MrQuarzo
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13 Years of Service
La iniciación sexual suele ser una experiencia inolvidable. La ansiedad, la presión, la curiosidad, la determinación o la oportunidad, son los factores que conllevan a que esa iniciación sea gratificante o por el contrario, quedemos insatisfechos, pero con el propósito de que la próxima vez mejoraremos nuestro desempeño. Podrá darse utilizando los servicios de una profesional, con la pareja de turno o simplemente las circunstancias nos llevarán a que suceda. Como sea que se dé, nos dará motivos para alardear o –en contados casos- guardarlo internamente y que quede así enterrado, hasta que el tiempo lo convierta en olvido y se pierda. Pasarán los años y con la madurez y reflexión que te brinda la experiencia, sentirás que es tiempo de arrojar ese lastre que te significó tantos sobresaltos. Es por eso que considero que ha llegado el momento, de compartir mi historia.
Había sido mi padre un hombre pendenciero. Mi madre siempre lo esperaba cada fin de semana, para ayudarlo o recriminarlo, según el estado en que llegase. Luego él simplemente decidió no regresar y las penurias de mi madre para sacarnos adelante, marcaron en mí el propósito de no tomarlo como ejemplo. Es por ello que idealizaba enamorarme de una única mujer, con la cual compartir una vida y una familia, encontrar en ella el calor del primer abrazo o descubrir la emoción del primer beso. Con esta idea y esta búsqueda, transcurrió mi adolescencia colegial y completé mis estudios universitarios, sin haber tenido enamorada. Por motivos de la tesis encontré en un profesor universitario, el apoyo para la asesoría que necesitaba y al enterarse de que vivíamos relativamente cerca, me invitó a su casa para conversar sobre el desarrollo de la misma. Iniciaban los noventa y yo tenía veintidós años.
Su esposa era una mujer jovial y bastante atractiva. Se había casado a los diez y nueve años y su carácter vanidoso, la hacía mantenerse en forma; recurriendo a las rutinas de aeróbicos que por aquel entonces, reproducía en su VHS. Un poco más alta que el promedio femenino, blanca y de senos grandes, destacaba sobre todo por su gran trasero carnoso y firme, que inevitablemente siempre jalaba miradas. La señora tenía cuarenta años.
Una única hija completaba el cuadro familiar. Era –corporalmente hablando- casi idéntica a su madre, con los beneficios que la juventud, otorga a la lozanía de la piel. Más bonita que la madre, sólo se diferenciaba por ser de un tono más canela. Y sin embargo, lo que más me cautivó, - al recibirme la primera vez que llegué a su casa- fue el color castaño claro de sus ojos, que le daban a su mirada cierto brillo y los labios sensuales que enmarcaban su sonrisa. La hija tenía veinte años.
Mis visitas esporádicas se convirtieron en permanentes cuando mi asesor –que también ejercía como consultor independiente- al hacerse cargo de un nuevo trabajo, me solicitó que lo apoye. Acepté inmediatamente por cuanto el desarrollo del mismo, contribuiría a mi crecimiento profesional y me permitiría el acceso a su biblioteca y al uso de la computadora, medio del cual por entonces, yo carecía. Mi horario era libre, sobretodo porque en esa época de cortes de fluido eléctrico intempestivos y continuos, aprovechaba los tiempos muertos para investigar y avanzar mi tesis.
De a pocos me gané la confianza de todos. La señora se me acercaba de vez en cuando a conversar u ofrecerme algún refresco. Más que contarme de su vida, quería saber de la mía. Así supo que no había tenido enamoradas e intuyó que tampoco relaciones sexuales. En ocasiones mi asesor realizaba cortos viajes al interior y ella me pedía que la acompañe a cenar. Decía que yo era gracioso y que eso rompía su monotonía o soledad; que su esposo era serio y que en cambio yo, era buena compañía.
Como era un joven sin mayor experiencia o malicia, no fui valorando algunas circunstancias que se fueron dando. Así un día me pidió que le sujete unas escaleras de tijera, mientras ella colocaba unas cortinas., Al principio me coloqué en la parte delantera, por lo que me pidió que me ubicara detrás de ella para sostenerla “si se resbalaba” y aunque aquello no sucedió, tuve que mirar al piso al tener cerca de mí, sus protuberantes nalgas tentadoras. Tampoco tome a mal su actitud, la vez que se acercó a ofrecerme una infusión y con sus caderas presionó mis dedos de la mano izquierda que tenía apoyados en el borde de la mesa. Cómo hice un ademán de dolor, me pidió disculpas mientras tomaba mi mano y con delicadeza y ternura, los fue sobando un buen rato.
Pero considero que debí ser más perspicaz, la tarde que estaba conversando con ella y de la radio que solía sintonizar para hacer más llevadera la jornada –era una emisora de baladas- comenzaron a sonar los acordes de la canción que titula esta historia y ella subió el volumen y me dijo: «Me gusta mucho esta canción» y se sorprendió cuando me puse a cantarla suavemente. Luego ella intervino –haciéndome callar al colocar un dedo en el centro de mis labios- participando cuando los versos decían: “Que yo tengo muchas vivencias, y tú tienes tanta inocencia, no saben que nuestro secreto, es tu juventud y mi experiencia”, sonriendo al retirar su dedo índice, al final de la estrofa. Terminada la canción me dijo que lo hacía muy bien, que no lo esperaba y que nunca dejaba de sorprenderla. Le retribuí el halago diciendo: «Ud. también lo ha hecho bien señora, deberíamos formar una pareja». «Una pareja!!» – respondió alegremente- «O sea un dúo, para cantar» –complementé- «Ah eso, bueno, tal vez se dé más adelante». Y se marchó, tarareando la canción.
A pesar de lo mucho que me gustaba, en un principio no nos llevábamos bien, me parecía engreída y caprichosa; típico en una familia de hijos únicos. Por su parte – me confesó luego- ella me veía como competencia, ya que desde mi llegada, sus padres hablaban mucho de mí y me ponían como ejemplo de muchacho que se ha hecho sólo, pese a las adversidades; a lo que ella les respondía que mejor me adopten, para que sean felices.
No pasábamos del saludo, hasta que cierto día se me acercó y me dijo que teníamos que conversar para ponernos de acuerdo en el uso de la computadora, ya que tenía que redactar sus trabajos universitarios y yo se los estaba impidiendo. Así convinimos en unos horarios, que fuimos respetando en la medida de que los apagones o las urgencias, no interrumpieran lo acordado; por lo que comenzábamos a discutir – de manera amical- pero con argumentación lógica de mi parte y legal por parte de ella -estudiaba derecho- sobre quien tenía la preferencia. Y así al final de uno de esos debates, en la que se quedó sin argumentos, quiso poner punto final a la discusión diciendo «Ya trabaja tú –y tirando sus manuscritos al piso, completó- pero no olvides que TE O-DI-O!» y yo sin inmutarme retruqué: «ten cuidado con lo que sientes, ya que del odio nace el amor!» y me dejó sólo y victorioso, no sin antes lanzarme una mirada feroz. Recogí sus papeles del piso y en un acto reflexivo, se los pasé por el procesador de textos y los imprimí, dejándolos en un folder sobre el escritorio, con una nota que decía: “Para ti”.
Fue desde ese momento que nuestra relación cambió para mejor. Se volvió más asequible y comenzamos a tenernos más confianza. Así ya compartíamos el ambiente de la casa que usábamos de oficina, nos apoyábamos en nuestros trabajos o nos explayábamos en conversaciones triviales que se veían interrumpidas cuando la señora ingresaba, la tomaba de la mano y la sacaba de la habitación diciéndole: «Déjalo trabajar, lo estás distrayendo».
Y se fue cumpliendo el dicho. Sin saber cómo, dos vidas desiguales, dos almas solitarias, vieron sus caminos entrelazados por el amor. Te sientes diferente, disminuye tu apetito y hay un palpitar distinto cuando la ves llegar. Y si te habla y te pierdes en sus ojos o no encuentras respuesta en palabras sino en silencios y miradas, entonces no necesitas ser el más sabio o el más advenedizo para comprender que estás enamorado. Y si acaso, sin saber el lenguaje de los mudos, comienzas a interpretar señales de reciprocidad, entonces buscas más puntos en común, desde los que comienzas a cimentar una relación, que paradójicamente te puede hacer flotar.
Encontramos pretextos para vernos fuera del trabajo. Ella me dejaba notitas escondidas dentro de mi cuaderno de apuntes y así planificábamos momentos para estar juntos. Jugábamos al amor clandestino –sin estar aún- sobretodo porque ella no quería que sus padres se enteren, cosa que me llamó la atención, pero que respeté; aunque sentía que siendo yo una persona formal, era casi romper la confianza, de aquellos que me abrieron las puertas de su casa.
Y sucedió una tarde, que la señora se me acercó algo seria y me dijo si yo tenía una relación con su hija, que una persona nos había visto juntos varias veces y se lo había comentado. Le respondí que sólo éramos amigos, que en ocasiones la acompañaba por temas de estudio, pero que siendo sincero; yo estaba sintiendo algo especial por ella y quería aprovechar el momento, para solicitarle su permiso para enamorarla. Guardo silencio unos instantes y me dijo que su hija todavía era chica, que ellos habían planificado siempre que sea una profesional y que no le ocurra como a ella, que nunca terminó sus estudios porque se embarazó muy joven. Que por eso la habían tenido en un colegio de monjas, para que no se distraiga y que incluso ahora que era universitaria, hacia su carrera en una institución sólo de mujeres. Me dijo que yo era un buen chico, pero no debía distraerla y esperar a que termine, que si yo verdaderamente la amaba, debía hacer ese sacrificio. Emocionado –por el sí implícito de su respuesta- se lo prometí y al darle un beso de agradecimiento en la mejilla, sentí la humedad de una lágrima que se perdía entre mis labios.
Un par de días después, ya empezando la tarde y mientras mi asesor se encontraba de viaje en el interior, tocaron la puerta del estudio y al voltear observé a la señora asomándose por la puerta entreabierta. «El anexo del teléfono de mi cuarto no funciona, así que voy a usar el de acá. Estoy en piyama, así que no vayas a voltear», «Si desea me retiro y regreso al rato» –le dije-. «No es necesario, no me demoro»; así que yo seguí en lo mío, mientras ella estuvo conversando.
Nos vemos mami, regreso más tarde!» gritó mi amada, al tiempo que cerraba la puerta de la vivienda y se dirigía por los jardines exteriores hacia el portón principal, seguida por mi mirada. Estuve contemplando como se alejaba, sin percatarme que la señora había terminado su conversación y se encontraba detrás de mí. «Se ve que de verdad estás interesado en ella, –me dijo- pero en realidad no te conviene; es inmadura y malcriada, no la conoces realmente», y colocando sus manos sobre mis hombros, prosiguió: «Busca una mujer, no una niña». Giró entonces mi silla y pude darme cuenta que llevaba puesto un camisón semitransparente y que estaba su bata en el suelo, cerca del teléfono. Sentí su aliento alcohólico y vi sus ojos algo enrojecidos.
«Se encuentra bien señora?» inquirí nervioso, «Perfectamente –respondió- sólo me siento sola e ignorada por un tonto como tú, que sólo se fija en chiquillas. Que pasa, no te gusto?, o me ves vieja o gorda?» y dio un giro lento, mostrándome a través de las transparencias, que sólo tenía debajo una pequeña tanga negra, que se ceñía a las formas de su bien cuidado cuerpo y que un par de pezones se marcaban, señalándome como el elegido. Quedé perplejo y mientras me ponía de pie le dije: «Señora, piense en su esposo, no es correcto lo que dice», «Ese esposo mío, que me tiene abandonada, que se dedica sólo a su trabajo, que ya se olvidó que soy joven aún y también tengo necesidades como mujer!». Su respuesta me cogió por sorpresa y empecé a imaginar por donde irían las cosas. «Señora, usted ha tomado, se siente en su aliento», «Ah, que interesante, entonces puedes sentir también el calor de mi cuerpo?» y se acercó bruscamente, aprisionándome contra un librero.
Se sujetó fuertemente a mí, y buscó darme un beso en los labios que esquivé. Besó entonces mi mejilla y siguió hasta mi oreja, pasando por ella la punta de su lengua, haciéndome sentir un cosquilleo gratificante. Luego me susurró «No seas tonto, nadie tiene porqué enterarse» y su forma de decir cada palabra, era como el siseo de una serpiente invitándome al pecado. Y mientras mordía mi oreja, yo sentía la presión de sus senos contra mi pecho y cómo sus piernas buscaban acoplarse a las mías. Podía irme y no quería irme, hasta que sentí una mano meterse hábilmente entre mis pantalones, superar mi ropa interior y agarrar mi miembro sorprendido.
«Y por qué tan tímido?» me dijo al sentir mi estupor, «Ahh, entonces es verdad que eras casto?» y su mano haciéndose camino y liberando prendas, llegó hasta el escroto y sólo utilizando sus uñas, comenzó a pasarla sobre esa piel con delicadeza, provocándome como un corrientazo, que me provocó una erección inmediata, a la que tomó con firmeza. Sus labios asaltaron mi cuello, mientras algunos de sus dedos acariciaban la punta de mi pene, embadurnando la cabeza con mis fluidos. Luego se llevó tres dedos a su boca, los ensalivó y los pasó por el tronco un buen rato, hasta que se bajó y con avidez se lo metió a la boca.
Estaba desconcertado, petrificado y aturdido. Era tan grato el placer que me venía dando, sentir la succión que ejercía esa boca, las travesuras de esa lengua húmeda o la presión de esos labios expertos. Por momentos cerraba los ojos y por ratos bajaba mi mirada para observarla, ver su cara de lujuria, las caderas anchas que se meneaban, las grandes nalgas que se comían la tanga o el vaivén de sus senos a través del generoso escote. Sentí que ya me venía y así se lo hice saber para que me soltara, pero su reacción fue aplicarse con más ahínco y frenesí; haciéndome contener hasta el límite de mis fuerzas; entonces aprovechando un cambio de posición que hizo; la empuje, haciéndole perder el equilibrio y mientras caía de espaldas contra el suelo, comencé a descargarme sobre ella -que regocijada mientras lo recibía- se lo restregaba sobre el cuerpo, apretándose los senos y entrecerrando las piernas, con los ojos entornados y exhalando gemidos por un tiempo. Y yo ahí, sujetado contra el mueble, medio inclinado, con los pantalones abajo, sin reacción alguna, con el raciocinio bloqueado y sólo sintiendo ese placer singular que me eximia de lo sucedido. Ella retornó a la cordura, se vio manchada y sin dirigirme la mirada, se cubrió con su bata y se marchó.
Había sido mi padre un hombre pendenciero. Mi madre siempre lo esperaba cada fin de semana, para ayudarlo o recriminarlo, según el estado en que llegase. Luego él simplemente decidió no regresar y las penurias de mi madre para sacarnos adelante, marcaron en mí el propósito de no tomarlo como ejemplo. Es por ello que idealizaba enamorarme de una única mujer, con la cual compartir una vida y una familia, encontrar en ella el calor del primer abrazo o descubrir la emoción del primer beso. Con esta idea y esta búsqueda, transcurrió mi adolescencia colegial y completé mis estudios universitarios, sin haber tenido enamorada. Por motivos de la tesis encontré en un profesor universitario, el apoyo para la asesoría que necesitaba y al enterarse de que vivíamos relativamente cerca, me invitó a su casa para conversar sobre el desarrollo de la misma. Iniciaban los noventa y yo tenía veintidós años.
Su esposa era una mujer jovial y bastante atractiva. Se había casado a los diez y nueve años y su carácter vanidoso, la hacía mantenerse en forma; recurriendo a las rutinas de aeróbicos que por aquel entonces, reproducía en su VHS. Un poco más alta que el promedio femenino, blanca y de senos grandes, destacaba sobre todo por su gran trasero carnoso y firme, que inevitablemente siempre jalaba miradas. La señora tenía cuarenta años.
Una única hija completaba el cuadro familiar. Era –corporalmente hablando- casi idéntica a su madre, con los beneficios que la juventud, otorga a la lozanía de la piel. Más bonita que la madre, sólo se diferenciaba por ser de un tono más canela. Y sin embargo, lo que más me cautivó, - al recibirme la primera vez que llegué a su casa- fue el color castaño claro de sus ojos, que le daban a su mirada cierto brillo y los labios sensuales que enmarcaban su sonrisa. La hija tenía veinte años.
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Mis visitas esporádicas se convirtieron en permanentes cuando mi asesor –que también ejercía como consultor independiente- al hacerse cargo de un nuevo trabajo, me solicitó que lo apoye. Acepté inmediatamente por cuanto el desarrollo del mismo, contribuiría a mi crecimiento profesional y me permitiría el acceso a su biblioteca y al uso de la computadora, medio del cual por entonces, yo carecía. Mi horario era libre, sobretodo porque en esa época de cortes de fluido eléctrico intempestivos y continuos, aprovechaba los tiempos muertos para investigar y avanzar mi tesis.
De a pocos me gané la confianza de todos. La señora se me acercaba de vez en cuando a conversar u ofrecerme algún refresco. Más que contarme de su vida, quería saber de la mía. Así supo que no había tenido enamoradas e intuyó que tampoco relaciones sexuales. En ocasiones mi asesor realizaba cortos viajes al interior y ella me pedía que la acompañe a cenar. Decía que yo era gracioso y que eso rompía su monotonía o soledad; que su esposo era serio y que en cambio yo, era buena compañía.
Como era un joven sin mayor experiencia o malicia, no fui valorando algunas circunstancias que se fueron dando. Así un día me pidió que le sujete unas escaleras de tijera, mientras ella colocaba unas cortinas., Al principio me coloqué en la parte delantera, por lo que me pidió que me ubicara detrás de ella para sostenerla “si se resbalaba” y aunque aquello no sucedió, tuve que mirar al piso al tener cerca de mí, sus protuberantes nalgas tentadoras. Tampoco tome a mal su actitud, la vez que se acercó a ofrecerme una infusión y con sus caderas presionó mis dedos de la mano izquierda que tenía apoyados en el borde de la mesa. Cómo hice un ademán de dolor, me pidió disculpas mientras tomaba mi mano y con delicadeza y ternura, los fue sobando un buen rato.
Pero considero que debí ser más perspicaz, la tarde que estaba conversando con ella y de la radio que solía sintonizar para hacer más llevadera la jornada –era una emisora de baladas- comenzaron a sonar los acordes de la canción que titula esta historia y ella subió el volumen y me dijo: «Me gusta mucho esta canción» y se sorprendió cuando me puse a cantarla suavemente. Luego ella intervino –haciéndome callar al colocar un dedo en el centro de mis labios- participando cuando los versos decían: “Que yo tengo muchas vivencias, y tú tienes tanta inocencia, no saben que nuestro secreto, es tu juventud y mi experiencia”, sonriendo al retirar su dedo índice, al final de la estrofa. Terminada la canción me dijo que lo hacía muy bien, que no lo esperaba y que nunca dejaba de sorprenderla. Le retribuí el halago diciendo: «Ud. también lo ha hecho bien señora, deberíamos formar una pareja». «Una pareja!!» – respondió alegremente- «O sea un dúo, para cantar» –complementé- «Ah eso, bueno, tal vez se dé más adelante». Y se marchó, tarareando la canción.
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A pesar de lo mucho que me gustaba, en un principio no nos llevábamos bien, me parecía engreída y caprichosa; típico en una familia de hijos únicos. Por su parte – me confesó luego- ella me veía como competencia, ya que desde mi llegada, sus padres hablaban mucho de mí y me ponían como ejemplo de muchacho que se ha hecho sólo, pese a las adversidades; a lo que ella les respondía que mejor me adopten, para que sean felices.
No pasábamos del saludo, hasta que cierto día se me acercó y me dijo que teníamos que conversar para ponernos de acuerdo en el uso de la computadora, ya que tenía que redactar sus trabajos universitarios y yo se los estaba impidiendo. Así convinimos en unos horarios, que fuimos respetando en la medida de que los apagones o las urgencias, no interrumpieran lo acordado; por lo que comenzábamos a discutir – de manera amical- pero con argumentación lógica de mi parte y legal por parte de ella -estudiaba derecho- sobre quien tenía la preferencia. Y así al final de uno de esos debates, en la que se quedó sin argumentos, quiso poner punto final a la discusión diciendo «Ya trabaja tú –y tirando sus manuscritos al piso, completó- pero no olvides que TE O-DI-O!» y yo sin inmutarme retruqué: «ten cuidado con lo que sientes, ya que del odio nace el amor!» y me dejó sólo y victorioso, no sin antes lanzarme una mirada feroz. Recogí sus papeles del piso y en un acto reflexivo, se los pasé por el procesador de textos y los imprimí, dejándolos en un folder sobre el escritorio, con una nota que decía: “Para ti”.
Fue desde ese momento que nuestra relación cambió para mejor. Se volvió más asequible y comenzamos a tenernos más confianza. Así ya compartíamos el ambiente de la casa que usábamos de oficina, nos apoyábamos en nuestros trabajos o nos explayábamos en conversaciones triviales que se veían interrumpidas cuando la señora ingresaba, la tomaba de la mano y la sacaba de la habitación diciéndole: «Déjalo trabajar, lo estás distrayendo».
Y se fue cumpliendo el dicho. Sin saber cómo, dos vidas desiguales, dos almas solitarias, vieron sus caminos entrelazados por el amor. Te sientes diferente, disminuye tu apetito y hay un palpitar distinto cuando la ves llegar. Y si te habla y te pierdes en sus ojos o no encuentras respuesta en palabras sino en silencios y miradas, entonces no necesitas ser el más sabio o el más advenedizo para comprender que estás enamorado. Y si acaso, sin saber el lenguaje de los mudos, comienzas a interpretar señales de reciprocidad, entonces buscas más puntos en común, desde los que comienzas a cimentar una relación, que paradójicamente te puede hacer flotar.
Encontramos pretextos para vernos fuera del trabajo. Ella me dejaba notitas escondidas dentro de mi cuaderno de apuntes y así planificábamos momentos para estar juntos. Jugábamos al amor clandestino –sin estar aún- sobretodo porque ella no quería que sus padres se enteren, cosa que me llamó la atención, pero que respeté; aunque sentía que siendo yo una persona formal, era casi romper la confianza, de aquellos que me abrieron las puertas de su casa.
Y sucedió una tarde, que la señora se me acercó algo seria y me dijo si yo tenía una relación con su hija, que una persona nos había visto juntos varias veces y se lo había comentado. Le respondí que sólo éramos amigos, que en ocasiones la acompañaba por temas de estudio, pero que siendo sincero; yo estaba sintiendo algo especial por ella y quería aprovechar el momento, para solicitarle su permiso para enamorarla. Guardo silencio unos instantes y me dijo que su hija todavía era chica, que ellos habían planificado siempre que sea una profesional y que no le ocurra como a ella, que nunca terminó sus estudios porque se embarazó muy joven. Que por eso la habían tenido en un colegio de monjas, para que no se distraiga y que incluso ahora que era universitaria, hacia su carrera en una institución sólo de mujeres. Me dijo que yo era un buen chico, pero no debía distraerla y esperar a que termine, que si yo verdaderamente la amaba, debía hacer ese sacrificio. Emocionado –por el sí implícito de su respuesta- se lo prometí y al darle un beso de agradecimiento en la mejilla, sentí la humedad de una lágrima que se perdía entre mis labios.
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Un par de días después, ya empezando la tarde y mientras mi asesor se encontraba de viaje en el interior, tocaron la puerta del estudio y al voltear observé a la señora asomándose por la puerta entreabierta. «El anexo del teléfono de mi cuarto no funciona, así que voy a usar el de acá. Estoy en piyama, así que no vayas a voltear», «Si desea me retiro y regreso al rato» –le dije-. «No es necesario, no me demoro»; así que yo seguí en lo mío, mientras ella estuvo conversando.
Nos vemos mami, regreso más tarde!» gritó mi amada, al tiempo que cerraba la puerta de la vivienda y se dirigía por los jardines exteriores hacia el portón principal, seguida por mi mirada. Estuve contemplando como se alejaba, sin percatarme que la señora había terminado su conversación y se encontraba detrás de mí. «Se ve que de verdad estás interesado en ella, –me dijo- pero en realidad no te conviene; es inmadura y malcriada, no la conoces realmente», y colocando sus manos sobre mis hombros, prosiguió: «Busca una mujer, no una niña». Giró entonces mi silla y pude darme cuenta que llevaba puesto un camisón semitransparente y que estaba su bata en el suelo, cerca del teléfono. Sentí su aliento alcohólico y vi sus ojos algo enrojecidos.
«Se encuentra bien señora?» inquirí nervioso, «Perfectamente –respondió- sólo me siento sola e ignorada por un tonto como tú, que sólo se fija en chiquillas. Que pasa, no te gusto?, o me ves vieja o gorda?» y dio un giro lento, mostrándome a través de las transparencias, que sólo tenía debajo una pequeña tanga negra, que se ceñía a las formas de su bien cuidado cuerpo y que un par de pezones se marcaban, señalándome como el elegido. Quedé perplejo y mientras me ponía de pie le dije: «Señora, piense en su esposo, no es correcto lo que dice», «Ese esposo mío, que me tiene abandonada, que se dedica sólo a su trabajo, que ya se olvidó que soy joven aún y también tengo necesidades como mujer!». Su respuesta me cogió por sorpresa y empecé a imaginar por donde irían las cosas. «Señora, usted ha tomado, se siente en su aliento», «Ah, que interesante, entonces puedes sentir también el calor de mi cuerpo?» y se acercó bruscamente, aprisionándome contra un librero.
Se sujetó fuertemente a mí, y buscó darme un beso en los labios que esquivé. Besó entonces mi mejilla y siguió hasta mi oreja, pasando por ella la punta de su lengua, haciéndome sentir un cosquilleo gratificante. Luego me susurró «No seas tonto, nadie tiene porqué enterarse» y su forma de decir cada palabra, era como el siseo de una serpiente invitándome al pecado. Y mientras mordía mi oreja, yo sentía la presión de sus senos contra mi pecho y cómo sus piernas buscaban acoplarse a las mías. Podía irme y no quería irme, hasta que sentí una mano meterse hábilmente entre mis pantalones, superar mi ropa interior y agarrar mi miembro sorprendido.
«Y por qué tan tímido?» me dijo al sentir mi estupor, «Ahh, entonces es verdad que eras casto?» y su mano haciéndose camino y liberando prendas, llegó hasta el escroto y sólo utilizando sus uñas, comenzó a pasarla sobre esa piel con delicadeza, provocándome como un corrientazo, que me provocó una erección inmediata, a la que tomó con firmeza. Sus labios asaltaron mi cuello, mientras algunos de sus dedos acariciaban la punta de mi pene, embadurnando la cabeza con mis fluidos. Luego se llevó tres dedos a su boca, los ensalivó y los pasó por el tronco un buen rato, hasta que se bajó y con avidez se lo metió a la boca.
Estaba desconcertado, petrificado y aturdido. Era tan grato el placer que me venía dando, sentir la succión que ejercía esa boca, las travesuras de esa lengua húmeda o la presión de esos labios expertos. Por momentos cerraba los ojos y por ratos bajaba mi mirada para observarla, ver su cara de lujuria, las caderas anchas que se meneaban, las grandes nalgas que se comían la tanga o el vaivén de sus senos a través del generoso escote. Sentí que ya me venía y así se lo hice saber para que me soltara, pero su reacción fue aplicarse con más ahínco y frenesí; haciéndome contener hasta el límite de mis fuerzas; entonces aprovechando un cambio de posición que hizo; la empuje, haciéndole perder el equilibrio y mientras caía de espaldas contra el suelo, comencé a descargarme sobre ella -que regocijada mientras lo recibía- se lo restregaba sobre el cuerpo, apretándose los senos y entrecerrando las piernas, con los ojos entornados y exhalando gemidos por un tiempo. Y yo ahí, sujetado contra el mueble, medio inclinado, con los pantalones abajo, sin reacción alguna, con el raciocinio bloqueado y sólo sintiendo ese placer singular que me eximia de lo sucedido. Ella retornó a la cordura, se vio manchada y sin dirigirme la mirada, se cubrió con su bata y se marchó.