No soy usuario asiduo del foro. La verdad, solo vuelvo cuando la sequía aprieta o cuando mi agarre de turno empieza a apagarse. Esta vez fue lo segundo. Así que volví a mirar el “mercado” arequipeño, ese que siempre me pareció más árido que el desierto de La Joya. Y como quien no quiere la cosa, entré al foro. Me clavé en la zona de relatos. No lo voy a negar: me enganché. Algunos contaban huevadas, pero otros tenían lo suyo. Entonces me dije: “¿Y si me hago el Vargas Llosa versión cochera y escribo lo mío?” Así que aquí estoy, contando algunas historias de mi repertorio:
De como me comí a la amiga de mi hermana
Llevaba unos meses de vuelta en Arequipa después de varios años en los unites. Primero me fui por estudios, luego por chamba. Allá la vida era otra cosa, pero decidí volver porque el aire de casa siempre termina llamando. Aunque cuando llegué, me di cuenta de que todo había cambiado. Mis patas estaban en otros rumbos, y yo, literal, no tenía con quién tomarme una chela sin que me cuenten del colegio del hijo. Una tarde, ya medio aburrido, me metí al Facebook. Ahí estaba conectada ella: la amiga de mi hermana. Nos habremos cruzado un par de veces, cuando venía de visita o para algún cumpleaños. Nunca habíamos hablado más allá de un “hola” cortés, pero siempre me llamó la atención. No era modelo, pero tenía algo... un aire maduro, esa mirada de mujer que ya sabe lo que quiere y que no necesita gustarte, porque sabe que lo va a lograr igual. Cinco o seis años mayor que yo, más o menos. ¿Y qué? A veces la experiencia no es un lujo, sino una necesidad.
No le di muchas vueltas. Le hablé. Un saludo casual, con la excusa más floja del mundo: “Oye, me acordé de ti viendo unas fotos viejas con mi hermana”. Absurdo, pero efectivo. Respondió con un "¡jajaja, qué tiempos!" y ahí empezó todo. Le lancé la invitación sin anestesia: “¿Y si salimos un día?.” No sé si fue el descaro, la curiosidad o simplemente el aburrimiento, pero aceptó. La primera salida fue inofensiva: café en Yanahuara. Charlamos de todo un poco: viajes, trabajo, lo rara que se había vuelto la ciudad. Me gustó cómo se reía. Había química, pero aún no había chispa. Yo sabía que tenía que mover bien las fichas. Me había comido el cuento de que la vida es ajedrez, no dados. Las siguientes salidas fueron parecidas. Cine, mall, otro café. Todo muy casto, muy cordial. Pero yo ya olía lo inevitable. Así que lancé la jugada: “Va a tocar tu cantante favorito en un restobar en Dolores. ¿Te provoca ir? Yo invito.” Ella no lo pensó mucho: “¡De una!” Me mandó emoji de fuego.
La noche del concierto llegó como llegan esas cosas que uno no planea demasiado, pero sabe que van a dejar marca. Yo no había armado nada demasiado elaborado, solo sabía que quería verla un poco tomada, un poco más suelta… y a mi lado. La recogí en mi auto como un caballero de domingo, pero con intenciones de sábado sucio. Cuando salió de su casa, tuve que respirar hondo. Estaba buena. No de esas que se notan a kilómetros, sino de las que quieres morder cuando se te acercan. Jeans ajustados, botas negras con actitud y una blusa floreada que escondía —maliciosamente— dos razones para querer acelerar la noche.
Conversamos camino al local, como si fuéramos viejos amigos que apenas se están redescubriendo. Risas, anécdotas, un par de “no puedo creer que me estés diciendo eso” y de pronto ya estábamos en la fila para entrar.
Una vez dentro, el ambiente hizo lo suyo. Luz tenue, música en vivo, y nosotros dos sentados al borde de la barra. Ella pidió mojitos. Yo agradecí al universo por el 2x1. El alcohol fue la llave: con el segundo vaso ya nos reíamos como si lleváramos años saliendo. Con el tercero, ya la tenía abrazada, su cabeza recostada sobre mi pecho mientras cantaba bajito las canciones de su ídolo. Y yo ahí, sintiendo su perfume y el calor de su cuerpo. La noche empezaba a vibrar, no por la música, sino por cómo nuestras miradas se sostenían un segundo más de lo normal. En una de esas, ella levantó la vista. Estábamos cerca, demasiado cerca. Labios a centímetros. Y sin pensarlo, se acercó. O quizás fui yo. El punto es que nuestras bocas se encontraron.
El primer beso fue suave, pero con hambre. Como quien prueba algo que sospecha que va a gustarle... y no se equivoca. De ahí no paramos. Nos besábamos sin pudor, rodeados de desconocidos que ya ni existían. Yo ya tenía las manos acariciando su espalda, su cintura, y ese maldito huequito entre la blusa y el jean que te invita a explorar.
Terminó el concierto y ella me preguntó, entre risas y con una voz más ronca:
—¿Estás bien para manejar?
Le respondí que sí… pero añadí, con sonrisa de cómplice:
—Aunque si quieres, nos quedamos un rato en el carro.
Asintió. Subimos. El carro se volvió un cuarto provisional. La besé como si el asiento fuera cama, como si no hubiera más noches. Mis manos no pidieron permiso: se fueron directo a sus piernas, a sus caderas. Ella no se opuso. Al contrario, abrió más las piernas. Me apretó contra ella. Sentí su respiración agitada, y cómo su cuerpo respondía a cada caricia mía.
Toqué sus tetas por encima de la ropa. Firmes. Grandes. Respondían a mis dedos como si supieran lo que estaba buscando. Me costaba contenerme. Ella tampoco ayudaba: me mordía el labio, me decía "espera" solo para volver a besarme más fuerte.
—¿Y si vamos a un lugar más cómodo? —le susurré.
Se quedó callada por dos segundos. Luego asintió.
—Ya.
El auto arrancó con rumbo fijo: un hotel de esos con cochera privada. El trayecto fue corto. No hablamos mucho. Ella miraba por la ventana con esa media sonrisa de “sé exactamente lo que estás pensando” y yo tenía una sola imagen en la cabeza: su cuerpo extendido en una cama, esperándome. Entramos. Subimos. Al abrir la puerta del cuarto, no hubo tiempo para contemplaciones. La jalé hacia mí, la besé con fuerza. Ella respondió igual: sin miedo, sin freno, como si también hubiera estado guardando las ganas. La empujé suavemente sobre la cama. Me puse encima de ella, la besé desde la boca hasta el cuello, y mis manos comenzaron a explorar. Su blusa cayó primero. Luego el sujetador negro, que abrí con una sola mano —cosa que me salió bien por puro instinto y suerte. Cuando sus tetas quedaron al aire, me quedé un segundo mirándolas como quien encuentra un tesoro. No eran simplemente grandes. Eran llenas, redondas, con pezones oscuros que se endurecían apenas los rozaba. Empecé a jugar con ellos con la lengua, mientras mis manos acariciaban sus costados. Ella ya se arqueaba, como queriendo ofrecerme más. Y yo, encantado, me tomé mi tiempo. Le quité los jeans. Bajo ellos, una tanga negra ajustada. La deslicé lentamente, y ahí estaba: su vagina húmeda, tibia, con vello natural, no del todo depilado. Confieso que normalmente prefiero otra presentación, pero esa noche me supo más salvaje, más cruda, más ella. Me incliné y empecé a probarla con la lengua, con una mezcla de ternura y hambre. Ella gemía sin filtros, apretaba las sábanas, se mordía los labios.
Estaba lista. Lo sentía en su cuerpo, en su sabor, en cómo se aferraba a mi nuca. Me puse el poncho y me acomodé entre sus piernas. Estaba caliente, ajustada, húmeda…. Se aferró a mi espalda mientras comenzábamos a movernos al ritmo del deseo contenido. No hablamos. Solo nos mirábamos, nos sentíamos. Ella con las mejillas rojas, con los ojos entrecerrados, con ese sonido casi animal que salía cada vez que embestía más profundo. Me cambié de posición, la puse de espaldas. Esa vista… ese culo blanco, firme, empujando hacia atrás… fue demasiado. La tomé por las caderas y la penetré con fuerza. Me pidió que no pare. Estuve así, bombeándola como si fuera la última mujer sobre la tierra, hasta que el placer fue demasiado. Me corrí apretando sus caderas, sintiendo cómo su cuerpo junto al mío.
El segundo round vino luego de unos minutos. Esta vez fue más lento, más íntimo. De costado, con besos suaves, con sus manos acariciando mi espalda. Cambiamos a misionero, luego otra vez de espaldas. Volví a correrme, esta vez más suave, pero igual de satisfecho. Terminamos acurrucados, aún desnudos. No dijimos gran cosa. No hacía falta.
—Tengo que irme —me dijo mientras se vestía.
La dejé en su puerta. Desde ahí, todo se volvió sexo seguido y sin culpa. Pero ya contaré esa parte