de una gota de agua... con nuestros oídos que nos engañan, pues nos transmiten las vibraciones del aire como notas sonoras. Son duendes que hacen el milagro de cambiar en ruido ese movimiento y que gracias a esa metamorfosis engendran la música, que convierte en cántico la muda agitación de la naturaleza... con nuestro olfato, más débil que el de un perro... ¡con nuestro gusto, que apenas puede discernir la edad de un vino!
¡Ah! Si tuviéramos otros órganos que realizaran en nuestro provecho otros milagros, ¡cuántas cosas podríamos descubrir a nuestro alrededor!
16 de mayo.— Estoy enfermo, ¡no cabe duda! ¡Me encontraba tan bien el mes pasado! Tengo fiebre, una fiebre atroz, o mejor dicho un enervamiento febril que me atormenta el alma tanto como el cuerpo. Tengo sin cesar la espantosa sensación de un peligro inminente, la aprensión de una desgracia que se acerca o de la muerte que se avecina, un presentimiento que es sin duda efecto de un mal todavía ignorado, que germina en la sangre y en la carne.
18 de mayo.— Vengo de la consulta del médico, pues ya no podía dormir. Me encontró el pulso alterado, ojos dilatados, nervios vibrantes, pero sin ningún síntoma alarmante. Tengo que darme duchas y tomar bromuro de potasio.
25 de mayo.— ¡Ningún cambio! Mi estado es verdaderamente raro. A medida que se acerca la noche, me invade una inquietud incomprensible, cual si la oscuridad escondiese una terrible amenaza. Ceno pronto, después intento leer; pero no entiendo las palabras; apenas distingo las letras. Camino entonces de acá para allá por mi salón, oprimido por un temor confuso e irresistible, temor al sueño y temor a la cama.
Hacia las diez, subo a mi habitación. En cuanto entro, cierro con dos vueltas de llave y corro los cerrojos; tengo miedo... ¿de qué?... Hasta ahora no temía nada... abro los armarios, miro debajo de la cama; escucho, escucho... ¿qué?... ¿No es extraño que un simple malestar, un trastorno circulatorio acaso, la irritación de un nervio, un poco de congestión, una mínima perturbación del funcionamiento tan imperfecto y delicado de nuestra máquina viviente, pueda convertir en melancólico al más alegre de los hombres, y en cobarde al más valiente? Después me acuesto, y espero al sueño como quien espera al verdugo. Lo espero con el espanto de que llegue, y mi corazón late, y mis piernas tiemblan; y todo mi cuerpo se estremece entre el calor de las sábanas, hasta el momento en que me hundo de repente en el descanso, como quien se hundiera, para ahogarse, en una sima de agua estancada. No lo siento venir, como antes, a ese sueño pérfido, oculto cerca de mí, que me acecha, que va a atraparme por la cabeza, a cerrarme los ojos, a aniquilarme.
Duermo —mucho tiempo— dos o tres horas, y después un sueño —no, una pesadilla— me abruma. Noto perfectamente que estoy acostado y que duermo... lo noto y lo sé... y noto también que alguien se acerca a mí, me mira, me palpa, se sube a mi cama, se arrodilla sobre mi pecho, coge mi cuello entre sus manos y aprieta... aprieta... con todas sus fuerzas, para estrangularme.
Yo me debato, encadenado por esa impotencia atroz que nos paraliza en los sueños; quiero gritar —no puedo—; quiero moverme —no puedo—; intento con horrorosos esfuerzos, jadeante, darme la vuelta, rechazar ese ser que me aplasta y me ahoga —¡no puedo!—.
Y de pronto, me despierto, enloquecido, bañado en sudor. Enciendo una vela. Estoy solo.
Después de esta crisis, que se renueva todas las noches, duermo por fin, en calma, hasta la aurora.
2 de junio.— Mi estado se ha agravado aún más. ¿Qué es lo que tengo? El bromuro no sirve de nada; las duchas no sirven de nada. Hace un rato, para fatigar mi cuerpo, tan abatido ya, fui a dar una vuelta por el bosque de Roumare. Al principio creí que el aire fresco, ligero y suave, lleno de olor a hierbas y a hojas, llenaría mis venas de una sangre nueva, mi corazón de una nueva energía. Seguí un ancho camino de cazadores, después tomé hacia La Bouille, por una estrecha avenida, entre dos ejércitos de árboles desmesuradamente altos que ponían un techo verde, espeso, casi negro, entre el cielo y yo.
Un temblor me estremeció de pronto, no un escalofrío, sino un extraño temblor de angustia.
Apresuré el paso, inquieto de hallarme sólo en aquel bosque, atemorizado sin razón, estúpidamente, por la profunda soledad. De repente, me pareció que me seguían, que me pisaban los talones, muy cerca, hasta tocarme.
Me volví bruscamente. Estaba solo. No vi a mis espaldas sino la recta y ancha avenida, vacía, alta, temiblemente vacía; y por el otro lado también se extendía hasta perderse de vista, toda igual, pavorosa.
Cerré los ojos. ¿Por qué? Y empecé a girar sobre un talón, muy de prisa, como un trompo. Estuve a punto de caer, volví a abrir los ojos; los árboles bailaban, la tierra flotaba; tuve que sentarme. Y después, ¡ay!, ya no sabía por dónde había venido. ¡Extraña idea! ¡Extraña! ¡Extraña idea! No lo sabía en absoluto. Eché a andar hacia el lado que se encontraba a mi derecha, y regresé al camino que me había llevado al centro del bosque.
3 de junio.— La noche ha sido horrible. Voy a ausentarme durante unas semanas. Un viajecito, sin duda, me repondrá.
2 de julio.— Regreso. Estoy curado. Y además he hecho una excursión encantadora. Visité el Mont Saint-Michel, que no conocía. ¡Qué visión cuando uno llega, como yo, a Avranches, al caer el día! La ciudad está sobre una colina; y me llevaron a los jardines públicos, en un extremo de la población. Lancé un grito de asombro. Ante mí se extendía una bahía desmesurada, hasta muy lejos, entre dos costas alejadas que se perdían de vista entre brumas; y en el centro de esa inmensa bahía amarilla, bajo un cielo de oro y de claridad, se alzaba oscuro y picudo un extraño monte, en medio de las arenas. El sol acababa de desaparecer, y sobre el horizonte aún llameante se dibujaba el perfil de esa fantástica roca que lleva en su cima un fantástico monumento.
En cuanto amaneció, marché hacia allá. La marea estaba baja, como la víspera, y yo miraba alzarse ante mí, a medida que me acercaba a ella, la sorprendente abadía. Tras varias horas de marcha llegué al enorme bloque de piedras donde se halla el pueblecito dominado por la gran iglesia. Tras subir por la calle estrecha y empinada, entré en la más admirable morada gótica construida para Dios sobre la tierra, vasta como una ciudad, llena de salas bajas aplastadas bajo bóvedas y altas galerías que sostienen frágiles columnas. Entré en esa gigantesca joya de granito, tan leve como un encaje, cubierta de torres, de esbeltos pináculos, hacia donde ascienden retorcidas escaleras, y que lanzan al cielo azul de los días, al cielo negro de las noches, sus extravagantes cabezas erizadas de quimeras, de diablos, de animales fantásticos, de monstruosas flores, enlazados entre sí por finos arcos labrados.
Cuando estuve en la cima, le dije al fraile que me acompañaba: «Padre, ¡qué a gusto estarán ustedes aquí».
Respondió: «Hace mucho viento, caballero»; y nos pusimos a charlar mientras mirábamos cómo subía la marea, que corría por la arena y la cubría con una coraza de acero.
Y el fraile me contó historias, todas las viejas historias del lugar, leyendas, siempre leyendas.
Una de ellas me impresionó. La gente del pueblo, la del Monte, pretende que por la noche se oye hablar en las arenas, y también que se oyen balar dos cabras, una con voz fuerte, otra con voz débil. Los incrédulos afirman que son los gritos de las aves marinas, que unas veces parecen balidos, otras, quejas humanas; pero los pescadores rezagados juran haber encontrado, merodeando por las dunas, entre dos mareas, en torno al pueblecito tan apartado del mundo, a un viejo pastor, cuya cabeza tapada por la capa nunca se ve, y que conduce, marchando ante ellos, un macho cabrío con rostro de hombre y una cabra con rostro de mujer, ambos con largos cabellos blancos y que hablan sin cesar, peleándose en una lengua desconocida, y después dejan de pronto de chillar para balar con todas sus fuerzas.
Le dije al fraile: «¿Y usted lo cree?». Murmuró: «No sé». Proseguí: «Si existieran en la tierra seres distintos de nosotros, ¿cómo no íbamos a conocerlos desde hace mucho tiempo? ¿Cómo no iba a haberlos visto usted? ¿Como no iba a haberlos visto yo?».
Respondió: «¿Acaso vemos la cienmilésima parte de lo que existe? Mire, ahí tiene el viento, que es la mayor fuerza de la naturaleza, que tira al suelo al hombre, que derriba edificios, desarraiga árboles, levanta en la mar montañas de agua, destruye los acantilados, y arroja contra las rompientes a los grandes navíos, el viento que mata, que silba, que gime, que brama, ¿lo ha visto usted, y puede usted verlo? Y sin embargo, existe».
Callé ante tan sencillo razonamiento. Aquel hombre era un sabio o quizás un tonto. No habría podido asegurarlo con exactitud; pero me callé. Lo que estaba diciendo, yo lo había pensado a menudo.
3 de julio.— He dormido mal; no cabe duda; aquí hay una influencia febril, pues mi cochero sufre del mismo mal que yo. Al regresar ayer, me fijé en su singular palidez. Le pregunté:
—¿Qué le pasa, Jean?
—Me pasa que no puedo descansar, señor, las noches se me comen los días. Desde que se marchó el señor, tengo como un mal de ojo.
Los otros criados están bien, sin embargo, pero tengo mucho miedo de que me vuelva a dar a mí.
4 de julio.— No cabe duda, me ha vuelto a dar. Retornan las antiguas pesadillas. Esta noche, he notado a alguien agazapado sobre mí y que, con la boca pegada a la mía, se me bebía la vida entre mis labios. Sí, la sorbía de mi garganta, como hubiera hecho una sanguijuela. Después se levantó, ahíto, y yo me desperté, tan magullado, roto, aniquilado, que no podía moverme. Si esto continúa unos días más, seguramente volveré a marcharme.
5 de julio.— ¿Habré perdido la razón? ¡Lo que ha ocurrido, lo que he visto la noche pasada es tan extraño que mi cabeza se extravía cuando pienso en ello!
Al igual que hago ahora cada noche, había cerrado la puerta con llave; después, como tenía sed, bebí medio vaso de agua, y por casualidad me fijé en que la botella estaba llena hasta el tapón de cristal.
Me acosté en seguida y me sumí en uno de mis sueños espantosos, del que me sacó al cabo de unas dos horas una sacudida más horrorosa aún.
Imagínense ustedes un hombre dormido, a quien asesinan, y que se despierta con un cuchillo en los pulmones, y que jadea cubierto de sangre, y que ya no puede respirar, y que va a morir, y que no entiende nada —pues eso era.
Habiendo recobrado por fin el juicio, tuve sed de nuevo; encendí una vela y fui hacia la mesa donde estaba la botella. La levanté inclinándola sobre el vaso; no cayó nada. ¡Estaba vacía! ¡Estaba totalmente vacía! Al principio, no entendía nada; después, de repente, sentí una emoción tan terrible que tuve que sentarme, o mejor dicho, ¡caí sobre una silla! Después, ¡me levanté de un salto para mirar a mi alrededor! Después volví a sentarme, enloquecido de asombro y de miedo, ante el cristal transparente. Lo contemplaba clavando en él los ojos, tratando de adivinar. ¡Mis manos temblaban! Conque ¿habían bebido el agua? ¿Quién? ¿Yo? ¡Yo, sin duda! ¡Sólo podía ser yo! Entonces, yo era sonámbulo, vivía, sin saberlo, esa doble vida misteriosa que hace dudar si hay dos seres en nosotros, o si un ser extraño, incognoscible e invisible, anima, a veces, cuando nuestra alma está embotada, nuestro cuerpo cautivo que obedece a ese otro, como a nosotros mismos, más que a nosotros mismos.
¡Ay! ¿Quién comprenderá mi abominable angustia? ¿Quién comprenderá la emoción de un hombre, sano de mente, perfectamente despierto, lleno de juicio y que mira espantado, a través del vidrio de una botella, un poco de agua desaparecida mientras él duerme? Me quedé allí hasta el amanecer, sin atreverme a volver a la cama.
6 de julio.— Me vuelvo loco. Alguien ha bebido de nuevo toda mi botella esta noche —o, mejor dicho, ¡me la he bebido yo! Pero, ¿soy yo? ¿Soy yo? ¿Quién iba a ser? ¿Quién? ¡Oh! ¡Dios mío! ¿Me estoy volviendo loco? ¿Quién podrá salvarme?
10 de julio.— Acabo de hacer unas pruebas sorprendentes.
No cabe duda, ¡estoy loco! Aunque...
El 6 de julio, antes de acostarme, dejé sobre la mesa vino, leche, agua, pan y fresas.
Se bebieron —me bebí— toda el agua, y un poco de leche. No tocaron el vino, ni el pan, ni las fresas.
El 7 de julio, repetí la misma prueba, que dio el mismo resultado.
El 8 de julio, suprimí el agua y la leche. No tocaron nada.
El 9 de julio, por último, volví a dejar sobre la mesa el agua y la leche solamente, teniendo buen cuidado de envolver las botellas en muselina blanca y de atar los tapones con un bramante. Después me froté los labios, la barba y las manos con grafito, y me acosté.
El sueño invencible me asaltó, seguido pronto por el atroz despertar. No me había movido; las propias sábanas no tenían manchas. Me lancé hacia la mesa. La muselina que cubría las botellas seguía inmaculada. Desaté los cordones, palpitante de temor. ¡Se habían bebido toda el agua! ¡Se habían bebido toda la leche! ¡Ay, Dios mío!...
Me marcho ahora mismo a París.
12 de julio.— París. ¡Conque había perdido la cabeza los días pasados! Debí de ser juguete de mi imaginación debilitada, a menos que sea realmente sonámbulo, o que haya sufrido una de esas influencias, comprobadas aunque inexplicables hasta ahora, que se denominan sugestiones. En cualquier caso, mi extravío rayaba en la demencia, y veinticuatro horas de París han bastado para dejarme como nuevo.
Ayer, después de unas compras y visitas, que han hecho pasar por mi alma un aire nuevo y vivificante, rematé la noche en el Teatro Francés. Representaban una pieza de Alejandro Dumas hijo; y ese ingenio alerta y poderoso terminó de curarme. No cabe duda, la soledad es peligrosa para una inteligencia que trabaja. Necesitamos a nuestro alrededor hombres que piensen y hablen. Cuando estamos solos demasiado tiempo poblamos de fantasmas el vacío.
Regresé al hotel muy contento, por los bulevares. Al codearme con la muchedumbre pensaba, no sin ironía, en mis terrores, en mis suposiciones de la semana pasada, pues he creído, sí, he creído que un ser invisible habitaba bajo mi techo. ¡Qué débil es nuestra cabeza, y cómo se espanta, y se extravía en seguida, en cuanto una menudencia incomprensible nos impresiona!
En lugar de llegar a esta sencilla conclusión «No lo entiendo porque la causa se me escapa», nos imaginamos al punto espantos, misterios y poderes sobrenaturales.
El Horlá
8 de mayo.— ¡Qué día tan espléndido! He pasado toda la mañana tumbado en la hierba, delante de mi casa, bajo el enorme plátano que la cubre, la abriga y la sombrea por entero. Me gusta esta región, y me gusta vivir en ella porque aquí tengo mis raíces, esas profundas y delicadas raíces que ligan a un hombre a la tierra donde sus abuelos han nacido y han muerto, que lo ligan a lo que allí se piensa y se come, lo mismo a las costumbres que a los alimentos, a las locuciones locales, las entonaciones de los campesinos, los olores del suelo, de los pueblos y del propio aire.
Me gusta la mansión donde he crecido. Desde mis ventanas, veo correr el Sena a lo largo de mi jardín, detrás de la carretera, casi dentro de casa, el grande y ancho Sena, que va de Ruán al Havre, cubierto de barcos que pasan.
A la izquierda, allá al fondo, Ruán, la dilatada ciudad de tejados azules, bajo una puntiaguda multitud de campanarios góticos. Son innumerables, frágiles o anchos, dominados por la aguja de hierro de la catedral, y llenos de campanas que tocan en el aire azul de las hermosas mañanas, lanzando hasta mí su dulce y remoto bordoneo de hierro, su canto de bronce que me llega, ora más fuerte ora más debilitado, según que la brisa despierte o se adormezca.
¡Qué buen tiempo hacía esta mañana!
Hacia las once, un largo convoy de navíos, arrastrados por un remolcador del tamaño de una mosca y que jadeaba de fatiga vomitando un humo espeso, desfiló ante mi verja.
Detrás de dos goletas inglesas, cuyo pabellón rojo ondeaba sobre el cielo, venía una soberbia corbeta brasileña, toda blanca, admirablemente limpia y reluciente. La saludé, no sé por qué, porque me agradó mucho verla.
12 de mayo.— Tengo algo de fiebre desde hace unos días; me siento indispuesto, o mejor dicho me siento triste.
¿De dónde vienen esas misteriosas influencias que mudan en desánimo nuestra felicidad y nuestra confianza en desamparo? Se diría que el aire, el aire invisible está lleno de incognoscibles Poderes, cuya misteriosa vecindad sufrimos. Me despierto pleno de gozo, con ganas de cantar en la garganta. —¿Por qué?—. Bajo hasta la orilla del río; y de pronto, tras un corto paseo, regreso desolado, como si alguna desgracia me esperase en casa. —¿Por qué?—. ¿Es un escalofrío que, rozándome la piel, ha roto mis nervios y ensombrecido mi alma? ¿Es la forma de las nubes, o el color del día, el color de las cosas, tan variable, que, al pasar por mis ojos, ha perturbado mis pensamientos? ¡Quién sabe! Todo lo que nos rodea, todo lo que vemos sin mirarlo, todo lo que rozamos sin conocerlo, todo lo que tocamos sin palparlo, todo lo que encontramos sin distinguirlo, ¿tendrá sobre nosotros, sobre nuestros órganos y, a través de ellos, sobre nuestras ideas, sobre nuestro propio corazón, efectos rápidos, sorprendentes e inexplicables?
¡Qué profundo es este misterio de lo Invisible!
No podemos sondearlo con nuestros miserables sentidos, con nuestros ojos que no saben percibir ni lo demasiado pequeño ni lo demasiado grande, ni lo demasiado próximo ni lo demasiado remoto, ni los habitantes de una estrella ni los habitantes de una gota de agua... con nuestros oídos que nos engañan, pues nos transmiten las vibraciones del aire como notas sonoras. Son duendes que hacen el milagro de cambiar en ruido ese movimiento y que gracias a esa metamorfosis engendran la música, que convierte en cántico la muda agitación de la naturaleza... con nuestro olfato, más débil que el de un perro... ¡con nuestro gusto, que apenas puede discernir la edad de un vino!
¡Ah! Si tuviéramos otros órganos que realizaran en nuestro provecho otros milagros, ¡cuántas cosas podríamos descubrir a nuestro alrededor!
16 de mayo.— Estoy enfermo, ¡no cabe duda! ¡Me encontraba tan bien el mes pasado! Tengo fiebre, una fiebre atroz, o mejor dicho un enervamiento febril que me atormenta el alma tanto como el cuerpo. Tengo sin cesar la espantosa sensación de un peligro inminente, la aprensión de una desgracia que se acerca o de la muerte que se avecina, un presentimiento que es sin duda efecto de un mal todavía ignorado, que germina en la sangre y en la carne.
18 de mayo.— Vengo de la consulta del médico, pues ya no podía dormir. Me encontró el pulso alterado, ojos dilatados, nervios vibrantes, pero sin ningún síntoma alarmante. Tengo que darme duchas y tomar bromuro de potasio.
25 de mayo.— ¡Ningún cambio! Mi estado es verdaderamente raro. A medida que se acerca la noche, me invade una inquietud incomprensible, cual si la oscuridad escondiese una terrible amenaza. Ceno pronto, después intento leer; pero no entiendo las palabras; apenas distingo las letras. Camino entonces de acá para allá por mi salón, oprimido por un temor confuso e irresistible, temor al sueño y temor a la cama.
Hacia las diez, subo a mi habitación. En cuanto entro, cierro con dos vueltas de llave y corro los cerrojos; tengo miedo... ¿de qué?... Hasta ahora no temía nada... abro los armarios, miro debajo de la cama; escucho, escucho... ¿qué?... ¿No es extraño que un simple malestar, un trastorno circulatorio acaso, la irritación de un nervio, un poco de congestión, una mínima perturbación del funcionamiento tan imperfecto y delicado de nuestra máquina viviente, pueda convertir en melancólico al más alegre de los hombres, y en cobarde al más valiente? Después me acuesto, y espero al sueño como quien espera al verdugo. Lo espero con el espanto de que llegue, y mi corazón late, y mis piernas tiemblan; y todo mi cuerpo se estremece entre el calor de las sábanas, hasta el momento en que me hundo de repente en el descanso, como quien se hundiera, para ahogarse, en una sima de agua estancada. No lo siento venir, como antes, a ese sueño pérfido, oculto cerca de mí, que me acecha, que va a atraparme por la cabeza, a cerrarme los ojos, a aniquilarme.
Duermo —mucho tiempo— dos o tres horas, y después un sueño —no, una pesadilla— me abruma. Noto perfectamente que estoy acostado y que duermo... lo noto y lo sé... y noto también que alguien se acerca a mí, me mira, me palpa, se sube a mi cama, se arrodilla sobre mi pecho, coge mi cuello entre sus manos y aprieta... aprieta... con todas sus fuerzas, para estrangularme.
Yo me debato, encadenado por esa impotencia atroz que nos paraliza en los sueños; quiero gritar —no puedo—; quiero moverme —no puedo—; intento con horrorosos esfuerzos, jadeante, darme la vuelta, rechazar ese ser que me aplasta y me ahoga —¡no puedo!—.
Y de pronto, me despierto, enloquecido, bañado en sudor. Enciendo una vela. Estoy solo.
Después de esta crisis, que se renueva todas las noches, duermo por fin, en calma, hasta la aurora.
2 de junio.— Mi estado se ha agravado aún más. ¿Qué es lo que tengo? El bromuro no sirve de nada; las duchas no sirven de nada. Hace un rato, para fatigar mi cuerpo, tan abatido ya, fui a dar una vuelta por el bosque de Roumare. Al principio creí que el aire fresco, ligero y suave, lleno de olor a hierbas y a hojas, llenaría mis venas de una sangre nueva, mi corazón de una nueva energía. Seguí un ancho camino de cazadores, después tomé hacia La Bouille, por una estrecha avenida, entre dos ejércitos de árboles desmesuradamente altos que ponían un techo verde, espeso, casi negro, entre el cielo y yo.
Un temblor me estremeció de pronto, no un escalofrío, sino un extraño temblor de angustia.
Apresuré el paso, inquieto de hallarme sólo en aquel bosque, atemorizado sin razón, estúpidamente, por la profunda soledad. De repente, me pareció que me seguían, que me pisaban los talones, muy cerca, hasta tocarme.
Me volví bruscamente. Estaba solo. No vi a mis espaldas sino la recta y ancha avenida, vacía, alta, temiblemente vacía; y por el otro lado también se extendía hasta perderse de vista, toda igual, pavorosa.
Cerré los ojos. ¿Por qué? Y empecé a girar sobre un talón, muy de prisa, como un trompo. Estuve a punto de caer, volví a abrir los ojos; los árboles bailaban, la tierra flotaba; tuve que sentarme. Y después, ¡ay!, ya no sabía por dónde había venido. ¡Extraña idea! ¡Extraña! ¡Extraña idea! No lo sabía en absoluto. Eché a andar hacia el lado que se encontraba a mi derecha, y regresé al camino que me había llevado al centro del bosque.
3 de junio.— La noche ha sido horrible. Voy a ausentarme durante unas semanas. Un viajecito, sin duda, me repondrá.
2 de julio.— Regreso. Estoy curado. Y además he hecho una excursión encantadora. Visité el Mont Saint-Michel, que no conocía. ¡Qué visión cuando uno llega, como yo, a Avranches, al caer el día! La ciudad está sobre una colina; y me llevaron a los jardines públicos, en un extremo de la población. Lancé un grito de asombro. Ante mí se extendía una bahía desmesurada, hasta muy lejos, entre dos costas alejadas que se perdían de vista entre brumas; y en el centro de esa inmensa bahía amarilla, bajo un cielo de oro y de claridad, se alzaba oscuro y picudo un extraño monte, en medio de las arenas. El sol acababa de desaparecer, y sobre el horizonte aún llameante se dibujaba el perfil de esa fantástica roca que lleva en su cima un fantástico monumento.
En cuanto amaneció, marché hacia allá. La marea estaba baja, como la víspera, y yo miraba alzarse ante mí, a medida que me acercaba a ella, la sorprendente abadía. Tras varias horas de marcha llegué al enorme bloque de piedras donde se halla el pueblecito dominado por la gran iglesia. Tras subir por la calle estrecha y empinada, entré en la más admirable morada gótica construida para Dios sobre la tierra, vasta como una ciudad, llena de salas bajas aplastadas bajo bóvedas y altas galerías que sostienen frágiles columnas. Entré en esa gigantesca joya de granito, tan leve como un encaje, cubierta de torres, de esbeltos pináculos, hacia donde ascienden retorcidas escaleras, y que lanzan al cielo azul de los días, al cielo negro de las noches, sus extravagantes cabezas erizadas de quimeras, de diablos, de animales fantásticos, de monstruosas flores, enlazados entre sí por finos arcos labrados.
Cuando estuve en la cima, le dije al fraile que me acompañaba: «Padre, ¡qué a gusto estarán ustedes aquí».
Respondió: «Hace mucho viento, caballero»; y nos pusimos a charlar mientras mirábamos cómo subía la marea, que corría por la arena y la cubría con una coraza de acero.
Y el fraile me contó historias, todas las viejas historias del lugar, leyendas, siempre leyendas.
Una de ellas me impresionó. La gente del pueblo, la del Monte, pretende que por la noche se oye hablar en las arenas, y también que se oyen balar dos cabras, una con voz fuerte, otra con voz débil. Los incrédulos afirman que son los gritos de las aves marinas, que unas veces parecen balidos, otras, quejas humanas; pero los pescadores rezagados juran haber encontrado, merodeando por las dunas, entre dos mareas, en torno al pueblecito tan apartado del mundo, a un viejo pastor, cuya cabeza tapada por la capa nunca se ve, y que conduce, marchando ante ellos, un macho cabrío con rostro de hombre y una cabra con rostro de mujer, ambos con largos cabellos blancos y que hablan sin cesar, peleándose en una lengua desconocida, y después dejan de pronto de chillar para balar con todas sus fuerzas.
Le dije al fraile: «¿Y usted lo cree?». Murmuró: «No sé». Proseguí: «Si existieran en la tierra seres distintos de nosotros, ¿cómo no íbamos a conocerlos desde hace mucho tiempo? ¿Cómo no iba a haberlos visto usted? ¿Como no iba a haberlos visto yo?».
Respondió: «¿Acaso vemos la cienmilésima parte de lo que existe? Mire, ahí tiene el viento, que es la mayor fuerza de la naturaleza, que tira al suelo al hombre, que derriba edificios, desarraiga árboles, levanta en la mar montañas de agua, destruye los acantilados, y arroja contra las rompientes a los grandes navíos, el viento que mata, que silba, que gime, que brama, ¿lo ha visto usted, y puede usted verlo? Y sin embargo, existe».
Callé ante tan sencillo razonamiento. Aquel hombre era un sabio o quizás un tonto. No habría podido asegurarlo con exactitud; pero me callé. Lo que estaba diciendo, yo lo había pensado a menudo.
3 de julio.— He dormido mal; no cabe duda; aquí hay una influencia febril, pues mi cochero sufre del mismo mal que yo. Al regresar ayer, me fijé en su singular palidez. Le pregunté:
—¿Qué le pasa, Jean?
—Me pasa que no puedo descansar, señor, las noches se me comen los días. Desde que se marchó el señor, tengo como un mal de ojo.
Los otros criados están bien, sin embargo, pero tengo mucho miedo de que me vuelva a dar a mí.
4 de julio.— No cabe duda, me ha vuelto a dar. Retornan las antiguas pesadillas. Esta noche, he notado a alguien agazapado sobre mí y que, con la boca pegada a la mía, se me bebía la vida entre mis labios. Sí, la sorbía de mi garganta, como hubiera hecho una sanguijuela. Después se levantó, ahíto, y yo me desperté, tan magullado, roto, aniquilado, que no podía moverme. Si esto continúa unos días más, seguramente volveré a marcharme.
5 de julio.— ¿Habré perdido la razón? ¡Lo que ha ocurrido, lo que he visto la noche pasada es tan extraño que mi cabeza se extravía cuando pienso en ello!
Al igual que hago ahora cada noche, había cerrado la puerta con llave; después, como tenía sed, bebí medio vaso de agua, y por casualidad me fijé en que la botella estaba llena hasta el tapón de cristal.
Me acosté en seguida y me sumí en uno de mis sueños espantosos, del que me sacó al cabo de unas dos horas una sacudida más horrorosa aún.
Imagínense ustedes un hombre dormido, a quien asesinan, y que se despierta con un cuchillo en los pulmones, y que jadea cubierto de sangre, y que ya no puede respirar, y que va a morir, y que no entiende nada —pues eso era.
Habiendo recobrado por fin el juicio, tuve sed de nuevo; encendí una vela y fui hacia la mesa donde estaba la botella. La levanté inclinándola sobre el vaso; no cayó nada. ¡Estaba vacía! ¡Estaba totalmente vacía! Al principio, no entendía nada; después, de repente, sentí una emoción tan terrible que tuve que sentarme, o mejor dicho, ¡caí sobre una silla! Después, ¡me levanté de un salto para mirar a mi alrededor! Después volví a sentarme, enloquecido de asombro y de miedo, ante el cristal transparente. Lo contemplaba clavando en él los ojos, tratando de adivinar. ¡Mis manos temblaban! Conque ¿habían bebido el agua? ¿Quién? ¿Yo? ¡Yo, sin duda! ¡Sólo podía ser yo! Entonces, yo era sonámbulo, vivía, sin saberlo, esa doble vida misteriosa que hace dudar si hay dos seres en nosotros, o si un ser extraño, incognoscible e invisible, anima, a veces, cuando nuestra alma está embotada, nuestro cuerpo cautivo que obedece a ese otro, como a nosotros mismos, más que a nosotros mismos.
¡Ay! ¿Quién comprenderá mi abominable angustia? ¿Quién comprenderá la emoción de un hombre, sano de mente, perfectamente despierto, lleno de juicio y que mira espantado, a través del vidrio de una botella, un poco de agua desaparecida mientras él duerme? Me quedé allí hasta el amanecer, sin atreverme a volver a la cama.
6 de julio.— Me vuelvo loco. Alguien ha bebido de nuevo toda mi botella esta noche —o, mejor dicho, ¡me la he bebido yo! Pero, ¿soy yo? ¿Soy yo? ¿Quién iba a ser? ¿Quién? ¡Oh! ¡Dios mío! ¿Me estoy volviendo loco? ¿Quién podrá salvarme?
10 de julio.— Acabo de hacer unas pruebas sorprendentes.
No cabe duda, ¡estoy loco! Aunque...
El 6 de julio, antes de acostarme, dejé sobre la mesa vino, leche, agua, pan y fresas.
Se bebieron —me bebí— toda el agua, y un poco de leche. No tocaron el vino, ni el pan, ni las fresas.
El 7 de julio, repetí la misma prueba, que dio el mismo resultado.
El 8 de julio, suprimí el agua y la leche. No tocaron nada.
El 9 de julio, por último, volví a dejar sobre la mesa el agua y la leche solamente, teniendo buen cuidado de envolver las botellas en muselina blanca y de atar los tapones con un bramante. Después me froté los labios, la barba y las manos con grafito, y me acosté.
El sueño invencible me asaltó, seguido pronto por el atroz despertar. No me había movido; las propias sábanas no tenían manchas. Me lancé hacia la mesa. La muselina que cubría las botellas seguía inmaculada. Desaté los cordones, palpitante de temor. ¡Se habían bebido toda el agua! ¡Se habían bebido toda la leche! ¡Ay, Dios mío!...
Me marcho ahora mismo a París.
12 de julio.— París. ¡Conque había perdido la cabeza los días pasados! Debí de ser juguete de mi imaginación debilitada, a menos que sea realmente sonámbulo, o que haya sufrido una de esas influencias, comprobadas aunque inexplicables hasta ahora, que se denominan sugestiones. En cualquier caso, mi extravío rayaba en la demencia, y veinticuatro horas de París han bastado para dejarme como nuevo.
Ayer, después de unas compras y visitas, que han hecho pasar por mi alma un aire nuevo y vivificante, rematé la noche en el Teatro Francés. Representaban una pieza de Alejandro Dumas hijo; y ese ingenio alerta y poderoso terminó de curarme. No cabe duda, la soledad es peligrosa para una inteligencia que trabaja. Necesitamos a nuestro alrededor hombres que piensen y hablen. Cuando estamos solos demasiado tiempo poblamos de fantasmas el vacío.
Regresé al hotel muy contento, por los bulevares. Al codearme con la muchedumbre pensaba, no sin ironía, en mis terrores, en mis suposiciones de la semana pasada, pues he creído, sí, he creído que un ser invisible habitaba bajo mi techo. ¡Qué débil es nuestra cabeza, y cómo se espanta, y se extravía en seguida, en cuanto una menudencia incomprensible nos impresiona!
En lugar de llegar a esta sencilla conclusión «No lo entiendo porque la causa se me escapa», nos imaginamos al punto espantos, misterios y poderes sobrenaturales.