Este año cruzo el umbral de los cuarenta. Ya estoy jugando el segundo tiempo de mi vida, si es que la vida fuera, como dicen, un partido de fútbol. Y eso contando con que en este país donde me encuentro, la esperanza de vida supera los ochenta —aunque nadie te garantiza que el árbitro no te pite el final antes de tiempo.
Mi historial amoroso es más bien un mosaico de caídas, tropiezos, huidas a media luz y uno que otro gol cantado que se me fue por estar mirando al cielo. He vivido historias fugaces, otras más tercas que el olvido, algunas que se apagaron sin decir adiós y otras que todavía, por las noches, me visitan como fantasmas cuando apago la luz. A veces bastó una mirada y otras me tomó meses construir un castillo que se desmoronó con el primer viento.
Sí, me ha tocado morder el polvo —ese polvo seco de la indiferencia— más veces de las que quisiera recordar. Pero esta vez no quiero darle tantas vueltas al asunto. Así que le lanzo la pregunta directo al respetable cofrade, a ti que estás del otro lado y tal vez has vivido lo mismo:
¿Cuánto tiempo esperarías para cachar con alguien? ¿Una semana? ¿Un mes? ¿Una noche? ¿O acaso eres de los que espera señales del universo?
Unas pajas platónicas
Lo primero que me sorprendió de Arequipa fueron las torrenteras. Aquella tarde llovió tanto que las torrenteras parecían ríos. Llevaba el corazón hecho trizas desde la muerte de mi madre, y así, con la expresión de un completo cojudo de quien no sabe a dónde pertenece, llegué a la casa de mi tía, sintiéndome como un perro asustado y sin dueño.
—
Te vas a quedar arriba, en la azotea —dijo su esposo con desdén.
Solo había dos habitaciones en aquella azotea con techos de calaminas vencidas por la intemperie. En una dormía la señora que era la empleada del hogar; la otra, un almacén polvoriento que se convertiría en mi refugio improvisado. Eran una familia católica, casi fanática, diría yo. Su esposo era un completo imbécil redomado que no perdía oportunidad para burlarse de mis harapos ni para recordarme, con una sonrisa socarrona, que ellos eran arequipeños de pura cepa, mientras yo, nacido en un caserío remoto a diez horas de allí, debía mantener bien presente de dónde venía y a quién le debía hospitalidad. Mi primo heredó la imbecilidad de su padre como una deuda genética, y mi prima, aunque amable, poseía el intelecto escaso, incluso para su edad.
Los días transcurrían en la monotonía de una tristeza implacable. Mi madre y mi abuela aparecían en mis sueños como espectros bondadosos, y yo despertaba con el alma encogida. Pero recordaba las palabras de mi otra tía, la hermana de mi madre, que con un rigor casi marcial me había dicho:
"Tienes que ser fuerte, ahora estás solo. Tu madre te consintió demasiado, es hora de que te conviertas en un hombre de bien".
Me preparaba en la academia, aunque aún no tenía claro qué estudiar. Mis días pasaban entre la academia y ayudando a la empleada del hogar, con la limpieza y lo que mis tíos y mis primos necesitasen. Fue en medio de esa rutina que una tarde, al regresar a la casa, encontré a una chica joven sentada en la sala. Me quedé huevón por un momento. Era muy bonita, su rostro blanco parecía de porcelana y su cabello castaño caía sobre sus hombros, hasta ese día nunca había visto una mujer tan hermosa, más que arrechura me provocaba tenerla, como si se tratase de un tesoro casi sagrado.
-Hola- dijo, sin más.
Respondí con torpeza. Mi tía salió a presentarnos.
—
Es la señora Isabel —dijo con solemnidad—. Ahora ve a la panadería y tráeme lo que te voy a pedir para el
lonchecito.
Hice lo que me ordenó y me retiré a mi habitación, preguntándome quién era aquella mujer y qué hacía en la casa. Parecía demasiado joven para el apelativo de "señora", pero su vestimenta formal le confería una madurez impostada. Con el tiempo supe que era amiga de mi tía, una devota reclutada en esos aquelarres religiosos a los que mis tíos me obligaba a asistir. Su esposo, policía, había sido destacado primero a Ayacucho, donde lo conoció, en esa ciudad se casaron y luego, el esposo fue destacado a Arequipa.
—
Ya sabes cómo son las cholitas —comentaba mi tío con una risa cínica—,
les gustan los uniformados.
La señora Isabel era reservada conmigo. Apenas cruzábamos palabras, y yo atribuía su distancia a mi propia torpeza y a mi cara de pajero que, para entonces, ya debía notárseme en la mirada.
Un año pasó entre rosarios, misas y largas jornadas de estudio en la biblioteca de la academia, que se convirtió en mi refugio contra la mediocridad de mi entorno. Me aferraba a la idea de un futuro distinto, pero no sabía aún en qué dirección debía caminar.
Un día llegó mi otra tía desde la sierra, con la noticia de que me enviarían a Lima. Mi padre, un hombre esquivo y casi desconocido, necesitaba alguien que administrara sus propiedades en la capital, y a cambio se haría cargo de mis estudios.
Mi tía lloró al verme, y sus ojos reflejaron los de mi madre y mi abuela, como si en ellos habitara un linaje de ausencias insalvables.
—Hijito, ahora te irás a Lima. Tu padre se hará cargo de ti. Tu tía me ha dicho que te has peleado con tu primo y que le has contestado a tu tío.
—Es que son unos completos imbéciles y hasta parece que quisieran hacer gala de una ignorancia casi monumental, pensaba, mientras mi mirada se perdía en el infinito.
—
¿Me estás escuchando? —insistió.
—Sí, tía, perdón. Pensaba en el examen de admisión.
—Allá tendrás que estudiar. Obedece a tu padre, sea lo que sea, es tu padre y merece respeto.
Aquella misma noche partí rumbo a Lima con un par de harapos y una sensación de destierro que se anudaba en la garganta. Me alejaba aún más del recuerdo de mi madre, de mi abuela, de todo lo que una vez llamé hogar.
Al llegar, mi padre me esperaba. Nos habíamos visto pocas veces, siempre con mi madre de intermediaria, pero esta vez era distinto. Me dio la mano y me llevó a la habitación en la azotea que sería mi nuevo refugio. Parecía que mi destino era vagar de azotea en azotea, como un gato sin dueño.
—
Tu mamá decía que eras listo, ahora veremos si es verdad —dijo mientras me indicaba las cuentas y las reparaciones que debía hacer—.
Vas a depositarme esta cantidad cada mes, y si hay algún cambio, me avisas. Además, te encargas de esto y esto. Tú verás cómo manejas tu tiempo con la universidad. ¿Me estás escuchando?
—
Sí, señor… perdón, papá.
—
En Lima tienes que desahuevarte —soltó con severidad—.
Aquí no estás para pastear los borregos de tu abuela, como lo hacías en la sierra. Si no eres pendejo, te van a joder.
Días después, me encontraba en un examen de admisión que no me pareció difícil. Algunos llegaban con sus padres, otros en combis, algunos en autos caros. Escuché murmullos sobre cómo la universidad se había
"acholado", y la frase quedó flotando en mi cabeza como un eco incómodo.
Los meses pasaron. Descubrí el placer de cachar, primero a una inquilina, luego a otra y otra, empecé a ganar mis propias monedas, y aunque estudiar era un martirio, lo trataba de sobrellevar con buen humor y, claro, buscando nuevas candidatas para mis caches clandestinos. La vida me arrastraba a su propio ritmo.
Hasta que un día, mi tía de Arequipa llamó.
—
Hola, sobrino. ¿Cómo estás? Tu papá me ha dicho que me puedes ayudar con el alquiler de un lugar para una pareja…"
—
Si tía, justo hay un apartamento disponible, le respondí.
—
¿Te acuerdas de mi amiga Isabel? Bueno, su esposo ha sido destacado a Lima y están buscando un lugar para vivir.
Apenas escuche su nombre, la memoria de la señora Isabel se sintió en todo mi cuerpo. Tuve una erección de inmediato. Recordaba su rostro, que parecía de porcelana, sus pechos y sus caderas medianos, pero notorias. Era blanca como la leche y sus ojos de color caramelo me traía a la memoria mi estancia en Arequipa. —
Cuantas pajas le había dedicado a ese manjarcito, pensaba.
—
Dile que se comunique conmigo, tía, o que venga en la noche. Yo estoy siempre en casa después de la universidad —le dije, en un arranque de entusiasmo.
Unos días después aparecerían ambos frente a mi puerta. El esposo, con aires de ministro del interior o Ramón Castilla mientras la señora Isabel, más bella que nunca, llevaba una ligera curva en su vientre. Estaba embarazada. Apenas les invité a pasar, el esposo puso ciertas condiciones, como si estuviese alquilando un castillo.
—
Este lugar está bien ubicado —le expliqué, señalando la zona tranquila y con todos los servicios—.
Además, hay una clínica para mujeres gestantes cerca, y pueden contar conmigo en cualquier momento.
—
Y por dártelas de pendejito, ahora te subo el alquiler 100 luquitas, pensaba maliciosamente. —
Y dígame, ¿cuándo se mudarán?, hasta le ayudo con la mudanza, como cortesía, le insistí, mientras me hundía en el rostro y las tetas que le habían crecido más a la señora Isabel. Su figura, aunque ligeramente alterada por el embarazo, seguía siendo cautivadora, como una joya que desafía el paso del tiempo.
Pasaron los días y las semanas, y mientras limpiaba una de las propiedades de mi padre, me di cuenta de que desde una ventana en el segundo piso podía ver, aunque de manera disimulada, parte de la habitación de los nuevos inquilinos. Aunque ellos colocaron una cortina, había una ranura pequeña que me permitía observar lo que sucedía en su interior.
Para mi sorpresa o buena suerte la visión a la habitación era directamente a un espejo grande.
Un día cualquiera, de curioso o de pajero estuve observando un largo rato hasta que la señora Isabel apareció con una bata delante del espejo. Se despojó lentamente de su bata y empezó a frotar su vientre, mientras se miraba al espejo. ¡Que visión! Casi me caigo por el tragaluz a ver semejante espectáculo. La señora Isabel casi completamente desnuda, solamente con una tanga puesta, frotaba su vientre y sus pechos y se miraba al espejo. Sus pechos, efectivamente, se veían grandes, su piel blanca provocaba en mí, las ganas de correrme una paja en ese mismo momento. Sus pezones rosados, se veían tan provocativos.
Ese espectáculo duro varios minutos. Era alucinante ver su cuerpo desnudo y, verla embarazada, hacía que empiece a formar una nueva forma de ver el sexo. Como buen arrecho, memoricé el horario y luego de varios ensayos y errores pude identificar el horario en la que ella salía de la ducha y empezaba con la misma rutina de verse al espejo desnuda y acariciarse el vientre. Fueron varias semanas de fisgoneo exacerbado.
—
¡Qué suerte tiene este tombo conchesumadre!, pensaba, cada vez que los veía salir juntos.
Aunque yo ya estaba cachando con otras inquilinas, pero me quedaban las ganas de poseer ese cuerpo lozano y delicado como si se tratara de una muñequita. Los meses pasaron y la señora Isabel dio a luz a su primer hijo. Por otro lado, también había cambiado su rutina y las pocas veces que pude aguaitar su habitación ya no pude verla desnuda.
Un par de años pasaron y la pareja decidió buscar otro rumbo. Las veces que entable una conversación con la señora Isabel, fueron muy contadas. Ella fue siempre seria conmigo, sin llegar a ser grosera. Tampoco insistí más, nuestros temas de conversación era temas recurrentes, sin una esencia real.
La señora Isabel, fue quizá, una de las pocas inquilinas, con las que no pude ir más de avance. Sin embargo, al menos le dediqué varias pajas en su honor.
Pasaron catorce años desde que dejé Perú y casi veinte años que vi a Isabel. Finalmente decidí regresar al país, tenía que enfrentar mis propios demonios. Además de la visita forzada a mi padre, había decidió ir a Arequipa y luego a mi pueblo. Quería visitar la tumba de mi madre y mi abuela y contarles que la vida no me había tratado tan mal, como pensé que podía hacerlo. Tenía deseos de ver el terruño donde nací y recordar mi infancia, pasteando las ovejas de la abuela y cortando alfalfa para los animales. Mi tía, la hermana de mi madre, ya mucho mayor, continuaba viviendo en la sierra, le avisé con anticipación que volvería a Perú e iría a visitarla.
Por aquellas cosas del destino, antes de mi partida a Perú mi tía de Arequipa me agregó al Facebook. Ya se había enterado de que iba a llegar y me pidió visitarla. No me opuse. Al fin y al cabo, me había brindado su hogar durante mi adolescencia.
Mientras conversaba con ella por el Facebook, me acordé de Isabel. Saqué cuentas mentales y entendí que debía estar a mediado de la base cuatro. Era algunos años mayor que yo, cuando la conocí.
En su Facebook tenía varias fotos. Aunque ya era una MILF, aún conservaba ese cuerpo blanco y espigado. En su rostro se veía el paso de los años, pero continuaba siendo una mujer muy guapa. Sin reparo alguno, le agregué al Facebook. Después de varios días, noté que había aceptado mi amistad e incluso había dado un “
like” a una de las pocas fotos de mi perfil.
Le escribí un mensaje educado, haciéndole notar la agradable sorpresa de encontrarla por ese medio. Al día siguiente, y por el cambio de horario, leí su respuesta. Empezamos a conversar.
Isabel había tenido un hijo más, además del niño que yo había visto, mientras vivía en casa de mi padre. Su esposo, había dejado la policía y decidido migrar a Gringolandia. Él tenía una hermana allá y en busca de un futuro mejor, se fue, llevando a sus dos hijos. La relación entre Isabel y su esposo había terminado, aunque ella no me dio detalles. Le conté que en pocos días iba a ir, coincidentemente, a Perú y le propuse encontrarnos para conversar. Isabel lo dudo un poco, pero pude convencerla, casi sin esfuerzo.
Ya en Lima, nos encontramos y tal cual lo supuse, era una MILF hecha y derecha. Su cabello tenía un tono más castaño, casi rubio, lo cual contrastaba a la perfección con su piel tersa y blanca. Había dejado ese acento ayacuchano, que la acompañaría por mucho tiempo y conversaba en un tono más “
alimeñado”. Noté que sus pechos eran más grandes. Estaba riquísima.
Había reservado el restaurant de moda en Lima, quería sorprenderla un poco, pero a la vez quería darme mis gustos.
Bebimos unos piscos sours y luego fuimos a caminar a la playa cercana. Me contó sobre su separación y como extrañaba a sus hijos, sin embargo, estaba convencida que era lo mejor para ellos.
Sentados, mirando a la playa, le tomé de la mano y le confesé que me había sentido atraído hacia ella desde la primera vez que la vi. Ella se rio, su sonrisa le daba un aire como de niña etérea.
Ella me contó que había mantenido contacto, todo este tiempo, con mi tía de Arequipa, y en más de una ocasión había preguntado por mí. Desde que dejé Arequipa, mi tía y su esposo estaban seguros de que me dedicaría a estar en “
malos pasos”. Incluso recordé que alguna vez su esposo me quiso presentar a un albañil.
—
Tienes pasta de albañil, si te esfuerzas podrías llegar a ser uno bueno, me dijo.
—
Lo voy a pensar tío, gracias por el consejo, le dije, mientras le mandaba a la conchesumare mentalmente.
Me cagué de risa, con esa anécdota.
—
Creo que hubiera sido un buen albañil, le dije y agregué,
me hubiera ahorrado años de estudio y ya tendría mi casita cerca a la playa.
Isabel también río.
—
Soy mayor que tú, me dijo, bajando la mirada.
—
Me encantas, no por tu edad, sino por quién eres, le respondí seriamente.
—
¿Y quién soy yo para ti?, volvió a preguntar.
—
Mi amor platónico de toda la vida, le dije, mirándola fijamente.
Isabel se rio, medio nerviosa. No desaproveché la oportunidad y me acerqué a ella. La besé.
Ella correspondió y nos dimos un beso largo. Sentir como su lengua entraba en mi boca, era una exquisitez en sí misma.
Le propuse ir a otro lado, pero ella me rechazó cordialmente.
—Mañana me voy a Arequipa, le dije.
— ¿Vas a visitar a tu tía?, me preguntó.
—
Si, luego iré a mi pueblo. ¿Porqué no te me unes y pasamos el fin de semana y nos vamos a comer a una picantería?, le dije.
Isabel se quedó callada, no sabía como responder.
—Dame tus datos para comprar de una vez tus boletos de avión, insistí.
—Yo no soy, así, me respondió medio asustada.
—Soy un poco más conservadora.
—No necesitas ser liberal para ir a comer a una picantería. Si pasa algo entre nosotros, será algo lindo, sino nos saciaremos con adobo y rocoto relleno, además son más de veinte años que no como la verdadera comida arequipeña.
Sus ojos brillaban, y empezó casi a tartamudear sus datos.
—
Listo, le dije.
—Salimos mañana a las once de la mañana.
Al día siguiente, cuando llegué al aeropuerto, estaba ya ella esperándome.
La saludé con un beso en la boca, como siendo dueño de la situación.
—No sé cómo has podido convencerme, me dijo, y esbozó una sonrisa medio nerviosa y medio cómplice.
El hotel, era un hotel
fichón. Desde que salí de Arequipa había prometido volver, pero me juré que ya no iría a dormir en ninguna azotea con calamina, sino en el mejor hotel de la ciudad.
Pasaron veinte años desde aquella promesa y pude cumplirla.
Cuando entramos a la habitación, Isabel se quedó sorprendida. Era un hotel muy bonito.
—Lo prometido es deuda, le dije y agregué,
—vamos a la picantería.
Comimos y reímos. Isabel es una buena conversadora. Bebimos y le robé varios besos. En un momento, ella me dijo:
—Vamos a descansar.
Nos enrumbamos al hotel. Apenas entramos, nos comimos a besos.
—Espera, insistió,
— quiero que sea especial.
Isabel entró a la ducha y luego de un rato, salió con un babydoll negro, transparente. A mi memoria vinieron mis recuerdos de verla desnuda, acariciando su vientre.
Me abalancé sobre sobre ella como un león sobre su presa.
—Estás más hermosa que nunca, le susurré al oído. —
He esperado tantos años para hacerte el amor, agregué extasiado.
Nos besamos como poseídos por la arrechura contenida. Mis manos recorrían su cuerpo delicado, su piel era suave, su aroma me enloquecía y se lo hice sabor poniéndome duro, tuve una erección que no la tenía desde que tenía veinte años.
Isabel cayó de espaldas en la cama y comencé a deleitarme con sus pechos. Sus tetas, ya algo caídas, pero deliciosas, sus pezones rosados, recorría con mi lengua sus aureolas. Ella, con los ojos cerrados, sólo se dejaba llevar. Bajé por su vientre, puse la tanga que llevaba de lado y empecé a embriagarme con el sabor de su conchita, sus labios estaban un poco salidos, jugué con ellos.
Mis manos abrían su conchita húmeda y rasurada. En todos estos años intuía que su conchita era rosadita y así lo confirmé. Su sabor era suave. Mi lengua entraba y salía de ella, hasta notar que el sabor de sus fluidos cambiaba ligeramente. Isabel gemía, también estaba extasiada de placer. Metí dos dedos a su conchita y empecé a buscar dentro de ella aquella zona media arrugadita. Con mis dedos acariciaba ese punto y mi lengua se entretenía con su clítoris. Escuchar a Isabel gemir, me daba más aliento para proseguir con mi tarea. Ya me dolía la mandíbula, pero quería seguir chupando su conchita hasta embriagarme de su olor y su sabor.
—
Cáchame, cáchame, ya no puedo más, dijo toda extasiada, como si me rogara.
Su mirada estaba totalmente extraviada, su respiración era agitada. Apenas me despojé de mi pantalón y mi boxer para que ella me cogiera la pinga con la mano aceleradamente. Isabel no perdió el tiempo, miró mi pinga dura, durísima, y empezó a chuparla. La chupaba con una pasión contenida. Yo no se si era por el deseo o la fantasía que tenía por ella, pero tenía la pinga durísima. Isabel intentaba metérsela toda en su boca, pero le era imposible. Su boquita era tan pequeña que por mucho esfuerzo que aplicaba, mi glande chocaba con la parte interior de su boca sin poder introducirse más.
Casi le arranqué mi pinga de su boca y subí sus piernas. Me coloqué sobre ella, y a la primera penetrada, Isabel dejó salir un aullido que retumbó en la habitación. No pasó mucho tiempo, notaba como la cama se humedecía con nuestros fluidos. Mi pinga entraba y salía y con mis manos cogía sus tobillos. Bajaba la velocidad de mis embestidas para evitar venirme, luego volvía otra vez a embestirla con fuerza, como queriendo romperla. Isabel ya estaba deschavada y sólo gemía y rogaba que no parase.
Saqué mi pinga por un momento y con una indicación le ordené que se voltee. Ella, completamente sumisa y obediente, no reparó y me entrego la vista de ese culo blanco, de esa gloria que había sólo imaginado durante tantos años. Con fuerza nuevamente coloqué mi lengua en ese hoyito, las arrugas de su culo daban la bienvenida a mi lengua traviesa.
Con mis manos abría más sus nalgas y me lengua intentaba, a como dé lugar, entrar en su culo, mientras mis dedos entraban con facilidad en su conchita y me movía dentro de ella. Coloqué mis pies en el colchón y comencé a penetrarla. Isabel hundía sus pechos más en el colchón y yo trataba de ir más dentro de ella. Su rostro estaba desencajado, llena de placer, cual perra en celo. —
Si, si, si, gemía. Le di una última embestida que no pudo aguantar el peso de mi cuerpo y cayó de bruces, rendida en la cama, mientras sentía que me venía una, dos, tres veces dentro de ella.
Me quedé pegado un rato a ella, en esa posición, hasta que mi pinga empezaba a ponerse flácida y perdía su tamaño. Nos quedamos abrazado, desnudos y sudorosos después de aquella faena y nos quedamos dormidos. Después de un par de horas nos despertamos. Mi pinga estaba nuevamente en forma.
—¿Qué te parece salir un rato a pasear?, me ofreció.
—Suena bien, respondí. —
Pero, primero quiero cacharte un poco más.
Isabel se río y sin que yo le dijera u ordenara empezó a masturbarme con su mano. Se inclinó nuevamente hacía mí y metió mi pinga en su boquita. Empezó a chuparme, como si lactara un manjar, como si quisiera buscar algo dentro de mi pinga. No pude resistirme y me vine, otra vez en su boca. Isabel no sólo me dejó la pinga completamente limpia, sino que saboreó el sabor de mi semen, y con la pinga en sus manos pasó su lengua por sus labios, como saboreando su obra.
—
Ahora estás completamente deslechado, me dijo, algo burlona.
Esa noche salimos a pasear al centro y fuimos a bailar y beber. Llegamos de madrugada al hotel y nuevamente cachamos. Así desnudos empezamos a conversar. Las típicas conversaciones de dos amantes en la intimidad y el silencio.
—
Siempre quise acercarme más a ti, me confesó. —
Pero no de una forma carnal, tenías un brillo en los ojos que no sabía identificar, cuando te vi por primera vez, y tenía curiosidad.
Isabel pensaba que, el brillo en mi mirada, como ella lo describía, se debía a la tristeza de haberme quedado prácticamente solo en la vida. Luego en Lima, volvió a notar lo mismo y me confesaría que esa
“intensidad” del brillo era por la emoción y la pasión de como yo veía la vida.
Me quedé huevón por un rato, no era la primera vez que alguien me había hablado del brillo en mi mirada, pero siempre creí que era por tanta marihuana que había
lanzado siendo joven o por que siempre andaba arrecho tratando de desnudar a todas las mujeres que se me cruzaban con la mirada.
Al día siguiente, cachamos un poco más antes de salir rumbo al aeropuerto. Nos despedimos con un beso ardiente y lleno de pasión y prometí que nos veríamos cuando vuelva a Lima.
Después de embarcarla, fui a visitar a mi tía y al
huevonazo de su esposo. Conversé con mi tía, su esposo me miraba como un cachorro asustado, aunque aprovechaba el momento para soltar cualquier cojudez, pero era fácilmente domado con una mirada o un comentario mío.
—¿Te acuerdas de mi amiga Isabel?, preguntó mi tía, en un momento de la conversación.
—
Si supieras la chupada de culo que le he metido y se ha tragado hasta la última gota de mi leche, tía, dije a mis adentros, mientras movía la cabeza afirmativamente.
—
Siempre me preguntaba por ti, hasta que un día le dije, creo que te has enamorado de mi sobrino, y soltó una risa cómplice.
Me sonreí también, haciéndome el huevón y el desentendido.
—¿Aún vive en Lima con su esposo?, pregunté, haciéndome el curioso.
—
Se divorció y hace ya unos años empezó una relación con un general o coronel del ejército, me chismoseó.
—Me dijo hace poco que se iban casar. Agregó, como terminando el chisme.
—Las cholitas se mueren por los uniformados, agregó el cojudo de su esposo.