Mi Sobrina - Amante

Habíamos pasado una semana sin tocarnos, comunicándonos solo con mensajes que no podían sustituir el roce. El sábado, para mantener las apariencias, salimos por separado: ella al cine con amigas y yo a jugar bolos con los amigos del Gym, aunque ambos deseábamos estar juntos.

Finalmente, el martes, mi madre salió, dejando la casa en silencio. Apenas tuve tiempo de llegar del trabajo cuando Angie bajó, sin decir nada, con una mirada que lo decía todo. Era el momento que habíamos esperado con ansiedad contenida.

—¿Estás solo? —preguntó con una voz casi susurrada, mientras daba dos golpecitos en la puerta abierta. ¿Puedo ver televisión contigo? Preguntó coqueta.

—Solo... y esperándote desde hace una semana —le respondí, abriendo los brazos.

Ella entró despacio, cerrando la puerta tras de sí. Se abrazó a mí, nos dimos un largo beso. Fue uno de esos abrazos que te devuelven el alma al cuerpo, que te reubican en el mundo.

Yo le acaricié el rostro, le retiré el cabello que caía sobre su frente, y le di un beso en la sien.

Entré al baño a tomar una ducha, cuando salí la encontré en la cama, magníficamente desnuda. Me recosté junto a ella

—Te he extrañado tanto —susurró, cerrando los ojos.

—Yo también, amor. Pero ya estamos aquí.

Nos besamos con calma, como quien se reencuentra después de un viaje largo. Pero la calma no duró mucho. Era demasiado el deseo acumulado. Una semana después de haber tenido sexo casi todos los días y a veces más de dos o tres veces en un día, nos parecía una eternidad. Nuestras manos comenzaron a recorrer caminos conocidos, pero igual de emocionantes.

Cuando finalmente fuimos uno y la penetré, no hubo apuro. Solo intensidad. Solo verdad. Nos movíamos con esa sincronía que solo se logra con el tiempo, con la confianza, con la entrega total. En otro momento me quedaba quieto sobre ella, besándola o lamiendo sus senos. Angie me miraba a los ojos, y en esa mirada estaba todo: la pasión, la complicidad, el amor, la gratitud.

Fue un encuentro distinto. No fue un estallido, sino una expansión lenta y profunda. Fue el cuerpo diciendo lo que la boca había callado durante días. Fue ternura vestida de deseo. Y deseo envuelto en cariño. Cuando agarramos ritmo, ella puso sus piernas alrededor de mi cintura y no se soltó de ahí mientras yo seguía bombeando cada vez más rápido y fuerte. Algunas veces no te provoca cambiar de posición, sientes que estas tan conectado que no es necesario, esa fue una de esas veces, Angie gemía debajo mío, yo sentía todo su cuerpo temblar debajo mío, solo era misionero, no necesitábamos más, el ritmo ya era muy rápido, su cuerpo se estremecía, gritaba de placer, hasta que la llené con mi semen.

Terminamos sudando, abrazados, con el corazón todavía desbocado. No dijimos nada. No hacía falta. Solo respirábamos juntos, sintiendo que, por fin, después de días de distancia forzada, volvíamos a ser nosotros.

Seguíamos ahí, envueltos en las sábanas desordenadas, con la ventana apenas entreabierta dejando entrar el aire fresco de la noche. El silencio se había acomodado entre nosotros, pero no como una ausencia, sino como una presencia suave. Estábamos en paz.

Angie tenía la cabeza recostada en mi pecho, escuchando mi corazón que aún no recuperaba su ritmo normal. Yo acariciaba lentamente su espalda, dibujando líneas invisibles con los dedos. Miraba de reojo el reloj. Antes de las 10pm, cada uno debería estar en su cama, como si nada hubiese pasado.

—Te extrañé tanto… —dijo en voz baja, casi un suspiro.

—Yo también, amor. Más de lo que imaginaba.

—No solo por esto —dijo levantando un poco la cabeza y mirándome a los ojos—. Claro que te deseaba. Te pensaba en las noches, me tocaba a veces, acordándome de ti… Pero lo que más me dolía era no tenerte cerca. No hablar contigo, no abrazarte antes de dormir. No reírnos de cualquier tontería.

La miré en silencio. Sentí que algo se me apretaba en el pecho. No era tristeza, era algo más hondo. Una mezcla de ternura, de amor real, de reconocimiento.

—A mí también me faltaste —le dije acariciándole el rostro—. Me faltó tu risa, tus mensajes que me hacían mirar el celular como idiota cada dos minutos. Me faltó tu voz. Y sí, me faltó tu piel también. Pero sobre todo eso… me faltó esto. Así. Tenerte cerca. Que me mires como me miras ahora.

Ella me abrazó fuerte, como si quisiera entrar en mí, quedarse ahí. Y yo también la rodeé con todo lo que tenía, como si pudiera protegerla de cualquier cosa, incluso del tiempo.

Se quedó en silencio un instante. Luego alzó la cabeza y me besó, suave, profundo, lento. Un beso que no pedía nada, solo daba.

Con el pasar de las semanas, fuimos retomando nuestra rutina del hotel. Nunca más —por lo menos en algunos meses— nos atrevimos a hacer el amor en casa cuando mi madre estaba ahí, así fuera muy tarde o estuviera dormida. No queríamos volver a correr riesgos. Cuando ella salía, por supuesto que nos dábamos los grandes polvos, pero eso no era muy seguido.

Ese verano seguimos visitando, hasta en cuatro o cinco oportunidades más, la casa de playa de mi amigo, con el grupo de chicos del Gym. A veces se sumaban otros, pero ya éramos un núcleo estable: cuatro parejas, Angie y yo, y los dos "solteros” que siempre estaban en esas reuniones. Angie se seguía integrando perfectamente con todos; se reía, bailaba, cocinaba, jugaba cartas, hablaba de libros con uno, se burlaba de otro, y todos la querían. Pasábamos momentos muy divertidos.

Nuestro anfitrión siempre nos engreía dándonos la mejor habitación después de la de ellos: la del segundo piso, con vistas al mar. Tenía un ventanal que daba al balcón y dejaba entrar la brisa salada, las gaviotas, el murmullo constante del océano.

Es que tenía un encanto hacerlo en la playa. Algo tenía el mar, el sonido de las olas, la luz tenue que se colaba por las persianas de madera, que volvía todo más intenso.

La segunda vez que dormimos juntos en esa habitación fue medio salvaje. Teníamos sed y bajé a buscar agua a la cocina. Cuando subí, Angie me esperaba en la cama, con una de mis camisas playeras puesta. Nada más. Me miró con esa mezcla suya de dulzura y picardía, se estiró como una gata y me dijo simplemente:

—Cierra la puerta. Y se lanzó sobre mí, me tumbo al piso y ahí sobre los azulejos fríos, se prendió de mi pene, para luego montarme hasta sacarme la última gota de semen, fue salvaje, fue rápido, fue intenso.

Desde ahí, cada vez que íbamos, la historia se repetía. A veces fingíamos salir a caminar por la playa muy tarde en la noche y lo hacíamos en algún rincón oscuro, sobre la arena, o parados contra alguna palmera o la pared de alguna casa que veíamos sin gente. Otras nos escapábamos sin disimular, solo desaparecíamos y subíamos a la habitación.

Después, muchas veces nos quedábamos abrazados, sudorosos, desnudos, mirando desde el pequeño balcón. El mar tenía esa calma hipnótica que te vaciaba y te llenaba al mismo tiempo. Angie me hablaba bajito. Me contaba cosas de su infancia, de lo que soñaba, de lo que temía. A veces se callaba y solo me miraba, con esos ojos grandes color café que me desarmaban por dentro. Me besaba despacio, sin apuro. Como si no existiera nada más que esa habitación, su piel, el salitre, nosotros.

Una vez lo hicimos en el mar, de noche, muy tarde, Mientras la tenía sujeta por las nalgas y ella me abrazaba la cintura con sus piernas, yo veía a lo lejos a los amigos conversar y brindar, sus voces se escuchaban lejanas, confiábamos que la oscuridad, nos protegía. Con el gua llegándonos un poco más arriba de la cintura, pero Angie terminó con la vulva y la vagina inflamadas pues el agua que entraba y salía de su sexo cuando yo la penetraba, llevaba arena, que le raspó todo el interior. Estuvo inflamada casi 5 días por eso. Mi pene también salió magullado, pero se recuperó en un par de días.

Fueron noches que todavía guardo como fotografías escondidas. No solo por el deseo, por la carne, sino por lo que significaban: libertad, ternura, complicidad.

Una de las cosas que más me gustaba del verano, más allá del mar, los amigos o las noches infinitas, era ver cómo el sol iba pintando la piel de Angie. Poco a poco, su cuerpo iba tomando ese tono dorado, cálido, tan característico del sunset del verano limeño. Pero más que el bronceado completo, lo que me enloquecía eran esas pequeñas zonas que quedaban blancas, cubiertas por sus bikinis diminutos. Eran como secretos que solo yo podía descubrir, territorios resguardados por telas mínimas, que se revelaban en la intimidad, como un premio silencioso a nuestra complicidad.

Angie lo sabía. Sabía cómo me ponía verla así. Y jugaba con eso. Se esforzaba por usar los bikinis más pequeños, ajustarlos bien, broncearse con cuidado, volverse mi delirio silencioso. Y cada vez que nos quedábamos a solas, me mostraba los límites perfectos de su piel: el contraste entre el dorado del sol y el blanco suave de esos espacios ocultos. Me los mostraba sin decir nada, solo mirándome, sabiendo exactamente lo que provocaba en mí.

Recuerdo una noche, en la casa de playa. Todos ya se habían ido a dormir, y nosotros habíamos esperado, con paciencia casi infantil, a que la casa se quedara en silencio. Cuando al fin subimos al cuarto del segundo piso, ella se desnudó lentamente, parada frente a la ventana abierta que daba al mar. La luz de la luna acariciaba su cuerpo, resaltando cada curva, cada detalle. Me senté en el borde de la cama, simplemente observándola, extasiado.

Giró despacio, con ese ritmo suyo, y me mostró su espalda. Luego bajó lentamente la tanga del bikini que aún llevaba. El triángulo blanco que había quedado grabado en su piel resaltaba como una invitación. Me acerqué y la besé ahí, justo donde terminaba el bronceado y comenzaba esa piel suave, intacta. Ella suspiró. Se apoyó contra la pared y levantó una pierna apenas, dándome espacio, abriéndose a mí sin palabras. La penetré así parada, mientras le acariciaba los senos, esa parte blanca que era solo para mí, respondió de inmediato con la dureza de sus pezones.

La tomé por las caderas, la besé entera, recorrí con la lengua esas líneas marcadas por el sol, como si fuesen las fronteras sagradas de un mapa secreto que solo yo podía leer. La llevé a la cama, cuando la tuve en cuatro patas sobre la colcha, la visión era perfecta: sus caderas doradas, y ese pequeño triángulo blanco que parecía sonreírme desde el centro exacto de mi deseo.

Hicimos el amor así, lento al principio, adorándonos sin prisa. Era delicioso ver mi pene duro entrando y saliendo de ese espacio blanco como la leche y todo su cuerpo, bronceado estremecerse placer a cada embestida de mi cuerpo. En cada movimiento, en cada gemido suave, sentía que ese cuerpo era mío tanto como yo era suyo. Que el verano, el sol, la piel marcada y nuestra historia secreta, conspiraban para que esa noche —como tantas otras— se volviera inolvidable.

Después nos quedamos abrazados, ella boca abajo, yo acariciando con los dedos esas líneas, dibujándolas una y otra vez, como si al tocarlas pudiera quedarme ahí para siempre.
 
Veintiséis – EL NUEVO DEPA

Con el paso del tiempo, nuestro amor secreto se fortalecía. Los sábados se volvieron rituales, con escapadas al hotel tras cenas o cine. Aprendimos a ser cuidadosos haciendo el amor en casa, siempre de madrugada y en silencio cuando estaba mi madre. En mayo, por mi cumpleaños, Angie me dio su regalo a su manera, en el hotel, cubiertos por sábanas tibias, tras días de espera.

En la segunda vez, Angie, generosa como siempre, me había dado una vez más su puerta trasera. Esta vez habíamos probado otra variante. En un sillón, yo sentado, ella me había cabalgado dándome frente, regalándome sus tetas, mientras mi pene le perforaba la vagina caliente y después que tuvo su orgasmo, y cuando recuperó el aliento, fue por el lubricante al maletín y se puso frente a mí, parada, dándome la espalda, sin decir nada, me dio el tubo y se inclinó en 90 grados. Sin decir más le puse el lubricante y ella se sentó suavemente sobre mi pene. Ya no había que entrar de a pocos, era suficiente entrar despacio, pero de un solo empuje, ella gemía, mientras mi pene la perforaba, se sentía muy apretado, pero ya no acusaba dolor. Yo le estimulaba los senos, mientras ella se movía en círculos o saltaba sobre mi pene, su culito seguía apretando mucho y era fácil que me hiciera llegar rápido, por eso bajé una mano a su vagina y le metí dos dedos, mientras a la vez le estimulaba el clítoris. Eso fue suficiente para que no mas de un minuto después, su orgasmo llegara intenso, con ese grito de placer que me estremecía. Un par de minutos después, yo le llenaba el culo con mi leche caliente.

Siempre me sorprendía cómo, con ella, cada entrega tenía un matiz diferente, cada gemido me abría una dimensión nueva de nuestro vínculo.

Estábamos acostados en la cama, después de ducharnos juntos, conversando, cuando se me ocurrió soltarlo. Así, como quien cambia de tema sin aviso:

—Amor —le dije—, yo ya tengo casi el 40% de lo que costaría un departamento. Mi idea siempre fue juntar lo más posible, pero creo que ya es momento de comenzar a buscar. ¿Qué te parece? ¿Me ayudas?

Ella me miró aún con los ojos húmedos del placer y sonrió.
—Por supuesto, amor. Yo sé que ese es tu plan. Claro que te ayudo.

Pero enseguida su rostro cambió, bajó la mirada con una tristeza leve.
—¿Y si te mudas...? Ya no te voy a tener conmigo.

La abracé, apoyé mi mano en su cadera.
—Amor, vamos a tener un nidito para nosotros. Solos, libres, como queramos. Podrás quedarte a dormir con cualquier excusa… y ahí, serás la reina.

Ella me miró en silencio, asintió despacio.
—Ok… ¿Y si empezamos a buscar juntos?

Quise que sintiera ese proyecto como nuestro. Le pregunté por zonas, le mencioné algunas: San Borja, Surco, Miraflores… Ella me escuchaba con una mezcla de ternura y temor. Sabía que el amor seguía, pero el futuro se acercaba.

—Yo veo lo del crédito —dije— y empezamos a buscar.

—¿Te puedo pedir algo? —dijo, jugando con las sábanas— Que tenga balcón… para cumplir mi fantasía muchas veces.

—Claro que sí, amor —le dije, abrazándola entre risas—. Vamos a buscar uno con balcón para que todo el barrio te escuche gritar.

Esa noche no hicimos el amor de inmediato. Nos quedamos abrazados, en silencio. Ella jugaba con los vellos de mi abdomen, yo la acariciaba. Hasta que le dije:
—Así me mude, aunque vivamos en casas distintas… tú y yo no nos vamos a separar nunca.

Ella levantó la cabeza, me miró con una mezcla de ternura y fuego. Le tomé el rostro con ambas manos, la besé despacio. Su boca, dulce y suave, se entregó como si entendiera lo que quería decirle sin palabras. El beso fue creciendo, se volvió más húmedo, más urgente.

Me incorporé y la giré con firmeza, sin dejar de besarla. Su cuerpo desnudo debajo del mío era una promesa. La tomé de la cintura y la puse en cuatro, sobre la cama, con las rodillas abiertas. La tomé con fuerza de las caderas, y la penetré profundo, de un solo empuje, haciéndola gemir contra la almohada. Su espalda se arqueó, y la sujeté con una mano del cuello, firme, pero con cuidado. Ella amaba cuando lo hacía así. Sentía que era completamente mía, que la tenía dominada y yo me perdía en esa sensación de pertenencia mutua.

—Eres mía, Angie. Siempre —le susurré al oído mientras embestía con fuerza, cada vez más profundo. Podía sentir su fondo cada vez que empujaba mi pene dentro de ella. Yo veía mi pene enterrarse en su vagina y la entrada de su culito, ligeramente rojo por la sesión de un rato antes.

Ella solo pudo decir mi nombre, entre gemidos entrecortados, mientras su cuerpo temblaba. La sentí llegar al clímax primero, con un espasmo intenso que la recorrió entera. Yo seguí un poco más, hasta que no pude resistir. Me corrí adentro, con una intensidad que me sacudió el cuerpo. Me quedé dentro de ella, temblando, jadeando. Apoyé la frente en su espalda.

—Nunca nadie va a hacerte sentir así —le dije, ronco.

Ella sonrió sin verme, respirando aún agitada.

Nos dejamos caer en la cama, sudados, agotados. Pero no se había terminado.

Minutos después, ya más tranquilos, la atraje hacia mí, me puse encima de ella con cuidado, y comencé a besarle el cuello, los pechos, el vientre. Lentamente. Ella abrió las piernas, yo bajé hasta su pozo y lamí su vulva, sabia a su lubricación y mi semen, volví a subir hasta sus pechos, cuando la besaba en la oreja ella abrió mucho las piernas y me recibió de nuevo. Esta vez fue lento, profundo, como si quisiéramos fundirnos. Ella me abrazó con las piernas, me acariciaba la espalda con ternura, y me decía al oído que me amaba, que no quería que nunca cambiara, que sentía que éramos uno solo.

Nos miramos a los ojos mientras hacíamos el amor. Era algo más que físico. Era una conversación de cuerpos, de almas. Ella volvió a llegar primero. Su orgasmo fue suave, pero largo, como una ola que la atravesó. Yo la seguí, y esta vez lo sentí también en el pecho, como si todo mi amor se hubiese condensado en ese momento, en ese gemido contenido. Era sublime como podíamos desearnos nuevamente, solo minutos después de haber terminado extasiados. Siempre queríamos más.

Después nos quedamos abrazados, en silencio. Yo con la cabeza en su pecho. Ella me acariciaba el cabello con una ternura que me hacía olvidar todo lo demás.

—Tú eres mi casa, amor —me dijo, bajito.

Y yo supe que, aunque me mudara, aunque la rutina cambiara, ese vínculo, ese fuego, esa entrega… nunca se iba a apagar.

Habían pasado ya varias semanas desde que la rutina retomó su curso. Una noche cualquiera —aparentemente—, Angie bajó a mi habitación. Iba con su ropa cómoda, como siempre, pero esa noche algo era distinto. Tal vez era la forma en que su polo marcaba sus pechos, tensos y visibles bajo la tela fina. Tal vez era su mirada, ese brillo silencioso que decía más que sus palabras.

Mi madre ya estaba en su cuarto, aún no dormía, así que Angie se sentó en el sillón con su aire inocente, las piernas cruzadas, la voz bajita.

—Amor —me dijo, casi en susurro—, me han invitado a una fiesta.

—¿Ah, sí? —respondí, cerrando el libro que tenía en la mano—. ¿De quién?

—Una chica de la universidad. Es su cumpleaños. Sus papás tienen harta plata, vive en San Isidro, por el golf.

—Ah, ya... estamos hablando de zona exclusiva —sonreí—. Por ahí hay edificios carísimos. Algunos depas llegan al millón de dólares, fácil.

—¿Así tanto? —preguntó, entre asombrada y emocionada.

—Sí. San Isidro no es cualquier sitio. ¿Y cuándo es?

—Este sábado.

—Perfecto. Vamos.

Ella me miró con esa mezcla de alivio y travesura, como quien ya había proyectado la noche entera en su mente. Lo entendí después: esa fiesta era más que una salida.

El sábado llegó y con él, su transformación.

Angie se vistió esa noche como nunca antes. Elegante. Sensual. Hipnótica. Su vestido era ceñido, lo justo para sugerir sin mostrar. La tela caía como un río sobre su cuerpo, con una abertura lateral que me hacía perder la concentración. Su espalda al descubierto, los labios rojo vino, el cabello suelto. Caminaba como si el mundo fuera su pasarela. Yo solo podía mirarla… y desearla.

Me esmeré también. Camisa almidonada, pantalón oscuro, colonia discreta. Tenía que estar a su altura. Y lo sabía: éramos una pareja que no iba a pasar desapercibida.

Decidimos ir en taxi. Estacionar en esa zona de San Isidro, y más por el Golf, era imposible. En el asiento trasero, nuestras manos se encontraron solas. Yo deslicé los dedos por su muslo, aprovechando esa generosa abertura del vestido. Ella solo me miró y sonrió, mientras se acomodaba nerviosa.

—Tranquilo, joven —susurró—. Que todavía no empieza la fiesta.

Nos bajamos frente a un edificio que parecía más un hotel de lujo que una residencia. Angie se quedó mirando hacia arriba.

—Wow… esto parece una película —dijo en voz baja.

—Sí —respondí tomándola de la mano—. Y tú, la protagonista.

Ella me miró de reojo, con ese brillo travieso que conozco de memoria.

—¿Te diste cuenta? Todos los departamentos tienen balcón… —susurró, mordiéndose el labio.

Yo no dije nada. Solo sonreí. Porque entendí. Y esa noche, ya no era solo una salida. Era una misión.

El portero, que ya tenía nuestros nombres en la lista, nos dejó pasar. Subimos en un ascensor brillante que reflejaba nuestras miradas cómplices. Me incliné hacia ella.

—No sé qué va a pasar esta noche —le dije—, pero ya se siente especial.

Ella solo me miró, callada… pero su sonrisa hablaba en otro idioma.

El departamento era enorme. Moderno, elegante, con esas luces cálidas que te hacen sentir en una película. Risas suaves, copas de vino, gente bonita hablando de viajes y política. Un DJ ponía deep house en una esquina. Pero todo eso desaparecía para mí cuando la miraba a ella.

Bailamos. Yo la tenía pegada, con mis manos en su cintura. El calor de su cuerpo atravesaba la tela. Su respiración comenzaba a ser la mía. Fue entonces que le susurré:

—Ven.

No preguntó. Solo me siguió. Caminamos entre la gente como si huyéramos de algo, o hacia algo. Riendo en silencio. Entramos por un largo pasillo en L. Una habitación estaba entreabierta. Entramos. Cerramos.

Oscuridad. Silencio. Solo la ciudad respirando al otro lado del ventanal.

Deslicé la puerta del balcón. Salimos. El aire frío nos golpeó con fuerza. Estábamos en un sexto piso. Frente a nosotros, el Golf. Más allá, Lima.

Angie se apoyó en la baranda.

—¿Aquí? —susurró.

—Aquí —dije yo, pegándome a su espalda.

Ella levantó una pierna, apoyándola en el metal. Yo alcé su vestido. No llevaba nada debajo.

—No sabes cuánto he pensado en esto —murmuré, bajándome el cierre del pantalón.

Ella se apoyó con ambas manos. Me abrí paso en un solo movimiento. Su boca mordió su propio puño para no gritar. Yo la sujeté por la cintura. El vaivén era corto, profundo, controlado. Las luces de la ciudad eran nuestros testigos. El viento mecía su cabello. Y su cuerpo. Y el mío. Y el deseo que no podía esperar.

Fue rápido, sabíamos que el tiempo no era nuestro aliado. El orgasmo llegó como un rayo mudo. Profundo. Salvaje. Me quedé dentro de ella unos pocos segundos más. Respiramos juntos. Apoyados en la baranda como dos fugitivos que acababan de robarle algo al mundo.

Nos arreglamos rápido. Ella se alisó el vestido, yo la camisa. Risas nerviosas. Volvimos al salón como si nada. Nadie nos notó.

Hasta que, un rato después, mientras tomábamos vino cerca de la barra de tragos, Angie se acercó con el rostro blanco.

—Mi calzón… lo dejé en el balcón.

—¿Qué?

—Cuando me lo quité sin que te dieras cuenta, antes de subir la pierna a la baranda, se me cayó. Y… lo olvidé.

Intentamos volver. Pero un grupo de señoras se había instalado a chismorrear justo en la entrada del pasillo. Era inaccesible.

Una hora después, en pleno pico de la fiesta, el DJ paró la música. Una mujer, la madre de la cumpleañera —elegante, cincuenta y tantos— se subió a una silla en medio del salón. En una mano tenía una copa. En la otra…

Un calzón rojo. Encaje. Con tiras.

El mundo se congeló.

—Encontré esto en mi habitación —dijo—. No es mío. Y dudo que sea de mi hija…

Alguien rio. Ella agregó:

—Tampoco es de una aventura de mi esposo. Él las tiene fuera de casa.

Explosión de risas.

—¿Alguna valiente? ¿O valiente acompañado?

Angie se aferró a mi brazo. No decía nada. Ni respiraba. Solo bajó la mirada, mientras su rostro ardía.

—Bueno… —dijo la señora— lo colgaré aquí. Por si la dueña quiere recogerlo al final.

Y lo dejó, como una bandera pirata, sobre el respaldo de la silla.

Nos fuimos poco después. En el ascensor no hablamos. Ya en la calle, Angie estalló en una carcajada.

—¡No puedo creerlo! ¡Tenía MI calzón en la mano!

—Y lo levantó como si fuera una ofrenda —dije, riendo—. Lo dejaste como souvenir.

—¿Y si alguien lo recoge? ¿Y si hacen pruebas de ADN?

—Que sepan que fue una noche perfecta.

Ella se detuvo. Me miró. Las luces del edificio se reflejaban en sus ojos.

—Gracias por cumplir mis fantasías, loco.

—Gracias por tenerlas, loca.

Y la besé. Riendo. Cansados. Culpables. Cómplices.

Caminamos por San Isidro en la madrugada, buscando un taxi, sabiendo que esa historia… nadie más la iba a contar.
 
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