ConejoLocop
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Obrajillo – Día 1
La esperé puntual, como habíamos quedado. Eran las siete de la mañana y el sol apenas comenzaba a asomar entre los edificios. Angie apareció cruzando la vereda del parque, con una sonrisa tranquila, abrigada con un buzo claro y el cabello suelto, recién lavado. Esa sonrisa, esa paz en su rostro, siempre me anunciaba que estábamos por vivir algo grande.
—¿Lista para desconectarnos del mundo? —le dije, mientras le abría la puerta del auto.
—Más que lista. ¿Y tú? —preguntó, mientras se acomodaba con su mochila sobre las piernas.
—Contigo, siempre —respondí, acariciándole la pierna.
Ya teníamos todo cargado: ropa, vino, ron, cerveza, carbón, carnes, mantas... y, por supuesto, la pequeña bolsita negra que descansaba discreta en el fondo del maletero. Ese detalle nos hacía sonreír cada vez que lo recordábamos.
La carretera hacia Canta fue un deleite visual. A medida que nos alejábamos del bullicio limeño y dejábamos atrás Comas y Carabayllo, el paisaje comenzaba a abrirse. Campos verdes, cerros cubiertos de vegetación, casitas dispersas. Nos detuvimos un momento en Santa Rosa de Quives, en el santuario. Angie no había ido antes. Caminamos unos minutos, prendimos una vela, y ella pidió en silencio algo que no me quiso contar. Nos besamos ahí, frente al altar rústico, sin prisa, sin culpa.
Seguimos el camino. El Mazda se portaba como un campeón. Llegamos a Canta cerca del mediodía. Almorzamos en un restaurante sencillo, con un caldo espeso y caliente que nos reconfortó el cuerpo. Aprovechamos para comprar pan serrano, queso fresco y unas verduras para cocinar en la cabaña. Nos advirtieron que en Obrajillo el mercadito era más chico y con menos variedad.
La última parte del trayecto fue más rústica: un camino angosto y de tierra que subía y bajaba por entre árboles y campos. A las tres de la tarde, al fin, llegamos. La cabaña era incluso más linda que en las fotos. Hecha de troncos gruesos, con un aroma a madera que se impregnaba en la ropa. En la planta baja, la sala con techo alto tenía una chimenea de ladrillo y piedra en una esquina, una mesita de comedor de madera maciza, y al fondo una cocina pequeña con refrigeradora y lo básico.
La escalera también de madera llevaba al dormitorio tipo loft. Arriba, una cama grande con cobertores gruesos, una ventana que dejaba entrar la brisa del campo, y un balcón interior desde donde se podía ver toda la sala. Tenía una baranda rústica que le daba el aire acogedor de una cabaña de cuento. Aunque no podíamos ver la catarata desde la cabaña, el sonido era constante y relajante. Como si la naturaleza nos cantara.
—¿Es real esto? —preguntó Angie mientras recorría descalza la sala.
—Sí. Y es todo para nosotros, hasta el domingo.
Nos cambiamos de ropa, nos pusimos más cómodos y salimos a caminar un poco por los alrededores. La tierra húmeda, el olor a eucalipto, el cielo ligeramente nublado. Encontramos un camino que llevaba a la catarata, pero decidimos dejar la caminata larga para el día siguiente.
Regresamos justo antes de que oscureciera. Encendí la chimenea, Angie preparó una infusión. No teníamos prisa, ni presión. Solamente tiempo. El silencio se volvió una melodía.
Esa noche, entre besos largos y abrazos lentos, hicimos el amor dos veces. La primera, frente a la chimenea, sobre unas mantas gruesas y suaves que estaban en el sillón, las jalamos al piso y las convertimos en nuestra cama. Las llamas de la chimenea dibujaban nuestras sombras moviéndose en la pared. Era una sensación nueva, nuestros cuerpos desnudos, amándose, calentados por la chimenea. Los gemidos de Angie y mis jadeos se combinaban con el crepitar de la leña. Angie llegó al orgasmo cabalgándome intensamente. Yo llegué mientras le hacia el misionero con piernas al hombro.
La segunda, en la cama, con el sonido de la catarata como telón de fondo. No fue sexo rápido ni intenso. Fue una entrega suave, sin apuros. Ella me hizo mucho sexo oral, más de 7 o 8 minutos, estuve a punto de estallar en su boca, pero ella se detuvo justo antes del momento de no retorno y solo subió a besarme, mientras yo le acariciaba la espalda y el trasero. Luego se sentó sobre mi cara, ofreciéndome su sexo, húmedo y depilado, La besaba, metía mi lengua y buscaba su clítoris, ella se estremecía de placer. Después se sentó sobre mi pene duro y me cabalgó hasta tener su orgasmo, intenso, pero lento, no fue el estallido de gemidos de otras veces, este fue largo, un solo gemido que se prolongó por varios segundos, mientras se arqueaba sobre mí y tomaba mis manos con fuerza. Yo llegué haciéndole el perrito, entrando hasta el fondo de su vagina, mientras le daba suaves palmadas en el trasero y le acariciaba la entrada de su culito. Cuando terminé, me abracé a su espalda y solo le besaba el cuello y la espalda. Una manera de decirnos: estamos aquí, tú y yo, y nada más importa.
Nos quedamos dormidos abrazados, cubiertos con una manta gruesa, respirando al mismo ritmo.
El viernes nos despertamos sin reloj, sin prisa, con el murmullo del agua a lo lejos y el aroma a madera impregnado en cada rincón de la cabaña. Angie se giró aún somnolienta, me abrazó por la cintura y murmuró con voz ronca:
—No quiero levantarme nunca de esta cama.
Pero el hambre pudo más. Después de nuestro mañanero de buenos días, bajamos envueltos en mantas, y mientras ella ponía la mesa, yo preparé café. El pan serrano con queso, calentado ligeramente en la sartén, se convirtió en manjar. Abrimos la puerta de par en par. Frente a nosotros, el valle verde se abría como un susurro sereno de libertad. Solo nosotros dos. No existía el resto del mundo.
Más tarde, salimos a caminar. Bajamos por un sendero de tierra húmeda, cruzamos un pequeño riachuelo donde nos mojamos las manos, salpicándonos como dos niños. En un momento nos sentamos en una roca junto al agua, y Angie, con esa mezcla de travesura y decisión, dijo:
—Si no hiciera tanto frío, te juro que me desnudo para tus fotos.
—Eso tiene solución —le respondí con una sonrisa. Caminé de regreso a la cabaña y volví con la botella de ron. Solo bastaron dos copas. El frío aún se sentía, pero ya no la detenía. Angie se quitó la casaca, luego la blusa. Sus pezones, endurecidos por la brisa andina, se convirtieron en la imagen perfecta de su osadía. La fotografié con devoción, como si sus gestos fuesen parte de un ritual. Solo diez minutos duró la sesión, pero en mi mente se grabaron como eternidad.
Continuamos hasta la catarata. No podíamos verla desde la cabaña, pero ahí, frente a ella, con su estruendo imponente y su caída incesante, nos quedamos en silencio. Había gente, sí, pero bastaba mirarnos a los ojos para quedarnos solos.
En el pueblo almorzamos trucha recién pescada. Acompañamos con un mate de coca caliente, y regresamos caminando de la mano, pateando piedritas como adolescentes.
Por la tarde, ya en la cabaña, leímos un libro en voz alta. Angie apoyó su cabeza en mi pierna mientras yo leía. Sus dedos jugaban con los míos. Cerraba los ojos y sonreía. No necesitábamos nada más.
Al caer el sol, abrimos las cervezas. Preparé la parrilla. La carne chisporroteaba y el olor a humo y leña nos envolvía. La primera botella de vino cayó entre risas y carnes. Fue un buen acompañante de la parrilla ligera que preparé.
Habíamos cenado adentro, afuera estaba frio y la calidez de la chimenea nos acogía. Cuando terminamos de cenar, abrimos la segunda botella de vino y sonaba Sabina en el pequeño minicomponente que habíamos llevado, y cuando comenzó "Contigo", Angie me pidió bailar.
Bailamos despacio, pegados, sin soltarnos. Ella se movía con un ritmo sensual, con ese poder que solo ella tenía para hipnotizarme.
—Sírveme otro vaso, amor —dijo, casi susurrando.
—¿Estás segura? —le pregunté mientras llenaba su vaso con vino, no había copa en esa cabaña.
Seguimos bailando y besándonos, nos terminamos la segunda botella de vino, bueno Angie se la terminó, yo tomé solo un vaso medio lleno.
La chimenea chispeaba con destellos naranjas que iluminaban nuestros cuerpos a medias. Habíamos dejado unas mantas gruesas en el suelo. Afuera la noche caía helada, pero adentro todo ardía. Angie, ya bastante mareada por el vino y la calidez de nuestro refugio, se sostenía de mí, pues el equilibrio la traicionaba de rato en rato, riendo, Yo metí mis dos manos debajo de su pantalón, tomando sus nalgas para apretarla más a mí.
—No sabes cuánto te deseo esta noche —murmuró con la voz arrastrada por el vino, pero firme por el deseo.
—Como cuánto? Le respondí
—No te hagas el cojudo, tu hembra quiere que te la tires, huevón, mientras tomaba una de mis manos y la llevó debajo de su pantalón, hacia su vagina, que ya estaba muy mojada.
Esa manera de hablar me confirmó que Angie ya estaba borracha.
—Creo que ya estás borrachita amor…
—Sí. Esta noche quiero emborracharme contigo. Quiero soltarme, decir lo que me dé la gana, hacer lo que me provoque. Y tú… tú has conmigo lo que quieras.
Sus palabras me estremecieron. Había confianza en su voz. Había entrega.
—Yo te cuido, mi amor —le dije—. Siempre.
Bailamos y nos fuimos desnudando sin apuro. Cada prenda caía como parte de una ceremonia. Primero su chompa, su polo, luego el pantalón. Su piel brillaba con la luz tenue del fuego. Le besé los hombros, el cuello, los pechos. Ella me bajó el pantalón mientras reía, ya embriagada por el vino y por mí.
Esa noche, el deseo y el amor se mezclaron como el vino en nuestros labios. No hubo espacio para el pudor. Hubo caricias nuevas, besos hambrientos, gemidos sin contención. Usamos nuestros cuerpos como palabras. Nos hicimos promesas sin pronunciarlas.
Se puso en cuclillas y comenzó a darme una mamada con lamida de huevos, pero no estuvo ni un minuto y cayó sentada riendo, el vino había hecho su efecto y ya le costaba mantener el equilibrio.
No intentó pararse, solo se acomodó sobre las mantas, abrió mucho las piernas y me dijo:
—Porque no me estas tirando? Ven aquí, no seas maricón. Mientras se acariciaba la vulva.
Yo solo me reí, era una escena erótica, pero a la vez graciosa, ella mi Angie, tan dulce y correcta para el mundo con dos botellas de vino era una loba descarriada.
Me puse sobre ella y se la metí de golpe, ella lanzó un grito y se aferró a mí.
—Esto te haría un maricón? Le dije mientras la ponía piernas al hombro.
—Tu eres mi macho… amor… así dame duro… castígame por decirte maricón… decía mientras gemía a cada embestida.
Mientras le daba en esa posición, le chupaba las tetas o la besaba, ella solo gemía y pedía más y más.
En un momento levanté mi tórax y la tomé por los tobillos mientras ya le bombeaba a todo meter. Yo veía mi pene perforar su conchita depilada, entonces bajé una de mis manos y comencé a estimularle el clítoris mientras seguía clavándola a tope. Entre gemidos y casi gritando decía:
—Así carajo!!! … ¡¡¡Que rico me tiras!!!... ¡¡¡Me encanta tu pinga!!!... ¡Dame duro, amor!!... !!Soy tu hembra!!… ¡Soy tu…!!! Y ya no pudo continuar, un tremendo grito de placer me anunció que estaba teniendo un orgasmo. Ella solo se estremeció de placer mientras abría mucho los ojos y soltaba gemidos muy fuertes.
Cuando dejó de temblar, solo se abandonó, yo me puse totalmente sobre ella y Angie pasó sus piernas sobre mis caderas mientras comencé a bombearle nuevamente, ella solo disfrutaba, ya no decía nada, solo jadeaba y gemía, hasta que reventé de placer y le llené el coño de mi semen.
Nos habíamos amado con una intensidad primitiva, brutal y dulce. Entre mantas desordenadas y el calor danzante de la chimenea, nuestros cuerpos se habían fundido en un vaivén de placer que parecía eterno. Angie, borracha de vino y de mí, había sido un torrente desatado: gemía sin pudor, reía, me insultaba con amor, me suplicaba sin vergüenza. Cada palabra que soltaba –esas palabrotas que solo decía cuando estaba completamente libre– era como una confesión cruda de deseo. Y yo la amaba aún más por eso. Por esa honestidad desnuda.
Cuando por fin nuestros cuerpos se rindieron, me quedé sobre ella, temblando, jadeando, sintiéndola latir por dentro. Ella no me dejaba salir de su cuerpo, sus piernas me sostenían como un ancla suave, y yo tampoco tenía apuro. Era como que su cuerpo me pedía que no saliera de ella. Nunca lo hacía en realidad, salvo que fuera un rapidin en la ducha o en algún lugar incomodo, siempre me quedaba dentro de ella después de eyacular, era el placer después del placer, besarla, acariciarla o simplemente sentir nuestros cuerpos y nuestras respiraciones agitadas después del orgasmo, era parte de nuestro ritual, pero esa noche parecía que no me quería soltar nunca.
Sabíamos que ese instante posterior al clímax era un lugar sagrado. Respirar juntos. Fundirnos. No había palabras. Solo la leña crepitando, y el olor de nuestros cuerpos empapados en amor.
Pasaron varios minutos así. Al fin, me separé con delicadeza, con ese gesto que siempre hacíamos como si aún estuviéramos dentro de un sueño que no queríamos romper. Me senté sobre una de las mantas, apoyado en el sillón, y la jalé hacia mí. Angie se acomodó en mi regazo, desnuda, tibia, vulnerable, con el cabello revuelto y las mejillas encendidas por el vino. Se acurrucó como una niña cansada, su cabeza sobre mi pecho, sus brazos enredados a mi cuello.
—Amor… —susurró, dibujando mis labios con su dedo—. ¿Sabes lo que sueño?
—¿Qué sueñas, mi vida? —le respondí mientras le acariciaba lentamente el cabello.
Ella se acomodó un poco, su voz arrastrada, pastosa, hermosa.
—Más que un sueño… es un proyecto.
—Cuéntamelo —le dije, sin dejar de mirarla.
—Cuando cumpla treinta… —se detuvo, como si buscara la forma exacta—. Cuando cumpla treinta, yo quiero vivir contigo y si se puede, antes.
Mis manos se detuvieron por un instante. Ella levantó la mirada, con esos ojos brillantes y rojos por el vino.
—No me importa lo que digan. Ya veremos qué le inventamos a mi mamá, a mi papá, a tu mamá, a la familia… pero yo quiero vivir contigo. ¿Está claro?
—¿Así, nomás? ¿Con mentiras incluidas?
—Sí. Con amor y con planes, aunque sean raros. Tenemos años para pensarlo. Pero yo… quiero eso.
La miré en silencio, conmovido. Besé su frente con ternura y le susurré:
—Si encontramos la manera… a mí me encantaría. Te amo con locura, Angie. Sería el hombre más feliz del mundo si pudiera despertar contigo todos los días.
—Yo también te amo, tontito… —murmuró, con una sonrisa torpe.
Se incorporó apenas, apoyando una mano en mi pecho, como para mirarme con más claridad.
—¿Y sabes qué más?
—¿Qué más, mi vida?
—Me gustaría darte esos dos hijos que tú querías. Dos hijos tuyos.
Me quedé mirándola. No había borrachera en ese momento. Solo verdad.
—¿Estás hablando en serio?
—Muy en serio, amor. Sé que aún falta. Pero si algún día lo imposible se hace posible… quiero darte eso. Porque te amo. Porque tú… tú eres mi lugar.
No pude responder de inmediato. Solo la abracé. La apreté contra mí como si pudiera fundirme con ella. Le di un beso lento en los labios, uno sin prisa, sin lengua, sin urgencia. Un beso que decía: “sí, yo también quiero ese futuro contigo”.
Ella se volvió a acurrucar en mí, cerró los ojos, como si quisiera quedarse escuchando los latidos de mi corazón. Yo la cubrí mejor con una manta, y sentí su cuerpo desnudo hundirse suavemente en el mío. Afuera, la noche seguía. Pero dentro de la cabaña ya no había más que nosotros dos, y un sueño que empezaba a latir, tímido, pero vivo.
Cerré los ojos y comencé a imaginar una vida juntos. Con dos hijos. Con una casa donde no tuviéramos que escondernos. Con sus risas en el desayuno. Dije en voz baja:
—Si lo imposible se hace posible…
Y entonces, en ese rincón de la sierra, frente a la chimenea apagándose lentamente, sentí que, por primera vez, el futuro tenía un rostro hermoso. Y era el de ella.
Estuvimos así, más de media hora. Respirando juntos. Angie recostada en mi pecho, con los ojos cerrados y una media sonrisa dibujada en los labios. Parecía dormida, pero de pronto, con voz suave y ronca, dijo sin moverse:
—Amor… ¿me sirves más vino?
Le acaricié la mejilla con ternura.
—Angie, ¿más vino? Ya estás bien borrachita…
Ella se incorporó lentamente, con esa mirada brillante que le salía cuando el vino le soltaba la lengua y la vergüenza.
—¿Y? ¿Tienes algún problema con eso? ¿Me quieres emborrachar más… o no te atreves?
Solté una carcajada y le di una palmada en el trasero.
—No respondo de mí… si te emborrachas más, hago contigo lo que quiera.
Ella se acercó a mi cara, sus labios a milímetros de los míos, y me susurró con picardía:
—Tú siempre puedes hacer lo que quieras conmigo, amor. Tráeme más vino, carajo.
No podía negarme. Me levanté riendo y fui hasta donde estaban las botellas. Las dos primeras ya estaban vacías. Tuve que abrir la tercera. Le serví medio vaso, pero ella de inmediato protestó:
—¡Vaso lleno! ¡Tu hembra quiere chupar!
—Está bien, mi reina borrachita —le dije, llenándole el vaso con una sonrisa.
Yo me serví solo medio. Ella, apenas lo tuvo en las manos, bebió la mitad de un solo trago y se sentó a mi lado en el sillón, acurrucándose de nuevo bajo las mantas.
Pero la chimenea comenzaba a apagarse. Me levanté a poner más leña. El fuego revivió, las sombras danzaron otra vez en las paredes de troncos, y cuando regresé al sillón, Angie apuró el resto de su vino.
Con ese movimiento suyo tan felino, tan suyo, se inclinó hacia mí, deslizando las mantas, se paró y comenzó a besarme lentamente, con ternura juguetona. Nos besamos despacio, al principio, como tanteando los límites. Pero pronto, como ocurría siempre que estábamos solos y libres, todo se desbordó. Sus labios bajaron por mi cuello, su mano acariciaba mi pecho desnudo. No dijo nada. No hizo falta.
Se volvió a sentar un poco por la falta de equilibrio y tomó mi pene entre sus manos.
—Hola amiguito, le dijo a mi pene —Me gusta hacerte crecer en mi boca…
Y se lo metió a la boca sin decir más. Mi miembro rápidamente ganó tamaño y grosor en la boca de Angie, ella lo lamia y lo besaba, por momentos apretaba los labios y solo entraba y salía el glande, concentrándose donde más placer me daba. Yo le tomé la cabeza por detrás, enredando un poco de su cabellera en mis manos y comencé a moverle la cabeza a mi ritmo, metiendo mi pene hasta el fondo de su garganta, ella no se quejaba, solo apretaba los labios para darme más placer, aunque en algunas arremetidas parecía atorarse.
La ayudé a pararse y me eché en el sillón. Ella se puso sobre mí, montándome con decisión. Se movía con pasión, con fuerza, con todo el poder de su cuerpo entregado. Me miraba a los ojos y no tenía miedo de decir lo que sentía:
—¡Más fuerte, amor! ¡Así! ¡No pares, carajo!
Yo la sujetaba de la cintura, ayudándola en cada movimiento, pero era ella quien llevaba el ritmo, quien me guiaba en esa danza salvaje. Se inclinó hacia mí, y entre jadeos y gemidos me dijo:
—Tírame, tírame fuerte… ¡hazme tuya, huevón!
La besé con fuerza, y con una vuelta rápida, quedé sobre ella. Le levanté las piernas y entré profundamente de nuevo. Se arqueaba debajo de mí, sus manos arañaban mi espalda. Cada gemido suyo era una confesión de placer, un grito de libertad. La oí decir entre risas y gritos:
—¡Más rápido, ******, que me vengo otra vez!
Apuré el ritmo y algunos minutos después, la llevé al clímax, temblando, gritando con la voz rota, sudando, aferrada a mi cuello.
No fue todo. La giré, apoyándola sobre sus rodillas, y volví a entrar. Desde atrás, ella me ofrecía su cuerpo sin reservas. Su espalda brillaba con el reflejo del fuego. La tomé por las caderas, ella giraba la cabeza para mirarme, para provocarme con los ojos. Jadeaba sin pudor, sin miedo. Cuando sentí que la leche se venía sin control, le metí un dedo en el culo, ella no dijo nada, solo gimió y a los pocos segundos, eyaculé en su vagina.
Me quedé sobre su espalda, besándola y sintiendo su aliento agitado con sabor a vino.
Después de un rato, le dije que ya era hora de ir a la cama. Angie asintió, dócil, con esa mezcla de ternura y picardía que siempre aparecía cuando estaba pasada de copas. Le ofrecí mi mano y comenzamos a subir las escaleras de madera con cuidado. Tuve que sostenerla bien: el vino le había aflojado el cuerpo, y cada paso era un pequeño acto de equilibrio.
Cuando llegamos al dormitorio, ella se dejó caer sentada en el borde de la cama. Yo me acerqué a la pared a cerrar la ventana que estaba entreabierta, pero entonces la vi abrir el cajón y sacar, con una sonrisa traviesa, la pequeña bolsita negra que habíamos traído desde Lima.
La sostuvo en alto, la hizo sonar con ese tintineo tentador de los juguetes en su interior y, con mirada insinuante, dijo:
—¿Y esto? ¿Por gusto? ¿No ves que tu hembra está caliente? ¿Qué te pasa? ¿Qué necesitas?
Me detuve un segundo. Esa mezcla de provocación, ternura y entrega borracha me desarmaba. Bajé al primer piso a buscar la botella y los vasos. Cuando regresé, ella seguía ahí, moviendo la bolsita como si me retara, como si con cada sacudida dijera: “¿te atreves?”
Le serví un vaso de vino, generoso. Ella lo tomó con ambas manos y brindamos en silencio. Yo terminé el mío, que aún tenía desde hace rato, y me senté a su lado.
—Amor… —le dije, mientras la miraba a los ojos— todo este día he estado esperando este momento. Aquí, en la cama, te puedo hacer de todo.
Ella se tumbó boca abajo sobre la cama, moviendo suavemente las caderas.
—Soy tuya, amor… hazme lo que desees —susurró, hundiendo el rostro en la almohada.
La luz tenue de la habitación, el crujido leve de la madera, el rumor de la catarata a lo lejos y el calor que quedaba en nuestros cuerpos hacían que todo pareciera más íntimo, más intenso.
Saqué con calma los juguetes. Primero el lubricante, calentado con mis manos. Angie gemía apenas sentía mis dedos deslizarse por su piel. Le coloqué uno de los plug anales con extrema delicadeza, y sus suspiros se mezclaban con frases sueltas, entre excitación y vino. Este era el más pequeño, tendría unos 5 o 6 cms. y no tenía vibrador. La levanté de las caderas para tenerla en 4 patas sobre la cama, me puse detrás de ella y la penetré por la vagina.
Le comencé a bombear con fuerza, ella solo gemía y se agarraba con fuerza de las sábanas, en un momento tomé el plug y le daba vueltas suavemente, insertado en su culito, sus gemidos se transformaron en gritos de placer, mientras le daba palmadas en las nalgas. Cuando noté que se acomodaba con naturalidad, saqué el otro plug, ese tenía quizá unos 8 o 10 cms y tenía dos velocidades de vibración. Le saqué el pequeño y le introduje suavemente el más grande, con la vibración en la velocidad más baja. Angie solo bramaba de placer.
—******! ¡¡Que rico se siente eso!! ¡¡Así amor, no pares!!
Yo podía sentir como se mojaba y por momentos mi pene sentía el vibrador en su culo, o eso me parecía…
—Dame duro!! ¡¡Soy tu hembra!! ¡¡Cógeme ******!!
Yo le seguía dando hasta que sentí que si seguía me vaciaría en cualquier momento. Me detuve por un rato, mientras le besaba la espalda, el cuello y seguía jugando con el vibrador insertado en su culo.
Entonces le saqué el vibrador y le metí mi pene en el culo sin piedad, cuando entré me di cuenta de que ya no estaba tan lubricado, ella dio un grito intenso
—Ayyy!
—Te dolió? ¿Me salgo?, le dije
—No salgas, sigue, sigue carajo, ¡¡no ves que me estás reventando el culo y eso me encanta!!
—Aumenté el ritmo hasta que sentí que la leche se me venía de nuevo. Paré y la puse echada sobre la cama, al filo, yo seguía parado. Le levanté las piernas, y la volví a penetrar en el culo, mientras buscaba el otro vibrador en la bolsa. Cuando lo encontré, le puse un poco de lubricante y se lo metí en la vagina, con la velocidad máxima de vibración. Eso fue suficiente. No pasaron ni dos minutos y los gemidos de Angie se transformaron en gritos orgásmicos, de esos fuertes y guturales, que solo le salían cuando alcanzaba el orgasmo con el sexo anal.
Yo seguía bombeando. Sus manos apretaban las sábanas. Se arqueaba buscando más. Cada combinación de movimiento, cada vibración compartida parecía abrir una nueva dimensión en su cuerpo. Angie no se guardaba nada: gemía, hablaba sin filtros, decía lo que sentía sin vergüenza. Palabras sueltas, intensas, llenas de deseo. Palabras que no repetía en otro estado que no fuera ese, y que yo entendía como una declaración absoluta de confianza y libertad.
Yo también me perdía en ella. No por la borrachera, sino por la entrega. Sentía que era un privilegio estar con una mujer que se ofrecía con esa verdad, que me decía sin palabras “hazme sentir todo”. Y eso hice.
Varios minutos después, creo que Angie tuvo otro orgasmo, pero entre tanto grito y con lo mojada que estaba ya no podría decir si era otro o era el mismo orgasmo que se prolongó.
Seguí dándole sin piedad en ese culto que ya comenzaba a ponerse rojo, pensé en parar para ponerle más lubricante, pero ella no se quejaba, solo gemía y jadeaba y yo estaba muy acelerado como para detenerme en ese momento.
Ella estaba con las piernas muy abiertas al filo de la cama, yo insertado en su culo, bombeándole a 1,000 por hora, el vibrador en su máxima velocidad en su vagina, sus tetas que bailaban al ritmo de mis embestidas y la cara de placer de Angie… fue demasiado para retener la eyaculación una vez más, exploté en su culo, con una carga que la llenó por completo. Sentí que el placer me hizo temblar las piernas, me elevó y me volvió a traer a la tierra y fui consciente que amaba a esa mujer que me lo entrega todo, más que nunca.
No sé cuánto tiempo estuvimos así. Yo todavía en su culo, el vibrador encendido en su vagina, ella ya gemía suavemente. Me salí y vi que ese culito, realmente le iba a doler a la mañana siguiente, estaba muy rojo. Le saque el vibrador, ella no decía nada, el placer y el vino la habían dejado fuera de combate. La acomodé en la cama.
Bajé al baño para limpiarme y subí con una toalla húmeda. Le limpié el culo que estaba rebosante de lubricación y semen, lo mismo con su pubis. El frio de la toalla la despabilo un poco. Solo me miró y me dijo a media voz —Te amo Primix.
La noche se hizo lenta. Me eche a su lado, nos abrigue con las frazadas y la colcha, estábamos frente a frente, nos besábamos con los ojos cerrados, solo sintiéndonos. Hasta que el cansancio nos venció. Ella quedó de lado, con una pierna sobre mí, el rostro medio escondido en la almohada, y yo simplemente la abracé.
—Eres maravillosa, Angie —le dije, acariciando su espalda sudada, agradecido.
Ella solo murmuró algo que no entendí. Pero su cuerpo, relajado y tibio contra el mío, me decía todo.
La esperé puntual, como habíamos quedado. Eran las siete de la mañana y el sol apenas comenzaba a asomar entre los edificios. Angie apareció cruzando la vereda del parque, con una sonrisa tranquila, abrigada con un buzo claro y el cabello suelto, recién lavado. Esa sonrisa, esa paz en su rostro, siempre me anunciaba que estábamos por vivir algo grande.
—¿Lista para desconectarnos del mundo? —le dije, mientras le abría la puerta del auto.
—Más que lista. ¿Y tú? —preguntó, mientras se acomodaba con su mochila sobre las piernas.
—Contigo, siempre —respondí, acariciándole la pierna.
Ya teníamos todo cargado: ropa, vino, ron, cerveza, carbón, carnes, mantas... y, por supuesto, la pequeña bolsita negra que descansaba discreta en el fondo del maletero. Ese detalle nos hacía sonreír cada vez que lo recordábamos.
La carretera hacia Canta fue un deleite visual. A medida que nos alejábamos del bullicio limeño y dejábamos atrás Comas y Carabayllo, el paisaje comenzaba a abrirse. Campos verdes, cerros cubiertos de vegetación, casitas dispersas. Nos detuvimos un momento en Santa Rosa de Quives, en el santuario. Angie no había ido antes. Caminamos unos minutos, prendimos una vela, y ella pidió en silencio algo que no me quiso contar. Nos besamos ahí, frente al altar rústico, sin prisa, sin culpa.
Seguimos el camino. El Mazda se portaba como un campeón. Llegamos a Canta cerca del mediodía. Almorzamos en un restaurante sencillo, con un caldo espeso y caliente que nos reconfortó el cuerpo. Aprovechamos para comprar pan serrano, queso fresco y unas verduras para cocinar en la cabaña. Nos advirtieron que en Obrajillo el mercadito era más chico y con menos variedad.
La última parte del trayecto fue más rústica: un camino angosto y de tierra que subía y bajaba por entre árboles y campos. A las tres de la tarde, al fin, llegamos. La cabaña era incluso más linda que en las fotos. Hecha de troncos gruesos, con un aroma a madera que se impregnaba en la ropa. En la planta baja, la sala con techo alto tenía una chimenea de ladrillo y piedra en una esquina, una mesita de comedor de madera maciza, y al fondo una cocina pequeña con refrigeradora y lo básico.
La escalera también de madera llevaba al dormitorio tipo loft. Arriba, una cama grande con cobertores gruesos, una ventana que dejaba entrar la brisa del campo, y un balcón interior desde donde se podía ver toda la sala. Tenía una baranda rústica que le daba el aire acogedor de una cabaña de cuento. Aunque no podíamos ver la catarata desde la cabaña, el sonido era constante y relajante. Como si la naturaleza nos cantara.
—¿Es real esto? —preguntó Angie mientras recorría descalza la sala.
—Sí. Y es todo para nosotros, hasta el domingo.
Nos cambiamos de ropa, nos pusimos más cómodos y salimos a caminar un poco por los alrededores. La tierra húmeda, el olor a eucalipto, el cielo ligeramente nublado. Encontramos un camino que llevaba a la catarata, pero decidimos dejar la caminata larga para el día siguiente.
Regresamos justo antes de que oscureciera. Encendí la chimenea, Angie preparó una infusión. No teníamos prisa, ni presión. Solamente tiempo. El silencio se volvió una melodía.
Esa noche, entre besos largos y abrazos lentos, hicimos el amor dos veces. La primera, frente a la chimenea, sobre unas mantas gruesas y suaves que estaban en el sillón, las jalamos al piso y las convertimos en nuestra cama. Las llamas de la chimenea dibujaban nuestras sombras moviéndose en la pared. Era una sensación nueva, nuestros cuerpos desnudos, amándose, calentados por la chimenea. Los gemidos de Angie y mis jadeos se combinaban con el crepitar de la leña. Angie llegó al orgasmo cabalgándome intensamente. Yo llegué mientras le hacia el misionero con piernas al hombro.
La segunda, en la cama, con el sonido de la catarata como telón de fondo. No fue sexo rápido ni intenso. Fue una entrega suave, sin apuros. Ella me hizo mucho sexo oral, más de 7 o 8 minutos, estuve a punto de estallar en su boca, pero ella se detuvo justo antes del momento de no retorno y solo subió a besarme, mientras yo le acariciaba la espalda y el trasero. Luego se sentó sobre mi cara, ofreciéndome su sexo, húmedo y depilado, La besaba, metía mi lengua y buscaba su clítoris, ella se estremecía de placer. Después se sentó sobre mi pene duro y me cabalgó hasta tener su orgasmo, intenso, pero lento, no fue el estallido de gemidos de otras veces, este fue largo, un solo gemido que se prolongó por varios segundos, mientras se arqueaba sobre mí y tomaba mis manos con fuerza. Yo llegué haciéndole el perrito, entrando hasta el fondo de su vagina, mientras le daba suaves palmadas en el trasero y le acariciaba la entrada de su culito. Cuando terminé, me abracé a su espalda y solo le besaba el cuello y la espalda. Una manera de decirnos: estamos aquí, tú y yo, y nada más importa.
Nos quedamos dormidos abrazados, cubiertos con una manta gruesa, respirando al mismo ritmo.
El viernes nos despertamos sin reloj, sin prisa, con el murmullo del agua a lo lejos y el aroma a madera impregnado en cada rincón de la cabaña. Angie se giró aún somnolienta, me abrazó por la cintura y murmuró con voz ronca:
—No quiero levantarme nunca de esta cama.
Pero el hambre pudo más. Después de nuestro mañanero de buenos días, bajamos envueltos en mantas, y mientras ella ponía la mesa, yo preparé café. El pan serrano con queso, calentado ligeramente en la sartén, se convirtió en manjar. Abrimos la puerta de par en par. Frente a nosotros, el valle verde se abría como un susurro sereno de libertad. Solo nosotros dos. No existía el resto del mundo.
Más tarde, salimos a caminar. Bajamos por un sendero de tierra húmeda, cruzamos un pequeño riachuelo donde nos mojamos las manos, salpicándonos como dos niños. En un momento nos sentamos en una roca junto al agua, y Angie, con esa mezcla de travesura y decisión, dijo:
—Si no hiciera tanto frío, te juro que me desnudo para tus fotos.
—Eso tiene solución —le respondí con una sonrisa. Caminé de regreso a la cabaña y volví con la botella de ron. Solo bastaron dos copas. El frío aún se sentía, pero ya no la detenía. Angie se quitó la casaca, luego la blusa. Sus pezones, endurecidos por la brisa andina, se convirtieron en la imagen perfecta de su osadía. La fotografié con devoción, como si sus gestos fuesen parte de un ritual. Solo diez minutos duró la sesión, pero en mi mente se grabaron como eternidad.
Continuamos hasta la catarata. No podíamos verla desde la cabaña, pero ahí, frente a ella, con su estruendo imponente y su caída incesante, nos quedamos en silencio. Había gente, sí, pero bastaba mirarnos a los ojos para quedarnos solos.
En el pueblo almorzamos trucha recién pescada. Acompañamos con un mate de coca caliente, y regresamos caminando de la mano, pateando piedritas como adolescentes.
Por la tarde, ya en la cabaña, leímos un libro en voz alta. Angie apoyó su cabeza en mi pierna mientras yo leía. Sus dedos jugaban con los míos. Cerraba los ojos y sonreía. No necesitábamos nada más.
Al caer el sol, abrimos las cervezas. Preparé la parrilla. La carne chisporroteaba y el olor a humo y leña nos envolvía. La primera botella de vino cayó entre risas y carnes. Fue un buen acompañante de la parrilla ligera que preparé.
Habíamos cenado adentro, afuera estaba frio y la calidez de la chimenea nos acogía. Cuando terminamos de cenar, abrimos la segunda botella de vino y sonaba Sabina en el pequeño minicomponente que habíamos llevado, y cuando comenzó "Contigo", Angie me pidió bailar.
Bailamos despacio, pegados, sin soltarnos. Ella se movía con un ritmo sensual, con ese poder que solo ella tenía para hipnotizarme.
—Sírveme otro vaso, amor —dijo, casi susurrando.
—¿Estás segura? —le pregunté mientras llenaba su vaso con vino, no había copa en esa cabaña.
Seguimos bailando y besándonos, nos terminamos la segunda botella de vino, bueno Angie se la terminó, yo tomé solo un vaso medio lleno.
La chimenea chispeaba con destellos naranjas que iluminaban nuestros cuerpos a medias. Habíamos dejado unas mantas gruesas en el suelo. Afuera la noche caía helada, pero adentro todo ardía. Angie, ya bastante mareada por el vino y la calidez de nuestro refugio, se sostenía de mí, pues el equilibrio la traicionaba de rato en rato, riendo, Yo metí mis dos manos debajo de su pantalón, tomando sus nalgas para apretarla más a mí.
—No sabes cuánto te deseo esta noche —murmuró con la voz arrastrada por el vino, pero firme por el deseo.
—Como cuánto? Le respondí
—No te hagas el cojudo, tu hembra quiere que te la tires, huevón, mientras tomaba una de mis manos y la llevó debajo de su pantalón, hacia su vagina, que ya estaba muy mojada.
Esa manera de hablar me confirmó que Angie ya estaba borracha.
—Creo que ya estás borrachita amor…
—Sí. Esta noche quiero emborracharme contigo. Quiero soltarme, decir lo que me dé la gana, hacer lo que me provoque. Y tú… tú has conmigo lo que quieras.
Sus palabras me estremecieron. Había confianza en su voz. Había entrega.
—Yo te cuido, mi amor —le dije—. Siempre.
Bailamos y nos fuimos desnudando sin apuro. Cada prenda caía como parte de una ceremonia. Primero su chompa, su polo, luego el pantalón. Su piel brillaba con la luz tenue del fuego. Le besé los hombros, el cuello, los pechos. Ella me bajó el pantalón mientras reía, ya embriagada por el vino y por mí.
Esa noche, el deseo y el amor se mezclaron como el vino en nuestros labios. No hubo espacio para el pudor. Hubo caricias nuevas, besos hambrientos, gemidos sin contención. Usamos nuestros cuerpos como palabras. Nos hicimos promesas sin pronunciarlas.
Se puso en cuclillas y comenzó a darme una mamada con lamida de huevos, pero no estuvo ni un minuto y cayó sentada riendo, el vino había hecho su efecto y ya le costaba mantener el equilibrio.
No intentó pararse, solo se acomodó sobre las mantas, abrió mucho las piernas y me dijo:
—Porque no me estas tirando? Ven aquí, no seas maricón. Mientras se acariciaba la vulva.
Yo solo me reí, era una escena erótica, pero a la vez graciosa, ella mi Angie, tan dulce y correcta para el mundo con dos botellas de vino era una loba descarriada.
Me puse sobre ella y se la metí de golpe, ella lanzó un grito y se aferró a mí.
—Esto te haría un maricón? Le dije mientras la ponía piernas al hombro.
—Tu eres mi macho… amor… así dame duro… castígame por decirte maricón… decía mientras gemía a cada embestida.
Mientras le daba en esa posición, le chupaba las tetas o la besaba, ella solo gemía y pedía más y más.
En un momento levanté mi tórax y la tomé por los tobillos mientras ya le bombeaba a todo meter. Yo veía mi pene perforar su conchita depilada, entonces bajé una de mis manos y comencé a estimularle el clítoris mientras seguía clavándola a tope. Entre gemidos y casi gritando decía:
—Así carajo!!! … ¡¡¡Que rico me tiras!!!... ¡¡¡Me encanta tu pinga!!!... ¡Dame duro, amor!!... !!Soy tu hembra!!… ¡Soy tu…!!! Y ya no pudo continuar, un tremendo grito de placer me anunció que estaba teniendo un orgasmo. Ella solo se estremeció de placer mientras abría mucho los ojos y soltaba gemidos muy fuertes.
Cuando dejó de temblar, solo se abandonó, yo me puse totalmente sobre ella y Angie pasó sus piernas sobre mis caderas mientras comencé a bombearle nuevamente, ella solo disfrutaba, ya no decía nada, solo jadeaba y gemía, hasta que reventé de placer y le llené el coño de mi semen.
Nos habíamos amado con una intensidad primitiva, brutal y dulce. Entre mantas desordenadas y el calor danzante de la chimenea, nuestros cuerpos se habían fundido en un vaivén de placer que parecía eterno. Angie, borracha de vino y de mí, había sido un torrente desatado: gemía sin pudor, reía, me insultaba con amor, me suplicaba sin vergüenza. Cada palabra que soltaba –esas palabrotas que solo decía cuando estaba completamente libre– era como una confesión cruda de deseo. Y yo la amaba aún más por eso. Por esa honestidad desnuda.
Cuando por fin nuestros cuerpos se rindieron, me quedé sobre ella, temblando, jadeando, sintiéndola latir por dentro. Ella no me dejaba salir de su cuerpo, sus piernas me sostenían como un ancla suave, y yo tampoco tenía apuro. Era como que su cuerpo me pedía que no saliera de ella. Nunca lo hacía en realidad, salvo que fuera un rapidin en la ducha o en algún lugar incomodo, siempre me quedaba dentro de ella después de eyacular, era el placer después del placer, besarla, acariciarla o simplemente sentir nuestros cuerpos y nuestras respiraciones agitadas después del orgasmo, era parte de nuestro ritual, pero esa noche parecía que no me quería soltar nunca.
Sabíamos que ese instante posterior al clímax era un lugar sagrado. Respirar juntos. Fundirnos. No había palabras. Solo la leña crepitando, y el olor de nuestros cuerpos empapados en amor.
Pasaron varios minutos así. Al fin, me separé con delicadeza, con ese gesto que siempre hacíamos como si aún estuviéramos dentro de un sueño que no queríamos romper. Me senté sobre una de las mantas, apoyado en el sillón, y la jalé hacia mí. Angie se acomodó en mi regazo, desnuda, tibia, vulnerable, con el cabello revuelto y las mejillas encendidas por el vino. Se acurrucó como una niña cansada, su cabeza sobre mi pecho, sus brazos enredados a mi cuello.
—Amor… —susurró, dibujando mis labios con su dedo—. ¿Sabes lo que sueño?
—¿Qué sueñas, mi vida? —le respondí mientras le acariciaba lentamente el cabello.
Ella se acomodó un poco, su voz arrastrada, pastosa, hermosa.
—Más que un sueño… es un proyecto.
—Cuéntamelo —le dije, sin dejar de mirarla.
—Cuando cumpla treinta… —se detuvo, como si buscara la forma exacta—. Cuando cumpla treinta, yo quiero vivir contigo y si se puede, antes.
Mis manos se detuvieron por un instante. Ella levantó la mirada, con esos ojos brillantes y rojos por el vino.
—No me importa lo que digan. Ya veremos qué le inventamos a mi mamá, a mi papá, a tu mamá, a la familia… pero yo quiero vivir contigo. ¿Está claro?
—¿Así, nomás? ¿Con mentiras incluidas?
—Sí. Con amor y con planes, aunque sean raros. Tenemos años para pensarlo. Pero yo… quiero eso.
La miré en silencio, conmovido. Besé su frente con ternura y le susurré:
—Si encontramos la manera… a mí me encantaría. Te amo con locura, Angie. Sería el hombre más feliz del mundo si pudiera despertar contigo todos los días.
—Yo también te amo, tontito… —murmuró, con una sonrisa torpe.
Se incorporó apenas, apoyando una mano en mi pecho, como para mirarme con más claridad.
—¿Y sabes qué más?
—¿Qué más, mi vida?
—Me gustaría darte esos dos hijos que tú querías. Dos hijos tuyos.
Me quedé mirándola. No había borrachera en ese momento. Solo verdad.
—¿Estás hablando en serio?
—Muy en serio, amor. Sé que aún falta. Pero si algún día lo imposible se hace posible… quiero darte eso. Porque te amo. Porque tú… tú eres mi lugar.
No pude responder de inmediato. Solo la abracé. La apreté contra mí como si pudiera fundirme con ella. Le di un beso lento en los labios, uno sin prisa, sin lengua, sin urgencia. Un beso que decía: “sí, yo también quiero ese futuro contigo”.
Ella se volvió a acurrucar en mí, cerró los ojos, como si quisiera quedarse escuchando los latidos de mi corazón. Yo la cubrí mejor con una manta, y sentí su cuerpo desnudo hundirse suavemente en el mío. Afuera, la noche seguía. Pero dentro de la cabaña ya no había más que nosotros dos, y un sueño que empezaba a latir, tímido, pero vivo.
Cerré los ojos y comencé a imaginar una vida juntos. Con dos hijos. Con una casa donde no tuviéramos que escondernos. Con sus risas en el desayuno. Dije en voz baja:
—Si lo imposible se hace posible…
Y entonces, en ese rincón de la sierra, frente a la chimenea apagándose lentamente, sentí que, por primera vez, el futuro tenía un rostro hermoso. Y era el de ella.
Estuvimos así, más de media hora. Respirando juntos. Angie recostada en mi pecho, con los ojos cerrados y una media sonrisa dibujada en los labios. Parecía dormida, pero de pronto, con voz suave y ronca, dijo sin moverse:
—Amor… ¿me sirves más vino?
Le acaricié la mejilla con ternura.
—Angie, ¿más vino? Ya estás bien borrachita…
Ella se incorporó lentamente, con esa mirada brillante que le salía cuando el vino le soltaba la lengua y la vergüenza.
—¿Y? ¿Tienes algún problema con eso? ¿Me quieres emborrachar más… o no te atreves?
Solté una carcajada y le di una palmada en el trasero.
—No respondo de mí… si te emborrachas más, hago contigo lo que quiera.
Ella se acercó a mi cara, sus labios a milímetros de los míos, y me susurró con picardía:
—Tú siempre puedes hacer lo que quieras conmigo, amor. Tráeme más vino, carajo.
No podía negarme. Me levanté riendo y fui hasta donde estaban las botellas. Las dos primeras ya estaban vacías. Tuve que abrir la tercera. Le serví medio vaso, pero ella de inmediato protestó:
—¡Vaso lleno! ¡Tu hembra quiere chupar!
—Está bien, mi reina borrachita —le dije, llenándole el vaso con una sonrisa.
Yo me serví solo medio. Ella, apenas lo tuvo en las manos, bebió la mitad de un solo trago y se sentó a mi lado en el sillón, acurrucándose de nuevo bajo las mantas.
Pero la chimenea comenzaba a apagarse. Me levanté a poner más leña. El fuego revivió, las sombras danzaron otra vez en las paredes de troncos, y cuando regresé al sillón, Angie apuró el resto de su vino.
Con ese movimiento suyo tan felino, tan suyo, se inclinó hacia mí, deslizando las mantas, se paró y comenzó a besarme lentamente, con ternura juguetona. Nos besamos despacio, al principio, como tanteando los límites. Pero pronto, como ocurría siempre que estábamos solos y libres, todo se desbordó. Sus labios bajaron por mi cuello, su mano acariciaba mi pecho desnudo. No dijo nada. No hizo falta.
Se volvió a sentar un poco por la falta de equilibrio y tomó mi pene entre sus manos.
—Hola amiguito, le dijo a mi pene —Me gusta hacerte crecer en mi boca…
Y se lo metió a la boca sin decir más. Mi miembro rápidamente ganó tamaño y grosor en la boca de Angie, ella lo lamia y lo besaba, por momentos apretaba los labios y solo entraba y salía el glande, concentrándose donde más placer me daba. Yo le tomé la cabeza por detrás, enredando un poco de su cabellera en mis manos y comencé a moverle la cabeza a mi ritmo, metiendo mi pene hasta el fondo de su garganta, ella no se quejaba, solo apretaba los labios para darme más placer, aunque en algunas arremetidas parecía atorarse.
La ayudé a pararse y me eché en el sillón. Ella se puso sobre mí, montándome con decisión. Se movía con pasión, con fuerza, con todo el poder de su cuerpo entregado. Me miraba a los ojos y no tenía miedo de decir lo que sentía:
—¡Más fuerte, amor! ¡Así! ¡No pares, carajo!
Yo la sujetaba de la cintura, ayudándola en cada movimiento, pero era ella quien llevaba el ritmo, quien me guiaba en esa danza salvaje. Se inclinó hacia mí, y entre jadeos y gemidos me dijo:
—Tírame, tírame fuerte… ¡hazme tuya, huevón!
La besé con fuerza, y con una vuelta rápida, quedé sobre ella. Le levanté las piernas y entré profundamente de nuevo. Se arqueaba debajo de mí, sus manos arañaban mi espalda. Cada gemido suyo era una confesión de placer, un grito de libertad. La oí decir entre risas y gritos:
—¡Más rápido, ******, que me vengo otra vez!
Apuré el ritmo y algunos minutos después, la llevé al clímax, temblando, gritando con la voz rota, sudando, aferrada a mi cuello.
No fue todo. La giré, apoyándola sobre sus rodillas, y volví a entrar. Desde atrás, ella me ofrecía su cuerpo sin reservas. Su espalda brillaba con el reflejo del fuego. La tomé por las caderas, ella giraba la cabeza para mirarme, para provocarme con los ojos. Jadeaba sin pudor, sin miedo. Cuando sentí que la leche se venía sin control, le metí un dedo en el culo, ella no dijo nada, solo gimió y a los pocos segundos, eyaculé en su vagina.
Me quedé sobre su espalda, besándola y sintiendo su aliento agitado con sabor a vino.
Después de un rato, le dije que ya era hora de ir a la cama. Angie asintió, dócil, con esa mezcla de ternura y picardía que siempre aparecía cuando estaba pasada de copas. Le ofrecí mi mano y comenzamos a subir las escaleras de madera con cuidado. Tuve que sostenerla bien: el vino le había aflojado el cuerpo, y cada paso era un pequeño acto de equilibrio.
Cuando llegamos al dormitorio, ella se dejó caer sentada en el borde de la cama. Yo me acerqué a la pared a cerrar la ventana que estaba entreabierta, pero entonces la vi abrir el cajón y sacar, con una sonrisa traviesa, la pequeña bolsita negra que habíamos traído desde Lima.
La sostuvo en alto, la hizo sonar con ese tintineo tentador de los juguetes en su interior y, con mirada insinuante, dijo:
—¿Y esto? ¿Por gusto? ¿No ves que tu hembra está caliente? ¿Qué te pasa? ¿Qué necesitas?
Me detuve un segundo. Esa mezcla de provocación, ternura y entrega borracha me desarmaba. Bajé al primer piso a buscar la botella y los vasos. Cuando regresé, ella seguía ahí, moviendo la bolsita como si me retara, como si con cada sacudida dijera: “¿te atreves?”
Le serví un vaso de vino, generoso. Ella lo tomó con ambas manos y brindamos en silencio. Yo terminé el mío, que aún tenía desde hace rato, y me senté a su lado.
—Amor… —le dije, mientras la miraba a los ojos— todo este día he estado esperando este momento. Aquí, en la cama, te puedo hacer de todo.
Ella se tumbó boca abajo sobre la cama, moviendo suavemente las caderas.
—Soy tuya, amor… hazme lo que desees —susurró, hundiendo el rostro en la almohada.
La luz tenue de la habitación, el crujido leve de la madera, el rumor de la catarata a lo lejos y el calor que quedaba en nuestros cuerpos hacían que todo pareciera más íntimo, más intenso.
Saqué con calma los juguetes. Primero el lubricante, calentado con mis manos. Angie gemía apenas sentía mis dedos deslizarse por su piel. Le coloqué uno de los plug anales con extrema delicadeza, y sus suspiros se mezclaban con frases sueltas, entre excitación y vino. Este era el más pequeño, tendría unos 5 o 6 cms. y no tenía vibrador. La levanté de las caderas para tenerla en 4 patas sobre la cama, me puse detrás de ella y la penetré por la vagina.
Le comencé a bombear con fuerza, ella solo gemía y se agarraba con fuerza de las sábanas, en un momento tomé el plug y le daba vueltas suavemente, insertado en su culito, sus gemidos se transformaron en gritos de placer, mientras le daba palmadas en las nalgas. Cuando noté que se acomodaba con naturalidad, saqué el otro plug, ese tenía quizá unos 8 o 10 cms y tenía dos velocidades de vibración. Le saqué el pequeño y le introduje suavemente el más grande, con la vibración en la velocidad más baja. Angie solo bramaba de placer.
—******! ¡¡Que rico se siente eso!! ¡¡Así amor, no pares!!
Yo podía sentir como se mojaba y por momentos mi pene sentía el vibrador en su culo, o eso me parecía…
—Dame duro!! ¡¡Soy tu hembra!! ¡¡Cógeme ******!!
Yo le seguía dando hasta que sentí que si seguía me vaciaría en cualquier momento. Me detuve por un rato, mientras le besaba la espalda, el cuello y seguía jugando con el vibrador insertado en su culo.
Entonces le saqué el vibrador y le metí mi pene en el culo sin piedad, cuando entré me di cuenta de que ya no estaba tan lubricado, ella dio un grito intenso
—Ayyy!
—Te dolió? ¿Me salgo?, le dije
—No salgas, sigue, sigue carajo, ¡¡no ves que me estás reventando el culo y eso me encanta!!
—Aumenté el ritmo hasta que sentí que la leche se me venía de nuevo. Paré y la puse echada sobre la cama, al filo, yo seguía parado. Le levanté las piernas, y la volví a penetrar en el culo, mientras buscaba el otro vibrador en la bolsa. Cuando lo encontré, le puse un poco de lubricante y se lo metí en la vagina, con la velocidad máxima de vibración. Eso fue suficiente. No pasaron ni dos minutos y los gemidos de Angie se transformaron en gritos orgásmicos, de esos fuertes y guturales, que solo le salían cuando alcanzaba el orgasmo con el sexo anal.
Yo seguía bombeando. Sus manos apretaban las sábanas. Se arqueaba buscando más. Cada combinación de movimiento, cada vibración compartida parecía abrir una nueva dimensión en su cuerpo. Angie no se guardaba nada: gemía, hablaba sin filtros, decía lo que sentía sin vergüenza. Palabras sueltas, intensas, llenas de deseo. Palabras que no repetía en otro estado que no fuera ese, y que yo entendía como una declaración absoluta de confianza y libertad.
Yo también me perdía en ella. No por la borrachera, sino por la entrega. Sentía que era un privilegio estar con una mujer que se ofrecía con esa verdad, que me decía sin palabras “hazme sentir todo”. Y eso hice.
Varios minutos después, creo que Angie tuvo otro orgasmo, pero entre tanto grito y con lo mojada que estaba ya no podría decir si era otro o era el mismo orgasmo que se prolongó.
Seguí dándole sin piedad en ese culto que ya comenzaba a ponerse rojo, pensé en parar para ponerle más lubricante, pero ella no se quejaba, solo gemía y jadeaba y yo estaba muy acelerado como para detenerme en ese momento.
Ella estaba con las piernas muy abiertas al filo de la cama, yo insertado en su culo, bombeándole a 1,000 por hora, el vibrador en su máxima velocidad en su vagina, sus tetas que bailaban al ritmo de mis embestidas y la cara de placer de Angie… fue demasiado para retener la eyaculación una vez más, exploté en su culo, con una carga que la llenó por completo. Sentí que el placer me hizo temblar las piernas, me elevó y me volvió a traer a la tierra y fui consciente que amaba a esa mujer que me lo entrega todo, más que nunca.
No sé cuánto tiempo estuvimos así. Yo todavía en su culo, el vibrador encendido en su vagina, ella ya gemía suavemente. Me salí y vi que ese culito, realmente le iba a doler a la mañana siguiente, estaba muy rojo. Le saque el vibrador, ella no decía nada, el placer y el vino la habían dejado fuera de combate. La acomodé en la cama.
Bajé al baño para limpiarme y subí con una toalla húmeda. Le limpié el culo que estaba rebosante de lubricación y semen, lo mismo con su pubis. El frio de la toalla la despabilo un poco. Solo me miró y me dijo a media voz —Te amo Primix.
La noche se hizo lenta. Me eche a su lado, nos abrigue con las frazadas y la colcha, estábamos frente a frente, nos besábamos con los ojos cerrados, solo sintiéndonos. Hasta que el cansancio nos venció. Ella quedó de lado, con una pierna sobre mí, el rostro medio escondido en la almohada, y yo simplemente la abracé.
—Eres maravillosa, Angie —le dije, acariciando su espalda sudada, agradecido.
Ella solo murmuró algo que no entendí. Pero su cuerpo, relajado y tibio contra el mío, me decía todo.