Beyonder
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Cofradía lectora, les comparto esta historia que tuvo lugar el año pasado o a fines del 2021, no recuerdo bien. He encontrado unas cosas que creía perdidas que dan pie a enriquecer los relatos, así que tal vez los esté molestando con más entregas de otras historias. Espero que lo disfruten.
Todo hombre tiene una parte ficción en su propia historia. En esta, mi nombre es Santiago y la realidad se mezcla con la teatralización, todo lo necesario para ocultar identidades y todo lo conveniente para que valga la pena ser leída.
No son pocas las veces que ciertos dichos o refranes resumen bien la situación en la que uno se encuentra. Con el paso de los años, quiero pensar, la experiencia recogida alimenta cierta percepción de las cosas que solemos llamar sabiduría y en la medida que somos -o nos consideramos- más sabios entendemos y abordamos mejor las situaciones de la vida. En este caso, mi sabiduría fue tan limitada como la racha de Alianza en la Libertadores y solo alcanzó para razonar que mi situación desventajosa se podría resumir en el dicho “dar por sentado”.
Entenderán, cofradía lectora, que dentro de los estragos que el tiempo hace en el carácter está el aburguesamiento, uno se aburguesa con la edad y lo que un inicio valora como novedad se va convirtiendo en costumbre, en un hábito que se aprecia por su carácter estable. Es así que cuando tienes lo que llamaré “una amante oficial” das por sentado muchas cosas; como que tienes una candidata fija para pasar una tarde de domingo, una pareja inmediata para salir en grupo o asistir a un evento, alguien a quien acudir para revelar las flaquezas de tu alma y lo más importante: un polvo fijo.
Al tener un polvo fijo -sabrán entenderme- se adormeció mi instinto de acecho, disminuyó mi estímulo por la sorpresa y el sexo se incorporó a una rutina de familiaridad. Estaba, entonces, sumido en una relación con una dinámica en la que íbamos a comer algo y luego a tirar sin que hubiera la necesidad de especificarlo; lo cual me hacía menospreciar las otras oportunidades de desfogue sexual.
En esas estaba cuando la conversación con un colega del trabajo se pone interesante
-Hey compare, ¿ubicas a Esther de servicios generales?
-La secretaria de servicios generales -le respondí a mi amigo- sí, la veneca. ¿Qué hay con ella?
-La vieron en el cuarto de archivo, gimiendo en la parte de más al fondo, a la hora a la que solo está Adrián.
-¿Adrián el archivero? No te creo, además, ¿quién los vería a esas horas?
-¡Sí webón, el dato es firme!
Mi incredulidad iba porque Esther y Adrián eran una pareja improbabilísima. Ella era una veneca que decía tener 38 años, pero yo le ponía 42. Aunque ya no era una jovencita estaba bien conservada para su edad, sin panza notoria, buenas tetas, un buen par de caderas típicas de las chamas y un rostro ovalado, algo frentona; una cara que hacía dudar sobre si era veneca o colombiana. Y ese era el punto, su cara. Esther tenía cara de cuarentona, pero de cuarentona pendeja, una expresión parecida a la de la Tía Patty, una forma de combinar el movimiento de sus ojos y de sus labios que te hacían pensar “esta flaca tiene al menos 2km de pinga en su haber”. Además, sus expresiones eran típicas de alguien que se maneja con soltura en el mundo, sin muchos tapujos. Por otor lado, Adrián era buen tipo, una bella persona en el sentido compasivo de la expresión y no solo por su carácter, sino también por su figura entera; quiero decir, Adrián era el estereotipo de un gordito nerd y webonazo. De hecho, se llegó a sospechar que tenía algún tipo de diagnóstico como Asperger leve o algo así; pero a mi ver era puro prejuicio y ganas de hablar, simplemente era un gordito con lentes, cachetón, con cara de cojudo, muy introvertido, torpe y con una tendencia a trabarse mientras hablaba. El caso es que me resultaba imposible ver cómo habría llegado el buen Adrián a tirarse a Esther, ni menos que fuera ella quien se lo hubiera propuesto precisamente a él.
Dejé pasar el asunto y me perdí en mis labores. La semana estuvo llena de ocupaciones y nos saturamos de trabajo, al punto que no vi a mi “amante oficial”. La semana siguiente, entre pendientes, más trabajo y asuntos amicales; planté a mi flaca una vez más con absoluta tranquilidad; aún sabiendo que la semana que seguiría ella ya me había dicho que estaría ocupada y no podríamos vernos.
Es así que pasaron tres semanas consecutivas de abstinencia, en la que mi sedentarismo sexual me hizo dar por sentado de siempre estuve a una llamada de meterme un polvo con mi flaca. En el inicio de la cuarta semana resulta que me topo con Esther, quien llevaba unos papeles
-Doctorcito -me dice ella- qué tal, ¿mucho trabajo?
-Hola, sí, mucha carga. ¿En tu servicio cómo van?
-Hay doctor, igual, igual. Además de que mis compañeras están un poco insoportables.
Esa última palabra la dijo con énfasis, buscando dar fuerza a su queja. La sabiduría que mencioné al inicio me hizo intuir que quería quejarse conmigo, desahogarse un poco. El tono de su voz y esos ojos que parecían adivinar, sin ofenderse, mi exclusivo interés en sus caderas; me hicieron pensar también que de quererlo podría fácilmente sacarla a tomar algo bajo la excusa de oír su catarsis. Yo fingiría interés en su necesidad de ser escuchada mientras ella fingiría no saber que en realidad no me interesaba oírla un carajo, hasta que la máscara de mutua hipocresía caiga y deje ver en nuestros rostros unas primitivas ganas de resolver cualquier conflicto de nuestro mundo interior con una buena y sensacional cogida.
Todo hombre tiene una parte ficción en su propia historia. En esta, mi nombre es Santiago y la realidad se mezcla con la teatralización, todo lo necesario para ocultar identidades y todo lo conveniente para que valga la pena ser leída.
No son pocas las veces que ciertos dichos o refranes resumen bien la situación en la que uno se encuentra. Con el paso de los años, quiero pensar, la experiencia recogida alimenta cierta percepción de las cosas que solemos llamar sabiduría y en la medida que somos -o nos consideramos- más sabios entendemos y abordamos mejor las situaciones de la vida. En este caso, mi sabiduría fue tan limitada como la racha de Alianza en la Libertadores y solo alcanzó para razonar que mi situación desventajosa se podría resumir en el dicho “dar por sentado”.
Entenderán, cofradía lectora, que dentro de los estragos que el tiempo hace en el carácter está el aburguesamiento, uno se aburguesa con la edad y lo que un inicio valora como novedad se va convirtiendo en costumbre, en un hábito que se aprecia por su carácter estable. Es así que cuando tienes lo que llamaré “una amante oficial” das por sentado muchas cosas; como que tienes una candidata fija para pasar una tarde de domingo, una pareja inmediata para salir en grupo o asistir a un evento, alguien a quien acudir para revelar las flaquezas de tu alma y lo más importante: un polvo fijo.
Al tener un polvo fijo -sabrán entenderme- se adormeció mi instinto de acecho, disminuyó mi estímulo por la sorpresa y el sexo se incorporó a una rutina de familiaridad. Estaba, entonces, sumido en una relación con una dinámica en la que íbamos a comer algo y luego a tirar sin que hubiera la necesidad de especificarlo; lo cual me hacía menospreciar las otras oportunidades de desfogue sexual.
En esas estaba cuando la conversación con un colega del trabajo se pone interesante
-Hey compare, ¿ubicas a Esther de servicios generales?
-La secretaria de servicios generales -le respondí a mi amigo- sí, la veneca. ¿Qué hay con ella?
-La vieron en el cuarto de archivo, gimiendo en la parte de más al fondo, a la hora a la que solo está Adrián.
-¿Adrián el archivero? No te creo, además, ¿quién los vería a esas horas?
-¡Sí webón, el dato es firme!
Mi incredulidad iba porque Esther y Adrián eran una pareja improbabilísima. Ella era una veneca que decía tener 38 años, pero yo le ponía 42. Aunque ya no era una jovencita estaba bien conservada para su edad, sin panza notoria, buenas tetas, un buen par de caderas típicas de las chamas y un rostro ovalado, algo frentona; una cara que hacía dudar sobre si era veneca o colombiana. Y ese era el punto, su cara. Esther tenía cara de cuarentona, pero de cuarentona pendeja, una expresión parecida a la de la Tía Patty, una forma de combinar el movimiento de sus ojos y de sus labios que te hacían pensar “esta flaca tiene al menos 2km de pinga en su haber”. Además, sus expresiones eran típicas de alguien que se maneja con soltura en el mundo, sin muchos tapujos. Por otor lado, Adrián era buen tipo, una bella persona en el sentido compasivo de la expresión y no solo por su carácter, sino también por su figura entera; quiero decir, Adrián era el estereotipo de un gordito nerd y webonazo. De hecho, se llegó a sospechar que tenía algún tipo de diagnóstico como Asperger leve o algo así; pero a mi ver era puro prejuicio y ganas de hablar, simplemente era un gordito con lentes, cachetón, con cara de cojudo, muy introvertido, torpe y con una tendencia a trabarse mientras hablaba. El caso es que me resultaba imposible ver cómo habría llegado el buen Adrián a tirarse a Esther, ni menos que fuera ella quien se lo hubiera propuesto precisamente a él.
Dejé pasar el asunto y me perdí en mis labores. La semana estuvo llena de ocupaciones y nos saturamos de trabajo, al punto que no vi a mi “amante oficial”. La semana siguiente, entre pendientes, más trabajo y asuntos amicales; planté a mi flaca una vez más con absoluta tranquilidad; aún sabiendo que la semana que seguiría ella ya me había dicho que estaría ocupada y no podríamos vernos.
Es así que pasaron tres semanas consecutivas de abstinencia, en la que mi sedentarismo sexual me hizo dar por sentado de siempre estuve a una llamada de meterme un polvo con mi flaca. En el inicio de la cuarta semana resulta que me topo con Esther, quien llevaba unos papeles
-Doctorcito -me dice ella- qué tal, ¿mucho trabajo?
-Hola, sí, mucha carga. ¿En tu servicio cómo van?
-Hay doctor, igual, igual. Además de que mis compañeras están un poco insoportables.
Esa última palabra la dijo con énfasis, buscando dar fuerza a su queja. La sabiduría que mencioné al inicio me hizo intuir que quería quejarse conmigo, desahogarse un poco. El tono de su voz y esos ojos que parecían adivinar, sin ofenderse, mi exclusivo interés en sus caderas; me hicieron pensar también que de quererlo podría fácilmente sacarla a tomar algo bajo la excusa de oír su catarsis. Yo fingiría interés en su necesidad de ser escuchada mientras ella fingiría no saber que en realidad no me interesaba oírla un carajo, hasta que la máscara de mutua hipocresía caiga y deje ver en nuestros rostros unas primitivas ganas de resolver cualquier conflicto de nuestro mundo interior con una buena y sensacional cogida.