Desperté con el cuerpo aún pesado, la garganta en carne viva y una sensación de calor en el pecho que no se iba, pese a la noche de descanso. La fiebre no había cedido del todo. A mi lado, Angie dormía profundamente, con una pierna cruzada sobre las mías, el cabello desordenado y su rostro sereno, respirando al ritmo lento de quien no tiene apuro en despertar.
No quise moverme. Ni tenía fuerzas, ni quería interrumpir esa paz que parecía haber conseguido después de un día tan largo. Pero ella se despertó igual, como si su cuerpo estuviera programado para sentir el mío.
—¿Cómo amaneciste, amor? —murmuró con los ojos apenas entreabiertos.
—Mal… —le dije, con voz ronca—. Como si me hubieran atropellado.
Ella sonrió con ternura, se estiró apenas y luego se levantó sin decir nada. La vi caminar desnuda hacia el baño, y luego a la cocina y al rato volvió con una toalla húmeda y una taza caliente en la mano.
—Infusión. Manzanilla con miel y limón. Y paracetamol. Hora exacta —me dijo, casi como una enfermera experta.
Me ayudó a sentarme, me puso la toalla fresca en la frente y me dio la taza. Su forma de moverse era tan natural, tan dedicada, que por momentos me olvidaba que vivíamos una ventura prohibida, la sentía mi mujer, como si el mundo ya supiera que ella lo era.
La fiebre me hacía sudar, pero no temblar. Eso ya era un alivio. Y el solo hecho de tenerla cerca hacía que lo demás importara menos.
A media mañana, sonó el teléfono. Era mi hermano.
—¿Cómo estás, viejo? —preguntó, directo.
—Todavía con fiebre… pero ya un poco mejor —respondí con dificultad.
—¿Te hidrataste? ¿Comiste algo?
—Sí. Angie me está cuidando como si fuera un anciano con tres días de vida.
Escuché su risa al otro lado de la línea.
—Ya te dije que la muchacha muere por ti.
La frase quedó flotando en el aire, aún después de colgar. Y sí, quizá no sabía cómo llamarlo, pero lo que Angie hacía por mí… no lo hacía cualquiera.
Luego de la llamada, fuimos a la sala. Caminé despacio, con ella sosteniéndome del brazo. Nos sentamos en los sillones, uno al lado del otro, con una manta encima de mis piernas.
El sol de la mañana entraba por la ventana, y todo tenía ese aire lento de los días en pausa. Ella me acomodó los pies, me volvió a tocar la frente y se sentó conmigo, sin distracción alguna.
—¿Quieres que te lea algo? —preguntó.
—No. Solo… quédate —le dije.
Y se quedó. En silencio. Conmigo. Cuidándome.
Estábamos sentados frente a frente, cada uno en su sillón. Ella con las piernas cruzadas, el cabello aún húmedo por la ducha de esa mañana, y ese aire despreocupado que tanto me gustaba. Pero la distancia me incomodaba. No por necesidad física, sino por costumbre emocional: ella estaba mejor a mi lado.
—Angie… —dije con voz suave— mejor vente aquí conmigo.
Si no te contagié haciendo el amor… no te voy a contagiar ahora.
No necesitó más. No pasaron ni dos segundos y ya estaba a mi lado, como si su cuerpo hubiera estado esperando la orden. Se acomodó en el sillón, muy pegada a mí, sin dejar de sonreír.
Era deliciosa la sensación de tenerla así. A pesar de que ambos llevábamos ropa ligera, sentía su calor, su suavidad, su frescura. Era como abrazar algo que al mismo tiempo reconforta y revive.
Nos pusimos a hablar. Sin guion. Sin rumbo. Hablamos de sus clases, de ese libro que no encontraba y que parecía perseguirla en todas las librerías sin éxito. Nos reímos de una profesora que tenía voz de caricatura. De su cuaderno de apuntes, que era un caos lleno de colores y papelitos doblados.
Y entre broma y broma, comenzamos a imaginar otra escapada. Lo decíamos sin planes concretos, pero con la ilusión vibrando en el aire.
—¿Y si nos vamos a la playa el próximo feriado?
—O al Cusco…
—O a Cajamarca, que tú no conoces…
Hablábamos así, como quien lanza botellas al mar sabiendo que alguna llegará a tierra firme.
Mientras hablábamos, nuestros cuerpos también conversaban. Sin urgencias. Sin deseo. Nos acariciábamos de forma casual, como si nuestras manos fueran extensiones naturales del cariño. Ella deslizaba su mano por mi muslo, y yo acariciaba su cintura, o su espalda. A veces su pecho, o mi entrepierna. No había morbo. No había intención. Era simplemente ese lenguaje íntimo de quienes ya no tienen que pedir permiso. Toques suaves, casi reverenciales, que decían: “este cuerpo lo conozco, lo cuido, es mío”.
El ambiente era tibio, como si el tiempo se hubiera estirado para regalarnos un par de horas más a solas.
Y entonces, sin mirarme, con la cabeza recostada sobre mi pecho, Angie rompió ese hilo con una pregunta:
—¿Tú crees que tu ex podrá rehacer su vida?
Lo dijo sin dramatismo. Sin un dejo de celos. Solo con esa curiosidad tranquila y madura de quien quiere entender al otro por completo.
Me tomé un segundo antes de responder. No porque no supiera qué decir, sino porque quería que lo sintiera sincero.
—Espero que sí —le dije al fin—. De verdad lo espero.
La he visto mal… apagada. Hasta resentida.
Yo quisiera que encuentre su camino. Que se reconstruya.
De verdad quisiera que… que llegue un Angie a su vida.
Ella no dijo nada enseguida. Solo asintió muy despacio, su mejilla contra mi pecho, como si el latido le diera la respuesta que necesitaba.
Después de un breve silencio, mientras su cabeza seguía recostada sobre mi pecho y mis dedos jugaban distraídos con su cabello, fui yo quien habló.
—Angie…
Ella levantó apenas la mirada, sin moverse, solo escuchando con esa atención completa que me daba siempre.
—En un par de meses sale la sentencia —dije en voz baja, casi como si pensara en voz alta—. Tengo que escribirla en RENIEC. Y cuando saque mi nuevo DNI… va a decir “divorciado”.
Ella no respondió de inmediato. Solo esperó, entendiendo que no había terminado.
—Pero tú sabes que eso no cambia mucho las cosas entre nosotros, ¿verdad?
Entonces me miró. No con sorpresa. No con duda. Me miró con esa mezcla de ternura, convicción y firmeza que siempre aparecía cuando el amor entre nosotros se volvía serio. Cuando el juego daba paso a lo esencial.
—Lo sé —dijo, con una sonrisa pequeña, de esas que no se ven, pero se sienten.
—Es solo un dato —añadí—. Un estado civil en un documento.
Lo nuestro… no lo define eso.
—Exacto —respondió ella—. Lo nuestro no necesita etiquetas.
Yo no necesito que diga “soltero” o “divorciado” para saber que estás conmigo.
—Porque por más libre que ahora esté… por más que legalmente pueda casarme con quien sea… contigo no puedo. Nunca podré. Ya lo sabes.
—Sí, Primix… lo sé —dijo ella, levantando apenas el rostro para mirarme.
Sus ojos tenían algo nuevo. No tristeza, no resignación amarga. Era una aceptación profunda, dulce. La de quien ha elegido un camino, aunque duela.
—Igual tú y yo no podremos nunca casarnos. Ni convivir como una pareja normal. Siempre seremos lo que somos… el tío y la sobrina. O los primos, como quieran vernos.
—Pero igual seguiremos juntos, ¿no? —pregunté, sabiendo la respuesta, pero queriendo oírla de su boca.
—Por supuesto, Primix. Este divorcio es solo un papel que firmaste para no tener problemas más adelante. Yo no necesitaba ese papel para amarte.
Me conmovió su forma de decirlo. Sin dramatismo, sin exigencias. Solo amor, puro y claro.
—Y yo no quiero que te cases con nadie más —me dijo, sin titubeos—. Yo no quiero compartirte.
Nos quedamos en silencio unos segundos. Luego ella se incorporó un poco, me miró directo a los ojos, seria.
—Tú alguna vez quisiste tener un hijo, ¿verdad?
La pregunta me tomó por sorpresa. Sentí que se abría una puerta hacia un lugar que no me había atrevido a visitar desde hacía tiempo.
—Sí… con mi exesposa. Era una ilusión. Pero ahora… no sé. He dejado eso atrás.
Ella respiró hondo. Me miró con esa mirada suya que parecía saber lo que yo pensaba antes de decirlo.
—Primix, yo he pensado en eso. A mí… me gustaría tener un hijo contigo.
—¿Qué? —dije, abriendo los ojos.
—No ahora, no te asustes —aclaró enseguida, con una sonrisa—. Primero quiero terminar mi carrera, trabajar, valerme por mí misma. Como tú me dijiste en el hotel. Pero… lo he pensado. Me gustaría. Un hijo tuyo.
Yo seguía en silencio. Ella no parecía tener solo veinte años y un sueño de cuentos. Tenía una claridad que me desarmaba.
—Es más —siguió—. Si un día tú decides dejar de trabajar, porque quieres escribir, o dedicarte a la fotografía… yo te mantengo, Primix. No me haría problema. De verdad y para eso debo ser exitosa.
Me reí, entre incrédulo y emocionado.
—Angie, te estás adelantando muchísimo, ¿no? ¿Cómo se te ocurre? ¿Cómo tendríamos un hijo tú y yo?
Ella se rio también, bajando la tensión.
—Obviamente no vamos a salir en una foto tú besando mi barriga y yo mostrando el ultrasonido, pues. Yo podría decir que decidí ser madre soltera. Que me hice una inseminación artificial.
—¿Y yo sería el “donante anónimo”?
—Sí, y esta sería mi cánula de inseminación —dijo tocándome con una sonrisa traviesa, mientras sus dedos bajaban lentamente hasta mi entrepierna.
—Ay, Angie… siempre con tus ideas tan locas.
—No son tan locas —me dijo seria otra vez—. ¿Y si el niño sale igualito a ti, sabes que diría?
—¿Qué vas a decir?
—La genética, Primix. ¡La genética! Finalmente somos familia… ¿no?
Y soltó una carcajada de esas que nacen desde el vientre, tan suya, tan libre. La abracé fuerte, mientras sentía que lo que parecía imposible empezaba a tomar forma, aunque fuera en un rincón escondido del futuro.
Un hijo con Angie.
Solo pensarlo me estremecía.
Porque con ella… todo podía pasar.
Me besó. Largo. Con los labios suaves y la respiración acompasada. Su cuerpo se fue acercando más al mío. Y yo respondí, como siempre, como si su piel fuera una llamada que no podía ignorar. Nos acariciamos lentamente. No hubo prisa. Nos dejamos llevar.
Fue un encuentro distinto. Comenzó como una danza lenta, íntima, donde cada caricia parecía preguntarse si podía ir más allá. Pero a medida que avanzábamos, algo se encendió. Ella tomó mi pene entre sus manos, lo acariciaba, lo besaba, lo lamia, pero no lo metía en su boca, solo jugaba con él, solo cuando estuvo totalmente erecto, lo introdujo suavemente en su boca.
Yo estaba sentado en la cama y ella echada entre mis piernas, terminó de jugar con mi miembro y subió besándome cada parte de mi tórax, hasta que se sentó y se introdujo mi muchacho. Comenzó a moverse suavemente, pero aumentó el ritmo hasta el frenesí, saltaba furiosamente sobre mi erecto falo, hasta que el placer la doblegó. Se dejó caer en la cama, ofreciéndome su sexo, abierto y húmedo, la puse piernas al hombro y la penetré con ritmo intenso por varios minutos, hasta que exploté dentro de ella…
Esa noche dormimos profundamente, sin interrupciones, como si el cuerpo supiera que ya no tenía que estar en alerta. A mí me hacía falta el descanso, todavía me sentía algo débil por la enfermedad. Pero también sabía que, para Angie, dormir abrazada a mí era una forma de descanso emocional. La notaba más serena, más tranquila. Era como si nuestro cuerpo le diera paz, como si mi calor fuera su refugio.
El sábado nos encontró desnudos y abrazados, enredados en las sábanas con la familiaridad de quienes ya no se buscan, porque se tienen. Habíamos despertado cerca de las siete, como ya se había vuelto costumbre. Además, la noche anterior habíamos dormido temprano.
Me sentía mejor. Todavía tenía un leve fastidio en la garganta, pero ya no había fiebre ni ese dolor muscular que me había tumbado los días anteriores. Me levanté despacio y fui al baño. Al regresar, encontré a Angie sentada en la cama, estirándose con pereza, con el cabello despeinado y una sonrisa de esas que hacen que el día empiece bien, aunque no hayas tomado café.
—¿Y qué haremos hoy día, amor? —me preguntó con voz todavía adormilada.
Me senté a su lado y le respondí con una media sonrisa:
—Bueno… no sé. Habrá que arreglar la casa. Recuerda que mi madre ya llega el lunes.
Angie se llevó una mano a la cabeza y abrió los ojos como si de pronto recordara una fecha de examen olvidada.
—¡Verdad que la tía llega! —dijo—. Se nos acabaron las vacaciones. Se nos acabó la luna de miel.
—Sí —asentí—. Así que hay que disfrutar estos dos días al máximo. Los últimos del paraíso clandestino.
Ella se dejó caer de nuevo sobre la cama, riendo, y me miró con esa mezcla suya de ternura y travesura.
—Está bien —dijo—. Limpiaremos todo, borraremos cada huella de nuestras travesuras. Sábanas, toallas, aromas, todo.
Hizo una pausa, me miró directo, y con una sonrisa pícara añadió:
—Pero primero… ven aquí y hazme el amor.
No lo dijo como una orden, ni como un juego. Lo dijo como quien reclama lo que le pertenece. Como quien entiende que hay placeres que se deben vivir antes de que llegue el lunes. Antes de que regresen las rutinas, las puertas cerradas, los silencios forzados.
Me acerqué a ella sin apuro, como si cada paso hacia su cuerpo fuera parte del ritual. Estaba recostada en la cama, con las piernas medio abiertas, la sábana apenas cubriéndole la cadera. Me esperaba. Lo vi en sus ojos. Esta vez no era ternura. No era necesidad de calma ni de abrigo. Esta vez era fuego. Un llamado profundo y sin palabras. Su respiración ya era más rápida, como si la sola expectativa encendiera algo en ella.
Me incliné para besarla, pero ella me detuvo con una mano en mi pecho.
—No despacio… —susurró—. Esta vez no.
Ese "esta vez no" me atravesó como una chispa.
Se incorporó, me besó con hambre. Sus labios, calientes, tomaban los míos con una urgencia antigua, acumulada. Me montó a horcajadas y comenzó a mover la cadera con una provocación que me hizo gemir antes de entrar en ella. Jugaba con mi deseo, guiándolo, provocándolo hasta volverlo insoportable.
—Hazme tuya —me dijo al oído—. No como ayer. No como enfermo.
Hazme el amor como si no existiera nadie más.
Y entonces la tomé. Con fuerza. La empujé sobre la cama, le abrí las piernas sin pedir permiso y la penetré de un solo movimiento, profundo, brutal, exacto. Ella gritó sin miedo, como si por fin hubiera vuelto a casa.
—¡Sí… así! —jadeó—. ¡No pares!
El ritmo fue rápido desde el principio. Desesperado. No buscábamos delicadeza. Buscábamos desahogo. Pertenencia. Locura.
Mis caderas golpeaban las suyas con fuerza, su cuerpo se arqueaba bajo el mío, recibía todo, lo pedía todo. La tomaba por las muñecas, por la cintura, por el cuello. Y ella lo aceptaba todo. Me respondía con gemidos salvajes, con sus uñas rasgando mi espalda, con sus piernas clavadas en mi cintura para que no pudiera salir de ella.
La volteé, la tomé desde atrás, con la mano sobre su espalda baja, marcando el ritmo. Su cuerpo se abría por completo. Sus gemidos eran jadeos rotos, promesas sin palabras.
—Eres mía… —le dije entre dientes, perdido en su cuerpo.
—¡Siempre…! —gritó—. ¡Tuya… toda…!
La llevé al borde varias veces, la saqué antes del final, la hice rogar y temblar. Me miraba con los ojos vidriosos, la boca entreabierta, sudando como si el mundo se acabara en esa cama.
La monté de nuevo, esta vez boca arriba, y me perdí en sus ojos mientras entraba en ella con fuerza, pero ahora con un ritmo más controlado. Quería verla venirse. Quería mirarla romperse bajo mí.
Cuando llegó, su cuerpo se tensó por completo. Se arqueó con violencia, me apretó con las piernas, su rostro se contrajo en una expresión sublime de placer y abandono. Gritó mi nombre, me dijo cosas que ya no eran racionales. Y yo la seguí. Hundido en ella, apreté los dientes y me dejé ir.
La eyaculación fue profunda, intensa, total. Como si algo más que semen saliera de mí. Como si me vaciara en su interior y quedara colgado de su cuerpo, agotado, temblando, feliz.
Quedamos tendidos, sudados, jadeantes. Mis labios rozaban su frente, su pecho subía y bajaba aún agitado.
No dijimos nada. No hacía falta.
Solo nuestras respiraciones sincronizadas, los cuerpos entrelazados, la humedad entre sus piernas y las mías, y ese silencio lleno de sentido.
Porque no era solo sexo.
Era pertenencia.
Era amor en estado salvaje.
Nos quedamos un rato más en la cama, sudados, abrazados, respirando el eco del amor recién hecho. Pero sabíamos que el reloj no se iba a detener por nosotros. Que la vida, fuera de esas sábanas, seguía su curso.
Nos levantamos lentamente, aún con las piernas un poco temblorosas. Entramos juntos a la ducha, esta vez sin juegos, sin provocaciones. Era una ducha rápida, práctica, necesaria. Agua tibia que corría por nuestros cuerpos con el propósito simple de volvernos presentables. Nos enjabonamos entre risas, y sin proponérnoslo, nos despedimos —aunque solo por unas horas— de esa intensidad carnal que nos había consumido toda la mañana.
Al salir, nos vestimos con ropa cómoda y fuimos a la cocina a preparar un desayuno ligero. Nos mirábamos con esa complicidad silenciosa que nace después del amor intenso, cuando no quedan palabras, solo la satisfacción.
—Bueno —dije, mirando alrededor—, a trabajar. Hoy no somos amantes. Hoy somos… personal de limpieza.
Angie rio y alzó una escoba como si fuera una espada.
—Vamos a borrar todas nuestras huellas… que no quede rastro de esta luna de miel ilegal.
Y comenzamos.
Sala. Dormitorio. Baño. Cocina.
Cada ambiente tenía su historia.
Después de almorzar, no nos provocó regresar a la cama. Nos dirigimos a los sillones, esos mismos que habían sido testigos de caricias robadas, besos urgentes, juegos nocturnos en silencio y grandes sesiones de sexo. Pero esta vez no había deseo contenido ni urgencia. Solo queríamos estar juntos. Sentarnos. Acurrucarnos. Hablar.
Y lo hicimos.
Ella se acurrucó a mi lado, con la cabeza en mi hombro, una pierna sobre la mía. Y comenzamos a conversar como siempre: como amantes, sí, pero también como los grandes amigos que siempre fuimos.
Hablamos de cosas nuestras, de recuerdos tontos, de proyectos, de lo que haríamos si tuviéramos un fin de semana más. Y también, de la gente. Opinábamos, sobre todo, entre risas y frases sueltas.
Y entonces, sin pensarlo mucho, le solté la pregunta.
—Angie… ¿y en la universidad no tienes algún pretendiente?
Ella me miró con una ceja arqueada, entre divertida y sorprendida.
—Tú eres una mujer muy hermosa —continué—. No creo que pases desapercibida.
Ella sonrió con picardía, como si ya hubiera estado esperando que preguntara.
—Sí… hay dos chicos que me paran echando maíz —dijo, con una risa suave—. Pero la verdad, yo ni los miro.
—¿No? —pregunté, medio en broma, medio en serio.
—Lo siento por ellos, Primix —dijo, besándome el brazo—. Pero tú has dejado la valla muy alta. A veces hasta me incomodan. Siempre con sus insinuaciones, preguntando si ya tengo planes, que si salimos a estudiar, que si me invitan un café…
—¿Y qué les dices?
—Que tengo novio. Que estoy muy enamorada. Que no insistan. Pero claro, ya sabes cómo son. Dos muchachos ahí, tercos como perros callejeros.
Me reí. Pero por dentro, sentí algo más. No celos. Era otra cosa. Un instinto.
—No sería mala idea que un día me recojas de la universidad —añadió ella—. Como hacías del trabajo. Solo para que sepan.
—¿Marcar territorio? —le pregunté con una sonrisa torcida.
—Exactamente. No está mal que sepan que tengo dueño.
—Sí… —dije en voz baja, asintiendo con la cabeza—. Creo que es una buena idea.
Ella me miró con ternura. Luego apoyó la cabeza en mi pecho otra vez.
No hacía falta más. Ni juramentos ni escenas. Bastaba esa conversación sencilla para recordarnos que estábamos eligiéndonos a diario.