La mañana nos sorprendió con la luz filtrándose tímida por las cortinas. No habíamos cambiado de posición. Seguíamos así, uno sobre el otro, entrelazados, como si el sueño mismo nos hubiera cuidado para que no perdiéramos el contacto.
Nos dimos los buenos días con besos suaves, de esos que se dan sin apuro. Y como todas las mañanas cuando dormíamos juntos, hicimos el amor. No por costumbre. Era más bien un ritual. Nuestro “te amo” matutino. Un gesto sagrado que reafirmaba que seguíamos ahí, que lo vivido el día anterior no había sido un sueño, que aún nos teníamos.
Después del baño, preparamos un desayuno abundante, porque necesitábamos reponer energías. Hicimos pan con palta, huevos revueltos con jamón y queso, jugo de papaya bien frío, café recién pasado, y un poco de fruta picada. Angie puso la mesa como le gustaba, con su detalle dulce y ordenado. Nos reímos, comimos sin prisa, compartiendo esos silencios plenos que solo se logran después de noches como la nuestra.
Alrededor de las 11, ella se puso de pie con una energía renovada y, con una sonrisa traviesa, me miró como si retomara el mando.
Después del desayuno, mientras aún saboreábamos el último sorbo del café, miré a Angie y le propuse:
—¿Qué te parecería si cerramos nuestras tres semanas de luna de miel con unos masajes relajantes?
—¿Masajes? —preguntó ella, curiosa.
—¿Te acuerdas del que me dio mi hermano para sacarme de la casa el día de mi fiesta de cumpleaños? Vi que también había para parejas. Creo que aún tengo el número por ahí…
Ella abrió los ojos como una niña que recibe un regalo inesperado.
—¡Ay, amor! Qué rico. Sí, llama, llama, ojalá atiendan hoy domingo.
Llamé. Contestaron. Y sí, atendían. Tenían disponibilidad para dentro de una hora.
—¡Vamos, por supuesto! —dijo con entusiasmo—. Me subo a cambiar. Dame cinco minutos.
No fueron cinco. Fueron quince. Pero valieron cada segundo.
Cuando bajó, se detuvo en la entrada del pasadizo. Llevaba un body rojo ajustado que delineaba perfectamente su figura, sin brasier, marcando suavemente el contorno de sus pezones. Lo combinaba con un jean celeste claro, rasgado a la altura de las rodillas, ceñido en las caderas. Descalza todavía, su cabello suelto caía perfecto sobre sus hombros.
Se veía provocativa. Real. Irresistible.
Me acerqué y la besé apenas llegó a la sala. Mis manos no pudieron evitar apoyarse en su cintura, en su cadera.
—Dios… así no vamos a llegar a ningún spa —le susurré.
Ella sonrió con esa mezcla de dulzura y picardía que tanto me volvía loco.
—Tranquilo, joven —dijo, acercando sus labios a los míos sin besarlos—. A la vuelta de los masajes, usted sigue masajeando… pero con Happy Ending incluido.
Nos reímos. Esa era Angie. Sabía cómo decirlo todo… sin decirlo todo.
Salimos de casa en el auto, con el sol de media mañana filtrándose por los árboles. Ella se acomodó el cinturón y subió los pies descalzos sobre el asiento, girándose un poco hacia mí.
—Me emociona este plan. No sé qué me gusta más: que vayamos juntos o que después terminemos enredados otra vez —dijo mientras apoyaba su mano sobre mi pierna.
Llegamos al spa, ubicado en una calle tranquila cerca del malecón. El local era discreto, elegante, con una fachada minimalista y un aroma a eucalipto y aceites esenciales que te envolvía apenas cruzabas la puerta. Nos recibieron con una sonrisa, nos ofrecieron agua de menta, y pasamos directo a una habitación doble para parejas.
Y ahí comenzó una rutina de casi seis horas diseñadas para descomprimir cuerpo, mente y alma.
Primero, un baño de pies con hierbas relajantes. Luego, pasamos a una cabina donde nos aplicaron una exfoliación suave con sales y esencias cítricas, uno frente al otro, con las camillas apenas separadas. Nos mirábamos de reojo, con esa risa silenciosa que se comparte entre amantes cuando algo placentero empieza a sentirse más íntimo de lo permitido.
Después vino la ducha tibia, privada, solo para los dos. Luego, el masaje en sí: profundo, lento, sincronizado. Las camillas ahora estaban más juntas. Nuestros dedos se rozaban al mínimo movimiento. El silencio de la sala, la música instrumental de fondo, el olor a lavanda, la presión exacta en la espalda, el cuello, las piernas. Fue como si cada centímetro de nuestra piel recordara lo vivido los últimos días… y lo agradeciera.
Luego, una mascarilla facial. Paños tibios. Infusión de manzanilla.
Casi al final, nos guiaron a una sala de descanso con una cama amplia, donde nos ofrecieron frutas frescas, agua con pepino, y nos dejaron solos por casi una hora.
No hicimos nada más que abrazarnos. Dormir un rato. Tocarnos las manos.
Pero era suficiente.
A las cinco de la tarde, salimos del spa renovados. Ella caminaba con los pies descalzos en las sandalias del local, el cabello algo húmedo, la piel brillante. Me miró antes de subir al auto y dijo:
—Creo que hoy cerramos el capítulo perfecto.
—Sí —le respondí, tomándola de la cintura—. Pero aún queda epílogo esta noche.
Llegamos a casa con el cuerpo liviano y la mente casi en blanco, como si el mundo se hubiera reducido al aroma de aceites esenciales y al calor de nuestras pieles.
Entramos directo al dormitorio, sin necesidad de hablar. Ya sabíamos lo que venía.
Angie llevaba una bolsa del spa, de donde asomaban varios frascos y potes con etiquetas en francés y nombres que no podíamos pronunciar. Se detuvo frente a la cama, me miró con esa mezcla suya de picardía teatral y devoción.
—Bueno, jovencito —dijo, con una sonrisa contenida—. Ahora le toca su masaje con Happy Ending.
Por favor, sea tan amable de desnudarse y echarse boca abajo. Su masajista está preparando todo.
Obedecí sin decir palabra, sin apuro, como quien se entrega a un rito sagrado.
Angie coloco una gran toalla blanca sobre la cama, puso música suave, bajó la intensidad de las luces, y comenzó a abrir los frascos con una ceremonia casi oriental. Se desnudó sin pudor ni prisa, y el olor a vainilla, menta y algo cítrico se apoderó del cuarto. Sentí cómo se subía sobre mí, desnuda, sentándose con cuidado sobre mis piernas, con la piel cálida, viva.
Comenzó el masaje con sus manos, impregnadas en esa mezcla espesa y aromática que le daba un deslizamiento perfecto. Sus dedos se movían con maestría desde las plantas de mis pies hasta la base de mi cuello. Yo me abandoné al placer de su toque, al calor de su palma, a la forma en que cada caricia parecía saber exactamente dónde detenerse y cómo seguir.
Poco a poco, dejó de usar solo las manos. Sentí su cuerpo comenzar a deslizarse sobre mí, suave, con un vaivén casi hipnótico. Sus pechos, sus muslos, su abdomen —todo su cuerpo— era parte del masaje. Se movía como si bailara lentamente sobre mi espalda, untando su piel con la mía.
La sensación era única: una mezcla embriagadora de relajación y deseo. Me invadía un calor lento, profundo. No era hambre sexual inmediata, era algo más lento… más primitivo. Como si mi cuerpo recordara que era suyo.
Entonces me dijo, muy bajito:
—Ahora, date la vuelta.
Obedecí. Me puse boca arriba. Ella ya estaba reluciente por las cremas, por el sudor que empezaba a asomar en su piel. Se sentó sobre mí, esta vez en mis muslos, y empezó de nuevo.
Desde mis pies, masajeó con paciencia. No dejó ni un centímetro sin tocar. Sus manos recorrían mis pantorrillas, mis rodillas, mis muslos. Pasaban por mi pelvis, rozando mi sexo sin apresurarse, como si su sola cercanía fuera suficiente castigo y promesa. Luego subía al abdomen, al pecho, a los hombros, al cuello.
Pero ahora no solo eran sus manos. Su cuerpo entero se deslizaba sobre mí, cubriéndome. Sus pechos pasaban por mi torso, sus muslos me rozaban, su vientre se apoyaba en el mío. Se deslizaba sobre mí con un vaivén lento, resbaloso, sensual, como si estuviéramos flotando en aceites sagrados.
Yo la miraba. No decía nada. No podía. Era como estar drogado de placer, de ternura, de devoción.
Hasta que sus ojos encontraron los míos. Y lo supe.
Ella no necesitó palabras. Solo se acomodó, aun resbalando, aún envuelta en aromas, y se dejó guiar por mi pene erecto. Se penetró lento, con una exhalación temblorosa, con el cuerpo brillante y tibio.
Se movió con ritmo suave, circular, lleno de intención. Yo la tomaba de la cintura, la miraba desde abajo, maravillado. Ella se entregaba. Completamente. Desnuda, empapada en crema y amor.
Resbalábamos, sí. Cada movimiento era un deslizamiento perfecto. Sus pechos chocaban con mi pecho, su vientre contra el mío, nuestras piernas brillaban.
No había fricción, había fusión.
Y cada embestida era una declaración:
Estoy contigo. Estoy en ti. Somos uno.
—Dios… Angie… —jadeé, ya perdido en su vaivén.
—Shhh… —susurró, mordiéndose el labio—. Solo siente.
Su cuerpo apretaba el mío con precisión perfecta. Yo acariciaba su espalda, sus nalgas, su cuello. La besaba sin encontrar suficiente espacio en la boca para todo lo que quería decirle con mi lengua.
Cuando su orgasmo llegó, fue casi silencioso. Su cuerpo tembló sobre el mío. Me apretó con fuerza. Gimió en mi oído mientras se derretía por dentro. La sentí vibrar como si algo sagrado se le escapara del pecho.
Y yo no aguanté más.
La tomé con fuerza y comencé a embestir desde abajo, una, dos, tres veces más, hasta que todo se desbordó dentro de ella. Sentí el calor subir desde mi abdomen, pasar por la espina, explotar en mi sexo. Fue un orgasmo profundo, pesado, liberador.
Nos quedamos ahí. Pegados. Sudados. Resbalando el uno sobre el otro, con los cuerpos aun latiendo. Con los pechos subiendo y bajando al ritmo de la respiración que intentábamos recuperar.
Ella apoyó la frente en mi hombro. Me acarició el pecho con una mano brillante.
—Y así termina nuestra luna de miel 2… —murmuró.
—No —le dije, besándola suavemente—. Así empieza todo lo que viene después.
Lunes. Último día. Últimas horas.
Esa noche nos dormimos con los cuerpos aun brillando de aceites, resbalosos de cremas, exhaustos pero felices. El olor a vainilla, romero y algo más que no sabíamos nombrar flotaba en el cuarto como un recuerdo invisible del amor que habíamos hecho. Ella, enredada en mí como una enredadera de calor y ternura, y yo, sostenido por su piel, por su respiración tibia, por su presencia que ya era hogar.
Nos despertamos antes de que el sol se asomara del todo. Eran 4:50am cuando el despertador no nos perdonó. La habitación estaba en penumbra, pero afuera ya comenzaba a teñirse el cielo de azul grisáceo. Yo abrí los ojos primero. Sentí su pierna sobre la mía, su mano en mi pecho, su mejilla pegada a mi hombro.
No la quise despertar. Pero ella, como si me sintiera desde dentro, murmuró:
—¿Ya tienes que irte?
—Todavía no —susurré, acariciándole la espalda—. Pero ya casi.
—Entonces… —dijo, deslizándose más sobre mí—. Aprovechamos.
Se giró y quedó sobre mí, lenta, tibia, desnuda, con el cabello suelto y ese aroma dulce que aún vivía en su piel. Me besó el cuello, bajó al pecho, y me habló con el cuerpo. Bajó hasta mi pene y lo lamio suavemente antes de metérselo en la boca durante un par de minutos. No hacía falta más, la erección era maciza.
Fue un sexo suave, lento, de despedida. Sin urgencia, pero cargado de necesidad. Se penetró despacio, sentada sobre mí, con la luz tenue entrando por la ventana, moviéndose como si tejiera una red invisible entre nuestros cuerpos. Sus caderas eran lentas, rítmicas, y mi cuerpo solo respondía con caricias, con suspiros bajos, con las manos acariciando sus pechos y su cintura.
—No quiero que esto termine —murmuró, bajando la frente sobre la mía. Su cabellera castaña caía haciendo como una cortina aun con el olor de la canela.
—No va a terminar —le respondí, besándola.
Llegamos casi juntos, en un orgasmo tranquilo, callado, como si el mundo entero respirara con nosotros. Después se dejó caer sobre mi pecho, y así, desnudos y sudorosos, nos abrazamos unos minutos más, antes de que el reloj nos arrebatara el momento.
Nos duchamos juntos. Esta vez sin juegos. Solo limpiándonos, acariciándonos con cariño y eficiencia, compartiendo el jabón y las risas mientras ella se ponía mis pantuflas y yo me enjuagaba el cabello. El vapor empañaba el espejo, pero en el cristal de la ducha se dibujaban nuestros cuerpos cruzándose por última vez esa mañana.
A las cinco y cincuenta estábamos ya vestidos. Preparamos un desayuno ligero: pan tostado, fruta, y té con limón para mi garganta, que aún sentía un rastro de su antigua molestia.
—¿Clase a las 8:30? —le pregunté.
—Sí. ¿Tú sales ahora?
—Sí… seis y media. Ya debo irme.
Guardamos silencio. El reloj nos empujaba. La realidad nos devolvía a su forma.
—¿Nos vemos temprano? —me preguntó mientras me ayudaba a guardar mi laptop en el maletín.
—Claro. Salgo a las cinco. Trataré de llegar lo más rápido posible. Quiero aprovechar hasta el último minuto contigo.
Ella me abrazó. Largamente. Con la cabeza en mi cuello.
—Me da un poco de tristeza —dijo—. Pero también… qué lindo todo lo que hemos vivido.
—Lo que hemos construido —corregí.
—Eso.
La besé. Me despedí. Salí al trabajo mientras el sol se levantaba tímido sobre la ciudad.
Ese lunes fue raro. Lleno de gestos automáticos en la oficina, de miradas perdidas pensando en ella.
Ella tendría clase a las 8:30. Me la imaginaba caminando con su mochila, tal vez escuchando música, quizá aun oliendo un poco a mí.
Quedamos en vernos temprano en casa.
Aprovecharíamos nuestras últimas horas a solas.
Mi madre llegaba desde Madrid a las 11:10 de la noche.
Saldríamos a recogerla juntos a las 10.
Nos esperaban las sonrisas, las preguntas, el retorno al orden familiar.
Nos encontramos temprano en casa, como habíamos prometido. El reloj aún nos regalaba unas horas antes del final, antes del regreso a lo cotidiano, antes de que la magia —esa que habíamos vivido durante tres semanas intensas— se replegara un poco para dejar paso a la rutina.
Yo había llevado una pizza recién salida del horno y una botella de vino tinto que habíamos visto juntos semanas antes y nunca habíamos probado. La idea era simple: disfrutar nuestras últimas horas solos, sin apuro, sin más plan que estar.
Nos sentamos en la cocina, ella descalza, con un short ligero y una camiseta mía que le caía hasta la mitad de los muslos. Conversábamos como si hiciéramos una especie de inventario emocional.
—¿Te acuerdas del spa?
—¿Y la ducha después del ceviche?
—¿Y cuando nos pilló la risa limpiando el baño?
Cada recuerdo era como volver a vivirlo. Y al contarlo, se sentía más nuestro todavía.
Terminamos el vino entre besos robados y risas suaves. Luego nos fuimos al sillón. Nuestro sillón. Ese rincón que había sido cama improvisada, testigo de confesiones, campo de batalla de caricias, y nido de todas nuestras versiones.
Angie se sentó en mi regazo, como ya era costumbre. Su cuerpo encajaba con el mío como si siempre hubiese estado diseñado para eso. Yo la abrazaba por la cintura, le acariciaba la espalda por debajo de la camiseta, sentía su piel tibia, suave. No había intención sexual, al menos no al principio. Era simplemente tocarla. Acariciarla como un gesto de permanencia. Como si al hacerlo pudiera retener el tiempo.
—Nos quedan veinte minutos —dijo ella, mirando el reloj de la sala.
Yo no respondí de inmediato. Mis manos siguieron su recorrido lento, mis labios descansaron un momento en su cuello.
Entonces la miré. Y sin pensarlo mucho, dije:
—Angie… nuestro último polvo.
Ella no respondió. Ni una palabra. Solo me besó. Un beso profundo, cargado, como si con él me dijera sí, ahora, hazme tuya otra vez.
Se acomodó encima mío sin romper el beso. Se deslizó con facilidad, con la urgencia exacta, levantó la cadera y buscó mi pantalón. Yo le ayudé con el short, con la ropa interior. No necesitábamos desnudarnos por completo. Solo quitarnos lo justo para que nuestros cuerpos se encontraran, piel contra piel, con esa mezcla de deseo y nostalgia que vuelve todo más intenso.
Ella se sentó sobre mí con naturalidad, tomándome con sus manos y guiándome hacia su interior, con un leve gemido que mordió entre dientes. Yo la abracé fuerte, apretándola contra mí, como si pudiera tatuarla en mi cuerpo.
El ritmo fue rápido. No teníamos tiempo para rituales. Pero cada movimiento era exacto, lleno de emoción. Nos besábamos mientras ella se movía sobre mí, mientras mi lengua recorría su cuello, sus hombros. Sus manos en mi nuca, las mías en su cintura.
Nuestros gemidos eran contenidos. No por vergüenza. Por respeto al momento. Como si supiéramos que ese no era un sexo cualquiera. Era el sexo. El de la despedida. El que resume todo lo vivido.
—Primix… —susurró—. No quiero que se acabe.
—No se va a acabar —le dije al oído, mientras sentía cómo sus caderas temblaban y su cuerpo se apretaba contra el mío.
Ella se vino con un grito contenido, pero sin dejar de saltar sobre mí, un par de minutos después la llené con mi semen. Sin gritos. Sin estridencias. Solo con esa respiración entrecortada, con los cuerpos abrazados, con la piel húmeda por el esfuerzo y por lo que nos costaba decir adiós.
Nos quedamos ahí, abrazados, sin movernos, sin hablar. Solo escuchando el sonido del reloj, que ya marcaba las 9:55 p. m.
—Tenemos que irnos —dijo ella finalmente, sin moverse de mi regazo.
—Sí…
Pero ninguno se levantó de inmediato.
Porque sabíamos que ese polvo no era solo el último de esas tres semanas.
Era el cierre de algo sagrado.
Finalmente fuimos al baño de mi habitación a limpiar los restos de la pasión y salimos de la mano hasta el auto.
Salimos al aeropuerto con una mezcla de emociones que ninguno de los dos se atrevía a nombrar. El aire fresco de la noche nos envolvía mientras descendíamos por la Vía Expresa, con las luces de Lima deslizándose a nuestro alrededor como estrellas que se marchaban en dirección contraria. Angie iba en silencio a mi lado, su mano sobre la mía, su cabeza recostada suavemente en el asiento. No necesitábamos hablarnos. El silencio decía todo: ese viaje marcaba el final de nuestra convivencia a solas, de ese universo secreto que habíamos construido día tras día, cuerpo a cuerpo, palabra a palabra.
Cuando llegamos a la zona de llegadas internacionales, estacioné cerca. Mi madre aún no salía. Angie seguía con la mano entrelazada a la mía. Su cuerpo ligeramente inclinado hacia mí, como si buscara anclar ese último tramo de cercanía. Yo sentía el latido de su pulso en la palma, ese pulso que ya era parte del mío.
Cuando por fin mi madre apareció entre la multitud —con su maleta azul rodando detrás, el abrigo colgado en el brazo y la sonrisa amplia de quien regresa al hogar—, fuimos juntos a recibirla. Corrimos, literalmente, como dos adolescentes felices, y ella nos abrazó con esa fuerza suya que siempre parecía querer protegerlo todo. Nos llenó de besos, uno a cada lado, y entre risas comenzó el interrogatorio:
—¿Y cómo han estado? ¿Comieron bien? ¿No se han matado? ¿La casa sigue en pie?
Angie, con su dulzura natural y esa picardía que sabía disimular en tono encantador, respondía con gracia:
—Perfecto todo, tía. Comimos bien, dormimos más, hasta fuimos a hacernos masajes. Todo bajo control.
Yo solo escuchaba, sonreía, asentía. Por dentro, revivía cada una de esas palabras. Dormimos. Masajes. Todo bajo control. Qué forma tan elegante de esconder lo vivido sin mentir del todo.
Cuando llegamos al auto, mi madre se detuvo antes de subir.
—¿Y estas lunas tan oscuras? —preguntó, con sorpresa—. ¡Parece auto presidencial!
—Es por seguridad, mamá —respondí, sin dudar—. Ya sabes cómo está la calle últimamente.
Ella rio, sin insistir, aunque noté que le llamó la atención. Claro, nadie sabía cuán útil habían sido esas lunas en nuestras semanas de fugaz libertad.
Ya en casa, mi madre estaba emocionada. A pesar del cansancio del vuelo, no quiso irse a dormir sin antes repartir los regalos que traía de Europa. Nos sentamos en la sala, y ver su alegría fue reconfortante. Abrió su maleta como si sacara tesoros de un baúl.
A Angie le entregó una bufanda de lana italiana —delicada, con tonos cálidos—, un perfume francés que olía a jazmín y vainilla, y unos aretes de plata comprados en una callecita de Lisboa.
—Para que te pongas guapa para tus clases —dijo, mientras se los daba con cariño.
Angie se sonrojó un poco, pero agradeció con una sonrisa que decía más de lo que podía esconder.
A mí, me dio una chaqueta de cuero suave, marrón oscuro, con un corte perfecto. Y una botella de vino español que guardaba entre la ropa, bien protegida.
—Esta… —dijo, mirándome con complicidad— la abrimos juntos cuando llegue una ocasión especial.
Asentí, sonriendo. Pero pensé que las ocasiones especiales ya habían pasado… y que esta botella llegaba con un retraso romántico.
Esa noche, por primera vez en semanas, dormimos separados. Cada uno en su cuarto. La casa volvía a su ritmo. Las puertas cerradas. Los pasos silenciosos. El orden habitual.
Pero en mi cama, sola y amplia, el espacio se sentía extraño. Vacío. Me costó dormir. No por el calor. No por el ruido. Por la ausencia.
Extrañaba su cuerpo pegado al mío. Su pierna buscándome dormida. Su respiración pausada en mi cuello. Su costumbre de enredarse sin darse cuenta.
Sabía que ella también pensaba en mí. Tal vez en la oscuridad de su cuarto, a solo unos metros, sus ojos seguían abiertos, recordando lo que habíamos sido en cada rincón de esa casa.
El lunes por la tarde, cuando llegué a casa, encontré a mi madre en la cocina conversando con Angie. Apenas me vio, me dijo con entusiasmo:
—Hijo, qué lindo quedó tu cuarto.
—Sí, madre —le respondí con una sonrisa—, fue idea de Angie.
—Sí, ya me contó —agregó ella—, que cuando trajeron la cama nueva, ella te propuso reorganizar el cuarto, así cuando ella estudiara en la computadora tú podías descansar sin que se interrumpieran.
—Esta muchacha es muy inteligente, de verdad —continuó mi madre, mirando a Angie con cariño—. Eso hemos debido hacerlo hace tiempo. ¡Me encanta cómo quedó!
Angie y yo cruzamos una mirada cómplice, sabiendo que esa cama nueva y esa nueva disposición del dormitorio habían sido testigos silenciosos de tres semanas intensas y únicas, de esas que marcan para siempre el alma.