ConejoLocop
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Aproximadamente a las ocho y media ya estábamos saliendo del hotel. El taxi que nos recomendó el recepcionista nos esperaba en la entrada para llevarnos al Centro Comercial Los Pueblos, una zona bastante popular en Ciudad de Panamá, conocida por su variedad de tiendas y precios accesibles. En el camino, el conductor nos comentó que muchos viajeros iban allí a hacer sus últimas compras antes de regresar a sus países.
Cuando llegamos, Angie abrió los ojos como si acabara de entrar a una mina de oro. Era un complejo comercial inmenso, lleno de tiendas de ropa, calzado, accesorios, electrónica. Fuimos directo a lo que sabíamos que podíamos llevar: ropa ligera, souvenirs, algunos perfumes y cosméticos. Todo estaba a muy buen precio. Angie se volvió loca en un par de boutiques y tuvo que frenarse solo cuando le recordé que no teníamos más espacio.
—Amor, no tenemos más sitio en las maletas —le dije mientras cargaba una bolsa tras otra.
—¡Pero mira esta blusita, está hermosa! Y solo cuesta cinco dólares.
—¿Dónde la metemos? ¿En tu cartera?
—Ok —dijo con una sonrisa pícara—. Ya, compramos una maleta extra.
—¿Y el peso?
—Pagamos el flete adicional, amor. Pero solo una maleta más, ¿sí?
—Perfecto. Es un trato.
A la una de la tarde estábamos de regreso en el hotel, agotados, cargados de bolsas y sonriendo como niños después de una travesura. Subimos a la habitación, acomodamos todo con dificultad —la nueva maleta entró con lo justo— y bajé a recepción a pagar los dos días adicionales que no estaban cubiertos por la empresa.
A las dos en punto ya estábamos rumbo al aeropuerto, con tiempo suficiente para el check-in, pasar migraciones y relajarnos en la sala de espera. El vuelo salía a las seis, pero preferimos ir con calma, sin sobresaltos.
El viaje de regreso fue tranquilo. Ambos dormimos un poco, tomados de la mano. A medio vuelo, Angie me despertó con una sonrisa y una pregunta práctica:
—¿Y cómo vamos a regresar a casa?
Abrí los ojos de golpe. No lo habíamos planeado.
—Tienes razón —dije, un poco inquieto—. ¿Qué hacemos?
—A veces lo más simple es lo mejor —respondió—. ¿Tú le dijiste a tu mamá que regresabas hoy?
—Sí.
—Entonces yo diré que regresaba un par de horas antes y que quedamos en que te esperaba en el aeropuerto para volver contigo. Suena lógico, ¿no?
—Sí, suena perfecto.
Llegamos a Lima cerca de las 10 de la noche. Recogimos el equipaje, pasamos sin problemas por aduanas y tomamos un taxi a casa. Eran casi las 11:15 cuando llegamos. Las luces de la casa estaban apagadas. Mi madre dormía.
—Cambio de planes, Tú entra primero —me dijo Angie—. Ve a saludar y dile que me esperaras porque yo llego en dos horas.
Así lo hicimos. Entré, saludé a mi madre que ya estaba dormida, solo me dijo:
—Hola hijito, ¿todo bien?,
—Si madre, mañana te cuento
—Sabes cuando llega Angie, esa muchacha creo que no me lo dijo o yo me olvidé,
—En un par de horas, yo la espero, tu duerme tranquila
—Está bien
Y se acomodó para seguir durmiendo.
Sali a la cocina donde estaba Angie, subí su maleta a su cuarto, en realidad las tres maletas eran de los dos, toda nuestra ropa y las compras estaban mezclados. Nos despedimos con un beso largo y amoroso y baje a mi cuarto.
Desde mi mirada, Panamá fue más que una capacitación. Fue una prueba superada, un sueño vivido y una confirmación silenciosa de que Angie y yo podíamos con todo. Ella se integró con naturalidad a mis compañeros, se hizo amiga de las esposas y novias de los demás, compartió caminatas, risas, hasta rutas de compras. Demostró que era una mujer que no se amilanaba ante nada. Se adaptó, brilló, y me hizo brillar también. No solo fue mi amante, fue mi compañera, mi aliada, mi cómplice. Yo sentía que, si la vida me estaba llevando a crecer, tenía que llevarla de la mano conmigo.
Pero también entendí —con la serenidad de quien ya ha hecho las paces con una verdad incómoda— que jamás podría mostrarla. Que ese amor inmenso, fuerte y valiente, tendría que seguir siendo un tesoro escondido. Y aunque me dolía, lo aceptaba. Porque sabía que ella iría conmigo por todos los caminos, aún desde la sombra.
Desde los ojos de Angie:
Nunca voy a olvidar esa semana. Fue la primera vez que salí del país, y fue también la primera vez que sentí que no solo te acompañaba en lo íntimo, sino en lo profesional, en tu mundo. Me integré con las chicas, con tus compañeros, y me sentí segura, bien recibida. Pero lo que más me marcó fue cómo me diste mi lugar, cómo nunca me escondiste... al menos en ese espacio.
Y aunque en el fondo sabía que nunca podría ser completamente visible, que siempre habría una parte de mí —de nosotros— que tendría que ocultarse, también aprendí a aceptar esa realidad. Me dolía, sí. Pero dolía menos al verte a mi lado, al sentir que tu amor era sincero, que, aunque no me muestres al mundo, me llevas contigo en todo lo que haces. Y eso, amor... eso también es amar de verdad.
Cuando llegamos, Angie abrió los ojos como si acabara de entrar a una mina de oro. Era un complejo comercial inmenso, lleno de tiendas de ropa, calzado, accesorios, electrónica. Fuimos directo a lo que sabíamos que podíamos llevar: ropa ligera, souvenirs, algunos perfumes y cosméticos. Todo estaba a muy buen precio. Angie se volvió loca en un par de boutiques y tuvo que frenarse solo cuando le recordé que no teníamos más espacio.
—Amor, no tenemos más sitio en las maletas —le dije mientras cargaba una bolsa tras otra.
—¡Pero mira esta blusita, está hermosa! Y solo cuesta cinco dólares.
—¿Dónde la metemos? ¿En tu cartera?
—Ok —dijo con una sonrisa pícara—. Ya, compramos una maleta extra.
—¿Y el peso?
—Pagamos el flete adicional, amor. Pero solo una maleta más, ¿sí?
—Perfecto. Es un trato.
A la una de la tarde estábamos de regreso en el hotel, agotados, cargados de bolsas y sonriendo como niños después de una travesura. Subimos a la habitación, acomodamos todo con dificultad —la nueva maleta entró con lo justo— y bajé a recepción a pagar los dos días adicionales que no estaban cubiertos por la empresa.
A las dos en punto ya estábamos rumbo al aeropuerto, con tiempo suficiente para el check-in, pasar migraciones y relajarnos en la sala de espera. El vuelo salía a las seis, pero preferimos ir con calma, sin sobresaltos.
El viaje de regreso fue tranquilo. Ambos dormimos un poco, tomados de la mano. A medio vuelo, Angie me despertó con una sonrisa y una pregunta práctica:
—¿Y cómo vamos a regresar a casa?
Abrí los ojos de golpe. No lo habíamos planeado.
—Tienes razón —dije, un poco inquieto—. ¿Qué hacemos?
—A veces lo más simple es lo mejor —respondió—. ¿Tú le dijiste a tu mamá que regresabas hoy?
—Sí.
—Entonces yo diré que regresaba un par de horas antes y que quedamos en que te esperaba en el aeropuerto para volver contigo. Suena lógico, ¿no?
—Sí, suena perfecto.
Llegamos a Lima cerca de las 10 de la noche. Recogimos el equipaje, pasamos sin problemas por aduanas y tomamos un taxi a casa. Eran casi las 11:15 cuando llegamos. Las luces de la casa estaban apagadas. Mi madre dormía.
—Cambio de planes, Tú entra primero —me dijo Angie—. Ve a saludar y dile que me esperaras porque yo llego en dos horas.
Así lo hicimos. Entré, saludé a mi madre que ya estaba dormida, solo me dijo:
—Hola hijito, ¿todo bien?,
—Si madre, mañana te cuento
—Sabes cuando llega Angie, esa muchacha creo que no me lo dijo o yo me olvidé,
—En un par de horas, yo la espero, tu duerme tranquila
—Está bien
Y se acomodó para seguir durmiendo.
Sali a la cocina donde estaba Angie, subí su maleta a su cuarto, en realidad las tres maletas eran de los dos, toda nuestra ropa y las compras estaban mezclados. Nos despedimos con un beso largo y amoroso y baje a mi cuarto.
Desde mi mirada, Panamá fue más que una capacitación. Fue una prueba superada, un sueño vivido y una confirmación silenciosa de que Angie y yo podíamos con todo. Ella se integró con naturalidad a mis compañeros, se hizo amiga de las esposas y novias de los demás, compartió caminatas, risas, hasta rutas de compras. Demostró que era una mujer que no se amilanaba ante nada. Se adaptó, brilló, y me hizo brillar también. No solo fue mi amante, fue mi compañera, mi aliada, mi cómplice. Yo sentía que, si la vida me estaba llevando a crecer, tenía que llevarla de la mano conmigo.
Pero también entendí —con la serenidad de quien ya ha hecho las paces con una verdad incómoda— que jamás podría mostrarla. Que ese amor inmenso, fuerte y valiente, tendría que seguir siendo un tesoro escondido. Y aunque me dolía, lo aceptaba. Porque sabía que ella iría conmigo por todos los caminos, aún desde la sombra.
Desde los ojos de Angie:
Nunca voy a olvidar esa semana. Fue la primera vez que salí del país, y fue también la primera vez que sentí que no solo te acompañaba en lo íntimo, sino en lo profesional, en tu mundo. Me integré con las chicas, con tus compañeros, y me sentí segura, bien recibida. Pero lo que más me marcó fue cómo me diste mi lugar, cómo nunca me escondiste... al menos en ese espacio.
Y aunque en el fondo sabía que nunca podría ser completamente visible, que siempre habría una parte de mí —de nosotros— que tendría que ocultarse, también aprendí a aceptar esa realidad. Me dolía, sí. Pero dolía menos al verte a mi lado, al sentir que tu amor era sincero, que, aunque no me muestres al mundo, me llevas contigo en todo lo que haces. Y eso, amor... eso también es amar de verdad.