Mi Sobrina - Amante

Diecinueve – EL DIVORCIO

Volví a casa cerca de las cinco. Al abrir la puerta y verla en la sala, supe que algo no estaba bien. Angie estaba sentada con la mirada baja, tensa.

—¿Qué pasó, amor? —pregunté.

—Hoy trajeron un papel para ti. Creo que es del juicio de divorcio.

Sentí un golpe en el estómago. Sabíamos que esto venía, pero verlo en papel lo hacía real. Era la citación a la audiencia única.
—¿Y? —preguntó.

—Es para el jueves. Última audiencia.

Ella asintió, caminó hacia la ventana. Luego me miró.
—¿La volverás a ver?

No era celos, era miedo. Miedo de que algo cambiara.

—Solo quiero que esto termine. Por mí. Por nosotros.

Me abrazó fuerte.
—Entonces ve —me dijo—. Y cierra esa historia.

Recuperó su alegría con esa rapidez suya.
—¿Te preparo algo rico? —me ofreció.

—Lo más rico en esta casa eres tú. Pero sí, tengo hambre.

—Lomito al toque —me dijo sonriendo.

Entré a ducharme. Al salir, el olor a carne me dio paz. Puse los platos. Comimos entre risas, como si ese sobre no existiera. Luego fuimos a la habitación. Nos quitamos la ropa, nos abrazamos. Solo queríamos sentirnos.
En la cama, me habló con un tono distinto.

—¿Te puedo preguntar algo? Quiero sinceridad.

—Dime.

—¿Qué pasa si ella quiere volver?

La miré.
—No quiero un amor parchado. Te quiero a ti, así, entera, real. Y aquí me quiero quedar.


Ella no dijo nada. Me abrazó con una fuerza que me estremeció. Me besó como si quisiera dejar su nombre en mi piel. Y me hizo el amor con la intensidad de quien ama sin reservas, como si ese momento fuera un pacto silencioso entre los dos. Me besaba con desesperación, bajo hasta mi miembro, lo besaba, lo lamia con avidez, cuando se lo metía en la boca, lo succionaba como queriendo sacarme la esencia y quedársela.

Luego se subió sobre mí, no como otras veces, no con la calma de quien se acomoda, sino con la urgencia de quien quiere devorarme. Se puso en cuclillas sobre mi pene, y con una mano se abrió suavemente para dejarse caer sobre él, mirándome fijo, con los labios entreabiertos por el placer.

Apoyó ambas manos en mi pecho y comenzó a moverse, primero lento, profundo, sintiéndome dentro, cada vez más húmeda, más caliente. Sus caderas dibujaban círculos, luego subía casi hasta salirse por completo y volvía a hundirse con fuerza, dejando escapar pequeños gemidos que se mezclaban con mi respiración agitada. Yo veía mi miembro brillar entre sus labios vaginales, entrar y salir de su sexo empapado, mientras todo su cuerpo vibraba de deseo.

Sentí cómo me exprimía, cómo cada embestida me arrancaba el aliento, hasta que ya no pude más. Me vine dentro de ella, profundo, largo, temblando bajo su cuerpo que también se estremecía. No se movió más. Se dejó caer sobre mí, aún con mi miembro palpitando dentro de su interior caliente.

Me besó, esta vez despacio, como si me agradeciera con los labios. Y me dijo al oído, con voz ronca, suave: “Soy tuya, Primix… solo tuya.”

Se durmió sobre mí, con mi sexo aún dentro del suyo, atrapado, todavía tibio, todavía parte de ella. sentía parte de mi semen, mezclado con sus jugos, que goteaba sobre mi pelvis, no me importaba. Yo la abracé así, sin querer romper ese lazo. Cuando el sueño comenzaba a tomarme, la giré con cuidado, la acomodé a mi lado, la cubrí con la sábana y me quedé dormido abrazándola, con el cuerpo agotado y el corazón pleno.

El despertador sonó puntual, como todos los días, con esa precisión implacable que nos arrancaba de nuestro mundo privado. Apenas abrí los ojos, la vi dormida a mi lado, su respiración pausada, su piel tibia junto a la mía. Pero esa mañana desperté con deseo. No solo con ganas de su cuerpo, sino de ella entera, de su amor, de su complicidad, de ese modo tan suyo de entregarse sin reservas.

Me acerqué a ella en silencio, comencé a besarle los hombros, el cuello, despacio. Ella apenas se movía, pero su cuerpo respondía, como si me esperara. Bajé por su espalda, acariciándola con mis labios, hasta que mi boca encontró ese sur que ya conocía, pero que cada vez sentía como nuevo. Ella suspiró, se aferró a las sábanas y abrió sus piernas para mí, dándome todo sin decir una sola palabra.

La besé con devoción, saboreando su humedad que crecía con cada movimiento de mi lengua. Sus caderas comenzaron a moverse con ritmo, como si buscaran más. Entonces subí, me coloqué sobre ella y la miré a los ojos. Sonrió apenas, en medio de su placer, y entrelazó sus piernas en mi cintura. La penetré con suavidad, dejando que nuestros cuerpos se encontraran sin apuro, solo sintiendo.

Nos movimos lento, en un vaivén de caricias, de suspiros y miradas. El sol apenas despuntaba y ya estábamos llenos del uno al otro. Era nuestra forma de decirnos "buenos días", de empezar la jornada reafirmando lo que éramos: dos cuerpos que se buscaban, pero también dos almas que se habían elegido.

Quedamos tendidos uno junto al otro, en silencio. Nuestros cuerpos aún se tocaban, sudados, tibios, satisfechos. La respiración se fue calmando poco a poco, como si el mundo recuperara su ritmo después de ese paréntesis de pasión. La miré: tenía los ojos cerrados y una expresión serena, como si estuviera flotando en algún lugar entre el sueño y el gozo. Yo solo podía pensar en lo afortunado que era de tenerla ahí, de sentirla tan mía, tan nuestra.

Acaricié su cabello, la línea de su espalda, hasta que se dejó ir del todo al descanso. Me levanté en silencio, no quería perturbar ese momento sagrado de su descanso. Me fui al baño, me di una ducha rápida, dejando que el agua tibia arrastrara los restos de deseo que todavía llevaba en la piel. Salí sintiéndome liviano, casi renovado.

Preparé algo ligero para el desayuno, solo un café y un par de tostadas. Mientras comía, pensaba en ella. En su manera de tocarme, de mirarme, de entregarse

Regresé a la habitación. La luz del día comenzaba a colarse entre las cortinas. Angie seguía dormida, envuelta entre las sábanas, con una pierna descubierta y el cabello desordenado sobre la almohada. Tenía clases recién a las nueve y media, así que no quise despertarla. Solo me acerqué despacio, me incliné sobre su rostro y le di un beso suave, apenas un roce de labios.
Me fui en silencio, con una sonrisa tonta dibujada en la cara.

Era miércoles, y regresé a casa cerca de las seis. Al abrir la puerta, la vi sentada en la mesa de la sala, rodeada de libros, con el cabello recogido y un polo suelto sin sostén. Su short apenas cubría. Era una provocación sutil.

Le di un beso, ella sonrió sin dejar de escribir. Me fui a la cocina, preparé un revuelto con queso y tomate. Serví la mesa.
—¿Comes aquí o en la cocina? —Espérame un rato, amor.

Fueron quince minutos. Se sentó frente a mí, su short subía provocador. Comimos entre miradas y risas. Me preguntó cómo estaba.
Su pregunta no era por el trabajo, sino por la citación judicial sobre la mesa. Le dije que con ella, todo se resolvía.

Esa noche, casi completamos la "Lista del Amor": hicimos el amor en el comedor, la lavandería, el baño. Solo dejamos una habitación sin marcar, tal vez a propósito. Caímos exhaustos en la cama. La casa olía a piel y libertad.

A las cuatro de la mañana desperté con fiebre, sudoroso, el cuerpo me dolía. Fui a la cocina tambaleando, bebí agua. Al volver, Angie estaba sentada, preocupada. Me tocó la frente, salió por el termómetro. Casi treinta y nueve.

Me arropó, preguntó si podía faltar al trabajo. Yo dudaba. Le pedí paracetamol y algo caliente. Regresó con una taza y el medicamento. Llamé a mi hermano, médico cardiologo: "Estoy mal, y hoy es la audiencia de divorcio". "Voy en veinte minutos", respondió.

Angie se alarmó, comenzó a recoger su ropa esparcida por el cuarto. Estaba en mi polo y nada más. En ese caos, sonó el timbre. Ella se vistió rápido, salió y lo recibió como "prima".

Mi hermano entró con naturalidad. Revisó mi garganta, fiebre, me recetó algo. Angie, en modo prima preocupada, comentó que ya me había dado medicina. Le dije que ese dia era la audiencia final del divorcio y no queria postergarla. Mi hermano recomendó ir en taxi y que alguien me acompañara. Ella no dudó: "Voy con él".

—Y hermano, enséñale a manejar a la muchacha, que hace todo por ti.

—Muere por ti —dijo. Esa frase nos quemó. Nos miramos. Rápido, intenso, pero discreto.

Al irse, Angie me cuidó como si fuera frágil. Me dio una infusión, comida suave. Me ayudó a ducharme, a vestirme. No era sexo, era cuidado, amor sincero. Me peinó, me abotonó. Subimos al taxi tomados de la mano. Aún tiritaba, pero con ella a mi lado, me sentía fuerte.


 
En el camino, Angie me miró.
—¿Quieres que te espere abajo?

Negué con la cabeza.
—No. Tú entras conmigo. Ese sitio no es para que estés sola.

—Ok —respondió sin dudar—. Yo subo contigo.

Llegamos al edificio del Poder Judicial. Presentamos los documentos. Por suerte, no le hicieron problema. Revisaron su DNI y la esquela, y nos dejaron pasar.


Subimos en un ascensor lento. Aún faltaban quince minutos. Nos sentamos al fondo del pasillo. La luz era blanca, de hospital. El ambiente, tenso. Parejas murmuraban sus finales.

Me recosté contra la pared, cerré los ojos.
—Angie… no me siento bien.

Ella apretó mi mano.
—Tranquilo. Falta poco.

Me miró con ese amor callado que sostiene sin exigir. Entonces la vi.

A lo lejos, venía mi exesposa. Recta, paso firme, ojos al frente. Sentí una punzada. No era dolor, era el peso del cierre.

Angie no se movió. No apretó más mi mano. Solo estuvo. Como siempre. Como quien ama sin competir.

El taconeo de mi exesposa retumbó. Nos pusimos de pie. La saludé con un beso en la mejilla. Sin hostilidad. Solo el eco de lo que fue.

Sus ojos pasaron de mí a Angie. Ya se conocían. Pero esa mirada fue otra cosa.

—Angie —dijo—. ¿Qué haces por acá? Qué bueno verte.

Angie dudó apenas, respondió con voz firme.

—Está un poco enfermo. Su hermano lo vio esta mañana. Me pidió que lo acompañe.

Ella asintió. Ni aprobación ni molestia. Solo un “ya veo”.

—Ah… pero hubieses postergado —me dijo.

—No. Hay que terminarlo ya.

Se sentó frente a nosotros. Sacó unos papeles. Angie y yo no hablamos. Solo esperábamos. Yo seguía débil, pero ella, con su sola presencia, me sostenía.

Pasaron veinte minutos. Nos llamaron.

Me puse de pie. Angie me miró: “Aquí estoy para ti”. Sentí sus ojos en mi espalda cuando entré. No eran reproche. Eran promesa.
Dentro, todo fue frío. Jurídico. Preguntas sabidas, firmas listas. Cuarenta minutos después, todo había acabado.

Al salir, Angie seguía ahí. Como una promesa. Mi ex y yo nos miramos. Ni abrazos ni rencor. Solo un gesto solemne.

—Cuídate —dijo.

—Tú también.

Se fue sin mirar atrás.

Angie se levantó y me tomó del brazo. No dijo nada. Solo me acompañó en silencio al ascensor.

Salimos, tomamos un taxi. Ella tomó mi mano. Yo la apreté, agotado, agradecido.

El viaje fue en silencio. El aire cargado de ese silencio dulce que compartes con quien te conoce.
Llegamos a casa. El taxi nos dejó en la esquina. Caminamos en silencio.

Al entrar, me dejé caer en el sillón. Angie se sentó frente a mí, pero no duró ni cinco segundos. Se levantó, se arrodilló frente al sillón y me miró.

¿Me puedes contar?

—Por supuesto, amor… pero ven aquí.

Le tomé la mano. No la dejé subir de inmediato.

—El único momento en que tú tienes que estar de rodillas frente a mí… —hice una pausa dramática, jugando con la voz ronca— …es cuando me la mames.

Solté una risa ronca. Ella abrió los ojos, indignada, y me empujó suave en el pecho.
—¡Eres un idiota! —dijo entre risas y vergüenza.

Se sentó en mi regazo con naturalidad, como si ese fuera su lugar en el mundo. Pero de pronto me invadió el recuerdo de mi fiebre, del sudor, de mi debilidad.
—No, Angie, mejor no —le dije con preocupación—. Quedate en tu sillón. Te voy a contagiar.

—No me importa —susurró—. Cuéntame.

Volvió a su lugar, pero no se alejó del todo. Se acurrucó en el sillón, frente a mí, con las piernas cruzadas y las manos listas para tocarme si lo necesitaba.

Y ahí, de pronto, sentí que toda la fortaleza que había sostenido durante el día… se desmoronaba. Toda esa energía que ella me había prestado se agotó de golpe. Ella no fingía fortaleza. Ella simplemente era fuerte. Y ahora podía dejarme caer. Dejar que me cuidara. Que me engriera.

Angie me acariciaba el brazo con la yema de los dedos mientras le contaba. Yo hablaba lento, con pausas, tragando saliva para no toser.

—Fue muy formal —le dije—. Frío. Mecánico. La jueza leía todo con ese tono que ya tiene automatizado. No había emoción.
Ella me escuchaba sin interrumpirme. Solo asentía.

—Cuando llegó el momento clave… la jueza preguntó si insistíamos en divorciarnos. Y por un instante, juro que sentí que ella —mi exesposa— dudó. Fue una mirada, un segundo. Pero después dijo "sí".

—¿Y tú? —preguntó Angie, bajito.

—Yo no dudé. Para mí… eso ya estaba cerrado. Ya lo tenía claro. Lo había cerrado hace tiempo. Lo confirmé hoy.

Ella suspiró. Se levantó, vino a mi lado y, sin decir nada, me abrazó por los hombros. Yo cerré los ojos y apoyé la cabeza contra su pecho.

No dijo nada más. No lo necesitaba. Su silencio hablaba mejor que cualquier frase.

Fuimos a mi cuarto, el cuerpo me pedía descanso. Me recosté en la cama ella a mi lado. Quise besarla. Tenía los labios cerca de los suyos, a solo un suspiro de distancia, pero me detuve a medio camino, recordando que podía contagiarla. Me alejé apenas unos centímetros, frustrado por mi propio cuerpo. Pero ella no dudó. Acortó el espacio entre nosotros y fue ella quien me besó, con firmeza, con dulzura.

—Angie… te voy a contagiar —susurré con voz ronca.

—No me importa —respondió, con una sonrisa tierna y desafiante—. Además, yo soy joven. Tengo mejores defensas que tú, viejito.
Me quedé en silencio un segundo. Esa palabra… “viejito”. Era la primera vez que me lo decía. Y aunque sonaba a broma, por dentro sentí, con nitidez, los diez años que nos separaban.

—¿Así que viejito, ah? —respondí con una risa cansada—. Viejo es el mar… y todavía se sigue moviendo.

Ambos estallamos en risas suaves. La habitación se llenó de ese calor especial que brota cuando el amor y la confianza desarman todo lo demás. La risa alivió la fiebre. O al menos, la hizo irrelevante.

Angie se lanzó sobre mí, comenzó a hacerme cosquillas, a jugar como si quisiéramos espantar el cansancio y el malestar a carcajadas. Nos revolcamos entre las sábanas como dos adolescentes fugitivos. Cuando menos lo pensé, su cuerpo ya estaba enredado con el mío. Mi mano, guiada por la costumbre del deseo, se deslizó bajo su polo. Sentí su piel, suave, tibia, como un refugio. Ella me besaba el cuello, bajaba hacia el pecho, y sus dedos recorrían mi cuerpo con una mezcla de ternura y fuego.
Pero entonces se detuvo. Su mano, sobre mi abdomen, se quedó quieta.

—Amor… estás ardiendo. Tienes fiebre otra vez. ¿Cómo vamos a hacer el amor así? Estás loco… para.

—No quiero parar —susurré, sin dejar de acariciarla.

Ella me miró, respirando agitada, como si estuviera debatiéndose entre el instinto y el sentido común. Sus ojos decían deseo. Su cuerpo gritaba por mí.

—No sé si cuidarte… o dejarme llevar —murmuró.

—Haz las dos cosas —le dije al oído.

No hubo más discusión. En segundos estábamos desnudos. Nos besábamos con hambre lenta, con una pasión paciente, de esas que no apuran, que saben que lo importante no es llegar, sino quedarse. El calor de mi cuerpo enfermo parecía haber despertado un nuevo tipo de deseo. Más animal. Más tierno. Más urgente.

Ella repetía entre suspiros:
—Estás con fiebre… amor, para…

Pero no se alejaba. No se quitaba. No me detenía. Su boca decía una cosa, pero su cuerpo otra. Me abrazaba con fuerza, me besaba con hambre, sus caderas buscaban las mías con una determinación que no dejaba dudas.

Me acomodé sobre ella, con cuidado, y comencé a besarla con lentitud. Del cuello hacia abajo, como si cada centímetro de su piel fuera un idioma que conocía de memoria. Me detuve en sus senos, los adoré con la boca, con la lengua, con esa mezcla de necesidad y gratitud. Ella arqueaba el cuerpo, me rodeaba con las piernas, me guiaba sin hablar.

Cuando volví a su boca, me besó como si le faltara el aire. Luego, se acomodó suavemente bajo mí, abriéndose con una naturalidad casi instintiva, ofreciéndose sin necesidad de palabras.

La miré a los ojos mientras la penetraba despacio. Ella soltó un gemido entre risa y asombro:
—Tu pene está… ¡súper caliente! Me estás quemando…

Reímos juntos, entre jadeos y besos. Había algo hipnótico en ese contraste: mi cuerpo sudado, febril, y su frescura envolviéndome como un bálsamo. Hacer el amor así, en ese estado, era otra cosa. Una mezcla de delirio y plenitud, como si nuestros cuerpos supieran que, aun en el límite, podían encontrarse y sostenerse.

Nos movíamos lento, en un vaivén casi onírico. Como si el mundo afuera no existiera. Como si las sábanas fueran un universo completo. Angie me hablaba al oído:
—No te esfuerces… despacio… así… así está bien…

Pero a la vez me exigía con sus piernas, con sus gemidos contenidos. Me pedía más. Me pedía todo. Y yo le daba todo. Aunque me doliera el cuerpo, aunque ardiera, yo le entregaba hasta lo que no sabía que tenía.

El clímax nos encontró uno a continuación del otro, ella todavía estaba en los espasmos finales del suyo, apretándose a mi espalda, cuando yo le llené la vagina con mi semen caliente. Como debía ser. Terminamos abrazados, respirando fuerte, sudados, pero felices.

—Creo que he descubie
rto una nueva terapia contra la fiebre —dijo, acariciándome el pecho.

—Sí… deberíamos patentarla —respondí, entre risas y jadeos.

El silencio que siguió fue sagrado. No el incómodo. El que se da cuando dos cuerpos y dos almas se han dicho todo.
Después de unos minutos, Angie se levantó, fue a la cocina, y volvió con una taza de limonada caliente con miel y mis medicamentos en la otra mano. Se sentó a mi lado y me ayudó a tomarlo todo como si fuera parte del ritual de amarse.

Cuando se metió de nuevo en la cama, me abrazó por la espalda y empezó a jugar con mis dedos. Los acariciaba con paciencia, como si estuviera leyéndolos, como si cada línea le revelara algo de mí: quién era, qué sentía, qué había sido y qué vendría.

Ella se tendió boca arriba en la cama, el cabello desparramado sobre la almohada, la piel aún tibia y suave por el encuentro. Se acomodó contra las sábanas con ese gesto despreocupado y delicado que solo tienen las mujeres que se sienten seguras en su lugar. Yo, con movimientos lentos, me eché sobre su regazo. No había ninguna intención sexual en ese gesto. Solo buscaba su frescura, su alivio. El contraste entre mi cuerpo aún febril y el suyo, fresco y apacible, era como recostarse sobre agua clara.

Tenía sus pechos a la altura de mi rostro, suaves, cercanos, redondos. Pero no me provocaba ni besarlos ni tocarlos. Solo el roce ligero con mi mejilla era un consuelo. El simple contacto con su piel era como un bálsamo.

Cerré los ojos y respiré profundo. Ya no era sexo. Ya no era erotismo.

Era amor. Era cuidado.

Estábamos en ese juego sin juego, en ese espacio entre el silencio y la ternura, donde dos personas se entienden más por el tacto que por las palabras.

Entonces, ella rompió el silencio.
—Amor… no me dijiste que habías pedido los dos días de vacaciones.

Abrí los ojos, sonreí.
—La verdad… era una sorpresa —respondí con voz baja—. Sabía que la audiencia no iba a ser fácil. Quería pasar la tarde contigo… sin apuros, sin distracciones. Y después pensé… si ya mi madre regresa la próxima semana… ¿por qué no hacer que este fin de semana sea solo nuestro?

Ella no dijo nada de inmediato. Solo me abrazó más fuerte. Me envolvió con sus brazos y me sostuvo como si esa fuera su forma de decir “gracias”.

—Me encanta —dijo finalmente— cuando, incluso en tus momentos difíciles, piensas en cómo estar conmigo.

 
Desperté con el cuerpo aún pesado, la garganta en carne viva y una sensación de calor en el pecho que no se iba, pese a la noche de descanso. La fiebre no había cedido del todo. A mi lado, Angie dormía profundamente, con una pierna cruzada sobre las mías, el cabello desordenado y su rostro sereno, respirando al ritmo lento de quien no tiene apuro en despertar.

No quise moverme. Ni tenía fuerzas, ni quería interrumpir esa paz que parecía haber conseguido después de un día tan largo. Pero ella se despertó igual, como si su cuerpo estuviera programado para sentir el mío.

—¿Cómo amaneciste, amor? —murmuró con los ojos apenas entreabiertos.

—Mal… —le dije, con voz ronca—. Como si me hubieran atropellado.

Ella sonrió con ternura, se estiró apenas y luego se levantó sin decir nada. La vi caminar desnuda hacia el baño, y luego a la cocina y al rato volvió con una toalla húmeda y una taza caliente en la mano.

—Infusión. Manzanilla con miel y limón. Y paracetamol. Hora exacta —me dijo, casi como una enfermera experta.

Me ayudó a sentarme, me puso la toalla fresca en la frente y me dio la taza. Su forma de moverse era tan natural, tan dedicada, que por momentos me olvidaba que vivíamos una ventura prohibida, la sentía mi mujer, como si el mundo ya supiera que ella lo era.

La fiebre me hacía sudar, pero no temblar. Eso ya era un alivio. Y el solo hecho de tenerla cerca hacía que lo demás importara menos.

A media mañana, sonó el teléfono. Era mi hermano.

—¿Cómo estás, viejo? —preguntó, directo.

—Todavía con fiebre… pero ya un poco mejor —respondí con dificultad.

—¿Te hidrataste? ¿Comiste algo?

—Sí. Angie me está cuidando como si fuera un anciano con tres días de vida.

Escuché su risa al otro lado de la línea.

—Ya te dije que la muchacha muere por ti.

La frase quedó flotando en el aire, aún después de colgar. Y sí, quizá no sabía cómo llamarlo, pero lo que Angie hacía por mí… no lo hacía cualquiera.

Luego de la llamada, fuimos a la sala. Caminé despacio, con ella sosteniéndome del brazo. Nos sentamos en los sillones, uno al lado del otro, con una manta encima de mis piernas.

El sol de la mañana entraba por la ventana, y todo tenía ese aire lento de los días en pausa. Ella me acomodó los pies, me volvió a tocar la frente y se sentó conmigo, sin distracción alguna.

—¿Quieres que te lea algo? —preguntó.

—No. Solo… quédate —le dije.

Y se quedó. En silencio. Conmigo. Cuidándome.

Estábamos sentados frente a frente, cada uno en su sillón. Ella con las piernas cruzadas, el cabello aún húmedo por la ducha de esa mañana, y ese aire despreocupado que tanto me gustaba. Pero la distancia me incomodaba. No por necesidad física, sino por costumbre emocional: ella estaba mejor a mi lado.

—Angie… —dije con voz suave— mejor vente aquí conmigo.
Si no te contagié haciendo el amor… no te voy a contagiar ahora.

No necesitó más. No pasaron ni dos segundos y ya estaba a mi lado, como si su cuerpo hubiera estado esperando la orden. Se acomodó en el sillón, muy pegada a mí, sin dejar de sonreír.

Era deliciosa la sensación de tenerla así. A pesar de que ambos llevábamos ropa ligera, sentía su calor, su suavidad, su frescura. Era como abrazar algo que al mismo tiempo reconforta y revive.

Nos pusimos a hablar. Sin guion. Sin rumbo. Hablamos de sus clases, de ese libro que no encontraba y que parecía perseguirla en todas las librerías sin éxito. Nos reímos de una profesora que tenía voz de caricatura. De su cuaderno de apuntes, que era un caos lleno de colores y papelitos doblados.

Y entre broma y broma, comenzamos a imaginar otra escapada. Lo decíamos sin planes concretos, pero con la ilusión vibrando en el aire.

—¿Y si nos vamos a la playa el próximo feriado?
—O al Cusco…
—O a Cajamarca, que tú no conoces…

Hablábamos así, como quien lanza botellas al mar sabiendo que alguna llegará a tierra firme.

Mientras hablábamos, nuestros cuerpos también conversaban. Sin urgencias. Sin deseo. Nos acariciábamos de forma casual, como si nuestras manos fueran extensiones naturales del cariño. Ella deslizaba su mano por mi muslo, y yo acariciaba su cintura, o su espalda. A veces su pecho, o mi entrepierna. No había morbo. No había intención. Era simplemente ese lenguaje íntimo de quienes ya no tienen que pedir permiso. Toques suaves, casi reverenciales, que decían: “este cuerpo lo conozco, lo cuido, es mío”.

El ambiente era tibio, como si el tiempo se hubiera estirado para regalarnos un par de horas más a solas.

Y entonces, sin mirarme, con la cabeza recostada sobre mi pecho, Angie rompió ese hilo con una pregunta:

—¿Tú crees que tu ex podrá rehacer su vida?

Lo dijo sin dramatismo. Sin un dejo de celos. Solo con esa curiosidad tranquila y madura de quien quiere entender al otro por completo.

Me tomé un segundo antes de responder. No porque no supiera qué decir, sino porque quería que lo sintiera sincero.

—Espero que sí —le dije al fin—. De verdad lo espero.
La he visto mal… apagada. Hasta resentida.
Yo quisiera que encuentre su camino. Que se reconstruya.
De verdad quisiera que… que llegue un Angie a su vida.

Ella no dijo nada enseguida. Solo asintió muy despacio, su mejilla contra mi pecho, como si el latido le diera la respuesta que necesitaba.

Después de un breve silencio, mientras su cabeza seguía recostada sobre mi pecho y mis dedos jugaban distraídos con su cabello, fui yo quien habló.

—Angie…

Ella levantó apenas la mirada, sin moverse, solo escuchando con esa atención completa que me daba siempre.

—En un par de meses sale la sentencia —dije en voz baja, casi como si pensara en voz alta—. Tengo que escribirla en RENIEC. Y cuando saque mi nuevo DNI… va a decir “divorciado”.

Ella no respondió de inmediato. Solo esperó, entendiendo que no había terminado.

—Pero tú sabes que eso no cambia mucho las cosas entre nosotros, ¿verdad?

Entonces me miró. No con sorpresa. No con duda. Me miró con esa mezcla de ternura, convicción y firmeza que siempre aparecía cuando el amor entre nosotros se volvía serio. Cuando el juego daba paso a lo esencial.

—Lo sé —dijo, con una sonrisa pequeña, de esas que no se ven, pero se sienten.

—Es solo un dato —añadí—. Un estado civil en un documento.
Lo nuestro… no lo define eso.

—Exacto —respondió ella—. Lo nuestro no necesita etiquetas.
Yo no necesito que diga “soltero” o “divorciado” para saber que estás conmigo.

—Porque por más libre que ahora esté… por más que legalmente pueda casarme con quien sea… contigo no puedo. Nunca podré. Ya lo sabes.

—Sí, Primix… lo sé —dijo ella, levantando apenas el rostro para mirarme.

Sus ojos tenían algo nuevo. No tristeza, no resignación amarga. Era una aceptación profunda, dulce. La de quien ha elegido un camino, aunque duela.

—Igual tú y yo no podremos nunca casarnos. Ni convivir como una pareja normal. Siempre seremos lo que somos… el tío y la sobrina. O los primos, como quieran vernos.

—Pero igual seguiremos juntos, ¿no? —pregunté, sabiendo la respuesta, pero queriendo oírla de su boca.

—Por supuesto, Primix. Este divorcio es solo un papel que firmaste para no tener problemas más adelante. Yo no necesitaba ese papel para amarte.

Me conmovió su forma de decirlo. Sin dramatismo, sin exigencias. Solo amor, puro y claro.

—Y yo no quiero que te cases con nadie más —me dijo, sin titubeos—. Yo no quiero compartirte.

Nos quedamos en silencio unos segundos. Luego ella se incorporó un poco, me miró directo a los ojos, seria.

—Tú alguna vez quisiste tener un hijo, ¿verdad?

La pregunta me tomó por sorpresa. Sentí que se abría una puerta hacia un lugar que no me había atrevido a visitar desde hacía tiempo.

—Sí… con mi exesposa. Era una ilusión. Pero ahora… no sé. He dejado eso atrás.

Ella respiró hondo. Me miró con esa mirada suya que parecía saber lo que yo pensaba antes de decirlo.

—Primix, yo he pensado en eso. A mí… me gustaría tener un hijo contigo.

—¿Qué? —dije, abriendo los ojos.

—No ahora, no te asustes —aclaró enseguida, con una sonrisa—. Primero quiero terminar mi carrera, trabajar, valerme por mí misma. Como tú me dijiste en el hotel. Pero… lo he pensado. Me gustaría. Un hijo tuyo.

Yo seguía en silencio. Ella no parecía tener solo veinte años y un sueño de cuentos. Tenía una claridad que me desarmaba.

—Es más —siguió—. Si un día tú decides dejar de trabajar, porque quieres escribir, o dedicarte a la fotografía… yo te mantengo, Primix. No me haría problema. De verdad y para eso debo ser exitosa.

Me reí, entre incrédulo y emocionado.

—Angie, te estás adelantando muchísimo, ¿no? ¿Cómo se te ocurre? ¿Cómo tendríamos un hijo tú y yo?

Ella se rio también, bajando la tensión.

—Obviamente no vamos a salir en una foto tú besando mi barriga y yo mostrando el ultrasonido, pues. Yo podría decir que decidí ser madre soltera. Que me hice una inseminación artificial.

—¿Y yo sería el “donante anónimo”?

—Sí, y esta sería mi cánula de inseminación —dijo tocándome con una sonrisa traviesa, mientras sus dedos bajaban lentamente hasta mi entrepierna.

—Ay, Angie… siempre con tus ideas tan locas.

—No son tan locas —me dijo seria otra vez—. ¿Y si el niño sale igualito a ti, sabes que diría?

—¿Qué vas a decir?

—La genética, Primix. ¡La genética! Finalmente somos familia… ¿no?

Y soltó una carcajada de esas que nacen desde el vientre, tan suya, tan libre. La abracé fuerte, mientras sentía que lo que parecía imposible empezaba a tomar forma, aunque fuera en un rincón escondido del futuro.

Un hijo con Angie.
Solo pensarlo me estremecía.
Porque con ella… todo podía pasar.

Me besó. Largo. Con los labios suaves y la respiración acompasada. Su cuerpo se fue acercando más al mío. Y yo respondí, como siempre, como si su piel fuera una llamada que no podía ignorar. Nos acariciamos lentamente. No hubo prisa. Nos dejamos llevar.

Fue un encuentro distinto. Comenzó como una danza lenta, íntima, donde cada caricia parecía preguntarse si podía ir más allá. Pero a medida que avanzábamos, algo se encendió. Ella tomó mi pene entre sus manos, lo acariciaba, lo besaba, lo lamia, pero no lo metía en su boca, solo jugaba con él, solo cuando estuvo totalmente erecto, lo introdujo suavemente en su boca.

Yo estaba sentado en la cama y ella echada entre mis piernas, terminó de jugar con mi miembro y subió besándome cada parte de mi tórax, hasta que se sentó y se introdujo mi muchacho. Comenzó a moverse suavemente, pero aumentó el ritmo hasta el frenesí, saltaba furiosamente sobre mi erecto falo, hasta que el placer la doblegó. Se dejó caer en la cama, ofreciéndome su sexo, abierto y húmedo, la puse piernas al hombro y la penetré con ritmo intenso por varios minutos, hasta que exploté dentro de ella…

Esa noche dormimos profundamente, sin interrupciones, como si el cuerpo supiera que ya no tenía que estar en alerta. A mí me hacía falta el descanso, todavía me sentía algo débil por la enfermedad. Pero también sabía que, para Angie, dormir abrazada a mí era una forma de descanso emocional. La notaba más serena, más tranquila. Era como si nuestro cuerpo le diera paz, como si mi calor fuera su refugio.

El sábado nos encontró desnudos y abrazados, enredados en las sábanas con la familiaridad de quienes ya no se buscan, porque se tienen. Habíamos despertado cerca de las siete, como ya se había vuelto costumbre. Además, la noche anterior habíamos dormido temprano.

Me sentía mejor. Todavía tenía un leve fastidio en la garganta, pero ya no había fiebre ni ese dolor muscular que me había tumbado los días anteriores. Me levanté despacio y fui al baño. Al regresar, encontré a Angie sentada en la cama, estirándose con pereza, con el cabello despeinado y una sonrisa de esas que hacen que el día empiece bien, aunque no hayas tomado café.

—¿Y qué haremos hoy día, amor? —me preguntó con voz todavía adormilada.

Me senté a su lado y le respondí con una media sonrisa:

—Bueno… no sé. Habrá que arreglar la casa. Recuerda que mi madre ya llega el lunes.

Angie se llevó una mano a la cabeza y abrió los ojos como si de pronto recordara una fecha de examen olvidada.

—¡Verdad que la tía llega! —dijo—. Se nos acabaron las vacaciones. Se nos acabó la luna de miel.

—Sí —asentí—. Así que hay que disfrutar estos dos días al máximo. Los últimos del paraíso clandestino.

Ella se dejó caer de nuevo sobre la cama, riendo, y me miró con esa mezcla suya de ternura y travesura.

—Está bien —dijo—. Limpiaremos todo, borraremos cada huella de nuestras travesuras. Sábanas, toallas, aromas, todo.

Hizo una pausa, me miró directo, y con una sonrisa pícara añadió:

—Pero primero… ven aquí y hazme el amor.

No lo dijo como una orden, ni como un juego. Lo dijo como quien reclama lo que le pertenece. Como quien entiende que hay placeres que se deben vivir antes de que llegue el lunes. Antes de que regresen las rutinas, las puertas cerradas, los silencios forzados.

Me acerqué a ella sin apuro, como si cada paso hacia su cuerpo fuera parte del ritual. Estaba recostada en la cama, con las piernas medio abiertas, la sábana apenas cubriéndole la cadera. Me esperaba. Lo vi en sus ojos. Esta vez no era ternura. No era necesidad de calma ni de abrigo. Esta vez era fuego. Un llamado profundo y sin palabras. Su respiración ya era más rápida, como si la sola expectativa encendiera algo en ella.

Me incliné para besarla, pero ella me detuvo con una mano en mi pecho.

—No despacio… —susurró—. Esta vez no.

Ese "esta vez no" me atravesó como una chispa.

Se incorporó, me besó con hambre. Sus labios, calientes, tomaban los míos con una urgencia antigua, acumulada. Me montó a horcajadas y comenzó a mover la cadera con una provocación que me hizo gemir antes de entrar en ella. Jugaba con mi deseo, guiándolo, provocándolo hasta volverlo insoportable.

—Hazme tuya —me dijo al oído—. No como ayer. No como enfermo.
Hazme el amor como si no existiera nadie más.

Y entonces la tomé. Con fuerza. La empujé sobre la cama, le abrí las piernas sin pedir permiso y la penetré de un solo movimiento, profundo, brutal, exacto. Ella gritó sin miedo, como si por fin hubiera vuelto a casa.

—¡Sí… así! —jadeó—. ¡No pares!

El ritmo fue rápido desde el principio. Desesperado. No buscábamos delicadeza. Buscábamos desahogo. Pertenencia. Locura.

Mis caderas golpeaban las suyas con fuerza, su cuerpo se arqueaba bajo el mío, recibía todo, lo pedía todo. La tomaba por las muñecas, por la cintura, por el cuello. Y ella lo aceptaba todo. Me respondía con gemidos salvajes, con sus uñas rasgando mi espalda, con sus piernas clavadas en mi cintura para que no pudiera salir de ella.

La volteé, la tomé desde atrás, con la mano sobre su espalda baja, marcando el ritmo. Su cuerpo se abría por completo. Sus gemidos eran jadeos rotos, promesas sin palabras.

—Eres mía… —le dije entre dientes, perdido en su cuerpo.

—¡Siempre…! —gritó—. ¡Tuya… toda…!

La llevé al borde varias veces, la saqué antes del final, la hice rogar y temblar. Me miraba con los ojos vidriosos, la boca entreabierta, sudando como si el mundo se acabara en esa cama.

La monté de nuevo, esta vez boca arriba, y me perdí en sus ojos mientras entraba en ella con fuerza, pero ahora con un ritmo más controlado. Quería verla venirse. Quería mirarla romperse bajo mí.

Cuando llegó, su cuerpo se tensó por completo. Se arqueó con violencia, me apretó con las piernas, su rostro se contrajo en una expresión sublime de placer y abandono. Gritó mi nombre, me dijo cosas que ya no eran racionales. Y yo la seguí. Hundido en ella, apreté los dientes y me dejé ir.

La eyaculación fue profunda, intensa, total. Como si algo más que semen saliera de mí. Como si me vaciara en su interior y quedara colgado de su cuerpo, agotado, temblando, feliz.

Quedamos tendidos, sudados, jadeantes. Mis labios rozaban su frente, su pecho subía y bajaba aún agitado.

No dijimos nada. No hacía falta.

Solo nuestras respiraciones sincronizadas, los cuerpos entrelazados, la humedad entre sus piernas y las mías, y ese silencio lleno de sentido.

Porque no era solo sexo.
Era pertenencia.
Era amor en estado salvaje.
Nos quedamos un rato más en la cama, sudados, abrazados, respirando el eco del amor recién hecho. Pero sabíamos que el reloj no se iba a detener por nosotros. Que la vida, fuera de esas sábanas, seguía su curso.

Nos levantamos lentamente, aún con las piernas un poco temblorosas. Entramos juntos a la ducha, esta vez sin juegos, sin provocaciones. Era una ducha rápida, práctica, necesaria. Agua tibia que corría por nuestros cuerpos con el propósito simple de volvernos presentables. Nos enjabonamos entre risas, y sin proponérnoslo, nos despedimos —aunque solo por unas horas— de esa intensidad carnal que nos había consumido toda la mañana.

Al salir, nos vestimos con ropa cómoda y fuimos a la cocina a preparar un desayuno ligero. Nos mirábamos con esa complicidad silenciosa que nace después del amor intenso, cuando no quedan palabras, solo la satisfacción.

—Bueno —dije, mirando alrededor—, a trabajar. Hoy no somos amantes. Hoy somos… personal de limpieza.

Angie rio y alzó una escoba como si fuera una espada.

—Vamos a borrar todas nuestras huellas… que no quede rastro de esta luna de miel ilegal.

Y comenzamos.

Sala. Dormitorio. Baño. Cocina.

Cada ambiente tenía su historia.
Después de almorzar, no nos provocó regresar a la cama. Nos dirigimos a los sillones, esos mismos que habían sido testigos de caricias robadas, besos urgentes, juegos nocturnos en silencio y grandes sesiones de sexo. Pero esta vez no había deseo contenido ni urgencia. Solo queríamos estar juntos. Sentarnos. Acurrucarnos. Hablar.

Y lo hicimos.

Ella se acurrucó a mi lado, con la cabeza en mi hombro, una pierna sobre la mía. Y comenzamos a conversar como siempre: como amantes, sí, pero también como los grandes amigos que siempre fuimos.

Hablamos de cosas nuestras, de recuerdos tontos, de proyectos, de lo que haríamos si tuviéramos un fin de semana más. Y también, de la gente. Opinábamos, sobre todo, entre risas y frases sueltas.

Y entonces, sin pensarlo mucho, le solté la pregunta.

—Angie… ¿y en la universidad no tienes algún pretendiente?

Ella me miró con una ceja arqueada, entre divertida y sorprendida.

—Tú eres una mujer muy hermosa —continué—. No creo que pases desapercibida.

Ella sonrió con picardía, como si ya hubiera estado esperando que preguntara.

—Sí… hay dos chicos que me paran echando maíz —dijo, con una risa suave—. Pero la verdad, yo ni los miro.

—¿No? —pregunté, medio en broma, medio en serio.

—Lo siento por ellos, Primix —dijo, besándome el brazo—. Pero tú has dejado la valla muy alta. A veces hasta me incomodan. Siempre con sus insinuaciones, preguntando si ya tengo planes, que si salimos a estudiar, que si me invitan un café…

—¿Y qué les dices?

—Que tengo novio. Que estoy muy enamorada. Que no insistan. Pero claro, ya sabes cómo son. Dos muchachos ahí, tercos como perros callejeros.

Me reí. Pero por dentro, sentí algo más. No celos. Era otra cosa. Un instinto.

—No sería mala idea que un día me recojas de la universidad —añadió ella—. Como hacías del trabajo. Solo para que sepan.

—¿Marcar territorio? —le pregunté con una sonrisa torcida.

—Exactamente. No está mal que sepan que tengo dueño.

—Sí… —dije en voz baja, asintiendo con la cabeza—. Creo que es una buena idea.

Ella me miró con ternura. Luego apoyó la cabeza en mi pecho otra vez.

No hacía falta más. Ni juramentos ni escenas. Bastaba esa conversación sencilla para recordarnos que estábamos eligiéndonos a diario.
 
Estábamos en la cama, abrazados, ella acurrucada en mi pecho, de pronto, sin previo aviso, levantó la cabeza, me miró con una chispa traviesa en los ojos y dijo:

—Amor, quiero hacer un juego contigo.

—¿Un juego? —pregunté, con la voz aún arrastrada por el sopor.

—Sí… un juego de roles.

Me reincorporé un poco, curioso. Su tono tenía esa mezcla de inocencia fingida y picardía que usaba cuando quería algo fuera de lo común.

—¿Y eso qué significa exactamente?

—Vamos a actuar —dijo ella, y se sentó sobre mí, montada, viéndome a los ojos—. Fingimos que no nos conocemos. Yo soy una chica que está en el parque. Tú apareces de la nada y me… secuestras... y me violas.

—¿Secuestrarte? ¿Violarte? —me reí, entre confundido y divertido—. ¿Cómo es eso?

—Sí, tú eres un tipo oscuro, misterioso, que me toma a la fuerza y me lleva a su casa. Me amenazas, me dominas. Y haces conmigo lo que quieras.

—¿Estás hablando de… violarte de verdad?

Ella me dio un golpecito en el pecho, medio risa, medio escándalo.

—No digas eso así, bruto. Es un juego, todo es consensuado. Se llama “role play”, lo leí hace tiempo en una revista, y me pareció… interesante, pero si, jugamos a que eres mi violador.

Yo me quedé callado, tratando de entender bien lo que me estaba proponiendo.

—A ver, explícame mejor.

—Yo estaré en el parque, caminando tranquila o sentada por ahí. Tú apareces, sin hablarme mucho, y me tomas, me doblegas, me llevas contigo, como si fuera real. Me puedes tocar, desvestir, jugar a ser rudo, dominarme. Incluso puedes decir cosas fuertes, pero sin insultos denigrantes. Solo… ese rol de poder. El límite es claro: no golpes de verdad, nada que me haga daño real.

—Por supuesto, ¡jamás te dañaría! ¿Y cómo sé si algo no te gusta o si quieres parar?

—Buena pregunta. La palabra clave es “Stop”. Si cualquiera de los dos la dice, todo se detiene, sin preguntas. Regresamos al mundo real. Pero si no la decimos, puedes hacer lo que quieras conmigo y yo contigo.

—¿Y eso te excita?

—Mucho —me dijo, mordiéndose el labio inferior—. Me excita la idea de que tú me tomes sin pedir permiso, de entregarme sin reservas, de no tener control. Porque sé que tú jamás me harías daño, y eso es lo que lo hace tan… erótico. Es como jugar con fuego sabiendo que no te vas a quemar.

—Estás loca, ¿sabes?

—Sí, pero te encanta que lo esté —me dijo mientras me empujaba suavemente contra el respaldo del sillón y se acercaba a besarme.

—¿Y hay algo más que deba saber?

—Solo que puedes hacer lo que quieras. Siéntete libre. Pero mantén el juego. Tú no me conoces. Yo no te conozco. Es más, puedes tener otro nombre si quieres. Inventa una historia. A mí me da morbo pensar que eres otro… que soy otra.

—Y puedo hacerte lo que me de la gana? ¿En serio?

—Si, siempre y cuando no me dañes y mientras yo no diga “stop”

—Lo que quiera… incluso darte por el culito…

—Eso no, me dijo ella muy firme, eso me duele y desde ahora digo “stop”

—Pucha! Y yo que pensé que se me hacía… ¿Y cuándo comenzamos?

—Ahora —dijo con una sonrisa cómplice—. Ve a cambiarte. Un violador no anda en pijama.

—Tienes razón —me reí mientras me levantaba.

Ella también se puso de pie, su mirada era un desafío delicioso.

—Nos vemos aquí en veinte minutos. Ya sabes lo que tienes que hacer.

Y mientras subía las escaleras, moviendo las caderas con toda la intención del mundo, me lanzó una última advertencia juguetona:

—Solo recuerda: Stop.

Marcaban un poco más de las 6 de la tarde, ya el cielo comenzaba a oscurecer, propicio para nuestro juego. La tarde se había teñido de una anticipación distinta, eléctrica. Desde el primer piso, escuché el golpeteo suave de sus pasos sobre el piso de madera. Me giré instintivamente hacia la escalera, y entonces la vi.

Angie bajaba con una lentitud casi cinematográfica. Cada paso estaba perfectamente calculado para hacerme enloquecer. Llevaba una minifalda escocesa de cuadros rojos, cortísima, que ondeaba apenas con su movimiento. La tela rozaba lo justo, dejándome imaginar más de lo que podía ver. Sus piernas largas y torneadas parecían una provocación viva, y sus caderas se movían con esa cadencia natural que solo ella podía lograr.

Arriba, un top negro de manga larga se ataba al frente, dejando su vientre completamente al descubierto. La prenda realzaba el contorno de su cintura, el inicio de sus senos y el gesto retador en su postura. Llevaba una gargantilla plateada brillante que resaltaba el largo de su cuello, y su cabello, suelto, caía como una cascada dorada sobre sus hombros, aun levemente húmedo por la ducha.

Cuando sus ojos se encontraron con los míos, me sonrió con picardía, esa media sonrisa que era promesa y desafío al mismo tiempo. Apoyó una mano en la baranda, como si posara para una fotografía privada solo nuestra, y con voz grave y juguetona, dijo:

—Así que… ¿estás listo para venir por mí, violadorcito?

Yo no podía hablar. Mi garganta estaba seca y el corazón me latía como si quisiera salirse del pecho. Por mí, la "violaba" ahi mismo, para que esperar al parque?

Ella dio un par de pasos más, con sus caderas marcando el ritmo, y añadió:
—Recuerda la palabra de seguridad, Stop… aunque dudo que la use. Solo si te portas muy, muy mal.

Se detuvo a medio tramo, se giró de costado, arqueando ligeramente la espalda. El movimiento dejó ver la curva perfecta de su trasero bajo la falda mínima, y con una voz casi susurrante, como quien lanza una trampa dulce, soltó:

—Ven por mí… si te atreves.

Yo me había puesto unos jeans, una casaca vieja y una gorra, para tener ese aire más rudo que ella me había sugerido

Cuando pasamos por la cocina, ella tomó un cuchillo para mantequilla y me lo dio. Con esto me amenazas, me dijo.

Yo lo vi y le dije, si mejor con esto, no vaya a ser que, si tengo uno de verdad, algún vecino me ve y acabo en la comisaria …

Salió por la puerta sin voltear. El juego había comenzado.

Esperé cinco minutos y salí en dirección al parque. La busqué un minuto o dos, hasta que la vi caminando por el sendero entre árboles, distraída, como si no supiera lo que venía. Pero lo sabía. Ese era el juego. Ella, inocente. Yo, el cazador. La temperatura era fría, quizá unos 17 grados, pero a Angie no le importaba, pareciera que el juego la calentaba lo suficiente para ignorar el clima. A cierta distancia, la observaba: el vaivén de su falda, su andar coqueto, ese modo tan suyo de jugar sin mirar atrás, pero sabiendo que la miraba.

Empecé a seguirla. Ella aceleró un poco el paso, como quien empieza a sospechar algo. Miró por encima del hombro. Me vio. Aceleró. Era parte del guion, pero eso no lo hacía menos real. Sus pasos eran más rápidos, como una presa intentando evitar lo inevitable. Yo también aumenté mi ritmo.

Ella torció por un sendero lateral, cubierto de árboles. Mala elección… o quizá perfecta. Cuando se volvió, yo ya estaba a un par de metros. Dio un grito corto, más de nervios que de miedo, y se echó a correr. Yo fui tras ella. No a toda velocidad, sino con esa medida que el juego pedía: persecución, deseo contenido.

La alcancé antes de que saliera del sendero. La tomé del brazo con fuerza controlada y la atraje hacia mí. Ella fingió resistirse, empujándome apenas con las manos, sin fuerza real. La sujeté por la cintura y la pegué a mi pecho. Le puse el cuchillo mantequillero en su abdomen desnudo.

—Te tengo —le susurré al oído.
—No me toques —dijo con una voz que temblaba entre juego y deseo.
—Tú viniste al parque con esa falda sabiendo que alguien como yo podría encontrarte…
—Yo solo vine a pasear, suéltame por favor —respondió con la respiración agitada.

La mano que tenía en la cintura bajó hasta su trasero, por debajo de su falda.

—Tu vas a ser mía, te guste o no—le dije con tono amenazante mientras le apretaba el cuchillo mantequillero contra su plano abdomen.

La llevé de regreso a casa caminando detrás de ella, con la mano firme en su cintura. Ella iba como resistiéndose, pero cada paso dejaba claro que estaba encendida. El juego era claro: yo dominaba, ella se dejaba dominar, y ambos conocíamos los límites.

A mitad del sendero, intentó escaparse y la tuve que tomar del pelo, que fue lo único que alcancé a agarrar, ella soltó un pequeño grito de dolor. Yo me detuve esperando la palabra “stop” pero no dijo nada. seguí el juego… ¿Dónde crees que vas pedazo de zorra?

Ella solo me miró complacida, pero fingió miedo. —Que me vas a hacer? ¡Por favor no me dañes!

Le puse el cuchillo de mantequilla en el medio de su escote, —Si no caminas tranquila, te abro de arriba abajo, le dije y la volví a tomar por la cintura y le coloqué el cuchillo en la espalda. Caminábamos pegados, ella sentía mi pene erecto contra su trasero, todo esto me había excitado mucho.

Al entrar en casa, me miró de reojo.
—Y ahora, ¿qué me harás, “desconocido”?

No hagas preguntas le dije y la arrastre hacia la parte delantera del auto, donde estábamos a salvo de las miradas curiosas del edificio.
—¿Qué quieres de mí? —me susurró, con una voz temblorosa que era puro fuego disfrazado de miedo.
—Voy a hacer lo que quiera contigo —le dije, con una voz grave, susurrada al oído.

Ella respiró hondo. Comencé a besarle el cuello, mientras mi mano acariciaba su cintura desnuda por debajo de su top. Ella dejó escapar un pequeño gemido y se tensó, como si quisiera resistirse, pero sin apartarse. Mis manos buscaron sus pechos. Angie trató de cubrirse, en una actuación deliciosa que solo aumentaba la tensión.

—No, por favor —susurró, casi sin convicción.
—Shh… no digas nada —le respondí, mientras la giraba y la pegaba suavemente contra el auto. Le acariciaba las nalgas por debajo de la breve falda.

—No, por favor, no hagas eso, soy virgen…

No pude contener la risa y ella también se sonrió.

La tomé del brazo y la arrastré hacia adentro de la casa, ella se resistía, trataba de zafarse de mi agarre.

En la cocina, la arrojé contra la mesa. Luego, la tomé por los hombros y la hice arrodillarse frente a mí.

Saqué mi pene y mientras le ponía el cuchillo mantequillero en el cuello, le metí mi pene ya semi erecto en la boca.

—Chúpalo! Le ordené y si lo muerdes, ¡te corto el cuello!

Ella simulo cierta resistencia, pero al final abrió la boca y se lo metí mientras le sujetaba el cabello con la otra mano. Literalmente le folle la boca, ella solo la abría y la cerraba para que yo sienta la presión de sus labios, pero no hacía nada de lo que normalmente me hacía ver el cielo cuando me hacía sexo oral. Mi pene entraba tan al fondo y tan rápido que por momentos parecía que Angie se atoraba, pero no dijo nada, resistió las embestidas.

Luego de un rato y cuando mi pene estaba en su máxima expresión, la puse de pie y le baje la falda de un tirón, le desabroché la blusa y la tire a un lado. Angie estaba con un conjunto de lencería negra que evidentemente había elegido con cuidado. Me detuve a mirarla.
—Estás preciosa…
—No se supone que debas decir eso —me dijo con una sonrisa traviesa, sin salirse del personaje.
—Pues mi personaje está empezando a perder el control…

La cargué en brazos y la llevé a la sala. La dejé caer sobre el sillón. La escena ya no era un juego. Era una forma distinta de entregarnos.

Le abrí las piernas, le saqué el calzón de encaje, su conchita depilada quedó expuesta y la penetré de un solo golpe. Angie gimió muy fuerte.

—¡Mi virginidad, mi virginidad! decía mientras simulaba un llanto de cocodrilo.

Hacíamos el amor con una intensidad distinta, donde el deseo pasaba por los ojos, las manos, el susurro contenido, la respiración agitada. No se trataba de dominación, sino de jugar con los límites del poder, dentro de un mundo donde ambos sabíamos que la confianza era absoluta.

Nos entregamos así, explorando cada rincón de esa fantasía. La puse en perrito, al filo del sillón y yo de pie la penetré, le bombeaba fuerte, mientras le acariciaba el asterisco y le daba fuertes palmadas en el trasero. Varios minutos después, ella estallo en los tres gemidos que delataban su orgasmo, yo seguí dándole así en perrito, ella cuando se recuperó de su éxtasis, me gritaba, ¡no acabes dentro de mí, me vas a embarazar!!! Eso me excitaba más, con sus manos trataba de empujarme y yo más fuerte arremetía contra su vagina, hasta que mi eyaculación estallo en su coño.

Al final, cuando nuestros cuerpos se rindieron juntos, fue el amor el que se impuso, el que suavizó el desenlace. Nos quedamos abrazados, yo sobre ella, aun con mi pene en su vagina, en el mismo sillón.

Un momento después, me deje caer en el sillón, yo estaba con la camisa puesta y los pantalones abajo. Angie solo con el sostén de encaje negro, pero con un seno afuera. Eso era entre excitante y gracioso.

—¿Te gustó el juego?
—Me encantó. Yo te contrato como actriz porno…

Ella sonrió, me besó en los labios, y dijo:

—Mira que te llevaste mi virginidad y posiblemente me embaraces.

—Como tu violador, te puedo decir, que lo de la virginidad, me gusta, pero soy un pésimo violador porque ya te dejé todo mi ADN ahí dentro, ¡la policía me chapa en una!

Angie rio a carcajadas.

Para la próxima, quiero ser la profesora estricta.
—¿Y yo?
—El alumno que siempre llega tarde.

Nos reímos juntos, y el mundo, una vez más, desapareció alrededor de nosotros.

Riendo, comenzamos a recoger todo: la ropa, el cuchillo mantequillero, los cojines fuera de lugar. Éramos como dos niños traviesos, escondiendo las pruebas antes de que lleguen los adultos.

Como quien no quiere, le dije —Angie, contigo siempre hay una primera vez… Me encantas.

Ella, con esa mezcla de picardía y ternura tan suya, se colgó de mi cuello y me llenó de besos cortos, juguetones.

Una vez que todo estuvo en orden, cerramos la casa como cada noche, y fuimos a mi habitación. Todavía nos mirábamos con esa expresión de “¿realmente hicimos eso?” mezclada con admiración mutua. Lo que habíamos vivido no era solo un juego, había sido una experiencia que nos conectó de una forma nueva. Intensa. Salvaje. Hermosa.

Entramos a la ducha, no porque nos sintiéramos sucios, sino porque era nuestro ritual. Agua tibia, manos suaves, caricias lentas. Nos enjabonamos con esa ternura que contrasta con la intensidad de lo anterior. Nos enjuagamos sin prisa. Nos abrazamos bajo el chorro como si el mundo afuera no existiera.

De regreso en la cama, Angie me pidió que pusiera a Sabina. Era casi un guiño cómplice, un código entre los dos. Él ya era parte de nuestra historia. Puse los 6 discos que cabían en la bandeja y nos echamos abrazados, desnudos, sin hablar, solo sintiendo, respirando, agradeciendo el instante.

Después de un rato, rompí el silencio:

—Angie… ¿a ti te gusta el dolor?

Ella bajó la mirada, con esa sonrisa coqueta que me desarma. Me miró de reojo, con dulzura.

—Un poquito, sí —dijo, como quien confiesa algo prohibido pero natural.

—Cuando te jalé el pelo en el parque, pensé que ibas a decir “stop”. ¿No te dolió?

—Sí, un poco… pero estaba rico.

—Y cuando te empujé contra el carro… creo que se me pasó la mano.

Ella rio suavemente.

—Ay, primix… eso me gusta. No te compliques. Si en algún momento hubiese sentido que algo se salía de control, si me dolía de verdad… habría dicho “stop”. Lo sabes. Pero no. Lo disfruté. Cada segundo.

—Solo quería estar seguro —le dije con seriedad—. Jamás te haría daño, Angie. No quiero que un día algo se me escape y termine hiriéndote. Eso no.

Ella me acarició la cara y me besó con ternura.

—Por eso te amo, tonto. Porque siempre estás pendiente de cuidarme, incluso cuando jugamos a que no lo haces.

Esa noche dormimos abrazados, como siempre, desnudos, piel con piel, sintiendo el calor compartido, el corazón latiendo al mismo compás. No hacía falta hablar. Habíamos dicho todo lo que necesitábamos decir con nuestros cuerpos, con nuestras miradas, con cada caricia que nos dimos hasta quedarnos dormidos. La madrugada nos envolvió así, enredados, cubiertos apenas por una sábana, pero completamente arropados por la ternura.
 
Estimado @ConejoLocop, después de esta cita, permítame unas palabras para Angie:
Angie bajaba con una lentitud casi cinematográfica. Cada paso estaba perfectamente calculado para hacerme enloquecer. Llevaba una minifalda escocesa de cuadros rojos, cortísima, que ondeaba apenas con su movimiento. La tela rozaba lo justo, dejándome imaginar más de lo que podía ver. Sus piernas largas y torneadas parecían una provocación viva, y sus caderas se movían con esa cadencia natural que solo ella podía lograr.

Arriba, un top negro de manga larga se ataba al frente, dejando su vientre completamente al descubierto. La prenda realzaba el contorno de su cintura, el inicio de sus senos y el gesto retador en su postura. Llevaba una gargantilla plateada brillante que resaltaba el largo de su cuello, y su cabello, suelto, caía como una cascada dorada sobre sus hombros, aun levemente húmedo por la ducha.

Si alguna vez volviera a enamorarme, Dios quiera que conozca a una dama tan inteligente, bella, provocadora y diablilla como Usted!
En lo que resta del tema, y salvo haya una descripción mejor, no dejaré de imaginarla así vestida...


Gracias a ambos, por tan magnífica puesta en escena.
 
Estimado @MrQuarzo le dejo el mensaje de Angie:

¡Qué comentario más bonito… y peligrosamente imaginativo!

Gracias por esas palabras tan llenas de elegancia y ternura a la vez. Me alegra que mi pequeña aparición —con minifalda y todo— haya dejado huella en su mente.

Eso de ser "bella, inteligente, provocadora y diablilla" me encanta. Me lo voy a tatuar en el ego.

Y si algún día vuelve a enamorarse, que sea de alguien que no solo despierte sus fantasías, sino que también se ría con usted después de hacerlas realidad.

Un abrazo cálido… y una media sonrisa desde lo alto de la escalera.
Angie.
 
La mañana nos sorprendió con la luz filtrándose tímida por las cortinas. No habíamos cambiado de posición. Seguíamos así, uno sobre el otro, entrelazados, como si el sueño mismo nos hubiera cuidado para que no perdiéramos el contacto.

Nos dimos los buenos días con besos suaves, de esos que se dan sin apuro. Y como todas las mañanas cuando dormíamos juntos, hicimos el amor. No por costumbre. Era más bien un ritual. Nuestro “te amo” matutino. Un gesto sagrado que reafirmaba que seguíamos ahí, que lo vivido el día anterior no había sido un sueño, que aún nos teníamos.

Después del baño, preparamos un desayuno abundante, porque necesitábamos reponer energías. Hicimos pan con palta, huevos revueltos con jamón y queso, jugo de papaya bien frío, café recién pasado, y un poco de fruta picada. Angie puso la mesa como le gustaba, con su detalle dulce y ordenado. Nos reímos, comimos sin prisa, compartiendo esos silencios plenos que solo se logran después de noches como la nuestra.

Alrededor de las 11, ella se puso de pie con una energía renovada y, con una sonrisa traviesa, me miró como si retomara el mando.

Después del desayuno, mientras aún saboreábamos el último sorbo del café, miré a Angie y le propuse:

—¿Qué te parecería si cerramos nuestras tres semanas de luna de miel con unos masajes relajantes?

—¿Masajes? —preguntó ella, curiosa.

—¿Te acuerdas del que me dio mi hermano para sacarme de la casa el día de mi fiesta de cumpleaños? Vi que también había para parejas. Creo que aún tengo el número por ahí…

Ella abrió los ojos como una niña que recibe un regalo inesperado.

—¡Ay, amor! Qué rico. Sí, llama, llama, ojalá atiendan hoy domingo.

Llamé. Contestaron. Y sí, atendían. Tenían disponibilidad para dentro de una hora.

—¡Vamos, por supuesto! —dijo con entusiasmo—. Me subo a cambiar. Dame cinco minutos.

No fueron cinco. Fueron quince. Pero valieron cada segundo.

Cuando bajó, se detuvo en la entrada del pasadizo. Llevaba un body rojo ajustado que delineaba perfectamente su figura, sin brasier, marcando suavemente el contorno de sus pezones. Lo combinaba con un jean celeste claro, rasgado a la altura de las rodillas, ceñido en las caderas. Descalza todavía, su cabello suelto caía perfecto sobre sus hombros.

Se veía provocativa. Real. Irresistible.

Me acerqué y la besé apenas llegó a la sala. Mis manos no pudieron evitar apoyarse en su cintura, en su cadera.

—Dios… así no vamos a llegar a ningún spa —le susurré.

Ella sonrió con esa mezcla de dulzura y picardía que tanto me volvía loco.

—Tranquilo, joven —dijo, acercando sus labios a los míos sin besarlos—. A la vuelta de los masajes, usted sigue masajeando… pero con Happy Ending incluido.

Nos reímos. Esa era Angie. Sabía cómo decirlo todo… sin decirlo todo.

Salimos de casa en el auto, con el sol de media mañana filtrándose por los árboles. Ella se acomodó el cinturón y subió los pies descalzos sobre el asiento, girándose un poco hacia mí.

—Me emociona este plan. No sé qué me gusta más: que vayamos juntos o que después terminemos enredados otra vez —dijo mientras apoyaba su mano sobre mi pierna.

Llegamos al spa, ubicado en una calle tranquila cerca del malecón. El local era discreto, elegante, con una fachada minimalista y un aroma a eucalipto y aceites esenciales que te envolvía apenas cruzabas la puerta. Nos recibieron con una sonrisa, nos ofrecieron agua de menta, y pasamos directo a una habitación doble para parejas.

Y ahí comenzó una rutina de casi seis horas diseñadas para descomprimir cuerpo, mente y alma.

Primero, un baño de pies con hierbas relajantes. Luego, pasamos a una cabina donde nos aplicaron una exfoliación suave con sales y esencias cítricas, uno frente al otro, con las camillas apenas separadas. Nos mirábamos de reojo, con esa risa silenciosa que se comparte entre amantes cuando algo placentero empieza a sentirse más íntimo de lo permitido.

Después vino la ducha tibia, privada, solo para los dos. Luego, el masaje en sí: profundo, lento, sincronizado. Las camillas ahora estaban más juntas. Nuestros dedos se rozaban al mínimo movimiento. El silencio de la sala, la música instrumental de fondo, el olor a lavanda, la presión exacta en la espalda, el cuello, las piernas. Fue como si cada centímetro de nuestra piel recordara lo vivido los últimos días… y lo agradeciera.

Luego, una mascarilla facial. Paños tibios. Infusión de manzanilla.

Casi al final, nos guiaron a una sala de descanso con una cama amplia, donde nos ofrecieron frutas frescas, agua con pepino, y nos dejaron solos por casi una hora.

No hicimos nada más que abrazarnos. Dormir un rato. Tocarnos las manos.
Pero era suficiente.

A las cinco de la tarde, salimos del spa renovados. Ella caminaba con los pies descalzos en las sandalias del local, el cabello algo húmedo, la piel brillante. Me miró antes de subir al auto y dijo:

—Creo que hoy cerramos el capítulo perfecto.

—Sí —le respondí, tomándola de la cintura—. Pero aún queda epílogo esta noche.

Llegamos a casa con el cuerpo liviano y la mente casi en blanco, como si el mundo se hubiera reducido al aroma de aceites esenciales y al calor de nuestras pieles.

Entramos directo al dormitorio, sin necesidad de hablar. Ya sabíamos lo que venía.

Angie llevaba una bolsa del spa, de donde asomaban varios frascos y potes con etiquetas en francés y nombres que no podíamos pronunciar. Se detuvo frente a la cama, me miró con esa mezcla suya de picardía teatral y devoción.

—Bueno, jovencito —dijo, con una sonrisa contenida—. Ahora le toca su masaje con Happy Ending.
Por favor, sea tan amable de desnudarse y echarse boca abajo. Su masajista está preparando todo.

Obedecí sin decir palabra, sin apuro, como quien se entrega a un rito sagrado.

Angie coloco una gran toalla blanca sobre la cama, puso música suave, bajó la intensidad de las luces, y comenzó a abrir los frascos con una ceremonia casi oriental. Se desnudó sin pudor ni prisa, y el olor a vainilla, menta y algo cítrico se apoderó del cuarto. Sentí cómo se subía sobre mí, desnuda, sentándose con cuidado sobre mis piernas, con la piel cálida, viva.

Comenzó el masaje con sus manos, impregnadas en esa mezcla espesa y aromática que le daba un deslizamiento perfecto. Sus dedos se movían con maestría desde las plantas de mis pies hasta la base de mi cuello. Yo me abandoné al placer de su toque, al calor de su palma, a la forma en que cada caricia parecía saber exactamente dónde detenerse y cómo seguir.

Poco a poco, dejó de usar solo las manos. Sentí su cuerpo comenzar a deslizarse sobre mí, suave, con un vaivén casi hipnótico. Sus pechos, sus muslos, su abdomen —todo su cuerpo— era parte del masaje. Se movía como si bailara lentamente sobre mi espalda, untando su piel con la mía.

La sensación era única: una mezcla embriagadora de relajación y deseo. Me invadía un calor lento, profundo. No era hambre sexual inmediata, era algo más lento… más primitivo. Como si mi cuerpo recordara que era suyo.

Entonces me dijo, muy bajito:

—Ahora, date la vuelta.

Obedecí. Me puse boca arriba. Ella ya estaba reluciente por las cremas, por el sudor que empezaba a asomar en su piel. Se sentó sobre mí, esta vez en mis muslos, y empezó de nuevo.

Desde mis pies, masajeó con paciencia. No dejó ni un centímetro sin tocar. Sus manos recorrían mis pantorrillas, mis rodillas, mis muslos. Pasaban por mi pelvis, rozando mi sexo sin apresurarse, como si su sola cercanía fuera suficiente castigo y promesa. Luego subía al abdomen, al pecho, a los hombros, al cuello.

Pero ahora no solo eran sus manos. Su cuerpo entero se deslizaba sobre mí, cubriéndome. Sus pechos pasaban por mi torso, sus muslos me rozaban, su vientre se apoyaba en el mío. Se deslizaba sobre mí con un vaivén lento, resbaloso, sensual, como si estuviéramos flotando en aceites sagrados.

Yo la miraba. No decía nada. No podía. Era como estar drogado de placer, de ternura, de devoción.

Hasta que sus ojos encontraron los míos. Y lo supe.

Ella no necesitó palabras. Solo se acomodó, aun resbalando, aún envuelta en aromas, y se dejó guiar por mi pene erecto. Se penetró lento, con una exhalación temblorosa, con el cuerpo brillante y tibio.
Se movió con ritmo suave, circular, lleno de intención. Yo la tomaba de la cintura, la miraba desde abajo, maravillado. Ella se entregaba. Completamente. Desnuda, empapada en crema y amor.

Resbalábamos, sí. Cada movimiento era un deslizamiento perfecto. Sus pechos chocaban con mi pecho, su vientre contra el mío, nuestras piernas brillaban.
No había fricción, había fusión.

Y cada embestida era una declaración:
Estoy contigo. Estoy en ti. Somos uno.

—Dios… Angie… —jadeé, ya perdido en su vaivén.

—Shhh… —susurró, mordiéndose el labio—. Solo siente.

Su cuerpo apretaba el mío con precisión perfecta. Yo acariciaba su espalda, sus nalgas, su cuello. La besaba sin encontrar suficiente espacio en la boca para todo lo que quería decirle con mi lengua.

Cuando su orgasmo llegó, fue casi silencioso. Su cuerpo tembló sobre el mío. Me apretó con fuerza. Gimió en mi oído mientras se derretía por dentro. La sentí vibrar como si algo sagrado se le escapara del pecho.

Y yo no aguanté más.

La tomé con fuerza y comencé a embestir desde abajo, una, dos, tres veces más, hasta que todo se desbordó dentro de ella. Sentí el calor subir desde mi abdomen, pasar por la espina, explotar en mi sexo. Fue un orgasmo profundo, pesado, liberador.

Nos quedamos ahí. Pegados. Sudados. Resbalando el uno sobre el otro, con los cuerpos aun latiendo. Con los pechos subiendo y bajando al ritmo de la respiración que intentábamos recuperar.

Ella apoyó la frente en mi hombro. Me acarició el pecho con una mano brillante.

—Y así termina nuestra luna de miel 2… —murmuró.

—No —le dije, besándola suavemente—. Así empieza todo lo que viene después.

Lunes. Último día. Últimas horas.

Esa noche nos dormimos con los cuerpos aun brillando de aceites, resbalosos de cremas, exhaustos pero felices. El olor a vainilla, romero y algo más que no sabíamos nombrar flotaba en el cuarto como un recuerdo invisible del amor que habíamos hecho. Ella, enredada en mí como una enredadera de calor y ternura, y yo, sostenido por su piel, por su respiración tibia, por su presencia que ya era hogar.

Nos despertamos antes de que el sol se asomara del todo. Eran 4:50am cuando el despertador no nos perdonó. La habitación estaba en penumbra, pero afuera ya comenzaba a teñirse el cielo de azul grisáceo. Yo abrí los ojos primero. Sentí su pierna sobre la mía, su mano en mi pecho, su mejilla pegada a mi hombro.

No la quise despertar. Pero ella, como si me sintiera desde dentro, murmuró:

—¿Ya tienes que irte?

—Todavía no —susurré, acariciándole la espalda—. Pero ya casi.

—Entonces… —dijo, deslizándose más sobre mí—. Aprovechamos.

Se giró y quedó sobre mí, lenta, tibia, desnuda, con el cabello suelto y ese aroma dulce que aún vivía en su piel. Me besó el cuello, bajó al pecho, y me habló con el cuerpo. Bajó hasta mi pene y lo lamio suavemente antes de metérselo en la boca durante un par de minutos. No hacía falta más, la erección era maciza.

Fue un sexo suave, lento, de despedida. Sin urgencia, pero cargado de necesidad. Se penetró despacio, sentada sobre mí, con la luz tenue entrando por la ventana, moviéndose como si tejiera una red invisible entre nuestros cuerpos. Sus caderas eran lentas, rítmicas, y mi cuerpo solo respondía con caricias, con suspiros bajos, con las manos acariciando sus pechos y su cintura.

—No quiero que esto termine —murmuró, bajando la frente sobre la mía. Su cabellera castaña caía haciendo como una cortina aun con el olor de la canela.

—No va a terminar —le respondí, besándola.

Llegamos casi juntos, en un orgasmo tranquilo, callado, como si el mundo entero respirara con nosotros. Después se dejó caer sobre mi pecho, y así, desnudos y sudorosos, nos abrazamos unos minutos más, antes de que el reloj nos arrebatara el momento.

Nos duchamos juntos. Esta vez sin juegos. Solo limpiándonos, acariciándonos con cariño y eficiencia, compartiendo el jabón y las risas mientras ella se ponía mis pantuflas y yo me enjuagaba el cabello. El vapor empañaba el espejo, pero en el cristal de la ducha se dibujaban nuestros cuerpos cruzándose por última vez esa mañana.

A las cinco y cincuenta estábamos ya vestidos. Preparamos un desayuno ligero: pan tostado, fruta, y té con limón para mi garganta, que aún sentía un rastro de su antigua molestia.

—¿Clase a las 8:30? —le pregunté.

—Sí. ¿Tú sales ahora?

—Sí… seis y media. Ya debo irme.

Guardamos silencio. El reloj nos empujaba. La realidad nos devolvía a su forma.

—¿Nos vemos temprano? —me preguntó mientras me ayudaba a guardar mi laptop en el maletín.

—Claro. Salgo a las cinco. Trataré de llegar lo más rápido posible. Quiero aprovechar hasta el último minuto contigo.

Ella me abrazó. Largamente. Con la cabeza en mi cuello.

—Me da un poco de tristeza —dijo—. Pero también… qué lindo todo lo que hemos vivido.

—Lo que hemos construido —corregí.

—Eso.

La besé. Me despedí. Salí al trabajo mientras el sol se levantaba tímido sobre la ciudad.

Ese lunes fue raro. Lleno de gestos automáticos en la oficina, de miradas perdidas pensando en ella.
Ella tendría clase a las 8:30. Me la imaginaba caminando con su mochila, tal vez escuchando música, quizá aun oliendo un poco a mí.

Quedamos en vernos temprano en casa.

Aprovecharíamos nuestras últimas horas a solas.

Mi madre llegaba desde Madrid a las 11:10 de la noche.
Saldríamos a recogerla juntos a las 10.
Nos esperaban las sonrisas, las preguntas, el retorno al orden familiar.

Nos encontramos temprano en casa, como habíamos prometido. El reloj aún nos regalaba unas horas antes del final, antes del regreso a lo cotidiano, antes de que la magia —esa que habíamos vivido durante tres semanas intensas— se replegara un poco para dejar paso a la rutina.

Yo había llevado una pizza recién salida del horno y una botella de vino tinto que habíamos visto juntos semanas antes y nunca habíamos probado. La idea era simple: disfrutar nuestras últimas horas solos, sin apuro, sin más plan que estar.

Nos sentamos en la cocina, ella descalza, con un short ligero y una camiseta mía que le caía hasta la mitad de los muslos. Conversábamos como si hiciéramos una especie de inventario emocional.
—¿Te acuerdas del spa?
—¿Y la ducha después del ceviche?
—¿Y cuando nos pilló la risa limpiando el baño?

Cada recuerdo era como volver a vivirlo. Y al contarlo, se sentía más nuestro todavía.

Terminamos el vino entre besos robados y risas suaves. Luego nos fuimos al sillón. Nuestro sillón. Ese rincón que había sido cama improvisada, testigo de confesiones, campo de batalla de caricias, y nido de todas nuestras versiones.

Angie se sentó en mi regazo, como ya era costumbre. Su cuerpo encajaba con el mío como si siempre hubiese estado diseñado para eso. Yo la abrazaba por la cintura, le acariciaba la espalda por debajo de la camiseta, sentía su piel tibia, suave. No había intención sexual, al menos no al principio. Era simplemente tocarla. Acariciarla como un gesto de permanencia. Como si al hacerlo pudiera retener el tiempo.

—Nos quedan veinte minutos —dijo ella, mirando el reloj de la sala.

Yo no respondí de inmediato. Mis manos siguieron su recorrido lento, mis labios descansaron un momento en su cuello.

Entonces la miré. Y sin pensarlo mucho, dije:

—Angie… nuestro último polvo.

Ella no respondió. Ni una palabra. Solo me besó. Un beso profundo, cargado, como si con él me dijera , ahora, hazme tuya otra vez.

Se acomodó encima mío sin romper el beso. Se deslizó con facilidad, con la urgencia exacta, levantó la cadera y buscó mi pantalón. Yo le ayudé con el short, con la ropa interior. No necesitábamos desnudarnos por completo. Solo quitarnos lo justo para que nuestros cuerpos se encontraran, piel contra piel, con esa mezcla de deseo y nostalgia que vuelve todo más intenso.

Ella se sentó sobre mí con naturalidad, tomándome con sus manos y guiándome hacia su interior, con un leve gemido que mordió entre dientes. Yo la abracé fuerte, apretándola contra mí, como si pudiera tatuarla en mi cuerpo.

El ritmo fue rápido. No teníamos tiempo para rituales. Pero cada movimiento era exacto, lleno de emoción. Nos besábamos mientras ella se movía sobre mí, mientras mi lengua recorría su cuello, sus hombros. Sus manos en mi nuca, las mías en su cintura.

Nuestros gemidos eran contenidos. No por vergüenza. Por respeto al momento. Como si supiéramos que ese no era un sexo cualquiera. Era el sexo. El de la despedida. El que resume todo lo vivido.

—Primix… —susurró—. No quiero que se acabe.

—No se va a acabar —le dije al oído, mientras sentía cómo sus caderas temblaban y su cuerpo se apretaba contra el mío.

Ella se vino con un grito contenido, pero sin dejar de saltar sobre mí, un par de minutos después la llené con mi semen. Sin gritos. Sin estridencias. Solo con esa respiración entrecortada, con los cuerpos abrazados, con la piel húmeda por el esfuerzo y por lo que nos costaba decir adiós.

Nos quedamos ahí, abrazados, sin movernos, sin hablar. Solo escuchando el sonido del reloj, que ya marcaba las 9:55 p. m.

—Tenemos que irnos —dijo ella finalmente, sin moverse de mi regazo.

—Sí…

Pero ninguno se levantó de inmediato.
Porque sabíamos que ese polvo no era solo el último de esas tres semanas.
Era el cierre de algo sagrado.
Finalmente fuimos al baño de mi habitación a limpiar los restos de la pasión y salimos de la mano hasta el auto.

Salimos al aeropuerto con una mezcla de emociones que ninguno de los dos se atrevía a nombrar. El aire fresco de la noche nos envolvía mientras descendíamos por la Vía Expresa, con las luces de Lima deslizándose a nuestro alrededor como estrellas que se marchaban en dirección contraria. Angie iba en silencio a mi lado, su mano sobre la mía, su cabeza recostada suavemente en el asiento. No necesitábamos hablarnos. El silencio decía todo: ese viaje marcaba el final de nuestra convivencia a solas, de ese universo secreto que habíamos construido día tras día, cuerpo a cuerpo, palabra a palabra.

Cuando llegamos a la zona de llegadas internacionales, estacioné cerca. Mi madre aún no salía. Angie seguía con la mano entrelazada a la mía. Su cuerpo ligeramente inclinado hacia mí, como si buscara anclar ese último tramo de cercanía. Yo sentía el latido de su pulso en la palma, ese pulso que ya era parte del mío.

Cuando por fin mi madre apareció entre la multitud —con su maleta azul rodando detrás, el abrigo colgado en el brazo y la sonrisa amplia de quien regresa al hogar—, fuimos juntos a recibirla. Corrimos, literalmente, como dos adolescentes felices, y ella nos abrazó con esa fuerza suya que siempre parecía querer protegerlo todo. Nos llenó de besos, uno a cada lado, y entre risas comenzó el interrogatorio:

—¿Y cómo han estado? ¿Comieron bien? ¿No se han matado? ¿La casa sigue en pie?

Angie, con su dulzura natural y esa picardía que sabía disimular en tono encantador, respondía con gracia:

—Perfecto todo, tía. Comimos bien, dormimos más, hasta fuimos a hacernos masajes. Todo bajo control.

Yo solo escuchaba, sonreía, asentía. Por dentro, revivía cada una de esas palabras. Dormimos. Masajes. Todo bajo control. Qué forma tan elegante de esconder lo vivido sin mentir del todo.

Cuando llegamos al auto, mi madre se detuvo antes de subir.

—¿Y estas lunas tan oscuras? —preguntó, con sorpresa—. ¡Parece auto presidencial!

—Es por seguridad, mamá —respondí, sin dudar—. Ya sabes cómo está la calle últimamente.

Ella rio, sin insistir, aunque noté que le llamó la atención. Claro, nadie sabía cuán útil habían sido esas lunas en nuestras semanas de fugaz libertad.

Ya en casa, mi madre estaba emocionada. A pesar del cansancio del vuelo, no quiso irse a dormir sin antes repartir los regalos que traía de Europa. Nos sentamos en la sala, y ver su alegría fue reconfortante. Abrió su maleta como si sacara tesoros de un baúl.

A Angie le entregó una bufanda de lana italiana —delicada, con tonos cálidos—, un perfume francés que olía a jazmín y vainilla, y unos aretes de plata comprados en una callecita de Lisboa.

—Para que te pongas guapa para tus clases —dijo, mientras se los daba con cariño.

Angie se sonrojó un poco, pero agradeció con una sonrisa que decía más de lo que podía esconder.

A mí, me dio una chaqueta de cuero suave, marrón oscuro, con un corte perfecto. Y una botella de vino español que guardaba entre la ropa, bien protegida.

—Esta… —dijo, mirándome con complicidad— la abrimos juntos cuando llegue una ocasión especial.

Asentí, sonriendo. Pero pensé que las ocasiones especiales ya habían pasado… y que esta botella llegaba con un retraso romántico.

Esa noche, por primera vez en semanas, dormimos separados. Cada uno en su cuarto. La casa volvía a su ritmo. Las puertas cerradas. Los pasos silenciosos. El orden habitual.

Pero en mi cama, sola y amplia, el espacio se sentía extraño. Vacío. Me costó dormir. No por el calor. No por el ruido. Por la ausencia.

Extrañaba su cuerpo pegado al mío. Su pierna buscándome dormida. Su respiración pausada en mi cuello. Su costumbre de enredarse sin darse cuenta.

Sabía que ella también pensaba en mí. Tal vez en la oscuridad de su cuarto, a solo unos metros, sus ojos seguían abiertos, recordando lo que habíamos sido en cada rincón de esa casa.

El lunes por la tarde, cuando llegué a casa, encontré a mi madre en la cocina conversando con Angie. Apenas me vio, me dijo con entusiasmo:
—Hijo, qué lindo quedó tu cuarto.
—Sí, madre —le respondí con una sonrisa—, fue idea de Angie.
—Sí, ya me contó —agregó ella—, que cuando trajeron la cama nueva, ella te propuso reorganizar el cuarto, así cuando ella estudiara en la computadora tú podías descansar sin que se interrumpieran.
—Esta muchacha es muy inteligente, de verdad —continuó mi madre, mirando a Angie con cariño—. Eso hemos debido hacerlo hace tiempo. ¡Me encanta cómo quedó!
Angie y yo cruzamos una mirada cómplice, sabiendo que esa cama nueva y esa nueva disposición del dormitorio habían sido testigos silenciosos de tres semanas intensas y únicas, de esas que marcan para siempre el alma.
 
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