Mi Sobrina - Amante

Diecinueve – EL DIVORCIO

Volví a casa cerca de las cinco. Al abrir la puerta y verla en la sala, supe que algo no estaba bien. Angie estaba sentada con la mirada baja, tensa.

—¿Qué pasó, amor? —pregunté.

—Hoy trajeron un papel para ti. Creo que es del juicio de divorcio.

Sentí un golpe en el estómago. Sabíamos que esto venía, pero verlo en papel lo hacía real. Era la citación a la audiencia única.
—¿Y? —preguntó.

—Es para el jueves. Última audiencia.

Ella asintió, caminó hacia la ventana. Luego me miró.
—¿La volverás a ver?

No era celos, era miedo. Miedo de que algo cambiara.

—Solo quiero que esto termine. Por mí. Por nosotros.

Me abrazó fuerte.
—Entonces ve —me dijo—. Y cierra esa historia.

Recuperó su alegría con esa rapidez suya.
—¿Te preparo algo rico? —me ofreció.

—Lo más rico en esta casa eres tú. Pero sí, tengo hambre.

—Lomito al toque —me dijo sonriendo.

Entré a ducharme. Al salir, el olor a carne me dio paz. Puse los platos. Comimos entre risas, como si ese sobre no existiera. Luego fuimos a la habitación. Nos quitamos la ropa, nos abrazamos. Solo queríamos sentirnos.
En la cama, me habló con un tono distinto.

—¿Te puedo preguntar algo? Quiero sinceridad.

—Dime.

—¿Qué pasa si ella quiere volver?

La miré.
—No quiero un amor parchado. Te quiero a ti, así, entera, real. Y aquí me quiero quedar.


Ella no dijo nada. Me abrazó con una fuerza que me estremeció. Me besó como si quisiera dejar su nombre en mi piel. Y me hizo el amor con la intensidad de quien ama sin reservas, como si ese momento fuera un pacto silencioso entre los dos. Me besaba con desesperación, bajo hasta mi miembro, lo besaba, lo lamia con avidez, cuando se lo metía en la boca, lo succionaba como queriendo sacarme la esencia y quedársela.

Luego se subió sobre mí, no como otras veces, no con la calma de quien se acomoda, sino con la urgencia de quien quiere devorarme. Se puso en cuclillas sobre mi pene, y con una mano se abrió suavemente para dejarse caer sobre él, mirándome fijo, con los labios entreabiertos por el placer.

Apoyó ambas manos en mi pecho y comenzó a moverse, primero lento, profundo, sintiéndome dentro, cada vez más húmeda, más caliente. Sus caderas dibujaban círculos, luego subía casi hasta salirse por completo y volvía a hundirse con fuerza, dejando escapar pequeños gemidos que se mezclaban con mi respiración agitada. Yo veía mi miembro brillar entre sus labios vaginales, entrar y salir de su sexo empapado, mientras todo su cuerpo vibraba de deseo.

Sentí cómo me exprimía, cómo cada embestida me arrancaba el aliento, hasta que ya no pude más. Me vine dentro de ella, profundo, largo, temblando bajo su cuerpo que también se estremecía. No se movió más. Se dejó caer sobre mí, aún con mi miembro palpitando dentro de su interior caliente.

Me besó, esta vez despacio, como si me agradeciera con los labios. Y me dijo al oído, con voz ronca, suave: “Soy tuya, Primix… solo tuya.”

Se durmió sobre mí, con mi sexo aún dentro del suyo, atrapado, todavía tibio, todavía parte de ella. sentía parte de mi semen, mezclado con sus jugos, que goteaba sobre mi pelvis, no me importaba. Yo la abracé así, sin querer romper ese lazo. Cuando el sueño comenzaba a tomarme, la giré con cuidado, la acomodé a mi lado, la cubrí con la sábana y me quedé dormido abrazándola, con el cuerpo agotado y el corazón pleno.

El despertador sonó puntual, como todos los días, con esa precisión implacable que nos arrancaba de nuestro mundo privado. Apenas abrí los ojos, la vi dormida a mi lado, su respiración pausada, su piel tibia junto a la mía. Pero esa mañana desperté con deseo. No solo con ganas de su cuerpo, sino de ella entera, de su amor, de su complicidad, de ese modo tan suyo de entregarse sin reservas.

Me acerqué a ella en silencio, comencé a besarle los hombros, el cuello, despacio. Ella apenas se movía, pero su cuerpo respondía, como si me esperara. Bajé por su espalda, acariciándola con mis labios, hasta que mi boca encontró ese sur que ya conocía, pero que cada vez sentía como nuevo. Ella suspiró, se aferró a las sábanas y abrió sus piernas para mí, dándome todo sin decir una sola palabra.

La besé con devoción, saboreando su humedad que crecía con cada movimiento de mi lengua. Sus caderas comenzaron a moverse con ritmo, como si buscaran más. Entonces subí, me coloqué sobre ella y la miré a los ojos. Sonrió apenas, en medio de su placer, y entrelazó sus piernas en mi cintura. La penetré con suavidad, dejando que nuestros cuerpos se encontraran sin apuro, solo sintiendo.

Nos movimos lento, en un vaivén de caricias, de suspiros y miradas. El sol apenas despuntaba y ya estábamos llenos del uno al otro. Era nuestra forma de decirnos "buenos días", de empezar la jornada reafirmando lo que éramos: dos cuerpos que se buscaban, pero también dos almas que se habían elegido.

Quedamos tendidos uno junto al otro, en silencio. Nuestros cuerpos aún se tocaban, sudados, tibios, satisfechos. La respiración se fue calmando poco a poco, como si el mundo recuperara su ritmo después de ese paréntesis de pasión. La miré: tenía los ojos cerrados y una expresión serena, como si estuviera flotando en algún lugar entre el sueño y el gozo. Yo solo podía pensar en lo afortunado que era de tenerla ahí, de sentirla tan mía, tan nuestra.

Acaricié su cabello, la línea de su espalda, hasta que se dejó ir del todo al descanso. Me levanté en silencio, no quería perturbar ese momento sagrado de su descanso. Me fui al baño, me di una ducha rápida, dejando que el agua tibia arrastrara los restos de deseo que todavía llevaba en la piel. Salí sintiéndome liviano, casi renovado.

Preparé algo ligero para el desayuno, solo un café y un par de tostadas. Mientras comía, pensaba en ella. En su manera de tocarme, de mirarme, de entregarse

Regresé a la habitación. La luz del día comenzaba a colarse entre las cortinas. Angie seguía dormida, envuelta entre las sábanas, con una pierna descubierta y el cabello desordenado sobre la almohada. Tenía clases recién a las nueve y media, así que no quise despertarla. Solo me acerqué despacio, me incliné sobre su rostro y le di un beso suave, apenas un roce de labios.
Me fui en silencio, con una sonrisa tonta dibujada en la cara.

Era miércoles, y regresé a casa cerca de las seis. Al abrir la puerta, la vi sentada en la mesa de la sala, rodeada de libros, con el cabello recogido y un polo suelto sin sostén. Su short apenas cubría. Era una provocación sutil.

Le di un beso, ella sonrió sin dejar de escribir. Me fui a la cocina, preparé un revuelto con queso y tomate. Serví la mesa.
—¿Comes aquí o en la cocina? —Espérame un rato, amor.

Fueron quince minutos. Se sentó frente a mí, su short subía provocador. Comimos entre miradas y risas. Me preguntó cómo estaba.
Su pregunta no era por el trabajo, sino por la citación judicial sobre la mesa. Le dije que con ella, todo se resolvía.

Esa noche, casi completamos la "Lista del Amor": hicimos el amor en el comedor, la lavandería, el baño. Solo dejamos una habitación sin marcar, tal vez a propósito. Caímos exhaustos en la cama. La casa olía a piel y libertad.

A las cuatro de la mañana desperté con fiebre, sudoroso, el cuerpo me dolía. Fui a la cocina tambaleando, bebí agua. Al volver, Angie estaba sentada, preocupada. Me tocó la frente, salió por el termómetro. Casi treinta y nueve.

Me arropó, preguntó si podía faltar al trabajo. Yo dudaba. Le pedí paracetamol y algo caliente. Regresó con una taza y el medicamento. Llamé a mi hermano, médico cardiologo: "Estoy mal, y hoy es la audiencia de divorcio". "Voy en veinte minutos", respondió.

Angie se alarmó, comenzó a recoger su ropa esparcida por el cuarto. Estaba en mi polo y nada más. En ese caos, sonó el timbre. Ella se vistió rápido, salió y lo recibió como "prima".

Mi hermano entró con naturalidad. Revisó mi garganta, fiebre, me recetó algo. Angie, en modo prima preocupada, comentó que ya me había dado medicina. Le dije que ese dia era la audiencia final del divorcio y no queria postergarla. Mi hermano recomendó ir en taxi y que alguien me acompañara. Ella no dudó: "Voy con él".

—Y hermano, enséñale a manejar a la muchacha, que hace todo por ti.

—Muere por ti —dijo. Esa frase nos quemó. Nos miramos. Rápido, intenso, pero discreto.

Al irse, Angie me cuidó como si fuera frágil. Me dio una infusión, comida suave. Me ayudó a ducharme, a vestirme. No era sexo, era cuidado, amor sincero. Me peinó, me abotonó. Subimos al taxi tomados de la mano. Aún tiritaba, pero con ella a mi lado, me sentía fuerte.


 
En el camino, Angie me miró.
—¿Quieres que te espere abajo?

Negué con la cabeza.
—No. Tú entras conmigo. Ese sitio no es para que estés sola.

—Ok —respondió sin dudar—. Yo subo contigo.

Llegamos al edificio del Poder Judicial. Presentamos los documentos. Por suerte, no le hicieron problema. Revisaron su DNI y la esquela, y nos dejaron pasar.


Subimos en un ascensor lento. Aún faltaban quince minutos. Nos sentamos al fondo del pasillo. La luz era blanca, de hospital. El ambiente, tenso. Parejas murmuraban sus finales.

Me recosté contra la pared, cerré los ojos.
—Angie… no me siento bien.

Ella apretó mi mano.
—Tranquilo. Falta poco.

Me miró con ese amor callado que sostiene sin exigir. Entonces la vi.

A lo lejos, venía mi exesposa. Recta, paso firme, ojos al frente. Sentí una punzada. No era dolor, era el peso del cierre.

Angie no se movió. No apretó más mi mano. Solo estuvo. Como siempre. Como quien ama sin competir.

El taconeo de mi exesposa retumbó. Nos pusimos de pie. La saludé con un beso en la mejilla. Sin hostilidad. Solo el eco de lo que fue.

Sus ojos pasaron de mí a Angie. Ya se conocían. Pero esa mirada fue otra cosa.

—Angie —dijo—. ¿Qué haces por acá? Qué bueno verte.

Angie dudó apenas, respondió con voz firme.

—Está un poco enfermo. Su hermano lo vio esta mañana. Me pidió que lo acompañe.

Ella asintió. Ni aprobación ni molestia. Solo un “ya veo”.

—Ah… pero hubieses postergado —me dijo.

—No. Hay que terminarlo ya.

Se sentó frente a nosotros. Sacó unos papeles. Angie y yo no hablamos. Solo esperábamos. Yo seguía débil, pero ella, con su sola presencia, me sostenía.

Pasaron veinte minutos. Nos llamaron.

Me puse de pie. Angie me miró: “Aquí estoy para ti”. Sentí sus ojos en mi espalda cuando entré. No eran reproche. Eran promesa.
Dentro, todo fue frío. Jurídico. Preguntas sabidas, firmas listas. Cuarenta minutos después, todo había acabado.

Al salir, Angie seguía ahí. Como una promesa. Mi ex y yo nos miramos. Ni abrazos ni rencor. Solo un gesto solemne.

—Cuídate —dijo.

—Tú también.

Se fue sin mirar atrás.

Angie se levantó y me tomó del brazo. No dijo nada. Solo me acompañó en silencio al ascensor.

Salimos, tomamos un taxi. Ella tomó mi mano. Yo la apreté, agotado, agradecido.

El viaje fue en silencio. El aire cargado de ese silencio dulce que compartes con quien te conoce.
Llegamos a casa. El taxi nos dejó en la esquina. Caminamos en silencio.

Al entrar, me dejé caer en el sillón. Angie se sentó frente a mí, pero no duró ni cinco segundos. Se levantó, se arrodilló frente al sillón y me miró.

¿Me puedes contar?

—Por supuesto, amor… pero ven aquí.

Le tomé la mano. No la dejé subir de inmediato.

—El único momento en que tú tienes que estar de rodillas frente a mí… —hice una pausa dramática, jugando con la voz ronca— …es cuando me la mames.

Solté una risa ronca. Ella abrió los ojos, indignada, y me empujó suave en el pecho.
—¡Eres un idiota! —dijo entre risas y vergüenza.

Se sentó en mi regazo con naturalidad, como si ese fuera su lugar en el mundo. Pero de pronto me invadió el recuerdo de mi fiebre, del sudor, de mi debilidad.
—No, Angie, mejor no —le dije con preocupación—. Quedate en tu sillón. Te voy a contagiar.

—No me importa —susurró—. Cuéntame.

Volvió a su lugar, pero no se alejó del todo. Se acurrucó en el sillón, frente a mí, con las piernas cruzadas y las manos listas para tocarme si lo necesitaba.

Y ahí, de pronto, sentí que toda la fortaleza que había sostenido durante el día… se desmoronaba. Toda esa energía que ella me había prestado se agotó de golpe. Ella no fingía fortaleza. Ella simplemente era fuerte. Y ahora podía dejarme caer. Dejar que me cuidara. Que me engriera.

Angie me acariciaba el brazo con la yema de los dedos mientras le contaba. Yo hablaba lento, con pausas, tragando saliva para no toser.

—Fue muy formal —le dije—. Frío. Mecánico. La jueza leía todo con ese tono que ya tiene automatizado. No había emoción.
Ella me escuchaba sin interrumpirme. Solo asentía.

—Cuando llegó el momento clave… la jueza preguntó si insistíamos en divorciarnos. Y por un instante, juro que sentí que ella —mi exesposa— dudó. Fue una mirada, un segundo. Pero después dijo "sí".

—¿Y tú? —preguntó Angie, bajito.

—Yo no dudé. Para mí… eso ya estaba cerrado. Ya lo tenía claro. Lo había cerrado hace tiempo. Lo confirmé hoy.

Ella suspiró. Se levantó, vino a mi lado y, sin decir nada, me abrazó por los hombros. Yo cerré los ojos y apoyé la cabeza contra su pecho.

No dijo nada más. No lo necesitaba. Su silencio hablaba mejor que cualquier frase.

Fuimos a mi cuarto, el cuerpo me pedía descanso. Me recosté en la cama ella a mi lado. Quise besarla. Tenía los labios cerca de los suyos, a solo un suspiro de distancia, pero me detuve a medio camino, recordando que podía contagiarla. Me alejé apenas unos centímetros, frustrado por mi propio cuerpo. Pero ella no dudó. Acortó el espacio entre nosotros y fue ella quien me besó, con firmeza, con dulzura.

—Angie… te voy a contagiar —susurré con voz ronca.

—No me importa —respondió, con una sonrisa tierna y desafiante—. Además, yo soy joven. Tengo mejores defensas que tú, viejito.
Me quedé en silencio un segundo. Esa palabra… “viejito”. Era la primera vez que me lo decía. Y aunque sonaba a broma, por dentro sentí, con nitidez, los diez años que nos separaban.

—¿Así que viejito, ah? —respondí con una risa cansada—. Viejo es el mar… y todavía se sigue moviendo.

Ambos estallamos en risas suaves. La habitación se llenó de ese calor especial que brota cuando el amor y la confianza desarman todo lo demás. La risa alivió la fiebre. O al menos, la hizo irrelevante.

Angie se lanzó sobre mí, comenzó a hacerme cosquillas, a jugar como si quisiéramos espantar el cansancio y el malestar a carcajadas. Nos revolcamos entre las sábanas como dos adolescentes fugitivos. Cuando menos lo pensé, su cuerpo ya estaba enredado con el mío. Mi mano, guiada por la costumbre del deseo, se deslizó bajo su polo. Sentí su piel, suave, tibia, como un refugio. Ella me besaba el cuello, bajaba hacia el pecho, y sus dedos recorrían mi cuerpo con una mezcla de ternura y fuego.
Pero entonces se detuvo. Su mano, sobre mi abdomen, se quedó quieta.

—Amor… estás ardiendo. Tienes fiebre otra vez. ¿Cómo vamos a hacer el amor así? Estás loco… para.

—No quiero parar —susurré, sin dejar de acariciarla.

Ella me miró, respirando agitada, como si estuviera debatiéndose entre el instinto y el sentido común. Sus ojos decían deseo. Su cuerpo gritaba por mí.

—No sé si cuidarte… o dejarme llevar —murmuró.

—Haz las dos cosas —le dije al oído.

No hubo más discusión. En segundos estábamos desnudos. Nos besábamos con hambre lenta, con una pasión paciente, de esas que no apuran, que saben que lo importante no es llegar, sino quedarse. El calor de mi cuerpo enfermo parecía haber despertado un nuevo tipo de deseo. Más animal. Más tierno. Más urgente.

Ella repetía entre suspiros:
—Estás con fiebre… amor, para…

Pero no se alejaba. No se quitaba. No me detenía. Su boca decía una cosa, pero su cuerpo otra. Me abrazaba con fuerza, me besaba con hambre, sus caderas buscaban las mías con una determinación que no dejaba dudas.

Me acomodé sobre ella, con cuidado, y comencé a besarla con lentitud. Del cuello hacia abajo, como si cada centímetro de su piel fuera un idioma que conocía de memoria. Me detuve en sus senos, los adoré con la boca, con la lengua, con esa mezcla de necesidad y gratitud. Ella arqueaba el cuerpo, me rodeaba con las piernas, me guiaba sin hablar.

Cuando volví a su boca, me besó como si le faltara el aire. Luego, se acomodó suavemente bajo mí, abriéndose con una naturalidad casi instintiva, ofreciéndose sin necesidad de palabras.

La miré a los ojos mientras la penetraba despacio. Ella soltó un gemido entre risa y asombro:
—Tu pene está… ¡súper caliente! Me estás quemando…

Reímos juntos, entre jadeos y besos. Había algo hipnótico en ese contraste: mi cuerpo sudado, febril, y su frescura envolviéndome como un bálsamo. Hacer el amor así, en ese estado, era otra cosa. Una mezcla de delirio y plenitud, como si nuestros cuerpos supieran que, aun en el límite, podían encontrarse y sostenerse.

Nos movíamos lento, en un vaivén casi onírico. Como si el mundo afuera no existiera. Como si las sábanas fueran un universo completo. Angie me hablaba al oído:
—No te esfuerces… despacio… así… así está bien…

Pero a la vez me exigía con sus piernas, con sus gemidos contenidos. Me pedía más. Me pedía todo. Y yo le daba todo. Aunque me doliera el cuerpo, aunque ardiera, yo le entregaba hasta lo que no sabía que tenía.

El clímax nos encontró uno a continuación del otro, ella todavía estaba en los espasmos finales del suyo, apretándose a mi espalda, cuando yo le llené la vagina con mi semen caliente. Como debía ser. Terminamos abrazados, respirando fuerte, sudados, pero felices.

—Creo que he descubie
rto una nueva terapia contra la fiebre —dijo, acariciándome el pecho.

—Sí… deberíamos patentarla —respondí, entre risas y jadeos.

El silencio que siguió fue sagrado. No el incómodo. El que se da cuando dos cuerpos y dos almas se han dicho todo.
Después de unos minutos, Angie se levantó, fue a la cocina, y volvió con una taza de limonada caliente con miel y mis medicamentos en la otra mano. Se sentó a mi lado y me ayudó a tomarlo todo como si fuera parte del ritual de amarse.

Cuando se metió de nuevo en la cama, me abrazó por la espalda y empezó a jugar con mis dedos. Los acariciaba con paciencia, como si estuviera leyéndolos, como si cada línea le revelara algo de mí: quién era, qué sentía, qué había sido y qué vendría.

Ella se tendió boca arriba en la cama, el cabello desparramado sobre la almohada, la piel aún tibia y suave por el encuentro. Se acomodó contra las sábanas con ese gesto despreocupado y delicado que solo tienen las mujeres que se sienten seguras en su lugar. Yo, con movimientos lentos, me eché sobre su regazo. No había ninguna intención sexual en ese gesto. Solo buscaba su frescura, su alivio. El contraste entre mi cuerpo aún febril y el suyo, fresco y apacible, era como recostarse sobre agua clara.

Tenía sus pechos a la altura de mi rostro, suaves, cercanos, redondos. Pero no me provocaba ni besarlos ni tocarlos. Solo el roce ligero con mi mejilla era un consuelo. El simple contacto con su piel era como un bálsamo.

Cerré los ojos y respiré profundo. Ya no era sexo. Ya no era erotismo.

Era amor. Era cuidado.

Estábamos en ese juego sin juego, en ese espacio entre el silencio y la ternura, donde dos personas se entienden más por el tacto que por las palabras.

Entonces, ella rompió el silencio.
—Amor… no me dijiste que habías pedido los dos días de vacaciones.

Abrí los ojos, sonreí.
—La verdad… era una sorpresa —respondí con voz baja—. Sabía que la audiencia no iba a ser fácil. Quería pasar la tarde contigo… sin apuros, sin distracciones. Y después pensé… si ya mi madre regresa la próxima semana… ¿por qué no hacer que este fin de semana sea solo nuestro?

Ella no dijo nada de inmediato. Solo me abrazó más fuerte. Me envolvió con sus brazos y me sostuvo como si esa fuera su forma de decir “gracias”.

—Me encanta —dijo finalmente— cuando, incluso en tus momentos difíciles, piensas en cómo estar conmigo.

 
Desperté con el cuerpo aún pesado, la garganta en carne viva y una sensación de calor en el pecho que no se iba, pese a la noche de descanso. La fiebre no había cedido del todo. A mi lado, Angie dormía profundamente, con una pierna cruzada sobre las mías, el cabello desordenado y su rostro sereno, respirando al ritmo lento de quien no tiene apuro en despertar.

No quise moverme. Ni tenía fuerzas, ni quería interrumpir esa paz que parecía haber conseguido después de un día tan largo. Pero ella se despertó igual, como si su cuerpo estuviera programado para sentir el mío.

—¿Cómo amaneciste, amor? —murmuró con los ojos apenas entreabiertos.

—Mal… —le dije, con voz ronca—. Como si me hubieran atropellado.

Ella sonrió con ternura, se estiró apenas y luego se levantó sin decir nada. La vi caminar desnuda hacia el baño, y luego a la cocina y al rato volvió con una toalla húmeda y una taza caliente en la mano.

—Infusión. Manzanilla con miel y limón. Y paracetamol. Hora exacta —me dijo, casi como una enfermera experta.

Me ayudó a sentarme, me puso la toalla fresca en la frente y me dio la taza. Su forma de moverse era tan natural, tan dedicada, que por momentos me olvidaba que vivíamos una ventura prohibida, la sentía mi mujer, como si el mundo ya supiera que ella lo era.

La fiebre me hacía sudar, pero no temblar. Eso ya era un alivio. Y el solo hecho de tenerla cerca hacía que lo demás importara menos.

A media mañana, sonó el teléfono. Era mi hermano.

—¿Cómo estás, viejo? —preguntó, directo.

—Todavía con fiebre… pero ya un poco mejor —respondí con dificultad.

—¿Te hidrataste? ¿Comiste algo?

—Sí. Angie me está cuidando como si fuera un anciano con tres días de vida.

Escuché su risa al otro lado de la línea.

—Ya te dije que la muchacha muere por ti.

La frase quedó flotando en el aire, aún después de colgar. Y sí, quizá no sabía cómo llamarlo, pero lo que Angie hacía por mí… no lo hacía cualquiera.

Luego de la llamada, fuimos a la sala. Caminé despacio, con ella sosteniéndome del brazo. Nos sentamos en los sillones, uno al lado del otro, con una manta encima de mis piernas.

El sol de la mañana entraba por la ventana, y todo tenía ese aire lento de los días en pausa. Ella me acomodó los pies, me volvió a tocar la frente y se sentó conmigo, sin distracción alguna.

—¿Quieres que te lea algo? —preguntó.

—No. Solo… quédate —le dije.

Y se quedó. En silencio. Conmigo. Cuidándome.

Estábamos sentados frente a frente, cada uno en su sillón. Ella con las piernas cruzadas, el cabello aún húmedo por la ducha de esa mañana, y ese aire despreocupado que tanto me gustaba. Pero la distancia me incomodaba. No por necesidad física, sino por costumbre emocional: ella estaba mejor a mi lado.

—Angie… —dije con voz suave— mejor vente aquí conmigo.
Si no te contagié haciendo el amor… no te voy a contagiar ahora.

No necesitó más. No pasaron ni dos segundos y ya estaba a mi lado, como si su cuerpo hubiera estado esperando la orden. Se acomodó en el sillón, muy pegada a mí, sin dejar de sonreír.

Era deliciosa la sensación de tenerla así. A pesar de que ambos llevábamos ropa ligera, sentía su calor, su suavidad, su frescura. Era como abrazar algo que al mismo tiempo reconforta y revive.

Nos pusimos a hablar. Sin guion. Sin rumbo. Hablamos de sus clases, de ese libro que no encontraba y que parecía perseguirla en todas las librerías sin éxito. Nos reímos de una profesora que tenía voz de caricatura. De su cuaderno de apuntes, que era un caos lleno de colores y papelitos doblados.

Y entre broma y broma, comenzamos a imaginar otra escapada. Lo decíamos sin planes concretos, pero con la ilusión vibrando en el aire.

—¿Y si nos vamos a la playa el próximo feriado?
—O al Cusco…
—O a Cajamarca, que tú no conoces…

Hablábamos así, como quien lanza botellas al mar sabiendo que alguna llegará a tierra firme.

Mientras hablábamos, nuestros cuerpos también conversaban. Sin urgencias. Sin deseo. Nos acariciábamos de forma casual, como si nuestras manos fueran extensiones naturales del cariño. Ella deslizaba su mano por mi muslo, y yo acariciaba su cintura, o su espalda. A veces su pecho, o mi entrepierna. No había morbo. No había intención. Era simplemente ese lenguaje íntimo de quienes ya no tienen que pedir permiso. Toques suaves, casi reverenciales, que decían: “este cuerpo lo conozco, lo cuido, es mío”.

El ambiente era tibio, como si el tiempo se hubiera estirado para regalarnos un par de horas más a solas.

Y entonces, sin mirarme, con la cabeza recostada sobre mi pecho, Angie rompió ese hilo con una pregunta:

—¿Tú crees que tu ex podrá rehacer su vida?

Lo dijo sin dramatismo. Sin un dejo de celos. Solo con esa curiosidad tranquila y madura de quien quiere entender al otro por completo.

Me tomé un segundo antes de responder. No porque no supiera qué decir, sino porque quería que lo sintiera sincero.

—Espero que sí —le dije al fin—. De verdad lo espero.
La he visto mal… apagada. Hasta resentida.
Yo quisiera que encuentre su camino. Que se reconstruya.
De verdad quisiera que… que llegue un Angie a su vida.

Ella no dijo nada enseguida. Solo asintió muy despacio, su mejilla contra mi pecho, como si el latido le diera la respuesta que necesitaba.

Después de un breve silencio, mientras su cabeza seguía recostada sobre mi pecho y mis dedos jugaban distraídos con su cabello, fui yo quien habló.

—Angie…

Ella levantó apenas la mirada, sin moverse, solo escuchando con esa atención completa que me daba siempre.

—En un par de meses sale la sentencia —dije en voz baja, casi como si pensara en voz alta—. Tengo que escribirla en RENIEC. Y cuando saque mi nuevo DNI… va a decir “divorciado”.

Ella no respondió de inmediato. Solo esperó, entendiendo que no había terminado.

—Pero tú sabes que eso no cambia mucho las cosas entre nosotros, ¿verdad?

Entonces me miró. No con sorpresa. No con duda. Me miró con esa mezcla de ternura, convicción y firmeza que siempre aparecía cuando el amor entre nosotros se volvía serio. Cuando el juego daba paso a lo esencial.

—Lo sé —dijo, con una sonrisa pequeña, de esas que no se ven, pero se sienten.

—Es solo un dato —añadí—. Un estado civil en un documento.
Lo nuestro… no lo define eso.

—Exacto —respondió ella—. Lo nuestro no necesita etiquetas.
Yo no necesito que diga “soltero” o “divorciado” para saber que estás conmigo.

—Porque por más libre que ahora esté… por más que legalmente pueda casarme con quien sea… contigo no puedo. Nunca podré. Ya lo sabes.

—Sí, Primix… lo sé —dijo ella, levantando apenas el rostro para mirarme.

Sus ojos tenían algo nuevo. No tristeza, no resignación amarga. Era una aceptación profunda, dulce. La de quien ha elegido un camino, aunque duela.

—Igual tú y yo no podremos nunca casarnos. Ni convivir como una pareja normal. Siempre seremos lo que somos… el tío y la sobrina. O los primos, como quieran vernos.

—Pero igual seguiremos juntos, ¿no? —pregunté, sabiendo la respuesta, pero queriendo oírla de su boca.

—Por supuesto, Primix. Este divorcio es solo un papel que firmaste para no tener problemas más adelante. Yo no necesitaba ese papel para amarte.

Me conmovió su forma de decirlo. Sin dramatismo, sin exigencias. Solo amor, puro y claro.

—Y yo no quiero que te cases con nadie más —me dijo, sin titubeos—. Yo no quiero compartirte.

Nos quedamos en silencio unos segundos. Luego ella se incorporó un poco, me miró directo a los ojos, seria.

—Tú alguna vez quisiste tener un hijo, ¿verdad?

La pregunta me tomó por sorpresa. Sentí que se abría una puerta hacia un lugar que no me había atrevido a visitar desde hacía tiempo.

—Sí… con mi exesposa. Era una ilusión. Pero ahora… no sé. He dejado eso atrás.

Ella respiró hondo. Me miró con esa mirada suya que parecía saber lo que yo pensaba antes de decirlo.

—Primix, yo he pensado en eso. A mí… me gustaría tener un hijo contigo.

—¿Qué? —dije, abriendo los ojos.

—No ahora, no te asustes —aclaró enseguida, con una sonrisa—. Primero quiero terminar mi carrera, trabajar, valerme por mí misma. Como tú me dijiste en el hotel. Pero… lo he pensado. Me gustaría. Un hijo tuyo.

Yo seguía en silencio. Ella no parecía tener solo veinte años y un sueño de cuentos. Tenía una claridad que me desarmaba.

—Es más —siguió—. Si un día tú decides dejar de trabajar, porque quieres escribir, o dedicarte a la fotografía… yo te mantengo, Primix. No me haría problema. De verdad y para eso debo ser exitosa.

Me reí, entre incrédulo y emocionado.

—Angie, te estás adelantando muchísimo, ¿no? ¿Cómo se te ocurre? ¿Cómo tendríamos un hijo tú y yo?

Ella se rio también, bajando la tensión.

—Obviamente no vamos a salir en una foto tú besando mi barriga y yo mostrando el ultrasonido, pues. Yo podría decir que decidí ser madre soltera. Que me hice una inseminación artificial.

—¿Y yo sería el “donante anónimo”?

—Sí, y esta sería mi cánula de inseminación —dijo tocándome con una sonrisa traviesa, mientras sus dedos bajaban lentamente hasta mi entrepierna.

—Ay, Angie… siempre con tus ideas tan locas.

—No son tan locas —me dijo seria otra vez—. ¿Y si el niño sale igualito a ti, sabes que diría?

—¿Qué vas a decir?

—La genética, Primix. ¡La genética! Finalmente somos familia… ¿no?

Y soltó una carcajada de esas que nacen desde el vientre, tan suya, tan libre. La abracé fuerte, mientras sentía que lo que parecía imposible empezaba a tomar forma, aunque fuera en un rincón escondido del futuro.

Un hijo con Angie.
Solo pensarlo me estremecía.
Porque con ella… todo podía pasar.

Me besó. Largo. Con los labios suaves y la respiración acompasada. Su cuerpo se fue acercando más al mío. Y yo respondí, como siempre, como si su piel fuera una llamada que no podía ignorar. Nos acariciamos lentamente. No hubo prisa. Nos dejamos llevar.

Fue un encuentro distinto. Comenzó como una danza lenta, íntima, donde cada caricia parecía preguntarse si podía ir más allá. Pero a medida que avanzábamos, algo se encendió. Ella tomó mi pene entre sus manos, lo acariciaba, lo besaba, lo lamia, pero no lo metía en su boca, solo jugaba con él, solo cuando estuvo totalmente erecto, lo introdujo suavemente en su boca.

Yo estaba sentado en la cama y ella echada entre mis piernas, terminó de jugar con mi miembro y subió besándome cada parte de mi tórax, hasta que se sentó y se introdujo mi muchacho. Comenzó a moverse suavemente, pero aumentó el ritmo hasta el frenesí, saltaba furiosamente sobre mi erecto falo, hasta que el placer la doblegó. Se dejó caer en la cama, ofreciéndome su sexo, abierto y húmedo, la puse piernas al hombro y la penetré con ritmo intenso por varios minutos, hasta que exploté dentro de ella…

Esa noche dormimos profundamente, sin interrupciones, como si el cuerpo supiera que ya no tenía que estar en alerta. A mí me hacía falta el descanso, todavía me sentía algo débil por la enfermedad. Pero también sabía que, para Angie, dormir abrazada a mí era una forma de descanso emocional. La notaba más serena, más tranquila. Era como si nuestro cuerpo le diera paz, como si mi calor fuera su refugio.

El sábado nos encontró desnudos y abrazados, enredados en las sábanas con la familiaridad de quienes ya no se buscan, porque se tienen. Habíamos despertado cerca de las siete, como ya se había vuelto costumbre. Además, la noche anterior habíamos dormido temprano.

Me sentía mejor. Todavía tenía un leve fastidio en la garganta, pero ya no había fiebre ni ese dolor muscular que me había tumbado los días anteriores. Me levanté despacio y fui al baño. Al regresar, encontré a Angie sentada en la cama, estirándose con pereza, con el cabello despeinado y una sonrisa de esas que hacen que el día empiece bien, aunque no hayas tomado café.

—¿Y qué haremos hoy día, amor? —me preguntó con voz todavía adormilada.

Me senté a su lado y le respondí con una media sonrisa:

—Bueno… no sé. Habrá que arreglar la casa. Recuerda que mi madre ya llega el lunes.

Angie se llevó una mano a la cabeza y abrió los ojos como si de pronto recordara una fecha de examen olvidada.

—¡Verdad que la tía llega! —dijo—. Se nos acabaron las vacaciones. Se nos acabó la luna de miel.

—Sí —asentí—. Así que hay que disfrutar estos dos días al máximo. Los últimos del paraíso clandestino.

Ella se dejó caer de nuevo sobre la cama, riendo, y me miró con esa mezcla suya de ternura y travesura.

—Está bien —dijo—. Limpiaremos todo, borraremos cada huella de nuestras travesuras. Sábanas, toallas, aromas, todo.

Hizo una pausa, me miró directo, y con una sonrisa pícara añadió:

—Pero primero… ven aquí y hazme el amor.

No lo dijo como una orden, ni como un juego. Lo dijo como quien reclama lo que le pertenece. Como quien entiende que hay placeres que se deben vivir antes de que llegue el lunes. Antes de que regresen las rutinas, las puertas cerradas, los silencios forzados.

Me acerqué a ella sin apuro, como si cada paso hacia su cuerpo fuera parte del ritual. Estaba recostada en la cama, con las piernas medio abiertas, la sábana apenas cubriéndole la cadera. Me esperaba. Lo vi en sus ojos. Esta vez no era ternura. No era necesidad de calma ni de abrigo. Esta vez era fuego. Un llamado profundo y sin palabras. Su respiración ya era más rápida, como si la sola expectativa encendiera algo en ella.

Me incliné para besarla, pero ella me detuvo con una mano en mi pecho.

—No despacio… —susurró—. Esta vez no.

Ese "esta vez no" me atravesó como una chispa.

Se incorporó, me besó con hambre. Sus labios, calientes, tomaban los míos con una urgencia antigua, acumulada. Me montó a horcajadas y comenzó a mover la cadera con una provocación que me hizo gemir antes de entrar en ella. Jugaba con mi deseo, guiándolo, provocándolo hasta volverlo insoportable.

—Hazme tuya —me dijo al oído—. No como ayer. No como enfermo.
Hazme el amor como si no existiera nadie más.

Y entonces la tomé. Con fuerza. La empujé sobre la cama, le abrí las piernas sin pedir permiso y la penetré de un solo movimiento, profundo, brutal, exacto. Ella gritó sin miedo, como si por fin hubiera vuelto a casa.

—¡Sí… así! —jadeó—. ¡No pares!

El ritmo fue rápido desde el principio. Desesperado. No buscábamos delicadeza. Buscábamos desahogo. Pertenencia. Locura.

Mis caderas golpeaban las suyas con fuerza, su cuerpo se arqueaba bajo el mío, recibía todo, lo pedía todo. La tomaba por las muñecas, por la cintura, por el cuello. Y ella lo aceptaba todo. Me respondía con gemidos salvajes, con sus uñas rasgando mi espalda, con sus piernas clavadas en mi cintura para que no pudiera salir de ella.

La volteé, la tomé desde atrás, con la mano sobre su espalda baja, marcando el ritmo. Su cuerpo se abría por completo. Sus gemidos eran jadeos rotos, promesas sin palabras.

—Eres mía… —le dije entre dientes, perdido en su cuerpo.

—¡Siempre…! —gritó—. ¡Tuya… toda…!

La llevé al borde varias veces, la saqué antes del final, la hice rogar y temblar. Me miraba con los ojos vidriosos, la boca entreabierta, sudando como si el mundo se acabara en esa cama.

La monté de nuevo, esta vez boca arriba, y me perdí en sus ojos mientras entraba en ella con fuerza, pero ahora con un ritmo más controlado. Quería verla venirse. Quería mirarla romperse bajo mí.

Cuando llegó, su cuerpo se tensó por completo. Se arqueó con violencia, me apretó con las piernas, su rostro se contrajo en una expresión sublime de placer y abandono. Gritó mi nombre, me dijo cosas que ya no eran racionales. Y yo la seguí. Hundido en ella, apreté los dientes y me dejé ir.

La eyaculación fue profunda, intensa, total. Como si algo más que semen saliera de mí. Como si me vaciara en su interior y quedara colgado de su cuerpo, agotado, temblando, feliz.

Quedamos tendidos, sudados, jadeantes. Mis labios rozaban su frente, su pecho subía y bajaba aún agitado.

No dijimos nada. No hacía falta.

Solo nuestras respiraciones sincronizadas, los cuerpos entrelazados, la humedad entre sus piernas y las mías, y ese silencio lleno de sentido.

Porque no era solo sexo.
Era pertenencia.
Era amor en estado salvaje.
Nos quedamos un rato más en la cama, sudados, abrazados, respirando el eco del amor recién hecho. Pero sabíamos que el reloj no se iba a detener por nosotros. Que la vida, fuera de esas sábanas, seguía su curso.

Nos levantamos lentamente, aún con las piernas un poco temblorosas. Entramos juntos a la ducha, esta vez sin juegos, sin provocaciones. Era una ducha rápida, práctica, necesaria. Agua tibia que corría por nuestros cuerpos con el propósito simple de volvernos presentables. Nos enjabonamos entre risas, y sin proponérnoslo, nos despedimos —aunque solo por unas horas— de esa intensidad carnal que nos había consumido toda la mañana.

Al salir, nos vestimos con ropa cómoda y fuimos a la cocina a preparar un desayuno ligero. Nos mirábamos con esa complicidad silenciosa que nace después del amor intenso, cuando no quedan palabras, solo la satisfacción.

—Bueno —dije, mirando alrededor—, a trabajar. Hoy no somos amantes. Hoy somos… personal de limpieza.

Angie rio y alzó una escoba como si fuera una espada.

—Vamos a borrar todas nuestras huellas… que no quede rastro de esta luna de miel ilegal.

Y comenzamos.

Sala. Dormitorio. Baño. Cocina.

Cada ambiente tenía su historia.
Después de almorzar, no nos provocó regresar a la cama. Nos dirigimos a los sillones, esos mismos que habían sido testigos de caricias robadas, besos urgentes, juegos nocturnos en silencio y grandes sesiones de sexo. Pero esta vez no había deseo contenido ni urgencia. Solo queríamos estar juntos. Sentarnos. Acurrucarnos. Hablar.

Y lo hicimos.

Ella se acurrucó a mi lado, con la cabeza en mi hombro, una pierna sobre la mía. Y comenzamos a conversar como siempre: como amantes, sí, pero también como los grandes amigos que siempre fuimos.

Hablamos de cosas nuestras, de recuerdos tontos, de proyectos, de lo que haríamos si tuviéramos un fin de semana más. Y también, de la gente. Opinábamos, sobre todo, entre risas y frases sueltas.

Y entonces, sin pensarlo mucho, le solté la pregunta.

—Angie… ¿y en la universidad no tienes algún pretendiente?

Ella me miró con una ceja arqueada, entre divertida y sorprendida.

—Tú eres una mujer muy hermosa —continué—. No creo que pases desapercibida.

Ella sonrió con picardía, como si ya hubiera estado esperando que preguntara.

—Sí… hay dos chicos que me paran echando maíz —dijo, con una risa suave—. Pero la verdad, yo ni los miro.

—¿No? —pregunté, medio en broma, medio en serio.

—Lo siento por ellos, Primix —dijo, besándome el brazo—. Pero tú has dejado la valla muy alta. A veces hasta me incomodan. Siempre con sus insinuaciones, preguntando si ya tengo planes, que si salimos a estudiar, que si me invitan un café…

—¿Y qué les dices?

—Que tengo novio. Que estoy muy enamorada. Que no insistan. Pero claro, ya sabes cómo son. Dos muchachos ahí, tercos como perros callejeros.

Me reí. Pero por dentro, sentí algo más. No celos. Era otra cosa. Un instinto.

—No sería mala idea que un día me recojas de la universidad —añadió ella—. Como hacías del trabajo. Solo para que sepan.

—¿Marcar territorio? —le pregunté con una sonrisa torcida.

—Exactamente. No está mal que sepan que tengo dueño.

—Sí… —dije en voz baja, asintiendo con la cabeza—. Creo que es una buena idea.

Ella me miró con ternura. Luego apoyó la cabeza en mi pecho otra vez.

No hacía falta más. Ni juramentos ni escenas. Bastaba esa conversación sencilla para recordarnos que estábamos eligiéndonos a diario.
 
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