Mi Sobrina - Amante

Habíamos pasado una semana sin tocarnos, comunicándonos solo con mensajes que no podían sustituir el roce. El sábado, para mantener las apariencias, salimos por separado: ella al cine con amigas y yo a jugar bolos con los amigos del Gym, aunque ambos deseábamos estar juntos.

Finalmente, el martes, mi madre salió, dejando la casa en silencio. Apenas tuve tiempo de llegar del trabajo cuando Angie bajó, sin decir nada, con una mirada que lo decía todo. Era el momento que habíamos esperado con ansiedad contenida.

—¿Estás solo? —preguntó con una voz casi susurrada, mientras daba dos golpecitos en la puerta abierta. ¿Puedo ver televisión contigo? Preguntó coqueta.

—Solo... y esperándote desde hace una semana —le respondí, abriendo los brazos.

Ella entró despacio, cerrando la puerta tras de sí. Se abrazó a mí, nos dimos un largo beso. Fue uno de esos abrazos que te devuelven el alma al cuerpo, que te reubican en el mundo.

Yo le acaricié el rostro, le retiré el cabello que caía sobre su frente, y le di un beso en la sien.

Entré al baño a tomar una ducha, cuando salí la encontré en la cama, magníficamente desnuda. Me recosté junto a ella

—Te he extrañado tanto —susurró, cerrando los ojos.

—Yo también, amor. Pero ya estamos aquí.

Nos besamos con calma, como quien se reencuentra después de un viaje largo. Pero la calma no duró mucho. Era demasiado el deseo acumulado. Una semana después de haber tenido sexo casi todos los días y a veces más de dos o tres veces en un día, nos parecía una eternidad. Nuestras manos comenzaron a recorrer caminos conocidos, pero igual de emocionantes.

Cuando finalmente fuimos uno y la penetré, no hubo apuro. Solo intensidad. Solo verdad. Nos movíamos con esa sincronía que solo se logra con el tiempo, con la confianza, con la entrega total. En otro momento me quedaba quieto sobre ella, besándola o lamiendo sus senos. Angie me miraba a los ojos, y en esa mirada estaba todo: la pasión, la complicidad, el amor, la gratitud.

Fue un encuentro distinto. No fue un estallido, sino una expansión lenta y profunda. Fue el cuerpo diciendo lo que la boca había callado durante días. Fue ternura vestida de deseo. Y deseo envuelto en cariño. Cuando agarramos ritmo, ella puso sus piernas alrededor de mi cintura y no se soltó de ahí mientras yo seguía bombeando cada vez más rápido y fuerte. Algunas veces no te provoca cambiar de posición, sientes que estas tan conectado que no es necesario, esa fue una de esas veces, Angie gemía debajo mío, yo sentía todo su cuerpo temblar debajo mío, solo era misionero, no necesitábamos más, el ritmo ya era muy rápido, su cuerpo se estremecía, gritaba de placer, hasta que la llené con mi semen.

Terminamos sudando, abrazados, con el corazón todavía desbocado. No dijimos nada. No hacía falta. Solo respirábamos juntos, sintiendo que, por fin, después de días de distancia forzada, volvíamos a ser nosotros.

Seguíamos ahí, envueltos en las sábanas desordenadas, con la ventana apenas entreabierta dejando entrar el aire fresco de la noche. El silencio se había acomodado entre nosotros, pero no como una ausencia, sino como una presencia suave. Estábamos en paz.

Angie tenía la cabeza recostada en mi pecho, escuchando mi corazón que aún no recuperaba su ritmo normal. Yo acariciaba lentamente su espalda, dibujando líneas invisibles con los dedos. Miraba de reojo el reloj. Antes de las 10pm, cada uno debería estar en su cama, como si nada hubiese pasado.

—Te extrañé tanto… —dijo en voz baja, casi un suspiro.

—Yo también, amor. Más de lo que imaginaba.

—No solo por esto —dijo levantando un poco la cabeza y mirándome a los ojos—. Claro que te deseaba. Te pensaba en las noches, me tocaba a veces, acordándome de ti… Pero lo que más me dolía era no tenerte cerca. No hablar contigo, no abrazarte antes de dormir. No reírnos de cualquier tontería.

La miré en silencio. Sentí que algo se me apretaba en el pecho. No era tristeza, era algo más hondo. Una mezcla de ternura, de amor real, de reconocimiento.

—A mí también me faltaste —le dije acariciándole el rostro—. Me faltó tu risa, tus mensajes que me hacían mirar el celular como idiota cada dos minutos. Me faltó tu voz. Y sí, me faltó tu piel también. Pero sobre todo eso… me faltó esto. Así. Tenerte cerca. Que me mires como me miras ahora.

Ella me abrazó fuerte, como si quisiera entrar en mí, quedarse ahí. Y yo también la rodeé con todo lo que tenía, como si pudiera protegerla de cualquier cosa, incluso del tiempo.

Se quedó en silencio un instante. Luego alzó la cabeza y me besó, suave, profundo, lento. Un beso que no pedía nada, solo daba.

Con el pasar de las semanas, fuimos retomando nuestra rutina del hotel. Nunca más —por lo menos en algunos meses— nos atrevimos a hacer el amor en casa cuando mi madre estaba ahí, así fuera muy tarde o estuviera dormida. No queríamos volver a correr riesgos. Cuando ella salía, por supuesto que nos dábamos los grandes polvos, pero eso no era muy seguido.

Ese verano seguimos visitando, hasta en cuatro o cinco oportunidades más, la casa de playa de mi amigo, con el grupo de chicos del Gym. A veces se sumaban otros, pero ya éramos un núcleo estable: cuatro parejas, Angie y yo, y los dos "solteros” que siempre estaban en esas reuniones. Angie se seguía integrando perfectamente con todos; se reía, bailaba, cocinaba, jugaba cartas, hablaba de libros con uno, se burlaba de otro, y todos la querían. Pasábamos momentos muy divertidos.

Nuestro anfitrión siempre nos engreía dándonos la mejor habitación después de la de ellos: la del segundo piso, con vistas al mar. Tenía un ventanal que daba al balcón y dejaba entrar la brisa salada, las gaviotas, el murmullo constante del océano.

Es que tenía un encanto hacerlo en la playa. Algo tenía el mar, el sonido de las olas, la luz tenue que se colaba por las persianas de madera, que volvía todo más intenso.

La segunda vez que dormimos juntos en esa habitación fue medio salvaje. Teníamos sed y bajé a buscar agua a la cocina. Cuando subí, Angie me esperaba en la cama, con una de mis camisas playeras puesta. Nada más. Me miró con esa mezcla suya de dulzura y picardía, se estiró como una gata y me dijo simplemente:

—Cierra la puerta. Y se lanzó sobre mí, me tumbo al piso y ahí sobre los azulejos fríos, se prendió de mi pene, para luego montarme hasta sacarme la última gota de semen, fue salvaje, fue rápido, fue intenso.

Desde ahí, cada vez que íbamos, la historia se repetía. A veces fingíamos salir a caminar por la playa muy tarde en la noche y lo hacíamos en algún rincón oscuro, sobre la arena, o parados contra alguna palmera o la pared de alguna casa que veíamos sin gente. Otras nos escapábamos sin disimular, solo desaparecíamos y subíamos a la habitación.

Después, muchas veces nos quedábamos abrazados, sudorosos, desnudos, mirando desde el pequeño balcón. El mar tenía esa calma hipnótica que te vaciaba y te llenaba al mismo tiempo. Angie me hablaba bajito. Me contaba cosas de su infancia, de lo que soñaba, de lo que temía. A veces se callaba y solo me miraba, con esos ojos grandes color café que me desarmaban por dentro. Me besaba despacio, sin apuro. Como si no existiera nada más que esa habitación, su piel, el salitre, nosotros.

Una vez lo hicimos en el mar, de noche, muy tarde, Mientras la tenía sujeta por las nalgas y ella me abrazaba la cintura con sus piernas, yo veía a lo lejos a los amigos conversar y brindar, sus voces se escuchaban lejanas, confiábamos que la oscuridad, nos protegía. Con el gua llegándonos un poco más arriba de la cintura, pero Angie terminó con la vulva y la vagina inflamadas pues el agua que entraba y salía de su sexo cuando yo la penetraba, llevaba arena, que le raspó todo el interior. Estuvo inflamada casi 5 días por eso. Mi pene también salió magullado, pero se recuperó en un par de días.

Fueron noches que todavía guardo como fotografías escondidas. No solo por el deseo, por la carne, sino por lo que significaban: libertad, ternura, complicidad.

Una de las cosas que más me gustaba del verano, más allá del mar, los amigos o las noches infinitas, era ver cómo el sol iba pintando la piel de Angie. Poco a poco, su cuerpo iba tomando ese tono dorado, cálido, tan característico del sunset del verano limeño. Pero más que el bronceado completo, lo que me enloquecía eran esas pequeñas zonas que quedaban blancas, cubiertas por sus bikinis diminutos. Eran como secretos que solo yo podía descubrir, territorios resguardados por telas mínimas, que se revelaban en la intimidad, como un premio silencioso a nuestra complicidad.

Angie lo sabía. Sabía cómo me ponía verla así. Y jugaba con eso. Se esforzaba por usar los bikinis más pequeños, ajustarlos bien, broncearse con cuidado, volverse mi delirio silencioso. Y cada vez que nos quedábamos a solas, me mostraba los límites perfectos de su piel: el contraste entre el dorado del sol y el blanco suave de esos espacios ocultos. Me los mostraba sin decir nada, solo mirándome, sabiendo exactamente lo que provocaba en mí.

Recuerdo una noche, en la casa de playa. Todos ya se habían ido a dormir, y nosotros habíamos esperado, con paciencia casi infantil, a que la casa se quedara en silencio. Cuando al fin subimos al cuarto del segundo piso, ella se desnudó lentamente, parada frente a la ventana abierta que daba al mar. La luz de la luna acariciaba su cuerpo, resaltando cada curva, cada detalle. Me senté en el borde de la cama, simplemente observándola, extasiado.

Giró despacio, con ese ritmo suyo, y me mostró su espalda. Luego bajó lentamente la tanga del bikini que aún llevaba. El triángulo blanco que había quedado grabado en su piel resaltaba como una invitación. Me acerqué y la besé ahí, justo donde terminaba el bronceado y comenzaba esa piel suave, intacta. Ella suspiró. Se apoyó contra la pared y levantó una pierna apenas, dándome espacio, abriéndose a mí sin palabras. La penetré así parada, mientras le acariciaba los senos, esa parte blanca que era solo para mí, respondió de inmediato con la dureza de sus pezones.

La tomé por las caderas, la besé entera, recorrí con la lengua esas líneas marcadas por el sol, como si fuesen las fronteras sagradas de un mapa secreto que solo yo podía leer. La llevé a la cama, cuando la tuve en cuatro patas sobre la colcha, la visión era perfecta: sus caderas doradas, y ese pequeño triángulo blanco que parecía sonreírme desde el centro exacto de mi deseo.

Hicimos el amor así, lento al principio, adorándonos sin prisa. Era delicioso ver mi pene duro entrando y saliendo de ese espacio blanco como la leche y todo su cuerpo, bronceado estremecerse placer a cada embestida de mi cuerpo. En cada movimiento, en cada gemido suave, sentía que ese cuerpo era mío tanto como yo era suyo. Que el verano, el sol, la piel marcada y nuestra historia secreta, conspiraban para que esa noche —como tantas otras— se volviera inolvidable.

Después nos quedamos abrazados, ella boca abajo, yo acariciando con los dedos esas líneas, dibujándolas una y otra vez, como si al tocarlas pudiera quedarme ahí para siempre.
 
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