Hola, soy la Miss Marie

¡Wow! Me he sentido gratamente sorprendida por sus mensajes de bienvenida. No imaginan cuánto me han emocionado… y cuánto han encendido mis ganas de comenzar.
Tuve una experiencia previa compartiendo en otra comunidad, pero jamás recibí respuesta. Esta vez, por cuestiones de trabajo, no había podido leerlos a tiempo… y ahora que lo hice, siento que encontré el lugar justo.
En unos días comenzaré a compartir mis relatos. Intentaré seguir un orden más o menos lineal, pero algunas historias surgirán desde distintos momentos de mi vida. Prometo dar siempre el contexto necesario para que podamos viajar juntos por esos recuerdos… dulces, ardientes, y a veces, un poco tristes también.
Gracias por estar. Gracias por leerme ya, incluso antes de escribir.
Nos vemos muy pronto.
—Marie
 
Tenía veinte años. Era delgada —como lo sigo siendo—, con una figura que siempre se ha mantenido entre los 51 y 54 kilos. Mido 1.61. De tez clara, ojos también claros y cabello castaño que siempre he llevado corto, estilo "peluquita", porque así me gusta: práctico, femenino, elegante. Mi piel es suave, casi sin vello; soy lampiña por naturaleza, algo que con los años aprendí a cuidar con discreción. Siempre mantengo mis vellos púbicos recortados, dejando solo una fina línea sobre el monte de Venus, castaña, clara, como mi cabello. No por coquetería ajena, sino por una especie de intimidad con mi propio cuerpo, con mi deseo.
Desde joven me gustaba pintarme las uñas de las manos y los pies, y hasta hoy lo hago yo misma. Es un pequeño acto de mimo. El color que mejor me queda es el rojo, sin duda, y con el tiempo aprendí a sacarle provecho. Aún prefiero los vestidos largos, entallados a mi figura, que caminan conmigo y se combinan con tacos altos —algunos abiertos, para que se vean mis pies bien cuidados, porque siempre he creído que el erotismo empieza en los detalles.
Nací y crecí en Chiclayo. Mi madre, sin embargo, era de Celendín, y mi padre, chiclayano de toda la vida. Éramos tres hermanas. Una ya partió, y su ausencia aún se siente como un eco suave. La otra, soltera hasta hoy, vive en calma. Yo quedé en el medio, como tantas veces en mi vida: entre el deber y el deseo, entre lo que se espera de una mujer y lo que una mujer realmente quiere.
Me formé en un Instituto de Educación de Chiclayo, una institución que ya no existe, pero que entonces representaba mi puerta al mundo. Salí de allí joven, con hambre de enseñar, y empecé como auxiliar en una escuela primaria. Era un trabajo modesto, pero digno.
Desde siempre, incluso sin proponérmelo, había despertado ciertas miradas. Recibía piropos en la calle, algunos tímidos, otros descarados, y más de una vez frases abiertamente subidas de tono que, en ese momento, me parecían sucias, como si mancharan algo. Recuerdo claramente una tarde, llevaba un vestido liviano, de tela tan fina que mis pequeños senos se marcaban levemente, caminaba rumbo a mi casa desde la escuela cuando un taxi pasó en sentido contrario y el conductor, asomado por la ventana, me gritó sin disimulo: "¡Tienes tetitas tiernas!". Lo sentí como una bofetada. Me invadió una mezcla difícil de nombrar: repulsión, asco, vergüenza… pero también un estremecimiento confuso, como si mi cuerpo reaccionara por su cuenta. Cerré los brazos sobre el pecho, seguí caminando sin voltear, pero no pude dejar de sentir una humedad sorda entre las piernas. Era algo que no comprendía del todo. No quería sentirlo. Y, sin embargo, estaba ahí. También empecé a notar otras cosas. Miradas detenidas en mis pies blancos, con las uñas rojas recién pintadas. Las veía de reojo: hombres que se quedaban demasiado tiempo en el empeine que asomaba entre las tiras de mis sandalias, en el leve movimiento de mis dedos al cruzar las piernas. Esas atenciones me inquietaban. No podía decir que me gustaban, pero tampoco podía ignorar lo que me provocaban. Era algo nuevo, extraño, silencioso.
Fue en medio de ese despertar difuso y contradictorio que lo conocí. Un día cualquiera, mientras cobraba mi cheque en el banco. Él era el cajero. Alto, blanco, con un bigote grueso que al principio me pareció cómico. No fue amor a primera vista, ni mucho menos. Pero me miraba distinto. Me hablaba lento, pausado, como si me leyera. Y yo, sin saberlo, ya lo estaba esperando. Ese hombre sería, más adelante, mi esposo. Después de casi dos años de enamoramiento y noviazgo, nos casamos.
Él me llevaba diez años, era un hombre hecho y derecho, con una seguridad que entonces confundí con madurez emocional. Tuvimos dos hijos: un varón y una niña, que hoy ya son adultos con vidas propias. Nuestro matrimonio duró poco menos de diez años. Durante ese tiempo compartimos lo que parecía una vida estable: casa, hijos, trabajo, domingos en familia, silencios que se fueron haciendo más largos.
En mis treintas, él me dejó, con un niño de 3 años y una bebé de año y meses. Se fue con una mujer más joven. No sé si más bella, pero sí más nueva. La herida no fue solo del ego, sino del alma. Algo dentro de mí se rompió.
Y por eso, por mi salud emocional y por mis hijos, dejé Chiclayo. Migramos. Cambié de ciudad. Prefiero no decir a dónde, porque parte de mí aún se protege. Fue un movimiento necesario, casi de supervivencia emocional. Allí crié a mis hijos sola. Allí me reconstruí.
Y hoy, cuando miro atrás, puedo decir algo con claridad: si él no me hubiera dejado, quizá nunca habría vivido lo que viví después. No habría amado como amé, ni probado otros cuerpos, ni sentido otras bocas, ni escrito —en secreto— tantas páginas sobre mi piel.
Él fue el primer hombre. Pero no fue el último. Ni, quizá, el más importante.

—Marie
 
Tenía veinte años. Era delgada —como lo sigo siendo—, con una figura que siempre se ha mantenido entre los 51 y 54 kilos. Mido 1.61. De tez clara, ojos también claros y cabello castaño que siempre he llevado corto, estilo "peluquita", porque así me gusta: práctico, femenino, elegante. Mi piel es suave, casi sin vello; soy lampiña por naturaleza, algo que con los años aprendí a cuidar con discreción. Siempre mantengo mis vellos púbicos recortados, dejando solo una fina línea sobre el monte de Venus, castaña, clara, como mi cabello. No por coquetería ajena, sino por una especie de intimidad con mi propio cuerpo, con mi deseo.
Desde joven me gustaba pintarme las uñas de las manos y los pies, y hasta hoy lo hago yo misma. Es un pequeño acto de mimo. El color que mejor me queda es el rojo, sin duda, y con el tiempo aprendí a sacarle provecho. Aún prefiero los vestidos largos, entallados a mi figura, que caminan conmigo y se combinan con tacos altos —algunos abiertos, para que se vean mis pies bien cuidados, porque siempre he creído que el erotismo empieza en los detalles.
Nací y crecí en Chiclayo. Mi madre, sin embargo, era de Celendín, y mi padre, chiclayano de toda la vida. Éramos tres hermanas. Una ya partió, y su ausencia aún se siente como un eco suave. La otra, soltera hasta hoy, vive en calma. Yo quedé en el medio, como tantas veces en mi vida: entre el deber y el deseo, entre lo que se espera de una mujer y lo que una mujer realmente quiere.
Me formé en un Instituto de Educación de Chiclayo, una institución que ya no existe, pero que entonces representaba mi puerta al mundo. Salí de allí joven, con hambre de enseñar, y empecé como auxiliar en una escuela primaria. Era un trabajo modesto, pero digno.
Desde siempre, incluso sin proponérmelo, había despertado ciertas miradas. Recibía piropos en la calle, algunos tímidos, otros descarados, y más de una vez frases abiertamente subidas de tono que, en ese momento, me parecían sucias, como si mancharan algo. Recuerdo claramente una tarde, llevaba un vestido liviano, de tela tan fina que mis pequeños senos se marcaban levemente, caminaba rumbo a mi casa desde la escuela cuando un taxi pasó en sentido contrario y el conductor, asomado por la ventana, me gritó sin disimulo: "¡Tienes tetitas tiernas!". Lo sentí como una bofetada. Me invadió una mezcla difícil de nombrar: repulsión, asco, vergüenza… pero también un estremecimiento confuso, como si mi cuerpo reaccionara por su cuenta. Cerré los brazos sobre el pecho, seguí caminando sin voltear, pero no pude dejar de sentir una humedad sorda entre las piernas. Era algo que no comprendía del todo. No quería sentirlo. Y, sin embargo, estaba ahí. También empecé a notar otras cosas. Miradas detenidas en mis pies blancos, con las uñas rojas recién pintadas. Las veía de reojo: hombres que se quedaban demasiado tiempo en el empeine que asomaba entre las tiras de mis sandalias, en el leve movimiento de mis dedos al cruzar las piernas. Esas atenciones me inquietaban. No podía decir que me gustaban, pero tampoco podía ignorar lo que me provocaban. Era algo nuevo, extraño, silencioso.
Fue en medio de ese despertar difuso y contradictorio que lo conocí. Un día cualquiera, mientras cobraba mi cheque en el banco. Él era el cajero. Alto, blanco, con un bigote grueso que al principio me pareció cómico. No fue amor a primera vista, ni mucho menos. Pero me miraba distinto. Me hablaba lento, pausado, como si me leyera. Y yo, sin saberlo, ya lo estaba esperando. Ese hombre sería, más adelante, mi esposo. Después de casi dos años de enamoramiento y noviazgo, nos casamos.
Él me llevaba diez años, era un hombre hecho y derecho, con una seguridad que entonces confundí con madurez emocional. Tuvimos dos hijos: un varón y una niña, que hoy ya son adultos con vidas propias. Nuestro matrimonio duró poco menos de diez años. Durante ese tiempo compartimos lo que parecía una vida estable: casa, hijos, trabajo, domingos en familia, silencios que se fueron haciendo más largos.
En mis treintas, él me dejó, con un niño de 3 años y una bebé de año y meses. Se fue con una mujer más joven. No sé si más bella, pero sí más nueva. La herida no fue solo del ego, sino del alma. Algo dentro de mí se rompió.
Y por eso, por mi salud emocional y por mis hijos, dejé Chiclayo. Migramos. Cambié de ciudad. Prefiero no decir a dónde, porque parte de mí aún se protege. Fue un movimiento necesario, casi de supervivencia emocional. Allí crié a mis hijos sola. Allí me reconstruí.
Y hoy, cuando miro atrás, puedo decir algo con claridad: si él no me hubiera dejado, quizá nunca habría vivido lo que viví después. No habría amado como amé, ni probado otros cuerpos, ni sentido otras bocas, ni escrito —en secreto— tantas páginas sobre mi piel.
Él fue el primer hombre. Pero no fue el último. Ni, quizá, el más importante.

—Marie
Muy buena prosa cofrade. Es un recuento de sus estados y emociones.
El prólogo de ste primer capítulo resumió ese inicio al mundo carnal, a veces las experiencias pasan por algo y todo tiene su por qué, y por ende su aprendizaje.
Saludos, esperamos más capítulos.
 
Bien venida maestra. Su redacción precisa, las palabras exactas y el hilo de su presentación nos habla de su experiencia en docencia de la literatura. Espero con mucha impaciencia sus relatos, muy probablemente los tenga afinando su redacción. No nos haga esperar mucho, comience contándonos historias pequeñas, derrepente su primera aventura luego de su separación, una anécdota de cuando enseñaba, mientras afina sus historias más profundas. Un abrazo
 
Una redacción increíble, una novela escrita en la piel y el corazón, prosiga por favor
Tenía veinte años. Era delgada —como lo sigo siendo—, con una figura que siempre se ha mantenido entre los 51 y 54 kilos. Mido 1.61. De tez clara, ojos también claros y cabello castaño que siempre he llevado corto, estilo "peluquita", porque así me gusta: práctico, femenino, elegante. Mi piel es suave, casi sin vello; soy lampiña por naturaleza, algo que con los años aprendí a cuidar con discreción. Siempre mantengo mis vellos púbicos recortados, dejando solo una fina línea sobre el monte de Venus, castaña, clara, como mi cabello. No por coquetería ajena, sino por una especie de intimidad con mi propio cuerpo, con mi deseo.
Desde joven me gustaba pintarme las uñas de las manos y los pies, y hasta hoy lo hago yo misma. Es un pequeño acto de mimo. El color que mejor me queda es el rojo, sin duda, y con el tiempo aprendí a sacarle provecho. Aún prefiero los vestidos largos, entallados a mi figura, que caminan conmigo y se combinan con tacos altos —algunos abiertos, para que se vean mis pies bien cuidados, porque siempre he creído que el erotismo empieza en los detalles.
Nací y crecí en Chiclayo. Mi madre, sin embargo, era de Celendín, y mi padre, chiclayano de toda la vida. Éramos tres hermanas. Una ya partió, y su ausencia aún se siente como un eco suave. La otra, soltera hasta hoy, vive en calma. Yo quedé en el medio, como tantas veces en mi vida: entre el deber y el deseo, entre lo que se espera de una mujer y lo que una mujer realmente quiere.
Me formé en un Instituto de Educación de Chiclayo, una institución que ya no existe, pero que entonces representaba mi puerta al mundo. Salí de allí joven, con hambre de enseñar, y empecé como auxiliar en una escuela primaria. Era un trabajo modesto, pero digno.
Desde siempre, incluso sin proponérmelo, había despertado ciertas miradas. Recibía piropos en la calle, algunos tímidos, otros descarados, y más de una vez frases abiertamente subidas de tono que, en ese momento, me parecían sucias, como si mancharan algo. Recuerdo claramente una tarde, llevaba un vestido liviano, de tela tan fina que mis pequeños senos se marcaban levemente, caminaba rumbo a mi casa desde la escuela cuando un taxi pasó en sentido contrario y el conductor, asomado por la ventana, me gritó sin disimulo: "¡Tienes tetitas tiernas!". Lo sentí como una bofetada. Me invadió una mezcla difícil de nombrar: repulsión, asco, vergüenza… pero también un estremecimiento confuso, como si mi cuerpo reaccionara por su cuenta. Cerré los brazos sobre el pecho, seguí caminando sin voltear, pero no pude dejar de sentir una humedad sorda entre las piernas. Era algo que no comprendía del todo. No quería sentirlo. Y, sin embargo, estaba ahí. También empecé a notar otras cosas. Miradas detenidas en mis pies blancos, con las uñas rojas recién pintadas. Las veía de reojo: hombres que se quedaban demasiado tiempo en el empeine que asomaba entre las tiras de mis sandalias, en el leve movimiento de mis dedos al cruzar las piernas. Esas atenciones me inquietaban. No podía decir que me gustaban, pero tampoco podía ignorar lo que me provocaban. Era algo nuevo, extraño, silencioso.
Fue en medio de ese despertar difuso y contradictorio que lo conocí. Un día cualquiera, mientras cobraba mi cheque en el banco. Él era el cajero. Alto, blanco, con un bigote grueso que al principio me pareció cómico. No fue amor a primera vista, ni mucho menos. Pero me miraba distinto. Me hablaba lento, pausado, como si me leyera. Y yo, sin saberlo, ya lo estaba esperando. Ese hombre sería, más adelante, mi esposo. Después de casi dos años de enamoramiento y noviazgo, nos casamos.
Él me llevaba diez años, era un hombre hecho y derecho, con una seguridad que entonces confundí con madurez emocional. Tuvimos dos hijos: un varón y una niña, que hoy ya son adultos con vidas propias. Nuestro matrimonio duró poco menos de diez años. Durante ese tiempo compartimos lo que parecía una vida estable: casa, hijos, trabajo, domingos en familia, silencios que se fueron haciendo más largos.
En mis treintas, él me dejó, con un niño de 3 años y una bebé de año y meses. Se fue con una mujer más joven. No sé si más bella, pero sí más nueva. La herida no fue solo del ego, sino del alma. Algo dentro de mí se rompió.
Y por eso, por mi salud emocional y por mis hijos, dejé Chiclayo. Migramos. Cambié de ciudad. Prefiero no decir a dónde, porque parte de mí aún se protege. Fue un movimiento necesario, casi de supervivencia emocional. Allí crié a mis hijos sola. Allí me reconstruí.
Y hoy, cuando miro atrás, puedo decir algo con claridad: si él no me hubiera dejado, quizá nunca habría vivido lo que viví después. No habría amado como amé, ni probado otros cuerpos, ni sentido otras bocas, ni escrito —en secreto— tantas páginas sobre mi piel.
Él fue el primer hombre. Pero no fue el último. Ni, quizá, el más importante.

—Marie
 
Atrás
Arriba