Mi Sobrina - Amante

Obrajillo – Día 1

La esperé puntual, como habíamos quedado. Eran las siete de la mañana y el sol apenas comenzaba a asomar entre los edificios. Angie apareció cruzando la vereda del parque, con una sonrisa tranquila, abrigada con un buzo claro y el cabello suelto, recién lavado. Esa sonrisa, esa paz en su rostro, siempre me anunciaba que estábamos por vivir algo grande.

—¿Lista para desconectarnos del mundo? —le dije, mientras le abría la puerta del auto.
—Más que lista. ¿Y tú? —preguntó, mientras se acomodaba con su mochila sobre las piernas.
—Contigo, siempre —respondí, acariciándole la pierna.

Ya teníamos todo cargado: ropa, vino, ron, cerveza, carbón, carnes, mantas... y, por supuesto, la pequeña bolsita negra que descansaba discreta en el fondo del maletero. Ese detalle nos hacía sonreír cada vez que lo recordábamos.

La carretera hacia Canta fue un deleite visual. A medida que nos alejábamos del bullicio limeño y dejábamos atrás Comas y Carabayllo, el paisaje comenzaba a abrirse. Campos verdes, cerros cubiertos de vegetación, casitas dispersas. Nos detuvimos un momento en Santa Rosa de Quives, en el santuario. Angie no había ido antes. Caminamos unos minutos, prendimos una vela, y ella pidió en silencio algo que no me quiso contar. Nos besamos ahí, frente al altar rústico, sin prisa, sin culpa.

Seguimos el camino. El Mazda se portaba como un campeón. Llegamos a Canta cerca del mediodía. Almorzamos en un restaurante sencillo, con un caldo espeso y caliente que nos reconfortó el cuerpo. Aprovechamos para comprar pan serrano, queso fresco y unas verduras para cocinar en la cabaña. Nos advirtieron que en Obrajillo el mercadito era más chico y con menos variedad.

La última parte del trayecto fue más rústica: un camino angosto y de tierra que subía y bajaba por entre árboles y campos. A las tres de la tarde, al fin, llegamos. La cabaña era incluso más linda que en las fotos. Hecha de troncos gruesos, con un aroma a madera que se impregnaba en la ropa. En la planta baja, la sala con techo alto tenía una chimenea de ladrillo y piedra en una esquina, una mesita de comedor de madera maciza, y al fondo una cocina pequeña con refrigeradora y lo básico.

La escalera también de madera llevaba al dormitorio tipo loft. Arriba, una cama grande con cobertores gruesos, una ventana que dejaba entrar la brisa del campo, y un balcón interior desde donde se podía ver toda la sala. Tenía una baranda rústica que le daba el aire acogedor de una cabaña de cuento. Aunque no podíamos ver la catarata desde la cabaña, el sonido era constante y relajante. Como si la naturaleza nos cantara.

—¿Es real esto? —preguntó Angie mientras recorría descalza la sala.
—Sí. Y es todo para nosotros, hasta el domingo.

Nos cambiamos de ropa, nos pusimos más cómodos y salimos a caminar un poco por los alrededores. La tierra húmeda, el olor a eucalipto, el cielo ligeramente nublado. Encontramos un camino que llevaba a la catarata, pero decidimos dejar la caminata larga para el día siguiente.

Regresamos justo antes de que oscureciera. Encendí la chimenea, Angie preparó una infusión. No teníamos prisa, ni presión. Solamente tiempo. El silencio se volvió una melodía.

Esa noche, entre besos largos y abrazos lentos, hicimos el amor dos veces. La primera, frente a la chimenea, sobre unas mantas gruesas y suaves que estaban en el sillón, las jalamos al piso y las convertimos en nuestra cama. Las llamas de la chimenea dibujaban nuestras sombras moviéndose en la pared. Era una sensación nueva, nuestros cuerpos desnudos, amándose, calentados por la chimenea. Los gemidos de Angie y mis jadeos se combinaban con el crepitar de la leña. Angie llegó al orgasmo cabalgándome intensamente. Yo llegué mientras le hacia el misionero con piernas al hombro.

La segunda, en la cama, con el sonido de la catarata como telón de fondo. No fue sexo rápido ni intenso. Fue una entrega suave, sin apuros. Ella me hizo mucho sexo oral, más de 7 o 8 minutos, estuve a punto de estallar en su boca, pero ella se detuvo justo antes del momento de no retorno y solo subió a besarme, mientras yo le acariciaba la espalda y el trasero. Luego se sentó sobre mi cara, ofreciéndome su sexo, húmedo y depilado, La besaba, metía mi lengua y buscaba su clítoris, ella se estremecía de placer. Después se sentó sobre mi pene duro y me cabalgó hasta tener su orgasmo, intenso, pero lento, no fue el estallido de gemidos de otras veces, este fue largo, un solo gemido que se prolongó por varios segundos, mientras se arqueaba sobre mí y tomaba mis manos con fuerza. Yo llegué haciéndole el perrito, entrando hasta el fondo de su vagina, mientras le daba suaves palmadas en el trasero y le acariciaba la entrada de su culito. Cuando terminé, me abracé a su espalda y solo le besaba el cuello y la espalda. Una manera de decirnos: estamos aquí, tú y yo, y nada más importa.

Nos quedamos dormidos abrazados, cubiertos con una manta gruesa, respirando al mismo ritmo.

El viernes nos despertamos sin reloj, sin prisa, con el murmullo del agua a lo lejos y el aroma a madera impregnado en cada rincón de la cabaña. Angie se giró aún somnolienta, me abrazó por la cintura y murmuró con voz ronca:
—No quiero levantarme nunca de esta cama.

Pero el hambre pudo más. Después de nuestro mañanero de buenos días, bajamos envueltos en mantas, y mientras ella ponía la mesa, yo preparé café. El pan serrano con queso, calentado ligeramente en la sartén, se convirtió en manjar. Abrimos la puerta de par en par. Frente a nosotros, el valle verde se abría como un susurro sereno de libertad. Solo nosotros dos. No existía el resto del mundo.

Más tarde, salimos a caminar. Bajamos por un sendero de tierra húmeda, cruzamos un pequeño riachuelo donde nos mojamos las manos, salpicándonos como dos niños. En un momento nos sentamos en una roca junto al agua, y Angie, con esa mezcla de travesura y decisión, dijo:
—Si no hiciera tanto frío, te juro que me desnudo para tus fotos.

—Eso tiene solución —le respondí con una sonrisa. Caminé de regreso a la cabaña y volví con la botella de ron. Solo bastaron dos copas. El frío aún se sentía, pero ya no la detenía. Angie se quitó la casaca, luego la blusa. Sus pezones, endurecidos por la brisa andina, se convirtieron en la imagen perfecta de su osadía. La fotografié con devoción, como si sus gestos fuesen parte de un ritual. Solo diez minutos duró la sesión, pero en mi mente se grabaron como eternidad.

Continuamos hasta la catarata. No podíamos verla desde la cabaña, pero ahí, frente a ella, con su estruendo imponente y su caída incesante, nos quedamos en silencio. Había gente, sí, pero bastaba mirarnos a los ojos para quedarnos solos.

En el pueblo almorzamos trucha recién pescada. Acompañamos con un mate de coca caliente, y regresamos caminando de la mano, pateando piedritas como adolescentes.

Por la tarde, ya en la cabaña, leímos un libro en voz alta. Angie apoyó su cabeza en mi pierna mientras yo leía. Sus dedos jugaban con los míos. Cerraba los ojos y sonreía. No necesitábamos nada más.

Al caer el sol, abrimos las cervezas. Preparé la parrilla. La carne chisporroteaba y el olor a humo y leña nos envolvía. La primera botella de vino cayó entre risas y carnes. Fue un buen acompañante de la parrilla ligera que preparé.

Habíamos cenado adentro, afuera estaba frio y la calidez de la chimenea nos acogía. Cuando terminamos de cenar, abrimos la segunda botella de vino y sonaba Sabina en el pequeño minicomponente que habíamos llevado, y cuando comenzó "Contigo", Angie me pidió bailar.
Bailamos despacio, pegados, sin soltarnos. Ella se movía con un ritmo sensual, con ese poder que solo ella tenía para hipnotizarme.

—Sírveme otro vaso, amor —dijo, casi susurrando.

—¿Estás segura? —le pregunté mientras llenaba su vaso con vino, no había copa en esa cabaña.

Seguimos bailando y besándonos, nos terminamos la segunda botella de vino, bueno Angie se la terminó, yo tomé solo un vaso medio lleno.

La chimenea chispeaba con destellos naranjas que iluminaban nuestros cuerpos a medias. Habíamos dejado unas mantas gruesas en el suelo. Afuera la noche caía helada, pero adentro todo ardía. Angie, ya bastante mareada por el vino y la calidez de nuestro refugio, se sostenía de mí, pues el equilibrio la traicionaba de rato en rato, riendo, Yo metí mis dos manos debajo de su pantalón, tomando sus nalgas para apretarla más a mí.

—No sabes cuánto te deseo esta noche —murmuró con la voz arrastrada por el vino, pero firme por el deseo.

—Como cuánto? Le respondí

—No te hagas el cojudo, tu hembra quiere que te la tires, huevón, mientras tomaba una de mis manos y la llevó debajo de su pantalón, hacia su vagina, que ya estaba muy mojada.

Esa manera de hablar me confirmó que Angie ya estaba borracha.

—Creo que ya estás borrachita amor…

—Sí. Esta noche quiero emborracharme contigo. Quiero soltarme, decir lo que me dé la gana, hacer lo que me provoque. Y tú… tú has conmigo lo que quieras.

Sus palabras me estremecieron. Había confianza en su voz. Había entrega.

—Yo te cuido, mi amor —le dije—. Siempre.

Bailamos y nos fuimos desnudando sin apuro. Cada prenda caía como parte de una ceremonia. Primero su chompa, su polo, luego el pantalón. Su piel brillaba con la luz tenue del fuego. Le besé los hombros, el cuello, los pechos. Ella me bajó el pantalón mientras reía, ya embriagada por el vino y por mí.

Esa noche, el deseo y el amor se mezclaron como el vino en nuestros labios. No hubo espacio para el pudor. Hubo caricias nuevas, besos hambrientos, gemidos sin contención. Usamos nuestros cuerpos como palabras. Nos hicimos promesas sin pronunciarlas.

Se puso en cuclillas y comenzó a darme una mamada con lamida de huevos, pero no estuvo ni un minuto y cayó sentada riendo, el vino había hecho su efecto y ya le costaba mantener el equilibrio.

No intentó pararse, solo se acomodó sobre las mantas, abrió mucho las piernas y me dijo:

—Porque no me estas tirando? Ven aquí, no seas maricón. Mientras se acariciaba la vulva.

Yo solo me reí, era una escena erótica, pero a la vez graciosa, ella mi Angie, tan dulce y correcta para el mundo con dos botellas de vino era una loba descarriada.

Me puse sobre ella y se la metí de golpe, ella lanzó un grito y se aferró a mí.

—Esto te haría un maricón? Le dije mientras la ponía piernas al hombro.

—Tu eres mi macho… amor… así dame duro… castígame por decirte maricón… decía mientras gemía a cada embestida.

Mientras le daba en esa posición, le chupaba las tetas o la besaba, ella solo gemía y pedía más y más.

En un momento levanté mi tórax y la tomé por los tobillos mientras ya le bombeaba a todo meter. Yo veía mi pene perforar su conchita depilada, entonces bajé una de mis manos y comencé a estimularle el clítoris mientras seguía clavándola a tope. Entre gemidos y casi gritando decía:

—Así carajo!!! … ¡¡¡Que rico me tiras!!!... ¡¡¡Me encanta tu pinga!!!... ¡Dame duro, amor!!... !!Soy tu hembra!!… ¡Soy tu…!!! Y ya no pudo continuar, un tremendo grito de placer me anunció que estaba teniendo un orgasmo. Ella solo se estremeció de placer mientras abría mucho los ojos y soltaba gemidos muy fuertes.

Cuando dejó de temblar, solo se abandonó, yo me puse totalmente sobre ella y Angie pasó sus piernas sobre mis caderas mientras comencé a bombearle nuevamente, ella solo disfrutaba, ya no decía nada, solo jadeaba y gemía, hasta que reventé de placer y le llené el coño de mi semen.

Nos habíamos amado con una intensidad primitiva, brutal y dulce. Entre mantas desordenadas y el calor danzante de la chimenea, nuestros cuerpos se habían fundido en un vaivén de placer que parecía eterno. Angie, borracha de vino y de mí, había sido un torrente desatado: gemía sin pudor, reía, me insultaba con amor, me suplicaba sin vergüenza. Cada palabra que soltaba –esas palabrotas que solo decía cuando estaba completamente libre– era como una confesión cruda de deseo. Y yo la amaba aún más por eso. Por esa honestidad desnuda.

Cuando por fin nuestros cuerpos se rindieron, me quedé sobre ella, temblando, jadeando, sintiéndola latir por dentro. Ella no me dejaba salir de su cuerpo, sus piernas me sostenían como un ancla suave, y yo tampoco tenía apuro. Era como que su cuerpo me pedía que no saliera de ella. Nunca lo hacía en realidad, salvo que fuera un rapidin en la ducha o en algún lugar incomodo, siempre me quedaba dentro de ella después de eyacular, era el placer después del placer, besarla, acariciarla o simplemente sentir nuestros cuerpos y nuestras respiraciones agitadas después del orgasmo, era parte de nuestro ritual, pero esa noche parecía que no me quería soltar nunca.

Sabíamos que ese instante posterior al clímax era un lugar sagrado. Respirar juntos. Fundirnos. No había palabras. Solo la leña crepitando, y el olor de nuestros cuerpos empapados en amor.

Pasaron varios minutos así. Al fin, me separé con delicadeza, con ese gesto que siempre hacíamos como si aún estuviéramos dentro de un sueño que no queríamos romper. Me senté sobre una de las mantas, apoyado en el sillón, y la jalé hacia mí. Angie se acomodó en mi regazo, desnuda, tibia, vulnerable, con el cabello revuelto y las mejillas encendidas por el vino. Se acurrucó como una niña cansada, su cabeza sobre mi pecho, sus brazos enredados a mi cuello.

—Amor… —susurró, dibujando mis labios con su dedo—. ¿Sabes lo que sueño?

—¿Qué sueñas, mi vida? —le respondí mientras le acariciaba lentamente el cabello.

Ella se acomodó un poco, su voz arrastrada, pastosa, hermosa.

—Más que un sueño… es un proyecto.

—Cuéntamelo —le dije, sin dejar de mirarla.

—Cuando cumpla treinta… —se detuvo, como si buscara la forma exacta—. Cuando cumpla treinta, yo quiero vivir contigo y si se puede, antes.

Mis manos se detuvieron por un instante. Ella levantó la mirada, con esos ojos brillantes y rojos por el vino.

—No me importa lo que digan. Ya veremos qué le inventamos a mi mamá, a mi papá, a tu mamá, a la familia… pero yo quiero vivir contigo. ¿Está claro?

—¿Así, nomás? ¿Con mentiras incluidas?

—Sí. Con amor y con planes, aunque sean raros. Tenemos años para pensarlo. Pero yo… quiero eso.

La miré en silencio, conmovido. Besé su frente con ternura y le susurré:

—Si encontramos la manera… a mí me encantaría. Te amo con locura, Angie. Sería el hombre más feliz del mundo si pudiera despertar contigo todos los días.

—Yo también te amo, tontito… —murmuró, con una sonrisa torpe.

Se incorporó apenas, apoyando una mano en mi pecho, como para mirarme con más claridad.

—¿Y sabes qué más?

—¿Qué más, mi vida?

—Me gustaría darte esos dos hijos que tú querías. Dos hijos tuyos.

Me quedé mirándola. No había borrachera en ese momento. Solo verdad.

—¿Estás hablando en serio?

—Muy en serio, amor. Sé que aún falta. Pero si algún día lo imposible se hace posible… quiero darte eso. Porque te amo. Porque tú… tú eres mi lugar.

No pude responder de inmediato. Solo la abracé. La apreté contra mí como si pudiera fundirme con ella. Le di un beso lento en los labios, uno sin prisa, sin lengua, sin urgencia. Un beso que decía: “sí, yo también quiero ese futuro contigo”.

Ella se volvió a acurrucar en mí, cerró los ojos, como si quisiera quedarse escuchando los latidos de mi corazón. Yo la cubrí mejor con una manta, y sentí su cuerpo desnudo hundirse suavemente en el mío. Afuera, la noche seguía. Pero dentro de la cabaña ya no había más que nosotros dos, y un sueño que empezaba a latir, tímido, pero vivo.

Cerré los ojos y comencé a imaginar una vida juntos. Con dos hijos. Con una casa donde no tuviéramos que escondernos. Con sus risas en el desayuno. Dije en voz baja:

—Si lo imposible se hace posible…

Y entonces, en ese rincón de la sierra, frente a la chimenea apagándose lentamente, sentí que, por primera vez, el futuro tenía un rostro hermoso. Y era el de ella.

Estuvimos así, más de media hora. Respirando juntos. Angie recostada en mi pecho, con los ojos cerrados y una media sonrisa dibujada en los labios. Parecía dormida, pero de pronto, con voz suave y ronca, dijo sin moverse:

—Amor… ¿me sirves más vino?

Le acaricié la mejilla con ternura.

—Angie, ¿más vino? Ya estás bien borrachita…

Ella se incorporó lentamente, con esa mirada brillante que le salía cuando el vino le soltaba la lengua y la vergüenza.

—¿Y? ¿Tienes algún problema con eso? ¿Me quieres emborrachar más… o no te atreves?

Solté una carcajada y le di una palmada en el trasero.

—No respondo de mí… si te emborrachas más, hago contigo lo que quiera.

Ella se acercó a mi cara, sus labios a milímetros de los míos, y me susurró con picardía:

—Tú siempre puedes hacer lo que quieras conmigo, amor. Tráeme más vino, carajo.

No podía negarme. Me levanté riendo y fui hasta donde estaban las botellas. Las dos primeras ya estaban vacías. Tuve que abrir la tercera. Le serví medio vaso, pero ella de inmediato protestó:

—¡Vaso lleno! ¡Tu hembra quiere chupar!

—Está bien, mi reina borrachita —le dije, llenándole el vaso con una sonrisa.

Yo me serví solo medio. Ella, apenas lo tuvo en las manos, bebió la mitad de un solo trago y se sentó a mi lado en el sillón, acurrucándose de nuevo bajo las mantas.

Pero la chimenea comenzaba a apagarse. Me levanté a poner más leña. El fuego revivió, las sombras danzaron otra vez en las paredes de troncos, y cuando regresé al sillón, Angie apuró el resto de su vino.

Con ese movimiento suyo tan felino, tan suyo, se inclinó hacia mí, deslizando las mantas, se paró y comenzó a besarme lentamente, con ternura juguetona. Nos besamos despacio, al principio, como tanteando los límites. Pero pronto, como ocurría siempre que estábamos solos y libres, todo se desbordó. Sus labios bajaron por mi cuello, su mano acariciaba mi pecho desnudo. No dijo nada. No hizo falta.

Se volvió a sentar un poco por la falta de equilibrio y tomó mi pene entre sus manos.

—Hola amiguito, le dijo a mi pene —Me gusta hacerte crecer en mi boca…

Y se lo metió a la boca sin decir más. Mi miembro rápidamente ganó tamaño y grosor en la boca de Angie, ella lo lamia y lo besaba, por momentos apretaba los labios y solo entraba y salía el glande, concentrándose donde más placer me daba. Yo le tomé la cabeza por detrás, enredando un poco de su cabellera en mis manos y comencé a moverle la cabeza a mi ritmo, metiendo mi pene hasta el fondo de su garganta, ella no se quejaba, solo apretaba los labios para darme más placer, aunque en algunas arremetidas parecía atorarse.

La ayudé a pararse y me eché en el sillón. Ella se puso sobre mí, montándome con decisión. Se movía con pasión, con fuerza, con todo el poder de su cuerpo entregado. Me miraba a los ojos y no tenía miedo de decir lo que sentía:

—¡Más fuerte, amor! ¡Así! ¡No pares, carajo!

Yo la sujetaba de la cintura, ayudándola en cada movimiento, pero era ella quien llevaba el ritmo, quien me guiaba en esa danza salvaje. Se inclinó hacia mí, y entre jadeos y gemidos me dijo:

—Tírame, tírame fuerte… ¡hazme tuya, huevón!

La besé con fuerza, y con una vuelta rápida, quedé sobre ella. Le levanté las piernas y entré profundamente de nuevo. Se arqueaba debajo de mí, sus manos arañaban mi espalda. Cada gemido suyo era una confesión de placer, un grito de libertad. La oí decir entre risas y gritos:

—¡Más rápido, ******, que me vengo otra vez!

Apuré el ritmo y algunos minutos después, la llevé al clímax, temblando, gritando con la voz rota, sudando, aferrada a mi cuello.

No fue todo. La giré, apoyándola sobre sus rodillas, y volví a entrar. Desde atrás, ella me ofrecía su cuerpo sin reservas. Su espalda brillaba con el reflejo del fuego. La tomé por las caderas, ella giraba la cabeza para mirarme, para provocarme con los ojos. Jadeaba sin pudor, sin miedo. Cuando sentí que la leche se venía sin control, le metí un dedo en el culo, ella no dijo nada, solo gimió y a los pocos segundos, eyaculé en su vagina.

Me quedé sobre su espalda, besándola y sintiendo su aliento agitado con sabor a vino.

Después de un rato, le dije que ya era hora de ir a la cama. Angie asintió, dócil, con esa mezcla de ternura y picardía que siempre aparecía cuando estaba pasada de copas. Le ofrecí mi mano y comenzamos a subir las escaleras de madera con cuidado. Tuve que sostenerla bien: el vino le había aflojado el cuerpo, y cada paso era un pequeño acto de equilibrio.

Cuando llegamos al dormitorio, ella se dejó caer sentada en el borde de la cama. Yo me acerqué a la pared a cerrar la ventana que estaba entreabierta, pero entonces la vi abrir el cajón y sacar, con una sonrisa traviesa, la pequeña bolsita negra que habíamos traído desde Lima.

La sostuvo en alto, la hizo sonar con ese tintineo tentador de los juguetes en su interior y, con mirada insinuante, dijo:

—¿Y esto? ¿Por gusto? ¿No ves que tu hembra está caliente? ¿Qué te pasa? ¿Qué necesitas?

Me detuve un segundo. Esa mezcla de provocación, ternura y entrega borracha me desarmaba. Bajé al primer piso a buscar la botella y los vasos. Cuando regresé, ella seguía ahí, moviendo la bolsita como si me retara, como si con cada sacudida dijera: “¿te atreves?”

Le serví un vaso de vino, generoso. Ella lo tomó con ambas manos y brindamos en silencio. Yo terminé el mío, que aún tenía desde hace rato, y me senté a su lado.

—Amor… —le dije, mientras la miraba a los ojos— todo este día he estado esperando este momento. Aquí, en la cama, te puedo hacer de todo.

Ella se tumbó boca abajo sobre la cama, moviendo suavemente las caderas.

—Soy tuya, amor… hazme lo que desees —susurró, hundiendo el rostro en la almohada.

La luz tenue de la habitación, el crujido leve de la madera, el rumor de la catarata a lo lejos y el calor que quedaba en nuestros cuerpos hacían que todo pareciera más íntimo, más intenso.

Saqué con calma los juguetes. Primero el lubricante, calentado con mis manos. Angie gemía apenas sentía mis dedos deslizarse por su piel. Le coloqué uno de los plug anales con extrema delicadeza, y sus suspiros se mezclaban con frases sueltas, entre excitación y vino. Este era el más pequeño, tendría unos 5 o 6 cms. y no tenía vibrador. La levanté de las caderas para tenerla en 4 patas sobre la cama, me puse detrás de ella y la penetré por la vagina.

Le comencé a bombear con fuerza, ella solo gemía y se agarraba con fuerza de las sábanas, en un momento tomé el plug y le daba vueltas suavemente, insertado en su culito, sus gemidos se transformaron en gritos de placer, mientras le daba palmadas en las nalgas. Cuando noté que se acomodaba con naturalidad, saqué el otro plug, ese tenía quizá unos 8 o 10 cms y tenía dos velocidades de vibración. Le saqué el pequeño y le introduje suavemente el más grande, con la vibración en la velocidad más baja. Angie solo bramaba de placer.

—******! ¡¡Que rico se siente eso!! ¡¡Así amor, no pares!!

Yo podía sentir como se mojaba y por momentos mi pene sentía el vibrador en su culo, o eso me parecía…

—Dame duro!! ¡¡Soy tu hembra!! ¡¡Cógeme ******!!

Yo le seguía dando hasta que sentí que si seguía me vaciaría en cualquier momento. Me detuve por un rato, mientras le besaba la espalda, el cuello y seguía jugando con el vibrador insertado en su culo.

Entonces le saqué el vibrador y le metí mi pene en el culo sin piedad, cuando entré me di cuenta de que ya no estaba tan lubricado, ella dio un grito intenso

—Ayyy!

—Te dolió? ¿Me salgo?, le dije

—No salgas, sigue, sigue carajo, ¡¡no ves que me estás reventando el culo y eso me encanta!!

—Aumenté el ritmo hasta que sentí que la leche se me venía de nuevo. Paré y la puse echada sobre la cama, al filo, yo seguía parado. Le levanté las piernas, y la volví a penetrar en el culo, mientras buscaba el otro vibrador en la bolsa. Cuando lo encontré, le puse un poco de lubricante y se lo metí en la vagina, con la velocidad máxima de vibración. Eso fue suficiente. No pasaron ni dos minutos y los gemidos de Angie se transformaron en gritos orgásmicos, de esos fuertes y guturales, que solo le salían cuando alcanzaba el orgasmo con el sexo anal.

Yo seguía bombeando. Sus manos apretaban las sábanas. Se arqueaba buscando más. Cada combinación de movimiento, cada vibración compartida parecía abrir una nueva dimensión en su cuerpo. Angie no se guardaba nada: gemía, hablaba sin filtros, decía lo que sentía sin vergüenza. Palabras sueltas, intensas, llenas de deseo. Palabras que no repetía en otro estado que no fuera ese, y que yo entendía como una declaración absoluta de confianza y libertad.

Yo también me perdía en ella. No por la borrachera, sino por la entrega. Sentía que era un privilegio estar con una mujer que se ofrecía con esa verdad, que me decía sin palabras “hazme sentir todo”. Y eso hice.

Varios minutos después, creo que Angie tuvo otro orgasmo, pero entre tanto grito y con lo mojada que estaba ya no podría decir si era otro o era el mismo orgasmo que se prolongó.

Seguí dándole sin piedad en ese culto que ya comenzaba a ponerse rojo, pensé en parar para ponerle más lubricante, pero ella no se quejaba, solo gemía y jadeaba y yo estaba muy acelerado como para detenerme en ese momento.

Ella estaba con las piernas muy abiertas al filo de la cama, yo insertado en su culo, bombeándole a 1,000 por hora, el vibrador en su máxima velocidad en su vagina, sus tetas que bailaban al ritmo de mis embestidas y la cara de placer de Angie… fue demasiado para retener la eyaculación una vez más, exploté en su culo, con una carga que la llenó por completo. Sentí que el placer me hizo temblar las piernas, me elevó y me volvió a traer a la tierra y fui consciente que amaba a esa mujer que me lo entrega todo, más que nunca.

No sé cuánto tiempo estuvimos así. Yo todavía en su culo, el vibrador encendido en su vagina, ella ya gemía suavemente. Me salí y vi que ese culito, realmente le iba a doler a la mañana siguiente, estaba muy rojo. Le saque el vibrador, ella no decía nada, el placer y el vino la habían dejado fuera de combate. La acomodé en la cama.

Bajé al baño para limpiarme y subí con una toalla húmeda. Le limpié el culo que estaba rebosante de lubricación y semen, lo mismo con su pubis. El frio de la toalla la despabilo un poco. Solo me miró y me dijo a media voz —Te amo Primix.

La noche se hizo lenta. Me eche a su lado, nos abrigue con las frazadas y la colcha, estábamos frente a frente, nos besábamos con los ojos cerrados, solo sintiéndonos. Hasta que el cansancio nos venció. Ella quedó de lado, con una pierna sobre mí, el rostro medio escondido en la almohada, y yo simplemente la abracé.

—Eres maravillosa, Angie —le dije, acariciando su espalda sudada, agradecido.

Ella solo murmuró algo que no entendí. Pero su cuerpo, relajado y tibio contra el mío, me decía todo.
 
El sábado amaneció con un sol tímido filtrándose por las ventanas de madera de la cabaña. La chimenea ya apagada, las botellas vacías junto a las mantas revueltas en el suelo, y el aire impregnado de ese aroma de madera, humo y piel.

Yo me desperté primero. Angie seguía dormida, hecha un ovillo entre las frazadas, la boca ligeramente entreabierta, los párpados pesados, el cabello revuelto y la respiración profunda. Parecía una niña después de un largo juego… o una fiera después de una batalla.

Cuando por fin se movió, soltó un gemido largo, arrugó la cara y se tapó los ojos con el antebrazo.

—Ay… me duele todo —dijo con la voz ronca.

—¿Todo? —pregunté sonriendo, apoyado sobre un codo, mirándola.

—La cabeza… el trasero… las piernas… hasta los brazos. ¿Qué hemos hecho?

—¿No te acuerdas?

—Casi nada —respondió, sin abrir los ojos.

Me reí en voz baja y comencé a contarle: que casi se tomó dos botellas de vino ella sola, que bailó descalza fuera de la cabaña con una chalina como si fuera un velo, que tuve que traerla de vuelta mientras ella se reía a gritos, que insistió en bailar Contigo de Sabina una y otra vez… y que hicimos el amor como nunca, apasionadamente, sin filtros.

—¿Tanto así? —dijo, al fin abriendo los ojos.

—Tuviste varios orgasmos con sexo anal, Angie. Me pediste que te hiciera de todo. Gritabas sin pudor. En un momento te olvidaste del lubricante. Fue hermoso.

Ella me miró, incrédula. Me incorporé un poco y saqué la cámara. Le mostré unas fotos que había tomado en medio del caos: una donde ella, medio desnuda, con el cabello alborotado, alzaba una copa de vino frente a la chimenea, riendo. Otra, recostada sobre la manta, con los ojos entrecerrados, en una pose que decía todo. Otra que le tomé mientras ella me cabalgaba y otra más cuando me la mamaba.

Le conté nuestro polvo en la cama, como había disfrutado con el vibrador en su vagina mientras le daba por el culo.

—¡Qué horror! —se tapó la cara con ambas manos, roja de vergüenza—. ¿Todo eso he hecho yo? ¿Esa soy yo?

—Sí, amor. Esa eres tú. Y yo… pienso lo mejor de ti. Pienso que eres libre, auténtica. Eso me enamora más.

Ella me miró, emocionada, con una sonrisa tímida y los ojos aguados.

—Gracias por cuidarme… y por no juzgarme.

—Gracias a ti por confiar tanto en mí.

La abracé con ternura, nos quedamos así un buen rato. No había apuro. No había reloj.

La mañana avanzó lenta. No salimos. Ella no podía caminar bien. Se quejaba entre risas de cada paso que daba.

—Eres un salvaje —me decía, entre risas y quejidos. Te voy a granputear cada que vaya al baño las próximas dos semanas…

—Fuiste tú quien me pidió que no tuviera piedad —le recordaba, divertido.

Bajamos a la sala con las mantas aún arrugadas. No hacía frío, así que no encendimos la chimenea. Calenté los restos de la carne en la sartén de la pequeña cocina. Comimos ahí mismo, en el sofá, compartiendo un mate tibio, envueltos en las frazadas como si aún estuviéramos al pie del fuego.

Angie se recostó sobre mí y leímos juntos. Ella tenía un libro que había traído, pero a ratos se dormía, a ratos se reía. Ya hacia el mediodía, cuando el dolor fue cediendo, quiso salir a caminar otra vez. Pero la salida no duró mucho. A mitad del camino, entre risas y gestos de molestia, dijo:

—Mi amor… creo que aún estoy demasiado destruida.

—Regresemos a la cabaña —le dije, abrazándola por la cintura.

Caminamos lento, bajo ese cielo limpio de la sierra, de regreso a nuestro refugio, sabiendo que lo mejor del día sería simplemente volver a estar en nuestra cabaña, solos, otra vez.

La tarde del sábado fue diferente. Después de la tormenta de la noche anterior, habíamos decidido tomarnos el día con calma. La caminata breve que dimos al mediodía nos sirvió para estirar un poco el cuerpo, pero el descanso era lo que más necesitábamos. Ya en la cabaña, la tarde comenzó a enfriar lentamente, así que me adelanté a encender la chimenea. Esa mezcla de leños crepitando, la luz cálida y las frazadas sobre el sillón creaban un ambiente perfecto, casi mágico.

Angie estaba recostada en mi regazo, en ese lugar que había hecho suyo. Su cuerpo tibio, apenas cubierto por una camiseta ligera y unos shorts suaves, se ajustaba perfectamente al mío. Sus piernas dobladas, su respiración lenta, y el vaivén de sus dedos sobre mi pecho me hacían sentir una plenitud difícil de describir.

Abrimos la última botella de vino. El ambiente no pedía otra cosa. No había necesidad de palabras, pero yo tenía algo dando vueltas en la cabeza desde la noche anterior. Había escuchado lo que me dijo, en ese estado entre risas, deseo y copas, y no podía dejarlo pasar como si hubiese sido un simple desvarío.

—Amor… —le dije mientras acariciaba su mejilla con el dorso de la mano— ¿te acuerdas lo que dijiste anoche? Eso de que querías vivir conmigo antes de cumplir treinta…

Ella levantó la mirada, como si hubiera recordado algo que prefería mantener guardado. Me observó en silencio unos segundos, luego bajó los ojos y asintió lentamente.

—Sí… sí me acuerdo.

—¿Era el vino o era de verdad?

—Era de verdad —respondió sin titubear, pero con un tono suave—. Más que un sueño, es un proyecto… solo que no sabía cómo decírtelo. Me salió así, entre copas, pero lo pienso. Lo siento. No quiero presionarte, pero sería lo mejor que me podría pasar en la vida.

Yo no decía nada, simplemente la escuchaba, con el corazón latiendo fuerte.

—Te imaginas, tú y yo, juntos —continuó—. Echándonos a la espalda todo lo que digan. No sé cómo lo haríamos… el gran problema es la familia. Tu mamá… mis padres… mis hermanos… tu hermana en Canadá. Ya los primos, que digan lo que quieran, pero los más cercanos... eso me asusta.

La abracé con fuerza, sin hablar aún. Solo después de unos segundos, con la voz más serena que pude reunir, le dije:

—Y también me dijiste que querías tener dos hijos conmigo…

Angie me miró de frente, sin sonreír, con esa expresión suya que mezclaba ternura y valentía. Se incorporó apenas, recostó la frente en mi pecho.

—Sí —susurró—. Sé que tú en su momento querías tener hijos… Y a veces pienso que, si alguien va a ser el padre de mis hijos, ese alguien deberías ser tú. ¿Te imaginas? Un pequeño tú, una pequeña yo… o dos como tú, o dos como yo… da igual, mientras sean nuestros.

Me acarició el pecho con su dedo, como si escribiera algo invisible en mi piel. Cerré los ojos por un momento, tragando saliva.

—Tendrían mis apellidos… —le dije, como buscando una excusa para no emocionarme demasiado—. Porque tu primer apellido es igual que mi segundo. Nuestros hijos se apellidarían exactamente igual que yo.

Ella se quedó en silencio, como imaginándolo.

—Sí… ¿no? Hasta eso me suena lindo.

—Amor, me gusta tu idea —le respondí—. Yo también lo he pensado alguna vez. No sé cómo lo haríamos, pero si lo logramos, sería lo más hermoso. Vamos a dejarlo como un plan. No una presión. No una promesa. Solo un plan. Paso a paso. Sin arriesgar lo que ya tenemos.

—Sí, mi amor. Vamos con calma —me dijo—. Mira cómo hemos llevado estos cinco años. Nadie sospecha. Nadie se ha enterado, salvo tu hermano, y por un descuido. Hemos aprendido a vivir esto. A ser felices en secreto… y aquí, en esta cabaña, somos una pareja normal. Aunque al volver todo cambie, tú y yo seguimos siendo nosotros.

La abracé con fuerza, con todo el cuerpo. Sentí su piel, su calor, su fe en nosotros. Minutos después, sentí cómo su respiración se hacía más profunda, más pausada. Se había dormido sobre mí, como una niña que acababa de confiar su último secreto. Yo cerré los ojos también. Y aunque no dormí, comencé a imaginar cómo sería esa vida futura. Si lo imposible se hacía posible. Si algún día, lo que hoy ocultábamos, podía brillar a la luz del día.

Aquella noche, el silencio de la cabaña era casi sagrado. Después de un día cargado de emociones, el cuerpo pedía descanso y ternura. Yo preparé un salteado de verduras sencillo, con lo poco que nos quedaba. Cenamos frente a la chimenea, en la misma alfombra donde horas antes habíamos vivido uno de los encuentros más intensos de nuestra historia. Nos quedamos ahí un par de horas más, abrazados, conversando de cosas sin importancia, en paz. Solo abrimos una lata de cerveza cada uno. Ya no queríamos más licor, solo seguir saboreando el calor del fuego, el murmullo del bosque, y la cercanía de nuestros cuerpos.

Subimos al cuarto. Angie caminaba con lentitud. La noté incómoda en cada escalón de la escalera de madera. No dije nada en ese momento, pero mis ojos seguían cada uno de sus movimientos. Cuando se sentó en la cama y luego se volvió a poner de pie casi de inmediato, soltó una exclamación breve pero sincera:

—¡Ay… me duele! ¿Qué me has hecho?

Me acerqué de inmediato, preocupado.

—Échate, amor… déjame revisarte.

Sin dudarlo, se echó boca abajo, con la confianza absoluta que solo se logra después de años de conocerse piel a piel. Le subí lentamente el polerón que usaba como pijama y vi, efectivamente, que la piel en la entrada de su ano estaba enrojecida, ligeramente inflamada, con algunas pequeñas grietas. Había sido una noche intensa… y su cuerpo lo acusaba.

Le tomé una foto con el celular y se la mostré. Se rió, a pesar del ardor evidente.

—¡Qué me has hecho! —dijo entre carcajadas.

—¿Qué nos hemos hecho? —respondí, con ternura—. Ese es el precio de la pasión… y del vino.

No teníamos cremas ni nada más que el lubricante que habíamos usado antes. Pensé que, tal vez, eso podría aliviar un poco. Tomé un poco entre mis dedos y con la mayor delicadeza posible, lo apliqué. Ella, aunque adolorida, se relajó. Cerró los ojos, confiada. Solo dejó escapar un pequeño “auch” al final, pero no se quejó.

Después se giró y me tomó de la mano. Nos besamos despacio, acariciándonos. Nos habíamos excitado otra vez, solo me saqué el pantalón, ella estaba con ese polo grande remangado sobre sus pechos, pero cuando me puse sobre ella, intentando continuar, al penetrarla, me susurró:

—Me duele, amor… pero sigue, sigue si quieres.

—No —le dije con firmeza, apartándome—. No se trata solo de mí. Si a ti te duele, no hay forma. No esta noche. No así.

Ella me miró, enternecida, con los ojos húmedos de cansancio y ternura.

—¿Por qué me cuidas tanto? ¿Por qué eres así conmigo?

Quise decirle tantas cosas. Que la amaba. Que la admiraba. Que cada centímetro de su cuerpo era un regalo, y no podía permitirme hacerle daño, ni siquiera por deseo. Pero no me salieron palabras. Solo la abracé y la atraje sobre mi pecho.

Nos quitamos la ropa por completo, como ya era nuestra costumbre, y nos envolvimos en las frazadas gruesas, acurrucados. Su cabeza sobre mi pecho, mi mano acariciando su espalda. Así, nos quedamos dormidos, entre el crujido suave de la chimenea y la certeza profunda de sabernos amados.

El Regreso

El domingo amaneció con esa luz suave que tienen los días en la sierra, cuando el sol entra sin apuro por entre los troncos de una cabaña y uno quisiera que el tiempo se quedara detenido. No habíamos puesto alarma. No hacía falta. Nos habíamos dormido temprano la noche anterior, exhaustos, pero en paz.

Angie fue la primera en abrir los ojos. Yo la miré desde mi lado de la cama. Tenía el cabello un poco revuelto, la cara descansada, los ojos algo hinchados del vino y del sueño profundo. Sonrió apenas me vio, como si cada mañana conmigo fuera un pequeño regalo. Se estiró un poco y murmuró:

—Ya se acabó, ¿no?

—Solo este viaje. Lo nuestro recién empieza —le respondí, acariciándole la mejilla.

Nos levantamos sin apuro. El pan serrano se había acabado, así que desayunamos con lo último que teníamos: café caliente y queso andino, que aún conservaba su sabor intenso. Nos sentamos un rato más en el sillón frente a la chimenea apagada. No hacía tanto frío, pero sí lo suficiente como para acurrucarnos bajo una manta ligera y contemplar el paisaje por la puerta entreabierta.

Ella todavía caminaba un poco raro, con ese andar entre gracioso y dolido que le quedaba después de jornadas tan intensas. Pero ya no se quejaba, solo sonreía y hacía bromas.

—No me puedo sentar bien ni en el auto —dijo riéndose.

Mientras ella descansaba en el sillón, yo me encargué de guardar todo, de cargar el Mazda con nuestras maletas, las botellas vacías, los restos del carbón, y por supuesto, la bolsita negra que habíamos traído con nuestros juguetes. No se quedaría atrás.

Antes de partir, nos tomamos varias fotos. Selfies con la cabaña de fondo, otras con ella semidesnuda, una que me tomó mientras me vestía —“para tu colección”, dijo—, y algunas más donde simplemente estábamos juntos, abrazados, sonriendo, sintiendo que ese viaje había sido más que una escapada: había sido un pacto silencioso de amor.

A eso de las once de la mañana, salimos. Yo me detuve un momento antes de cerrar la puerta y le dije:

—Prometamos volver.

—Sí, amor. Siempre —me dijo, cogiéndome la mano con fuerza.

El camino de regreso fue silencioso por ratos, con la música suave de fondo, mientras los paisajes iban deslizándose por las ventanas como una despedida lenta. Al pasar Santa Rosa de Quives, Angie rompió el silencio:

—Amor… ¿te acuerdas de que te hablé del programa de rotación en provincias en el trabajo?

—Sí, claro. ¿Vas a postular?

—No, aún no puedo. Pero mis papás no saben eso. ¿Qué te parecería si les digo que postulé y entré? Que desde enero tengo que viajar una semana al mes…

La miré de reojo, ya intuyendo lo que venía.

—¿Y esa semana…?

—La paso contigo, tontín. Me mudo una semana al mes contigo. Trabajo en mi tesis en el depa, me quedo a tu lado, sin tener que inventar salidas cada noche.

—Eres brillante —le dije riendo—. Eres la estratega oficial de esta historia.

Ella me besó la mejilla y volvió a su asiento, feliz. Había logrado abrir una nueva puerta para nosotros.

Llegamos a Lima pasadas las dos. El sol caía tibio sobre la ciudad. Fuimos directo al departamento. Apenas entramos, ambos sentimos ese pequeño alivio: estábamos en casa. O por lo menos, en nuestra casa por unas horas más.

Pedimos chifa por delivery. Comimos sin hablar mucho, intercambiando miradas, caricias, sonrisas. Luego nos metimos a la cama. No era una despedida brusca, pero sí tenía ese sabor de cierre, de “hasta pronto”. Aunque Angie ya estaba mucho mejor, aún caminaba con cierto fastidio.

Nos miramos, y sin palabras comenzamos a acariciarnos. No fue un encuentro salvaje. Fue un reencuentro suave, lento, lleno de ternura. Nuestros cuerpos se reconocían, pero no se apresuraban. Quería que ella se sintiera bien, que ese último encuentro fuera una caricia para el alma, no una exigencia para el cuerpo. Y así fue. La abracé desde atrás, acariciando lentamente su vientre mientras la penetraba con dulzura, besando su cuello, murmurándole lo feliz que me hacía.

—Gracias, amor —me dijo entre suspiros.

—Gracias a ti, por todo —le respondí.

Terminamos abrazados, con su cabeza sobre mi pecho. Una pequeña siesta de media hora nos envolvió sin darnos cuenta. El reloj fue quien nos sacó de ese rincón perfecto. Era hora de llevarla a la casa de mi madre.

Ella se vistió con esa mezcla de pereza y resignación. Yo la ayudé con el cierre de la mochila, le acomodé el cabello. Salimos al auto sin decir mucho. El regreso a la rutina no necesitaba explicaciones.

La dejé en el parque, a unos metros de la casa, como siempre. Se bajó con suavidad, caminando un poco más despacio de lo normal. Aún se notaba el fastidio en su cuerpo, esa ligera incomodidad que le recordaba todo lo vivido. La vi caminar con ese vaivén leve y encantador, mientras yo seguía con la mirada cada paso.

Habíamos vivido cinco años de amor secreto. Y cada uno de esos días, cada uno de esos viajes, eran la prueba de que lo imposible podía ser posible.
 
Cuarenta y uno – NAVIDAD EN FAMILIA

La Navidad del 2010 trajo consigo una emoción distinta. Los padres de Angie habían llegado a Lima, invitados por mi madre, con una doble intención: celebrar juntos las fiestas y que su padre, quien había tenido episodios de agitación y dificultad para respirar, fuera evaluado por mi hermano Augusto, el cardiólogo.

Angie estaba emocionada y nerviosa a la vez. La casa de mi madre se llenó de espíritu navideño. Angie fue quien decoró todo: desde las luces de la sala hasta el árbol y los pequeños detalles en la mesa del comedor. Pasamos días intensos de preparativos. Su presencia era constante y cálida, como si hubiera vivido allí siempre.

La Nochebuena fue hermosa. Una cena íntima con risas, villancicos y brindis. Mi hermana había llegado desde Canadá con su esposo, trayendo alegría extra. Los platos de siempre: pavo, puré, ensalada rusa. Y los juegos familiares donde las risas competían con los cánticos navideños. En medio de todo eso, nuestras miradas encontraban momentos para hablar en silencio, para recordarnos que, aunque rodeados de familia, seguíamos siendo dos cómplices. Un roce fugaz bajo la mesa, una sonrisa compartida desde extremos opuestos del comedor, bastaban.

Pero entre los días festivos, la preocupación seguía latiendo: los resultados de los chequeos del padre de Angie. Augusto lo vio varias veces, le pidió varios exámenes. Angie temía que, por consideración, mi hermano no estuviera siendo del todo transparente.

Uno de esos días, la recogí del trabajo. Durante el trayecto a casa, ella, seria, me pidió que llamara a mi hermano. "Dile que estás solo, que quieres saber cómo está tu tío. Pero necesito saber la verdad, amor". Así lo hice. Llamé con el altavoz.

—No hermano, tranquilo. Si es una insuficiencia cardíaca, tu suegro no se va a morir... tu suegro, que diga el tío —dijo, soltando una carcajada.

Angie se tapó la boca, sorprendida, nerviosa y divertida.

—Ya, no bromees —le dije—. Estas cosas quedan entre tú y yo.

—Obvio, obvio. Pero en serio, si toma sus medicinas y se cuida, va a estar bien.

Angie suspiró, más tranquila. Nos dimos un beso rápido antes de que entrara a casa. No podía quedarse. Su familia estaba ahí. Pero bastó ese beso para reconectar.

Pasaban los días y la necesidad de tocarnos crecía. Una noche, a mitad de semana, nos escapamos. Ella salió con una excusa, yo la esperé en una esquina con el auto. Subió rápido, con una sonrisa cargada de deseo. Llegamos a mi departamento, sabiendo que no había mucho tiempo. Fue rápido, urgente, delicioso. Apenas cerramos la puerta, se desnudó como en otras tantas ocasiones.

Nos besamos con hambre, me sentó en el sofá y se arrodilló, tomó mi pene y se lo metió a la boca, lo besaba y lamia con intensidad, luego se colocó sobre mí, moviéndose con una intensidad callada. Sus piernas me rodeaban fuerte. Me miraba directo, sin palabras. Fue breve, pero tan intenso que quedamos unos segundos abrazados sin movernos.

—Te extrañaba —me dijo, jadeando, con la frente sobre mi hombro.

—Y yo a ti. Cada día.

Nos vestimos y la dejé a una cuadra de la casa. Era riesgoso, pero necesario.

El sábado primero de enero, organizamos un almuerzo por el cumpleaños de Angie en la casa de mi madre. Angie cumplía 25. Planeamos algo pequeño, pero creció. Familiares, amigos de la universidad, primos, casi 20 personas de un almuerzo que era para 10!. Yo le preparé una sorpresa: un video con saludos de sus familiares de Arequipa. Al ver a su abuela enviándole un mensaje, Angie no pudo contener las lágrimas.

Aquella noche, mientras despedía a los invitados, Angie se acercó y me dijo al oído:

—Hoy sentí que todo era perfecto.

—Y lo es —le respondí. La abracé fuerte.

Domingo 2 de enero de 2011 – Departamento, Lima

El reloj pasaba apenas las seis cuando bajé a recibirla. Angie apareció en la esquina del parque, con su pequeña maleta de ruedas y su mochila colgada al hombro. Vestía un pantalón blanco suelto y una blusa celeste que le resaltaba el color de la piel. Llevaba el cabello recogido, pero algunos mechones se le escapaban graciosamente por la frente. Caminaba ligera, con una mezcla de cansancio y emoción, como si supiera que el día todavía le tenía reservadas sorpresas.

—Feliz cumpleaños, amor mío —le dije, abrazándola en cuanto llegó a mis brazos.

—Gracias, tontín —me respondió—. No sabes cuánto esperaba este momento.

Subimos al departamento, y antes de entrar le pedí:

—Cierra los ojos.

Ella levantó una ceja, divertida.

—¿Otra sorpresa? ¿No confías en que ya estoy suficientemente emocionada?

—Cierra los ojos —le insistí con una sonrisa—. Confía en mí.

—Ciegamente —dijo, y cerró los párpados.

La tomé de la mano, la guie hasta el interior y cerré la puerta detrás de nosotros.

—Ahora sí… ábrelos.

El grito que soltó me hizo reír. En la sala, la mesa estaba primorosamente arreglada con flores rojas, velas encendidas y un cartel hecho a mano que decía: “Feliz cumpleaños, mi amor. Bienvenida a casa.”

Ella me abrazó fuerte, con los ojos brillando.

—Eres un loco… un loco hermoso. ¿Cómo me haces sentir así?

—Porque te amo, y hoy cumples 25 años. Quiero que lo recuerdes para siempre.

Subimos su maleta al cuarto, aunque ya tenía parte de su ropa en el clóset. Bajó poco después con un short ligero y uno de esos polos que revelaban más de lo que cubrían. La cena de parrilla del Hornero estaba caliente. El vino, listo para servirse. Comimos entre risas, compartiendo anécdotas de la fiesta familiar del día anterior, de la broma del “viaje de trabajo”, del orgullo de sus padres y de cómo nadie sospechaba nada. Nos mirábamos como adolescentes que juegan a ser adultos… aunque sabíamos que aquello era amor en su forma más intensa.

Después de la cena, nos acurrucamos en el sillón, con las últimas velas aún encendidas. Ella me besaba el cuello, la mejilla, los labios, sin prisa, con esa ternura que se mezcla con deseo. Nuestros cuerpos se buscaron con una complicidad conocida. Nos desnudamos despacio, sin urgencia, como celebrando cada gesto, cada caricia. La tomé con cuidado y la recosté en el sillón. Hicimos el amor ahí mismo, en el sillón de la sala, como si no existiera otro lugar en el mundo. Bajé hasta su vulva y la besé con devoción, ella gemía y apretaba mi cabeza contra sus muslos. Cuando la tuve bien caliente, me puse sobre ella, con una pierna en el piso y otra en el sillón, la penetré suavemente y ella se abrazó con fuerza a mí. Fue suave, profundo, lleno de miradas y susurros.

Luego la puse en perrito, la tuve así varios minutos hasta que sus gemidos eran tan altos que cualquier vecino la pudo escuchar, su orgasmo fue intenso. Seguí dándole algún rato más hasta que yo también alcancé el clímax, llenándola de mi semen.

Cuando todo se calmó, cuando ya solo quedaban nuestras respiraciones entrelazadas, me levanté con cuidado y subí al cuarto. Angie me miró con curiosidad desde el sillón.

—¿Qué haces?

—Espérame.

Bajé con una pequeña caja entre las manos.

—Toma, esto es para ti. Feliz cumpleaños mi amor.

—¿Más sorpresas? —dijo, abriendo con cuidado la tapa.

Dentro, había una delicada cadenita de oro para el tobillo. Y colgando de ella, un pequeño corazón. Al abrirlo, muy finas, casi invisibles, estaban grabadas nuestras iniciales.

Ella se quedó en silencio unos segundos, con el corazón en los dedos, con la respiración contenida.

—¿Esto lo mandaste hacer?

—Sí. Quería darte algo que puedas llevar contigo… como un secreto que solo tú y yo conocemos.

Me abrazó con fuerza. Me besó con una emoción que desbordaba.

—No puedo más contigo. Eres demasiado para mí.

Y se subió sobre mí, sentándose en mis piernas, con la caja aún en la mano.

—Soy tan feliz contigo… —susurró—. No quiero otro regalo, solo seguir viviendo esta historia.

—Entonces quédate —le dije—. Esta semana es tuya. Tu cumpleaños, tu casa, tu vida conmigo.

Ella sonrió. Esa sonrisa suya que siempre iluminaba todo. Se acurrucó en mi pecho, y ahí, sin palabras, nos dejamos llevar por la quietud de la noche, celebrando el inicio de un nuevo año… y de un amor que crecía en secreto, pero que ardía sin medida.

Después de un rato de disfrutarnos así, limpiamos todo, lavamos los platos. Se repetía la escena que habíamos vivido tantas veces en la casa de mi madre, hacíamos tareas domésticas, totalmente desnudos, pero ahora en “nuestro” departamento.

Nos quedaba una botella de vino, la llevamos al segundo piso, al dormitorio. Apenas subimos, nos comenzamos a besar, ella se movía ondulante, pegando su cuerpo al mío, provocándome al rozar su pelvis con mi pene y sus pechos con mi tórax.

Me senté en la cama y ella se sentó en mis piernas, mi pene le quedó delante de su pelvis, ella se movía jugando con él, mientras me besaba el cuello, las orejas y la boca. Le comencé a besar las tetas con premura, sus pezones ya estaban duros y erectos. Ella se pegó mas a mi y la abrace para pegarla a mi cuerpo. Angie solo me murmuraba, te amo, te deseo, hazme tuya…

Se bajó de mis piernas y se arrodilló para mamarme la verga, lo metía y sacaba de su boca, mientras una de sus manos acariciaba mis testículos. Por momentos, ella se quedaba quieta y era yo el que me movía para que mi miembro juegue con su boca. Angie subía a mi boca, nos besábamos y volvía a bajar a mi pene.

Entonces la tomé de los brazos y la llevé a la cama, ella se echó y yo comencé a besarle los pechos, el abdomen su pubis, sus piernas y fui bajando hasta sus pies. Volví a subir y ella abrió mucho las piernas para que me coma su conchita, esa vulva rosadita y depilada estaba muy mojada, le metía la lengua, con una mano le metí dos dedos y con la otra le acariciaba los senos, los gemidos de Angie cada vez eran más altos.

Me puse de rodillas entre sus piernas y mientras acariciaba mi pene y con la otra mano le estimulaba el clítoris, le preguntaba:

—Lo quieres?

—Si amor, dámelo, me respondió entre gemidos

—Te gusta esto?

—¡Si, ya métemelo!

Finalmente la penetre, la besaba y le acariciaba las tetas

—Estas muy rica amor, le decía

—Ay si, dámelo todo amor

Mientras la bombeaba en esa posición, ella se agarraba con fuerza de mis brazos, gimiendo muy fuerte. Le puse una de sus piernas al hombro y la otra en la cama, así se abría más y yo entraba hasta el fondo. Tenia que bajar el ritmo para no llegar, quería gozarla lo más posible, ella bajo sus dos piernas y las puso flexionadas contra mis caderas. Estaba un rato así y después yo le cogía las piernas y me las ponía al hombro, sus tetas bailaban al ritmo de mis arremetidas.

Por momentos ella levantaba la cabeza para ver como mi pene la perforaba, levantaba las piernas, las volvía a bajar, las abría en V, estaba disfrutando al máximo.

Después cambiamos a perrito, ella apoyó todo su cuerpo en la cama, solo levantó el trasero para que yo entre en su vagina.

—¡Así amor, dame duro! Luego solo gemidos.

Yo me puse sobre ella para besarla, ella volteaba su cara buscando mi boca.

—Que rico, me encanta así, dame duro, amor…

Me volvía loco escucharla y verla gozar.

Cuando nuevamente sentí que la leche estaba tocando la puerta me salí y me eché a su lado, ella se subió, pero nos besamos y acariciamos por un rato antes que ella tomara mi pene y se lo introdujera en su vagina. Me cabalgo dándome besos y sobando sus tetas con mi pecho. Mis manos estaban en sus nalgas, siguiendo el ritmo de su monta.

—Amor voy a llegar, le dije

Ella se salió y solo me besaba, me ponía las tetas en la cara. Ella también quería prolongar este juego delicioso. Cuando sentí que la marea había bajado, tomé mi pene con una mano y lo guie a su interior, esta vez yo dirigía el movimiento, ella solo se dejaba llevar, hasta que tuvo su primer orgasmo, cayó sobre mi y me abrazó muy fuerte. Mientras me besaba.

Cuando se recuperó ella comenzó a cabalgarme, se movía de arriba abajo y por ratos hacia círculos sobre mi pene. Así llegó a su segundo orgasmo, esta vez se dejo caer hacia atrás, ofreciéndome sus piernas muy abiertas, me incorporé y la penetré así en misionero. Por ratos ella ponía sus pies en mi pecho, después en mis hombros. Cuando yo bajaba a besarla ella se agarraba muy fuerte de mis hombros. Sus gemidos eran ya muy altos y agitados. Seguí bombeándole así hasta que ya no aguanté más y exploté en su vagina, llenándola de semen.

Besos y abrazos, mientras disfrutábamos de ese momento después del sexo, yo aun dentro de ella. Cuando me bajé, ella se acurruco a mi lado, nos dimos un ultimo beso y dormimos, en nuestra primera noche, de esta etapa nueva, la que Angie por una semana vivía conmigo.

Lunes 3 de enero de 2011

Despertamos con la tenue luz de la mañana colándose por las cortinas del segundo piso. Era nuestro primer lunes compartiendo una rutina, aunque llevábamos años juntos, esto se sentía diferente: más doméstico, más íntimo, más real. Angie se desperezó a mi lado, aún con los ojos cerrados, y su cuerpo se pegó al mío como si respondiera a un llamado silencioso.

Nos dimos los buenos días como sabíamos hacerlo: con caricias que despertaban más que el cuerpo, con besos sin prisa, con movimientos suaves al inicio y luego más intensos, más vivos. Era nuestra manera de comenzar el día: un amor físico que también era emocional. Hicimos el amor lento, profundo, con susurros entrecortados y miradas entrecerradas por el placer.

Después, mientras ella preparaba café con tostadas, yo me duchaba. Al salir, la encontré ya vestida para ir a sus prácticas: jean oscuro, blusa blanca sencilla, el cabello en una trenza rápida. Se veía preciosa.

—¿Lista? —le pregunté.

—Siempre que sea contigo —me dijo con esa sonrisa que me daba fuerzas para todo el día.

Salimos juntos, como una pareja cualquiera. En el camino hacia mi trabajo, la dejé primero en la sede donde hacía sus prácticas preprofesionales. Ella ingresaba antes que yo, pero salía a la 1 de la tarde, lo que le daba el tiempo perfecto para llegar al departamento, cocinar, y dedicarse a avanzar con su tesis en la tarde.

Ese lunes, tal como había prometido el día anterior, preparó lentejas. Me lo escribió en un mensaje mientras yo seguía en la oficina:

“Llegué bien, ya están en remojo. A las 2 empiezo a cocinar. Hoy comemos rico. Y sí, ya avancé tres páginas de la tesis. Te amo.”

Yo llegué pasadas las 7. Desde que abrí la puerta, me recibió el aroma cálido y especiado de las lentejas. Angie me esperaba en short y polo de tirantes, con una copa de vino en la mano. El ambiente era hogareño, tierno y provocador a la vez.

—Hola, mi amor —me dijo acercándose a besarme—. Ya estás en casa.

Cenamos entre bromas, con música suave de fondo. Me contó cómo le había ido en el trabajo, sus avances en la tesis y cómo, después de almorzar, se había echado una siestita de media hora antes de seguir. Yo le conté los enredos del día, y cómo su mensaje me había salvado la tarde.

Esa noche no hicimos el amor. Pero dormimos desnudos, abrazados, sintiendo que lo estábamos logrando. Que finalmente vivíamos algo parecido a un “nosotros” cotidiano. No solo de encuentros secretos y hoteles. Ahora compartíamos los amaneceres, el desayuno apurado, las cenas caseras, los silencios cómodos y los planes que empezaban a tomar forma.

Angie se quedó dormida sobre mi pecho. Y yo, mientras la acariciaba suavemente, supe que ese enero marcaría un antes y un después en nuestra historia.

Esa semana se convirtió en nuestro primer ensayo de vida compartida. No era una fantasía ni un plan a futuro: era la realidad. Angie estaba en mi departamento, viviendo conmigo, aunque fuera solo por esa semana, bajo la excusa del "programa de viajeros". Y aunque ambos sabíamos que era una mentira piadosa, lo que construíamos cada día era más verdadero que cualquier cosa.

Nos despertábamos juntos. Siempre. Invariablemente. A veces antes del amanecer, otras con el primer rayo de luz. El despertador no era un aparato: era el roce de su pierna buscando la mía, su suspiro tibio en mi cuello, mi mano encontrando su cintura. Nos decíamos “buenos días” con el cuerpo, con movimientos que a veces eran rápidos y juguetones, otras veces lentos, como si quisiéramos estirar el tiempo. Esa rutina de hacer el amor en la mañana no la perdimos ni un solo día.

Después venía el café, las prisas, el “dale un poquito más rápido, amor” mientras ella se maquillaba frente al espejo del baño y yo buscaba mis llaves. Bajábamos juntos. La dejaba en su trabajo, siempre de paso hacia el mío, y verla entrar en su oficina me hacía sentir —aunque fuera una locura— que teníamos una vida como cualquier pareja establecida.

Angie salía a la una de la tarde. Regresaba al departamento, preparaba el almuerzo, y avanzaba con su tesis. Me dejaba notas a veces:

“Comida en el horno, caliéntala cinco minutos, te amo.”
“Avancé otra sección. ¿Tú cuándo llegas?”
“Estoy en la ducha, no me demoro.”


Yo llegaba con horarios variados. A veces a las cuatro, a veces a las seis o siete. Pero siempre, siempre, la encontraba ahí. Y verla era el mejor momento de mi día.

A veces estaba con la ropa de calle, jeans y blusas como las que usaba en la universidad. Otras veces, más relajada, con un shortcito y ese polo que se le pegaba al cuerpo y marcaba todo. Y otras, de forma inexplicablemente natural, con algo tan transparente que no dejaba lugar a la imaginación. Era como si su ropa fuera parte de una danza no ensayada entre lo casual, lo erótico y lo cotidiano. Verla ahí, en mi espacio, en nuestro espacio, era dulce y poderoso a la vez.

Una tarde de miércoles la encontré dormida en el sofá, con un libro abierto sobre su pecho. Otra tarde, me esperó con velas encendidas en la mesa y me dijo:
—Hoy tú no cocinas, hoy cocino yo. —Y preparó arroz con atún y tomate picado.
—¿Eso es cocinar? —le pregunté riendo.
—Con amor, todo es un manjar —me respondió, dándome un beso en la frente.

Los días pasaron como en una coreografía silenciosa. Angie avanzaba su tesis, me contaba cómo se sentía más cerca de tener su título. Yo me dejaba envolver por su presencia, por esa paz nueva que me daba llegar a casa y encontrarla ahí, en pijama, con olor a comida recién hecha o a su perfume después de la ducha.

Por las noches, a veces hacíamos el amor con lentitud, con pausa. Otras veces, simplemente nos abrazábamos y dormíamos, pero siempre desnudos. No había exigencias, no había rutinas marcadas. Solo el deseo de estar.

El viernes por la tarde, llegué temprano. Ella había preparado arroz chaufa con los restos de embutidos de la semana.
—No hay que botar nada —me dijo—. Estamos en época de ahorro.
—Eres una genia —le respondí.
—No, soy tu compañera —dijo, y me abrazó por la espalda.

La semana se estaba acabando. Y aunque sabíamos que el sábado ella debía “regresar de su viaje”, también sabíamos que esa semana nos había cambiado. Habíamos compartido lo más cotidiano y, en ese cotidiano, el amor se había hecho más profundo.



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Viernes 7 de enero de 2011 – Una noche para recordar

Esa tarde llegué al departamento con el corazón latiendo distinto. Tenía una noticia grande, de esas que te sacuden por dentro. Quería contársela a Angie de una manera especial, como ella merecía. Había reservado una mesa en Astrid & Gastón, uno de los restaurantes más emblemáticos de Lima, y aunque sabía que el precio dolería en mi billetera, valía cada centavo con tal de engreír a la mujer que amaba.

Al abrir la puerta del departamento, la vi. Estaba en la sala, sentada sobre el borde del sofá, con las piernas cruzadas y el celular en la mano. Llevaba una blusa roja ajustada, de escote generoso, con pequeños botones al centro que insinuaban más de lo que mostraban, y un short de mezclilla corto que revelaba esas piernas que tanto me encantaban. Apenas me vio, sonrió como si me hubiese estado esperando toda la vida.

—Amor —le dije acercándome—. Hoy no cocines. Tenemos una cena especial.

—¿Sí? ¿Y por qué? —preguntó, con ese brillo travieso en los ojos.

—Porque quiero halagar a mi reina… y porque tengo una noticia que darte.

—¿Cuál? ¿Cuál? —insistió, poniéndose de pie y acercándose a mí como una niña a punto de abrir un regalo.

—No seas chismosa, espérate a la cena.

Nos duchamos juntos. Como siempre, el agua templada, nuestras pieles, las risas y los besos se entrelazaron. No tuvimos tiempo para más, pero el deseo quedó flotando en el aire. Ella se puso el mismo conjunto con el que la había encontrado. Y con su cabello suelto, los labios apenas rosados, y esa mezcla perfecta de sencillez y sensualidad, estaba preciosa.

Llegamos a Astrid & Gastón a la hora exacta. El lugar tenía ese aire sobrio, elegante, que no abruma, pero sí impresiona. Lámparas colgantes, mesas perfectamente vestidas, camareros con pasos silenciosos. Pedimos tiradito y un ceviche tibio de conchas como entrada. Yo tomé un pisco sour, ella uno de maracuyá. Conversábamos de todo y de nada, como siempre. La risa era fácil. Sus dedos jugueteaban con los míos sobre el mantel.

De fondo pedimos el arroz con pato y un cordero con puré de quinua. Mientras degustábamos el postre —un cremoso de lúcuma con crocante de cacao—, ella volvió al ataque:

—¿Y la noticia?

Saqué un sobre que había llevado en el saco y se lo pasé. Lo abrió con cuidado. Al ver el membrete de la empresa, frunció el ceño, luego lo leyó en silencio. Levantó la vista.

—¿Te ascendieron?

—Aún no es oficial, pero sí. Mi jefe se jubila a fines de marzo y ya me están proponiendo como su sucesor. Solo falta la entrevista con la oficina regional, pero ya me lo confirmaron internamente.

Se tapó la boca, los ojos bien abiertos.
—¡Amor! ¡Eso es increíble!

—Sí, implica muchas cosas. Un aumento de casi el 50%, pero sobre todo… que cuando tenga que viajar a provincias, pueda llevarte conmigo algunas veces. Ya no como antes, solo cursos o capacitaciones. Ahora serán viajes frecuentes. Y si lo organizamos bien, podemos escaparnos más seguido.

Ella se quedó en silencio, sus ojos se aguaron ligeramente. Se levantó, rodeó la mesa y se sentó en mis piernas, sin importarle nada más. Me abrazó con fuerza.

—Estoy tan orgullosa de ti. Eres el hombre que más admiro en esta vida. Y el que más amo.

—Y tú —le dije besándola— eres la razón por la que todo esto vale la pena.

Nos quedamos un rato así, ignorando el resto del restaurante. Éramos solo ella y yo, celebrando nuestro pequeño universo.

Regresamos al departamento poco antes de las once de la noche. Lima tenía ese aire cálido de verano, y en el camino Angie iba recostada en el asiento, en silencio, con una sonrisa suave en los labios. Acariciaba mi mano sobre la palanca de cambios y de vez en cuando me lanzaba una mirada que decía todo sin necesidad de palabras.

—¿Estás feliz? —le pregunté, al detenernos en un semáforo.

—Mucho. Pero no solo por lo que me contaste. Estoy feliz de estar contigo, de ser parte de todo esto.

Cuando llegamos al departamento, no encendimos las luces fuertes. Solo la lámpara del rincón quedó prendida, dando una atmósfera íntima a la sala. Apenas cerramos la puerta, Angie se volteó hacia mí, se colgó de mi cuello y me besó con pasión. Un beso que lo decía todo: admiración, deseo, entrega.

—Esta noche, yo te celebro a ti —me susurró.

Nos desvestimos casi sin darnos cuenta, entre besos y risas ahogadas. Ella me fue desabotonando la camisa mientras yo la ayudaba a deslizarse fuera del short. No llegamos al dormitorio. El sillón fue nuestro altar. Ella se echó hacia atrás, tirando los cojines al piso, guiándome con las manos a su cintura. La amé ahí mismo, lento al inicio, profundo. Con cada embestida, ella me abrazaba más fuerte con las piernas. Me decía palabras que solo decía cuando estaba completamente suelta:

—Hazme tuya, mi amor… soy solo tuya.

La calidez y la humedad de su vagina siempre eran un regalo para mí. A estas alturas era imposible llevar una cuenta de las veces que entré en esa conchita, pero para mí seguía siendo algo maravilloso, sublime, seguía apretando como el primer día, su vagina envolvía mi pene con calidez y me llenaba de sensaciones difíciles de describir.

A veces, como en esta ocasión, esas sensaciones, el cuerpo desnudo de Angie contra mi cuerpo y sus gemidos, hacían muy difícil retener la eyaculación, ella hace tiempo que me había dado licencia para llegar así ella no lo haga, la mayoría de las veces los dos alcanzábamos el clímax, pero en esta ocasión, solo me dejé llevar y a los pocos minutos, la llené de mi semen.

Nos abrazamos largo rato después del primer encuentro. Yo acariciaba su cabello, ella descansaba su cabeza sobre mi pecho, como si escuchara cada latido.

—¿Quieres subir? —le pregunté, acariciando su espalda desnuda.

—Sí. Quiero darte algo más.

Subimos tomados de la mano, sin apuros. En el dormitorio, ella se acercó a la ventana del balcón. La brisa ligera le movía el cabello. Se giró hacia mí, con los ojos iluminados por una mezcla de deseo y ternura.

—¿Te acuerdas cómo me gusta hacerlo aquí? —dijo, apoyando las manos en la baranda.

Asentí, acercándome por detrás. Pero esta vez, sin que yo dijera nada, ella tomó mi mano, la llevó a la bolsita donde teníamos nuestros lubricantes, y me la entregó.

—Esta noche quiero darte algo especial. Quiero que me tomes como solo tú sabes. Como un regalo. Como una promesa.

Su voz era suave, pero firme. Había en ella una decisión profunda, una voluntad de entregarse completa.

Nos preparamos con cuidado, como lo habíamos hecho antes. Ella se inclinó suavemente hacia el borde del balcón, mirándome con esos ojos en los que encontraba siempre mi hogar. Yo le puse lubricante cuidadosamente, cuando tuvo suficiente, le metí mi dedo medio en el culo, ella gimió y apretó las manos en la baranda del balcón. Jugué con mi dedo ahí, mientras la besaba, ella llevó una de sus manos a mi pene, que ya estaba como piedra.

—Me vas a meter todo esto?

—Todito mi amor, hasta el fondo…

—Pero suavecito, amor, mi culito es estrechito…

—Y eso me encanta…

Le saqué el dedo y puse la punta de mi pene en su entrada, ella se inclinó un poco más para ofrecerme mejor su culito. Con movimientos lentos, atentos, comenzamos. Le fue introduciendo mi pene hasta hundirlo todo, ella solo gemía, por ratos me miraba con los ojos entrecerrado y por ratos bajaba la cabeza y solo gozaba. La sensación de estar conectados así, cuerpo con cuerpo, alma con alma, era indescriptible. Ella me apretaba con fuerza una mano mientras con la otra se apoyaba, emitiendo gemidos entrecortados que se perdían en la noche de Lima.

—Te amo… —me decía entre susurros.

—Y yo a ti, mi vida. Eres mi todo.

No había prisa. Solo una danza intensa entre dos cuerpos que se conocían a la perfección y un amor que no necesitaba máscaras. Yo le bombeaba suavemente, la sostenía de los senos mientras se los masajeaba, poco a poco aumentaba el ritmo, ya mi pene entraba con facilidad, aunque ese culito apretaba mucho. La respiración de Angie era cada vez más agitada y sus gemidos cada vez más altos. No pasó mucho rato, cuando ella se estremeció de placer, se corrió muy duro y el grito deben haberlo escuchado en los edificios que estaban enfrente del balcón.

—Vamos a la cama, me dijo.

Me salí de su culito y fuimos a la cama, me eché y ella se sentó sobre mí. Le puso más lubricante a mi pene y se sentó sobre mi pene, se lo metió ayudándose con una mano, mientras me miraba a los ojos, su cara de provocación y desafío cambio a una de placer cuando mi pene iba entrando en su trasero. Me cabalgó un buen rato, ambos gozábamos mucho, ella y yo gemíamos de placer. Ella saltaba sobre mi pene, y por ratos hacia movimientos circulares, yo sentía su culito que apretaba mucho mi miembro.

—No termines amor, esto está muy rico, me dijo entre gemidos

Yo la tomaba de las caderas, le daba palmadas en las nalgas o acariciaba sus tetas. Ahí tuvo su segundo orgasmo, tan intenso como el primero, tiró su cuerpo para atrás, sosteniéndose de mis manos, se estremeció y soltó el gemido característico de su orgasmo anal.

Cuando se calmó, la puse en perrito, ella apoyó la cabeza y su pecho en la cama y me ofreció su culito, le puse un poco más de lubricante, ya se había puesto rosado de tanta fricción y se lo metí todo de un solo empujón, la tomé del pelo y le comencé a bombear sin piedad, ya estaba descontrolado, el sonido de mi pelvis chocando con sus nalgas, sus gemidos, la visión de mi pene enterrándose en su culo y la sensación de presión de su culo sobre todo mi pene, fueron demasiado, ni dos minutos después, eyaculé llenando su culo con mucho, pero mucho semen. Angie soltó un gemido ahogado y se agarró más fuerte de las sábanas.

Cuando terminamos, la abracé ahí mismo. Apoyé mi frente en su espalda y le dije:

—Gracias… por entregarte así.

Ella solo se volteó, me besó y dijo:

—Gracias a ti… por merecerme. Aunque esto pareció más mi celebración, que la tuya. Me hiciste llegar dos veces y tu solo una…

—Pero fue grandioso, le dije.

Nos metimos a la cama en silencio. No era necesario decir más. Esa noche dormimos abrazados, con la certeza de que, aunque el mundo nunca nos entendiera, lo nuestro tenía una verdad que no necesitaba explicación.

El sol apenas comenzaba a filtrarse por las cortinas cuando despertamos. Como era costumbre, sin necesidad de palabras, nuestras pieles se buscaron en la tibieza de la cama. Hicimos el amor con esa mezcla de ternura y deseo que solo da la costumbre feliz, la intimidad de los días compartidos. No fue apresurado, no fue salvaje. Fue suave, profundo. Como quien se despide sin decirlo. Como quien sabe que cada caricia cuenta.

Nos duchamos juntos después. El vapor llenó el baño, envolviendo nuestros cuerpos en un velo tibio, como si el agua quisiera retenernos un poco más. Nos reímos, jugamos con la espuma, nos besamos bajo el chorro de agua. La escena más sencilla era también la más nuestra.

Nos vestimos, cada uno a su ritmo, mientras la música sonaba en bajo volumen. Y salimos, como tantas otras parejas ese sábado de verano. Fuimos al mercado de Lince, caminando juntos entre los puestos, escogiendo frutas, verduras, cortes de carne. Ella, con su habilidad nata para calcular lo que necesitábamos, y yo, feliz de verla desenvolverse con soltura, con ese aire de mujer joven que construye su mundo sin pedir permiso.

Regresamos al departamento cerca de las once. Traíamos de todo: desde papas y huevos hasta ramitas de hierbabuena para los mates que Angie tanto disfrutaba. Aunque ella no iba a estar esa semana en casa, igual se había encargado de abastecernos. Su huella estaba en cada detalle.

Ese mediodía cocinó algo sencillo, como le gustaba: arroz con menestras, y un bistec jugoso para cada uno. Mientras cocinaba, me hablaba de su tesis, del avance, de los detalles del plan de sustentación. Le habían dado fecha: marzo. Estaba enfocada, decidida. Yo solo la escuchaba y sentía un orgullo que no cabía en mí.

Terminamos de almorzar, descansamos un rato. Pero como a las cuatro, llegó ese momento que ya teníamos marcado. Había que llevarla. Angie debía regresar a la casa de mi madre. Su historia era clara: esa semana había estado en Huancayo por el programa de viajeros, y ahora “regresaba” con su maleta.

Antes de salir, en la sala, nos dimos un beso largo, profundo. No era un beso de deseo, era un beso de despedida. De gratitud. De amor. Nuestros labios se tocaban como si intentaran retenerse. Nuestras lenguas se buscaban con suavidad, con ese vaivén lento que se da solo cuando hay confianza, cariño, entrega. Estábamos diciéndonos todo sin necesidad de palabras.

Salimos de la mano. Yo llevaba su maleta. Ella, su mochila. Bajamos hasta el sótano, donde estaba el auto. En el camino, no dijo mucho. Solo me miraba con ternura, con algo de tristeza en los ojos.

—Amor… te voy a extrañar —dijo, apenas en un susurro.

—Nos vamos a ver mañana, o pasado. Ya sabes que siempre encontramos cómo —intenté consolarla, con una sonrisa.

—Sí… pero ya no voy a dormir contigo esta semana. No voy a despertar contigo.

Yo también sentía ese vacío anticipado. Esa nostalgia anticipada de no verla en la cocina, en el escritorio, en la cama.

La dejé en el parque, cerca de la casa de mi madre. Nos abrazamos. Se bajó, me sonrió desde la vereda y caminó hasta la puerta. La vi alejarse, caminando un poco más lento, quizá por el cansancio de la semana… o por no querer irse.

Volví al departamento. Y el departamento, sin ella, se sentía distinto. Aunque todo estaba en su lugar, aunque su taza seguía ahí, aunque el aroma de su perfume aún flotaba en el ambiente… no era lo mismo. Faltaba ella.

El domingo, como cada domingo, fui a visitar a mi madre. Angie estaba ahí, como siempre. Pero cuando la vi, fue como reencontrarme con alguien que había estado lejos por semanas. El abrazo, aunque breve, fue intenso. Ella también me miraba como si estuviéramos retomando algo interrumpido.

Conversamos todos. Almorzamos los tres. Angie, como siempre, supo narrar su viaje a Huancayo con todos los detalles que hacían creíble la historia: la planta, el equipo reducido, las tareas que ayudó a completar, hasta el clima. Era una maestra de la improvisación.

Después del almuerzo, me quedé un rato más. Pero ya al caer la tarde, me despedí. Regresé al departamento. Y el vacío volvió a hacerse presente.

Estaba comenzando a acostumbrarme demasiado a tenerla a mi lado. A sus pasos. A su voz. A su presencia en cada rincón. Y aunque nos veríamos en pocos días, ya la extrañaba.

Y así comenzaba una nueva semana. Otra espera. Otro tramo más en ese camino de amor clandestino… pero profundamente nuestro.

Enero pasó como un tren manso pero constante. Angie salía de la oficina a la 1 p.m. y aparecía en mi puerta antes de las 2. Yo aún no había regresado, así que dejaba su bolso en el sillón, se recogía el cabello con un lápiz y convertía el escritorio en cuartel de tesis: libros abiertos, resaltadores en formación y la laptop echando humo.
A las 5 y 30 llegaba yo, todavía con la corbata torcida. Algunos días ya tenía la cena lista—arroz chaufa improvisado, siempre le quedaba mejor que el delivery—; otras, era yo quien freía dos huevos y calentaba lentejas mientras ella terminaba un párrafo. Después venía nuestro tiempo: a veces solo nos recostábamos uno sobre el otro en el sofá, tele apagada, contándonos el día; otras, nos devorábamos ahí mismo, rápida y silenciosamente, porque la costumbre puede ser clandestina y, sin embargo, sentirse legítima.
Los viernes eran regalo doble: salía a la 1 p.m. del nuevo puesto y corría al mercado de Lince; la sorprendía con pescado fresco o con su pan de chapla favorito. Desde esa tarde se mudaba hasta el sábado en la tarde o a veces le decía a mi madre que se quedaría con amigas fuera de Lima y se quedaba hasta el domingo en la tarde y el departamento volvía a oler a su champú de coco y a sus hojas impresas.

El lunes 31 de enero llegó con maleta pequeña y mirada traviesa: “¿Te acuerdas del trato? Semana entera”. Repetimos el ritual de principios de mes, pero con pequeñas novedades que solo la convivencia enseña. Lunes de pizza casera y ensayo de la presentación frente a la pared blanca; miércoles de risas porque confundí “muestra significativa” con “significativa muestra de amor” cuando le pedí un beso como pausa activa; viernes en la tarde, escapada al cine y regreso caminando, pegados como imanes; Subir la escalera besándonos y medio sacándonos la ropa, llegamos al tercer piso con la camisa y su blusa desabotonadas, confiábamos en que eran más de las 11pm y no habría nadie en los pasadizos, entramos al departamento y prácticamente hicimos el amor contra la puerta apenas la cerramos.

Dormíamos poco, pero vivíamos mucho. Aun así, la tesis avanzaba: capítulo III cerrado, bibliografía preliminar lista.

Marzo arrancó con otra mudanza exprés en la primera semana, su “semana de viaje”, ahora dijo que iba a Trujillo. Ahora la mesa estaba tomada por láminas, gráficas y apuntes con post-it de colores. Yo la veía más callada, concentrada; a veces tenía que tocarle el hombro para recordarle que respirara o que comiera algo.
Mi pequeño aporte tomó forma de cuartel general amoroso: revisaba cada slide como si fuera un diamante en bruto, cronometraba sus ensayos al segundo, y al caer la noche la mesa se convertía en comedor-laboratorio. Cocinaba algo reconfortante—crema de zapallo al kión, pasta con tomillo fresco—y después le servía una taza humeante de manzanilla que sostenía entre las dos manos, cual ritual para calmar los nervios. Yo me instalaba a su lado en el sillón, laptop sobre las rodillas por si tocaba corregir alguna gráfica, y aguardaba. A veces el sueño me vencía allí mismo, pero era un letargo liviano: bastaba con su susurro “amor, ¿me ayudas?” para que mis ojos se abrieran de par en par.

Dos noches seguidas la encontré vencida sobre sus apuntes, un mechón escapándose del moño y la respiración rendida. La levanté con cuidado—sus brazos se aferraban a mi cuello en automático—y la llevé a la cama. La desnudaba, me desnudaba, esas eran nuestros pijamas, nuestras pieles, me metía a la cama, le besaba la frente y me quedaba contemplándola, feliz de que mi misión esa semana fuera protegerla más que poseerla.

Sin embargo, el deseo navegaba bajo la superficie como corriente subterránea. Al amanecer, cuando el cielo apenas aclaraba, nuestros cuerpos se encontraban por instinto. Era un saludo que apenas requería palabras: nuestras bocas se reconocían, las manos recorrían caminos conocidos y, aun con el reloj apremiando, una o dos caricias bien dirigidas bastaban para desatar chispas. A veces fue un beso profundo que terminó con ella sentada a horcajadas sobre mí, moviéndose lenta y silenciosamente hasta que ambos nos quedábamos sin aliento; otras, un abrazo desde atrás en la ducha, donde el agua tibia disfrazaba el jadeo y convertía el vapor en cómplice. Nunca tardábamos demasiado—Los empleos y la tesis esperaban—pero nos separábamos con la piel hormigueando y el corazón ligero, recargados de ternura y pasión.

El viernes al caer la tarde, logré arrancarla del escritorio y la llevé a trotar al parque que mira de frente al departamento. Empezamos con pasos tímidos, terminamos corriendo como chiquillos perseguidos por sus propias risas. Volvimos empapados de sudor y de endorfinas; apenas cerré la puerta, nos chocamos con la pared y nos besamos con hambre antigua. El sillón fue nuestro escenario improvisado: cuerpos resbalosos, camisetas deslizándose sin pudor, sus piernas rodeándome y susurrándome mi nombre entre gemidos que mordían el aire. Al final se dejó caer en mi pecho, jadeante, y soltó una carcajada ahogada:

—“¡Voy a sustentar con las piernas adoloridas, culpa tuya!”

La acosté, le di masajes en los músculos tensos y subimos al baño del dormitorio, nos duchamos y la llevé a la cama, ella se dejaba hacer, envuelta en sábanas limpias, cayó en un sueño profundo, de esos que reinician el alma. Al amanecer del sábado me despertó con una sonrisa que era casi una victoria anticipada:
—“Soñé que todos los miembros del jurado me aplaudían de pie… y tú estabas ahí, con ese brillo en los ojos.”

Nos abrazamos, y el brillo se hizo realidad: un amor paciente pero ardiente, que sabía esperar cuando hacía falta y arder sin medida cuando al fin se le abría la puerta.

El gran día — jueves 24 de marzo de 2011

La mañana amaneció despejada, casi mágica, como si Lima hubiese decidido vestirse de espejo para celebrar a Angie. Estuve puntual en la casa de mi madre a recoger a Angie, mi madre y sus padres, Angie estaba con ese conjunto que escogimos juntos la semana anterior: un suéter negro entallado que abrazaba su cintura, una falda lápiz de fondo oscuro salpicada de diminutas flores rosadas y rematada en un borde de encaje, pantis opacas y esos tacones de charol que convertían cada paso en un pequeño latido. En las manos llevaba un clutch de terciopelo negro con broche dorado; yo bromeé diciendo que parecía guardar ahí el secreto de todo su encanto.

Sentí ese latigazo de orgullo que solo provoca amar a alguien que brilla con su propio fuego. En su bolso guardó el pendrive con la presentación, el rosario de su madre y la estilográfica heredada de su padre. “Por si me hacen firmar de una vez”, murmuró, tratando de ocultar el temblor de sus manos. Yo llevaba otro pendrive en el saco, el plan B para cualquier contratiempo; era mi forma de decirle sin palabras: si tropiezas, caerás sobre mí.

En la sala de sustentaciones la vi transformarse. Su voz, firme; las diapositivas, impecables; sus respuestas, precisas como bisturí. Se movía con una seguridad que fusionaba belleza y carácter, y comprendí que todo ese amor que nos habíamos profesado en silencio la había sostenido mejor que cualquier café nocturno. El jurado tardó apenas once minutos en volver con el veredicto: “¡Aprobada con mención sobresaliente!”. Quise saltar, estrecharla, devorarle la sonrisa, pero me contuve; sólo extendí la mano y Angie se aferró a ella con fuerza antes de correr hacia sus padres y mi madre. Mi pecho se hinchó tanto que sentí que la corbata me quedaba chica.

Al salir, las puertas del auditorio se abrieron y la familia brotó como racimo jubiloso: Sus padres, llegados desde Arequipa, se colgaron de su cuello entre lágrimas y susurros de orgullo. El hermano mayor grababa sin parar; el menor sostenía un ramo de margaritas casi tan grande como su entusiasmo. Mi madre, protectora, llevaba la cartera de Angie y repetía “¡bravo, hijita!” con un cariño que sonaba a adopción tácita.

En la escalera, la familia iba por delante, Angie estratégicamente se había quedado al final y yo iba un escalón detrás de ella. Me acerqué por detrás y le dejé un beso leve en la nuca. Nadie lo vio, pero ella se estremeció; entonces le susurré:

“Esta victoria merece un brindis solo nuestro… mañana, donde nadie nos interrumpa.”

Su respiración se hizo honda, las pupilas dilatadas y el apretón a mi muñeca selló el pacto.

Terminamos cenando en El Hornero de Chorrillos, su restaurante favorito: brindis, fotos, carcajadas que se desbordaban como el vino. Ya de regreso, llevé a Angie, sus padres y mi madre en mi auto; en el otro iba su hermano mayor con su esposa y el hermano menor. Frente a la casa, Angie me dio un abrazo digno de primos cariñosos, pero al rozar mi mejilla dejó un beso que casi tocó mis labios y me susurró:

“Gracias, amor… sin ti, esto no hubiera sido posible. Te amo con locura.”

Arranqué rumbo a mi departamento con el corazón dando saltos y una sonrisa tan grande que, de haber sido visible a través de los vidrios polarizados, cualquiera habría pensado que aquel tipo al volante acababa de conquistar el mundo.

ANGIE

Al día siguiente mi Primix pasó por casa a recoger a mis padres y mi hermano para llevarlos al aeropuerto. Salimos del aeropuerto cuando el sol todavía escribía destellos sobre el asfalto. Había despedido a mis padres y a mi hermano menor con un abrazo más ligero de lo que pensaba— no era tristeza lo que sentía, sino un alivio tibio, como si al fin pudiera respirar sin que los libros y las carpetas apretaran mis costillas. Los vi, ellos se alejaban rumbo a la puerta de embarque, y yo me quedé con la mano de él enlazada a la mía.

— Listo para una travesura —susurró.

Asentí, sin imaginar cuántas sorpresas cabían en una tarde. Caminamos por Miraflores mientras el cielo se inclinaba a la orilla del mar. El Malecón olía a buganvillas recién regadas y al salitre que me recuerda a mis veranos en Arequipa, cuando soñaba con ciudades lejanas y balcones prestados. Me llevó al parque del amor, hace mucho tiempo que no caminaba por ahí. Él sacó un sobre color crema de su bolsillo y me pidió que lo abriera allí mismo, apoyada en el muro rizado del Parque del Amor.

La nota tembló en mis dedos:

Amor mío:

Aún conservo, como si hubiera ocurrido ayer, la sensación de aquella tarde en que viniste a mi cama casi sin darnos cuenta y terminamos enredados en una ternura que se hizo fuego. Fue el instante en que entendí que tu cuerpo y el mío hablaban un idioma secreto que ninguno de los dos había estudiado, pero ambos dominábamos con el alma. Ese recuerdo sigue latiendo en mí: una huella cálida que marca el comienzo de todo lo que somos hoy.

Hoy te miro —mujer brillante, profesional imparable— y el orgullo me desborda el pecho. Verte crecer, luchar, equivocarte y levantarte una y otra vez me hace sentir el hombre más afortunado del mundo. Tu tesón me ilumina; tu vuelo propio me hace alzar el mío. Gracias por regalarme tu risa que desarma mis tristezas, tu cuerpo que cobija el mío sin reservas, tu vida vivida sin candados.

Quiero ser testigo y cómplice de tus próximos triunfos, y también del descanso merecido cuando apagues las luces y busques refugio en mi abrazo.

Caminar a tu lado —mi Angie, mi alegría— es un privilegio diario que celebro en silencio y a gritos, aquí frente al mar y donde sea que la vida nos lleve. Te amo con la calma de quien encontró su hogar y con la intensidad de la primera vez que tus labios se atrevieron a pronunciar mi nombre en un susurro de madrugadas.

Siempre tuyo,


Mis ojos se nublaron. A nuestro alrededor, turistas blandían teléfonos y parejas se tomaban selfies; pero el mundo sonaba amortiguado, como si un cristal invisible nos envolviera. Lo abracé, y sentí su pecho retumbando bajo la chaqueta. Fue entonces cuando una chica nos tomó una foto con una polaroid. Me la entregó de inmediato: nosotros dos, congelados en esa burbuja de luz naranja. La guardé contra mi corazón, como quien guarda una brújula nueva. Esa era otra de sus sorpresas.

Fuimos a Barranco que nos recibió con farolitos y un aire de fiesta improvisada. En una esquina adoquinada esperaba un carrito de picarones: masa dorada, miel de chancaca, vino blanco helado. El primer bocado me supo a niñez, el segundo, a futuro. Un músico rasgó su guitarra detrás de nosotros y dejó caer sobre la calle la voz de Sabina: “Y sin embargo te quiero”. Yo mordí sus labios dulces de miel y me reí entre dientes: demasiada perfección, pensé.

Caminamos por el pueste de los suspiros, de la mano, no nos importaba si nos cruzábamos con alguien conocido, yo me sentía la mujer más feliz del mundo, mi hombre me estaba festejando mis triunfos. Caminamos como una cuadra más después del puente y me cubrió los ojos con un antifaz y mi mundo se hizo de sombras y certeza: sus dedos entrelazados con los míos, un rumor de agua lejana. Cuando me descubrió la vista, estábamos dentro de una bodega antigua —lámparas de filamento, paredes que respiraban historias. Nos sentamos sobre cojines y mi boca descubrió la ocopa sobre galletas saladas, el rocoto escondido en ravioles de mantequilla de huacatay. Cada plato era un guiño a la geografía que habita en mi sangre. Era una cena preparada especialmente para nosotros, cálida, romántica, nuestra.

Entre el segundo y el tercer tiempo, deslizó una cajita hacia mí: una pluma negra, mis iniciales grabadas junto a la fecha de la sustentación. Supe que aquel objeto era más que un regalo; era un pacto tácito con mi propio futuro. Pensé en los subrayados que derramé noches enteras y en las lágrimas que, por disciplina, no me había permitido durante meses. Sentí que todas ellas se sublimaban ahora, convertidas en tinta lista para escribir la siguiente página.

Cuando subimos al auto y vi girar la avenida, el corazón me saltó al reconocer la fachada beige del hotel de nuestro “primer hotel”. La recepcionista morena nos regaló esa media sonrisa que guarda secretos de otros. La habitación seguía igual: el balcón diminuto, la cama amplia, el espejo en el closet y el sillón donde nos amamos sin pudor.

El aire estaba cargado de presagios y de deseo antiguo. Nos desvestimos casi sin palabras y el primer encuentro sucedió contra la baranda del balcón: la ciudad a mis pies, el viento fresco, su piel ardiente. El cuerpo entero me vibraba con la certeza de haber llegado a puerto seguro, y por primera vez en semanas no pensé en tesis ni en diapositivas. Solo existía la urgencia de sentirlo. El me penetró suavemente, sentirlo dentro de mí, mientras me besaba la espalda y la nuca, era un bálsamo, un alivio, sentía como se deslizaba dentro de mi suavemente, entraba y salía, cada vez me mojaba más, me estaba llevando ahí donde solo él me sabe llevar, a la cúspide del amor hecha placer. Solo me lo hizo así, no necesité más, su pene entrando y saliendo de mí, sus manos acariciando mi cintura, mi espalda, mis senos, me hicieron explotar de placer, el continuó y poco rato después, sentí el calor de su semen en mi vagina, su pene pulsante y su gemido ronco y profundo. Después, la ola del placer retrocedió y me hallé temblando; no de agotamiento, sino de aquella emoción que se disfraza de llanto cuando no cabe en la piel.

Nos recostamos en la cama y las lágrimas obedecieron su cauce, lloré como una niña. Él puso su frente en la mía y dejó que llorara: alivio, orgullo, gratitud. Descargaba toda la tensión de los últimos meses, era un llanto de alivio, de descarga y lo hacía con el único ser humano en esta tierra que no me juzgaba, que me amaba, que me entendía y me cuidaba, mi Primix. Después de ese consuelo vino un segundo encuentro más lento, casi reverente, como quien recoge pétalos del piso y los guarda entre páginas. Él solo se puso sobre mí, me besó de los pies a la cabeza y cuando entro en mí, lo recibí como quien recibe un premio, lo sentía fuerte poderoso, tomándome con su pene que me llenaba toda, su cuerpo me decía que me amaba y su boca me besaba confirmándolo. Tuve un orgasmo largo e intenso, después el puso mis piernas sobre sus hombros y siguió ahí moviéndose hasta que me llenó de su esperma caliente.

Nos quedamos dormidos abrazados, pero algunas horas después, sus besos en mi pubis me despertaron, mi hombre me quería tener nuevamente, me hizo sexo oral, su lengua se metía entre los pliegues de mi vagina y buscaba mi clítoris. Luego me penetró en perrito, esa posición es mi favorita, después me llevó al sillón y ahí terminamos, yo sentada sobre su pene, cabalgándolo hasta reventar de placer. Nos quedamos en ese sillón más de media hora, solo sintiéndonos, besándonos o simplemente yo con mi cabeza en su hombro, mientras sus fuertes brazos me abrazaban.

Cuando finalmente me paré, según yo para ir a la cama a dormir, él se paró tras de mí, y me jalo de un brazo, me llevó contra el espejo del closet, donde me reflejaba de cuerpo entero, ahí me sometió con la dulzura que sabe hacerlo, toco suavemente mis hombros, cuando estaba frente a mí y entendí la señal, quería que me coma su pene, me apuse de cuclillas y me lo llevé a la boca, aun sabia a nosotros, a su semen y mi lubricación. Me encantaba lamerlo, succionarlo, meterlo en mi boca, yo sentía como se ponía muy duro y grueso en mi boca.

Él me tomó de los brazos y me puso contra el espejo, mis pechos se aprisionaron contra el vidrio mientras el me penetraba desde atrás, sentí su pene horadar mi vagina y solo atiné a inclinarme un poco para que entre más al fondo. Me encantaba cuando él tomaba el control y dirigía nuestros movimientos. El espejo, reflejaba nuestros cuerpos en un vapor de gemidos ahogados. Fue casi un baile, un juego de luces y sombras. Cuando terminamos, la pasión, su fuerza, se convirtió en un remanso de ternura: su respiración y la mía, acompasadas, como si nos hubiéramos prestado el oxígeno.

Por la mañana, quise tenerlo nuevamente, ahora fui yo la que tomó el control, me comí su pene todo lo que quise, luego lo cabalgué hasta que el reventó de placer dentro de mí. Yo no llegue, pero no me importaba, disfrutaba tanto tenerlo dentro de mí, sus caricias y sus besos, que quedaba satisfecha.

Estábamos echados en la cama, cuando se incorporó para buscar la cajita que me había regalado. Entre caricias suaves sacó la pluma y, con un cuidado que erizaba la piel, dibujó un corazón en mi nalga izquierda y encerró nuestras iniciales dentro. Me miré en el espejo y reí con un rubor adolescente. —Guárdame esta locura —dije. Él me fotografió: mi espalda desnuda, aquel trazo de tinta y una sonrisa que llevaba todas las luces de la noche.

Nos duchamos bajo el agua tibia, nos vestimos con ropas cómodas y manejamos hasta su departamento. El olor a pan con palta y café fuerte llenó la cocina mientras, descalzos, repasábamos la noche como si fuera un secreto recién descubierto. Hablamos de mis planes, de los suyos, de la posibilidad de un viaje sin mapas.

Al mediodía almorzamos ceviche en una esquina de Magdalena; el ají me recordó que estaba viva en cada poro. Después, él me llevó a la casa de su madre. Nos despedimos en el parque con un beso casi pudoroso, pero bastó el roce de nuestras manos para jurarnos la próxima travesía.
 
Cuarenta y dos — EL UNICO QUE SE QUEDA

El 2011 se deslizó ante nosotros como un tren sereno en medio del desierto, tan silencioso que solo levantaba una estela dorada que aún puedo ver, suspendida en el aire de la memoria. Encontramos un pulso secreto, un compás que nadie más conocía: la primera semana de cada mes era exclusivamente nuestra. Angie llegaba con una maleta ceremoniosa—más gesto que necesidad, porque su ropa ya vivía en mis cajones—y con una alegría que iluminaba el pasillo incluso antes de que yo abriera la puerta.

Mi horario en la gerencia de ventas era flexible, alternando entre el escritorio y persuasiones para cerrar tratos. Al salir de la oficina, Angie y yo disfrutábamos de lo cotidiano: cocinábamos juntos, debatíamos sobre columnas de opinión y siempre terminábamos riendo. La piel hablaba otro lenguaje entre nosotros, donde un simple beso o roce bastaban para encender momentos de pasión. Después del deseo, nuestras conversaciones seguían, entre respiraciones agitadas, soñando con el futuro y planeando sus próximos pasos.

Fuera de esa semana sagrada, Angie aparecía dos o tres tardes con su libreta en mano, la coleta deshecha y la determinación escrita en los ojos; se sentaba a la mesa del comedor y yo la observaba avanzar en su carrera como quien contempla un brote que se obstina en abrir paso entre adoquines. Casi todos los fines de semana—cuando mi madre no reclamaba compañía—Angie se quedaba a dormir. Nuestra rutina clandestina se había vuelto legítima, como si el amor nos hubiera estampado un permiso oficial para desafiar el calendario.

El nuevo cargo también me regaló alas y millas. Seis viajes de trabajo me tatuaron el mapa del Perú sobre la piel; tres de ellos fueron viajes a dos, porque Angie convirtió mi agenda en excusa para explorar. Yo partía un miércoles, y el viernes por la tarde ella llegaba envuelta en su sonrisa de turista obstinada; el fin de semana se abría entonces como un cuaderno en blanco que llenábamos de tinta compartida.

En Tarapoto, la lluvia caliente y el olor dulzón de la fruta nos recibieron como un abrazo húmedo. Esa primera noche, el ventilador nos marcó el ritmo, hacíamos el amor sudando a chorros, a veces me salía de ella por lo resbalosos que estábamos, pero fue divertido y cuando amaneció, teníamos la espalda empapada de sudor y de risa, satisfechos y calurosamente vivos.

Iquitos nos recibió con un aire denso, untuoso, que olía a fruta madura. Yo estuve desde el martes trabajando con el vendedor de la zona que también era viajero. Angie llegó el viernes. Al atardecer caminamos por el malecón, seducidos primero por el murmullo del Itaya y después por un ceviche que picaba con saña de ají charapita. Reíamos tanto que el mozo soltó la sospecha de que aquel ají nos había embrujado; yo asentí: algo inflamaba la sangre, aunque no podía culpar solo al ají.

Cuando cerramos la puerta de la habitación del hotel esa noche, la selva se coló por la ventana en forma de vapor. El ventilador se quejaba con un zumbido estridente, pero en lugar de refrescarnos parecía agitar más el fuego. Angie, casi sin decir palabra, se deshizo de su blusa; el resto de la ropa cayó como hojas en un aguacero, y la noche nos encontró sobre un colchón que crujía como liana bajo nuestros cuerpos.

Esas dos noches en Iquitos fueron salvajes, creo que el calor de la selva nos inspiró. La noche del viernes hicimos el amor 6 veces, dos de ellas anales, sudando y jadeando, tomando cerveza para recuperar lo que sudábamos. No contábamos relojes ni repeticiones; simplemente nos dejábamos arrastrar por una vorágine de besos y estremecimientos. El calor era tan intenso que cada pausa para recuperarnos se convertía en un duelo de jadeos y carcajadas, y acabábamos vaciando latas de cerveza a la velocidad con que se deslizaba el sudor por la espalda.

La mañana del sábado nos sorprendió desordenados, con la cama hecha un campo de batalla feliz. La selva insistía en colarse, ahora en forma de luz que se filtraba cortante. Nos despedimos de las sábanas apenas lo justo para una ducha helada y un café callejero, que supo a redención y a reto. Ese día fuimos hasta Nauta y paseamos por Iquitos en la tarde. De regreso al cuarto, no tardamos en reanudar el juego: la piel se reconocía con el mismo entusiasmo, y hasta el agua de la ducha parecía aplaudir con su repiqueteo. Cuatro polvos vaginales y un anal, hacíamos el amor, nos metíamos a la ducha y salíamos a hacerlo nuevamente, acabamos agotados.

Amanecimos el domingo con las alarmas perdidas entre risas. El vuelo era a las nueve y apenas si habíamos cerrado los ojos. Nos habría dejado el avión si el muchacho de recepción, alarmado porque no devolvíamos la llave, no hubiera tocado —primero suave, luego casi a golpes— a las siete en punto. Abrimos como dos náufragos: ella envuelta en una toalla, yo buscando dónde quedaron los pantalones. El joven sonrió con el pudor de quien acaba de tropezar con un secreto rugiente y anunció la hora. Tardamos un suspiro en vestirnos, otro en empacar y uno más en salir disparados hasta el aeropuerto.

Ya en la fila de embarque, con la respiración aún entrecortada y el pelo de Angie todavía húmedo, nos miramos y estallamos en otra carcajada incontenible. Fue entonces cuando comprendí que la selva deja marcas invisibles: no basta con salir de ella, porque parte de su calor se queda bajo la piel, palpitando como un tambor que nadie, salvo nosotros dos, puede escuchar.

Después llegó Puno, donde el frío parecía piedra y la altura nos robaba el aliento. Allí descubrimos otra forma de intimidad: compartiendo el vaho bajo cuatro frazadas, refugiados en el calor minúsculo de dos cuerpos que apenas se movían para no perder el hilo tibio que los unía. Solo dos encuentros en tres días y sin sacarnos toda la ropa, solo lo justo para disfrutarnos, una abstinencia invernal que, sin embargo, nos enseñó el valor de la lentitud: escuchar el golpeteo de nuestros corazones al unísono, sentir la gratitud de una caricia que parecía arroparnos desde dentro.

Así corrió el año, sencillo en apariencia. Cada viaje dejaba un sabor distinto en la boca y un recuerdo ardiente en la piel; cada regreso a Lima nos devolvía a esa vida compartida que, sin alardes, se volvía cada vez más nuestra. Cuando pienso en aquel 2011, no lo veo como un pequeño catálogo de rutinas, sino como un territorio de susurros donde aprendimos a conjugar trabajo, deseo y complicidad hasta que la normalidad misma se hizo mágica, y la magia, cotidiano hogar.

Junio entró con su aliento de garúa, un mes gris y silencioso que, sin embargo, traía en su vientre decisiones que harían temblar nuestras rutinas. Para Angie fue la coronación: la llamaron a la oficina de Recursos Humanos y le anunciaron que, oficialmente, dejaba de ser practicante para convertirse en analista. Su flamante contrato venía con un sueldo respetable y un correo corporativo que la hacía sonreír todo el camino a casa. Aquella misma noche apareció en el departamento casi brincando; traía la carta–oferta en la mano y los ojos convertidos en dos lámparas de alegría.

—¡Amor, ahora sí voy a poder contribuir como se debe! —exclamó, desparramándose en mis brazos.

Hicimos números sobre la mesa, entre restos de pizza fría y copas de vino. Yo insistía en que destinara una parte al ahorro, que pensara en el carro propio o en una futura maestría. Ella, terca como buena arequipeña, se negaba a sentirse invitada en una economía que consideraba también suya. Firmamos, al final, un acuerdo tácito: ella cubriría ciertos gastos fijos; yo seguiría asumiendo el resto mientras su libertad financiera echaba raíces. Era un trato lleno de risas, besos y el suave crujir de nuestras copas chocando, mientras el cielo, afuera, seguía goteando su frío de invierno limeño.

—Bueno señorita, le dije, los pactos entre nosotros ¿cómo se firman?

—Piel a piel, me dijo mordiéndose un labio

La besé y ella me empujó al sillón. Se subió sobre mí y comenzó a besarme y acariciarme el pecho. Se sacó la blusa y me desabrochó el pantalón. Saco mi pene y después de jugar un rato con él, se lo metió a la boca. Se lo tragaba todo, después de un rato me paré para sacarme del todo el pantalón, pero ella no me dejó, se volvió a prender de mi pene, mientras yo jugaba con sus tetas. Ella me miraba a los ojos mientras se comía mi falo que ya estaba muy duro. Nos desnudamos, me senté en el sillón y ella se sentó sobre mi pene, introduciéndolo todo en su mojada vagina, comenzó a cabalgar suavemente, su pelo caía sobre mi cara, mientras yo le chupaba las tetas.

Yo la tomaba de las nalgas, de las caderas, mientras ella seguía cabalgándome y cada vez gemía más. En un momento se paró y volvió a sentarse sobre mi pene, pero dándome la espalda. Yo la sujetaba de los senos mientras ella se daba de sentones sobre mí. Después la puse en perrito sobre el brazo del sillón, cada embestida era un gemido que retumbaba en toda la sala. En esa posición Angie llegó al clímax, mojándose aún más. Yo la tomé suavemente y la puse al filo del mueble, ella abrió mucho las piernas y me dejo entrar hasta el fondo. Le di varios minutos así, hasta que exploté dentro de ella.

Después que nuestras respiraciones se calmaron, y mientras ella se acomodaba en mi regazo, la besé y le dije,

—Ahora sí, trato hecho.

—Así quiero firmar tratos todos los días, me respondió riendo.



La tranquilidad apenas duró unas semanas. Un sábado nublado, cuando Angie y yo remoloneábamos con café y pan francés, sonó mi teléfono. Era mi hermano mayor.

—¿Estás en tu depa? —preguntó, con esa seriedad de bisturí que solo usa cuando la vida se le pone en jaque.
—Sí, hermano. Ven cuando quieras.
—Llego en una hora. Es importante.

Angie levantó la mirada; el vapor de la taza le empañaba las pestañas.

—¿Me voy? —susurró.
—De ninguna manera. Él sabe que estás aquí cada fin de semana. Solo sube cuando llegue; seguro querrá un poco de privacidad.

Una hora después, el timbre tronó en el primer piso. Le abrí, cuando subió, le abrí la puerta y mi hermano se lanzó a mi cuello con un abrazo que duró más de lo acostumbrado. Apenas cruzó el umbral, le ofrecí cerveza; respondió con un “sin chela no se conversa” tan suyo que los dos reímos.

Se sentó en el sillón, crujió los nudillos y adoptó esa expresión grave que conocía desde la infancia, la misma que antecedía a confesiones difíciles.

—Supongo que Angie está arriba —dijo.
—Sí. Pero si quieres privacidad…
Él negó con la mano, arqueó una ceja pícara y gritó:
—¡Angie, preciosa, baja, que esto también te concierne!

Ella apareció en segundos, aún en jeans y chompa de lana. Se saludaron con un beso cariñoso; él soltó la broma de rigor sobre “la buena mano” de su hermano y, tras las carcajadas, el ambiente quedó listo para lo serio.

—¿Recuerdan la cena con nuestra hermana en Navidad? —comenzó—. Pues bien, Ahí me propuso que me mude a Canadá a trabajar en su clínica. Lo pensé todo este tiempo, hablé con mi esposa, hicimos cuentas… y hemos decidido mudarnos a Canadá.

Su confesión cayó como un cubo de hielo en la mesa. Sentí que el aire se encogía; Angie apretó mi rodilla por debajo, como para recordarme que respirara.

Mi hermano explicó los detalles: la clínica que mi hermana dirige con su esposo necesitaba un cardiólogo nuevo; la oferta era tentadora, irrepetible. El viejo doctor que hacía décadas atendía allí estaba a punto de jubilarse, y él, con su experiencia, encajaba perfecto. Habían hecho cálculos; la vida sería cara, pero el salario, generoso. Y la aventura —¡ay, la aventura! — le brillaba en los ojos como un reflejo de aurora boreal.

Luego, casi sin transición, habló del reparto anticipado de la herencia. Mi hermana renunciaría a su parte; él se quedaría solo con el consultorio de mi padre, alquilado desde hace años, suficiente para cubrir el traslado y los primeros meses. La casa familiar, esas paredes que aún huelen a sopa de domingo y a risas infantiles, quedaría para mí. Ya lo tenían conversado con mi madre. Yo era el último en enterarme.

—Tú te quedas a cargo de mamá —dijo, mirándome con ternura de hermano mayor—. Y con la casa. Te lo ganaste.

Angie asintió con la determinación de quien acepta un desafío. Mi hermano se volvió hacia ella.

—Tú eres parte del clan, prima o lo que demonios sean ustedes —bromeó—, así que esto también te toca.

Ella enrojeció, pero sostuvo la mirada.

—Si es por tu futuro, primo, hazlo. Nosotros cuidaremos de tu madre. Aquí se queda tu raíz.

Saque otro six pack y la conversación cambio radicalmente, roto solo por el glup de las botellas que vaciamos uno tras otro. Terminamos dos six–packs entre historias de guardias nocturnas, planes de nieve y chistes sobre cómo mi madre habría de rebelarse contra la tecnología del “FaceTime”.

Antes de despedirse, mi hermano nos abrazó a ambos, largamente.

—Los veo y me tranquilizo —confesó—. Solo tengan cuidado. El resto de la familia quizá no entienda todo… Y bueno, procuren no darme sobrinos… y si me los dan, que sea con un buen plan.

Nos besó la frente a los dos y salió con las manos en los bolsillos, silbando una melodía que no reconocí. Cuando la puerta se cerró, Angie y yo nos quedamos mirándonos, como si el aire repentinamente tuviera más peso. Nos sentamos en sobre la alfombra, apoyados en el sillón largo, hombro con hombro, viendo las botellas vacías brillar bajo la luz artificial.

—¿Todo bien? —pregunté.
—Todo bien —respondió, y sonrió con esa mezcla de miedo y fe que solo ella puede conjurar—. Nos queda mucho Perú por delante, ¿no es cierto?
—Nos queda todo —respondí, rodeándola con el brazo.

El mes de junio siguió pareciendo frío en las calles, pero dentro de casa ardía la certeza de que, mientras los demás extendían sus alas hacia otro cielo, nosotros nos convertiríamos en las vigas de ese techo que llamamos hogar.

Dos meses después, aún bajo la humedad del invierno limeño, mi hermana llegó de Canadá —sin su esposo, solo un par de días para cerrar cuentas— con un fajo de papeles notariales y un ligero acento extranjero. Mi madre desempolvó el mantel bordado y la casa recuperó, por un rato, el aire de nuestras navidades.

Una mañana fría firmamos el adelanto de herencia: mi hermana cedió su parte de la casa, mi hermano se quedó con el consultorio de papá y lo puso en venta, y yo recibí el título que me convertía en custodio único del hogar y del corazón de mi madre. Ella, orgullosa, confiaba en que nunca dejaría el Perú; lo ignoraba —o lo sospechaba—, pero mi ancla real se llamaba Angie y olía a champú de coco.

En octubre, bajo un sol tacaño, despedimos a mi hermano y su familia en el aeropuerto. Mi madre, estoica, soltó dos lágrimas antes de refugiarse en mi abrazo. De vuelta en casa, el silencio se disipó cuando Angie preparó chocolate caliente y mi madre, animada, pidió la receta “para espantar el frío de la ausencia”.

Así rodaron las semanas hasta que, casi sin darnos cuenta, fue 24 de diciembre. Las luces del árbol parpadeaban sobre las fotos familiares: ahora había huecos donde antes sonreían mis hermanos, pero la mesa seguía oliendo a canela y clavo. Éramos solo tres—mi madre, Angie y yo—y, sin embargo, la casa parecía llena. Cocinamos pavo, armamos ensalada rusa y brindamos con un buen espumante que supo a celebración íntima, casi clandestina.

La cena fue un eco de los días en que yo aún vivía allí: mi madre sirviendo porciones generosas, Angie sonriendo a cada anécdota, yo pretendiendo que no se me escapaba la mirada cuando Angie alzaba la copa. Entre mordiscos y villancicos, nuestras rodillas se rozaban debajo de la mesa, y en ese roce hubo promesas que mi madre, absorta en su alegría, nunca llegó a notar.

A las once de la noche, los platos quedaron lavados, las luces del árbol se atenuaron, y mi madre se retiró a su habitación con un “que duerman bien, hijos”. Me instalé en el cuarto de invitados—antes mi dormitorio—pero la habitación me pareció un salón vacío: demasiado grande, demasiado fría, tres camas alineadas como planetas deshabitados. Angie asomó la cabeza desde el baño que comunicaba los dos cuartos, con esa sonrisa que sabe leer mis pensamientos.

—Mejor en mi cuarto, amor. Pero muerde la almohada —susurró, traviesa.
—Tú tendrás que morderla —le respondí—. Esta vez planeo hacerte gritar.

Nos deslizamos por el baño con pasos de felpa, salí un momento al pasillo para asegurarme de que la puerta de mi madre estuviera cerrada y su respiración, sólida. El cuarto de Angie—antiguo planchador y antes de eso guarida de mi hermana—era un territorio que llevaba su perfume: libros apilados, un osito de peluche en la repisa, fotografías clavadas con chinches de colores en una pizarra de corcho. Nos besamos con la lentitud que exige el sigilo; cada botón liberado era un roce de aliento, cada prenda que caía un recuerdo que se reescribía.

La lámpara de noche derramaba un óvalo tímido sobre las sábanas. Nos acostamos y el colchón gimió apenas, como recordándonos que el silencio era parte del juego. Hicimos el amor suavemente, con ese fervor controlado de quienes saben que el deseo es una hoguera que también puede susurrar. Nuestros cuerpos se reconocieron sin urgencia, explorando el ritmo pausado que el entorno imponía: besos callados, caricias que se demoraban, respiraciones que se acoplaban como engranajes. Ella tomó mi pene y se acomodó sobre mi para ofrecerme su vulva. Ese 69 fue largo y suave, no nos cansábamos del sabor del otro. Luego ella me montó dándome la espalda, le di una palmada en la nalga y sonó muy fuerte.

—Shhh, dijo ella, hazme lo que quieras, pero en silencio…

Angie siguió cabalgando, subía y bajaba, luego se movía de atrás hacia adelante, reteniendo sus gemidos, hasta que llegó al orgasmo, y se dejó caer de espaldas sobre mí, respirando agitadamente. La dejé que recupere el aliento y la puse de costado, la penetré en cucharita, ella levantó una de sus piernas y la paso sobre la mía, así pude entrar hasta el fondo de ella. Ahí le di, mientras ella mordía la almohada para ahogar sus gemidos, cuando finalmente llegué, escondí mi cara entre su cabellera para aplacar el mío.

Cuando por fin descansamos, Angie apoyó la cabeza en mi pecho y, con voz casi infantil, comentó lo feliz que estaba de compartir esa Navidad en esa casa, aunque el precio fuera contener los gemidos. Contesté acariciándole el cabello, prometiéndole que habría otras noches, otras camas, donde el mundo sería tan ancho que nadie tendría que callarse. Ella se rio contra mi piel, besó mi hombro y se quedó dormida.

Y así, mientras afuera la ciudad celebraba con cuetes y música lejana, dentro de aquella habitación se tejía un recuerdo nuevo: el de una pareja que, aun en voz baja, descubría que podía llenar de vida cualquier rincón, incluso uno que antes perteneció a otros. Me dormí convencido de que la casa—mi madre, Angie y yo—acababa de estrenar una paz distinta.

No quiero empalagar con la crónica de cada beso robado, cada guiño en medio de un semáforo, cada carcajada a medianoche, pero vale la pena decir que la nuestra había llegado a un punto en el que bastaba el leve alzar de una ceja para compartir un plan secreto. Siete años y todavía nos descubríamos señalando a la vez el mismo postre en la carta, midiendo con la mirada el instante exacto para rozarnos la mano bajo la mesa o fugarnos al ascensor solo para robar un beso de contrabando entre piso y piso. A veces nos quedábamos mudos en una reunión familiar y, sin embargo, una chispa compartida —ese pequeño destello que salta cuando dos cómplices se reconocen— bastaba para que supiéramos que después vendría la huida, la risa, la piel encontrando su escondite favorito.

Así llegó 2012, casi sin hacer ruido, y con él el cumpleaños veintiséis de Angie. Cayó en lunes, así que organizamos algo discreto: solo ella, mi madre y yo en Blue Moon, aquel italiano de Lince donde aún nos sonríen cuando cruzamos la puerta porque nos guardamos para ocasiones que merecen mantel blanco. Entre las velas y el aroma a albahaca, Angie levantó la copa para brindar y, sin que nadie lo notara, deslizó la punta del pie por mi tobillo. Me bastó esa caricia para acordar, sin palabras, que más tarde habría postre a puerta cerrada. Mi madre, ajena a la conspiración, comentaba la suavidad de la lasaña mientras nosotros sosteníamos un diálogo entero con las pupilas: “Feliz cumpleaños”, “gracias por estar”, “luego te secuestro”.

Era un viernes de enero caluroso, uno de esos en que Angie desplegaba todo su ingenio para explicarle a mi madre que “dormiría en casa de una compañera de la oficina” o que había “una fiesta en la playa de Asia y regresaría el domingo”. En realidad, habíamos decidido quedarnos en el departamento: aire acondicionado, la despensa surtida y dos días enteros sin relojes.

Crucé la puerta con la alegría hirviendo en la garganta; llevaba una gran noticia del trabajo. Y allí estaba ella, sentada en el sillón gris, las piernas recogidas bajo el cuerpo, un libro abierto a la altura del pecho. Me detuve un segundo solo para mirarla.

Vestía una blusa blanca de gasa transparente, tan etérea que el contorno del bralette blanco se insinuaba con descaro bajo la luz tenue de la lámpara. Los botones subían hasta un cuello impoluto, realzado por un collar de plumas largas y oscuras que caían como ala de cuervo desplegada sobre su pecho, oscilando ligeramente con su respiración. La camisa, metida dentro de una falda corta de cuero suave, resaltaba la línea de su cintura; un lazo discreto la ceñía con perfecta simetría. Las mangas, remangadas a la altura de los antebrazos, dejaban desnudos sus pulsos y una pulsera dorada. Su cabello, suelto, caía sobre un hombro en una onda casi perfecta, y, por un instante, la lámpara dibujó destellos en cada mechón.

Cerré la puerta con el codo, sin apartar los ojos de ella. El sobre que llevaba en la mano ya no podía esperar más.

Vestía una blusa blanca de gasa tan etérea que el contorno del bralette negro se insinuaba con descaro bajo la luz tenue de la lámpara. Los botones subían hasta un cuello impoluto, realzado por un collar de plumas largas y oscuras que caían como ala de cuervo desplegada sobre su pecho, oscilando ligeramente con su respiración. La camisa, metida dentro de una falda corta de cuero suave, resaltaba la línea de su cintura; un lazo discreto la ceñía con perfecta simetría. Las mangas, remangadas a la altura de los antebrazos, dejaban desnudos sus pulsos y una pulsera dorada. Su cabello, suelto, caía sobre un hombro en una onda casi perfecta, y, por un instante, la lámpara dibujó destellos en cada mechón.

Levantó la vista de la novela y curvó los labios en esa sonrisa que siempre me desarma.

—Llegas temprano, amor. ¿Todo bien?

—Todo mejor que bien. Traigo tu pasaporte a la felicidad.

Se incorporó, las plumas de su collar rozando la gasa translúcida.

—Habla ya, que me matas de curiosidad.

—Nos confirmaron la próxima capacitación bianual. Después de Panamá y Miami… —bajé la voz para darle dramatismo— …¡Buenos Aires! Así que, señorita, vaya empacando: se viene conmigo desde el primer día.

Angie dejó escapar un grito ahogado, saltó literalmente en un pie y se colgó de mi cuello.

—¡Amor, sí! ¡Qué lindo! ¡Nos vamos a Buenos Aires! ¿Cuándo, cuándo?

—La última semana de marzo. Pide vacaciones, o inventa gripe, pero te necesito allá de comienzo a fin. Además, viaja una colega mía que quizá lleve al novio, así que tendrás cómplice.

Sus ojos chispearon con ese brillo de estratega. Ya la veía calculando outfits y rutas de cafés porteños.

—Empiezo a revisar clima ya mismo —dijo, soltándome con un giro de falda—. Marzo es entrevero: blazer liviano, algo de cuero y, por supuesto, tacones para dejar huella en la 9 de Julio. Durante tus clases me perderé por San Telmo, y de noche… —alzó una ceja, mordiendo su labio— te mostraré lo que aprendí de tango.

La visión de su camisa etérea y el collar de plumas balanceándose selló la escena como un prólogo perfecto: Buenos Aires nos esperaba, y si su planificación habitual ya era impecable, ahora llevaba combustible de entusiasmo extra. Mientras ella buscaba el laptop para abrir un tab de vuelos internos y pronósticos de temperatura, comprendí que la noticia, por grande que fuera, quedaba ensombrecida por algo aún mejor: la felicidad reflejada en sus ojos cuando sabía que seguiríamos sumando ciudades, risas y –cómo no– escapadas clandestinas alrededor del mapa.

Mientras ella se dirigía a la cocina —la falda de cuero ajustándose a cada paso— giró la cabeza y añadió, a media voz:

—Por cierto, mi tia piensa que me fui a la playa con amigas. Le dije que vuelvo el domingo justo para almorzar con ella. Así que no hay prisa, compadre… —y me envío un guiño que prometía un fin de semana tan inolvidable como la noticia que acababa de darle.

Me apoyé contra el marco, observándola batir el pisco con la misma gracia con la que leía un poema. En ese instante entendí que cualquier ascenso, cualquier contrato, valía el doble si podía llegar a casa y encontrarla allí: con su collar de plumas, su camisa de gasa y la certeza imbatible de que todo—absolutamente todo—cobraba sentido a su lado.
 
buena historia , excvelente
 
Cuarenta y dos – BUENOS AIRES

El viernes 23 de marzo empezó con una prisa distinta. Angie llegó a mi departamento después del trabajo, su maleta de ruedas casi tan ligera como su entusiasmo. Habíamos contado los días desde que la empresa confirmó que mi curso bianual —ese que antes nos llevó a Panamá y Miami— ahora sería en Buenos Aires. Ella había armado el itinerario con precisión quirúrgica: volaríamos la medianoche del viernes para amanecer en Argentina, disfrutaríamos el fin de semana juntos, yo asistiría al curso de lunes 26 a viernes 30, y aquella misma noche volaríamos a Iguazú para pasar dos días entre las cataratas, regresando tarde el domingo a Lima. Angie había gestionado sus vacaciones, dicho a mi madre que viajaba con amigas, y revisados pronósticos de clima porteño para decidir si empacaba blazer o suéter liviano.

A las 22:00 pedimos un taxi. En la fila de embarque de Jorge Chávez, Angie llevaba jeans y un suéter fino; se aferraba a mi mano, nerviosa por el despegue. El vuelo, con mínima de turbulencias, nos concedió un par de cabeceos contra las ventanillas. Cada sacudida le hacía apretar mis dedos; yo le prometía que los aviones soportaban muchísimas más fuerzas. Al fin, a las 6 a. m., tocamos pista en Aeroparque. El taxi corporativo que debía esperarnos nunca apareció, así que vagamos por el vestíbulo de llegadas preguntando sin éxito. Entre risas somnolientas —y un poco de frustración— terminamos contratando un remís. En media hora nos dejaba frente a un hotel de cuatro estrellas en la zona de Retiro.

La recepción olía a café recién hecho y madera barnizada. Nos asignaron una habitación en el sexto piso: cama king, baño amplio, minibar lleno y una ventana que daba a una calle angosta, flanqueada por edificios de época. Angie se asomó, fascinada por los balcones de hierro forjado y la cortina tempranera de jacarandás.

Cerré la puerta; dejé caer el equipaje. Ella se giró y me lanzó una mirada traviesa.

—¿Sabes cómo se inaugura oficialmente un viaje? —preguntó, soltándose la coleta.
—Con un café porteño —aventuré.
—Equivocado, socio —replicó, dejando resbalar la chaqueta al suelo—. Con un “polvo de bienvenida” en la cama más grande que hemos visto en meses.

Se acercó, me desabotonó la camisa y me besó. El cansancio del vuelo se evaporó.

Nos besamos junto a la ventana. La luz gris azulada del amanecer pintaba su cuello. Deslicé la mano por su espalda, sintiendo la textura suave del suéter. Ella empujó mis hombros hasta que me senté al borde de la cama. Se arrodilló con calma, rozó mi muslo con sus dedos y, sin apartar la vista de la mía, me bajó el pantalón y comenzó a explorarme con la boca, despacio, sin prisas. Cada caricia era suave; el sonido lejano del tráfico matinal parecía un murmullo comparado con mi respiración acelerada. Se concentraba en el glande, ella sabía que así me volvía loco. Antes de perder el control, la atraje hacia mí.

—Ahora déjame a mí —susurré.

La recosté sobre el edredón blanco. Besé su frente, su clavícula, descendiendo en una línea que la hizo arquear la espalda. Mi lengua trazó pequeños círculos más abajo, sin tocar su vulva, solo en los alrededores, su pubis, su entrepierna, hasta que un suspiro tembloroso escapó de sus labios y sus manos se crisparon en las sábanas. En ese momento ataque su vulva con todo, mi lengua la exploraba con pasión, mis dedos buscaban su placer dentro de su vagina. Con paciencia dejé que su pulso escalara. Cuando me llamó por mi nombre —apenas un hilo de voz— supe que era momento de cambiar.

Se incorporó, guiando mis muñecas para que me tendiera boca arriba. Cruzó las piernas sobre mis caderas y comenzó a moverse despacio, marcando el ritmo con las caderas, las manos ancladas a las mías sobre el colchón. había un espejo largo discretamente colocado como para que, con una ligera inclinación, pudiéramos vernos desde la cama, yo veía su trasero subir y bajar y mi pene aparecer y desaparecer dentro de su vagina, brillante por su lubricación.

—Eres mi centro —murmuró, inclinándose para rozar mi frente.
—Y tú mi brújula —contesté, sintiendo cómo cada vaivén nos sincronizaba. Su respiración se volvió más corta, su latido más rápido. Con un estremecimiento silencioso, llegó al clímax; me besó, aun temblando, y se dejó caer sobre mi pecho.

Sin salirme de ella, nos giramos hasta quedar de costado, ella de espaldas, mi brazo rodeándole la cintura. Se lo hundí de nuevo con lentitud; nuestras piernas se entrelazaron. El movimiento era íntimo, envolvente: respiraciones acompasadas, murmullos de “te amo” que se mezclaban con el zumbido distante del aire acondicionado. Cuando la marea subió por segunda vez, sus dedos se aferraron a los míos; nuestros cuerpos temblaron a la par, exhaustos y satisfechos.

Quedamos abrazados, mirando cómo la luz ganaba intensidad tras la cortina. Angie pasó la yema del dedo por mi mejilla.

—Listo, ya inauguramos oficialmente Buenos Aires —bromeó.
—Y todavía falta San Telmo, La Boca, el tango… —enumeré.
—Y las cataratas —añadió, riendo.

Nos quedamos así, envueltos en el silencio dulce que sigue a la tormenta. Después de un rato, nos dimos una ducha, por supuesto juntos, nos cambiamos y salimos a caminar por Buenos Aires.

Angie colgó la cámara al cuello y yo cargué un plano turístico que terminaría arrugado en el bolsillo.

—Primera parada, Plaza de Mayo —dijo ella, sacudiéndome la mano como si ya hubiéramos perdido el autobús.

En realidad, todo estaba a pasos: la Casa Rosada brillaba rosada de verdad, custodiada por palomas y voces de guías turísticos. Angie me hizo posar delante de los balcones, “por si algún día das un discurso”, bromeó, y yo le devolví la foto con su mano extendida hacia las Madres que marchaban en espiral. Más tarde tomamos la Avenida de Mayo hasta desembocar en la Calle Florida. Entre músicos callejeros y vendedores de cuero, descubrimos las Galerías Pacífico: su cúpula pintada recordaba a una Capilla Sixtina en miniatura. Nos quedamos boquiabiertos, la cabeza hacia atrás, mientras los porteños pasaban apurados cargando bolsas.

—Podríamos quedarnos horas mirando frescos —susurró Angie.
—Tú míralos; yo miro cómo te iluminan la cara —respondí, haciendo que se enrojeciera bajo el mural celestial.

Al mediodía, el aroma a parrilla nos llevó a un bistró en Recoleta. Pedimos bife de chorizo, papas al romero y una copa de Malbec que tintineó como un brindis improvisado.

—A tu curso, a las cataratas y a todo lo que no sabemos aún —dijimos, chocando las copas.

A las dos ya abordábamos el bus turístico. Íbamos en el segundo piso para que el viento nos despeinara, narrador en español rioplatense contándonos historias de tango mientras cruzábamos La Boca y su estadio azul y oro. Bajamos en Caminito para besarnos entre fachadas de colores y bailar un amago de tango que arrancó aplausos de un par de señoras. En Colegiales posamos junto a la estatua de Mafalda, y Angie recitó un par de tiras cómicas que guardaba de memoria. Antes de caer la tarde fotografiamos el Monumental de River desde todos los ángulos. Nuestra noche terminó en el Puente de la Mujer abarrotado de gente. Al regresar al hotel, nos dolían los pies, pero sobraban sonrisas.

Angie cerró la puerta de la habitación y se estiró como una gata, dejando que el vestido de lino cayera con un suspiro al suelo.

—Terapia para pies cansados —anunció—: ducha tibia y cama grande.

Nos metimos juntos bajo la regadera mientras la ciudad encendía sus luces al otro lado del vidrio esmerilado. Después, desnudos y todavía húmedos, nos deslizamos entre las sábanas. Nos recostamos de lado, frente a frente, rodillas tocándose.

—Gracias por este día —murmuré, acariciándole la mejilla.
—Gracias por agarrarme la mano cada vez que me distraigo —respondió—. Así no me pierdo.

Empecé besándole la frente y descendí despacio por el puente de su nariz hasta su boca. Ella entreabrió los labios en un pequeño “hmm” de aprobación y dejó que mi mano explorara la curva de su cintura, su espalda, el latido suave en la base de su cuello. Acarició mi pecho con la yema de los dedos, contorneando cada músculo como quien dibuja un mapa secreto.

Se tendió de espaldas e invitó a que la abrazara desde arriba. La habitación se llenó del sonido de nuestras respiraciones: largas, profundas, sin la prisa de la noche anterior. Entré en ella, mirándola a los ojos, adoraba esa expresión de ella, cuando mi pene entraba en su vagina, nos unimos en un vaivén lento —primero ella marcando el ritmo con las caderas, luego yo guiando con la mano sobre su costado— hasta hallar un compás común. Sus dedos se enredaron en mi cabello; un susurro de “más cerca” me hizo hundirme un poco más, pegando el pecho al suyo, sintiendo cómo su corazón aceleraba al mismo tiempo que el mío.

Cuando la tensión creció, la ayudé a girar para abrazarla por detrás, posición de cuchara que nos permitía movernos con suavidad. Con cada balanceo la besaba en el hombro; ella apretaba mis manos sobre su vientre. Las palabras fueron suspiros: te amo, sí, así, no te detengas. Llegó a su clímax con un temblor breve y silencioso; yo la seguí poco después, dejándonos caer juntos sobre la almohada, aún enlazados.

Sin soltarla, la acomodé de nuevo boca arriba y me recosté a un costado, entrelazando nuestros dedos. La besé despacio; ella respondió con un roce suave de labios y dos palmadas cariñosas en mi mejilla.

—Así quiero terminar todos los recorridos turísticos —bromeó, la voz empañada de sueño.
—Trato hecho. Mañana buscamos otro mural para inspirarnos.

Nos cubrimos con la sábana; su pierna se entrelazó con la mía y el latido bajo su piel fue desacelerando poco a poco. Afuera, Buenos Aires seguía vibrando, pero, dentro de aquel cuarto, sólo quedaba la calidez de dos cuerpos exhaustos, satisfechos y listos para soñar las aventuras del día siguiente.

El domingo nos despertamos cerca de las ocho, todavía con la tibieza del sueño en los huesos y la pereza dulce que deja un día maratónico. El desayuno del hotel—medialunas, café fuerte y jugo de naranja—nos devolvió la energía justo a tiempo para lanzarnos a la feria de San Telmo. Calle Defensa se abría entre músicos de tango y puestos interminables: máscaras antiguas, lámparas de colores, cuero curtido que olía a aventura. Angie se enamoró de una casaca negra; yo la imité con otra marrón. Ella añadió dos bufandas tejidas a mano y un puñado de recuerdos diminutos. Entre regateo y fotos, el reloj voló: recién a las cinco nos sentamos en el mercado de San Telmo a saborear una generosa parrilla, asado como le dicen los argentinos, y un Malbec servidos en vasos de vidrio grueso.

Regresamos al hotel al filo de las ocho—rendidos, los pies doloridos pero el corazón ligero. Una ducha tibia borró el polvo porteño; el vapor dejó gotitas en su espalda, y aún antes de secarnos nos acercamos a besarnos, suaves al principio, luego más urgentes. Nos deslizamos a la cama; las sábanas estaban frescas, la ciudad zumbaba a lo lejos.

Nos cubrimos sólo con la luz de la lámpara. Angie quedó sobre la almohada, yo me acomodé encima, sosteniéndole el rostro con ambas manos. Fue un misionero lento: besos largos, susurros de “te quiero” y “gracias por hoy”. Cada movimiento era delicado, como si siguiéramos bailando entre los adoquines de San Telmo. Ella rodeó mi cintura con las piernas; nuestras respiraciones se acompasaron. El orgasmo llegó para los dos casi al mismo tiempo, en un murmullo compartido que se quedó flotando bajo el techo. Nos abrazamos, frentes pegadas, y dejamos que el latido volviera a su ritmo.

Veinte minutos después, ella giró la cabeza sobre mi pecho y dejó salir una risita traviesa.

—Buenos Aires necesita nuestro sello personal —susurró, mordiendo suavemente mi hombro.
—¿Cuál de todos? —pregunté, medio adivinando.
—El inolvidable —respondió, clavándome la mirada oscura—. Suave, como sólo tú sabes.

Saqué el tubo de lubricante que habíamos guardado en la maleta. Ella se arrodilló al borde de la cama; la habitación olía a nosotros y a vino, y las luces de la calle dibujaban reflejos sobre la pared.

Angie apoyó las manos en el colchón, con las rodillas apenas flexionadas. Apliqué el gel con calma, masajeando, escuchando su respiración alargarse. Entré despacio, asegurándome de que cada movimiento fuera suave y controlado. Ella soltó un suspiro entrecortado —mitad placer, mitad confirmación— y comenzó a mecer la cadera en un vaivén corto, pautado. Yo aumenté el ritmo y me apoyé un poco sobre su espalda, para acariciarle los senos. El primer orgasmo la sorprendió así, con la frente rozando la sábana y un “sí… así” y un grito orgásmico que se apagó en la almohada.

Nos recostamos de lado, espalda con pecho, un brazo suyo estirado hacia atrás para tocar mi rostro. El ritmo fue más pausado, la cercanía más íntima: podía besar la línea de su cuello, sentir cómo se erizaba bajo mis labios. Cada impulso la hacía suspirar mi nombre. Mi pene le entraba en el culo hasta el fondo, ¡como apretaba!! Cuando su segundo clímax la recorrió —un temblor suave, prolongado— le sostuve la mano hasta que la ola pasó.

Cuando su respiración se normalizó, Angie se puso más lubricante en el culo y me puso algo en el pene, se acomodó a horcajadas, de espaldas, apoyando las manos en mis muslos para controlar la profundidad. Giró el rostro para encontrar mi mirada por encima del hombro; la visión de su silueta recortada contra la lámpara me hizo perder la cuenta del tiempo. Mantuvo un balanceo sereno durante unos minutos, disfrutando de cada descenso. Cuando mi respiración se volvió irregular, ella aceleró apenas, guiándome al final. Llegué poco después, profundo, dejándonos a ambos sin aliento.

Se dejó caer sobre mí: latidos rápidos, un leve escalofrío que se disipó bajo mis caricias. Nos quedamos así, sin prisa, escuchando los autos lejanos y el rumor de un bandoneón callejero filtrarse por la ventana entreabierta.

—Ahora sí —susurró, girándose para besarme—. Buenos Aires lleva nuestro sello.
—Y todavía falta Iguazú —recordé, acariciando su mejilla.
—Con gusto inventamos otro sello allá —respondió, cerrando los ojos, sonriendo contra mis labios.

Nos cubrimos con la sábana, cuerpos cansados y felices, mientras la ciudad seguía vibrando al otro lado del vidrio.

La semana se deslizó como un tango bien marcado: yo en el hotel con conferencias desde las ocho, Angie recorriendo Buenos Aires con la misma pasión con la que arma un Excel.

El lunes decidió tomárselo con calma. Desayunó tarde, bajó a la piscina interior y leyó junto al ventanal hasta que la luz se volvió miel. Esa noche, cuando aparecí en la puerta a las cinco en punto, me recibió con una lista de planes y una copa de Torrontés:

—Hoy fui turista de hotel de lujo, pero mañana me lanzo a la calle —sentenció, brindando.

Nos dimos un paseo corto por Puerto Madero, cenamos empanadas salteñas y, ya en la habitación, celebramos el arranque de la semana con un encuentro lento, lleno de susurros y caricias pospuestas durante las horas de oficina.

Martes a jueves, Angie se convirtió en guía autodidacta. Salía después del desayuno con su mapa doblado como acordeón y volvía al lobby minutos antes de que yo saliera del salón de conferencias:

—Hoy descubrí la librería El Ateneo, una iglesia reconvertida en templo de libros; mañana tenemos que ir juntos —me contaba, chispazos en los ojos.
—Y yo aprendí a leer estados financieros en tres idiomas diferentes —bromeaba, medio envidioso.

Al caer la tarde, ella me llevaba de la mano a “sus” hallazgos: un café diminuto en Palermo donde el escaparate rezumaba medialunas de manteca, un anticuario en San Telmo repleto de gramófonos, un callejón en La Boca pintado de murales donde me colgó del cuello para robarme un beso. Después de cada excursión venía el ritual de la ducha y, casi sin transición, la cama: unas noches dejábamos que el cansancio dictara un compás reposado; otras, el entusiasmo nos arrastraba a un baile desenfrenado que apagaba cualquier resto de energía.

Para mí, el curso fue un territorio nuevo. Lunes y martes compartí aula con la fuerza de ventas, capacitación técnica, como la que yo había hecho en los cursos anteriores, pero desde el miércoles me sumaron a la sala de juntas de los gerentes. Presentamos planes, KPIs y proyecciones; descubrí que mi voz temblaba menos de lo que imaginaba cuando hablaba de estrategias a doce meses.

El viernes, poco antes del almuerzo de clausura, el gerente regional —el mismo que me tanteó en Panamá— me palmeó el hombro:

—Te luces en tu nuevo rol. Ya tengo presupuesto para ampliar el equipo de capacitación; quiero que sigas considerándolo. Mismo sueldo que ventas y viajes cada dos meses.
—Suena tentador —respondí, sintiendo la adrenalina de una puerta que se abría. Quedamos en hablarlo con calma.

A las tres en punto se cerró la última diapositiva, los aplausos marcaron el fin, y el salón se llenó de maletas rodando. Crucé corriendo el vestíbulo, subí en el ascensor y encontré a Angie empacando recuerdos: la casaca de cuero, las bufandas, un imán de Mafalda.

—¿Listo, gerente? —preguntó, cerrando la maleta con un clic.
—Listísimo, socia. Ahora empieza nuestra parte favorita del viaje.

Nos abrazamos largo. Desde ese momento, Buenos Aires quedaba atrás como telón de fondo; adelante nos esperaban los rugidos de Iguazú, dos días sin horarios y la certeza —refrescante como el vapor de las cataratas— de que cada paso que diéramos juntos sumaría otra ciudad, otra risa y, seguro, otra noche de hotel donde seguir escribiendo nuestra propia bitácora de amor y complicidad.

Después de casi dos horas de vuelo, aterrizamos en Puerto Iguazú, lado argentino, pero nos alojaríamos en un hotel del lado brasileño, encontramos mejores tarifas así. El calor húmedo de Foz do Iguaçu nos acompañó hasta la recepción del pequeño hotel de tres estrellas. Habitación sencilla, pero amplia; cama generosa y un baño de los que invitan a demorarse bajo el chorro. Después de dejar las maletas cenamos algo ligero en la cafetería y, todavía con la adrenalina del viaje, Angie sugirió estirar las piernas. El recepcionista confirmó que el barrio era tranquilo, así que salimos tomados de la mano, respirando esa mezcla de jazmín nocturno y hierba mojada.

Avanzamos una decena de cuadras casi desiertas hasta un centro comercial iluminado como un faro. Entre rótulos en portugués y música suave, nos divertimos descifrando ofertas, rellenando la cesta con cerveza artesanal, galletas y un par de chocolates brasileños. De regreso, el cielo parecía más profundo; la noche guardaba esa calma que invita a las confesiones.

Ya en la habitación, deshicimos las bolsas entre bromas:

—Dos países en un solo viaje —dijo Angie, alzando la cerveza como si brindara con la luna—. Brasil también merece su sello.

Nos encaminamos a la ducha; el vapor llenó el baño en segundos. Bajo el agua tibia comenzaron los besos, primero suaves, luego más atrevidos. Angie se arrodilló despacio, dejándose guiar por el murmullo del grifo; jugó un rato con mi pene, parecía como si conversara en un lenguaje secreto con él. Lo hizo crecer con sus manos y entonces lo introdujo en su boca. La combinación de su boca cálida y las gotas deslizándose por la piel me hizo cerrar los ojos, sosteniendo el azulejo para no perder el equilibrio. Quise devolverle el gesto y, entusiasmados, intentamos llevar la pasión un paso más allá, intenté penetrarla analmente, pero el agua no era aliada suficiente. Cuando tenía recién medio pene dentro de su culito, un ¡Ay! Me detuvo. Sonreímos entre jadeos.

—Necesitamos nuestro asistente incoloro —bromeé.

Salimos envueltos en toallas, buscamos el tubo de lubricante en la maleta y nos tumbamos sobre la cama, iluminados solo por la lámpara de pared.

Angie se recostó de lado, piernas ligeramente flexionadas. Apliqué el gel con calma, masajeándolo hasta notar cómo la tensión cedía. Ella disfrutaba ese masaje, sus gemidos bajitos me lo confirmaban. Entré despacio, sin prisas; ella enlazó sus dedos con los míos, apoyados junto a su rostro. El movimiento fue contenido, rítmico; cada susurro suyo me guiaba con claridad. Le besaba el cuello y la espalda, ella volteaba la cabeza buscando mi boca, mientras decía que me amaba, que era mía, que le hacia el amor riquísimo. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo —un primer orgasmo breve y dulce— y reposó un momento, respirando hondo.

Se incorporó para quedar a horcajadas, espalda recta, sosteniéndose en mis hombros. Esta postura le permitió marcar un compás más profundo, pero igualmente tranquilo: se movía con elegancia, ojos cerrados y labios entreabiertos. La veía absorber cada sensación, subir la intensidad como una bailarina conocedora del escenario. Yo le acariciaba las nalgas y por momentos los senos, ella bajaba de rato en tato a besarme, pero más estaba erguida, así mi pene entraba hasta el fondo, se lo tragaba todo. Cuando alcanzó el segundo clímax, se inclinó hacia adelante y me abrazó por completo; sentí su pulso acelerado junto a mi pecho.

Con delicadeza la recosté boca arriba; las piernas de Angie rodearon mi cintura con confianza. Le puse más lubricante y la penetré, esa conexión era más íntima. Mantuvimos un vaivén constante, ya sin palabras: tan solo respiraciones que se intercalaban, miradas fijas, caricias que reafirmaban la promesa de siempre. Pocos minutos después, el calor en mi vientre se convirtió en oleada; me dejé llevar, aferrado a su espalda, bajando el ritmo, sentía como mi pene latia dentro del culo de Angie, mientras mi semen salía en tres o cuatro chorros. Me quedé ahi hasta que el temblor se deshizo y quedó solo la quietud.

Nos quedamos abrazados, la frente contra la frente, escuchando fuera un coro lejano de grillos. Angie acarició mi barbilla con el pulgar y sonrió:

—Brasil aceptó nuestro sello.

Respondí con un beso suave en su mejilla húmeda. Nos paramos, fuimos a la ducha y luego nos metimos a la cama. El aire acondicionado murmuraba, y entre el aroma de jabón y el recuerdo del agua tibia, nos adormecimos: dos viajeros satisfechos, con la promesa líquida de las cataratas aguardando al otro lado del amanecer.

El sábado empezó antes de que amaneciera del todo: despertamos con un beso lento, y la pereza se convirtió en un encuentro todavía más pausado, casi silencioso, abrazados entre las sábanas — el telón perfecto antes de la excursión. A las seis y media ya estábamos duchados, con las mochilas listas, bajando a un desayuno exprés de pão de queijo y café negro. A las 7:05 salimos al pórtico; cinco minutos después llegó el bus turístico que nos conduciría al lado argentino de Iguazú.

El trayecto incluyó una parada breve en el Parque das Aves: un túnel verde donde los tucanes parecían posar a propósito. Pero lo verdaderamente imponente nos aguardaba más allá. Al bajar en el parque nacional, el rumor de la Garganta del Diablo nos envolvió incluso antes de verla. Caminamos pasarelas que se perdían entre bruma y arcoíris; cada tramo parecía una postal recién estrenada. Angie posaba entre los saltos de agua con la sonrisa más amplia que le he visto, los mechones mojados pegados a las mejillas. Yo le sacaba fotos, ella me devolvía el favor; a veces pedíamos ayuda a otros turistas para un retrato juntos y terminábamos besándonos justo en el clic.

Llegamos de vuelta al hotel rondando las seis. Tras dejar las cámaras a cargar, caminamos dos cuadras hasta un rodizio: espadas rebosantes de picanha y costilla circulaban entre las mesas; salimos rodando de satisfacción. Ya en la habitación, la ducha caliente se volvió imprescindible.

El vapor llenó el baño y empañó el espejo. Nos deslizamos bajo el chorro, de pie, frente a frente; el agua caía sobre nuestros hombros y hacía que cada caricia resbalara como un hilo cálido. Angie entrelazó los dedos detrás de mi cuello y pegó su cuerpo al mío; abrió un poco más sus piernas y yo guie mi pene erecto dentro de ella, su vagina estaba más mojada y caliente que la ducha. Nuestros labios se buscaron mientras mis manos seguían la curva de su espalda. Mantuvimos ese compás tranquilo, balanceándonos apenas, hasta que su respiración se volvió más corta y susurró mi nombre contra el roce del agua; un estremecimiento le recorrió el vientre — su momento llegó, manso y profundo, al abrigo del sonido del agua.

Sin romper la cercanía, se giró despacio, apoyando las palmas en la pared de azulejos, la frente descendida en un gesto confiado. La abracé desde atrás, tomándole los senos, mientras lo masajeaba, retomando el ritmo que el chorro marcaba sobre nosotros. La penetré de un solo empuje, pero lento, para que sienta entrar cada centímetro de mi pene, ella soltó un solo gemido. Cada movimiento era firme pero sereno; el vapor nos envolvía como un velo. Tres minutos después, el calor en mi pecho se desbordó; apoyé la frente entre sus omóplatos y dejé que el clímax me alcanzara, al mismo tiempo que el agua seguía corriendo, arrastrando el cansancio del día.

Nos quedamos así un instante, respirando juntos, antes de cerrar la llave y envolvernos en las toallas. Afuera, la noche de Foz do Iguaçu callaba; dentro, solo quedaba el murmullo satisfecho de dos viajeros que acababan de añadir un nuevo recuerdo —y un nuevo sello— a su ruta compartida.

Nos despertamos el domingo todavía con el sonido lejano de las cataratas metido en los oídos. La primera luz se filtraba por la cortina y, casi en automático, nos dimos los buenos días con un beso que terminó extendiéndose hasta que nuestras sábanas se enredaron ―un encuentro breve pero lleno de esa ternura que siempre nos recordaba por qué lo hacíamos: más que rutina, era la forma de decir “aquí estoy, todo tuyo”. Después de una ducha rápida ―el vapor aún perfumado con el aroma a jabón de maracuyá del hotel― bajamos a desayunar; media hora más tarde ya teníamos las mochilas listas y esperábamos el bus de la excursión.

El lado brasileño de las cataratas nos regaló otra perspectiva: pasarelas suspendidas sobre un mar de espuma, arcoíris que parecían brotar de las rocas y esa bruma fina que humedecía la piel como lluvia ligera. Tal vez el circuito era más corto, pero la sensación seguía siendo igual de sobrecogedora. Angie y yo nos deteníamos cada pocos metros para retratar la caída de agua o retratarnos a nosotros mismos, abrazados, con el telón blanco rugiendo detrás.

Regresamos al hotel pasadas la una de la tarde; hicimos el registro de salida, dejamos las maletas encargadas y salimos en taxi hasta la Triple Frontera. Descubrimos que el “punto exacto” donde se tocan Brasil, Argentina y Paraguay está realmente en medio del río; aun así, el mirador era hermoso: dos cursos de agua confluyendo y tres banderas agitándose al viento. Nos quedamos un par de horas tomando fotos y dos cervezas frías que supieron a despedida.

De vuelta al hotel, recogimos el equipaje y partimos al aeropuerto de Foz do Iguaçu. El vuelo incluía una escala de dos horas en Río; el tiempo parecía suficiente hasta que Angie empezó a curiosear boutiques y terminó probándose blusas. Cuando el letrero cambió a “última llamada”, tuve que rescatarla casi a rastras, ella riendo con dos bolsas repletas.

El trayecto a Lima resultó sereno: dormimos casi todo el camino, cabeza con cabeza, como dos niños exhaustos. A las once y media pisamos suelo limeño; en el taxi paramos primero en casa de mi madre. Angie me besó largo, prometiendo que el lunes por la tarde ocuparía su semana habitual en nuestro departamento. Luego seguí rumbo a casa, aún con la maleta llena de recuerdos y la sonrisa sin borrar.

Casi a medianoche abrí la puerta del depa. Dejé las maletas en la sala y me eché sobre la cama sin siquiera quitarme los zapatos. Mientras el cansancio me vencía, repasé mentalmente los murales de San Telmo, la bruma de Iguazú, el portugués improvisado y las risas que parecen no acabarse nunca cuando ella está cerca. Me dormí con una certeza: cada sello que Angie y yo poníamos en un mapa era, al final, solo una excusa para seguir construyendo la versión más feliz de nosotros dos.

Los meses siguieron rodando; Angie mantuvo su coreografía de viajera —la primera semana de cada mes tomada como rehén por nuestro departamento— y en el trabajo le llovían reconocimientos. Yo le hacía bromas de accionista fantasma cada vez que la veía llegar con un nuevo informe de metas cumplidas; ella respondía sacándome la lengua y guiñando un ojo, la señal de que la oficina podía esperarnos, pero nuestro universo no. Y así, sin escándalo, con la complicidad de un par de ladrones de tiempo, dejamos que el amor continuara creciendo, tan silencioso como las raíces que echan los mangos al borde de la vereda: nadie las ve, pero una mañana el árbol estalla en frutos y todo el barrio se entera de golpe que ha estado madurando en secreto.



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Cuarenta y cuatro – ACERCA DE LA INFEDELIDAD

Ese mes de octubre del 2012, viajé a Huancayo por trabajo. El aire de Huancayo todavía guardaba el frío de la madrugada cuando el bus de Cruz del Sur estacionó en la plataforma. Marcaban las 6:30 a. m. y yo ya llevaba diez minutos paseándome en círculos, las manos en los bolsillos, atento a la puerta de descenso. Angie fue la primera en aparecer: jeans oscuros, una chompa crema y un vaso humeante de café que podía haberle prestado calor para una provincia entera. Cuando me vio, alzó la mano libre y sonrió con esa mitad de la cara que siempre me desarma.

—¿Mucho frío, señorita viajera? —pregunté mientras le quitaba el carry-on.

—Con este cafecito sobrevivo —respondió, dándome un beso rápido, casi helado. Después me abrazó bien fuerte—. Y contigo, claro.

Caminamos hasta el taxi que ya esperaba. En el breve trayecto, Angie pegó la frente a la ventana empañada:

—Mira esas montañas, amor. Parece que nos vigilaran.

—Las Wankas dicen que son abuelas petrificadas —expliqué—. Cuidan el valle.

El conductor sonrió por el espejo, orgulloso de su leyenda. Diez minutos más tarde, el hotel “El Andén” nos recibió con paredes de adobe pintadas de blanco y un zaguán perfumado a eucalipto. Dejamos las maletas y bajamos al comedor para un desayuno sencillo: mate de coca, pan serrano y queso fresco.

—¿Plan matutino? —pregunté mientras le llenaba la taza.

—Plaza Constitución, la catedral y todo lo que me quepa antes de verte a la hora del almuerzo —enumeró, sacando el móvil—. Prometo enviarte fotos, gerente.

Nos despedimos en la puerta del hotel con un beso un poco más largo y la promesa de vernos a las tres. Yo enfilé hacia la clínica; ella se perdió entre los portales de la plaza, todavía dorados por la luz temprana.

Angie cruzó la Plaza Constitución entre puestos de chullos y se detuvo en la Catedral: incienso, madera antigua y un retablo cusqueño que fotografió para mí con la nota: “Tienes que verlo en persona”. Luego visitó el Parque de la Identidad Wanka: muros labrados, puentes miniatura, flores de cantuta y la escultura del danzante de tijeras; me mandó un selfie preguntando si me animaba a bailar esa noche.

A las tres y media salí de la clínica con la corbata ya aflojada, pero con la satisfacción de que la venta ya estaba concretada, habría buenas comisiones este mes. Apenas crucé el lobby del hotel, la vi. Angie agitaba una bolsa color tierra con el logo de un sombrerero de Hualhuas.

—¡Mira lo que encontré! —exclamó, sacando un sombrero blanco de ala ancha decorado con cinta carmesí—. ¡Tu madre va a verme y va a querer uno igual!

—Si te queda tan bien, le compro media docena —respondí, girándola para besarle la sien.

De la mano, nos internamos en la Feria Artesanal de la Calle Real. Olía a madera recién pulida y lana caliente. Nos detuvimos ante mates burilados de Cochas, minuciosos como filigrana; Angie acariciaba cada dibujo con las yemas. Más allá, telar tras telar exhibía ponchos y chalinas; eligió tres y me pidió votar.

—La ocre combina con tus ojos —dictaminé, mientras la vendedora reía.

Yo me encapriché con una flauta andina. El primer intento de soplido produjo un chillido agudo que hizo voltear a medio pasillo; Angie casi dobló de la risa.

Pagamos las compras y, antes de salir, ella deslizó la mano bajo mi codo.

—Ven, tengo una travesura en mente.

Me llevó detrás de un puesto de cerámicas, donde un corredor estrecho desembocaba en un patio sin tránsito. Allí, entre pilas de lanas apiladas y costales de quinua, me enredó el cuello con la chalina nueva y me atrajo hasta que nuestras bocas se encontraron. El primer beso fue tierno; el segundo ya llevaba ganas contenidas desde la mañana. Nos besamos sin medir el tiempo, diez minutos de susurros y respiraciones que se encendían mientras el bullicio de la feria sonaba lejos. Yo le metí las manos dentro de su pantalón y le acariciaba las nalgas.

—Nos van a descubrir —alcancé a decir entre sus labios.

—Que descubran —murmuró, mordiendo suavemente mi labio inferior antes de separarse—. Pero mejor dejamos algo para más tarde.

Con las mejillas encendidas tomamos un taxi al Cerrito de La Libertad. La ladera quedó atrás y el viento del atardecer nos envolvió al subir los últimos peldaños: el valle del Mantaro se teñía naranja y lavanda.

A las seis repicaron las campanas. Sentados en el muro, Angie jugueteaba con su sombrero mientras yo lograba arrancar una nota dulce a la flauta.

—Solo necesitabas inspiración —susurró.
—Siempre la encuentro contigo —respondí, y la chalina ocre ondeó como bandera privada mientras el sol se escondía tras los cerros.

Regresamos al hotel cerca de las ocho; el ascensor delataba la urgencia de nuestras manos entrelazadas. Al cerrar la puerta, el cuarto se transformó en el único mundo que importaba.

Angie se quitó la chalina, la dejó caer al suelo y me atrajo con un tirón de la casaca. El primer beso fue un choque de risas contenidas y deseo atrasado. Casi sin palabras nos despojamos de la ropa—botones saltaban, la camisa se quedó colgando de la lámpara de pie; yo sentía el pulso golpearme en las sienes.

Angie apoyó la espalda en la madera clara, mi mano sujetó su cadera, ella solo tenía su pequeño calzoncito, yo ya estaba totalmente desnudo. Pase mi mano por su espalda, mientras la otra le acariciaba el trasero buscando su vagina, ella abrió un poco más las piernas y mis dedos exploraron esa cueva húmeda y caliente. Luego la penetré y la urgencia se volvió un vaivén rápido, jadeante, que duró lo justo para recordarnos cuánta gasolina quedaba en el cuerpo.

Nos llevamos esa pendiente a la cama; ella montó sobre mí, marcando el ritmo con las caderas, el cabello cayendo como una cortina caliente sobre mi rostro. Era una diosa salvaje montando mi pene. Cuando su respiración se cortó en un gemido suave, un temblor recorrió su vientre—su clímax llegó, cálido y envolvente.

No tardé en girarla para acunarla entre mis brazos, entrelazados frente a frente: un movimiento firme que, tras apenas tres minutos de su último suspiro, me llevó a mi propio final, profundo, liberador. Nos quedamos quietos, sudorosos, compartiendo un silencio roto sólo por el latir desbocado, la altura también hacia lo suyo.

A las nueve, la lámpara de la mesilla arrojaba un círculo dorado. Angie yacía con la cabeza en mi pecho; nuestros alientos se habían normalizado. Conversamos sin apuro: ella contó, entre carcajadas, cómo mi madre le había relatado mi primer día de escuela—mochila más grande que mis piernas y llanto que inundó el aula; yo describí la reunión con los directivos de la clínica y el aplauso final cuando presenté cerramos el trato.

En algún punto, Angie acarició la línea de mi pecho.

—Amor, pronto cumplimos ocho años —susurró Angie, seria, el rostro a un palmo del mío—. Dime la verdad… ¿no te cansas de mí? ¿Jamás sientes curiosidad por otra mujer?

El cuarto se encogió alrededor de su pregunta. Le sostuve la mirada; vi miedo, pero también una fe enorme pidiendo que la cuidara.

—Escúchame bien —respondí, bajando la voz hasta casi un murmullo—: contigo lo tengo todo. Tengo amor, tengo dedicación, tengo cuidado… y sí, tengo el mejor sexo que he tenido nunca. No me falta nada; no necesito buscar afuera algo que ya me llena por dentro. El día que me faltes tú, faltará quien soy yo.

Ella exhaló, como si soltara un peso que llevaba años sobre el pecho, pero volvió al ataque:

—¿Ni siquiera miras? ¿Ni un poquito?

—Mirar no es lo mismo que desear. Una cara bonita me durará tres segundos en la memoria. Contigo tengo ocho años de hoguera, no una chispa.

Angie apoyó la mano en mi mejilla, los ojos brillándole.

—Entonces déjame corresponderte: contigo estoy completa. Me siento llena, tuya; ni se me cruza la idea de mirar a otro lado. Hasta me daría asco —sonrió, negando con la cabeza—. Nadie me toca como tú, nadie me cuida como tú. Si algo llegara a faltarme, te lo diría antes de convertirlo en secreto.

—Eso es todo lo que pido —contesté—: nada de silencios que se vuelvan grietas. Si un hueco aparece, lo tapamos juntos.

—Prometido —respondió, y un alivio dulce se reflejó en sus pupilas.

Nos sellamos la boca con un beso largo, sin prisa, como estampando un contrato de futuro. El viento altoandino siseaba en el ventanal, pero adentro quedó sólo la respiración acompasada de dos personas que se lo dijeron todo y, al hacerlo, encontraron una paz nueva, firme, hecha de palabras francas y amor sin miedo.

El silencio que siguió a nuestro pacto estaba cargado de una corriente suave; era como si cada palabra sincera hubiese dejado la piel especialmente sensible. Angie se acercó primero: rozó mi nariz con la suya y, antes de besarme, dejó escapar un suspiro que parecía decir “gracias”. Respondí pegando mi frente a la suya. Ninguno tenía prisa; queríamos que el cuerpo repitiera en su idioma lo que la voz acababa de declarar.

Nos acomodamos despacio. Ella quedó boca arriba, la sábana bajó hasta su cintura; la luz tenue dibujaba un contraste de brillos y sombras sobre sus clavículas. Al entrar en ella lo hice con lentitud, sosteniendo la mirada como si temiera perderme un matiz de sus ojos. Las caderas avanzaban y retrocedían en un vaivén consciente, medido, cada movimiento un “te elijo” pronunciado sin sonido. Sentí el calor envolvente y, a la vez, la calma de encajar en un lugar destinado.

Sus manos subieron a mi rostro, enmarcando mis mejillas; los pulgares trazaban líneas suaves en mis pómulos. Yo recorrí su cintura con las yemas de los dedos, subiendo hasta rozar el borde de sus costillas, bajando otra vez como quien acaricia un instrumento querido. No había urgencia, solo esa atención total que convierte cada centímetro en territorio sagrado.

El ritmo se mantuvo sereno; nuestras respiraciones, sincronizadas, llenaban la habitación de un leve jadeo acompasado. Cuando Angie empezó a arquear la espalda, un temblor casi imperceptible le recorrió el vientre. Murmuró mi nombre, primero como pregunta, luego como certeza; respondí inclinándome más y hundiendo la frente en su cuello, justo cuando ella se dejó llevar y su cuerpo se contrajo en un pulso profundo. Seguí moviéndome, mientras ella me apretaba contra su cuerpo, su orgasmo fue prolongado, algunos minutos después, contuve el aliento dos, tres segundos, y la seguí en la ola; sentí cómo mi pulso retumbaba contra su pecho, mientras mi orgasmo me estremecía.

Nos quedamos unidos, todavía dentro, respiraciones volviendo poco a poco a ritmo normal. Mis dedos entrelazaron los suyos sobre la almohada; sentí la tibieza de su palma y el leve temblor que quedaba. Angie apoyó la mejilla en mi hombro, su aliento cálido rozando mi clavícula. Cerró los ojos y, con una sonrisita casi inaudible, murmuró:

—Ocho años… y todavía me haces sentir sensaciones nuevas...

Besé su frente. Afuera, el murmullo de la sierra era un hilo lejano; adentro, el silencio se llenó de dos corazones latiendo al compás, como un recordatorio de que la promesa recién hecha no era solo de palabras, sino de cada latido, cada caricia, cada “te elijo” que el cuerpo sabrá repetir mientras le queden fuerzas.
 
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