Veintiuno – NUESTRO PRIMER ANIVERSARIO (Y LA CONQUISTA DEL ULTIMO TERRITORIO VIRGEN)
Al día siguiente, jueves, salí por la mañana con una misión clara: pasar por el hotel de nuestra primera escapada. Quería revivir ese momento, ese punto de partida. Cuando llegué, no me sorprendió encontrar a la misma recepcionista de entonces, la morena simpática, de sonrisa amplia y ojos vivos. Al parecer me reconoció al instante.
—¡Usted celebro su aniversario aquí hace un año! —me dijo, entre divertida y cómplice—
Asentí con una sonrisa discreta.
—¿Está disponible esa habitación?
—Sí, justo está libre de viernes a sábado. ¿La reservo?
—Claro, la tomo.
Salí de ahí sintiéndome feliz, como si hubiera cerrado un círculo perfecto. Cuando llegué a casa le di la noticia a Angie.
—¡Tenemos la misma habitación! —le dije, apenas la vi.
Ella me miró con esos ojos que siempre parecen iluminar todo.
—¿En serio? ¡Primix! —exclamó, y me abrazó fuerte, casi saltando sobre mí—. ¡Te pasas!
La vi feliz, emocionada como una niña que recibe la sorpresa que más esperaba. Y yo supe que había tomado la mejor decisión.
Pero quería más. Quería darle algo especial, algo simbólico, útil, que tuviera sentido. Pensé en varias cosas: una joya, un perfume, un libro... pero ninguna idea me cerraba del todo.
Hasta que lo supe. Un celular.
Era algo que nos conectaría siempre, sin importar dónde estuviéramos. Una herramienta para cuidarnos, para hablar sin excusas, para estar cerca incluso cuando no podíamos tocarnos. Elegí un Motorola. Yo tenía uno y me había dado buenos resultados.
Teníamos el plan de fuga perfecto. Casi digno de película. Yo le diría a mi madre que me iba a una de esas fiestas de playa que organizaban los chicos del gym. Ya el calor comenzaba a entrar con fuerza a Lima, así que la excusa era creíble. Angie, por su parte, le contaría a mi madre un día antes que también tenía una fiesta, pero con sus amigas, en una casa en Cieneguilla. Como era lejos y seguro se quedarían conversando hasta tarde, no regresaría hasta el sábado en la tarde.
A mi madre le pareció bien. Es más, soltó un comentario que nos hizo reír, pero que también nos dejó una sensación rara, como si nos estuviera leyendo entre líneas sin saberlo.
—Ay hija, tú deberías llevar a este muchacho a tus fiestas, a ver si conoce a una chica inteligente y bella como tú. Y tú hijo, deberías llevar a esta chica a tus fiestas, con esos amigos forzudos tuyos del gimnasio, a ver si también conoce a alguien... y de una vez se enamora. No todo es estudio, ¡caray!
Nos miramos y sonreímos, tratando de no delatarnos con la mirada.
—Sí madre, yo creo que no es mala idea —le respondí con toda la tranquilidad del mundo—. Algún día lo haremos.
Angie solo rio, con esa risa suave que pone cuando está por decir algo travieso, pero se lo guarda.
El viernes llegó lento, como si el reloj quisiera burlarse de nuestra ansiedad. Habíamos hecho todo tal como lo habíamos planeado.
A las 5 de la tarde echamos a andar el plan. Me despedí de mi madre, Angie me dijo que le había dicho a mi madre que se iría a la casa de una amiga, donde se reunirían antes de partir a Cieneguilla y que yo la dejaría ahí camino a la playa. Pero era solo un pretexto para salir juntos de casa.
Estábamos casi listos para salir. Yo ya había bajado la mochila al auto y me encontraba en la cocina, conversando con mi madre, despidiéndome con la naturalidad que exigía nuestra coartada. Entonces, apareció Angie. Entró caminando con una seguridad encantadora, como quien sabe exactamente el efecto que causa. Llevaba puesto un vestido blanco ajustado, corto, de tela suave y ceñida que delineaba su figura de forma irresistible. Sus hombros al descubierto, las tiras finas sujetando el escote justo, sus piernas largas y suaves, el brillo discreto de sus sandalias, las uñas perfectamente pintadas. Su cabello suelto en ondas ligeras y esa sonrisa serena pero cómplice. La vi y, por un instante, me quedé sin palabras. Embobado. Era una visión. Sentí un impulso brutal, un deseo urgente de tomarla ahí mismo, de lanzarme sobre ella con todo lo que tenía dentro. Pero me contuve. Tenía que disimular. Tenía que despedirme de mi madre como si todo fuera normal, mientras por dentro ardía. Angie se acercó, saludó con dulzura y me miró como si supiera exactamente lo que me estaba pasando.
Salimos con la adrenalina a tope y fuimos directo al hotel. Estaba a solo diez minutos, pero el trayecto se sintió eterno.
Durante el camino casi no hablamos. El silencio estaba cargado, espeso, eléctrico. Cada mirada, cada roce de manos, cada respiración contenida era una promesa muda. Teníamos en la piel la memoria de todo lo vivido en esa habitación… y la sed de repetirlo, de superarlo.
Cuando llegamos, el hotel lucía igual que la primera vez. Esta vez no estaba la morena de la recepción, sino una joven amable, profesional, que nos recibió con una sonrisa tranquila y cálida.
—Habitación 504 —nos dijo al entregar la llave—. Último piso. Ya está todo listo. Que disfruten su estadía.
Subimos en silencio por el ascensor. Angie me apretaba la mano. No era miedo, era fuego. Cada piso que subíamos era un latido más fuerte, una respiración más agitada. Cuando llegamos al quinto, el pasillo alfombrado nos recibió con ese olor a madera, a discreción, a deseo encapsulado.
Caminamos hasta el fondo. La habitación 504. La misma de aquella primera vez. Me detuve con la llave en la mano. Angie me miró. No dijo nada. No hacía falta.
Yo también la miré, sabiendo que lo que estábamos a punto de vivir no era solo sexo, no solo pasión.
Yo sabía lo que le esperaba a Angie detrás de esa puerta. Esta vez no había dejado nada al azar. Y no me refiero solo al sexo. Lo había coordinado todo con la morena del hotel, que ya era algo así como nuestra cómplice silenciosa. Apenas supe que teníamos la misma habitación, me aseguré de que cada detalle estuviera listo. Dentro nos esperaba un ramo gigante de veintitrés rosas blancas, limpias, abiertas, hermosas, y una única rosa roja en el centro, símbolo de nuestro primer año juntos. Sobre la mesa, una gran fuente de fresas con chocolate, no como la pequeña que nos dieron de cortesía la primera vez. Esta era generosa, desbordante, porque sabía que a Angie le encantaban, que las saboreaba como si fueran un capricho sagrado.
En el frigobar habían dejado dos botellas de vino y una de champán bien frías, como pedí. Yo, en mi mochila, llevaba dos six-pack de cerveza, para nuestra sed y nuestros brindis más informales. En la cama, nuestras iniciales estaban formadas con pétalos de rosas rojas, en el centro de un corazón más grande. Todo estaba dispuesto para crear un ambiente romántico, íntimo, pasional. Para celebrar nuestro amor, nuestro secreto, nuestro primer aniversario.
La miré. Angie tenía una mezcla de ternura, deseo y sorpresa en el rostro. Abrí la puerta y la cargué en brazos sin decir nada.
—¡¿Qué haces?! —dijo entre risas.
—Te cargo para que entres como una princesa —le dije—, como mi princesa.
Crucé con ella en brazos el umbral. La deposité con suavidad sobre la cama.
Ella se incorporó, miró a su alrededor con los ojos muy abiertos. Caminó por la habitación, revisó cada detalle como si quisiera memorizarlo todo. Al ver las flores, me abrazó. Al probar la primera fresa, me besó. Cada pequeño hallazgo era seguido por un "te amo", por un beso largo, por una caricia. Su rostro brillaba. Y en sus ojos vi algo más que alegría: vi gratitud, vi amor sincero, vi deseo profundo.
Angie me abrazó del cuello. Me dio un beso lento, suave, profundo, y mirándome a los ojos me dijo con voz apenas quebrada:
—¿Y así no quieres que te ame cada día más?
No supe qué decirle. Esa mirada me estremecía, su voz me tocaba el alma. Solo la sujeté por la cintura y le respondí con lo único que sabía cierto:
—Todo esto me lo inspiras tú… con tu dulzura, con tu pasión, con tu entrega… con ese cuidado que siempre tienes conmigo. Pero esto no es todo… tengo un regalo para ti.
—¡Ah! —dijo sorprendida— Yo también tengo un regalo para ti. Pero... creo que tenemos mucha ropa encima para intercambiarlos.
Se dio una vuelta coqueta, con esa mezcla de picardía y ternura que solo ella tiene, y me preguntó:
—¿Te gustó mi vestido?
—Me encantó —le dije—. Te queda precioso. Pero más que el vestido… es la forma en que lo llevas. Me encantas.
—Bueno —dijo sonriendo—, es hora de que me lo saques. Quiero hacer el amor primero… y darnos los regalos desnudos sobre la cama. Nada más que tú y yo.
Me acerqué despacio, como si cada paso fuera un suspiro contenido. Le bajé el cierre del vestido con cuidado, como si se tratara de deshojar un secreto, y la tela cayó deslizándose sobre su piel, revelando un calzoncito blanco mínimo, más tiras que tela. Angie me quitó la camisa con esa delicadeza suya que mezcla deseo y ternura, y luego se sentó en la cama a mirarme, con una media sonrisa y los ojos encendidos, mientras yo terminaba de desnudarme. Su mirada recorría cada parte de mí como si me acariciara a distancia.
Angie se recostó sobre la cama, sobre ese lecho preparado para nosotros con tanto esmero, entre pétalos y fragancia a rosas frescas. Me tendió los brazos, y yo me dejé caer sobre su cuerpo como quien regresa a su lugar en el mundo. Nos besamos lento al inicio, como si quisiéramos saborear cada segundo, cada roce, cada suspiro. Nuestras lenguas se buscaron, pero suavemente, en una danza húmeda. Su piel ardía bajo mis manos, y sus dedos me recorrían la espalda con una mezcla perfecta de ternura y deseo. Nos mirábamos a los ojos mientras nos besábamos, como si quisiéramos memorizarnos para siempre.
Yo la besaba y acariciaba, de su cuello bajaba a sus senos y volvía a subir a su boca, en ese juego, mi pene erecto, tocaba su calzoncito, que era como una puerta que a duras penas resistía el embate de mi cañón.
Mis labios nuevamente bajaron por su cuello, se detuvieron en sus clavículas, y luego en sus pechos, suaves, generosos, que se estremecían al contacto de mi lengua, sus pezones ya estaban muy erectos. Angie gemía suave, sus caderas comenzaban a buscarme. Yo quería ir despacio, pero el cuerpo pedía más, pedía todo. Ella me sujetó la cara con ambas manos, me miró con una intensidad que desarmaba cualquier palabra:
—Hazme tuya, amor mío. Quiero que tu perfume se quede en mi piel para siempre.
La puse boca abajo sobre la cama y ahora mis besos bajaban desde su nuca, pasaban por su espalda y llegaban a sus nalgas, las mordisqueaba un poco y volvía a subir. Angie se dio la vuelta nuevamente y abrió las piernas ofreciéndose su sexo húmedo, yo le saqué ese pequeño calzón que era lo último que se interponía entre nosotros, inmediatamente me sumergí en su vulva, lamiendo, chupando, mordisqueando, sus gemidos iban en aumento y ya comenzaban a acelerarse. Mientras tanto mis manos jugaban con sus tetas y mi lengua buscaba su clítoris, lo que la calentaba aún más.
Finalmente, subí hacia su boca y la penetré suavemente, el bombeo era lento pero constante. Nos fundimos sin prisa, pero sin pausa, con esa mezcla única de pasión desbordada y cariño profundo. Entré en ella como quien vuelve a casa, y Angie se abrió a mí con todo su ser. Nuestros cuerpos eran uno, se buscaban, se reconocían. Nos movíamos con ritmo creciente, jadeando, gimiendo, susurrando palabras que no hacían falta entender. Le decía que la amaba, que era mía, que era perfecta, y ella respondía con su cuerpo, con su entrega total, con esa manera suya de mirarme como si fuera su todo.
Cambió de posición, se montó sobre mí y se tomó el tiempo de moverse a su ritmo, de guiar el momento. Sus cabellos sueltos caían sobre mi pecho mientras se dejaba llevar, y yo la tomaba de la cintura, embobado, rendido a esa forma suya de amarme con cada parte de su cuerpo. Nos besamos de nuevo, profundo, húmedo, tembloroso, mientras sentíamos que íbamos llegando al borde. El clímax fue largo, poderoso, una ola que nos arrastró juntos. Gritamos, jadeamos, reímos… y luego nos quedamos en silencio, agotados, abrazados, empapados de nosotros.
La miré. Tenía el rostro encendido, los labios entreabiertos, el corazón latiendo como loco sobre mi pecho. Y pensé que no había otra forma de amar que esa.
Ella sin moverse de donde estaba, encima mío y con mi miembro todavía en su interior, me dijo:
—Cada que eyaculas dentro de mí, siento que me haces más tu mujer, que me impregnas más de ti… que te amo más…
Y se quedó un buen rato así, disfrutando.
Más de media hora después, ya nos habíamos despabilado después de hacer el amor. Estábamos sentados frente a frente sobre la cama, con las sábanas revueltas a un lado, aún con el cuerpo tibio por todo lo vivido. Yo la miraba embelesado. Su pelo revuelto, su sonrisa juguetona, su cuerpo perfecto...
—Angie, tus senos son perfectos —le dije sin rodeos, con admiración y ternura—. Tú no deberías usar sostén, como hoy. Ellos no necesitan ayuda para quedarse en su sitio.
Ella se sintió halagada y hasta se sonrojó un poquito, bajando la mirada con una sonrisa tímida.
—Son tus ojos, amor.
—No —le respondí con total convicción—. Realmente son perfectos. En tamaño, en textura, en firmeza... muchas mujeres pagan a un cirujano para que les haga algo parecido a lo que tú traes de fábrica.
—¡Me estás sonrojando, tontín!
—El único problema es que si no usas sostén se te notan los pezones. Y más si estoy cerca… o si piensas en mí —le dije con picardía.
—Ya, bueno —respondió entre risas—. Además, son tuyas, con sostén o sin sostén. Te haré caso, a ver cómo me va...
Nos reímos juntos. El ambiente seguía cargado de ternura y deseo, esa mezcla deliciosa que sólo se logra cuando el amor y la pasión se abrazan con fuerza.
—¡Ya! Hagamos el intercambio —dijo, entusiasmada.
—Ya intercambiamos fluidos —le solté, riéndome.
Ella se me tiró encima, me mordió el labio con suavidad y, con la mirada encendida, me dijo:
—¡Tú eres incorregible!
Le ofrecí una cerveza a Angie y aceptó de inmediato, con esa sonrisa suya que me derrite. Me levanté, saqué dos cervezas del frigobar y, de paso, saqué la caja que había traído oculta en mi mochila. Ella también se levantó, hurgó en su bolso y sacó una caja rectangular, envuelta con cuidado. Nos volvimos a sentar, cara a cara sobre la cama.
—¿Quién comienza? —le pregunté, juguetón—. ¿Las damas primero?
—No, ese truco ya me lo conozco —respondió entre risas—. Vamos a jugar Janken-po.
—Angie… eres una niña.
—Tu niña —me dijo, con una voz que tenía un toque travieso y dulce a la vez.
Nos reímos y jugamos. Janken-po. Papel, piedra, tijera. Al final, yo gané. Angie hizo un puchero adorable.
—Ok —le dije—, me toca a mí empezar.
Ella se sentó erguida, expectante, casi ansiosa. Miraba la cajita con curiosidad hasta que se la pasé. Rompió el papel con cuidado, pero no pudo evitar apurarse al final, y cuando vio lo que era, sus ojos se abrieron como dos lunas llenas.
—¡Amor! ¡Un celular! ¿Me regalaste un celular? ¡Qué lindo!
Se abrazó a mí con fuerza, me llenó de besos por toda la cara. Lo sostuvo entre las manos con ternura, como si fuera un tesoro. Comenzó a mirarlo de cerca, a explorar los botones con emoción.
—Ya está con línea —le dije, mientras ella lo encendía—. Y la renta la voy a pagar yo.
—No, no, amor… —me dijo, de inmediato—. Tú estás ahorrando para la inicial de tu depa, no gastes en mí.
La miré a los ojos y le tomé las manos.
—Angie, confío en ti. Sé qué harás un uso responsable. En serio. No es un gasto, es una forma de estar más cerca de ti, de saber que puedo encontrarte si te necesito... o si tú me necesitas. (En ese tiempo todavía se pagaba por minuto)
Ella se quedó en silencio un momento, mordiéndose ligeramente el labio. Me miró con esa mezcla de ternura y admiración que me deja sin aire.
—Gracias, amor… por confiar tanto en mí.
Se acercó, me abrazó, y susurró al oído:
—Este celular va a sonar más para decirte “te amo” que para cualquier otra cosa.
Nos besamos. En ese instante supe que mi regalo había llegado a su corazón.
—Ya, me toca a mí —dijo Angie, con una sonrisa cómplice—. Te daré mi regalo. Espero que te guste. Es más humilde que el tuyo, pero tiene todo mi corazón.
—Amor, lo que importa no es lo que cuesta, sino la intención. Y yo sé que tú haces todo con el amor que me tienes —le respondí, acariciándole la pierna suavemente.
Me entregó una caja cuadrada, alargada, envuelta con cuidado y adornada con un lazo. Por un momento pensé que sería una camisa. La abrí con curiosidad, desdoblando con paciencia el papel. Dentro había una camiseta negra. La saqué, y al desplegarla, leí la frase estampada en letras blancas: “No insista, soy fiel.”
—¡Angie, te pasas!
—Lo tienes que usar —dijo entre risas—. Ya sabes, más cuando no estás conmigo.
—Ok, lo usaré… aunque mi madre va a preguntar: “¿fiel a quién?” —dije sonriendo—. Pero lo tomaré como una broma.
—Sí, pero tú y yo sabemos a quién le eres fiel —me respondió con ternura.
—Ok...
Había un segundo polo. Lo saqué. Era igual de negro, pero esta vez, en letras medianas sobre la espalda, decía: “Dejen de prohibir cosas, no me doy abasto a desobedecerlas.”
—¿Y qué cosas desobedezco yo? —le pregunté.
—Nosotros —respondió, mirándome con seriedad—. Estamos yendo contra todas las leyes. Desobedecemos al mundo, sus reglas, sus cuadrículas… y seguimos el dictado de nuestro amor.
No dije nada. Solo la besé suavemente en la frente.
Saqué el tercer polo. No era negro, era verde botella, y tenía una gran ilustración de la cara de Bugs Bunny… pero enojado.
—¿Y este?
—Ese eres tú —dijo divertida—. Mi conejo loco.
—¿Soy tu conejo loco?
—Sí, ya te lo he dicho. Cuando hacemos el amor, en la última parte, cuando vas a llegar… te aceleras como conejo. Ya te lo había dicho la vez pasada.
—Sí, sí recuerdo —le respondí riendo—. Bueno, este es el que más voy a usar.
En el fondo de la caja había una pequeña bolsa negra de terciopelo. La miré, curioso.
—¿Y esto?
—Ese es mi regalo especial —me dijo, bajando la voz y mirándome con picardía.
Abrí la bolsita con una mezcla de sorpresa y expectativa. Adentro había un tubo grande de lubricante al agua y dos cajas de preservativos. Me quedé en silencio unos segundos, tratando de entender. Cuando la miré, su expresión ya lo decía todo.
—¿Me lo vas a dar? ¿Estás segura?
—Sí, amor. Hoy día estrenas mi puerta de atrás. Ese es mi regalo especial para ti.
—¿Segura, segura? —pregunté de nuevo, pero ya mi voz estaba llena de ternura más que de deseo.
—Segura, amor. Quiero darte todo lo que tú me pidas. Quiero que sientas que no hay límites entre nosotros.
La abracé fuerte. La besé lento, agradecido. Más allá del deseo, lo que me desbordaba era la entrega. La confianza. El amor con el que me ofrecía algo tan íntimo, tan suyo. No era solo sexo. Era un acto de fe. Un acto de amor. Y yo sabía que era un hombre afortunado. Realmente dichoso de tener a una mujer así a mi lado.
Angie se paró de la cama como si fuera una actriz en plena escena dramática, adoptando un tono solemne, aunque la sonrisa traviesa la delataba.
—Pero jovencito… —dijo, alzando la ceja—, todavía no se emocione usted. Eso va a suceder cuando me haya dado suficiente vino para que yo me relaje. Recuerde que le dije que tenía que emborracharme primero.
—¡Claro que lo recuerdo! —le respondí, siguiéndole el juego—. Como a pavo, ¿no?
—¿Cuál pavo, tontín? ¡Yo soy gallina fina, te repito!
No aguanté las ganas. Me paré y fui tras ella, tratando de agarrarla. Pero Angie, rápida como siempre, se escabullía entre mis brazos desnuda, riendo con picardía. Empezamos a corretear por la habitación, como si fuéramos dos niños grandes.
Nuestros cuerpos se rozaban, se chocaban, a veces la tenía, a veces se me escapaba de entre las manos como si fuera de agua. Se dejaba agarrar un momento, le robaba un beso, y luego volvía a escabullirse riendo con esa mezcla de dulzura y provocación que me enloquecía.
Jugamos, así como diez minutos. Diez minutos de carcajadas, de jadeos entre risas, de choques de piel, de deseo contenido disfrazado de juego.
Hasta que, ya agotados, caímos rendidos sobre la cama.
—Y ya —dijo Angie, respirando agitada—. ¿Me sirves ese vino? Lo necesito.
—Por supuesto, amor —le respondí, igual de agitado.
Nos sentamos en el sillón que estaba junto al balcón. No era el mismo de hace un año.
—¿Será que lo rompimos con nuestra pasión? —preguntó riéndose, mientras se recostaba sobre mi hombro.
—Capaz. Yo también tendría que huir si me tocara presenciar todo lo que hicimos ahí —le dije, y ambos reímos como cómplices de un crimen perfecto.
Le serví una copa de vino. Ella la levantó como si fuera un brindis secreto. Se la llevó a los labios.
El sillón no era el mismo de hace un año, pero servía igual para lo que estábamos haciendo: estar desnudos, piel con piel, sin miedo ni apuro, con el cuerpo aún tibio por lo que acabábamos de compartir. Angie tenía una pierna cruzada sobre la mía, su mejilla descansando sobre mi pecho, una de sus manos jugando con mis dedos, como si no quisiera que ese momento se terminara nunca.
La primera botella de vino descansaba vacía en el suelo. Afuera, la ciudad seguía latiendo, pero aquí adentro no había tiempo ni ruido ni mundo.
—¿Te das cuenta de todo lo que hemos vivido este año? —susurró Angie, trazando un círculo imaginario sobre mi pecho.
—Sí —le respondí, besándole la frente—. Y a veces no puedo creer que sigamos aquí, juntos. Contra todo.
—¿Te acuerdas cuando lo hacíamos calladitos, para que tu mamá no nos escuchara? —dijo entre risas apagadas—. Yo me tapaba la boca con la almohada, y tú apretabas los dientes para no gemir.
—Sí… y nos sentíamos unos campeones por lograrlo —dije sonriendo—. Hasta que un día se te escapó un grito en el clímax y pensé que nos descubrían.
Ambos reímos. El calor de su cuerpo me envolvía. Su risa era un bálsamo. Sus recuerdos, mi refugio.
—Y cuando lo hicimos en mi cuarto —continuó, mirándome con picardía—, ¿te acuerdas? La cama vieja bailaba tanto que hasta los vecinos habrán escuchado, menos mal que tu mama estaba de viaje ¡Qué roche!
—Ay, mi niña traviesa…
—Tu niña. Siempre tuya.
Sus dedos acariciaron mi abdomen, bajando apenas, jugando. Yo cerré los ojos y suspiré.
—Y cuando casi nos atrapan en el carro, esa vez en el morro solar —recordé—. Cuando el policía casi te atrapa con el muchachón en la boca, ¡por golosa!
Angie se moría de risa.
Nos reíamos como adolescentes, pero al mismo tiempo sabíamos que esos recuerdos nos habían construido. Éramos eso: pasión, riesgo, ternura, juego, complicidad. Y amor. Mucho amor.
—Gracias por este año —le dije, acariciando su nuca—. No ha sido fácil… pero ha sido hermoso.
—Y todavía nos queda tanto por vivir… —susurró, mirándome con esos ojos que derretían cualquier defensa.
La miré en silencio, mientras su mano descendía otra vez, despacio, esta vez tocaba sutilmente mi glande. El juego volvía a comenzar.
Nos besamos de nuevo. Esta vez, no con la ternura que habíamos cultivado entre risas y vino, sino con algo más antiguo, más urgente. Sus labios sabían a vino tinto, y su lengua jugaba con la mía como si supiera que podía volverme loco con solo un giro, con solo un mordisco leve.
—Y esta noche… —murmuró contra mi boca—, quiero darte otra historia para recordar. ¿Me sirves otra copa?
Su voz tenía ese tono que me enloquecía: grave, ronco por el vino y el deseo, cargado de una promesa peligrosa. Sentí cómo su mano descendía, muy despacio, por mi abdomen, rozando apenas con la yema de los dedos, como quien tantea un territorio sagrado.
Me estremecí.
—¿Te gusta que te toque así? —preguntó, con una sonrisa traviesa, sin apartar la vista de mis ojos.
—Me encanta —susurré, con un hilo de voz—. Pero no me hagas esperar.
—¿No? —dijo, sentándose sobre mis muslos, su pelvis rozando la mía, aún suave, aún tibia. Se inclinó hacia mí, entregándome sus senos, esos que yo siempre admiraba, y dijo—: A mí sí me gusta hacerte esperar… mientras veo cómo se te escapa el control.
Yo apreté la mandíbula, con un jadeo contenido, mientras sus caderas se movían apenas, haciendo fricción sin entregarse del todo. Mi pene rozaba su vulva en un juego de seducción al rojo vivo. La rodeé con los brazos, queriendo tomar el control, pero ella me frenó con una mano en el pecho.
—Shhh… —susurró—. Déjame jugar un rato.
Me recostó en el sillón y comenzó a besarme el cuello, lento, suave. Sabía exactamente dónde dejarme sin respiración. Su cabello me rozaba la cara, y yo cerraba los ojos, entregado, temblando por dentro.
—¿Recuerdas cuando lo hacíamos calladitos, en tu cuarto, con tu mamá al lado? —me dijo, lamiéndome la oreja.
Asentí, sin poder articular palabra.
—Ahí tampoco podías gemir… y ahora tampoco vas a poder. No quiero que digas nada. Solo siente.
Sus dedos me envolvieron con una precisión perfecta. Mi cuerpo entero reaccionó a su contacto como si ella lo dirigiera con una tecla secreta. Jugaba con el ritmo, con la presión. Yo me arqueaba, respiraba hondo, la deseaba más que nunca.
—Quiero verte perder la cabeza —me dijo, rozando mi oído—. Quiero que te acuerdes de esta noche cuando estés solo y te duela el cuerpo de tanto contenerte.
Su vulva jugaba con mi pene, entraba solo la cabeza y lo volvía a sacar.
—Angie… —susurré—, no aguanto más…
—Claro que aguantas —respondió ella, riendo bajito—. Siempre aguantas cuando se trata de mí.
Se deslizó lentamente sobre mí. La sensación fue tan intensa que creí desfallecer. Me tomó de las muñecas y las llevó hacia atrás, apoyándolas en el respaldo del sillón.
—No te muevas —ordenó, con una sonrisa que era puro fuego.
Y comenzó a moverse. Lento, profundo, sabiendo que yo estaba al borde, jugando con mi autocontrol, que ya era casi inexistente. Me mordía los labios, me miraba fijamente. Yo no podía despegar mis ojos de los suyos. Era hermosa, poderosa, deseada. Era mía. Y yo también era suyo, completamente.
—Esto… —me susurró, cuando su cuerpo tembló sobre el mío, introduciéndose finalmente mi pene en la vagina—, es por todo lo que hemos vivido. Por cada vez que nos arriesgamos. Por cada susurro entre las sábanas. Por cada “te amo” en voz bajita.
—Y por todo lo que vendrá —le dije, temblando ya, a punto de derramarme dentro de ella.
—Sí, amor… por todo lo que vendrá —dijo, antes de morderse el labio y perder el control conmigo. Se movió salvajemente, tiraba la cabeza hacia atrás mientras me cabalgaba y se sujetaba de mis hombros. El orgasmo llegó intenso, furioso.
Todavía no habíamos recuperado del todo el aliento cuando Angie, con su cuerpo aún pegado al mío, y mi pene en su vagina, se movió apenas, como si no quisiera soltarme. Tenía la piel brillante por el calor, los ojos entrecerrados y una sonrisa que era puro pecado.
—¿Qué pasa si te digo… que aún no es el momento? —susurró, mordiéndose el labio inferior mientras me miraba desde arriba, sin dejar de moverse suavemente sobre mí.
—¿De qué hablas? —pregunté, aunque lo sabía muy bien.
—De mi regalo especial —dijo, dejando que el peso de sus caderas cayera sobre las mías, lento, insinuante—. ¿Aún lo quieres?
—Sabes que sí —le respondí, sintiendo cómo la ansiedad me recorría otra vez como una corriente eléctrica.
Ella se inclinó hasta que nuestros labios se rozaron, sin besarme, hablándome muy cerca.
—Entonces vas a tener que ganártelo, conejo.
—¿Cómo?
—Obedeciéndome… en todo.
Y sin esperar respuesta, se deslizó fuera de mí. Se puso de pie con lentitud, sus piernas aún temblaban, y caminó hacia la cama con esa forma tan suya, tan hipnotizante. Su trasero se movía como si supiera que yo no podía dejar de mirar. Al llegar, tomó el lubricante y las cajas que estaban sobre la mesa. Las sostuvo entre sus manos y se volvió hacia mí.
—¿Recuerdas la vez que quise dártelo en el hotel frente a la playa? —dijo, alzando una ceja, como si eso le diera más poder.
Asentí.
—¿Y la vez que me hiciste gritar sin querer en tu casa, y luego me tapabas la boca con la almohada, aunque estábamos solos en casa?
—Cómo olvidarlo…La cuadra entera se habrá enterado que estábamos tirando…
—Pues esta vez quiero gritar. —Sus ojos brillaban de deseo, de desafío, de malicia. — Pero primero… quiero verte rogar un poco.
Volvió al sillón, se arrodilló entre mis piernas y comenzó a besarme el vientre, muy lento, sin tocarme aún. Su lengua dibujaba caminos húmedos, provocándome, manteniéndome al borde.
—¿Lo deseas? —preguntó, bajando apenas más, sin llegar a donde yo más la necesitaba.
—Sí…
—¿Cuánto?
—Angie, no seas cruel…
—No es suficiente.
Subió sobre mí de nuevo y me dio un beso feroz, desesperado. Se apretó contra mí, y su aliento en mi oído me estremeció.
—Quiero sentirte perder el control —me dijo—. Quiero que lo pidas con palabras. Quiero que me digas todo lo que quieres hacerme.
—Quiero tenerte toda. —Mi voz era apenas un susurro ronco—. Quiero que me dejes entrar donde nadie ha estado. ¡Quiero hacerte mía totalmente!
Ella se mordió el labio, cerró los ojos un segundo. El deseo le recorrió la piel como un escalofrío.
—Entonces ven —dijo, llevándome de la mano hacia la cama—. Pero con calma. Vamos a hacerlo bien. Porque esta vez... no habrá marcha atrás.
Se recostó boca abajo, arqueando apenas la espalda, ofreciendo su regalo con esa mezcla de entrega y osadía que solo ella tenía. Alcanzó el lubricante, lo abrió con las manos temblorosas, y me lo entregó.
—Prepárame, amor. Hazlo lento. Enséñame a confiar en ti.
Yo tomé una respiración profunda, conmovido y excitado al mismo tiempo. Me incliné sobre ella y comencé a acariciarla con paciencia infinita, con ternura reverente, como si estuviera entrando a un templo. Porque lo era. Era su cuerpo, su decisión, su amor puesto entero sobre la cama para mí.
Angie cerró los ojos y soltó un suspiro, y supo que esa noche quedaría grabada para siempre en nuestra historia, no solo por el acto en sí, sino por todo lo que significaba: confianza absoluta, deseo sin condiciones, entrega sin reservas.
Ella se mantuvo acostada boca abajo, con los brazos extendidos sobre la almohada y la cabeza girada hacia un lado, respirando hondo, dejando que el vino y el deseo hicieran lo suyo. Su espalda se movía con suavidad, al compás de su respiración, y sus caderas alzadas formaban una curva perfecta que me invitaba, pero también me exigía cuidado, paciencia, reverencia.
Yo me arrodillé detrás de ella, con el corazón latiéndome en el cuello, como si fuera la primera vez que tocaba su piel. Tomé el frasco de lubricante y lo vertí en mi mano. Mis dedos estaban fríos, pero mi respiración ardía. Me incliné y comencé a acariciarla con la mayor delicadeza, con una ternura profunda que venía del amor, no solo del deseo. Le puse bastante lubricante en su culito. Me puse un preservativo y lo unté con más lubricante.
Ella gimió, apenas, un susurro quebrado, y apretó las sábanas con los dedos. Le besé la espalda baja, el inicio de la curva que desembocaba en su trasero, y sentí cómo su cuerpo temblaba levemente.
—¿Estás bien, amor?
—Sí… solo hazlo lento. Muy lento. Quiero que sea tuyo… pero sin miedo.
Le acaricié los glúteos con las dos manos, los separé con cuidado y comencé a lubricarla más con los dedos, primero por fuera, con círculos suaves, sin presión. Noté cómo respiraba más fuerte, pero no era miedo, era entrega. Poco a poco, su cuerpo se fue abriendo, relajando, cediendo.
Mis dedos fueron explorando su culito con una delicadeza infinita, preparados por todo lo que habíamos conversado, por todo el amor que teníamos encima. Ella empujó apenas hacia atrás, dándome permiso, y entonces supe que estaba lista.
—Voy a entrar —le dije, y ella solo asintió con la cabeza y me susurró:
—Hazlo tuyo, amor… solo tuyo.
Poco a poco fui entrando, con un cuidado que jamás había tenido con nadie, tomándome todo el tiempo del mundo. Ella apretó los dientes, gimió fuerte, pero no se apartó. Le tomé una mano, entrelacé mis dedos con los suyos, y la besé en la espalda mientras avanzaba con ternura, esperando que su cuerpo me recibiera del todo. Su ano se iba tragando muy lentamente mi pene. El vino y el lubricante eran la combinación perfecta.
Cuando lo logré, cuando estuve completamente dentro de ella, sentí que algo en mí se rompía y se recomponía a la vez. Era un placer diferente, más apretado, más profundo, pero también era algo emocional: la sensación de que ella me daba todo, lo último, lo más íntimo, con plena conciencia.
—Eres perfecta —le susurré, conmovido.
—Muévete, amor… hazlo tuyo… despacio.
Y así lo hice. Cada embestida era medida, cada gemido de ella me indicaba cuánto más podía darle. No era solo sexo. Era devoción. Era comunión. Era amor traducido en cuerpo.
El placer creció, lento pero feroz. Angie se aferraba a las sábanas, y a veces a mis brazos, moviéndose conmigo, dejándome guiarla. En un momento, se giró levemente para verme, con los ojos húmedos y encendidos, y me dijo entre jadeos:
—Siento que te pertenezco por completo. Tu eres mi dueño…
—Lo eres mi amor, solo mía… Voy a salirme para sacarme el preservativo, ¿está bien?
— Si, pero entra despacio...
Me retiré lento, me saqué el preservativo, su culito estaba rojo y ligeramente abierto, le puse más lubricante, ella gemía. volví a entrar muy despacio. Angie se agarraba con fuerza de las sábanas.
—Muévete, amor… mi culito es tuyo… así amor, se siente rico.
Yo no aguanté más. La tomé por la cintura, la atraje más hacia mí, y mis movimientos se volvieron más intensos, más cargados de emoción. Ella gritó mi nombre varias veces, ya no me decía Primix, era mi nombre, el que repetía entre gemidos, se estremeció debajo de mí, y sentí su cuerpo rendirse al orgasmo, tenso, tembloroso, eléctrico. Yo seguí moviéndome un momento más, si su vagina apretaba, su culito estrangulaba mi miembro, el latigazo del orgasmo llegó sin aviso, violento, dejándome caer sobre ella, vaciándome con un gemido ronco, mordiéndole el hombro, incapaz de contener la fuerza del clímax que me sacudía entero.
Nos quedamos así, unidos, jadeando, sudorosos, exhaustos… pero plenos. Acaricié su cabello y besé su cuello mientras ella me decía con voz baja, aun temblando:
—Gracias por cuidarme… gracias por amarme así. Soy tuya, amor, ahora si absolutamente tuya…
La abracé por detrás, aún dentro de ella, y solo atiné a decirle:
—Nunca he amado así, Angie. Nunca.
—Feliz aniversario mi amor
—Feliz aniversario mi adorada Angie
Y en ese momento supe que ese regalo no era solo su cuerpo. Era su alma desnuda, puesta en mis manos.
Permanecimos así, fundidos, pegados piel con piel, envueltos en el sudor tibio de lo que acababa de pasar. Aún la tenía entre mis brazos, acurrucada, con la cabeza apoyada en mi pecho, respirando despacio, como si estuviera volviendo de algún lugar lejano y sagrado. Mis dedos recorrían su espalda en líneas suaves, sin apuro. Afuera, el silencio era total. Dentro, solo se escuchaban nuestros corazones latiendo al unísono.
—¿Estás bien? —le susurré al oído, con voz ronca, temiendo que hubiera algo que no me había dicho.
Angie alzó la vista. Tenía los ojos húmedos, pero no era tristeza, no era dolor. Eran emociones contenidas. Me miró y sonrió, como si quisiera asegurarse de que yo entendiera todo sin tener que explicarlo.
—Sí, amor… estoy bien. Estoy feliz. Fue… fue hermoso. Más de lo que imaginé.
Acaricié su mejilla, besé su frente. Ella se acomodó mejor contra mí y se dejó abrazar como una niña que acaba de vivir algo grande y necesita refugio para asimilarlo. Y yo estaba ahí, siendo ese refugio, orgulloso, conmovido.
—Lo hiciste con tanto cuidado… sentí que me amabas más que nunca.
—Porque eres lo más valioso que tengo —le dije—. No era solo por el cuerpo, Angie. Era por lo que significa. Por lo que me diste. Me dejaste entrar a un lugar tuyo, íntimo… y no hablo solo del físico. Ella cerró los ojos. Una lágrima le rodó por la mejilla. La limpié con los labios.
—Pensé que me iba a doler más —susurró—. Y al principio sí fue raro, incómodo… pero luego fue distinto. Cuando te sentí dentro, despacio, cuidándome… hubo un momento en que me rendí, en que mi cuerpo te aceptó de verdad. Y lo disfruté, amor. Me gustó.
—¿De verdad?
—De verdad. Me sorprendí a mí misma. Fue intenso. Pero más allá del placer, fue sentirme tuya. Sentir que ya no hay más barreras entre nosotros. Nada oculto. Nada pendiente. Te lo di todo, y no me arrepiento.
Yo no sabía qué decir. La abracé fuerte. Hundí mi rostro en su cuello, respirando su olor, la mezcla de sexo, vino, y su perfume suave. Era como estar flotando en otra realidad.
Ella sonrió. Se giró para quedar encima de mí, con su cuerpo cálido pegado al mío. Me besó despacio, largo, como si sellara con su boca todo lo que habíamos dicho. Después apoyó su frente en la mía y cerró los ojos.
—Ya ves, me diste vino… y me hiciste feliz.
—Y tú me diste todo. Todo.
Nos quedamos así, abrazados, sin necesidad de palabras. El colchón aún caliente. Las sábanas desordenadas. Afuera, la noche. Dentro de nosotros, una certeza nueva: habíamos cruzado un umbral, no solo físico, sino emocional.
Después de un largo silencio, solo interrumpido por nuestras respiraciones lentas y el eco suave de nuestros corazones aún agitados, sentí la necesidad de romper el momento con un poco de humor, como siempre hacíamos cuando la emoción nos desbordaba. Cambié el tono, como si quisiera aligerar la atmósfera, y con una sonrisa le dije:
—Amor… ¿Sabes que ahora somos compadres?
Ella levantó una ceja, aún acurrucada sobre mi pecho, con la mirada algo somnolienta pero divertida.
—¿Cómo que compadres? ¿Qué hablas, tontín?
—Sí, claro… porque te acabo de bautizar el chico.
Soltó una carcajada y me dio un golpecito juguetón en el pecho.
—¡Tontonazo! Tú y tus bromas… —pero siguió divertida—. Bueno, sí, tienes razón. Ahora somos tío y sobrina, amantes… ¡y compadres! Vamos acumulando títulos, amor. ¿Qué nos falta? ¿Socios, quizás?
Ambos reímos, esa risa que nace cuando el cuerpo está cansado pero el alma está plena. Nos abrazamos de nuevo, como si quisiéramos fundirnos. En ese abrazo no había lujuria, ni urgencia. Solo ternura, complicidad, una paz absoluta.
—Quiero darme un baño, siento mi traserito todo mojado.
—Yo también le dije, la mezcla de lubricante y semen se está poniendo pegajosa.
Entramos juntos a la ducha, nos tocábamos, nos jabonábamos, nos besábamos. Cuando salimos, mientras nos secábamos, Angie me dijo:
—Amor, pídemelo cuando quieras, pero siempre con mucho lubricante y mucho vino, ¿ok?
—¿Ok, y tú me lo vas a pedir?
—Creo que sí, me ha gustado.
Habíamos cruzado todas las fronteras, explorado todos los rincones, entregado todo lo que teníamos. Ya no era necesario volver a hacer el amor esa noche. No porque no quedaran ganas, sino porque simplemente… ya lo habíamos dicho todo con nuestros cuerpos.
Solo queríamos dormir abrazados. Sentirnos cerca. Saber que lo que habíamos vivido nos pertenecía, que habíamos sellado algo profundo, inmenso. La noche empezó a arrullarnos poco a poco. Yo la sentía acomodarse mejor contra mí, buscándome, pegándose más. Como si su cuerpo no soportara ni un milímetro de distancia entre nosotros.
La besé en la frente.
—Te amo, mi comadrita.
Ella rio suavemente.
—Y yo a ti, mi compadrito conejo loco.
Y así, entre juegos, bromas y ese calor de amor auténtico, la noche nos fue envolviendo. El vino, el deseo, el regalo especial, todo había quedado atrás… y lo único que importaba era eso: estar juntos. Sin palabras, sin promesas.