Mi Sobrina - Amante

Aproximadamente a las ocho y media ya estábamos saliendo del hotel. El taxi que nos recomendó el recepcionista nos esperaba en la entrada para llevarnos al Centro Comercial Los Pueblos, una zona bastante popular en Ciudad de Panamá, conocida por su variedad de tiendas y precios accesibles. En el camino, el conductor nos comentó que muchos viajeros iban allí a hacer sus últimas compras antes de regresar a sus países.

Cuando llegamos, Angie abrió los ojos como si acabara de entrar a una mina de oro. Era un complejo comercial inmenso, lleno de tiendas de ropa, calzado, accesorios, electrónica. Fuimos directo a lo que sabíamos que podíamos llevar: ropa ligera, souvenirs, algunos perfumes y cosméticos. Todo estaba a muy buen precio. Angie se volvió loca en un par de boutiques y tuvo que frenarse solo cuando le recordé que no teníamos más espacio.

—Amor, no tenemos más sitio en las maletas —le dije mientras cargaba una bolsa tras otra.

—¡Pero mira esta blusita, está hermosa! Y solo cuesta cinco dólares.

—¿Dónde la metemos? ¿En tu cartera?

—Ok —dijo con una sonrisa pícara—. Ya, compramos una maleta extra.

—¿Y el peso?

—Pagamos el flete adicional, amor. Pero solo una maleta más, ¿sí?

—Perfecto. Es un trato.

A la una de la tarde estábamos de regreso en el hotel, agotados, cargados de bolsas y sonriendo como niños después de una travesura. Subimos a la habitación, acomodamos todo con dificultad —la nueva maleta entró con lo justo— y bajé a recepción a pagar los dos días adicionales que no estaban cubiertos por la empresa.

A las dos en punto ya estábamos rumbo al aeropuerto, con tiempo suficiente para el check-in, pasar migraciones y relajarnos en la sala de espera. El vuelo salía a las seis, pero preferimos ir con calma, sin sobresaltos.

El viaje de regreso fue tranquilo. Ambos dormimos un poco, tomados de la mano. A medio vuelo, Angie me despertó con una sonrisa y una pregunta práctica:

—¿Y cómo vamos a regresar a casa?

Abrí los ojos de golpe. No lo habíamos planeado.

—Tienes razón —dije, un poco inquieto—. ¿Qué hacemos?

—A veces lo más simple es lo mejor —respondió—. ¿Tú le dijiste a tu mamá que regresabas hoy?

—Sí.

—Entonces yo diré que regresaba un par de horas antes y que quedamos en que te esperaba en el aeropuerto para volver contigo. Suena lógico, ¿no?

—Sí, suena perfecto.

Llegamos a Lima cerca de las 10 de la noche. Recogimos el equipaje, pasamos sin problemas por aduanas y tomamos un taxi a casa. Eran casi las 11:15 cuando llegamos. Las luces de la casa estaban apagadas. Mi madre dormía.

—Cambio de planes, Tú entra primero —me dijo Angie—. Ve a saludar y dile que me esperaras porque yo llego en dos horas.

Así lo hicimos. Entré, saludé a mi madre que ya estaba dormida, solo me dijo:

—Hola hijito, ¿todo bien?,

—Si madre, mañana te cuento

—Sabes cuando llega Angie, esa muchacha creo que no me lo dijo o yo me olvidé,

—En un par de horas, yo la espero, tu duerme tranquila

—Está bien

Y se acomodó para seguir durmiendo.

Sali a la cocina donde estaba Angie, subí su maleta a su cuarto, en realidad las tres maletas eran de los dos, toda nuestra ropa y las compras estaban mezclados. Nos despedimos con un beso largo y amoroso y baje a mi cuarto.

Desde mi mirada, Panamá fue más que una capacitación. Fue una prueba superada, un sueño vivido y una confirmación silenciosa de que Angie y yo podíamos con todo. Ella se integró con naturalidad a mis compañeros, se hizo amiga de las esposas y novias de los demás, compartió caminatas, risas, hasta rutas de compras. Demostró que era una mujer que no se amilanaba ante nada. Se adaptó, brilló, y me hizo brillar también. No solo fue mi amante, fue mi compañera, mi aliada, mi cómplice. Yo sentía que, si la vida me estaba llevando a crecer, tenía que llevarla de la mano conmigo.

Pero también entendí —con la serenidad de quien ya ha hecho las paces con una verdad incómoda— que jamás podría mostrarla. Que ese amor inmenso, fuerte y valiente, tendría que seguir siendo un tesoro escondido. Y aunque me dolía, lo aceptaba. Porque sabía que ella iría conmigo por todos los caminos, aún desde la sombra.

Desde los ojos de Angie:

Nunca voy a olvidar esa semana. Fue la primera vez que salí del país, y fue también la primera vez que sentí que no solo te acompañaba en lo íntimo, sino en lo profesional, en tu mundo. Me integré con las chicas, con tus compañeros, y me sentí segura, bien recibida. Pero lo que más me marcó fue cómo me diste mi lugar, cómo nunca me escondiste... al menos en ese espacio.

Y aunque en el fondo sabía que nunca podría ser completamente visible, que siempre habría una parte de mí —de nosotros— que tendría que ocultarse, también aprendí a aceptar esa realidad. Me dolía, sí. Pero dolía menos al verte a mi lado, al sentir que tu amor era sincero, que, aunque no me muestres al mundo, me llevas contigo en todo lo que haces. Y eso, amor... eso también es amar de verdad.
 
Treinta - Navidad sin ti

Era el primer sábado de diciembre, y el calendario marcaba con precisión la fecha: 1 de diciembre de 2007. Mis horarios ya no eran los de antes. Desde que había asumido el nuevo puesto, mis días eran impredecibles. A veces podía quedarme en casa hasta las nueve de la mañana, otras veces tenía que salir a las 6am para alcanzar a algún medico antes que ingrese al hospital, a veces regresaba para almorzar, pero también había sábados en los que simplemente no volvía hasta bien entrada la noche. No era sencillo, pero le encontrábamos la forma. Aprovechábamos cada segundo juntos como si fuera oro.

Estábamos en el hotel de siempre, nuestro nido, nuestra guarida secreta. Habíamos hecho el amor dos veces, con esa mezcla de pasión y ternura que solo nosotros entendíamos. Estábamos desnudos, enredados en las sábanas, sudados y sonriendo, cuando Angie me miró en silencio. Vi en sus ojos algo distinto. No era tristeza, no era culpa, era… nostalgia anticipada.

—Amor —dijo, con voz baja, casi temerosa—, mi papá me escribió. Va a venir con mi mamá a pasar Navidad con mi hermano... ya salió su ascenso. Va a ser capitán desde enero. Quieren celebrarlo con ellos y mi sobrinito. Y… quieren que yo me vaya con ellos a Arequipa cuando regresen. Solo serían 15, 20 días máximo. Quieren que me quede allá con ellos un tiempo.

Se quedó callada. Yo también. No era una sorpresa, pero igual sentí ese nudo en el estómago, el mismo que se siente cuando uno presiente una ausencia larga.

—¿Y tú quieres ir? —le pregunté, acariciándole el cabello, suave.

—Sí, los extraño. Pero también me duele alejarme de ti… no quiero estar tantos días sin verte, sin tocarte —dijo, con los ojos húmedos, sin llegar a llorar.

—Anda, mi amor. Tus padres te necesitan. Y yo te voy a esperar. Con cada parte de mí —le respondí con una sonrisa que no sabía si era de consuelo para ella o para mí—. Pero eso sí… tendrás que dejarme bien cargado de ti. Quiero que me quede tu aroma, tu sabor, tu piel, en cada poro.

Ella sonrió. Una sonrisa de esas que comienzan en los labios, pero terminan deslizándose por todo el cuerpo. Se acomodó, bajó lentamente entre las sábanas y, sin decir una palabra más, comenzó a besarme suavemente el pecho, el vientre, hasta llegar a mi miembro. Lo sostuvo con ternura y lo miró como si fuera la primera vez, como si quisiera grabarlo en su memoria para esos días sin mí. Lo besó, lo acarició con los labios, con la lengua, con una dulzura que solo ella sabía conjugar con la pasión.

Su boca se convirtió en mi templo. Yo cerré los ojos y me dejé llevar. Sentí su amor en cada movimiento, en cada roce de su lengua, en cada beso que le daba, en cada pequeño gemido que soltaba cuando mis manos la acariciaban mientras me entregaba todo su amor desde abajo.

Después de unos minutos, la subí sobre mí. Nuestros cuerpos se encontraron sin apuro, con la urgencia contenida de quien sabe que el tiempo corre en su contra. Ella cabalgó sobre mí con movimientos suaves, rítmicos, acariciándome con una de sus manos mis testículos, mientras con la otra se acariciaba uno de sus senos, como si me dijera sin palabras que no se quería ir, que quería quedarse dentro de mí, así, fundida, pegada, latiendo al mismo ritmo.

Nos miramos, nos besamos, lloramos sin lágrimas. Nos amamos con una delicadeza desesperada, como si quisiéramos poner en ese acto todo lo que viviríamos separados. Cuando ambos llegamos al orgasmo, yo un par de minutos después de ella, su cuerpo se estremeció sobre el mío, su cara se escondió en mi cuello, y solo susurró:

—Te voy a extrañar tanto…

—Y yo a ti, amor… cada segundo.

Nos quedamos abrazados, sin movernos. Escuchando nuestros corazones, respirando despacio. Preparándonos, sin querer, para el silencio de los días que vendrían.

El mes de diciembre volaba. Cada día que pasaba nos acercaba a esa despedida que los dos queríamos evitar, pero que sabíamos inevitable. Así que hicimos lo mejor que sabíamos hacer bien juntos: amarnos, cada vez que podíamos.

Mis horarios desordenados nos favorecían. A veces podía salir tarde de casa, y eso significaba que podíamos tener mañaneros intensos. Me escabullía a su cuarto, subía con cuidado mientras la casa dormía y la encontraba ya despierta, esperándome con la misma urgencia que yo traía. Hacíamos el amor una o dos veces antes de las ocho, antes que mi madre despertara. Era una rutina secreta, deliciosa. Una forma de contarnos al oído que nos íbamos a extrañar demasiado.

Y por las noches… cuando mi madre dormía, o cuando salía de casa, aquello se volvía un desborde. Era como si quisiéramos cargar de momentos nuestros cuerpos, como si nos dijéramos "por si acaso", "para no olvidar", "para que tu piel no se me borre". Nos devorábamos con ternura. Con hambre. Con nostalgia adelantada.

Los padres de Angie llegarían el viernes 21 de diciembre. Y como era tradición, se quedarían en mi casa. Mi madre no permitiría otra cosa, y el departamento del hermano de Angie, en uno de los nuevos edificios que se construían en Lince, a pesar de que ahora era oficial de policía y se había ganado su ascenso a capitán, seguía siendo un espacio pequeño, con apenas lo necesario.

El fin de semana anterior preparamos la habitación vacía del segundo piso. Esa misma que, tiempo atrás, habíamos dejado pendiente de inaugurar en nuestro juego de hacer el amor en cada habitación de la casa. Armamos la antigua cama de Angie, la que bailaba y sonaba como matraca, la armamos juntos, ajustando los pernos con cuidado para que no sonara tanto. Aunque, bromeábamos, esta vez no era para lo que uno pensaría. También armamos una segunda cama gemela, al costado, y le dimos vida a esa habitación polvorienta: limpiamos, acomodamos, decoramos un poco.

Pero, por supuesto, no íbamos a dejar pasar la oportunidad. Mi madre estaba abajo, entretenida en sus cosas, mientras nosotros, en esa habitación aún con olor a cera y madera vieja, no pudimos evitarlo.

Angie me miró, mordiendo el labio, y se acercó despacio, rozándome apenas. No necesitábamos palabras. Me apoyé contra la pared, ella se arrodillo frente a mí, sacó mi pene de mi pantalón de buzo, que ya estaba semi-erecto y se lo metió a la boca, sin preámbulos, sin los besos previos que siempre le daba, no había mucho tiempo. Lo metía y lo sacaba de su boca y de vez cuando le daba unas lamidas, sobre todo en el glande, donde ella sabía que me volvía loco. Cuando se aseguró que me tenía muy excitado y ella también estaba muy mojada, se paró, se sacó las zapatillas, el pantalón con su calzón de un solo movimiento y se subió sobre mí, rodeándome con sus piernas. La tomé de la cintura y entré en ella de pie, como tantas veces lo habíamos hecho, pero esta vez con la emoción de estar marcando territorio en otro rincón de nuestra historia.

Me di la vuelta para apoyarla a la pared. Nos movíamos con fuerza y silencio, como sabiendo que ese polvo no era uno más. Era una declaración. Entre gemidos ahogados, besos profundos, y sus tetas bailando en mi boca, ella se había levantado el polo para ofrecérmelas, nos fuimos fundiendo hasta llegar al orgasmo, el cuerpo de Angie temblando contra el mío, seguí dándole por un minuto o algo así, hasta que reventé dentro de ella. La bajé al piso, pero aún seguía en su interior, mi pene no bajaba su erección y la sentía toda. Estábamos parados, respirando agitadamente uno frente al otro, nuestras caras pegadas, mirándonos a los ojos. Era un momento de profunda conexión, no solo física, sino emocional.

Cuando recuperamos el aliento, aún abrazados, ella susurró entre risas contenidas:

—¡Check! Esta era la última.

Y yo, con una sonrisa cómplice, solo pude decir:

—Sí, amor… casa completada.

Nos dimos un beso, de esos lentos, con sabor a victoria. Saqué mi pene de su vagina, ella tomó su ropa y corrió al baño, regresó vestida y con una toalla humedecida, me limpió. Después nos vestimos, bajamos como si nada. Pero en nuestros cuerpos, en nuestras miradas, sabíamos que cada centímetro de esa casa ya tenía algo nuestro. Que cuando ella se fuera, quedaría su olor, su risa, su amor… en todas partes.

Los padres de Angie llegaron a Lima la mañana del viernes 21. Ella y yo fuimos juntos a recogerlos al aeropuerto. El trayecto de regreso fue de pura alegría. Angie les contaba emocionada sobre la universidad, sobre sus cursos, sus planes. Sus padres me preguntaron por mi nuevo trabajo; por supuesto, ya sabían todo por ella, pero querían oírlo directamente de mí. Fue una conversación cálida, llena de afecto. Yo sentía que ellos realmente me consideraban parte de la familia.

Al llegar a casa, mi madre los recibió con el cariño de siempre. Se instalaron en la habitación del segundo piso que con tanto esmero habíamos preparado días antes. Mi madre los había convencido de que no tenía sentido pasar Navidad en otro lugar: el departamento del hermano de Angie era pequeño y, además, la tradición en nuestra casa era fuerte.

Así que el 24, como cada año, nos reunimos en familia. El hermano de Angie llegó con su esposa —una mujer muy guapa, a quien el embarazo le había asentado maravillosamente— y con su hijo de casi dos años, un niño risueño que llenaba el ambiente de ternura.

Esa Nochebuena fue especial. Nos reímos, comimos, brindamos. Había una armonía que no se logra en todas las familias. Angie me agarraba la mano bajo la mesa, sonriendo, como diciendo “gracias por esto”. Y yo no podía sentirme más pleno.

Pero el viaje a Arequipa ya tenía fecha: el 27 de diciembre. Angie se iría con sus padres y no volvería hasta el 19 de enero. Veinte días. La separación más larga que habíamos tenido desde que estábamos juntos. Solo de pensarlo, algo se me apretaba en el pecho.

Los padres de Angie llegaron a Lima el viernes 21. Angie y yo los recogimos en el aeropuerto y, durante el trayecto, compartimos conversaciones cálidas sobre la universidad, mi trabajo y sus planes. En casa, mi madre los recibió con cariño y los instalamos en la habitación que habíamos preparado con esmero.

El 24 celebramos Nochebuena con su hermano, su esposa y su hijo de dos años, rodeados de armonía y alegría. La fecha del viaje de Angie a Arequipa ya estaba fijada: el 27 de diciembre. Serían veinte días de separación, la más larga desde que estábamos juntos, algo que me llenaba de incertidumbre.

Fue entonces que lo decidimos: el 26, el día previo a su viaje, nos escaparíamos por la tarde. Sus padres iban a visitar a un familiar y mi madre estaría ocupada con algunas diligencias. Era la excusa perfecta para una despedida solo nuestra.

A las tres en punto, salimos de casa y manejamos directo a nuestro hotel de siempre. Ni siquiera hablábamos mucho. Solo nos mirábamos, y era como si nuestros cuerpos ya supieran lo que venía.

Entramos a la habitación del hotel como si estuviéramos cruzando la frontera hacia un mundo que solo nos pertenecía a nosotros. Cerré la puerta y no pasaron más de dos segundos antes de que nuestras bocas se encontraran. Nos besamos con desesperación, con esa hambre acumulada de días y la certeza de que venía una separación larga.

Mis manos ya conocían su cuerpo, pero ese día era distinto. Cada caricia tenía un sabor a despedida, a promesa. Angie se dejó guiar hacia la cama sin dejar de besarme. Nos desvestimos casi a ciegas, como si nuestros cuerpos fueran más rápidos que nuestros pensamientos.

Ella se arrodilló frente a mí, al filo de la cama, tomó mi miembro con sus manos y comenzó a lamerlo con una entrega que me estremeció. Me miraba a los ojos, como si me dijera te amo en cada movimiento de su lengua. Su boca se movía con maestría, con pasión, con amor. Yo gemía bajo su control, acariciándole el cabello, el rostro, mientras me perdía en ese placer tan íntimo.

Cuando sentí que ya no podía más, la levanté suavemente y la puse sobre la cama. Me deslicé hacia abajo y fue mi turno. Me tomé mi tiempo en su sexo. Besé, lamí, succioné como si pudiera memorizar su sabor. Le metía la lengua y volvía a lamer, buscaba su clítoris y luego pasaba a su vulva. Ella se arqueaba, gemía mi nombre, se aferraba a las sábanas. Le hice el amor con la lengua, mientras mis manos acariciaban su trasero o sus senos, hasta que su cuerpo tembló de placer.

Después, nos fundimos en una primera penetración profunda, al filo de la cama, ella abrió mucho las piernas, una invitación a clavarla hasta el fondo. Luego de bombearla por buen rato así y cuando sus gemidos ya llenaban toda la habitación, cambiamos a la posición de perrito, su hermoso trasero era una invitación, yo le acariciaba el asterisco, mientras mi pene entraba y salía de su estrecha vagina. Cambiamos a cucharita. Nos movíamos con ritmo lento, acariciándonos el rostro, el pecho, los muslos. Después ella se subió encima mío, apoyando sus manos en mi pecho, cabalgándome con fuerza, con intensidad, con un vaivén que nos dejaba sin aliento.

Le pedí que se pusiera de espaldas. La penetré nuevamente en perrito, tomándola por la cintura, acercándola más a mí en cada embestida. Ella giraba apenas la cabeza para mirarme, y sus jadeos suaves, contenidos, eran lo más erótico del mundo.

Finalmente, terminamos uno sobre el otro, en misionero, besándonos sin parar. Yo ya casi no podía contenerme. Le dije al oído que no quería acabar, que quería seguir dentro de ella por siempre. Ella me apretó con sus piernas, me dijo que sí, que me quedara ahí, que terminemos juntos. Nuestros cuerpos se estremecieron casi al mismo tiempo. Un orgasmo largo, intenso, de esos que hacen temblar el alma.

Nos quedamos abrazados un rato, sudorosos, sin hablar. Nos mirábamos, nos besábamos en silencio. Angie me acariciaba la espalda con una ternura que me desarmaba.

—Te amo —me dijo al fin.

—Y yo a ti, mi vida. Cada vez más.

Después nos dimos una ducha corta. Sabíamos que aún nos quedaban horas en esa habitación. Y también sabíamos que haríamos el amor otra vez. Porque no importaba cuántas veces fuera. Nunca era suficiente.

Después de un breve descanso, aún desnudos, conversábamos en la cama, entrelazados. No queríamos vestirnos, no queríamos que esa burbuja perfecta que habíamos creado se rompiera. Angie jugaba con mi pecho, me miraba y me decía con picardía:

—Amor… ¿y si hacemos lo que hace tiempo no hacemos?

Le entendí de inmediato. Solo le respondí con una sonrisa y un beso profundo. Ella fue al bolso, sacó el pequeño frasco de lubricante que llevaba consigo, y se puso en posición, sobre la cama, de espaldas a mí, apoyando su pecho en la colcha, y regalándome su trasero que quedaba deliciosamente levantado, mirándome por encima del hombro.

—Despacio, mi vida. Vamos a disfrutarlo.

Yo me acerqué, tomándome todo el tiempo del mundo. La preparación fue parte del juego, del deseo contenido. Deslicé mis dedos con suavidad, la besé en la espalda, en el cuello, en la cintura. Le acaricie las nalgas, su piel era suave y su trasero firme. Ella suspiraba con los ojos cerrados, entregada. Después de lubricar su ano y mi pene, poco a poco, la penetré. Nos movimos lentamente al inicio, como si quisiéramos prolongar ese momento más allá de los sentidos. Ella se tomaba de los bordes de la cama, y yo sujetaba sus caderas, firme pero tierno, atento a cada gesto suyo.

El ritmo fue cambiando con el tiempo. Las respiraciones se hicieron más profundas, lo gemidos más altos, los cuerpos más calientes. Cambiamos de posición sin perder la conexión. Ella se acostó boca abajo y yo encima, abrazándola por la espalda, penetrándola con una suavidad que contrastaba con lo intenso del momento. No era solo deseo. Era algo más. Una mezcla de confianza, complicidad y amor.

No tuvimos prisa. Estuvimos así casi 15 minutos. Y aunque yo llegué al orgasmo, su cuerpo siguió pidiéndome y seguí moviéndome ahí. Ella alcanzó el clímax, dos veces, estremeciéndose entera, con una sonrisa entre los labios y una lágrima que le resbaló por la mejilla.

—Nunca pensé que algo tan intenso pudiera ser tan hermoso —me dijo, acurrucándose en mi pecho, después que terminamos y me salí de su culito.

Permanecimos en silencio, abrazados. Y luego, entre caricias suaves, empezamos a conversar. Hablamos de todo: del futuro, de nuestras familias, de lo que íbamos a hacer cuando regresara. El tiempo se detuvo. Era como si el reloj también respetara nuestra despedida.

Después de casi una hora de charla, risas y miradas, nuestros cuerpos volvieron a encontrarse. Fue distinto. Más pausado. Ella encima de mí, moviéndose lentamente, tomándome de las manos, besándome el cuello. Nos hicimos el amor una vez más, con una ternura feroz, como si quisiéramos tatuarnos el uno en el otro. No hubo apuro. Solo el deseo de sentirnos.

Cuando terminamos, fuimos juntos a la ducha. Nos enjuagamos el sudor, las emociones, pero no el amor. Nos vestimos sin hablar mucho. No hacía falta. Nos miramos en el espejo, tomados de la mano, y sabíamos que ese día lo llevaríamos grabado para siempre.

Regresamos a casa cerca de las nueve de la noche. En silencio. Pero con el corazón lleno. Nuevamente la rutina. Nos despedimos con un beso en el parque, yo fui a echar gasolina y entre a casa 25 minutos después que ella.

El 27 de diciembre comenzó antes de que saliera el sol. A las 4 de la mañana ya estábamos en el auto, camino al aeropuerto. Yo manejaba en silencio.

Al llegar, los acompañé hasta la zona de embarque. No podíamos despedirnos como acostumbrábamos. Nada de besos largos, de abrazos intensos, de esa mezcla de deseo y ternura que era nuestro lenguaje secreto. Esta vez tuvimos que contenerlo todo. Frente a sus padres, el protocolo pesaba más que el amor. Nos abrazamos fuerte, apenas un poco más de lo prudente. Le besé la mejilla con los labios temblando, y al oído le susurré:

—Te amo, te amo, te amo…

Ella me apretó más fuerte. Sentí su respiración acelerada en mi cuello, su pecho agitado. Antes de soltarme, me susurró también, con la voz rota:

—Te amo, te amo, te amo…

Cuando se alejó, con la maleta rodando detrás de ella y sus padres a cada lado, me volví a verla justo antes de que entraran al control de seguridad. Ella también volteó. Ahí lo vi. Una lágrima resbalando por su mejilla, rápida, silenciosa. No podía limpiársela. No podía abrazarla. Solo mirarla. Con todo el amor del mundo en los ojos.

El regreso a casa fue pesado. Silencioso. El amanecer en Lima parecía más gris sin ella. Todo estaba en su lugar, pero faltaba su voz, su risa, su cuerpo cálido a mi lado, su mano tomando la mia. Me tiré en la cama apenas llegué. El reloj marcaba las seis y media de la mañana. No pude dormir más.

Cuando llegó Año Nuevo, mis amigos me escribieron para salir, para ir a alguna fiesta. No tenía ganas. Me quedé en casa, con mi madre. Comimos las doce uvas, brindamos con champagne. A las doce, mi celular vibró.

Era Angie. Un mensaje.

Te amo, feliz año, mi vida. Contando los días para volver a ti.

Ese mensaje fue mi único fuego artificial esa noche. Me acosté temprano. No por sueño, sino por ausencia. Miré su foto antes de cerrar los ojos, y le susurré al silencio:

—Feliz año, amor… vuelve pronto.

Los días siguientes pasaron lentos. Nos escribíamos a cada momento. Desde que amanecía, hasta que nos íbamos a dormir. Nos contábamos todo: lo que comíamos, a dónde salía ella con sus padres, lo que yo hacía en el trabajo. Pero debajo de cada palabra, estaba el verdadero mensaje: te extraño.

En las noches hablábamos por teléfono. A veces eran llamadas largas, con risas, recuerdos, planes. Otras, con susurros más íntimos, confesiones cargadas de deseo y amor. Imaginábamos que nos hacíamos el amor por teléfono, como si nuestras voces pudieran tocarnos. A veces Angie hablaba bajito, escondida en su cuarto, mientras su madre dormía en la habitación contigua. Yo me imaginaba su piel desnuda entre las sábanas, su respiración, sus ganas.

Pero no era lo mismo. No tenerla cerca me dolía. Me refugié en el trabajo. Me llené de reuniones, de informes, de llamadas. Pero todo lo hacía con la mitad de mi alma. La otra estaba en Arequipa.

El 19 de enero, el vuelo de Angie llegó puntual, a las 8 de la noche. Yo ya estaba en el aeropuerto desde las 7, con la ansiedad colgada al pecho como una mochila. Caminaba de un lado al otro frente a la salida de vuelos nacionales, revisando cada minuto en la pantalla. Cuando por fin la vi aparecer entre los pasajeros que salían con sus maletas, mi corazón se aceleró como si hubiera estado esperando toda la vida por ese momento.

Apenas me vio corrió hacia mí. Yo también avancé, sin pensar en nada más. Nos abrazamos frente a todos, como si no existiera nadie más en ese aeropuerto. Fue un abrazo largo, apretado, y después un beso. Un beso profundo, de esos que nacen desde el alma, de esos que dicen te extrañé, te amo, no puedo más sin ti. No nos importó nada. Ni la gente que pasaba, ni las miradas. Éramos dos cuerpos reencontrándose, dos almas volviendo a casa.

—Estás hermosa —le susurré al oído.

—Y tú igual de guapo… pero con cara de urgido —bromeó, con esa sonrisa que me derretía.

Caminamos tomados de la mano hacia el estacionamiento. En cada semáforo de regreso a casa, nos dábamos un beso. Uno corto, otro más largo. Nos mirábamos y nos reíamos, como dos adolescentes enamorados.

Al llegar a casa, mi madre nos recibió con alegría. Abrazó a Angie, la llenó de preguntas, y nos sentamos un rato en la sala mientras ella le contaba todo: el viaje, Arequipa, sus padres, los primos, las comidas. Yo me hacía el sorprendido, aunque ya sabía cada detalle, pero fingía interés para no delatar que habíamos hablado todos los días, que nos habíamos deseado cada noche.

Poco después, mi madre se retiró a su habitación. Yo me quedé un rato más en la sala, esperando. A las 11 en punto, subí las escaleras en silencio. La puerta del cuarto de Angie estaba entornada. La empujé suavemente… y ahí estaba ella.

Desnuda. Bajo las sábanas, con la luz del velador encendida y una mirada que decía más que mil palabras.

—Sabía que vendrías —susurró.

—Te extrañe con locura.

Me quité la ropa sin apuro, con los ojos clavados en ella. Me metí en su cama, la abracé, sentí su piel caliente, su olor familiar, el ritmo acelerado de su respiración.

Comenzamos a besarnos con un hambre contenida por días. Su boca buscaba la mía con desesperación. Mis manos recorrían su cuerpo con precisión y ternura. Nuestros cuerpos se encontraron como dos piezas que habían estado separadas demasiado tiempo.

Hicimos el amor con una intensidad casi salvaje, pero llena de amor. Cada movimiento era una declaración, cada gemido una descarga de toda la espera. Ella se movía con pasión, con urgencia, como si me reclamara cada segundo de ausencia. Yo la tomé fuerte, seguro, adorándola con el cuerpo entero. Nuestros orgasmos con algunos minutos de diferencia fueron explosivos, liberadores.

Después, me puse de costado, aún dentro de ella, nos mirábamos, nos acariciábamos, ella de vez en cuando contraía los músculos de su vagina, como exprimiendo mi pene que aún conservaba algo de la erección. Nos fuimos quedando dormidos. Era como si nuestros cuerpos hubieran encontrado su refugio y no quisieran irse nunca más.

Me desperté a las dos de la mañana. Ella dormía profundamente, con una expresión de paz en el rostro. Le di un beso en la frente, me vestí en silencio, y bajé a mi habitación. Llevaba su olor en la piel, el sabor de su amor en los labios, y una felicidad enorme latiendo en el pecho.

Ella había vuelto. Y con ella, había vuelto todo lo que me hacía sentir vivo.
 
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