Mi Sobrina - Amante

Tema en 'Relatos Eróticos Peruanos' iniciado por ConejoLocop, 9 May 2025.

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    Yo también le he dicho que es una abusiva... ;)
     
    ConejoLocop, 12 Jun 2025 a las 23:20

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    Diecinueve – EL DIVORCIO

    Volví a casa cerca de las cinco. Al abrir la puerta y verla en la sala, supe que algo no estaba bien. Angie estaba sentada con la mirada baja, tensa.

    —¿Qué pasó, amor? —pregunté.

    —Hoy trajeron un papel para ti. Creo que es del juicio de divorcio.

    Sentí un golpe en el estómago. Sabíamos que esto venía, pero verlo en papel lo hacía real. Era la citación a la audiencia única.
    —¿Y? —preguntó.

    —Es para el jueves. Última audiencia.

    Ella asintió, caminó hacia la ventana. Luego me miró.
    —¿La volverás a ver?

    No era celos, era miedo. Miedo de que algo cambiara.

    —Solo quiero que esto termine. Por mí. Por nosotros.

    Me abrazó fuerte.
    —Entonces ve —me dijo—. Y cierra esa historia.

    Recuperó su alegría con esa rapidez suya.
    —¿Te preparo algo rico? —me ofreció.

    —Lo más rico en esta casa eres tú. Pero sí, tengo hambre.

    —Lomito al toque —me dijo sonriendo.

    Entré a ducharme. Al salir, el olor a carne me dio paz. Puse los platos. Comimos entre risas, como si ese sobre no existiera. Luego fuimos a la habitación. Nos quitamos la ropa, nos abrazamos. Solo queríamos sentirnos.
    En la cama, me habló con un tono distinto.

    —¿Te puedo preguntar algo? Quiero sinceridad.

    —Dime.

    —¿Qué pasa si ella quiere volver?

    La miré.
    —No quiero un amor parchado. Te quiero a ti, así, entera, real. Y aquí me quiero quedar.


    Ella no dijo nada. Me abrazó con una fuerza que me estremeció. Me besó como si quisiera dejar su nombre en mi piel. Y me hizo el amor con la intensidad de quien ama sin reservas, como si ese momento fuera un pacto silencioso entre los dos. Me besaba con desesperación, bajo hasta mi miembro, lo besaba, lo lamia con avidez, cuando se lo metía en la boca, lo succionaba como queriendo sacarme la esencia y quedársela.

    Luego se subió sobre mí, no como otras veces, no con la calma de quien se acomoda, sino con la urgencia de quien quiere devorarme. Se puso en cuclillas sobre mi pene, y con una mano se abrió suavemente para dejarse caer sobre él, mirándome fijo, con los labios entreabiertos por el placer.

    Apoyó ambas manos en mi pecho y comenzó a moverse, primero lento, profundo, sintiéndome dentro, cada vez más húmeda, más caliente. Sus caderas dibujaban círculos, luego subía casi hasta salirse por completo y volvía a hundirse con fuerza, dejando escapar pequeños gemidos que se mezclaban con mi respiración agitada. Yo veía mi miembro brillar entre sus labios vaginales, entrar y salir de su sexo empapado, mientras todo su cuerpo vibraba de deseo.

    Sentí cómo me exprimía, cómo cada embestida me arrancaba el aliento, hasta que ya no pude más. Me vine dentro de ella, profundo, largo, temblando bajo su cuerpo que también se estremecía. No se movió más. Se dejó caer sobre mí, aún con mi miembro palpitando dentro de su interior caliente.

    Me besó, esta vez despacio, como si me agradeciera con los labios. Y me dijo al oído, con voz ronca, suave: “Soy tuya, Primix… solo tuya.”

    Se durmió sobre mí, con mi sexo aún dentro del suyo, atrapado, todavía tibio, todavía parte de ella. sentía parte de mi semen, mezclado con sus jugos, que goteaba sobre mi pelvis, no me importaba. Yo la abracé así, sin querer romper ese lazo. Cuando el sueño comenzaba a tomarme, la giré con cuidado, la acomodé a mi lado, la cubrí con la sábana y me quedé dormido abrazándola, con el cuerpo agotado y el corazón pleno.

    El despertador sonó puntual, como todos los días, con esa precisión implacable que nos arrancaba de nuestro mundo privado. Apenas abrí los ojos, la vi dormida a mi lado, su respiración pausada, su piel tibia junto a la mía. Pero esa mañana desperté con deseo. No solo con ganas de su cuerpo, sino de ella entera, de su amor, de su complicidad, de ese modo tan suyo de entregarse sin reservas.

    Me acerqué a ella en silencio, comencé a besarle los hombros, el cuello, despacio. Ella apenas se movía, pero su cuerpo respondía, como si me esperara. Bajé por su espalda, acariciándola con mis labios, hasta que mi boca encontró ese sur que ya conocía, pero que cada vez sentía como nuevo. Ella suspiró, se aferró a las sábanas y abrió sus piernas para mí, dándome todo sin decir una sola palabra.

    La besé con devoción, saboreando su humedad que crecía con cada movimiento de mi lengua. Sus caderas comenzaron a moverse con ritmo, como si buscaran más. Entonces subí, me coloqué sobre ella y la miré a los ojos. Sonrió apenas, en medio de su placer, y entrelazó sus piernas en mi cintura. La penetré con suavidad, dejando que nuestros cuerpos se encontraran sin apuro, solo sintiendo.

    Nos movimos lento, en un vaivén de caricias, de suspiros y miradas. El sol apenas despuntaba y ya estábamos llenos del uno al otro. Era nuestra forma de decirnos "buenos días", de empezar la jornada reafirmando lo que éramos: dos cuerpos que se buscaban, pero también dos almas que se habían elegido.

    Quedamos tendidos uno junto al otro, en silencio. Nuestros cuerpos aún se tocaban, sudados, tibios, satisfechos. La respiración se fue calmando poco a poco, como si el mundo recuperara su ritmo después de ese paréntesis de pasión. La miré: tenía los ojos cerrados y una expresión serena, como si estuviera flotando en algún lugar entre el sueño y el gozo. Yo solo podía pensar en lo afortunado que era de tenerla ahí, de sentirla tan mía, tan nuestra.

    Acaricié su cabello, la línea de su espalda, hasta que se dejó ir del todo al descanso. Me levanté en silencio, no quería perturbar ese momento sagrado de su descanso. Me fui al baño, me di una ducha rápida, dejando que el agua tibia arrastrara los restos de deseo que todavía llevaba en la piel. Salí sintiéndome liviano, casi renovado.

    Preparé algo ligero para el desayuno, solo un café y un par de tostadas. Mientras comía, pensaba en ella. En su manera de tocarme, de mirarme, de entregarse

    Regresé a la habitación. La luz del día comenzaba a colarse entre las cortinas. Angie seguía dormida, envuelta entre las sábanas, con una pierna descubierta y el cabello desordenado sobre la almohada. Tenía clases recién a las nueve y media, así que no quise despertarla. Solo me acerqué despacio, me incliné sobre su rostro y le di un beso suave, apenas un roce de labios.
    Me fui en silencio, con una sonrisa tonta dibujada en la cara.

    Era miércoles, y regresé a casa cerca de las seis. Al abrir la puerta, la vi sentada en la mesa de la sala, rodeada de libros, con el cabello recogido y un polo suelto sin sostén. Su short apenas cubría. Era una provocación sutil.

    Le di un beso, ella sonrió sin dejar de escribir. Me fui a la cocina, preparé un revuelto con queso y tomate. Serví la mesa.
    —¿Comes aquí o en la cocina? —Espérame un rato, amor.

    Fueron quince minutos. Se sentó frente a mí, su short subía provocador. Comimos entre miradas y risas. Me preguntó cómo estaba.
    Su pregunta no era por el trabajo, sino por la citación judicial sobre la mesa. Le dije que con ella, todo se resolvía.

    Esa noche, casi completamos la "Lista del Amor": hicimos el amor en el comedor, la lavandería, el baño. Solo dejamos una habitación sin marcar, tal vez a propósito. Caímos exhaustos en la cama. La casa olía a piel y libertad.

    A las cuatro de la mañana desperté con fiebre, sudoroso, el cuerpo me dolía. Fui a la cocina tambaleando, bebí agua. Al volver, Angie estaba sentada, preocupada. Me tocó la frente, salió por el termómetro. Casi treinta y nueve.

    Me arropó, preguntó si podía faltar al trabajo. Yo dudaba. Le pedí paracetamol y algo caliente. Regresó con una taza y el medicamento. Llamé a mi hermano, médico cardiologo: "Estoy mal, y hoy es la audiencia de divorcio". "Voy en veinte minutos", respondió.

    Angie se alarmó, comenzó a recoger su ropa esparcida por el cuarto. Estaba en mi polo y nada más. En ese caos, sonó el timbre. Ella se vistió rápido, salió y lo recibió como "prima".

    Mi hermano entró con naturalidad. Revisó mi garganta, fiebre, me recetó algo. Angie, en modo prima preocupada, comentó que ya me había dado medicina. Le dije que ese dia era la audiencia final del divorcio y no queria postergarla. Mi hermano recomendó ir en taxi y que alguien me acompañara. Ella no dudó: "Voy con él".

    —Y hermano, enséñale a manejar a la muchacha, que hace todo por ti.

    —Muere por ti —dijo. Esa frase nos quemó. Nos miramos. Rápido, intenso, pero discreto.

    Al irse, Angie me cuidó como si fuera frágil. Me dio una infusión, comida suave. Me ayudó a ducharme, a vestirme. No era sexo, era cuidado, amor sincero. Me peinó, me abotonó. Subimos al taxi tomados de la mano. Aún tiritaba, pero con ella a mi lado, me sentía fuerte.


     
    ConejoLocop, 13 Jun 2025 a las 09:11

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    En el camino, Angie me miró.
    —¿Quieres que te espere abajo?

    Negué con la cabeza.
    —No. Tú entras conmigo. Ese sitio no es para que estés sola.

    —Ok —respondió sin dudar—. Yo subo contigo.

    Llegamos al edificio del Poder Judicial. Presentamos los documentos. Por suerte, no le hicieron problema. Revisaron su DNI y la esquela, y nos dejaron pasar.


    Subimos en un ascensor lento. Aún faltaban quince minutos. Nos sentamos al fondo del pasillo. La luz era blanca, de hospital. El ambiente, tenso. Parejas murmuraban sus finales.

    Me recosté contra la pared, cerré los ojos.
    —Angie… no me siento bien.

    Ella apretó mi mano.
    —Tranquilo. Falta poco.

    Me miró con ese amor callado que sostiene sin exigir. Entonces la vi.

    A lo lejos, venía mi exesposa. Recta, paso firme, ojos al frente. Sentí una punzada. No era dolor, era el peso del cierre.

    Angie no se movió. No apretó más mi mano. Solo estuvo. Como siempre. Como quien ama sin competir.

    El taconeo de mi exesposa retumbó. Nos pusimos de pie. La saludé con un beso en la mejilla. Sin hostilidad. Solo el eco de lo que fue.

    Sus ojos pasaron de mí a Angie. Ya se conocían. Pero esa mirada fue otra cosa.

    —Angie —dijo—. ¿Qué haces por acá? Qué bueno verte.

    Angie dudó apenas, respondió con voz firme.

    —Está un poco enfermo. Su hermano lo vio esta mañana. Me pidió que lo acompañe.

    Ella asintió. Ni aprobación ni molestia. Solo un “ya veo”.

    —Ah… pero hubieses postergado —me dijo.

    —No. Hay que terminarlo ya.

    Se sentó frente a nosotros. Sacó unos papeles. Angie y yo no hablamos. Solo esperábamos. Yo seguía débil, pero ella, con su sola presencia, me sostenía.

    Pasaron veinte minutos. Nos llamaron.

    Me puse de pie. Angie me miró: “Aquí estoy para ti”. Sentí sus ojos en mi espalda cuando entré. No eran reproche. Eran promesa.
    Dentro, todo fue frío. Jurídico. Preguntas sabidas, firmas listas. Cuarenta minutos después, todo había acabado.

    Al salir, Angie seguía ahí. Como una promesa. Mi ex y yo nos miramos. Ni abrazos ni rencor. Solo un gesto solemne.

    —Cuídate —dijo.

    —Tú también.

    Se fue sin mirar atrás.

    Angie se levantó y me tomó del brazo. No dijo nada. Solo me acompañó en silencio al ascensor.

    Salimos, tomamos un taxi. Ella tomó mi mano. Yo la apreté, agotado, agradecido.

    El viaje fue en silencio. El aire cargado de ese silencio dulce que compartes con quien te conoce.
    Llegamos a casa. El taxi nos dejó en la esquina. Caminamos en silencio.

    Al entrar, me dejé caer en el sillón. Angie se sentó frente a mí, pero no duró ni cinco segundos. Se levantó, se arrodilló frente al sillón y me miró.

    ¿Me puedes contar?

    —Por supuesto, amor… pero ven aquí.

    Le tomé la mano. No la dejé subir de inmediato.

    —El único momento en que tú tienes que estar de rodillas frente a mí… —hice una pausa dramática, jugando con la voz ronca— …es cuando me la mames.

    Solté una risa ronca. Ella abrió los ojos, indignada, y me empujó suave en el pecho.
    —¡Eres un idiota! —dijo entre risas y vergüenza.

    Se sentó en mi regazo con naturalidad, como si ese fuera su lugar en el mundo. Pero de pronto me invadió el recuerdo de mi fiebre, del sudor, de mi debilidad.
    —No, Angie, mejor no —le dije con preocupación—. Quedate en tu sillón. Te voy a contagiar.

    —No me importa —susurró—. Cuéntame.

    Volvió a su lugar, pero no se alejó del todo. Se acurrucó en el sillón, frente a mí, con las piernas cruzadas y las manos listas para tocarme si lo necesitaba.

    Y ahí, de pronto, sentí que toda la fortaleza que había sostenido durante el día… se desmoronaba. Toda esa energía que ella me había prestado se agotó de golpe. Ella no fingía fortaleza. Ella simplemente era fuerte. Y ahora podía dejarme caer. Dejar que me cuidara. Que me engriera.

    Angie me acariciaba el brazo con la yema de los dedos mientras le contaba. Yo hablaba lento, con pausas, tragando saliva para no toser.

    —Fue muy formal —le dije—. Frío. Mecánico. La jueza leía todo con ese tono que ya tiene automatizado. No había emoción.
    Ella me escuchaba sin interrumpirme. Solo asentía.

    —Cuando llegó el momento clave… la jueza preguntó si insistíamos en divorciarnos. Y por un instante, juro que sentí que ella —mi exesposa— dudó. Fue una mirada, un segundo. Pero después dijo "sí".

    —¿Y tú? —preguntó Angie, bajito.

    —Yo no dudé. Para mí… eso ya estaba cerrado. Ya lo tenía claro. Lo había cerrado hace tiempo. Lo confirmé hoy.

    Ella suspiró. Se levantó, vino a mi lado y, sin decir nada, me abrazó por los hombros. Yo cerré los ojos y apoyé la cabeza contra su pecho.

    No dijo nada más. No lo necesitaba. Su silencio hablaba mejor que cualquier frase.

    Fuimos a mi cuarto, el cuerpo me pedía descanso. Me recosté en la cama ella a mi lado. Quise besarla. Tenía los labios cerca de los suyos, a solo un suspiro de distancia, pero me detuve a medio camino, recordando que podía contagiarla. Me alejé apenas unos centímetros, frustrado por mi propio cuerpo. Pero ella no dudó. Acortó el espacio entre nosotros y fue ella quien me besó, con firmeza, con dulzura.

    —Angie… te voy a contagiar —susurré con voz ronca.

    —No me importa —respondió, con una sonrisa tierna y desafiante—. Además, yo soy joven. Tengo mejores defensas que tú, viejito.
    Me quedé en silencio un segundo. Esa palabra… “viejito”. Era la primera vez que me lo decía. Y aunque sonaba a broma, por dentro sentí, con nitidez, los diez años que nos separaban.

    —¿Así que viejito, ah? —respondí con una risa cansada—. Viejo es el mar… y todavía se sigue moviendo.

    Ambos estallamos en risas suaves. La habitación se llenó de ese calor especial que brota cuando el amor y la confianza desarman todo lo demás. La risa alivió la fiebre. O al menos, la hizo irrelevante.

    Angie se lanzó sobre mí, comenzó a hacerme cosquillas, a jugar como si quisiéramos espantar el cansancio y el malestar a carcajadas. Nos revolcamos entre las sábanas como dos adolescentes fugitivos. Cuando menos lo pensé, su cuerpo ya estaba enredado con el mío. Mi mano, guiada por la costumbre del deseo, se deslizó bajo su polo. Sentí su piel, suave, tibia, como un refugio. Ella me besaba el cuello, bajaba hacia el pecho, y sus dedos recorrían mi cuerpo con una mezcla de ternura y fuego.
    Pero entonces se detuvo. Su mano, sobre mi abdomen, se quedó quieta.

    —Amor… estás ardiendo. Tienes fiebre otra vez. ¿Cómo vamos a hacer el amor así? Estás loco… para.

    —No quiero parar —susurré, sin dejar de acariciarla.

    Ella me miró, respirando agitada, como si estuviera debatiéndose entre el instinto y el sentido común. Sus ojos decían deseo. Su cuerpo gritaba por mí.

    —No sé si cuidarte… o dejarme llevar —murmuró.

    —Haz las dos cosas —le dije al oído.

    No hubo más discusión. En segundos estábamos desnudos. Nos besábamos con hambre lenta, con una pasión paciente, de esas que no apuran, que saben que lo importante no es llegar, sino quedarse. El calor de mi cuerpo enfermo parecía haber despertado un nuevo tipo de deseo. Más animal. Más tierno. Más urgente.

    Ella repetía entre suspiros:
    —Estás con fiebre… amor, para…

    Pero no se alejaba. No se quitaba. No me detenía. Su boca decía una cosa, pero su cuerpo otra. Me abrazaba con fuerza, me besaba con hambre, sus caderas buscaban las mías con una determinación que no dejaba dudas.

    Me acomodé sobre ella, con cuidado, y comencé a besarla con lentitud. Del cuello hacia abajo, como si cada centímetro de su piel fuera un idioma que conocía de memoria. Me detuve en sus senos, los adoré con la boca, con la lengua, con esa mezcla de necesidad y gratitud. Ella arqueaba el cuerpo, me rodeaba con las piernas, me guiaba sin hablar.

    Cuando volví a su boca, me besó como si le faltara el aire. Luego, se acomodó suavemente bajo mí, abriéndose con una naturalidad casi instintiva, ofreciéndose sin necesidad de palabras.

    La miré a los ojos mientras la penetraba despacio. Ella soltó un gemido entre risa y asombro:
    —Tu pene está… ¡súper caliente! Me estás quemando…

    Reímos juntos, entre jadeos y besos. Había algo hipnótico en ese contraste: mi cuerpo sudado, febril, y su frescura envolviéndome como un bálsamo. Hacer el amor así, en ese estado, era otra cosa. Una mezcla de delirio y plenitud, como si nuestros cuerpos supieran que, aun en el límite, podían encontrarse y sostenerse.

    Nos movíamos lento, en un vaivén casi onírico. Como si el mundo afuera no existiera. Como si las sábanas fueran un universo completo. Angie me hablaba al oído:
    —No te esfuerces… despacio… así… así está bien…

    Pero a la vez me exigía con sus piernas, con sus gemidos contenidos. Me pedía más. Me pedía todo. Y yo le daba todo. Aunque me doliera el cuerpo, aunque ardiera, yo le entregaba hasta lo que no sabía que tenía.

    El clímax nos encontró uno a continuación del otro, ella todavía estaba en los espasmos finales del suyo, apretándose a mi espalda, cuando yo le llené la vagina con mi semen caliente. Como debía ser. Terminamos abrazados, respirando fuerte, sudados, pero felices.

    —Creo que he descubie
    rto una nueva terapia contra la fiebre —dijo, acariciándome el pecho.

    —Sí… deberíamos patentarla —respondí, entre risas y jadeos.

    El silencio que siguió fue sagrado. No el incómodo. El que se da cuando dos cuerpos y dos almas se han dicho todo.
    Después de unos minutos, Angie se levantó, fue a la cocina, y volvió con una taza de limonada caliente con miel y mis medicamentos en la otra mano. Se sentó a mi lado y me ayudó a tomarlo todo como si fuera parte del ritual de amarse.

    Cuando se metió de nuevo en la cama, me abrazó por la espalda y empezó a jugar con mis dedos. Los acariciaba con paciencia, como si estuviera leyéndolos, como si cada línea le revelara algo de mí: quién era, qué sentía, qué había sido y qué vendría.

    Ella se tendió boca arriba en la cama, el cabello desparramado sobre la almohada, la piel aún tibia y suave por el encuentro. Se acomodó contra las sábanas con ese gesto despreocupado y delicado que solo tienen las mujeres que se sienten seguras en su lugar. Yo, con movimientos lentos, me eché sobre su regazo. No había ninguna intención sexual en ese gesto. Solo buscaba su frescura, su alivio. El contraste entre mi cuerpo aún febril y el suyo, fresco y apacible, era como recostarse sobre agua clara.

    Tenía sus pechos a la altura de mi rostro, suaves, cercanos, redondos. Pero no me provocaba ni besarlos ni tocarlos. Solo el roce ligero con mi mejilla era un consuelo. El simple contacto con su piel era como un bálsamo.

    Cerré los ojos y respiré profundo. Ya no era sexo. Ya no era erotismo.

    Era amor. Era cuidado.

    Estábamos en ese juego sin juego, en ese espacio entre el silencio y la ternura, donde dos personas se entienden más por el tacto que por las palabras.

    Entonces, ella rompió el silencio.
    —Amor… no me dijiste que habías pedido los dos días de vacaciones.

    Abrí los ojos, sonreí.
    —La verdad… era una sorpresa —respondí con voz baja—. Sabía que la audiencia no iba a ser fácil. Quería pasar la tarde contigo… sin apuros, sin distracciones. Y después pensé… si ya mi madre regresa la próxima semana… ¿por qué no hacer que este fin de semana sea solo nuestro?

    Ella no dijo nada de inmediato. Solo me abrazó más fuerte. Me envolvió con sus brazos y me sostuvo como si esa fuera su forma de decir “gracias”.

    —Me encanta —dijo finalmente— cuando, incluso en tus momentos difíciles, piensas en cómo estar conmigo.

     
    ConejoLocop, 13 Jun 2025 a las 23:22

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