Beyonder
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Cofradía lectora, aquí les dejo un relato enmarcado en este contexto de pandemia, espero que les guste.
Todo hombre tiene una parte ficción en su propia historia. En esta, mi nombre es Santiago y la realidad se mezcla con la teatralización, todo lo necesario para ocultar identidades y todo lo conveniente para que valga la pena ser leída.
A cada paso que daba estuve contemplando cada detalle del boulevard donde crecí. Las viejas casonas que recordaba como discotecas de toda la vida se veían deslucidas, en una vendían productos ecológicos y además de un Tambo y un Listo distinguí un restaurante nuevo. Será cosa de la pandemia que el viejo boulevard de Barranco parezca lo que alguna vez fue, una minúscula calle de casas vetustas, clásicas, imbatibles… alquilables. Curiosamente, era un alquiler el que me llevaba nuevamente al departamento donde crecí.
Resulta que mis padres alquilan aquel primer departamento donde empezaron su vida y la inquilina tenía tiempo de haberlo dejado, junto con una pequeña deuda del mantenimiento. El asunto no era grave, estaba más que cubierto por el depósito de garantía, pero en aras de que un nuevo inquilino lo ocupe mi madre me llamó para pedirme que me encargue de limpiarlo y de cancelar esa deuda pendiente. La precaución de mis padres los hace recelosos de abandonar su refugio en un balneario limeño, así que no opuse mayor resistencia y volví por la senda de mi juventud temprana. Me parecía que, con cada pitada de mi cigarrillo, contaba las baldosas de piedra que revisten aún, tanto en la vida real como en mi nostalgia, el camino a casa.
Volver a subir hasta la puerta de mi vieja casa y comprobar que mi llave aún servía me conmovió, aunque no tanto como entrar y ver vacía la que desde mi tierna infancia consideré mi casa. Se veía tan grande y pulcra que invitaba a la meditación, y más que limpiar lo poco que había por limpiar, me deshice en recuerdos de tiempos más simples y maravillosos.
El caso es que con todas esas memorias gratas me vino a la mente la imagen de Mansa. Ella era la vecina del departamento de abajo desde que puedo recordar. La primera vez que la vi yo tenía 13 años y, a pesar de mi corta edad, pude intuir su esencia femenina hiperdesarrollada. En ese tiempo ella no habría tenido más de 20 años, un vestido naranja de tiras y unos pies pequeños recostados sobre el sillón de la sala. Mansa y su familia eran naturales de Ica, su madre, una de esas viejas pendejas con pinta de doña Treme, de esas que vienen a la mente cuando uno escucha la palabra "matrona", parecía haber instruido a sus 4 hijas en el arte de orientar su femineidad a la atracción de hombres pudientes y mayores, bastante mayores. La entonces joven Mansa se hizo amiga de mi madre y de la familia, de modo que su mamá, ella y sus hermanas se hicieron asiduas visitantes de mi casa durante toda mi pubertad y adolescencia.
No diré que fui discreto ni lo negaré, Mansa fue mi primera fantasía sexual. Consideremos que reunía las características para estimular a todo adolescente: vivía en el departamento de abajo; por lo que era alcanzable, era amiga de la familia e íntima de mi mamá; por lo que sabía que era una mujer decididamente pendeja, derrochaba sensualidad y me trataba con condescendencia. Además, su cuerpo era el referente de belleza femenina más cercano y en vivo y en directo con el que me topaba. No era muy alta, máximo un metro sesenta, blanca como Grimanessa y de ojos grandes, cabello muy oscuro y menudita, con unas caderas definidas y unos pechos lo suficientemente sobresalientes como para notarse en un vestido sin escote. Esa mujer protagonizó mis primeros suelos húmedos y en la medida que alcancé la mayoría de edad no podía evitar sentirme algo nervioso y avergonzado cuando me quedaba a su lado.
Recuerdos aparte, la realidad se impuso y era hora de ocuparse de poner en orden la cuenta del mantenimiento. Sin embargo, esas evocaciones tenían un hilo conductor a la realidad, ya que Mansa era la encargada del mantenimiento; por lo cual me encontraba llamando a la puerta de su departamento, sin saber que una vez abierta comprobaría si don José Luis de Villalonga tenía razón en eso de La nostalgia es un error.
-¡Santi! ¡A los años que te dejas ver! Mírate, y pensar que eras todo flaquito, ¡Estás enorme!
-Hola, sí, ha pasado tiempo. Ya me había olvidado como era esta casa.
-Ven, sírvete algo.
Luego de ese ofrecimiento tuve el primer indicio de lo que podría venir. Mansa sabía que iría y lo que me ofrecía para beber era una sangría. ¿quién se toma la molestia de preparar una sangría si esta sola? ¿La habría preparado para mí? No me creí tan importante, preferí creer que eran ideas mías provocadas por capricho de la nostalgia, de modo que seguí la conversación con naturalidad.
Lo del mantenimiento fue un tramite de segundos, intercambio de billetes y recibos, no así la charla que partía de comentar trivialidades del pasado hasta compararlas con el tiempo presente. En la medida que fuimos conversando percibí una cuota de melancolía en sus palabras. Ya tenía más de 45, soltera y sin hijos, su amante de toda la vida era un octogenario tardío resguardado de la pandemia con su familia legítima, sus sobrinos, hermanas y amigos también limitaban su convivencia y todo aquello que podría distraerla parecía estar prohibido. Curiosamente, no haber tenido la necesidad de desarrollar un oficio ni una carrera la habían llevado a poder vivir sin trabajar (gracias al ahora octogenario), lo cual en este contexto de pandemia la forzaba a un rutinario y largo aburrimiento.
No sé si o correcto era sentir lástima, al fin y al cabo, cada quien es dueño de sus decisiones, pero, qué clase de persona soy yo, que en todo lo que podía pensar es en que tenía la casa sola.
-Santi, es la primera vez que tomo contigo. ¿Hace cuántos años nos conocemos y recién tomamos unos tragos?
-Bueno, más años de los que me provoca contar. Ha tenido que pasar más de una década y una pandemia mortal ¡Mira tú!
-Jjajajaja. Sí pues, es que eras bien chupado de chibolo, todo educadito.
-Jajaja, bueno, era muy chico. Además de tímido, la verdad me intimidabas.
Cuando solté esa frase decidí jugármelo todo. Había visto señales, la sangría preparada, la conversación innecesariamente larga, la forma en que estaba sentada; con sus pies descalzos sobre el sillón y más cerca que al inicio, el hecho de que me preguntara si ya tenía una novia formal y cómo resaltaba su sensación de falta de compañía. No sé, es lo que vi e interpreté que tenía chance de tirarme a esta mujer con la que había soñado toda mi pubertad.
-¡Ah, cómo así!
-Bueno, qué te digo. Yo era un mocoso aprendiendo recién de la vida y tú una mujer con gracia, soltura, dominio, no sé.
-Jajajaja. ¡Me hace reír Santi! Osea que te intimidaba, jajaja.
-Sí, claro, y supongo que no soy el único al que has intimidado. ¿Cuántos más se habrán quedado sin decirte nada, con todo un discurso hecho, pasmados, mientras tú los mirabas sabiendo exactamente que los acababas de inmovilizar?
Esto último lo dije lentamente, mientras llevaba un vaso vacío a la mesa frente a nosotros; lo suficientemente despacio como para rozar su pie desnudo sobre el sillón y mirarla fijamente. Sus ojos grandes parecían contener toda la sabiduría heredada desde Eva, indescriptible pero decisivamente atrayente. Viéndola, perdiéndome en sus ojos, puse mis dedos sobre su aún estilizado pie y lo acaricié por un segundo. Si lo quitaba, todo habría terminado sin siquiera comenzar.
-Mmm Santi, ¿y ahora, ya no intimido?
Me dijo esto mirándome como cuando yo tenía 13, con la certeza de que me estaba dejando mudo y que en esa interacción mi rol se limitaba al de una potencial presa, sujeta a su capricho.
-No, ya no soy un chiquillo que recién empezaba a aprender de la vida.
-¿Ah sí? ¿Y qué has aprendido?
Por toda respuesta me acerqué, llevé mi mano desde su pie desnudo hasta su mejilla, y sin dejar de verla guie su rostro a la posición perfecta para besar sus labios. No cerré los ojos ni un instante y pude ver como ella tampoco. Estaba quieta, pero yo entendía que en ese punto solo quedaba esperar respuesta de su boca o una cachetada en mi rostro. Luego de unos segundos, sus labios se movieron… llevados por los míos.
Todo hombre tiene una parte ficción en su propia historia. En esta, mi nombre es Santiago y la realidad se mezcla con la teatralización, todo lo necesario para ocultar identidades y todo lo conveniente para que valga la pena ser leída.
A cada paso que daba estuve contemplando cada detalle del boulevard donde crecí. Las viejas casonas que recordaba como discotecas de toda la vida se veían deslucidas, en una vendían productos ecológicos y además de un Tambo y un Listo distinguí un restaurante nuevo. Será cosa de la pandemia que el viejo boulevard de Barranco parezca lo que alguna vez fue, una minúscula calle de casas vetustas, clásicas, imbatibles… alquilables. Curiosamente, era un alquiler el que me llevaba nuevamente al departamento donde crecí.
Resulta que mis padres alquilan aquel primer departamento donde empezaron su vida y la inquilina tenía tiempo de haberlo dejado, junto con una pequeña deuda del mantenimiento. El asunto no era grave, estaba más que cubierto por el depósito de garantía, pero en aras de que un nuevo inquilino lo ocupe mi madre me llamó para pedirme que me encargue de limpiarlo y de cancelar esa deuda pendiente. La precaución de mis padres los hace recelosos de abandonar su refugio en un balneario limeño, así que no opuse mayor resistencia y volví por la senda de mi juventud temprana. Me parecía que, con cada pitada de mi cigarrillo, contaba las baldosas de piedra que revisten aún, tanto en la vida real como en mi nostalgia, el camino a casa.
Volver a subir hasta la puerta de mi vieja casa y comprobar que mi llave aún servía me conmovió, aunque no tanto como entrar y ver vacía la que desde mi tierna infancia consideré mi casa. Se veía tan grande y pulcra que invitaba a la meditación, y más que limpiar lo poco que había por limpiar, me deshice en recuerdos de tiempos más simples y maravillosos.
El caso es que con todas esas memorias gratas me vino a la mente la imagen de Mansa. Ella era la vecina del departamento de abajo desde que puedo recordar. La primera vez que la vi yo tenía 13 años y, a pesar de mi corta edad, pude intuir su esencia femenina hiperdesarrollada. En ese tiempo ella no habría tenido más de 20 años, un vestido naranja de tiras y unos pies pequeños recostados sobre el sillón de la sala. Mansa y su familia eran naturales de Ica, su madre, una de esas viejas pendejas con pinta de doña Treme, de esas que vienen a la mente cuando uno escucha la palabra "matrona", parecía haber instruido a sus 4 hijas en el arte de orientar su femineidad a la atracción de hombres pudientes y mayores, bastante mayores. La entonces joven Mansa se hizo amiga de mi madre y de la familia, de modo que su mamá, ella y sus hermanas se hicieron asiduas visitantes de mi casa durante toda mi pubertad y adolescencia.
No diré que fui discreto ni lo negaré, Mansa fue mi primera fantasía sexual. Consideremos que reunía las características para estimular a todo adolescente: vivía en el departamento de abajo; por lo que era alcanzable, era amiga de la familia e íntima de mi mamá; por lo que sabía que era una mujer decididamente pendeja, derrochaba sensualidad y me trataba con condescendencia. Además, su cuerpo era el referente de belleza femenina más cercano y en vivo y en directo con el que me topaba. No era muy alta, máximo un metro sesenta, blanca como Grimanessa y de ojos grandes, cabello muy oscuro y menudita, con unas caderas definidas y unos pechos lo suficientemente sobresalientes como para notarse en un vestido sin escote. Esa mujer protagonizó mis primeros suelos húmedos y en la medida que alcancé la mayoría de edad no podía evitar sentirme algo nervioso y avergonzado cuando me quedaba a su lado.
Recuerdos aparte, la realidad se impuso y era hora de ocuparse de poner en orden la cuenta del mantenimiento. Sin embargo, esas evocaciones tenían un hilo conductor a la realidad, ya que Mansa era la encargada del mantenimiento; por lo cual me encontraba llamando a la puerta de su departamento, sin saber que una vez abierta comprobaría si don José Luis de Villalonga tenía razón en eso de La nostalgia es un error.
-¡Santi! ¡A los años que te dejas ver! Mírate, y pensar que eras todo flaquito, ¡Estás enorme!
-Hola, sí, ha pasado tiempo. Ya me había olvidado como era esta casa.
-Ven, sírvete algo.
Luego de ese ofrecimiento tuve el primer indicio de lo que podría venir. Mansa sabía que iría y lo que me ofrecía para beber era una sangría. ¿quién se toma la molestia de preparar una sangría si esta sola? ¿La habría preparado para mí? No me creí tan importante, preferí creer que eran ideas mías provocadas por capricho de la nostalgia, de modo que seguí la conversación con naturalidad.
Lo del mantenimiento fue un tramite de segundos, intercambio de billetes y recibos, no así la charla que partía de comentar trivialidades del pasado hasta compararlas con el tiempo presente. En la medida que fuimos conversando percibí una cuota de melancolía en sus palabras. Ya tenía más de 45, soltera y sin hijos, su amante de toda la vida era un octogenario tardío resguardado de la pandemia con su familia legítima, sus sobrinos, hermanas y amigos también limitaban su convivencia y todo aquello que podría distraerla parecía estar prohibido. Curiosamente, no haber tenido la necesidad de desarrollar un oficio ni una carrera la habían llevado a poder vivir sin trabajar (gracias al ahora octogenario), lo cual en este contexto de pandemia la forzaba a un rutinario y largo aburrimiento.
No sé si o correcto era sentir lástima, al fin y al cabo, cada quien es dueño de sus decisiones, pero, qué clase de persona soy yo, que en todo lo que podía pensar es en que tenía la casa sola.
-Santi, es la primera vez que tomo contigo. ¿Hace cuántos años nos conocemos y recién tomamos unos tragos?
-Bueno, más años de los que me provoca contar. Ha tenido que pasar más de una década y una pandemia mortal ¡Mira tú!
-Jjajajaja. Sí pues, es que eras bien chupado de chibolo, todo educadito.
-Jajaja, bueno, era muy chico. Además de tímido, la verdad me intimidabas.
Cuando solté esa frase decidí jugármelo todo. Había visto señales, la sangría preparada, la conversación innecesariamente larga, la forma en que estaba sentada; con sus pies descalzos sobre el sillón y más cerca que al inicio, el hecho de que me preguntara si ya tenía una novia formal y cómo resaltaba su sensación de falta de compañía. No sé, es lo que vi e interpreté que tenía chance de tirarme a esta mujer con la que había soñado toda mi pubertad.
-¡Ah, cómo así!
-Bueno, qué te digo. Yo era un mocoso aprendiendo recién de la vida y tú una mujer con gracia, soltura, dominio, no sé.
-Jajajaja. ¡Me hace reír Santi! Osea que te intimidaba, jajaja.
-Sí, claro, y supongo que no soy el único al que has intimidado. ¿Cuántos más se habrán quedado sin decirte nada, con todo un discurso hecho, pasmados, mientras tú los mirabas sabiendo exactamente que los acababas de inmovilizar?
Esto último lo dije lentamente, mientras llevaba un vaso vacío a la mesa frente a nosotros; lo suficientemente despacio como para rozar su pie desnudo sobre el sillón y mirarla fijamente. Sus ojos grandes parecían contener toda la sabiduría heredada desde Eva, indescriptible pero decisivamente atrayente. Viéndola, perdiéndome en sus ojos, puse mis dedos sobre su aún estilizado pie y lo acaricié por un segundo. Si lo quitaba, todo habría terminado sin siquiera comenzar.
-Mmm Santi, ¿y ahora, ya no intimido?
Me dijo esto mirándome como cuando yo tenía 13, con la certeza de que me estaba dejando mudo y que en esa interacción mi rol se limitaba al de una potencial presa, sujeta a su capricho.
-No, ya no soy un chiquillo que recién empezaba a aprender de la vida.
-¿Ah sí? ¿Y qué has aprendido?
Por toda respuesta me acerqué, llevé mi mano desde su pie desnudo hasta su mejilla, y sin dejar de verla guie su rostro a la posición perfecta para besar sus labios. No cerré los ojos ni un instante y pude ver como ella tampoco. Estaba quieta, pero yo entendía que en ese punto solo quedaba esperar respuesta de su boca o una cachetada en mi rostro. Luego de unos segundos, sus labios se movieron… llevados por los míos.