Mi Sobrina - Amante

Todo esa hermosa anatomía a su disposición, es para ir explorando cada centímetro. Buen provecho. Angie que abusiva eres jajaja espero no se ofenda.

Yo también le he dicho que es una abusiva... ;)
 
Diecinueve – EL DIVORCIO

Volví a casa cerca de las cinco. Al abrir la puerta y verla en la sala, supe que algo no estaba bien. Angie estaba sentada con la mirada baja, tensa.

—¿Qué pasó, amor? —pregunté.

—Hoy trajeron un papel para ti. Creo que es del juicio de divorcio.

Sentí un golpe en el estómago. Sabíamos que esto venía, pero verlo en papel lo hacía real. Era la citación a la audiencia única.
—¿Y? —preguntó.

—Es para el jueves. Última audiencia.

Ella asintió, caminó hacia la ventana. Luego me miró.
—¿La volverás a ver?

No era celos, era miedo. Miedo de que algo cambiara.

—Solo quiero que esto termine. Por mí. Por nosotros.

Me abrazó fuerte.
—Entonces ve —me dijo—. Y cierra esa historia.

Recuperó su alegría con esa rapidez suya.
—¿Te preparo algo rico? —me ofreció.

—Lo más rico en esta casa eres tú. Pero sí, tengo hambre.

—Lomito al toque —me dijo sonriendo.

Entré a ducharme. Al salir, el olor a carne me dio paz. Puse los platos. Comimos entre risas, como si ese sobre no existiera. Luego fuimos a la habitación. Nos quitamos la ropa, nos abrazamos. Solo queríamos sentirnos.
En la cama, me habló con un tono distinto.

—¿Te puedo preguntar algo? Quiero sinceridad.

—Dime.

—¿Qué pasa si ella quiere volver?

La miré.
—No quiero un amor parchado. Te quiero a ti, así, entera, real. Y aquí me quiero quedar.


Ella no dijo nada. Me abrazó con una fuerza que me estremeció. Me besó como si quisiera dejar su nombre en mi piel. Y me hizo el amor con la intensidad de quien ama sin reservas, como si ese momento fuera un pacto silencioso entre los dos. Me besaba con desesperación, bajo hasta mi miembro, lo besaba, lo lamia con avidez, cuando se lo metía en la boca, lo succionaba como queriendo sacarme la esencia y quedársela.

Luego se subió sobre mí, no como otras veces, no con la calma de quien se acomoda, sino con la urgencia de quien quiere devorarme. Se puso en cuclillas sobre mi pene, y con una mano se abrió suavemente para dejarse caer sobre él, mirándome fijo, con los labios entreabiertos por el placer.

Apoyó ambas manos en mi pecho y comenzó a moverse, primero lento, profundo, sintiéndome dentro, cada vez más húmeda, más caliente. Sus caderas dibujaban círculos, luego subía casi hasta salirse por completo y volvía a hundirse con fuerza, dejando escapar pequeños gemidos que se mezclaban con mi respiración agitada. Yo veía mi miembro brillar entre sus labios vaginales, entrar y salir de su sexo empapado, mientras todo su cuerpo vibraba de deseo.

Sentí cómo me exprimía, cómo cada embestida me arrancaba el aliento, hasta que ya no pude más. Me vine dentro de ella, profundo, largo, temblando bajo su cuerpo que también se estremecía. No se movió más. Se dejó caer sobre mí, aún con mi miembro palpitando dentro de su interior caliente.

Me besó, esta vez despacio, como si me agradeciera con los labios. Y me dijo al oído, con voz ronca, suave: “Soy tuya, Primix… solo tuya.”

Se durmió sobre mí, con mi sexo aún dentro del suyo, atrapado, todavía tibio, todavía parte de ella. sentía parte de mi semen, mezclado con sus jugos, que goteaba sobre mi pelvis, no me importaba. Yo la abracé así, sin querer romper ese lazo. Cuando el sueño comenzaba a tomarme, la giré con cuidado, la acomodé a mi lado, la cubrí con la sábana y me quedé dormido abrazándola, con el cuerpo agotado y el corazón pleno.

El despertador sonó puntual, como todos los días, con esa precisión implacable que nos arrancaba de nuestro mundo privado. Apenas abrí los ojos, la vi dormida a mi lado, su respiración pausada, su piel tibia junto a la mía. Pero esa mañana desperté con deseo. No solo con ganas de su cuerpo, sino de ella entera, de su amor, de su complicidad, de ese modo tan suyo de entregarse sin reservas.

Me acerqué a ella en silencio, comencé a besarle los hombros, el cuello, despacio. Ella apenas se movía, pero su cuerpo respondía, como si me esperara. Bajé por su espalda, acariciándola con mis labios, hasta que mi boca encontró ese sur que ya conocía, pero que cada vez sentía como nuevo. Ella suspiró, se aferró a las sábanas y abrió sus piernas para mí, dándome todo sin decir una sola palabra.

La besé con devoción, saboreando su humedad que crecía con cada movimiento de mi lengua. Sus caderas comenzaron a moverse con ritmo, como si buscaran más. Entonces subí, me coloqué sobre ella y la miré a los ojos. Sonrió apenas, en medio de su placer, y entrelazó sus piernas en mi cintura. La penetré con suavidad, dejando que nuestros cuerpos se encontraran sin apuro, solo sintiendo.

Nos movimos lento, en un vaivén de caricias, de suspiros y miradas. El sol apenas despuntaba y ya estábamos llenos del uno al otro. Era nuestra forma de decirnos "buenos días", de empezar la jornada reafirmando lo que éramos: dos cuerpos que se buscaban, pero también dos almas que se habían elegido.

Quedamos tendidos uno junto al otro, en silencio. Nuestros cuerpos aún se tocaban, sudados, tibios, satisfechos. La respiración se fue calmando poco a poco, como si el mundo recuperara su ritmo después de ese paréntesis de pasión. La miré: tenía los ojos cerrados y una expresión serena, como si estuviera flotando en algún lugar entre el sueño y el gozo. Yo solo podía pensar en lo afortunado que era de tenerla ahí, de sentirla tan mía, tan nuestra.

Acaricié su cabello, la línea de su espalda, hasta que se dejó ir del todo al descanso. Me levanté en silencio, no quería perturbar ese momento sagrado de su descanso. Me fui al baño, me di una ducha rápida, dejando que el agua tibia arrastrara los restos de deseo que todavía llevaba en la piel. Salí sintiéndome liviano, casi renovado.

Preparé algo ligero para el desayuno, solo un café y un par de tostadas. Mientras comía, pensaba en ella. En su manera de tocarme, de mirarme, de entregarse

Regresé a la habitación. La luz del día comenzaba a colarse entre las cortinas. Angie seguía dormida, envuelta entre las sábanas, con una pierna descubierta y el cabello desordenado sobre la almohada. Tenía clases recién a las nueve y media, así que no quise despertarla. Solo me acerqué despacio, me incliné sobre su rostro y le di un beso suave, apenas un roce de labios.
Me fui en silencio, con una sonrisa tonta dibujada en la cara.

Era miércoles, y regresé a casa cerca de las seis. Al abrir la puerta, la vi sentada en la mesa de la sala, rodeada de libros, con el cabello recogido y un polo suelto sin sostén. Su short apenas cubría. Era una provocación sutil.

Le di un beso, ella sonrió sin dejar de escribir. Me fui a la cocina, preparé un revuelto con queso y tomate. Serví la mesa.
—¿Comes aquí o en la cocina? —Espérame un rato, amor.

Fueron quince minutos. Se sentó frente a mí, su short subía provocador. Comimos entre miradas y risas. Me preguntó cómo estaba.
Su pregunta no era por el trabajo, sino por la citación judicial sobre la mesa. Le dije que con ella, todo se resolvía.

Esa noche, casi completamos la "Lista del Amor": hicimos el amor en el comedor, la lavandería, el baño. Solo dejamos una habitación sin marcar, tal vez a propósito. Caímos exhaustos en la cama. La casa olía a piel y libertad.

A las cuatro de la mañana desperté con fiebre, sudoroso, el cuerpo me dolía. Fui a la cocina tambaleando, bebí agua. Al volver, Angie estaba sentada, preocupada. Me tocó la frente, salió por el termómetro. Casi treinta y nueve.

Me arropó, preguntó si podía faltar al trabajo. Yo dudaba. Le pedí paracetamol y algo caliente. Regresó con una taza y el medicamento. Llamé a mi hermano, médico cardiologo: "Estoy mal, y hoy es la audiencia de divorcio". "Voy en veinte minutos", respondió.

Angie se alarmó, comenzó a recoger su ropa esparcida por el cuarto. Estaba en mi polo y nada más. En ese caos, sonó el timbre. Ella se vistió rápido, salió y lo recibió como "prima".

Mi hermano entró con naturalidad. Revisó mi garganta, fiebre, me recetó algo. Angie, en modo prima preocupada, comentó que ya me había dado medicina. Le dije que ese dia era la audiencia final del divorcio y no queria postergarla. Mi hermano recomendó ir en taxi y que alguien me acompañara. Ella no dudó: "Voy con él".

—Y hermano, enséñale a manejar a la muchacha, que hace todo por ti.

—Muere por ti —dijo. Esa frase nos quemó. Nos miramos. Rápido, intenso, pero discreto.

Al irse, Angie me cuidó como si fuera frágil. Me dio una infusión, comida suave. Me ayudó a ducharme, a vestirme. No era sexo, era cuidado, amor sincero. Me peinó, me abotonó. Subimos al taxi tomados de la mano. Aún tiritaba, pero con ella a mi lado, me sentía fuerte.


 
En el camino, Angie me miró.
—¿Quieres que te espere abajo?

Negué con la cabeza.
—No. Tú entras conmigo. Ese sitio no es para que estés sola.

—Ok —respondió sin dudar—. Yo subo contigo.

Llegamos al edificio del Poder Judicial. Presentamos los documentos. Por suerte, no le hicieron problema. Revisaron su DNI y la esquela, y nos dejaron pasar.


Subimos en un ascensor lento. Aún faltaban quince minutos. Nos sentamos al fondo del pasillo. La luz era blanca, de hospital. El ambiente, tenso. Parejas murmuraban sus finales.

Me recosté contra la pared, cerré los ojos.
—Angie… no me siento bien.

Ella apretó mi mano.
—Tranquilo. Falta poco.

Me miró con ese amor callado que sostiene sin exigir. Entonces la vi.

A lo lejos, venía mi exesposa. Recta, paso firme, ojos al frente. Sentí una punzada. No era dolor, era el peso del cierre.

Angie no se movió. No apretó más mi mano. Solo estuvo. Como siempre. Como quien ama sin competir.

El taconeo de mi exesposa retumbó. Nos pusimos de pie. La saludé con un beso en la mejilla. Sin hostilidad. Solo el eco de lo que fue.

Sus ojos pasaron de mí a Angie. Ya se conocían. Pero esa mirada fue otra cosa.

—Angie —dijo—. ¿Qué haces por acá? Qué bueno verte.

Angie dudó apenas, respondió con voz firme.

—Está un poco enfermo. Su hermano lo vio esta mañana. Me pidió que lo acompañe.

Ella asintió. Ni aprobación ni molestia. Solo un “ya veo”.

—Ah… pero hubieses postergado —me dijo.

—No. Hay que terminarlo ya.

Se sentó frente a nosotros. Sacó unos papeles. Angie y yo no hablamos. Solo esperábamos. Yo seguía débil, pero ella, con su sola presencia, me sostenía.

Pasaron veinte minutos. Nos llamaron.

Me puse de pie. Angie me miró: “Aquí estoy para ti”. Sentí sus ojos en mi espalda cuando entré. No eran reproche. Eran promesa.
Dentro, todo fue frío. Jurídico. Preguntas sabidas, firmas listas. Cuarenta minutos después, todo había acabado.

Al salir, Angie seguía ahí. Como una promesa. Mi ex y yo nos miramos. Ni abrazos ni rencor. Solo un gesto solemne.

—Cuídate —dijo.

—Tú también.

Se fue sin mirar atrás.

Angie se levantó y me tomó del brazo. No dijo nada. Solo me acompañó en silencio al ascensor.

Salimos, tomamos un taxi. Ella tomó mi mano. Yo la apreté, agotado, agradecido.

El viaje fue en silencio. El aire cargado de ese silencio dulce que compartes con quien te conoce.
Llegamos a casa. El taxi nos dejó en la esquina. Caminamos en silencio.

Al entrar, me dejé caer en el sillón. Angie se sentó frente a mí, pero no duró ni cinco segundos. Se levantó, se arrodilló frente al sillón y me miró.

¿Me puedes contar?

—Por supuesto, amor… pero ven aquí.

Le tomé la mano. No la dejé subir de inmediato.

—El único momento en que tú tienes que estar de rodillas frente a mí… —hice una pausa dramática, jugando con la voz ronca— …es cuando me la mames.

Solté una risa ronca. Ella abrió los ojos, indignada, y me empujó suave en el pecho.
—¡Eres un idiota! —dijo entre risas y vergüenza.

Se sentó en mi regazo con naturalidad, como si ese fuera su lugar en el mundo. Pero de pronto me invadió el recuerdo de mi fiebre, del sudor, de mi debilidad.
—No, Angie, mejor no —le dije con preocupación—. Quedate en tu sillón. Te voy a contagiar.

—No me importa —susurró—. Cuéntame.

Volvió a su lugar, pero no se alejó del todo. Se acurrucó en el sillón, frente a mí, con las piernas cruzadas y las manos listas para tocarme si lo necesitaba.

Y ahí, de pronto, sentí que toda la fortaleza que había sostenido durante el día… se desmoronaba. Toda esa energía que ella me había prestado se agotó de golpe. Ella no fingía fortaleza. Ella simplemente era fuerte. Y ahora podía dejarme caer. Dejar que me cuidara. Que me engriera.

Angie me acariciaba el brazo con la yema de los dedos mientras le contaba. Yo hablaba lento, con pausas, tragando saliva para no toser.

—Fue muy formal —le dije—. Frío. Mecánico. La jueza leía todo con ese tono que ya tiene automatizado. No había emoción.
Ella me escuchaba sin interrumpirme. Solo asentía.

—Cuando llegó el momento clave… la jueza preguntó si insistíamos en divorciarnos. Y por un instante, juro que sentí que ella —mi exesposa— dudó. Fue una mirada, un segundo. Pero después dijo "sí".

—¿Y tú? —preguntó Angie, bajito.

—Yo no dudé. Para mí… eso ya estaba cerrado. Ya lo tenía claro. Lo había cerrado hace tiempo. Lo confirmé hoy.

Ella suspiró. Se levantó, vino a mi lado y, sin decir nada, me abrazó por los hombros. Yo cerré los ojos y apoyé la cabeza contra su pecho.

No dijo nada más. No lo necesitaba. Su silencio hablaba mejor que cualquier frase.

Fuimos a mi cuarto, el cuerpo me pedía descanso. Me recosté en la cama ella a mi lado. Quise besarla. Tenía los labios cerca de los suyos, a solo un suspiro de distancia, pero me detuve a medio camino, recordando que podía contagiarla. Me alejé apenas unos centímetros, frustrado por mi propio cuerpo. Pero ella no dudó. Acortó el espacio entre nosotros y fue ella quien me besó, con firmeza, con dulzura.

—Angie… te voy a contagiar —susurré con voz ronca.

—No me importa —respondió, con una sonrisa tierna y desafiante—. Además, yo soy joven. Tengo mejores defensas que tú, viejito.
Me quedé en silencio un segundo. Esa palabra… “viejito”. Era la primera vez que me lo decía. Y aunque sonaba a broma, por dentro sentí, con nitidez, los diez años que nos separaban.

—¿Así que viejito, ah? —respondí con una risa cansada—. Viejo es el mar… y todavía se sigue moviendo.

Ambos estallamos en risas suaves. La habitación se llenó de ese calor especial que brota cuando el amor y la confianza desarman todo lo demás. La risa alivió la fiebre. O al menos, la hizo irrelevante.

Angie se lanzó sobre mí, comenzó a hacerme cosquillas, a jugar como si quisiéramos espantar el cansancio y el malestar a carcajadas. Nos revolcamos entre las sábanas como dos adolescentes fugitivos. Cuando menos lo pensé, su cuerpo ya estaba enredado con el mío. Mi mano, guiada por la costumbre del deseo, se deslizó bajo su polo. Sentí su piel, suave, tibia, como un refugio. Ella me besaba el cuello, bajaba hacia el pecho, y sus dedos recorrían mi cuerpo con una mezcla de ternura y fuego.
Pero entonces se detuvo. Su mano, sobre mi abdomen, se quedó quieta.

—Amor… estás ardiendo. Tienes fiebre otra vez. ¿Cómo vamos a hacer el amor así? Estás loco… para.

—No quiero parar —susurré, sin dejar de acariciarla.

Ella me miró, respirando agitada, como si estuviera debatiéndose entre el instinto y el sentido común. Sus ojos decían deseo. Su cuerpo gritaba por mí.

—No sé si cuidarte… o dejarme llevar —murmuró.

—Haz las dos cosas —le dije al oído.

No hubo más discusión. En segundos estábamos desnudos. Nos besábamos con hambre lenta, con una pasión paciente, de esas que no apuran, que saben que lo importante no es llegar, sino quedarse. El calor de mi cuerpo enfermo parecía haber despertado un nuevo tipo de deseo. Más animal. Más tierno. Más urgente.

Ella repetía entre suspiros:
—Estás con fiebre… amor, para…

Pero no se alejaba. No se quitaba. No me detenía. Su boca decía una cosa, pero su cuerpo otra. Me abrazaba con fuerza, me besaba con hambre, sus caderas buscaban las mías con una determinación que no dejaba dudas.

Me acomodé sobre ella, con cuidado, y comencé a besarla con lentitud. Del cuello hacia abajo, como si cada centímetro de su piel fuera un idioma que conocía de memoria. Me detuve en sus senos, los adoré con la boca, con la lengua, con esa mezcla de necesidad y gratitud. Ella arqueaba el cuerpo, me rodeaba con las piernas, me guiaba sin hablar.

Cuando volví a su boca, me besó como si le faltara el aire. Luego, se acomodó suavemente bajo mí, abriéndose con una naturalidad casi instintiva, ofreciéndose sin necesidad de palabras.

La miré a los ojos mientras la penetraba despacio. Ella soltó un gemido entre risa y asombro:
—Tu pene está… ¡súper caliente! Me estás quemando…

Reímos juntos, entre jadeos y besos. Había algo hipnótico en ese contraste: mi cuerpo sudado, febril, y su frescura envolviéndome como un bálsamo. Hacer el amor así, en ese estado, era otra cosa. Una mezcla de delirio y plenitud, como si nuestros cuerpos supieran que, aun en el límite, podían encontrarse y sostenerse.

Nos movíamos lento, en un vaivén casi onírico. Como si el mundo afuera no existiera. Como si las sábanas fueran un universo completo. Angie me hablaba al oído:
—No te esfuerces… despacio… así… así está bien…

Pero a la vez me exigía con sus piernas, con sus gemidos contenidos. Me pedía más. Me pedía todo. Y yo le daba todo. Aunque me doliera el cuerpo, aunque ardiera, yo le entregaba hasta lo que no sabía que tenía.

El clímax nos encontró uno a continuación del otro, ella todavía estaba en los espasmos finales del suyo, apretándose a mi espalda, cuando yo le llené la vagina con mi semen caliente. Como debía ser. Terminamos abrazados, respirando fuerte, sudados, pero felices.

—Creo que he descubie
rto una nueva terapia contra la fiebre —dijo, acariciándome el pecho.

—Sí… deberíamos patentarla —respondí, entre risas y jadeos.

El silencio que siguió fue sagrado. No el incómodo. El que se da cuando dos cuerpos y dos almas se han dicho todo.
Después de unos minutos, Angie se levantó, fue a la cocina, y volvió con una taza de limonada caliente con miel y mis medicamentos en la otra mano. Se sentó a mi lado y me ayudó a tomarlo todo como si fuera parte del ritual de amarse.

Cuando se metió de nuevo en la cama, me abrazó por la espalda y empezó a jugar con mis dedos. Los acariciaba con paciencia, como si estuviera leyéndolos, como si cada línea le revelara algo de mí: quién era, qué sentía, qué había sido y qué vendría.

Ella se tendió boca arriba en la cama, el cabello desparramado sobre la almohada, la piel aún tibia y suave por el encuentro. Se acomodó contra las sábanas con ese gesto despreocupado y delicado que solo tienen las mujeres que se sienten seguras en su lugar. Yo, con movimientos lentos, me eché sobre su regazo. No había ninguna intención sexual en ese gesto. Solo buscaba su frescura, su alivio. El contraste entre mi cuerpo aún febril y el suyo, fresco y apacible, era como recostarse sobre agua clara.

Tenía sus pechos a la altura de mi rostro, suaves, cercanos, redondos. Pero no me provocaba ni besarlos ni tocarlos. Solo el roce ligero con mi mejilla era un consuelo. El simple contacto con su piel era como un bálsamo.

Cerré los ojos y respiré profundo. Ya no era sexo. Ya no era erotismo.

Era amor. Era cuidado.

Estábamos en ese juego sin juego, en ese espacio entre el silencio y la ternura, donde dos personas se entienden más por el tacto que por las palabras.

Entonces, ella rompió el silencio.
—Amor… no me dijiste que habías pedido los dos días de vacaciones.

Abrí los ojos, sonreí.
—La verdad… era una sorpresa —respondí con voz baja—. Sabía que la audiencia no iba a ser fácil. Quería pasar la tarde contigo… sin apuros, sin distracciones. Y después pensé… si ya mi madre regresa la próxima semana… ¿por qué no hacer que este fin de semana sea solo nuestro?

Ella no dijo nada de inmediato. Solo me abrazó más fuerte. Me envolvió con sus brazos y me sostuvo como si esa fuera su forma de decir “gracias”.

—Me encanta —dijo finalmente— cuando, incluso en tus momentos difíciles, piensas en cómo estar conmigo.

 
Desperté con el cuerpo aún pesado, la garganta en carne viva y una sensación de calor en el pecho que no se iba, pese a la noche de descanso. La fiebre no había cedido del todo. A mi lado, Angie dormía profundamente, con una pierna cruzada sobre las mías, el cabello desordenado y su rostro sereno, respirando al ritmo lento de quien no tiene apuro en despertar.

No quise moverme. Ni tenía fuerzas, ni quería interrumpir esa paz que parecía haber conseguido después de un día tan largo. Pero ella se despertó igual, como si su cuerpo estuviera programado para sentir el mío.

—¿Cómo amaneciste, amor? —murmuró con los ojos apenas entreabiertos.

—Mal… —le dije, con voz ronca—. Como si me hubieran atropellado.

Ella sonrió con ternura, se estiró apenas y luego se levantó sin decir nada. La vi caminar desnuda hacia el baño, y luego a la cocina y al rato volvió con una toalla húmeda y una taza caliente en la mano.

—Infusión. Manzanilla con miel y limón. Y paracetamol. Hora exacta —me dijo, casi como una enfermera experta.

Me ayudó a sentarme, me puso la toalla fresca en la frente y me dio la taza. Su forma de moverse era tan natural, tan dedicada, que por momentos me olvidaba que vivíamos una ventura prohibida, la sentía mi mujer, como si el mundo ya supiera que ella lo era.

La fiebre me hacía sudar, pero no temblar. Eso ya era un alivio. Y el solo hecho de tenerla cerca hacía que lo demás importara menos.

A media mañana, sonó el teléfono. Era mi hermano.

—¿Cómo estás, viejo? —preguntó, directo.

—Todavía con fiebre… pero ya un poco mejor —respondí con dificultad.

—¿Te hidrataste? ¿Comiste algo?

—Sí. Angie me está cuidando como si fuera un anciano con tres días de vida.

Escuché su risa al otro lado de la línea.

—Ya te dije que la muchacha muere por ti.

La frase quedó flotando en el aire, aún después de colgar. Y sí, quizá no sabía cómo llamarlo, pero lo que Angie hacía por mí… no lo hacía cualquiera.

Luego de la llamada, fuimos a la sala. Caminé despacio, con ella sosteniéndome del brazo. Nos sentamos en los sillones, uno al lado del otro, con una manta encima de mis piernas.

El sol de la mañana entraba por la ventana, y todo tenía ese aire lento de los días en pausa. Ella me acomodó los pies, me volvió a tocar la frente y se sentó conmigo, sin distracción alguna.

—¿Quieres que te lea algo? —preguntó.

—No. Solo… quédate —le dije.

Y se quedó. En silencio. Conmigo. Cuidándome.

Estábamos sentados frente a frente, cada uno en su sillón. Ella con las piernas cruzadas, el cabello aún húmedo por la ducha de esa mañana, y ese aire despreocupado que tanto me gustaba. Pero la distancia me incomodaba. No por necesidad física, sino por costumbre emocional: ella estaba mejor a mi lado.

—Angie… —dije con voz suave— mejor vente aquí conmigo.
Si no te contagié haciendo el amor… no te voy a contagiar ahora.

No necesitó más. No pasaron ni dos segundos y ya estaba a mi lado, como si su cuerpo hubiera estado esperando la orden. Se acomodó en el sillón, muy pegada a mí, sin dejar de sonreír.

Era deliciosa la sensación de tenerla así. A pesar de que ambos llevábamos ropa ligera, sentía su calor, su suavidad, su frescura. Era como abrazar algo que al mismo tiempo reconforta y revive.

Nos pusimos a hablar. Sin guion. Sin rumbo. Hablamos de sus clases, de ese libro que no encontraba y que parecía perseguirla en todas las librerías sin éxito. Nos reímos de una profesora que tenía voz de caricatura. De su cuaderno de apuntes, que era un caos lleno de colores y papelitos doblados.

Y entre broma y broma, comenzamos a imaginar otra escapada. Lo decíamos sin planes concretos, pero con la ilusión vibrando en el aire.

—¿Y si nos vamos a la playa el próximo feriado?
—O al Cusco…
—O a Cajamarca, que tú no conoces…

Hablábamos así, como quien lanza botellas al mar sabiendo que alguna llegará a tierra firme.

Mientras hablábamos, nuestros cuerpos también conversaban. Sin urgencias. Sin deseo. Nos acariciábamos de forma casual, como si nuestras manos fueran extensiones naturales del cariño. Ella deslizaba su mano por mi muslo, y yo acariciaba su cintura, o su espalda. A veces su pecho, o mi entrepierna. No había morbo. No había intención. Era simplemente ese lenguaje íntimo de quienes ya no tienen que pedir permiso. Toques suaves, casi reverenciales, que decían: “este cuerpo lo conozco, lo cuido, es mío”.

El ambiente era tibio, como si el tiempo se hubiera estirado para regalarnos un par de horas más a solas.

Y entonces, sin mirarme, con la cabeza recostada sobre mi pecho, Angie rompió ese hilo con una pregunta:

—¿Tú crees que tu ex podrá rehacer su vida?

Lo dijo sin dramatismo. Sin un dejo de celos. Solo con esa curiosidad tranquila y madura de quien quiere entender al otro por completo.

Me tomé un segundo antes de responder. No porque no supiera qué decir, sino porque quería que lo sintiera sincero.

—Espero que sí —le dije al fin—. De verdad lo espero.
La he visto mal… apagada. Hasta resentida.
Yo quisiera que encuentre su camino. Que se reconstruya.
De verdad quisiera que… que llegue un Angie a su vida.

Ella no dijo nada enseguida. Solo asintió muy despacio, su mejilla contra mi pecho, como si el latido le diera la respuesta que necesitaba.

Después de un breve silencio, mientras su cabeza seguía recostada sobre mi pecho y mis dedos jugaban distraídos con su cabello, fui yo quien habló.

—Angie…

Ella levantó apenas la mirada, sin moverse, solo escuchando con esa atención completa que me daba siempre.

—En un par de meses sale la sentencia —dije en voz baja, casi como si pensara en voz alta—. Tengo que escribirla en RENIEC. Y cuando saque mi nuevo DNI… va a decir “divorciado”.

Ella no respondió de inmediato. Solo esperó, entendiendo que no había terminado.

—Pero tú sabes que eso no cambia mucho las cosas entre nosotros, ¿verdad?

Entonces me miró. No con sorpresa. No con duda. Me miró con esa mezcla de ternura, convicción y firmeza que siempre aparecía cuando el amor entre nosotros se volvía serio. Cuando el juego daba paso a lo esencial.

—Lo sé —dijo, con una sonrisa pequeña, de esas que no se ven, pero se sienten.

—Es solo un dato —añadí—. Un estado civil en un documento.
Lo nuestro… no lo define eso.

—Exacto —respondió ella—. Lo nuestro no necesita etiquetas.
Yo no necesito que diga “soltero” o “divorciado” para saber que estás conmigo.

—Porque por más libre que ahora esté… por más que legalmente pueda casarme con quien sea… contigo no puedo. Nunca podré. Ya lo sabes.

—Sí, Primix… lo sé —dijo ella, levantando apenas el rostro para mirarme.

Sus ojos tenían algo nuevo. No tristeza, no resignación amarga. Era una aceptación profunda, dulce. La de quien ha elegido un camino, aunque duela.

—Igual tú y yo no podremos nunca casarnos. Ni convivir como una pareja normal. Siempre seremos lo que somos… el tío y la sobrina. O los primos, como quieran vernos.

—Pero igual seguiremos juntos, ¿no? —pregunté, sabiendo la respuesta, pero queriendo oírla de su boca.

—Por supuesto, Primix. Este divorcio es solo un papel que firmaste para no tener problemas más adelante. Yo no necesitaba ese papel para amarte.

Me conmovió su forma de decirlo. Sin dramatismo, sin exigencias. Solo amor, puro y claro.

—Y yo no quiero que te cases con nadie más —me dijo, sin titubeos—. Yo no quiero compartirte.

Nos quedamos en silencio unos segundos. Luego ella se incorporó un poco, me miró directo a los ojos, seria.

—Tú alguna vez quisiste tener un hijo, ¿verdad?

La pregunta me tomó por sorpresa. Sentí que se abría una puerta hacia un lugar que no me había atrevido a visitar desde hacía tiempo.

—Sí… con mi exesposa. Era una ilusión. Pero ahora… no sé. He dejado eso atrás.

Ella respiró hondo. Me miró con esa mirada suya que parecía saber lo que yo pensaba antes de decirlo.

—Primix, yo he pensado en eso. A mí… me gustaría tener un hijo contigo.

—¿Qué? —dije, abriendo los ojos.

—No ahora, no te asustes —aclaró enseguida, con una sonrisa—. Primero quiero terminar mi carrera, trabajar, valerme por mí misma. Como tú me dijiste en el hotel. Pero… lo he pensado. Me gustaría. Un hijo tuyo.

Yo seguía en silencio. Ella no parecía tener solo veinte años y un sueño de cuentos. Tenía una claridad que me desarmaba.

—Es más —siguió—. Si un día tú decides dejar de trabajar, porque quieres escribir, o dedicarte a la fotografía… yo te mantengo, Primix. No me haría problema. De verdad y para eso debo ser exitosa.

Me reí, entre incrédulo y emocionado.

—Angie, te estás adelantando muchísimo, ¿no? ¿Cómo se te ocurre? ¿Cómo tendríamos un hijo tú y yo?

Ella se rio también, bajando la tensión.

—Obviamente no vamos a salir en una foto tú besando mi barriga y yo mostrando el ultrasonido, pues. Yo podría decir que decidí ser madre soltera. Que me hice una inseminación artificial.

—¿Y yo sería el “donante anónimo”?

—Sí, y esta sería mi cánula de inseminación —dijo tocándome con una sonrisa traviesa, mientras sus dedos bajaban lentamente hasta mi entrepierna.

—Ay, Angie… siempre con tus ideas tan locas.

—No son tan locas —me dijo seria otra vez—. ¿Y si el niño sale igualito a ti, sabes que diría?

—¿Qué vas a decir?

—La genética, Primix. ¡La genética! Finalmente somos familia… ¿no?

Y soltó una carcajada de esas que nacen desde el vientre, tan suya, tan libre. La abracé fuerte, mientras sentía que lo que parecía imposible empezaba a tomar forma, aunque fuera en un rincón escondido del futuro.

Un hijo con Angie.
Solo pensarlo me estremecía.
Porque con ella… todo podía pasar.

Me besó. Largo. Con los labios suaves y la respiración acompasada. Su cuerpo se fue acercando más al mío. Y yo respondí, como siempre, como si su piel fuera una llamada que no podía ignorar. Nos acariciamos lentamente. No hubo prisa. Nos dejamos llevar.

Fue un encuentro distinto. Comenzó como una danza lenta, íntima, donde cada caricia parecía preguntarse si podía ir más allá. Pero a medida que avanzábamos, algo se encendió. Ella tomó mi pene entre sus manos, lo acariciaba, lo besaba, lo lamia, pero no lo metía en su boca, solo jugaba con él, solo cuando estuvo totalmente erecto, lo introdujo suavemente en su boca.

Yo estaba sentado en la cama y ella echada entre mis piernas, terminó de jugar con mi miembro y subió besándome cada parte de mi tórax, hasta que se sentó y se introdujo mi muchacho. Comenzó a moverse suavemente, pero aumentó el ritmo hasta el frenesí, saltaba furiosamente sobre mi erecto falo, hasta que el placer la doblegó. Se dejó caer en la cama, ofreciéndome su sexo, abierto y húmedo, la puse piernas al hombro y la penetré con ritmo intenso por varios minutos, hasta que exploté dentro de ella…

Esa noche dormimos profundamente, sin interrupciones, como si el cuerpo supiera que ya no tenía que estar en alerta. A mí me hacía falta el descanso, todavía me sentía algo débil por la enfermedad. Pero también sabía que, para Angie, dormir abrazada a mí era una forma de descanso emocional. La notaba más serena, más tranquila. Era como si nuestro cuerpo le diera paz, como si mi calor fuera su refugio.

El sábado nos encontró desnudos y abrazados, enredados en las sábanas con la familiaridad de quienes ya no se buscan, porque se tienen. Habíamos despertado cerca de las siete, como ya se había vuelto costumbre. Además, la noche anterior habíamos dormido temprano.

Me sentía mejor. Todavía tenía un leve fastidio en la garganta, pero ya no había fiebre ni ese dolor muscular que me había tumbado los días anteriores. Me levanté despacio y fui al baño. Al regresar, encontré a Angie sentada en la cama, estirándose con pereza, con el cabello despeinado y una sonrisa de esas que hacen que el día empiece bien, aunque no hayas tomado café.

—¿Y qué haremos hoy día, amor? —me preguntó con voz todavía adormilada.

Me senté a su lado y le respondí con una media sonrisa:

—Bueno… no sé. Habrá que arreglar la casa. Recuerda que mi madre ya llega el lunes.

Angie se llevó una mano a la cabeza y abrió los ojos como si de pronto recordara una fecha de examen olvidada.

—¡Verdad que la tía llega! —dijo—. Se nos acabaron las vacaciones. Se nos acabó la luna de miel.

—Sí —asentí—. Así que hay que disfrutar estos dos días al máximo. Los últimos del paraíso clandestino.

Ella se dejó caer de nuevo sobre la cama, riendo, y me miró con esa mezcla suya de ternura y travesura.

—Está bien —dijo—. Limpiaremos todo, borraremos cada huella de nuestras travesuras. Sábanas, toallas, aromas, todo.

Hizo una pausa, me miró directo, y con una sonrisa pícara añadió:

—Pero primero… ven aquí y hazme el amor.

No lo dijo como una orden, ni como un juego. Lo dijo como quien reclama lo que le pertenece. Como quien entiende que hay placeres que se deben vivir antes de que llegue el lunes. Antes de que regresen las rutinas, las puertas cerradas, los silencios forzados.

Me acerqué a ella sin apuro, como si cada paso hacia su cuerpo fuera parte del ritual. Estaba recostada en la cama, con las piernas medio abiertas, la sábana apenas cubriéndole la cadera. Me esperaba. Lo vi en sus ojos. Esta vez no era ternura. No era necesidad de calma ni de abrigo. Esta vez era fuego. Un llamado profundo y sin palabras. Su respiración ya era más rápida, como si la sola expectativa encendiera algo en ella.

Me incliné para besarla, pero ella me detuvo con una mano en mi pecho.

—No despacio… —susurró—. Esta vez no.

Ese "esta vez no" me atravesó como una chispa.

Se incorporó, me besó con hambre. Sus labios, calientes, tomaban los míos con una urgencia antigua, acumulada. Me montó a horcajadas y comenzó a mover la cadera con una provocación que me hizo gemir antes de entrar en ella. Jugaba con mi deseo, guiándolo, provocándolo hasta volverlo insoportable.

—Hazme tuya —me dijo al oído—. No como ayer. No como enfermo.
Hazme el amor como si no existiera nadie más.

Y entonces la tomé. Con fuerza. La empujé sobre la cama, le abrí las piernas sin pedir permiso y la penetré de un solo movimiento, profundo, brutal, exacto. Ella gritó sin miedo, como si por fin hubiera vuelto a casa.

—¡Sí… así! —jadeó—. ¡No pares!

El ritmo fue rápido desde el principio. Desesperado. No buscábamos delicadeza. Buscábamos desahogo. Pertenencia. Locura.

Mis caderas golpeaban las suyas con fuerza, su cuerpo se arqueaba bajo el mío, recibía todo, lo pedía todo. La tomaba por las muñecas, por la cintura, por el cuello. Y ella lo aceptaba todo. Me respondía con gemidos salvajes, con sus uñas rasgando mi espalda, con sus piernas clavadas en mi cintura para que no pudiera salir de ella.

La volteé, la tomé desde atrás, con la mano sobre su espalda baja, marcando el ritmo. Su cuerpo se abría por completo. Sus gemidos eran jadeos rotos, promesas sin palabras.

—Eres mía… —le dije entre dientes, perdido en su cuerpo.

—¡Siempre…! —gritó—. ¡Tuya… toda…!

La llevé al borde varias veces, la saqué antes del final, la hice rogar y temblar. Me miraba con los ojos vidriosos, la boca entreabierta, sudando como si el mundo se acabara en esa cama.

La monté de nuevo, esta vez boca arriba, y me perdí en sus ojos mientras entraba en ella con fuerza, pero ahora con un ritmo más controlado. Quería verla venirse. Quería mirarla romperse bajo mí.

Cuando llegó, su cuerpo se tensó por completo. Se arqueó con violencia, me apretó con las piernas, su rostro se contrajo en una expresión sublime de placer y abandono. Gritó mi nombre, me dijo cosas que ya no eran racionales. Y yo la seguí. Hundido en ella, apreté los dientes y me dejé ir.

La eyaculación fue profunda, intensa, total. Como si algo más que semen saliera de mí. Como si me vaciara en su interior y quedara colgado de su cuerpo, agotado, temblando, feliz.

Quedamos tendidos, sudados, jadeantes. Mis labios rozaban su frente, su pecho subía y bajaba aún agitado.

No dijimos nada. No hacía falta.

Solo nuestras respiraciones sincronizadas, los cuerpos entrelazados, la humedad entre sus piernas y las mías, y ese silencio lleno de sentido.

Porque no era solo sexo.
Era pertenencia.
Era amor en estado salvaje.
Nos quedamos un rato más en la cama, sudados, abrazados, respirando el eco del amor recién hecho. Pero sabíamos que el reloj no se iba a detener por nosotros. Que la vida, fuera de esas sábanas, seguía su curso.

Nos levantamos lentamente, aún con las piernas un poco temblorosas. Entramos juntos a la ducha, esta vez sin juegos, sin provocaciones. Era una ducha rápida, práctica, necesaria. Agua tibia que corría por nuestros cuerpos con el propósito simple de volvernos presentables. Nos enjabonamos entre risas, y sin proponérnoslo, nos despedimos —aunque solo por unas horas— de esa intensidad carnal que nos había consumido toda la mañana.

Al salir, nos vestimos con ropa cómoda y fuimos a la cocina a preparar un desayuno ligero. Nos mirábamos con esa complicidad silenciosa que nace después del amor intenso, cuando no quedan palabras, solo la satisfacción.

—Bueno —dije, mirando alrededor—, a trabajar. Hoy no somos amantes. Hoy somos… personal de limpieza.

Angie rio y alzó una escoba como si fuera una espada.

—Vamos a borrar todas nuestras huellas… que no quede rastro de esta luna de miel ilegal.

Y comenzamos.

Sala. Dormitorio. Baño. Cocina.

Cada ambiente tenía su historia.
Después de almorzar, no nos provocó regresar a la cama. Nos dirigimos a los sillones, esos mismos que habían sido testigos de caricias robadas, besos urgentes, juegos nocturnos en silencio y grandes sesiones de sexo. Pero esta vez no había deseo contenido ni urgencia. Solo queríamos estar juntos. Sentarnos. Acurrucarnos. Hablar.

Y lo hicimos.

Ella se acurrucó a mi lado, con la cabeza en mi hombro, una pierna sobre la mía. Y comenzamos a conversar como siempre: como amantes, sí, pero también como los grandes amigos que siempre fuimos.

Hablamos de cosas nuestras, de recuerdos tontos, de proyectos, de lo que haríamos si tuviéramos un fin de semana más. Y también, de la gente. Opinábamos, sobre todo, entre risas y frases sueltas.

Y entonces, sin pensarlo mucho, le solté la pregunta.

—Angie… ¿y en la universidad no tienes algún pretendiente?

Ella me miró con una ceja arqueada, entre divertida y sorprendida.

—Tú eres una mujer muy hermosa —continué—. No creo que pases desapercibida.

Ella sonrió con picardía, como si ya hubiera estado esperando que preguntara.

—Sí… hay dos chicos que me paran echando maíz —dijo, con una risa suave—. Pero la verdad, yo ni los miro.

—¿No? —pregunté, medio en broma, medio en serio.

—Lo siento por ellos, Primix —dijo, besándome el brazo—. Pero tú has dejado la valla muy alta. A veces hasta me incomodan. Siempre con sus insinuaciones, preguntando si ya tengo planes, que si salimos a estudiar, que si me invitan un café…

—¿Y qué les dices?

—Que tengo novio. Que estoy muy enamorada. Que no insistan. Pero claro, ya sabes cómo son. Dos muchachos ahí, tercos como perros callejeros.

Me reí. Pero por dentro, sentí algo más. No celos. Era otra cosa. Un instinto.

—No sería mala idea que un día me recojas de la universidad —añadió ella—. Como hacías del trabajo. Solo para que sepan.

—¿Marcar territorio? —le pregunté con una sonrisa torcida.

—Exactamente. No está mal que sepan que tengo dueño.

—Sí… —dije en voz baja, asintiendo con la cabeza—. Creo que es una buena idea.

Ella me miró con ternura. Luego apoyó la cabeza en mi pecho otra vez.

No hacía falta más. Ni juramentos ni escenas. Bastaba esa conversación sencilla para recordarnos que estábamos eligiéndonos a diario.
 
Estábamos en la cama, abrazados, ella acurrucada en mi pecho, de pronto, sin previo aviso, levantó la cabeza, me miró con una chispa traviesa en los ojos y dijo:

—Amor, quiero hacer un juego contigo.

—¿Un juego? —pregunté, con la voz aún arrastrada por el sopor.

—Sí… un juego de roles.

Me reincorporé un poco, curioso. Su tono tenía esa mezcla de inocencia fingida y picardía que usaba cuando quería algo fuera de lo común.

—¿Y eso qué significa exactamente?

—Vamos a actuar —dijo ella, y se sentó sobre mí, montada, viéndome a los ojos—. Fingimos que no nos conocemos. Yo soy una chica que está en el parque. Tú apareces de la nada y me… secuestras... y me violas.

—¿Secuestrarte? ¿Violarte? —me reí, entre confundido y divertido—. ¿Cómo es eso?

—Sí, tú eres un tipo oscuro, misterioso, que me toma a la fuerza y me lleva a su casa. Me amenazas, me dominas. Y haces conmigo lo que quieras.

—¿Estás hablando de… violarte de verdad?

Ella me dio un golpecito en el pecho, medio risa, medio escándalo.

—No digas eso así, bruto. Es un juego, todo es consensuado. Se llama “role play”, lo leí hace tiempo en una revista, y me pareció… interesante, pero si, jugamos a que eres mi violador.

Yo me quedé callado, tratando de entender bien lo que me estaba proponiendo.

—A ver, explícame mejor.

—Yo estaré en el parque, caminando tranquila o sentada por ahí. Tú apareces, sin hablarme mucho, y me tomas, me doblegas, me llevas contigo, como si fuera real. Me puedes tocar, desvestir, jugar a ser rudo, dominarme. Incluso puedes decir cosas fuertes, pero sin insultos denigrantes. Solo… ese rol de poder. El límite es claro: no golpes de verdad, nada que me haga daño real.

—Por supuesto, ¡jamás te dañaría! ¿Y cómo sé si algo no te gusta o si quieres parar?

—Buena pregunta. La palabra clave es “Stop”. Si cualquiera de los dos la dice, todo se detiene, sin preguntas. Regresamos al mundo real. Pero si no la decimos, puedes hacer lo que quieras conmigo y yo contigo.

—¿Y eso te excita?

—Mucho —me dijo, mordiéndose el labio inferior—. Me excita la idea de que tú me tomes sin pedir permiso, de entregarme sin reservas, de no tener control. Porque sé que tú jamás me harías daño, y eso es lo que lo hace tan… erótico. Es como jugar con fuego sabiendo que no te vas a quemar.

—Estás loca, ¿sabes?

—Sí, pero te encanta que lo esté —me dijo mientras me empujaba suavemente contra el respaldo del sillón y se acercaba a besarme.

—¿Y hay algo más que deba saber?

—Solo que puedes hacer lo que quieras. Siéntete libre. Pero mantén el juego. Tú no me conoces. Yo no te conozco. Es más, puedes tener otro nombre si quieres. Inventa una historia. A mí me da morbo pensar que eres otro… que soy otra.

—Y puedo hacerte lo que me de la gana? ¿En serio?

—Si, siempre y cuando no me dañes y mientras yo no diga “stop”

—Lo que quiera… incluso darte por el culito…

—Eso no, me dijo ella muy firme, eso me duele y desde ahora digo “stop”

—Pucha! Y yo que pensé que se me hacía… ¿Y cuándo comenzamos?

—Ahora —dijo con una sonrisa cómplice—. Ve a cambiarte. Un violador no anda en pijama.

—Tienes razón —me reí mientras me levantaba.

Ella también se puso de pie, su mirada era un desafío delicioso.

—Nos vemos aquí en veinte minutos. Ya sabes lo que tienes que hacer.

Y mientras subía las escaleras, moviendo las caderas con toda la intención del mundo, me lanzó una última advertencia juguetona:

—Solo recuerda: Stop.

Marcaban un poco más de las 6 de la tarde, ya el cielo comenzaba a oscurecer, propicio para nuestro juego. La tarde se había teñido de una anticipación distinta, eléctrica. Desde el primer piso, escuché el golpeteo suave de sus pasos sobre el piso de madera. Me giré instintivamente hacia la escalera, y entonces la vi.

Angie bajaba con una lentitud casi cinematográfica. Cada paso estaba perfectamente calculado para hacerme enloquecer. Llevaba una minifalda escocesa de cuadros rojos, cortísima, que ondeaba apenas con su movimiento. La tela rozaba lo justo, dejándome imaginar más de lo que podía ver. Sus piernas largas y torneadas parecían una provocación viva, y sus caderas se movían con esa cadencia natural que solo ella podía lograr.

Arriba, un top negro de manga larga se ataba al frente, dejando su vientre completamente al descubierto. La prenda realzaba el contorno de su cintura, el inicio de sus senos y el gesto retador en su postura. Llevaba una gargantilla plateada brillante que resaltaba el largo de su cuello, y su cabello, suelto, caía como una cascada dorada sobre sus hombros, aun levemente húmedo por la ducha.

Cuando sus ojos se encontraron con los míos, me sonrió con picardía, esa media sonrisa que era promesa y desafío al mismo tiempo. Apoyó una mano en la baranda, como si posara para una fotografía privada solo nuestra, y con voz grave y juguetona, dijo:

—Así que… ¿estás listo para venir por mí, violadorcito?

Yo no podía hablar. Mi garganta estaba seca y el corazón me latía como si quisiera salirse del pecho. Por mí, la "violaba" ahi mismo, para que esperar al parque?

Ella dio un par de pasos más, con sus caderas marcando el ritmo, y añadió:
—Recuerda la palabra de seguridad, Stop… aunque dudo que la use. Solo si te portas muy, muy mal.

Se detuvo a medio tramo, se giró de costado, arqueando ligeramente la espalda. El movimiento dejó ver la curva perfecta de su trasero bajo la falda mínima, y con una voz casi susurrante, como quien lanza una trampa dulce, soltó:

—Ven por mí… si te atreves.

Yo me había puesto unos jeans, una casaca vieja y una gorra, para tener ese aire más rudo que ella me había sugerido

Cuando pasamos por la cocina, ella tomó un cuchillo para mantequilla y me lo dio. Con esto me amenazas, me dijo.

Yo lo vi y le dije, si mejor con esto, no vaya a ser que, si tengo uno de verdad, algún vecino me ve y acabo en la comisaria …

Salió por la puerta sin voltear. El juego había comenzado.

Esperé cinco minutos y salí en dirección al parque. La busqué un minuto o dos, hasta que la vi caminando por el sendero entre árboles, distraída, como si no supiera lo que venía. Pero lo sabía. Ese era el juego. Ella, inocente. Yo, el cazador. La temperatura era fría, quizá unos 17 grados, pero a Angie no le importaba, pareciera que el juego la calentaba lo suficiente para ignorar el clima. A cierta distancia, la observaba: el vaivén de su falda, su andar coqueto, ese modo tan suyo de jugar sin mirar atrás, pero sabiendo que la miraba.

Empecé a seguirla. Ella aceleró un poco el paso, como quien empieza a sospechar algo. Miró por encima del hombro. Me vio. Aceleró. Era parte del guion, pero eso no lo hacía menos real. Sus pasos eran más rápidos, como una presa intentando evitar lo inevitable. Yo también aumenté mi ritmo.

Ella torció por un sendero lateral, cubierto de árboles. Mala elección… o quizá perfecta. Cuando se volvió, yo ya estaba a un par de metros. Dio un grito corto, más de nervios que de miedo, y se echó a correr. Yo fui tras ella. No a toda velocidad, sino con esa medida que el juego pedía: persecución, deseo contenido.

La alcancé antes de que saliera del sendero. La tomé del brazo con fuerza controlada y la atraje hacia mí. Ella fingió resistirse, empujándome apenas con las manos, sin fuerza real. La sujeté por la cintura y la pegué a mi pecho. Le puse el cuchillo mantequillero en su abdomen desnudo.

—Te tengo —le susurré al oído.
—No me toques —dijo con una voz que temblaba entre juego y deseo.
—Tú viniste al parque con esa falda sabiendo que alguien como yo podría encontrarte…
—Yo solo vine a pasear, suéltame por favor —respondió con la respiración agitada.

La mano que tenía en la cintura bajó hasta su trasero, por debajo de su falda.

—Tu vas a ser mía, te guste o no—le dije con tono amenazante mientras le apretaba el cuchillo mantequillero contra su plano abdomen.

La llevé de regreso a casa caminando detrás de ella, con la mano firme en su cintura. Ella iba como resistiéndose, pero cada paso dejaba claro que estaba encendida. El juego era claro: yo dominaba, ella se dejaba dominar, y ambos conocíamos los límites.

A mitad del sendero, intentó escaparse y la tuve que tomar del pelo, que fue lo único que alcancé a agarrar, ella soltó un pequeño grito de dolor. Yo me detuve esperando la palabra “stop” pero no dijo nada. seguí el juego… ¿Dónde crees que vas pedazo de zorra?

Ella solo me miró complacida, pero fingió miedo. —Que me vas a hacer? ¡Por favor no me dañes!

Le puse el cuchillo de mantequilla en el medio de su escote, —Si no caminas tranquila, te abro de arriba abajo, le dije y la volví a tomar por la cintura y le coloqué el cuchillo en la espalda. Caminábamos pegados, ella sentía mi pene erecto contra su trasero, todo esto me había excitado mucho.

Al entrar en casa, me miró de reojo.
—Y ahora, ¿qué me harás, “desconocido”?

No hagas preguntas le dije y la arrastre hacia la parte delantera del auto, donde estábamos a salvo de las miradas curiosas del edificio.
—¿Qué quieres de mí? —me susurró, con una voz temblorosa que era puro fuego disfrazado de miedo.
—Voy a hacer lo que quiera contigo —le dije, con una voz grave, susurrada al oído.

Ella respiró hondo. Comencé a besarle el cuello, mientras mi mano acariciaba su cintura desnuda por debajo de su top. Ella dejó escapar un pequeño gemido y se tensó, como si quisiera resistirse, pero sin apartarse. Mis manos buscaron sus pechos. Angie trató de cubrirse, en una actuación deliciosa que solo aumentaba la tensión.

—No, por favor —susurró, casi sin convicción.
—Shh… no digas nada —le respondí, mientras la giraba y la pegaba suavemente contra el auto. Le acariciaba las nalgas por debajo de la breve falda.

—No, por favor, no hagas eso, soy virgen…

No pude contener la risa y ella también se sonrió.

La tomé del brazo y la arrastré hacia adentro de la casa, ella se resistía, trataba de zafarse de mi agarre.

En la cocina, la arrojé contra la mesa. Luego, la tomé por los hombros y la hice arrodillarse frente a mí.

Saqué mi pene y mientras le ponía el cuchillo mantequillero en el cuello, le metí mi pene ya semi erecto en la boca.

—Chúpalo! Le ordené y si lo muerdes, ¡te corto el cuello!

Ella simulo cierta resistencia, pero al final abrió la boca y se lo metí mientras le sujetaba el cabello con la otra mano. Literalmente le folle la boca, ella solo la abría y la cerraba para que yo sienta la presión de sus labios, pero no hacía nada de lo que normalmente me hacía ver el cielo cuando me hacía sexo oral. Mi pene entraba tan al fondo y tan rápido que por momentos parecía que Angie se atoraba, pero no dijo nada, resistió las embestidas.

Luego de un rato y cuando mi pene estaba en su máxima expresión, la puse de pie y le baje la falda de un tirón, le desabroché la blusa y la tire a un lado. Angie estaba con un conjunto de lencería negra que evidentemente había elegido con cuidado. Me detuve a mirarla.
—Estás preciosa…
—No se supone que debas decir eso —me dijo con una sonrisa traviesa, sin salirse del personaje.
—Pues mi personaje está empezando a perder el control…

La cargué en brazos y la llevé a la sala. La dejé caer sobre el sillón. La escena ya no era un juego. Era una forma distinta de entregarnos.

Le abrí las piernas, le saqué el calzón de encaje, su conchita depilada quedó expuesta y la penetré de un solo golpe. Angie gimió muy fuerte.

—¡Mi virginidad, mi virginidad! decía mientras simulaba un llanto de cocodrilo.

Hacíamos el amor con una intensidad distinta, donde el deseo pasaba por los ojos, las manos, el susurro contenido, la respiración agitada. No se trataba de dominación, sino de jugar con los límites del poder, dentro de un mundo donde ambos sabíamos que la confianza era absoluta.

Nos entregamos así, explorando cada rincón de esa fantasía. La puse en perrito, al filo del sillón y yo de pie la penetré, le bombeaba fuerte, mientras le acariciaba el asterisco y le daba fuertes palmadas en el trasero. Varios minutos después, ella estallo en los tres gemidos que delataban su orgasmo, yo seguí dándole así en perrito, ella cuando se recuperó de su éxtasis, me gritaba, ¡no acabes dentro de mí, me vas a embarazar!!! Eso me excitaba más, con sus manos trataba de empujarme y yo más fuerte arremetía contra su vagina, hasta que mi eyaculación estallo en su coño.

Al final, cuando nuestros cuerpos se rindieron juntos, fue el amor el que se impuso, el que suavizó el desenlace. Nos quedamos abrazados, yo sobre ella, aun con mi pene en su vagina, en el mismo sillón.

Un momento después, me deje caer en el sillón, yo estaba con la camisa puesta y los pantalones abajo. Angie solo con el sostén de encaje negro, pero con un seno afuera. Eso era entre excitante y gracioso.

—¿Te gustó el juego?
—Me encantó. Yo te contrato como actriz porno…

Ella sonrió, me besó en los labios, y dijo:

—Mira que te llevaste mi virginidad y posiblemente me embaraces.

—Como tu violador, te puedo decir, que lo de la virginidad, me gusta, pero soy un pésimo violador porque ya te dejé todo mi ADN ahí dentro, ¡la policía me chapa en una!

Angie rio a carcajadas.

Para la próxima, quiero ser la profesora estricta.
—¿Y yo?
—El alumno que siempre llega tarde.

Nos reímos juntos, y el mundo, una vez más, desapareció alrededor de nosotros.

Riendo, comenzamos a recoger todo: la ropa, el cuchillo mantequillero, los cojines fuera de lugar. Éramos como dos niños traviesos, escondiendo las pruebas antes de que lleguen los adultos.

Como quien no quiere, le dije —Angie, contigo siempre hay una primera vez… Me encantas.

Ella, con esa mezcla de picardía y ternura tan suya, se colgó de mi cuello y me llenó de besos cortos, juguetones.

Una vez que todo estuvo en orden, cerramos la casa como cada noche, y fuimos a mi habitación. Todavía nos mirábamos con esa expresión de “¿realmente hicimos eso?” mezclada con admiración mutua. Lo que habíamos vivido no era solo un juego, había sido una experiencia que nos conectó de una forma nueva. Intensa. Salvaje. Hermosa.

Entramos a la ducha, no porque nos sintiéramos sucios, sino porque era nuestro ritual. Agua tibia, manos suaves, caricias lentas. Nos enjabonamos con esa ternura que contrasta con la intensidad de lo anterior. Nos enjuagamos sin prisa. Nos abrazamos bajo el chorro como si el mundo afuera no existiera.

De regreso en la cama, Angie me pidió que pusiera a Sabina. Era casi un guiño cómplice, un código entre los dos. Él ya era parte de nuestra historia. Puse los 6 discos que cabían en la bandeja y nos echamos abrazados, desnudos, sin hablar, solo sintiendo, respirando, agradeciendo el instante.

Después de un rato, rompí el silencio:

—Angie… ¿a ti te gusta el dolor?

Ella bajó la mirada, con esa sonrisa coqueta que me desarma. Me miró de reojo, con dulzura.

—Un poquito, sí —dijo, como quien confiesa algo prohibido pero natural.

—Cuando te jalé el pelo en el parque, pensé que ibas a decir “stop”. ¿No te dolió?

—Sí, un poco… pero estaba rico.

—Y cuando te empujé contra el carro… creo que se me pasó la mano.

Ella rio suavemente.

—Ay, primix… eso me gusta. No te compliques. Si en algún momento hubiese sentido que algo se salía de control, si me dolía de verdad… habría dicho “stop”. Lo sabes. Pero no. Lo disfruté. Cada segundo.

—Solo quería estar seguro —le dije con seriedad—. Jamás te haría daño, Angie. No quiero que un día algo se me escape y termine hiriéndote. Eso no.

Ella me acarició la cara y me besó con ternura.

—Por eso te amo, tonto. Porque siempre estás pendiente de cuidarme, incluso cuando jugamos a que no lo haces.

Esa noche dormimos abrazados, como siempre, desnudos, piel con piel, sintiendo el calor compartido, el corazón latiendo al mismo compás. No hacía falta hablar. Habíamos dicho todo lo que necesitábamos decir con nuestros cuerpos, con nuestras miradas, con cada caricia que nos dimos hasta quedarnos dormidos. La madrugada nos envolvió así, enredados, cubiertos apenas por una sábana, pero completamente arropados por la ternura.
 
Estimado @ConejoLocop, después de esta cita, permítame unas palabras para Angie:
Angie bajaba con una lentitud casi cinematográfica. Cada paso estaba perfectamente calculado para hacerme enloquecer. Llevaba una minifalda escocesa de cuadros rojos, cortísima, que ondeaba apenas con su movimiento. La tela rozaba lo justo, dejándome imaginar más de lo que podía ver. Sus piernas largas y torneadas parecían una provocación viva, y sus caderas se movían con esa cadencia natural que solo ella podía lograr.

Arriba, un top negro de manga larga se ataba al frente, dejando su vientre completamente al descubierto. La prenda realzaba el contorno de su cintura, el inicio de sus senos y el gesto retador en su postura. Llevaba una gargantilla plateada brillante que resaltaba el largo de su cuello, y su cabello, suelto, caía como una cascada dorada sobre sus hombros, aun levemente húmedo por la ducha.

Si alguna vez volviera a enamorarme, Dios quiera que conozca a una dama tan inteligente, bella, provocadora y diablilla como Usted!
En lo que resta del tema, y salvo haya una descripción mejor, no dejaré de imaginarla así vestida...


Gracias a ambos, por tan magnífica puesta en escena.
 
Estimado @MrQuarzo le dejo el mensaje de Angie:

¡Qué comentario más bonito… y peligrosamente imaginativo!

Gracias por esas palabras tan llenas de elegancia y ternura a la vez. Me alegra que mi pequeña aparición —con minifalda y todo— haya dejado huella en su mente.

Eso de ser "bella, inteligente, provocadora y diablilla" me encanta. Me lo voy a tatuar en el ego.

Y si algún día vuelve a enamorarse, que sea de alguien que no solo despierte sus fantasías, sino que también se ría con usted después de hacerlas realidad.

Un abrazo cálido… y una media sonrisa desde lo alto de la escalera.
Angie.
 
La mañana nos sorprendió con la luz filtrándose tímida por las cortinas. No habíamos cambiado de posición. Seguíamos así, uno sobre el otro, entrelazados, como si el sueño mismo nos hubiera cuidado para que no perdiéramos el contacto.

Nos dimos los buenos días con besos suaves, de esos que se dan sin apuro. Y como todas las mañanas cuando dormíamos juntos, hicimos el amor. No por costumbre. Era más bien un ritual. Nuestro “te amo” matutino. Un gesto sagrado que reafirmaba que seguíamos ahí, que lo vivido el día anterior no había sido un sueño, que aún nos teníamos.

Después del baño, preparamos un desayuno abundante, porque necesitábamos reponer energías. Hicimos pan con palta, huevos revueltos con jamón y queso, jugo de papaya bien frío, café recién pasado, y un poco de fruta picada. Angie puso la mesa como le gustaba, con su detalle dulce y ordenado. Nos reímos, comimos sin prisa, compartiendo esos silencios plenos que solo se logran después de noches como la nuestra.

Alrededor de las 11, ella se puso de pie con una energía renovada y, con una sonrisa traviesa, me miró como si retomara el mando.

Después del desayuno, mientras aún saboreábamos el último sorbo del café, miré a Angie y le propuse:

—¿Qué te parecería si cerramos nuestras tres semanas de luna de miel con unos masajes relajantes?

—¿Masajes? —preguntó ella, curiosa.

—¿Te acuerdas del que me dio mi hermano para sacarme de la casa el día de mi fiesta de cumpleaños? Vi que también había para parejas. Creo que aún tengo el número por ahí…

Ella abrió los ojos como una niña que recibe un regalo inesperado.

—¡Ay, amor! Qué rico. Sí, llama, llama, ojalá atiendan hoy domingo.

Llamé. Contestaron. Y sí, atendían. Tenían disponibilidad para dentro de una hora.

—¡Vamos, por supuesto! —dijo con entusiasmo—. Me subo a cambiar. Dame cinco minutos.

No fueron cinco. Fueron quince. Pero valieron cada segundo.

Cuando bajó, se detuvo en la entrada del pasadizo. Llevaba un body rojo ajustado que delineaba perfectamente su figura, sin brasier, marcando suavemente el contorno de sus pezones. Lo combinaba con un jean celeste claro, rasgado a la altura de las rodillas, ceñido en las caderas. Descalza todavía, su cabello suelto caía perfecto sobre sus hombros.

Se veía provocativa. Real. Irresistible.

Me acerqué y la besé apenas llegó a la sala. Mis manos no pudieron evitar apoyarse en su cintura, en su cadera.

—Dios… así no vamos a llegar a ningún spa —le susurré.

Ella sonrió con esa mezcla de dulzura y picardía que tanto me volvía loco.

—Tranquilo, joven —dijo, acercando sus labios a los míos sin besarlos—. A la vuelta de los masajes, usted sigue masajeando… pero con Happy Ending incluido.

Nos reímos. Esa era Angie. Sabía cómo decirlo todo… sin decirlo todo.

Salimos de casa en el auto, con el sol de media mañana filtrándose por los árboles. Ella se acomodó el cinturón y subió los pies descalzos sobre el asiento, girándose un poco hacia mí.

—Me emociona este plan. No sé qué me gusta más: que vayamos juntos o que después terminemos enredados otra vez —dijo mientras apoyaba su mano sobre mi pierna.

Llegamos al spa, ubicado en una calle tranquila cerca del malecón. El local era discreto, elegante, con una fachada minimalista y un aroma a eucalipto y aceites esenciales que te envolvía apenas cruzabas la puerta. Nos recibieron con una sonrisa, nos ofrecieron agua de menta, y pasamos directo a una habitación doble para parejas.

Y ahí comenzó una rutina de casi seis horas diseñadas para descomprimir cuerpo, mente y alma.

Primero, un baño de pies con hierbas relajantes. Luego, pasamos a una cabina donde nos aplicaron una exfoliación suave con sales y esencias cítricas, uno frente al otro, con las camillas apenas separadas. Nos mirábamos de reojo, con esa risa silenciosa que se comparte entre amantes cuando algo placentero empieza a sentirse más íntimo de lo permitido.

Después vino la ducha tibia, privada, solo para los dos. Luego, el masaje en sí: profundo, lento, sincronizado. Las camillas ahora estaban más juntas. Nuestros dedos se rozaban al mínimo movimiento. El silencio de la sala, la música instrumental de fondo, el olor a lavanda, la presión exacta en la espalda, el cuello, las piernas. Fue como si cada centímetro de nuestra piel recordara lo vivido los últimos días… y lo agradeciera.

Luego, una mascarilla facial. Paños tibios. Infusión de manzanilla.

Casi al final, nos guiaron a una sala de descanso con una cama amplia, donde nos ofrecieron frutas frescas, agua con pepino, y nos dejaron solos por casi una hora.

No hicimos nada más que abrazarnos. Dormir un rato. Tocarnos las manos.
Pero era suficiente.

A las cinco de la tarde, salimos del spa renovados. Ella caminaba con los pies descalzos en las sandalias del local, el cabello algo húmedo, la piel brillante. Me miró antes de subir al auto y dijo:

—Creo que hoy cerramos el capítulo perfecto.

—Sí —le respondí, tomándola de la cintura—. Pero aún queda epílogo esta noche.

Llegamos a casa con el cuerpo liviano y la mente casi en blanco, como si el mundo se hubiera reducido al aroma de aceites esenciales y al calor de nuestras pieles.

Entramos directo al dormitorio, sin necesidad de hablar. Ya sabíamos lo que venía.

Angie llevaba una bolsa del spa, de donde asomaban varios frascos y potes con etiquetas en francés y nombres que no podíamos pronunciar. Se detuvo frente a la cama, me miró con esa mezcla suya de picardía teatral y devoción.

—Bueno, jovencito —dijo, con una sonrisa contenida—. Ahora le toca su masaje con Happy Ending.
Por favor, sea tan amable de desnudarse y echarse boca abajo. Su masajista está preparando todo.

Obedecí sin decir palabra, sin apuro, como quien se entrega a un rito sagrado.

Angie coloco una gran toalla blanca sobre la cama, puso música suave, bajó la intensidad de las luces, y comenzó a abrir los frascos con una ceremonia casi oriental. Se desnudó sin pudor ni prisa, y el olor a vainilla, menta y algo cítrico se apoderó del cuarto. Sentí cómo se subía sobre mí, desnuda, sentándose con cuidado sobre mis piernas, con la piel cálida, viva.

Comenzó el masaje con sus manos, impregnadas en esa mezcla espesa y aromática que le daba un deslizamiento perfecto. Sus dedos se movían con maestría desde las plantas de mis pies hasta la base de mi cuello. Yo me abandoné al placer de su toque, al calor de su palma, a la forma en que cada caricia parecía saber exactamente dónde detenerse y cómo seguir.

Poco a poco, dejó de usar solo las manos. Sentí su cuerpo comenzar a deslizarse sobre mí, suave, con un vaivén casi hipnótico. Sus pechos, sus muslos, su abdomen —todo su cuerpo— era parte del masaje. Se movía como si bailara lentamente sobre mi espalda, untando su piel con la mía.

La sensación era única: una mezcla embriagadora de relajación y deseo. Me invadía un calor lento, profundo. No era hambre sexual inmediata, era algo más lento… más primitivo. Como si mi cuerpo recordara que era suyo.

Entonces me dijo, muy bajito:

—Ahora, date la vuelta.

Obedecí. Me puse boca arriba. Ella ya estaba reluciente por las cremas, por el sudor que empezaba a asomar en su piel. Se sentó sobre mí, esta vez en mis muslos, y empezó de nuevo.

Desde mis pies, masajeó con paciencia. No dejó ni un centímetro sin tocar. Sus manos recorrían mis pantorrillas, mis rodillas, mis muslos. Pasaban por mi pelvis, rozando mi sexo sin apresurarse, como si su sola cercanía fuera suficiente castigo y promesa. Luego subía al abdomen, al pecho, a los hombros, al cuello.

Pero ahora no solo eran sus manos. Su cuerpo entero se deslizaba sobre mí, cubriéndome. Sus pechos pasaban por mi torso, sus muslos me rozaban, su vientre se apoyaba en el mío. Se deslizaba sobre mí con un vaivén lento, resbaloso, sensual, como si estuviéramos flotando en aceites sagrados.

Yo la miraba. No decía nada. No podía. Era como estar drogado de placer, de ternura, de devoción.

Hasta que sus ojos encontraron los míos. Y lo supe.

Ella no necesitó palabras. Solo se acomodó, aun resbalando, aún envuelta en aromas, y se dejó guiar por mi pene erecto. Se penetró lento, con una exhalación temblorosa, con el cuerpo brillante y tibio.
Se movió con ritmo suave, circular, lleno de intención. Yo la tomaba de la cintura, la miraba desde abajo, maravillado. Ella se entregaba. Completamente. Desnuda, empapada en crema y amor.

Resbalábamos, sí. Cada movimiento era un deslizamiento perfecto. Sus pechos chocaban con mi pecho, su vientre contra el mío, nuestras piernas brillaban.
No había fricción, había fusión.

Y cada embestida era una declaración:
Estoy contigo. Estoy en ti. Somos uno.

—Dios… Angie… —jadeé, ya perdido en su vaivén.

—Shhh… —susurró, mordiéndose el labio—. Solo siente.

Su cuerpo apretaba el mío con precisión perfecta. Yo acariciaba su espalda, sus nalgas, su cuello. La besaba sin encontrar suficiente espacio en la boca para todo lo que quería decirle con mi lengua.

Cuando su orgasmo llegó, fue casi silencioso. Su cuerpo tembló sobre el mío. Me apretó con fuerza. Gimió en mi oído mientras se derretía por dentro. La sentí vibrar como si algo sagrado se le escapara del pecho.

Y yo no aguanté más.

La tomé con fuerza y comencé a embestir desde abajo, una, dos, tres veces más, hasta que todo se desbordó dentro de ella. Sentí el calor subir desde mi abdomen, pasar por la espina, explotar en mi sexo. Fue un orgasmo profundo, pesado, liberador.

Nos quedamos ahí. Pegados. Sudados. Resbalando el uno sobre el otro, con los cuerpos aun latiendo. Con los pechos subiendo y bajando al ritmo de la respiración que intentábamos recuperar.

Ella apoyó la frente en mi hombro. Me acarició el pecho con una mano brillante.

—Y así termina nuestra luna de miel 2… —murmuró.

—No —le dije, besándola suavemente—. Así empieza todo lo que viene después.

Lunes. Último día. Últimas horas.

Esa noche nos dormimos con los cuerpos aun brillando de aceites, resbalosos de cremas, exhaustos pero felices. El olor a vainilla, romero y algo más que no sabíamos nombrar flotaba en el cuarto como un recuerdo invisible del amor que habíamos hecho. Ella, enredada en mí como una enredadera de calor y ternura, y yo, sostenido por su piel, por su respiración tibia, por su presencia que ya era hogar.

Nos despertamos antes de que el sol se asomara del todo. Eran 4:50am cuando el despertador no nos perdonó. La habitación estaba en penumbra, pero afuera ya comenzaba a teñirse el cielo de azul grisáceo. Yo abrí los ojos primero. Sentí su pierna sobre la mía, su mano en mi pecho, su mejilla pegada a mi hombro.

No la quise despertar. Pero ella, como si me sintiera desde dentro, murmuró:

—¿Ya tienes que irte?

—Todavía no —susurré, acariciándole la espalda—. Pero ya casi.

—Entonces… —dijo, deslizándose más sobre mí—. Aprovechamos.

Se giró y quedó sobre mí, lenta, tibia, desnuda, con el cabello suelto y ese aroma dulce que aún vivía en su piel. Me besó el cuello, bajó al pecho, y me habló con el cuerpo. Bajó hasta mi pene y lo lamio suavemente antes de metérselo en la boca durante un par de minutos. No hacía falta más, la erección era maciza.

Fue un sexo suave, lento, de despedida. Sin urgencia, pero cargado de necesidad. Se penetró despacio, sentada sobre mí, con la luz tenue entrando por la ventana, moviéndose como si tejiera una red invisible entre nuestros cuerpos. Sus caderas eran lentas, rítmicas, y mi cuerpo solo respondía con caricias, con suspiros bajos, con las manos acariciando sus pechos y su cintura.

—No quiero que esto termine —murmuró, bajando la frente sobre la mía. Su cabellera castaña caía haciendo como una cortina aun con el olor de la canela.

—No va a terminar —le respondí, besándola.

Llegamos casi juntos, en un orgasmo tranquilo, callado, como si el mundo entero respirara con nosotros. Después se dejó caer sobre mi pecho, y así, desnudos y sudorosos, nos abrazamos unos minutos más, antes de que el reloj nos arrebatara el momento.

Nos duchamos juntos. Esta vez sin juegos. Solo limpiándonos, acariciándonos con cariño y eficiencia, compartiendo el jabón y las risas mientras ella se ponía mis pantuflas y yo me enjuagaba el cabello. El vapor empañaba el espejo, pero en el cristal de la ducha se dibujaban nuestros cuerpos cruzándose por última vez esa mañana.

A las cinco y cincuenta estábamos ya vestidos. Preparamos un desayuno ligero: pan tostado, fruta, y té con limón para mi garganta, que aún sentía un rastro de su antigua molestia.

—¿Clase a las 8:30? —le pregunté.

—Sí. ¿Tú sales ahora?

—Sí… seis y media. Ya debo irme.

Guardamos silencio. El reloj nos empujaba. La realidad nos devolvía a su forma.

—¿Nos vemos temprano? —me preguntó mientras me ayudaba a guardar mi laptop en el maletín.

—Claro. Salgo a las cinco. Trataré de llegar lo más rápido posible. Quiero aprovechar hasta el último minuto contigo.

Ella me abrazó. Largamente. Con la cabeza en mi cuello.

—Me da un poco de tristeza —dijo—. Pero también… qué lindo todo lo que hemos vivido.

—Lo que hemos construido —corregí.

—Eso.

La besé. Me despedí. Salí al trabajo mientras el sol se levantaba tímido sobre la ciudad.

Ese lunes fue raro. Lleno de gestos automáticos en la oficina, de miradas perdidas pensando en ella.
Ella tendría clase a las 8:30. Me la imaginaba caminando con su mochila, tal vez escuchando música, quizá aun oliendo un poco a mí.

Quedamos en vernos temprano en casa.

Aprovecharíamos nuestras últimas horas a solas.

Mi madre llegaba desde Madrid a las 11:10 de la noche.
Saldríamos a recogerla juntos a las 10.
Nos esperaban las sonrisas, las preguntas, el retorno al orden familiar.

Nos encontramos temprano en casa, como habíamos prometido. El reloj aún nos regalaba unas horas antes del final, antes del regreso a lo cotidiano, antes de que la magia —esa que habíamos vivido durante tres semanas intensas— se replegara un poco para dejar paso a la rutina.

Yo había llevado una pizza recién salida del horno y una botella de vino tinto que habíamos visto juntos semanas antes y nunca habíamos probado. La idea era simple: disfrutar nuestras últimas horas solos, sin apuro, sin más plan que estar.

Nos sentamos en la cocina, ella descalza, con un short ligero y una camiseta mía que le caía hasta la mitad de los muslos. Conversábamos como si hiciéramos una especie de inventario emocional.
—¿Te acuerdas del spa?
—¿Y la ducha después del ceviche?
—¿Y cuando nos pilló la risa limpiando el baño?

Cada recuerdo era como volver a vivirlo. Y al contarlo, se sentía más nuestro todavía.

Terminamos el vino entre besos robados y risas suaves. Luego nos fuimos al sillón. Nuestro sillón. Ese rincón que había sido cama improvisada, testigo de confesiones, campo de batalla de caricias, y nido de todas nuestras versiones.

Angie se sentó en mi regazo, como ya era costumbre. Su cuerpo encajaba con el mío como si siempre hubiese estado diseñado para eso. Yo la abrazaba por la cintura, le acariciaba la espalda por debajo de la camiseta, sentía su piel tibia, suave. No había intención sexual, al menos no al principio. Era simplemente tocarla. Acariciarla como un gesto de permanencia. Como si al hacerlo pudiera retener el tiempo.

—Nos quedan veinte minutos —dijo ella, mirando el reloj de la sala.

Yo no respondí de inmediato. Mis manos siguieron su recorrido lento, mis labios descansaron un momento en su cuello.

Entonces la miré. Y sin pensarlo mucho, dije:

—Angie… nuestro último polvo.

Ella no respondió. Ni una palabra. Solo me besó. Un beso profundo, cargado, como si con él me dijera , ahora, hazme tuya otra vez.

Se acomodó encima mío sin romper el beso. Se deslizó con facilidad, con la urgencia exacta, levantó la cadera y buscó mi pantalón. Yo le ayudé con el short, con la ropa interior. No necesitábamos desnudarnos por completo. Solo quitarnos lo justo para que nuestros cuerpos se encontraran, piel contra piel, con esa mezcla de deseo y nostalgia que vuelve todo más intenso.

Ella se sentó sobre mí con naturalidad, tomándome con sus manos y guiándome hacia su interior, con un leve gemido que mordió entre dientes. Yo la abracé fuerte, apretándola contra mí, como si pudiera tatuarla en mi cuerpo.

El ritmo fue rápido. No teníamos tiempo para rituales. Pero cada movimiento era exacto, lleno de emoción. Nos besábamos mientras ella se movía sobre mí, mientras mi lengua recorría su cuello, sus hombros. Sus manos en mi nuca, las mías en su cintura.

Nuestros gemidos eran contenidos. No por vergüenza. Por respeto al momento. Como si supiéramos que ese no era un sexo cualquiera. Era el sexo. El de la despedida. El que resume todo lo vivido.

—Primix… —susurró—. No quiero que se acabe.

—No se va a acabar —le dije al oído, mientras sentía cómo sus caderas temblaban y su cuerpo se apretaba contra el mío.

Ella se vino con un grito contenido, pero sin dejar de saltar sobre mí, un par de minutos después la llené con mi semen. Sin gritos. Sin estridencias. Solo con esa respiración entrecortada, con los cuerpos abrazados, con la piel húmeda por el esfuerzo y por lo que nos costaba decir adiós.

Nos quedamos ahí, abrazados, sin movernos, sin hablar. Solo escuchando el sonido del reloj, que ya marcaba las 9:55 p. m.

—Tenemos que irnos —dijo ella finalmente, sin moverse de mi regazo.

—Sí…

Pero ninguno se levantó de inmediato.
Porque sabíamos que ese polvo no era solo el último de esas tres semanas.
Era el cierre de algo sagrado.
Finalmente fuimos al baño de mi habitación a limpiar los restos de la pasión y salimos de la mano hasta el auto.

Salimos al aeropuerto con una mezcla de emociones que ninguno de los dos se atrevía a nombrar. El aire fresco de la noche nos envolvía mientras descendíamos por la Vía Expresa, con las luces de Lima deslizándose a nuestro alrededor como estrellas que se marchaban en dirección contraria. Angie iba en silencio a mi lado, su mano sobre la mía, su cabeza recostada suavemente en el asiento. No necesitábamos hablarnos. El silencio decía todo: ese viaje marcaba el final de nuestra convivencia a solas, de ese universo secreto que habíamos construido día tras día, cuerpo a cuerpo, palabra a palabra.

Cuando llegamos a la zona de llegadas internacionales, estacioné cerca. Mi madre aún no salía. Angie seguía con la mano entrelazada a la mía. Su cuerpo ligeramente inclinado hacia mí, como si buscara anclar ese último tramo de cercanía. Yo sentía el latido de su pulso en la palma, ese pulso que ya era parte del mío.

Cuando por fin mi madre apareció entre la multitud —con su maleta azul rodando detrás, el abrigo colgado en el brazo y la sonrisa amplia de quien regresa al hogar—, fuimos juntos a recibirla. Corrimos, literalmente, como dos adolescentes felices, y ella nos abrazó con esa fuerza suya que siempre parecía querer protegerlo todo. Nos llenó de besos, uno a cada lado, y entre risas comenzó el interrogatorio:

—¿Y cómo han estado? ¿Comieron bien? ¿No se han matado? ¿La casa sigue en pie?

Angie, con su dulzura natural y esa picardía que sabía disimular en tono encantador, respondía con gracia:

—Perfecto todo, tía. Comimos bien, dormimos más, hasta fuimos a hacernos masajes. Todo bajo control.

Yo solo escuchaba, sonreía, asentía. Por dentro, revivía cada una de esas palabras. Dormimos. Masajes. Todo bajo control. Qué forma tan elegante de esconder lo vivido sin mentir del todo.

Cuando llegamos al auto, mi madre se detuvo antes de subir.

—¿Y estas lunas tan oscuras? —preguntó, con sorpresa—. ¡Parece auto presidencial!

—Es por seguridad, mamá —respondí, sin dudar—. Ya sabes cómo está la calle últimamente.

Ella rio, sin insistir, aunque noté que le llamó la atención. Claro, nadie sabía cuán útil habían sido esas lunas en nuestras semanas de fugaz libertad.

Ya en casa, mi madre estaba emocionada. A pesar del cansancio del vuelo, no quiso irse a dormir sin antes repartir los regalos que traía de Europa. Nos sentamos en la sala, y ver su alegría fue reconfortante. Abrió su maleta como si sacara tesoros de un baúl.

A Angie le entregó una bufanda de lana italiana —delicada, con tonos cálidos—, un perfume francés que olía a jazmín y vainilla, y unos aretes de plata comprados en una callecita de Lisboa.

—Para que te pongas guapa para tus clases —dijo, mientras se los daba con cariño.

Angie se sonrojó un poco, pero agradeció con una sonrisa que decía más de lo que podía esconder.

A mí, me dio una chaqueta de cuero suave, marrón oscuro, con un corte perfecto. Y una botella de vino español que guardaba entre la ropa, bien protegida.

—Esta… —dijo, mirándome con complicidad— la abrimos juntos cuando llegue una ocasión especial.

Asentí, sonriendo. Pero pensé que las ocasiones especiales ya habían pasado… y que esta botella llegaba con un retraso romántico.

Esa noche, por primera vez en semanas, dormimos separados. Cada uno en su cuarto. La casa volvía a su ritmo. Las puertas cerradas. Los pasos silenciosos. El orden habitual.

Pero en mi cama, sola y amplia, el espacio se sentía extraño. Vacío. Me costó dormir. No por el calor. No por el ruido. Por la ausencia.

Extrañaba su cuerpo pegado al mío. Su pierna buscándome dormida. Su respiración pausada en mi cuello. Su costumbre de enredarse sin darse cuenta.

Sabía que ella también pensaba en mí. Tal vez en la oscuridad de su cuarto, a solo unos metros, sus ojos seguían abiertos, recordando lo que habíamos sido en cada rincón de esa casa.

El lunes por la tarde, cuando llegué a casa, encontré a mi madre en la cocina conversando con Angie. Apenas me vio, me dijo con entusiasmo:
—Hijo, qué lindo quedó tu cuarto.
—Sí, madre —le respondí con una sonrisa—, fue idea de Angie.
—Sí, ya me contó —agregó ella—, que cuando trajeron la cama nueva, ella te propuso reorganizar el cuarto, así cuando ella estudiara en la computadora tú podías descansar sin que se interrumpieran.
—Esta muchacha es muy inteligente, de verdad —continuó mi madre, mirando a Angie con cariño—. Eso hemos debido hacerlo hace tiempo. ¡Me encanta cómo quedó!
Angie y yo cruzamos una mirada cómplice, sabiendo que esa cama nueva y esa nueva disposición del dormitorio habían sido testigos silenciosos de tres semanas intensas y únicas, de esas que marcan para siempre el alma.
 
Si Angie es "hija de un primo de (tu) mamá" es parentezco en sexto grado y no hay impedimento legal en Perú. O te refieres al tema del entorno familiar cuando dices que no podrían casarse ni convivir como una pareja normal?
 
Si Angie es "hija de un primo de (tu) mamá" es parentezco en sexto grado y no hay impedimento legal en Perú. O te refieres al tema del entorno familiar cuando dices que no podrían casarse ni convivir como una pareja normal?

Gracias por tu consulta. Tienes razón al señalar que, desde el punto de vista legal en Perú, no existe impedimento para una relación entre personas con parentesco en sexto grado, como sería el caso. Angie es hija de un primo hermano de mi madre. En efecto, nuestro vínculo sería de cuarto grado de consanguinidad colateral (contando: madre → primo hermano → hija = cuarto grado). Y la ley peruana no prohíbe relaciones ni matrimonios a partir del cuarto grado en adelante.

Sin embargo, como bien intuyes, el tema no es legal, sino profundamente social y emocional. Venimos de una familia muy tradicionalista, de valores muy conservadores. Para ellos, una relación así, aunque legal, rompería completamente los códigos de lo que consideran aceptable. No sería simplemente “mal visto”; sería motivo de marginación, dolor profundo, e incluso rechazo abierto.
Mi madre, y los padres de Angie, sufrirían mucho. No porque seamos malas personas ni porque no haya amor entre nosotros, sino porque su marco de referencia cultural no les permitiría aceptar algo así sin sentirse quebrados por dentro.

Por eso, aunque el corazón tenga sus razones, a veces hay que evaluar el contexto completo. Y en nuestro caso, el mayor obstáculo nunca fue la ley, sino
el peso del entorno familiar y el daño que sabíamos que podríamos causarles a quienes amamos.
 
Cofadres,

Muchas gracias por el entusiasmo, los mensajes y las muestras de interes hacia la historia que estoy compartiendo. Algunos piden fotos de Angie, curiosos por ponerle rostro a la mujer que ha inspirado tantos capítulos de esta historia tan íntima y profunda.

Después de conversarlo con ella con calma —y con la serenidad que nos dan más de 20 años de complicidad y secretos bien guardados— hemos tomado una decisión firme: no vamos a publicar fotos reales de Angie. Ni siquiera con el rostro difuminado o rasgos cubiertos.

Este relato existe porque hemos sido extremadamente cuidadosos con nuestro anonimato. Y justamente gracias a esa discreción, nuestra historia ha podido vivir, crecer y protegerse del juicio o del morbo. Además, siguiendo también el sabio consejo de un master de este foro, preferimos mantener esa línea de respeto y protección.

Dicho eso, sí quiero compartir con ustedes unas fotos de una modelo norteamericana que, a mi juicio, tiene un parecido de al menos un 80% con mi Angie. Aunque, claro está —y se los digo sin dudar— para mí, Angie es más bonita. Esta modelo tiene muchos de sus rasgos, su aura, su elegancia sencilla. Quizá Angie es un poquito más alta. Y justo ese vestido blanco que verán, se parece muchísimo a uno que usó alguna vez, solo que el suyo no llevaba esas tiras.

Es solo para que se hagan una idea aproximada de su belleza, de su luz. Porque si bien esta historia se sostiene por las emociones, las palabras y la piel compartida, entiendo también el deseo de imaginarla un poco más.

Gracias por seguir leyendo. Gracias por respetarnos.

—CL


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Así transcurrieron los días, tranquilos. Esa primera semana después de que llegó mi madre, no hicimos el amor. Nos sentíamos plenos, satisfechos. Lo habíamos hecho tantas veces, de tantas formas, que por primera vez no sentimos necesidad de más. Solo queríamos estar juntos. Entendimos, sin decirlo, que la pasión también es un beso suave, un abrazo en silencio, una caricia que no busca más que quedarse.

A veces Angie bajaba a ver televisión con mi madre, compartiendo risas, películas, alguna serie. Otras veces se sentaba conmigo, cada uno en su lugar: ella en su sillón, yo en mi cama, como en los primeros días. Claro, cuando veíamos que mi madre ya estaba dormida, Angie se pasaba a mi cama. Pero era solo para abrazarnos, para besarnos, para sentirnos. A veces nos tocábamos, sí, pero guardábamos la pasión para otro momento. El deseo seguía ahí, intacto, pero sabíamos contenerlo.

Poco a poco retomamos nuestros encuentros de los sábados en hoteles. Algunos fines de semana lo hacíamos en su dormitorio —la cama ya no sonaba—, y otras veces en el mío, en encuentros rápidos, casi furtivos, pero siempre intensos. Nos habíamos adaptado a una nueva dinámica, sin perder lo que nos unía.

Y así llegó el primero de noviembre, feriado. Estábamos en casa y habíamos terminado de tomar desayuno. Angie iba a salir de compras con mi madre. "Es algo rápido", dijeron las dos, aunque regresaron después del mediodía, entre risas, bolsas y complicidad.

Por la tarde, después de almorzar, mi madre se levantó de la mesa con esa energía que tanto la caracterizaba y anunció:

—Voy a una reunión con mis amigas del club de la tercera edad. Seguro se alarga un poquito. ¿Me recogen tipo 8?

Angie y yo nos miramos de inmediato. Fue un cruce de ojos rápido, pero bastó para saborear la posibilidad de tener la casa solo para nosotros. Yo respondí con una naturalidad fingida:

—Claro, madre. Anda tranquila, nosotros aquí nos quedamos. A las 8 en punto te recojo.

Ella sonrió mientras se acomodaba el bolso en el brazo.

—No tan en punto, tú sabes que las viejas a veces conversan de más. Entre 8 y 8:15 está bien. En todo caso, si me voy a demorar, te llamo para que no estén parados afuera.

—Ok, mamá. ¿Quieres que te lleve?

—No, no, no, no —dijo rápidamente con ese tono que usaba cuando no quería discusiones—. Me hace bien caminar. Tú sabes, es acá a 10, 12 cuadras. Camino, me aireo. Me siento mejor así.

Y sí, era cierto. Mi madre, aunque ya no era joven, seguía siendo vital, independiente. Disfrutaba de moverse sola, de sentir que aún decidía sus ritmos. Nos despedimos con un beso en la mejilla y la vimos salir con paso firme por la reja.

Cuando mi madre salió, nos quedamos unos segundos en silencio, como asegurándonos de que, efectivamente, ya no estaba. Angie me miró con esa chispa en los ojos, con esa picardía que conocía tan bien. Se acercó a mí en la cocina, se apoyó en la mesa y preguntó con voz juguetona:

—¿Tu cama o mi cama?

Yo no dudé mucho.

—Mi cama —le dije—. Me gusta hacerte el amor con el aroma del jardín entrando por la ventana.

Ella rio, se estiró para besarme y nos fuimos empujando suavemente el uno al otro hasta mi cuarto. Nos desvestíamos a medias mientras nos besábamos de pie, luego arrodillados sobre la cama, como si estuviéramos retomando un ritual que habíamos tenido que postergar por días. Sus manos buscaban mi piel, las mías recorrían su cintura, sus muslos, su espalda.

—Espera —le dije, respirando agitado—. Esperemos unos minutos... no vaya a ser que mi madre regrese por algo.

Nos quedamos así, abrazados, echados frente a frente, besándonos con urgencia contenida, como si nuestros cuerpos quisieran comenzar sin permiso de la razón. Angie, mirando por encima de mi hombro hacia el reloj de la mesita de noche, susurró:

—Primix... ya va media hora. La tía no regresa.

Y en ese instante, como si hubiéramos recibido una señal, dejamos caer el resto de la ropa, dejamos caer cualquier límite. Fue como abrir una represa después de días de contener el agua. Toda esa pasión acumulada encontró su cauce. Hicimos el amor sin reservas, sin miedo a ser oídos, sin necesidad de frenarnos.

Ella acariciaba mi pene mientras nos besábamos apasionadamente, cuando de pronto, se montó sobre mi cara, poniéndome su conchita al alcance de mi lengua mientras ella se apoyaba en el marco de la ventana que daba al jardín. Yo le acariciaba las nalgas y trataba de alcanzar sus pechos, mientras seguía metiendo mi lengua en su vagina y buscaba su clítoris para chuparlo. Ella solo se movía suavemente sobre mi cara, para que mi incipiente barba, le raspara su delicada entrepierna.

Después ella cambió de posición y tomo mi pene con su boca, haciendo el 69 por buen rato. Luego me montó en vaquera inversa, en forma casi salvaje hasta que reventó su orgasmo. La bajé suavemente a la cama y la penetré desde atrás, en cucharita, pero levantándole una pierna para entrar más profundo en ella. Ahí le di duro, mientras ella gemía y jadeaba sin medirse, sabiendo que estábamos solos en casa. Varios minutos después, mi semen estaba inundando su tierna vagina.

Estábamos abrazados después de hacer el amor con una intensidad que solo la espera puede provocar. No hablábamos. Solo nos sentíamos. Yo pasaba la mano por su espalda, y ella se aferraba a mí con la respiración aún agitada, los latidos acompasados, nuestros cuerpos aun vibrando por dentro.

Hasta que rompí el silencio, como quien no puede evitar compartir un pensamiento que se siente verdad:

—Tiene su magia cuando lo hacemos después de varios días, ¿no?

Angie asintió con una sonrisa tibia, los ojos cerrados.

—Sí, Primix… se siente rico. También es rico hacerlo cada rato, seguido, como cuando mi tía estaba de viaje… pero esto tiene otro sabor. Las dos formas me gustan.

Se abrazó más fuerte, y me besó suavemente en el cuello. Luego, como buscando cobijo, se echó en mi regazo. Era su gesto de confianza absoluta, de refugio. Yo acariciaba su cabello, dejaba que mis dedos bajaran por su cuello, rozaran apenas sus pechos. Ella simplemente cerraba los ojos y se dejaba estar.

Entonces fue ella quien rompió el silencio:

—Amor… en pocos días cumplimos un año.

Me quedé pensativo por un segundo. Tenía razón. Ya casi un año desde aquella primera vez, en que todo había comenzado como un juego, casi casual, casi sin querer. Un año desde que habíamos cruzado esa línea sin retorno.

—¿Y qué quieres hacer? —le pregunté, mirándola con curiosidad.

—Quiero escaparme contigo.

Me encantó la idea, y se lo dije sin dudar:

—Me encanta. ¿Qué día cae?

Nos giramos para mirar el pequeño calendario.

—Mira —dije—, cae viernes.

—Perfecto —respondió—. Nos escapamos viernes y sábado.

—¿Vamos al hotel al que fuimos la primera vez?

Angie me miró con brillo en los ojos, como si acabara de leerle el pensamiento.

—Sí, claro. Muy buena idea.

—Mañana mismo paso por ahí —le prometí—. A ver si podemos reservar la misma habitación de esa vez.

Ella sonrió y me besó otra vez. No hacía falta decir más. Lo sabíamos: esa fecha no era un simple aniversario. Era el recuerdo de la primera vez que nos miramos distinto. Y estábamos decididos a celebrarlo como lo merecía.

Esa tarde hicimos el amor dos veces más. Teníamos sed del otro. Sed acumulada. Como si hubiésemos estado sobreviviendo con gotas, y ahora, por fin, teníamos el río entero para nosotros.

La primera vez fue intensa, casi desesperada. No había palabras, solo respiraciones entrecortadas, manos urgentes, bocas que se buscaban con hambre. Nuestros cuerpos se reconocieron con furia, con ternura, con ese ritmo que solo nosotros sabíamos. Yo la tomé con fuerza, ella se entregó con gozo. Nos movíamos como si estuviéramos bailando una música secreta, como si el tiempo no existiera. Yo la tenía piernas al hombro, penetrándola profundamente, tocando en algunas embestidas su útero. En medio de sus gemidos y jadeos Angie me dijo, ¡Primix, échamelo en las tetas, quero que eyacules en mis tetas!! En ese momento yo no iba a preguntar porque quería eso, solo seguí dándole duro hasta que sentí que la leche estaba a punto de salir, saque rápidamente mi pene de su vagina y eyacule sobre esas maravillosas tetas, aunque el primer chorro, el más fuerte, le cayó en la cara a Angie.

Aun agitado y arrodillado frente a ella y mientras Angie recogía con sus dedos el semen de su cara y sus tetas para tomárselo, le pregunté:

—Y eso?

—Una de mis fantasías, respondió ella divertida. Cuando me masturbaba pensando en ti, alucinaba que tu eyaculabas en mis tetas o en mi cara…

—Bueno, creo que cubrí ambas ahora, dije riéndome, mientras la besaba.

La segunda, media hora después, fue más lenta, más profunda. Había caricias nuevas, susurros en voz baja, confesiones a media lengua. Nos quedamos mirándonos entre los movimientos, besándonos suavemente entre gemidos, haciéndonos el amor como quien quiere memorizar cada centímetro del otro, cada gesto, cada vibración. Esta vez sí terminé dentro de ella, que se estremeció al sentir mi semen caliente en su vagina. Terminamos abrazados, exhaustos y plenos, con la sensación de haber recuperado algo que nos pertenecía.
 
Veintiuno – NUESTRO PRIMER ANIVERSARIO (Y LA CONQUISTA DEL ULTIMO TERRITORIO VIRGEN)

Al día siguiente, jueves, salí por la mañana con una misión clara: pasar por el hotel de nuestra primera escapada. Quería revivir ese momento, ese punto de partida. Cuando llegué, no me sorprendió encontrar a la misma recepcionista de entonces, la morena simpática, de sonrisa amplia y ojos vivos. Al parecer me reconoció al instante.

—¡Usted celebro su aniversario aquí hace un año! —me dijo, entre divertida y cómplice—

Asentí con una sonrisa discreta.

—¿Está disponible esa habitación?

—Sí, justo está libre de viernes a sábado. ¿La reservo?

—Claro, la tomo.

Salí de ahí sintiéndome feliz, como si hubiera cerrado un círculo perfecto. Cuando llegué a casa le di la noticia a Angie.

—¡Tenemos la misma habitación! —le dije, apenas la vi.

Ella me miró con esos ojos que siempre parecen iluminar todo.

—¿En serio? ¡Primix! —exclamó, y me abrazó fuerte, casi saltando sobre mí—. ¡Te pasas!

La vi feliz, emocionada como una niña que recibe la sorpresa que más esperaba. Y yo supe que había tomado la mejor decisión.

Pero quería más. Quería darle algo especial, algo simbólico, útil, que tuviera sentido. Pensé en varias cosas: una joya, un perfume, un libro... pero ninguna idea me cerraba del todo.

Hasta que lo supe. Un celular.

Era algo que nos conectaría siempre, sin importar dónde estuviéramos. Una herramienta para cuidarnos, para hablar sin excusas, para estar cerca incluso cuando no podíamos tocarnos. Elegí un Motorola. Yo tenía uno y me había dado buenos resultados.

Teníamos el plan de fuga perfecto. Casi digno de película. Yo le diría a mi madre que me iba a una de esas fiestas de playa que organizaban los chicos del gym. Ya el calor comenzaba a entrar con fuerza a Lima, así que la excusa era creíble. Angie, por su parte, le contaría a mi madre un día antes que también tenía una fiesta, pero con sus amigas, en una casa en Cieneguilla. Como era lejos y seguro se quedarían conversando hasta tarde, no regresaría hasta el sábado en la tarde.

A mi madre le pareció bien. Es más, soltó un comentario que nos hizo reír, pero que también nos dejó una sensación rara, como si nos estuviera leyendo entre líneas sin saberlo.

—Ay hija, tú deberías llevar a este muchacho a tus fiestas, a ver si conoce a una chica inteligente y bella como tú. Y tú hijo, deberías llevar a esta chica a tus fiestas, con esos amigos forzudos tuyos del gimnasio, a ver si también conoce a alguien... y de una vez se enamora. No todo es estudio, ¡caray!

Nos miramos y sonreímos, tratando de no delatarnos con la mirada.

—Sí madre, yo creo que no es mala idea —le respondí con toda la tranquilidad del mundo—. Algún día lo haremos.

Angie solo rio, con esa risa suave que pone cuando está por decir algo travieso, pero se lo guarda.

El viernes llegó lento, como si el reloj quisiera burlarse de nuestra ansiedad. Habíamos hecho todo tal como lo habíamos planeado.

A las 5 de la tarde echamos a andar el plan. Me despedí de mi madre, Angie me dijo que le había dicho a mi madre que se iría a la casa de una amiga, donde se reunirían antes de partir a Cieneguilla y que yo la dejaría ahí camino a la playa. Pero era solo un pretexto para salir juntos de casa.

Estábamos casi listos para salir. Yo ya había bajado la mochila al auto y me encontraba en la cocina, conversando con mi madre, despidiéndome con la naturalidad que exigía nuestra coartada. Entonces, apareció Angie. Entró caminando con una seguridad encantadora, como quien sabe exactamente el efecto que causa. Llevaba puesto un vestido blanco ajustado, corto, de tela suave y ceñida que delineaba su figura de forma irresistible. Sus hombros al descubierto, las tiras finas sujetando el escote justo, sus piernas largas y suaves, el brillo discreto de sus sandalias, las uñas perfectamente pintadas. Su cabello suelto en ondas ligeras y esa sonrisa serena pero cómplice. La vi y, por un instante, me quedé sin palabras. Embobado. Era una visión. Sentí un impulso brutal, un deseo urgente de tomarla ahí mismo, de lanzarme sobre ella con todo lo que tenía dentro. Pero me contuve. Tenía que disimular. Tenía que despedirme de mi madre como si todo fuera normal, mientras por dentro ardía. Angie se acercó, saludó con dulzura y me miró como si supiera exactamente lo que me estaba pasando.

Salimos con la adrenalina a tope y fuimos directo al hotel. Estaba a solo diez minutos, pero el trayecto se sintió eterno.

Durante el camino casi no hablamos. El silencio estaba cargado, espeso, eléctrico. Cada mirada, cada roce de manos, cada respiración contenida era una promesa muda. Teníamos en la piel la memoria de todo lo vivido en esa habitación… y la sed de repetirlo, de superarlo.

Cuando llegamos, el hotel lucía igual que la primera vez. Esta vez no estaba la morena de la recepción, sino una joven amable, profesional, que nos recibió con una sonrisa tranquila y cálida.

—Habitación 504 —nos dijo al entregar la llave—. Último piso. Ya está todo listo. Que disfruten su estadía.

Subimos en silencio por el ascensor. Angie me apretaba la mano. No era miedo, era fuego. Cada piso que subíamos era un latido más fuerte, una respiración más agitada. Cuando llegamos al quinto, el pasillo alfombrado nos recibió con ese olor a madera, a discreción, a deseo encapsulado.

Caminamos hasta el fondo. La habitación 504. La misma de aquella primera vez. Me detuve con la llave en la mano. Angie me miró. No dijo nada. No hacía falta.

Yo también la miré, sabiendo que lo que estábamos a punto de vivir no era solo sexo, no solo pasión.

Yo sabía lo que le esperaba a Angie detrás de esa puerta. Esta vez no había dejado nada al azar. Y no me refiero solo al sexo. Lo había coordinado todo con la morena del hotel, que ya era algo así como nuestra cómplice silenciosa. Apenas supe que teníamos la misma habitación, me aseguré de que cada detalle estuviera listo. Dentro nos esperaba un ramo gigante de veintitrés rosas blancas, limpias, abiertas, hermosas, y una única rosa roja en el centro, símbolo de nuestro primer año juntos. Sobre la mesa, una gran fuente de fresas con chocolate, no como la pequeña que nos dieron de cortesía la primera vez. Esta era generosa, desbordante, porque sabía que a Angie le encantaban, que las saboreaba como si fueran un capricho sagrado.

En el frigobar habían dejado dos botellas de vino y una de champán bien frías, como pedí. Yo, en mi mochila, llevaba dos six-pack de cerveza, para nuestra sed y nuestros brindis más informales. En la cama, nuestras iniciales estaban formadas con pétalos de rosas rojas, en el centro de un corazón más grande. Todo estaba dispuesto para crear un ambiente romántico, íntimo, pasional. Para celebrar nuestro amor, nuestro secreto, nuestro primer aniversario.

La miré. Angie tenía una mezcla de ternura, deseo y sorpresa en el rostro. Abrí la puerta y la cargué en brazos sin decir nada.

—¡¿Qué haces?! —dijo entre risas.

—Te cargo para que entres como una princesa —le dije—, como mi princesa.

Crucé con ella en brazos el umbral. La deposité con suavidad sobre la cama.

Ella se incorporó, miró a su alrededor con los ojos muy abiertos. Caminó por la habitación, revisó cada detalle como si quisiera memorizarlo todo. Al ver las flores, me abrazó. Al probar la primera fresa, me besó. Cada pequeño hallazgo era seguido por un "te amo", por un beso largo, por una caricia. Su rostro brillaba. Y en sus ojos vi algo más que alegría: vi gratitud, vi amor sincero, vi deseo profundo.

Angie me abrazó del cuello. Me dio un beso lento, suave, profundo, y mirándome a los ojos me dijo con voz apenas quebrada:

—¿Y así no quieres que te ame cada día más?

No supe qué decirle. Esa mirada me estremecía, su voz me tocaba el alma. Solo la sujeté por la cintura y le respondí con lo único que sabía cierto:

—Todo esto me lo inspiras tú… con tu dulzura, con tu pasión, con tu entrega… con ese cuidado que siempre tienes conmigo. Pero esto no es todo… tengo un regalo para ti.

—¡Ah! —dijo sorprendida— Yo también tengo un regalo para ti. Pero... creo que tenemos mucha ropa encima para intercambiarlos.

Se dio una vuelta coqueta, con esa mezcla de picardía y ternura que solo ella tiene, y me preguntó:

—¿Te gustó mi vestido?

—Me encantó —le dije—. Te queda precioso. Pero más que el vestido… es la forma en que lo llevas. Me encantas.

—Bueno —dijo sonriendo—, es hora de que me lo saques. Quiero hacer el amor primero… y darnos los regalos desnudos sobre la cama. Nada más que tú y yo.

Me acerqué despacio, como si cada paso fuera un suspiro contenido. Le bajé el cierre del vestido con cuidado, como si se tratara de deshojar un secreto, y la tela cayó deslizándose sobre su piel, revelando un calzoncito blanco mínimo, más tiras que tela. Angie me quitó la camisa con esa delicadeza suya que mezcla deseo y ternura, y luego se sentó en la cama a mirarme, con una media sonrisa y los ojos encendidos, mientras yo terminaba de desnudarme. Su mirada recorría cada parte de mí como si me acariciara a distancia.

Angie se recostó sobre la cama, sobre ese lecho preparado para nosotros con tanto esmero, entre pétalos y fragancia a rosas frescas. Me tendió los brazos, y yo me dejé caer sobre su cuerpo como quien regresa a su lugar en el mundo. Nos besamos lento al inicio, como si quisiéramos saborear cada segundo, cada roce, cada suspiro. Nuestras lenguas se buscaron, pero suavemente, en una danza húmeda. Su piel ardía bajo mis manos, y sus dedos me recorrían la espalda con una mezcla perfecta de ternura y deseo. Nos mirábamos a los ojos mientras nos besábamos, como si quisiéramos memorizarnos para siempre.

Yo la besaba y acariciaba, de su cuello bajaba a sus senos y volvía a subir a su boca, en ese juego, mi pene erecto, tocaba su calzoncito, que era como una puerta que a duras penas resistía el embate de mi cañón.

Mis labios nuevamente bajaron por su cuello, se detuvieron en sus clavículas, y luego en sus pechos, suaves, generosos, que se estremecían al contacto de mi lengua, sus pezones ya estaban muy erectos. Angie gemía suave, sus caderas comenzaban a buscarme. Yo quería ir despacio, pero el cuerpo pedía más, pedía todo. Ella me sujetó la cara con ambas manos, me miró con una intensidad que desarmaba cualquier palabra:

—Hazme tuya, amor mío. Quiero que tu perfume se quede en mi piel para siempre.

La puse boca abajo sobre la cama y ahora mis besos bajaban desde su nuca, pasaban por su espalda y llegaban a sus nalgas, las mordisqueaba un poco y volvía a subir. Angie se dio la vuelta nuevamente y abrió las piernas ofreciéndose su sexo húmedo, yo le saqué ese pequeño calzón que era lo último que se interponía entre nosotros, inmediatamente me sumergí en su vulva, lamiendo, chupando, mordisqueando, sus gemidos iban en aumento y ya comenzaban a acelerarse. Mientras tanto mis manos jugaban con sus tetas y mi lengua buscaba su clítoris, lo que la calentaba aún más.

Finalmente, subí hacia su boca y la penetré suavemente, el bombeo era lento pero constante. Nos fundimos sin prisa, pero sin pausa, con esa mezcla única de pasión desbordada y cariño profundo. Entré en ella como quien vuelve a casa, y Angie se abrió a mí con todo su ser. Nuestros cuerpos eran uno, se buscaban, se reconocían. Nos movíamos con ritmo creciente, jadeando, gimiendo, susurrando palabras que no hacían falta entender. Le decía que la amaba, que era mía, que era perfecta, y ella respondía con su cuerpo, con su entrega total, con esa manera suya de mirarme como si fuera su todo.

Cambió de posición, se montó sobre mí y se tomó el tiempo de moverse a su ritmo, de guiar el momento. Sus cabellos sueltos caían sobre mi pecho mientras se dejaba llevar, y yo la tomaba de la cintura, embobado, rendido a esa forma suya de amarme con cada parte de su cuerpo. Nos besamos de nuevo, profundo, húmedo, tembloroso, mientras sentíamos que íbamos llegando al borde. El clímax fue largo, poderoso, una ola que nos arrastró juntos. Gritamos, jadeamos, reímos… y luego nos quedamos en silencio, agotados, abrazados, empapados de nosotros.

La miré. Tenía el rostro encendido, los labios entreabiertos, el corazón latiendo como loco sobre mi pecho. Y pensé que no había otra forma de amar que esa.

Ella sin moverse de donde estaba, encima mío y con mi miembro todavía en su interior, me dijo:

—Cada que eyaculas dentro de mí, siento que me haces más tu mujer, que me impregnas más de ti… que te amo más…

Y se quedó un buen rato así, disfrutando.

Más de media hora después, ya nos habíamos despabilado después de hacer el amor. Estábamos sentados frente a frente sobre la cama, con las sábanas revueltas a un lado, aún con el cuerpo tibio por todo lo vivido. Yo la miraba embelesado. Su pelo revuelto, su sonrisa juguetona, su cuerpo perfecto...

—Angie, tus senos son perfectos —le dije sin rodeos, con admiración y ternura—. Tú no deberías usar sostén, como hoy. Ellos no necesitan ayuda para quedarse en su sitio.

Ella se sintió halagada y hasta se sonrojó un poquito, bajando la mirada con una sonrisa tímida.

—Son tus ojos, amor.

—No —le respondí con total convicción—. Realmente son perfectos. En tamaño, en textura, en firmeza... muchas mujeres pagan a un cirujano para que les haga algo parecido a lo que tú traes de fábrica.

—¡Me estás sonrojando, tontín!

—El único problema es que si no usas sostén se te notan los pezones. Y más si estoy cerca… o si piensas en mí —le dije con picardía.

—Ya, bueno —respondió entre risas—. Además, son tuyas, con sostén o sin sostén. Te haré caso, a ver cómo me va...

Nos reímos juntos. El ambiente seguía cargado de ternura y deseo, esa mezcla deliciosa que sólo se logra cuando el amor y la pasión se abrazan con fuerza.

—¡Ya! Hagamos el intercambio —dijo, entusiasmada.

—Ya intercambiamos fluidos —le solté, riéndome.

Ella se me tiró encima, me mordió el labio con suavidad y, con la mirada encendida, me dijo:

—¡Tú eres incorregible!

Le ofrecí una cerveza a Angie y aceptó de inmediato, con esa sonrisa suya que me derrite. Me levanté, saqué dos cervezas del frigobar y, de paso, saqué la caja que había traído oculta en mi mochila. Ella también se levantó, hurgó en su bolso y sacó una caja rectangular, envuelta con cuidado. Nos volvimos a sentar, cara a cara sobre la cama.

—¿Quién comienza? —le pregunté, juguetón—. ¿Las damas primero?

—No, ese truco ya me lo conozco —respondió entre risas—. Vamos a jugar Janken-po.

—Angie… eres una niña.

—Tu niña —me dijo, con una voz que tenía un toque travieso y dulce a la vez.

Nos reímos y jugamos. Janken-po. Papel, piedra, tijera. Al final, yo gané. Angie hizo un puchero adorable.

—Ok —le dije—, me toca a mí empezar.

Ella se sentó erguida, expectante, casi ansiosa. Miraba la cajita con curiosidad hasta que se la pasé. Rompió el papel con cuidado, pero no pudo evitar apurarse al final, y cuando vio lo que era, sus ojos se abrieron como dos lunas llenas.

—¡Amor! ¡Un celular! ¿Me regalaste un celular? ¡Qué lindo!

Se abrazó a mí con fuerza, me llenó de besos por toda la cara. Lo sostuvo entre las manos con ternura, como si fuera un tesoro. Comenzó a mirarlo de cerca, a explorar los botones con emoción.

—Ya está con línea —le dije, mientras ella lo encendía—. Y la renta la voy a pagar yo.

—No, no, amor… —me dijo, de inmediato—. Tú estás ahorrando para la inicial de tu depa, no gastes en mí.

La miré a los ojos y le tomé las manos.

—Angie, confío en ti. Sé qué harás un uso responsable. En serio. No es un gasto, es una forma de estar más cerca de ti, de saber que puedo encontrarte si te necesito... o si tú me necesitas. (En ese tiempo todavía se pagaba por minuto)

Ella se quedó en silencio un momento, mordiéndose ligeramente el labio. Me miró con esa mezcla de ternura y admiración que me deja sin aire.

—Gracias, amor… por confiar tanto en mí.

Se acercó, me abrazó, y susurró al oído:

—Este celular va a sonar más para decirte “te amo” que para cualquier otra cosa.

Nos besamos. En ese instante supe que mi regalo había llegado a su corazón.

—Ya, me toca a mí —dijo Angie, con una sonrisa cómplice—. Te daré mi regalo. Espero que te guste. Es más humilde que el tuyo, pero tiene todo mi corazón.

—Amor, lo que importa no es lo que cuesta, sino la intención. Y yo sé que tú haces todo con el amor que me tienes —le respondí, acariciándole la pierna suavemente.

Me entregó una caja cuadrada, alargada, envuelta con cuidado y adornada con un lazo. Por un momento pensé que sería una camisa. La abrí con curiosidad, desdoblando con paciencia el papel. Dentro había una camiseta negra. La saqué, y al desplegarla, leí la frase estampada en letras blancas: “No insista, soy fiel.”

—¡Angie, te pasas!

—Lo tienes que usar —dijo entre risas—. Ya sabes, más cuando no estás conmigo.

—Ok, lo usaré… aunque mi madre va a preguntar: “¿fiel a quién?” —dije sonriendo—. Pero lo tomaré como una broma.

—Sí, pero tú y yo sabemos a quién le eres fiel —me respondió con ternura.

—Ok...

Había un segundo polo. Lo saqué. Era igual de negro, pero esta vez, en letras medianas sobre la espalda, decía: “Dejen de prohibir cosas, no me doy abasto a desobedecerlas.”

—¿Y qué cosas desobedezco yo? —le pregunté.

—Nosotros —respondió, mirándome con seriedad—. Estamos yendo contra todas las leyes. Desobedecemos al mundo, sus reglas, sus cuadrículas… y seguimos el dictado de nuestro amor.

No dije nada. Solo la besé suavemente en la frente.

Saqué el tercer polo. No era negro, era verde botella, y tenía una gran ilustración de la cara de Bugs Bunny… pero enojado.

—¿Y este?

—Ese eres tú —dijo divertida—. Mi conejo loco.

—¿Soy tu conejo loco?

—Sí, ya te lo he dicho. Cuando hacemos el amor, en la última parte, cuando vas a llegar… te aceleras como conejo. Ya te lo había dicho la vez pasada.

—Sí, sí recuerdo —le respondí riendo—. Bueno, este es el que más voy a usar.

En el fondo de la caja había una pequeña bolsa negra de terciopelo. La miré, curioso.

—¿Y esto?

—Ese es mi regalo especial —me dijo, bajando la voz y mirándome con picardía.

Abrí la bolsita con una mezcla de sorpresa y expectativa. Adentro había un tubo grande de lubricante al agua y dos cajas de preservativos. Me quedé en silencio unos segundos, tratando de entender. Cuando la miré, su expresión ya lo decía todo.

—¿Me lo vas a dar? ¿Estás segura?

—Sí, amor. Hoy día estrenas mi puerta de atrás. Ese es mi regalo especial para ti.

—¿Segura, segura? —pregunté de nuevo, pero ya mi voz estaba llena de ternura más que de deseo.

—Segura, amor. Quiero darte todo lo que tú me pidas. Quiero que sientas que no hay límites entre nosotros.

La abracé fuerte. La besé lento, agradecido. Más allá del deseo, lo que me desbordaba era la entrega. La confianza. El amor con el que me ofrecía algo tan íntimo, tan suyo. No era solo sexo. Era un acto de fe. Un acto de amor. Y yo sabía que era un hombre afortunado. Realmente dichoso de tener a una mujer así a mi lado.

Angie se paró de la cama como si fuera una actriz en plena escena dramática, adoptando un tono solemne, aunque la sonrisa traviesa la delataba.

—Pero jovencito… —dijo, alzando la ceja—, todavía no se emocione usted. Eso va a suceder cuando me haya dado suficiente vino para que yo me relaje. Recuerde que le dije que tenía que emborracharme primero.

—¡Claro que lo recuerdo! —le respondí, siguiéndole el juego—. Como a pavo, ¿no?

—¿Cuál pavo, tontín? ¡Yo soy gallina fina, te repito!

No aguanté las ganas. Me paré y fui tras ella, tratando de agarrarla. Pero Angie, rápida como siempre, se escabullía entre mis brazos desnuda, riendo con picardía. Empezamos a corretear por la habitación, como si fuéramos dos niños grandes.

Nuestros cuerpos se rozaban, se chocaban, a veces la tenía, a veces se me escapaba de entre las manos como si fuera de agua. Se dejaba agarrar un momento, le robaba un beso, y luego volvía a escabullirse riendo con esa mezcla de dulzura y provocación que me enloquecía.

Jugamos, así como diez minutos. Diez minutos de carcajadas, de jadeos entre risas, de choques de piel, de deseo contenido disfrazado de juego.

Hasta que, ya agotados, caímos rendidos sobre la cama.

—Y ya —dijo Angie, respirando agitada—. ¿Me sirves ese vino? Lo necesito.

—Por supuesto, amor —le respondí, igual de agitado.

Nos sentamos en el sillón que estaba junto al balcón. No era el mismo de hace un año.

—¿Será que lo rompimos con nuestra pasión? —preguntó riéndose, mientras se recostaba sobre mi hombro.

—Capaz. Yo también tendría que huir si me tocara presenciar todo lo que hicimos ahí —le dije, y ambos reímos como cómplices de un crimen perfecto.

Le serví una copa de vino. Ella la levantó como si fuera un brindis secreto. Se la llevó a los labios.

El sillón no era el mismo de hace un año, pero servía igual para lo que estábamos haciendo: estar desnudos, piel con piel, sin miedo ni apuro, con el cuerpo aún tibio por lo que acabábamos de compartir. Angie tenía una pierna cruzada sobre la mía, su mejilla descansando sobre mi pecho, una de sus manos jugando con mis dedos, como si no quisiera que ese momento se terminara nunca.

La primera botella de vino descansaba vacía en el suelo. Afuera, la ciudad seguía latiendo, pero aquí adentro no había tiempo ni ruido ni mundo.

—¿Te das cuenta de todo lo que hemos vivido este año? —susurró Angie, trazando un círculo imaginario sobre mi pecho.

—Sí —le respondí, besándole la frente—. Y a veces no puedo creer que sigamos aquí, juntos. Contra todo.

—¿Te acuerdas cuando lo hacíamos calladitos, para que tu mamá no nos escuchara? —dijo entre risas apagadas—. Yo me tapaba la boca con la almohada, y tú apretabas los dientes para no gemir.

—Sí… y nos sentíamos unos campeones por lograrlo —dije sonriendo—. Hasta que un día se te escapó un grito en el clímax y pensé que nos descubrían.

Ambos reímos. El calor de su cuerpo me envolvía. Su risa era un bálsamo. Sus recuerdos, mi refugio.

—Y cuando lo hicimos en mi cuarto —continuó, mirándome con picardía—, ¿te acuerdas? La cama vieja bailaba tanto que hasta los vecinos habrán escuchado, menos mal que tu mama estaba de viaje ¡Qué roche!

—Ay, mi niña traviesa…

—Tu niña. Siempre tuya.

Sus dedos acariciaron mi abdomen, bajando apenas, jugando. Yo cerré los ojos y suspiré.

—Y cuando casi nos atrapan en el carro, esa vez en el morro solar —recordé—. Cuando el policía casi te atrapa con el muchachón en la boca, ¡por golosa!

Angie se moría de risa.

Nos reíamos como adolescentes, pero al mismo tiempo sabíamos que esos recuerdos nos habían construido. Éramos eso: pasión, riesgo, ternura, juego, complicidad. Y amor. Mucho amor.

—Gracias por este año —le dije, acariciando su nuca—. No ha sido fácil… pero ha sido hermoso.

—Y todavía nos queda tanto por vivir… —susurró, mirándome con esos ojos que derretían cualquier defensa.

La miré en silencio, mientras su mano descendía otra vez, despacio, esta vez tocaba sutilmente mi glande. El juego volvía a comenzar.

Nos besamos de nuevo. Esta vez, no con la ternura que habíamos cultivado entre risas y vino, sino con algo más antiguo, más urgente. Sus labios sabían a vino tinto, y su lengua jugaba con la mía como si supiera que podía volverme loco con solo un giro, con solo un mordisco leve.

—Y esta noche… —murmuró contra mi boca—, quiero darte otra historia para recordar. ¿Me sirves otra copa?

Su voz tenía ese tono que me enloquecía: grave, ronco por el vino y el deseo, cargado de una promesa peligrosa. Sentí cómo su mano descendía, muy despacio, por mi abdomen, rozando apenas con la yema de los dedos, como quien tantea un territorio sagrado.

Me estremecí.

—¿Te gusta que te toque así? —preguntó, con una sonrisa traviesa, sin apartar la vista de mis ojos.

—Me encanta —susurré, con un hilo de voz—. Pero no me hagas esperar.

—¿No? —dijo, sentándose sobre mis muslos, su pelvis rozando la mía, aún suave, aún tibia. Se inclinó hacia mí, entregándome sus senos, esos que yo siempre admiraba, y dijo—: A mí sí me gusta hacerte esperar… mientras veo cómo se te escapa el control.

Yo apreté la mandíbula, con un jadeo contenido, mientras sus caderas se movían apenas, haciendo fricción sin entregarse del todo. Mi pene rozaba su vulva en un juego de seducción al rojo vivo. La rodeé con los brazos, queriendo tomar el control, pero ella me frenó con una mano en el pecho.

—Shhh… —susurró—. Déjame jugar un rato.

Me recostó en el sillón y comenzó a besarme el cuello, lento, suave. Sabía exactamente dónde dejarme sin respiración. Su cabello me rozaba la cara, y yo cerraba los ojos, entregado, temblando por dentro.

—¿Recuerdas cuando lo hacíamos calladitos, en tu cuarto, con tu mamá al lado? —me dijo, lamiéndome la oreja.

Asentí, sin poder articular palabra.

—Ahí tampoco podías gemir… y ahora tampoco vas a poder. No quiero que digas nada. Solo siente.

Sus dedos me envolvieron con una precisión perfecta. Mi cuerpo entero reaccionó a su contacto como si ella lo dirigiera con una tecla secreta. Jugaba con el ritmo, con la presión. Yo me arqueaba, respiraba hondo, la deseaba más que nunca.

—Quiero verte perder la cabeza —me dijo, rozando mi oído—. Quiero que te acuerdes de esta noche cuando estés solo y te duela el cuerpo de tanto contenerte.

Su vulva jugaba con mi pene, entraba solo la cabeza y lo volvía a sacar.

—Angie… —susurré—, no aguanto más…

—Claro que aguantas —respondió ella, riendo bajito—. Siempre aguantas cuando se trata de mí.

Se deslizó lentamente sobre mí. La sensación fue tan intensa que creí desfallecer. Me tomó de las muñecas y las llevó hacia atrás, apoyándolas en el respaldo del sillón.

—No te muevas —ordenó, con una sonrisa que era puro fuego.

Y comenzó a moverse. Lento, profundo, sabiendo que yo estaba al borde, jugando con mi autocontrol, que ya era casi inexistente. Me mordía los labios, me miraba fijamente. Yo no podía despegar mis ojos de los suyos. Era hermosa, poderosa, deseada. Era mía. Y yo también era suyo, completamente.

—Esto… —me susurró, cuando su cuerpo tembló sobre el mío, introduciéndose finalmente mi pene en la vagina—, es por todo lo que hemos vivido. Por cada vez que nos arriesgamos. Por cada susurro entre las sábanas. Por cada “te amo” en voz bajita.

—Y por todo lo que vendrá —le dije, temblando ya, a punto de derramarme dentro de ella.

—Sí, amor… por todo lo que vendrá —dijo, antes de morderse el labio y perder el control conmigo. Se movió salvajemente, tiraba la cabeza hacia atrás mientras me cabalgaba y se sujetaba de mis hombros. El orgasmo llegó intenso, furioso.

Todavía no habíamos recuperado del todo el aliento cuando Angie, con su cuerpo aún pegado al mío, y mi pene en su vagina, se movió apenas, como si no quisiera soltarme. Tenía la piel brillante por el calor, los ojos entrecerrados y una sonrisa que era puro pecado.

—¿Qué pasa si te digo… que aún no es el momento? —susurró, mordiéndose el labio inferior mientras me miraba desde arriba, sin dejar de moverse suavemente sobre mí.

—¿De qué hablas? —pregunté, aunque lo sabía muy bien.

—De mi regalo especial —dijo, dejando que el peso de sus caderas cayera sobre las mías, lento, insinuante—. ¿Aún lo quieres?

—Sabes que sí —le respondí, sintiendo cómo la ansiedad me recorría otra vez como una corriente eléctrica.

Ella se inclinó hasta que nuestros labios se rozaron, sin besarme, hablándome muy cerca.

—Entonces vas a tener que ganártelo, conejo.

—¿Cómo?

—Obedeciéndome… en todo.

Y sin esperar respuesta, se deslizó fuera de mí. Se puso de pie con lentitud, sus piernas aún temblaban, y caminó hacia la cama con esa forma tan suya, tan hipnotizante. Su trasero se movía como si supiera que yo no podía dejar de mirar. Al llegar, tomó el lubricante y las cajas que estaban sobre la mesa. Las sostuvo entre sus manos y se volvió hacia mí.

—¿Recuerdas la vez que quise dártelo en el hotel frente a la playa? —dijo, alzando una ceja, como si eso le diera más poder.

Asentí.

—¿Y la vez que me hiciste gritar sin querer en tu casa, y luego me tapabas la boca con la almohada, aunque estábamos solos en casa?

—Cómo olvidarlo…La cuadra entera se habrá enterado que estábamos tirando…

—Pues esta vez quiero gritar. —Sus ojos brillaban de deseo, de desafío, de malicia. — Pero primero… quiero verte rogar un poco.

Volvió al sillón, se arrodilló entre mis piernas y comenzó a besarme el vientre, muy lento, sin tocarme aún. Su lengua dibujaba caminos húmedos, provocándome, manteniéndome al borde.

—¿Lo deseas? —preguntó, bajando apenas más, sin llegar a donde yo más la necesitaba.

—Sí…

—¿Cuánto?

—Angie, no seas cruel…

—No es suficiente.

Subió sobre mí de nuevo y me dio un beso feroz, desesperado. Se apretó contra mí, y su aliento en mi oído me estremeció.

—Quiero sentirte perder el control —me dijo—. Quiero que lo pidas con palabras. Quiero que me digas todo lo que quieres hacerme.

—Quiero tenerte toda. —Mi voz era apenas un susurro ronco—. Quiero que me dejes entrar donde nadie ha estado. ¡Quiero hacerte mía totalmente!

Ella se mordió el labio, cerró los ojos un segundo. El deseo le recorrió la piel como un escalofrío.

—Entonces ven —dijo, llevándome de la mano hacia la cama—. Pero con calma. Vamos a hacerlo bien. Porque esta vez... no habrá marcha atrás.

Se recostó boca abajo, arqueando apenas la espalda, ofreciendo su regalo con esa mezcla de entrega y osadía que solo ella tenía. Alcanzó el lubricante, lo abrió con las manos temblorosas, y me lo entregó.

—Prepárame, amor. Hazlo lento. Enséñame a confiar en ti.

Yo tomé una respiración profunda, conmovido y excitado al mismo tiempo. Me incliné sobre ella y comencé a acariciarla con paciencia infinita, con ternura reverente, como si estuviera entrando a un templo. Porque lo era. Era su cuerpo, su decisión, su amor puesto entero sobre la cama para mí.

Angie cerró los ojos y soltó un suspiro, y supo que esa noche quedaría grabada para siempre en nuestra historia, no solo por el acto en sí, sino por todo lo que significaba: confianza absoluta, deseo sin condiciones, entrega sin reservas.

Ella se mantuvo acostada boca abajo, con los brazos extendidos sobre la almohada y la cabeza girada hacia un lado, respirando hondo, dejando que el vino y el deseo hicieran lo suyo. Su espalda se movía con suavidad, al compás de su respiración, y sus caderas alzadas formaban una curva perfecta que me invitaba, pero también me exigía cuidado, paciencia, reverencia.

Yo me arrodillé detrás de ella, con el corazón latiéndome en el cuello, como si fuera la primera vez que tocaba su piel. Tomé el frasco de lubricante y lo vertí en mi mano. Mis dedos estaban fríos, pero mi respiración ardía. Me incliné y comencé a acariciarla con la mayor delicadeza, con una ternura profunda que venía del amor, no solo del deseo. Le puse bastante lubricante en su culito. Me puse un preservativo y lo unté con más lubricante.

Ella gimió, apenas, un susurro quebrado, y apretó las sábanas con los dedos. Le besé la espalda baja, el inicio de la curva que desembocaba en su trasero, y sentí cómo su cuerpo temblaba levemente.

—¿Estás bien, amor?

—Sí… solo hazlo lento. Muy lento. Quiero que sea tuyo… pero sin miedo.

Le acaricié los glúteos con las dos manos, los separé con cuidado y comencé a lubricarla más con los dedos, primero por fuera, con círculos suaves, sin presión. Noté cómo respiraba más fuerte, pero no era miedo, era entrega. Poco a poco, su cuerpo se fue abriendo, relajando, cediendo.

Mis dedos fueron explorando su culito con una delicadeza infinita, preparados por todo lo que habíamos conversado, por todo el amor que teníamos encima. Ella empujó apenas hacia atrás, dándome permiso, y entonces supe que estaba lista.

—Voy a entrar —le dije, y ella solo asintió con la cabeza y me susurró:

—Hazlo tuyo, amor… solo tuyo.

Poco a poco fui entrando, con un cuidado que jamás había tenido con nadie, tomándome todo el tiempo del mundo. Ella apretó los dientes, gimió fuerte, pero no se apartó. Le tomé una mano, entrelacé mis dedos con los suyos, y la besé en la espalda mientras avanzaba con ternura, esperando que su cuerpo me recibiera del todo. Su ano se iba tragando muy lentamente mi pene. El vino y el lubricante eran la combinación perfecta.

Cuando lo logré, cuando estuve completamente dentro de ella, sentí que algo en mí se rompía y se recomponía a la vez. Era un placer diferente, más apretado, más profundo, pero también era algo emocional: la sensación de que ella me daba todo, lo último, lo más íntimo, con plena conciencia.

—Eres perfecta —le susurré, conmovido.

—Muévete, amor… hazlo tuyo… despacio.

Y así lo hice. Cada embestida era medida, cada gemido de ella me indicaba cuánto más podía darle. No era solo sexo. Era devoción. Era comunión. Era amor traducido en cuerpo.

El placer creció, lento pero feroz. Angie se aferraba a las sábanas, y a veces a mis brazos, moviéndose conmigo, dejándome guiarla. En un momento, se giró levemente para verme, con los ojos húmedos y encendidos, y me dijo entre jadeos:

—Siento que te pertenezco por completo. Tu eres mi dueño…

—Lo eres mi amor, solo mía… Voy a salirme para sacarme el preservativo, ¿está bien?

— Si, pero entra despacio...

Me retiré lento, me saqué el preservativo, su culito estaba rojo y ligeramente abierto, le puse más lubricante, ella gemía. volví a entrar muy despacio. Angie se agarraba con fuerza de las sábanas.

—Muévete, amor… mi culito es tuyo… así amor, se siente rico.

Yo no aguanté más. La tomé por la cintura, la atraje más hacia mí, y mis movimientos se volvieron más intensos, más cargados de emoción. Ella gritó mi nombre varias veces, ya no me decía Primix, era mi nombre, el que repetía entre gemidos, se estremeció debajo de mí, y sentí su cuerpo rendirse al orgasmo, tenso, tembloroso, eléctrico. Yo seguí moviéndome un momento más, si su vagina apretaba, su culito estrangulaba mi miembro, el latigazo del orgasmo llegó sin aviso, violento, dejándome caer sobre ella, vaciándome con un gemido ronco, mordiéndole el hombro, incapaz de contener la fuerza del clímax que me sacudía entero.

Nos quedamos así, unidos, jadeando, sudorosos, exhaustos… pero plenos. Acaricié su cabello y besé su cuello mientras ella me decía con voz baja, aun temblando:

—Gracias por cuidarme… gracias por amarme así. Soy tuya, amor, ahora si absolutamente tuya…

La abracé por detrás, aún dentro de ella, y solo atiné a decirle:

—Nunca he amado así, Angie. Nunca.

—Feliz aniversario mi amor

—Feliz aniversario mi adorada Angie

Y en ese momento supe que ese regalo no era solo su cuerpo. Era su alma desnuda, puesta en mis manos.

Permanecimos así, fundidos, pegados piel con piel, envueltos en el sudor tibio de lo que acababa de pasar. Aún la tenía entre mis brazos, acurrucada, con la cabeza apoyada en mi pecho, respirando despacio, como si estuviera volviendo de algún lugar lejano y sagrado. Mis dedos recorrían su espalda en líneas suaves, sin apuro. Afuera, el silencio era total. Dentro, solo se escuchaban nuestros corazones latiendo al unísono.

—¿Estás bien? —le susurré al oído, con voz ronca, temiendo que hubiera algo que no me había dicho.

Angie alzó la vista. Tenía los ojos húmedos, pero no era tristeza, no era dolor. Eran emociones contenidas. Me miró y sonrió, como si quisiera asegurarse de que yo entendiera todo sin tener que explicarlo.

—Sí, amor… estoy bien. Estoy feliz. Fue… fue hermoso. Más de lo que imaginé.

Acaricié su mejilla, besé su frente. Ella se acomodó mejor contra mí y se dejó abrazar como una niña que acaba de vivir algo grande y necesita refugio para asimilarlo. Y yo estaba ahí, siendo ese refugio, orgulloso, conmovido.

—Lo hiciste con tanto cuidado… sentí que me amabas más que nunca.

—Porque eres lo más valioso que tengo —le dije—. No era solo por el cuerpo, Angie. Era por lo que significa. Por lo que me diste. Me dejaste entrar a un lugar tuyo, íntimo… y no hablo solo del físico. Ella cerró los ojos. Una lágrima le rodó por la mejilla. La limpié con los labios.

—Pensé que me iba a doler más —susurró—. Y al principio sí fue raro, incómodo… pero luego fue distinto. Cuando te sentí dentro, despacio, cuidándome… hubo un momento en que me rendí, en que mi cuerpo te aceptó de verdad. Y lo disfruté, amor. Me gustó.

—¿De verdad?

—De verdad. Me sorprendí a mí misma. Fue intenso. Pero más allá del placer, fue sentirme tuya. Sentir que ya no hay más barreras entre nosotros. Nada oculto. Nada pendiente. Te lo di todo, y no me arrepiento.

Yo no sabía qué decir. La abracé fuerte. Hundí mi rostro en su cuello, respirando su olor, la mezcla de sexo, vino, y su perfume suave. Era como estar flotando en otra realidad.

Ella sonrió. Se giró para quedar encima de mí, con su cuerpo cálido pegado al mío. Me besó despacio, largo, como si sellara con su boca todo lo que habíamos dicho. Después apoyó su frente en la mía y cerró los ojos.

—Ya ves, me diste vino… y me hiciste feliz.

—Y tú me diste todo. Todo.

Nos quedamos así, abrazados, sin necesidad de palabras. El colchón aún caliente. Las sábanas desordenadas. Afuera, la noche. Dentro de nosotros, una certeza nueva: habíamos cruzado un umbral, no solo físico, sino emocional.

Después de un largo silencio, solo interrumpido por nuestras respiraciones lentas y el eco suave de nuestros corazones aún agitados, sentí la necesidad de romper el momento con un poco de humor, como siempre hacíamos cuando la emoción nos desbordaba. Cambié el tono, como si quisiera aligerar la atmósfera, y con una sonrisa le dije:

—Amor… ¿Sabes que ahora somos compadres?

Ella levantó una ceja, aún acurrucada sobre mi pecho, con la mirada algo somnolienta pero divertida.

—¿Cómo que compadres? ¿Qué hablas, tontín?

—Sí, claro… porque te acabo de bautizar el chico.

Soltó una carcajada y me dio un golpecito juguetón en el pecho.

—¡Tontonazo! Tú y tus bromas… —pero siguió divertida—. Bueno, sí, tienes razón. Ahora somos tío y sobrina, amantes… ¡y compadres! Vamos acumulando títulos, amor. ¿Qué nos falta? ¿Socios, quizás?

Ambos reímos, esa risa que nace cuando el cuerpo está cansado pero el alma está plena. Nos abrazamos de nuevo, como si quisiéramos fundirnos. En ese abrazo no había lujuria, ni urgencia. Solo ternura, complicidad, una paz absoluta.

—Quiero darme un baño, siento mi traserito todo mojado.

—Yo también le dije, la mezcla de lubricante y semen se está poniendo pegajosa.

Entramos juntos a la ducha, nos tocábamos, nos jabonábamos, nos besábamos. Cuando salimos, mientras nos secábamos, Angie me dijo:

—Amor, pídemelo cuando quieras, pero siempre con mucho lubricante y mucho vino, ¿ok?

—¿Ok, y tú me lo vas a pedir?

—Creo que sí, me ha gustado.

Habíamos cruzado todas las fronteras, explorado todos los rincones, entregado todo lo que teníamos. Ya no era necesario volver a hacer el amor esa noche. No porque no quedaran ganas, sino porque simplemente… ya lo habíamos dicho todo con nuestros cuerpos.

Solo queríamos dormir abrazados. Sentirnos cerca. Saber que lo que habíamos vivido nos pertenecía, que habíamos sellado algo profundo, inmenso. La noche empezó a arrullarnos poco a poco. Yo la sentía acomodarse mejor contra mí, buscándome, pegándose más. Como si su cuerpo no soportara ni un milímetro de distancia entre nosotros.

La besé en la frente.

—Te amo, mi comadrita.

Ella rio suavemente.

—Y yo a ti, mi compadrito conejo loco.

Y así, entre juegos, bromas y ese calor de amor auténtico, la noche nos fue envolviendo. El vino, el deseo, el regalo especial, todo había quedado atrás… y lo único que importaba era eso: estar juntos. Sin palabras, sin promesas.
 
ANGIE

Estábamos desnudos en el sillón, acurrucados, riendo, con el cuerpo aún tibio de todo lo que habíamos vivido apenas una hora antes. Yo tenía la cabeza apoyada en su pecho, escuchando su corazón, ese sonido que me calmaba y me encendía al mismo tiempo. Teníamos las copas vacías en la mesa, las botellas casi terminadas. El vino me había relajado, pero más me relajaba su piel, su olor, su manera de abrazarme como si yo fuera un pedazo sagrado de su vida.

Comenzamos a hablar de todo lo que habíamos vivido ese año. Era inevitable reírnos recordando cuando lo hacíamos en su cuarto calladitos, casi sin respirar, para que su mamá no nos escuche. O aquella vez que casi nos atrapan en la sala, cuando yo me senté sobre él, desesperada por sentirlo, con el corazón a mil. Lo que vivimos en Arequipa, las escapadas, los mensajes escondidos, las miradas cómplices en medio de reuniones familiares. Cada historia me arrancaba una sonrisa, pero también un nudo en el pecho. Todo lo que habíamos construido estaba ahí, latiendo entre nosotros. No era solo sexo, nunca lo fue. Era amor, necesidad, urgencia de estar juntos.

Él comenzó a besarme el cuello, a acariciarme como si fuera un tesoro frágil y eterno. Me dejé hacer. Cerré los ojos. Sentí cómo el deseo volvía a subir, lento, cálido, como una marea. Pero esta vez era distinto. Esta vez recordé lo que le había prometido. El regalo. Mi cuerpo se tensó un poco. No era miedo exactamente. Era vulnerabilidad. Yo lo amaba con locura, pero nunca había hecho eso con nadie. Él lo sabía. Por eso, cuando se lo confirmé, cuando le dije que sí, que quería que fuera él quien me tuviera por completo, vi en sus ojos un brillo distinto. No de lujuria, sino de amor, de reverencia.

Yo misma tomé la bolsita negra de la mesa. Nos miramos en silencio. Me temblaban un poco las manos, pero también sentía una extraña emoción, como si estuviera cruzando un umbral sagrado. Me tumbó en la cama con una delicadeza que me hizo sentir única. Usó el lubricante con paciencia infinita. Me besaba, me susurraba que me amaba, que no haría nada que me lastimara. Y yo solo asentía. Quería confiar. Y confié.

Cuando por fin me tuvo por completo, una lágrima me cayó por la mejilla, pero no de dolor, sino de intensidad. Porque sentí que estaba entregándole mi cuerpo de una manera que nunca había hecho. Porque me sentí suya, completamente suya. No solo por dentro, sino por fuera, por el alma, por el corazón. Porque en su cuidado sentí cuánto me amaba. Porque descubrí que ese nuevo placer, profundo, extraño al comienzo, se transformó en un gozo incontrolable, que terminó explotando en un orgasmo que me arrancó el aliento. Nunca había sentido algo así. Nunca.

Después, me abrazó como si acabara de salvarme de una tormenta. Y yo lo abracé también, sabiendo que acabábamos de sellar algo más grande que un acto sexual. Era un pacto. Había cruzado con él una frontera que me había guardado toda la vida. Y no me arrepentí. Al contrario. Me sentí más mujer. Más suya. Más amada.

Y cuando me dijo esa tontería de que ahora éramos compadres porque me había "bautizado el chico", solo pude reír. Porque él era así. Capaz de hacerme reír justo cuando acababa de llorar de emoción. Porque él sabía equilibrarlo todo: la pasión, la ternura, la locura, la entrega. Nos quedamos abrazados, riéndonos, jugando, sabiendo que no hacía falta más. Que habíamos llegado a la cima del cielo… y lo habíamos hecho juntos.

Yo no sabía si esto iba a durar para siempre, pero sí sabía algo con certeza: nadie más iba a tenerme así. Nadie más iba a merecer que me entregara tanto. Porque ese día, en esa cama, con su cuerpo dentro del mío, con nuestras almas hechas nudo, supe que lo amaba más que nunca. Y que lo que habíamos vivido era nuestro. Solo nuestro.

YO

Esa noche dormimos de largo. No fue un sueño pesado por agotamiento, sino ese descanso profundo y dulce que solo llega cuando el cuerpo y el alma han encontrado alivio, cuando ya no queda nada por contener. Estábamos extasiados más que cansados. Abrazados, desnudos, envueltos apenas en las sábanas suaves del hotel, nos entregamos al descanso con una sonrisa en los labios.

Me despertó un beso en la frente. Apenas había claridad en la habitación, debían ser las seis. Abrí los ojos con esfuerzo y la vi ir hacia el baño desnuda, con el cabello revuelto, caminando lenta, serena, como si flotara. No sabía si aún estaba soñando.

Regresó envuelta en una luz tenue que se colaba por las cortinas. Se sentó a mi lado y ahora fue un beso en los labios, lento, húmedo, dulce.

—Hola, amor… ¿cómo estás? —me susurró.

—Muy bien… —le respondí, aún con voz ronca de sueño—. ¿Y tú?

—Perfecta —dijo sonriendo, y vi ese brillo en sus ojos que me derrite.

—¿Y cómo vamos por ahí abajo? —pregunté, medio en broma, medio en serio, tocándole suavemente el muslo.

Ella se rio bajito, como niña traviesa.

—Nada, todo bien. Anoche, una sensación rara por momentos… pero ahora, normal. No hay dolor, no hay ardor… nada. ¿Por qué? —dijo mirándome con picardía—. ¿Piensas volver a usarlo?

La miré a los ojos, acariciándole el rostro.

—Si tú quieres, yo quiero.

Angie no dijo nada. Solo me volvió a besar. Pero esta vez no fue el beso de un saludo ni de buenas noches. Comenzó a deslizarse suavemente por mi cuello, por mi pecho, dejando un reguero de besos y de deseo. Entendí en ese momento que sí, que ella quería. No era un acto impulsivo, ni algo que repetir por repetir.

Mis dedos acariciaron su espalda mientras ella bajaba, mientras su aliento me erizaba cada rincón. Bajó por mi vientre y cuando llegó a mi pubis, solo le dio un beso a mi pene y siguió de largo. Mi miembro ya estaba erecto, pero ella lo ignoró, me besaba los muslos, les daba alguna lamida a mis testículos, pero seguía ignorando mi pene. Hasta que lo tomó con sus dos manos y después de acariciarlo, se lo metió a la boca, pero de un solo trago hasta el fondo de su garganta y ahí se quedó como conteniendo la respiración. Unos segundos después, empezó a meterlo y sacarlo de su boca.

Un par de minutos después subió hasta mi boca, y besándome me dice

—Tómame como quieras amor

Se echo a mi lado, yo me incorporé y mientras la besaba, mi mano busca su húmeda vagina, juego con ella, bajo de su boca a sus senos, mientras le introduzco dos dedos en su conchita.

Angie jadeaba, no gemía, solo jadeaba, mientras sus brazos me rodeaban y me jalaban sobre ella. Cuando estuve en posición, sobre ella, entré suavemente en su vagina y comencé a darle a ritmo lento pero constante.

—Si amor, así, que rico te siento me decía entre jadeos

Cuando la sentí más agitada, la puse piernas al hombro. Mi pene le llegaba más profundo y aumenté el ritmo, sus jadeos comenzaron a transformase en gemidos.

—Quieres que entre en tu culito en esta posición

Ella sin dejar de gemir,

—Se puede?

—Claro, solo relájate

Me salí de su vagina, busqué el tubo de lubricante y le puse una almohada debajo de sus caderas, ella seguía con las piernas levantadas. Su asterisco me quedaba justo a la vista. Estaba intacto, no había huellas de que la noche anterior había dejado de ser virgen. Le comencé a untar el lubricante. Angie solo miraba de costado, aunque desde su posición no veía mucho de lo que yo hacía, solo soltaba leves gemidos cuando al untar el lubricante, metía ligeramente mi dedo en su ano, para lubricarlo por dentro e ir soltándolo.

—Despacio amor, suavecito por favor

—Tranquila mi Angie, esto va a ser más fácil que lo de ayer

Cuando sentí que se soltó unté mucho lubricante en todo mi pene y le puse solo la punta en la entrada de su culito.

—Lista?

—Si amor, pero entra muy despacio

—Si amor, tu solo relájate y disfruta

Empecé a empujar muy pero muy lento mi pene, a diferencia de la noche anterior, tenía una mejor visión y más control de lo que estaba haciendo. Su culito iba cediendo lentamente a mi pene, pero igual sentía que lo apretaba con fuerza a pesar de que ella estaba con las piernas abiertas sobre mis brazos y relajada. Cuando tenía un poco más de la mitad adentro, le pregunté

—Vamos bien?

—Si amor, no duele

—Lo quieres todo?

—Que? ¿No ha entrado todo?

—No, solo un poco más de la mitad

—Uff! Ya mételo todo, aunque creo que me va a salir por la boca y se rio

Di un último empuje, lento, pero ya no por partes, se lo hundí todo. Ella soltó un grito.

—Estas bien Angie

—Si amor, ¡pero creo que te ha crecido desde anoche!!

—Es que así entro más y además te falta vino, dije con una voz de inocente.

—Muévete amor, quiero sentirte, solo hazlo lento.

Le levanté las piernas y las puse sobre mis hombros, ella volvió a gritar y yo comencé a bombearle lento, no lo sacaba todo, solo hasta la mitad para que se culito se vaya abriendo al tamaño de mi muchacho que estaba como fierro.

Cuando aceleré un poco ella me miraba con los ojos muy abiertos…

—Esta posición… me gusta… más… porque… puedo verte… como gozas … con … mi culito… Me dijo entre gemidos cada vez más fuertes.

Yo sentía que no iba a durar mucho así, su culo apretaba mi pene fuertemente provocando oleadas de placer, pero quería que ella gozara más. Yo también gozaba ver su cara de placer y sus tetas rebotando de arriba abajo mientras yo entraba y salía de su culo.

—Tócate amor

—Como? … Como me toco? Los gemidos y jadeos casi no la dejaban hablar

Tomé una de sus manos, que la tenía agarrando la sabana con fuerza y se la puse sobre su vulva.

—tócate como cuando te masturbabas pensando en mi

Ella solo me miró mordiéndose el labio y comenzó a acariciarse la vulva, mientras yo aumentaba el bombeo de su culito, primero suavemente, luego con frenesí, se estimulaba el clítoris y se metía dos o tres dedos en la vagina.

En un momento cerró los ojos y levantó su espalda arqueándose sobre sí misma, sus gritos debían escucharse en todo el piso, no nos importaba. Yo podía sentir sus dedos dentro de su vagina cuando mi pene entraba hasta el fondo de su culo. De pronto un solo grito, casi de otro mundo, ¡Aaaaaaaaaaaaaah! Y vi la humedad que inundaba su vagina. No eran los chorros que se ven en las películas porno, pero si claramente su vulva se inundó con un líquido transparente y ligeramente espeso que comenzó a correr en un hilo hasta alcanzar mi pene que seguía entrando y saliendo de su culo. A lo más pasó un minuto, cuando sentí como mi semen salía de la base de mi pene para inundar su culito. Yo también solté un gemido ronco y profundo.

Nos quedamos los dos quietos, respirando agitadamente, yo había bajado mi cuerpo hasta tener mi cara frente a la suya, Angie estaba casi doblada en dos, con sus piernas a la altura de mis antebrazos, nuestras narices se tocaban, nuestras respiraciones se mezclaban, ambos con los ojos cerrados, nuestras bocas se buscaban y mi pene aun en su culo.

Un momento después, retiré mi pene muy despacio, aunque ya no estaba tan erecto y ella bajo las piernas para enredarlas con las mías. Yo seguía sobre ella. No me movía. No podía. Sentía su cuerpo palpitando bajo el mío, su respiración cálida chocando con mi cuello, nuestras pieles pegadas como si fueran una sola. Era un silencio cargado, no vacío: hablaban los cuerpos, los corazones, las memorias de lo que acabábamos de compartir.

Sus piernas enredadas en las mías eran un cerrojo dulce, una súplica muda para que no me apartara. Como si mi presencia dentro de ella aún significara algo más que físico. Como si todavía estuviéramos terminando de hacernos el amor, aunque ya hubiésemos llegado al final. Yo no quería moverme. No todavía. No podía soltar esa comunión.

Más de un minuto después, ella rompió el silencio. Su voz fue apenas un murmullo entrecortado por el asombro:

—Esto es demasiado…

Levanté un poco la cabeza para mirarla a los ojos. Esos ojos húmedos, brillando con algo que no era solo placer.

—¿Cómo? —le dije.

—Es que… esto es demasiado —repitió, con la voz quebrada de emoción—. Es demasiado placer, amor. Nunca había sentido esto. ¿Qué has hecho conmigo?

La miré con ternura, con gratitud, con un amor que no sabía cómo contener en palabras.

—Lo mismo que tú haces conmigo, Angie… amarte.

Ella cerró los ojos un segundo, soltó un suspiro largo, profundo, como si en ese aliento se le fuera toda la resistencia que alguna vez tuvo.

—No sabía que el amor podía sentirse así… tan intenso, tan dentro. Y así no quieres que sea adicta a ti. —Abrió los ojos de nuevo y murmuró—: Te amo… te amo, Primix.

Yo sonreí, sin necesidad de responder, porque mi cuerpo, mi presencia, mi entrega completa, ya lo decían todo.

—Esto es demasiado… esto es demasiado… —repetía como un mantra suave, como si estuviera tratando de convencerse de que era real.

Entonces jaló suavemente mi cabeza, y la apoyó junto a la suya, nuestras frentes unidas, nuestras bocas apenas separadas, nuestros alientos entrelazados.

Habían pasado ya más de dos horas desde aquella entrega intensa. El tiempo se deslizaba lento, sin apuros, como si el reloj también quisiera quedarse abrazado con nosotros. Después del descanso, nos habíamos levantado y pedido el desayuno. Esta vez trajeron tamal calientito con su sarsa de cebolla roja, café humeante y panecillos tibios que llenaban el cuarto de un aroma delicioso. Era justo lo que necesitábamos para reponer las energías de la noche… y de la mañana.

Comimos en la cama, sin apuro, como si fuera domingo, aunque era sábado. Desnudos, pero cubiertos con la sábana, como niños que se han escapado de todo, sin deberes, sin reloj, sin nadie que nos reclame.

Ya con la panza llena, nos acurrucamos de nuevo. Ella se pegó a mí, su pierna sobre la mía, su mano en mi pecho. Nos besábamos suave, sin urgencia, como si cada beso dijera gracias.

Entonces le dije con una sonrisa:

—¿Te gustaría un desayuno francés?

Angie levantó la cabeza, con una ceja alzada.

—¿Y cómo es eso?

—Tenemos una botella de champán en el refrigerador.

Sus ojos se iluminaron.

—¡Claro que sí! Esa botella tenemos que acabarla antes de irnos.

Me levanté desnudo y caminé hacia el minibar. Ella silbó divertida cuando me vio de espaldas. Saqué la botella helada, las copas, y regresé con el tesoro.

La descorché con cuidado, y el pop alegre del corcho nos hizo reír. Serví las copas. Las burbujas subían veloces como si también celebraran.

—Por nosotros —dije.

—Por esta nueva frontera que hemos cruzado juntos —respondió ella, seria por un instante, tocando su copa con la mía.

Brindamos, bebimos, y nos miramos como si estuviéramos descubriendo el amor por primera vez… otra vez.

La botella de champán ya iba por la mitad. La luz de la mañana se filtraba a través de las cortinas gruesas del hotel, dibujando una atmósfera cálida sobre nuestras pieles desnudas. Estábamos envueltos en la sábana, recostados uno junto al otro, con las piernas enredadas y los cuerpos aún tibios del amor y el desayuno. Todo olía a nosotros: a café, a pan, a champán, a deseo y ternura.

—¿Tú eras así en la universidad? —me preguntó Angie mientras jugaba con los vellos de mi pecho.

—¿Así cómo?

—Así… pícaro, dulce, con esa mezcla de ternura y depravación —dijo entre risas.

—Depende —le respondí, haciéndome el misterioso—. Había épocas. Hubo momentos donde era muy serio, sobre todo cuando andaba entre laboratorios y congresos. Y hubo otros… en los que sí, era un desastre.

—¿Alguna vez te enamoraste? —me preguntó, sin tono celoso, solo con esa curiosidad tranquila que sale cuando sabes que el corazón del otro ya te pertenece.

—Creo que sí… o al menos eso creí. Pero ahora que te tengo a ti, siento que todo antes fue solo ensayo.

Angie se quedó callada por un momento, luego apoyó su cabeza en mi pecho.

—A mí también me pasa. A veces me da pena pensar que estuve con personas antes de ti. Como si hubiera desperdiciado tiempo que podríamos haber vivido juntos.

—No fue tiempo perdido —le dije, acariciándole la espalda desnuda—. Todo lo que fuimos nos trajo hasta acá. Tú eres tú por todo lo que viviste. Y yo soy yo… por todas las veces que fallé antes de encontrarte.

Ella levantó la cabeza y me besó, lento. Después se sentó a horcajadas sobre mí, con la sábana a la cintura. Sus senos suaves quedaron expuestos, iluminados por la luz de la ventana. Me miraba desde arriba con esa sonrisa suya que combinaba malicia y devoción.

—Quiero saber más de tu trabajo —dijo de pronto.

—¿De verdad? ¿Justo ahora?

—Sí, me encanta escucharte cuando hablas de esas cosas. Tus ojos brillan distinto. Como cuando estás dentro de mí —susurró.

Le conté que la dueña, una señora cincuentona bien puesta y que había enviudado hace poco, me había dicho que estaba pensando en vender la empresa y eso me daba un poco de dudas, siempre en una transferencia de dueños, sale gente, le dije...

—Tu eres bueno en lo que haces, seguro que a ti no te tocan.

—¿Y tú, mi amor? ¿Te imaginas ejerciendo tu carrera? —le pregunté.

—No me imagino sin ti —respondió—. Pero sí, claro. Quiero trabajar contigo, en lo que sea. Quiero estar cerca de ti, hacer equipo. Como ahora, como siempre.

Volvimos a besarnos. Jugábamos a hablarnos al oído, a mordernos los labios entre frases, a contarnos anécdotas graciosas de la universidad, de profesores raros, de compañeros que hoy ni sabemos dónde están.

—Amor —le dije, después de un rato en silencio, tomándola suavemente de la barbilla y girando su rostro hacia mí—. Quiero preguntarte algo… sincero, directo.

—Dime —respondió con esa sonrisa cómplice, con los ojos aún brillantes.

—¿Cuál te gustó más? —pregunté con suavidad—. ¿Lo de anoche… o lo de esta mañana?

Ella frunció un poco los labios, pensativa, como si la pregunta de verdad mereciera una deliberación cuidadosa. Me encantó verla así, tomándose en serio algo tan íntimo, tan nuestro.

—Mmmm… —hizo una pequeña pausa—. Creo que lo de hoy, amor.

—¿Sí? ¿Por qué?

—Me gustó tocarme, sentir tu pene en mi trasero y mis dedos en mi vagina… —respondió, con voz baja pero clara—. Me gustó verte mirarme, gozar, mientras lo hacía. Sentí que estaba conectada contigo a un nivel más profundo. Como si el placer fuera también comunicación. No era solo lo físico… era la libertad. El poder sentir y expresarlo sin miedo.

Yo asentí, sin interrumpirla. Ella continuó:

—Lo de anoche fue maravilloso. Fue la primera vez, y todo era nuevo, diferente, emocionante. Había ansiedad… pero se transformó en placer. Fue fuerte. Intenso. Pero esta mañana… esta mañana fue más completo. Me sentí más libre. Más tuya. Más mía también. Pude verme, pude verte. Me tocaba y te sentía dentro, me mirabas y me encendías más. No sé cómo explicarlo bien… pero creo que fue supremo. Esa es la palabra.

—Supremo… —repetí, con una sonrisa, llevándome su mano a mis labios—. Me encanta que me digas eso. Me gusta saber lo que te hace bien, lo que te gusta, lo que quieres explorar, pero cuando te tengo boca abajo, como anoche, también te puedes tocar…

—Tienes razón… no lo había pensado…lo probaré la próxima vez…—Y mirándome con picardía —pero no hoy jovencito, mi potito ya tuvo bastante para ser primera vez.

—Claro amor, poco a poco, no es que tampoco quiera darte por ahí todas las veces, eso tiene su momento.

—Yo también quiero saber eso de ti —dijo—. Quiero conocerte tanto que no haya parte tuya que no pueda tocar, física o emocionalmente. Quiero ser buena para ti. Quiero que me enseñes… pero también sorprenderte.

Cuando el reloj marcaba un poco más de las 11, le dije a Angie en voz baja, mientras jugábamos con los dedos entrelazados:

—Creo que ya se nos acaba el tiempo, amor. Hay que irnos preparando para salir. Y esta vez no está la morena que nos puede dar tres horas extra...

Ella me miró y sonrió, esa sonrisa que tiene algo de nostalgia y complicidad.

—Sí, claro que recuerdo esas tres horas maravillosas que nos dio nuestra “amiga” la morena… Qué día.

Nos quedamos en silencio unos segundos. No hacía falta decir mucho. Sabíamos que el tiempo se nos escurría entre los dedos, pero aún no queríamos soltarlo.

—Vamos a darnos una ducha —dije.

Nos levantamos sin apuro, tomados de la mano, caminando desnudos hacia el baño, como si estuviéramos cerrando un capítulo con la misma delicadeza con la que lo habíamos abierto.

El agua tibia cayó sobre nuestros cuerpos y el vapor empezó a envolvernos. Nos enjabonábamos con ternura, entre risas suaves, caricias que no buscaban nada más que prolongar ese instante, como si nuestros cuerpos quisieran memorizarse por completo antes de volver al mundo real.

Pero fue inevitable. El roce de nuestras pieles húmedas, los susurros al oído, las miradas cargadas de deseo y ternura... Todo nos llevó a fundirnos una vez más. No fue una explosión, fue una danza lenta, una entrega silenciosa bajo el agua. Nos abrazamos tan fuerte que por momentos no se sabía dónde comenzaba uno y terminaba el otro.

No hablamos. Solo nos sentíamos. Ella estimulaba mi pene con su mano, yo le besaba los senos. Angie gemía. Me pegue más a ella y ella se paró en las puntas de sus pies, para facilitarme que entre en ella, sentí su vagina caliente envolver mi pene y comencé a bombearla, ella luchaba para que el agua no le caiga en la cara, pero no se movía de ese lugar donde la tenía atrapada con mi pene. Era nuestra despedida del hotel, pero también una celebración íntima, como si nuestros cuerpos quisieran grabar en la piel cada segundo de ese primer aniversario. Solo estuve dándole en esa posición unos cuantos minutos, hasta que ella estalló en su clímax, mi pene había estado rozándole el clítoris y eso la había llevado rápidamente al orgasmo.

La tomé de la cintura y le di la vuelta, ella inclino su cuerpo, me ofrecía su vagina y su culito, pero yo sabía respetar sus deseos. Se la metí en la vagina y dos o tres minutos después mi esperma inundaba su conchita.

Ella se dio la vuelta nuevamente y me besó, un beso largo, donde solo nuestros labios eran protagonistas. Y cuando el agua dejó de caer, aún quedamos unos minutos así, pegados, nuestras frentes juntas, respirando al mismo ritmo, agradeciendo en silencio todo lo vivido.

—Gracias —me susurró Angie sin abrir los ojos.

—A ti, amor. Por todo.

Salimos de la ducha sin prisa. El tiempo se había terminado, pero lo que construimos en esas horas se quedaba con nosotros. Como una joya guardada en el pecho.

Llegamos a casa cerca de las tres de la tarde. El trayecto había sido tranquilo. Paramos a comer algo ligero en el camino, aún con esa sensación de ligereza en el cuerpo y de plenitud en el alma. Al llegar, repetimos nuestro pequeño ritual silencioso: detuvimos el auto frente al parque, y ella me llenó de besos antes de bajar. Se despidió con una sonrisa, caminando con su bolso colgado al hombro y ese vestido blanco ondeando a cada paso, mientras se perdía por el sendero hacia la casa. Yo, como siempre, fui al grifo a echar gasolina, hice algo de tiempo. Paré en la bodega a comprar un par de six-packs. Necesitaba tener cerveza fría siempre a la mano.

Cuando llegué, casi cuarenta minutos después, la encontré en la cocina, sentada en la banca frente al ventanal, con una limonada helada entre las manos. Me sonrió apenas me vio entrar, y yo supe que todo seguía en calma.

—Angie, ¿y mi madre? —pregunté, dejando la bolsa en la encimera.

—No está —me dijo con su tono suave—. Ha dejado una nota que está con las amigas. Dice que va a venir como a las ocho de la noche. Y que, si se le pasa la hora, te va a llamar para que las recojas.

Nos miramos unos segundos, casi con complicidad.

—¿Y qué hacemos? —le pregunté, fingiendo duda.

—Seguimos la fiesta —dijo ella con una sonrisa, pero su voz no traía prisa ni desborde. Más que fiesta, queríamos algo más simple y profundo: estar juntos.

Nuestros cuerpos ya estaban satisfechos, nuestras almas estaban llenas. Caminamos hacia mi habitación como lo hicimos en el hotel: sin urgencias, sin palabras de más. Allá lo hicimos desnudos, aquí lo hicimos vestidos, pero el gesto era el mismo: una entrega tranquila y consciente.

Nos echamos en la cama, prendimos la televisión, pero no le prestábamos atención. Ella se acomodó sobre mí, y la abracé por la cintura. A ratos hablábamos, a ratos solo escuchábamos nuestras respiraciones. La luz de la tarde entraba por las cortinas y lo cubría todo de una calidez lenta.

Media hora después, me di cuenta de un detalle y lo dije sin filtro:

—Angie, sigues con ese vestido de fiesta.

Ella giró un poco para mirarse.

—¿Y?

—Te queda hermoso —le dije—. Este blanco resalta tu piel… Pero ¿no crees que no es adecuado para estar en la cama después de que se supone has amanecido en una fiesta?

Ella abrió los ojos como si hubiera descubierto algo crucial.

—¡Uy! Tienes razón, Primix. ¡Qué descuido!

Y saltó como solo ella sabe hacerlo, con esa mezcla de ligereza y gracia felina. Subió las escaleras con el vestido ondeando, mientras yo me quedé riendo solo, aprovechando para cambiarme también por ropa cómoda.

Unos minutos después, bajó. Y cuando la vi, respiré profundo. Angie apareció con uno de esos chorcitos pequeños que dejaban muy poco a la imaginación, y un polo suelto que apenas cubría la curva de sus caderas. Sus pezones se marcaban bajo la tela. No era una provocación directa, pero lo sentí como tal. Ella no lo hacía por seducirme. Lo hacía porque era su espacio. Su casa también. Su cama.

Se metió en la cama otra vez. No hizo falta que dijera nada. Solo abrió los brazos. Y yo, sin pensar, volví a su abrazo.
 
Veintitrés – ANGIE BORRACHA

Diciembre llegó casi sin darnos cuenta. Seguíamos escapando los sábados al hotel, a veces nos amábamos en mi cama, en la suya, o donde pudiéramos. La relación había madurado: ya no era solo deseo, era también costumbre, ternura y complicidad.


Pasamos Navidad en casa. Angie se quedó con nosotros. Fue una noche tranquila con mi madre, mi hermano y su esposa. Todo parecía fluir con una rutina silenciosa y feliz.


El 29, mientras conversábamos en mi cuarto, Angie preguntó cómo celebraríamos el Año Nuevo. Al día siguiente, consiguió una fiesta con sus amigas de universidad, pero debía hacerse en casa. Me pidió que hablara con mi madre, quien justamente pasaría el Año Nuevo con mi hermano fuera de Lima. Todo se alineaba.


El 31 por la tarde, las chicas llegaron cargadas de decoración y energía. Mientras ellas preparaban la casa, yo hice las compras. Más tarde, me arreglé con cuidado para esa noche especial. Cuando Angie bajó, vestida provocativamente de blanco, me dejó sin palabras. Era irresistible.


La fiesta comenzó con energía. Pero una invitada inesperada, Valeria, apareció vestida como si fuera a una gala. Desde su llegada se mostró provocativa conmigo. Se me pegaba, buscaba excusas para tocarme. Angie lo notó. Hubo tensión. Celos.


Para calmarla, la llevé al jardín. La besé con fuerza, con pasión. Le dejé claro que solo tenía ojos para ella. Ella, vulnerable, se dejó abrazar. Estábamos bien otra vez.


Luego salí a hablar con Valeria. Le puse un alto. Le dije claramente que estaba enamorado y no me interesaba. Fue firme, sin groserías, pero contundente.


Volví a casa. Angie me tomó la mano en silencio, entre amigos. Con solo una frase, me agradeció por proteger lo nuestro. El resto de la noche, bailamos como primos, pero con el alma llena de certezas. Nada ni nadie se interpondría entre nosotros.
1 de enero 2007, 3:50 a.m. La casa olía a restos de fiesta: a vino dulce, a guirnaldas de plástico, a uvas pisadas y risas que aún flotaban en el aire. Los invitados se habían ido uno por uno, entre abrazos, brindis de último minuto y promesas de vernos más seguido. Los últimos invitados, una pareja de enamorados, acababan de marcharse, el padre de ella había venido a recogerlos.

Cerré la puerta con el último adiós, ya había guardado el carro media hora antes, cuando solo esperábamos que la gente termine de irse. Aseguré la casa, entre a la cocina, viendo que nos esperaba una buena jornada de limpieza en unas horas, entre a la sala.

Angie estaba en la sala, descalza, con los tacones tirados en un rincón, la copa de champagne en una mano, uno de los triángulos de su top, levantado, dejándome ver esa magnifica teta. Su mirada era brillante pero desenfocada, y la sonrisa que llevaba… no era la habitual.

—Amor… ¿todo bien? —pregunté, acercándome.

—¡Te amooo, carajo! —gritó ella, riendo como si acabara de hacer un gol en la final del Mundial. ¡Eres el dueño de mi corazón, de mi concha y nhasta de mi culo! ¡Te amooo Puta madre!

Me quedé quieto. Angie nunca decía palabras subidas de tono. Nunca gritaba. A lo más un o un carajo muy ocasionalmente. Pero esa noche, parecía otra. O, mejor dicho, era la Angie secreta que llevaba dentro, guardada, domesticada… y que ahora salía con cada trago que había tomado.

Ella se me fue encima. Literalmente. Me colgó los brazos al cuello, y con un movimiento torpe pero decidido, me llevó contra el sofá.

—Esta noche... te voy a coger yo a ti, ¿me oyes? —me dijo al oído, arrastrando las palabras—. Ya basta de ser la señorita buena, , ¡hoy soy tu puta!

Tragué saliva.

—Angie... estás borracha.

—¡Estoy rica! —gritó ella—. Y caliente. Demasiado caliente, carajo.

Me besó con una fuerza inusual. Me mordió el labio. Me metió la lengua como si quisiera devorarme desde adentro. Su cuerpo se contorsionaba encima del mío, entre risas y gruñidos.

—Siempre me haces venir suavecito, con cariño… —susurró ella, mientras le arrancaba la camisa—. ¡Pero esta noche quiero que me rompas, puta madre! ¡Así… así…! —Y se frotaba contra mi, sin pudor alguno.

Yo estaba entre asombrado, excitado… y muerto de risa.

—Angie, espérate… te vas a caer.

—¡Cállate y fóllame, pues! ¡No seas maricón! —soltó, mientras me desabrochaba el pantalón con manos torpes.

Esa frase, dicha entre risas y ronquera, fue el disparo de salida.

No hubo juego previo. No hubo delicadeza. Solo urgencia, piel contra piel, gemidos que salían sin filtro. Ella se subió sobre mí en el sofá, ya totalmente desnudos y comenzó a moverse sin ritmo ni técnica, pero con un deseo brutal, primal.

Mo arañó la espalda. Me jaló del cabello. Me dijo cosas que nunca se hubiera atrevido a decir sobria.

—Que rica pinga tienes carajo! Así, así cáchame, ¡soy tu putaaaa! Gritaba mientras saltaba desenfrenadamente sobre mí, haciendo que, en cada salto, mi mazo, duro como una piedra, le entrara hasta el fondo. De rato en rato se salía, se arrodillaba, me la mamaba 10 o 15 segundos y volvía a sentarse y saltar sobre mí.

—¡Acaríciame el culo, así como tú sabes! Ese es tu culito, el culito de tu mujer, ¡méteme el dedo carajo!

Yo estaba a mil chupándole las tetas mientras le metía un dedo en el culo, ella no manifestaba ningún dolor, solo gemía cada vez más alto, ya más que gemidos, eran gritos de placer.

—Te amo Huevón —gimió mientras se venía encima mío, los muslos temblándole—. ¡Eres mío, !

La sostuve con fuerza, dejándola hacer, dejando que el huracán se desate.

Después del clímax, se desplomó encima de mío, sudada, riendo, balbuceando.

—Estoy… borracha como una p… flor.

—Sí, una flor bien jodida —le dije, abrazándola, aun jadeando.

—No me dejes nunca —susurró ella, ya medio dormida.

—Nunca, mi reina grosera, pero ahora me toca a mí.

La puse en cuatro patas en el sillón y la penetré con furia, ella solo gemía mientras mordía el cojín mas cercano, solo lo soltaba para gritar, mientras volteaba la cara para verme como la clavaba:

—Así, así, que rico, ¡¡me encanta tu pinga!! ¡¡Dame duro, soy tu puta!!

Varios minutos después, mi semen salía disparado para rellenarle el coño. Me quedé dentro de ella, buen rato, mi pecho sobre su espalda, ella volteaba la cara para buscar mis besos, mi lengua… el aroma a alcohol de su aliento y su suave perfume, me embriagaban.

Después de un rato, la levanté como pude y la llevé hasta la cama. Cuando la puse sobre la colcha, ella me agarró la mano y murmuró:

—Si me muero… quiero que me entierres con ese pijama tuyo. El gris. El que me calienta.

Me reí y me senté a su lado. Ella se había quedado boca abajo, solo murmuraba palabras que no entendía. La vista era magnifica, su espalda, su trasero suave, redondeado… su vagina, aun algo abierta, un hilo de mi semen y su humedad salían de ahí.

Fui a mi baño por una pequeña toalla. Desde que Angie se hizo cargo de mi ropa, siempre había ahí unas 10 o 12 toallitas de mano, que en realidad eran para limpiarnos después de hacer el amor. Angie lubricaba mucho y ahora que no usábamos preservativo, eso era una inundación de semen y lubricación cuando terminábamos.

Le estaba limpiando la vulva y el trasero, cuando ella levantó la cabeza.

—Ahora quieres darme por el culo huevón??

—Huevón? Dije riéndome.

—Claro, solo yo puedo decirte huevón porque soy la única que sabe lo rico y grandes que son tus huevos, dijo, sentándose en la cama y cogiendo mis testículos, un poco más fuerte de lo que me gustaba. Se trepó sobre mí, comenzó a besarme con desesperación, me mordía los labios, y se apretaba a mí.

—rómpeme el culo carajo!, hazme reventar de placer. como tú sabes.

La empujé suavemente sobre la cama, me paré a sacar el tubo de lubricante que estaba bien escondido en uno de mis cajones. No lo habíamos vuelto a hacer por ahí desde esas dos veces en el hotel cuando le inauguré la puerta trasera.

Cuando regresé a la cama, ella estaba en cuatro patas, con la cabeza sobre la almohada. Le puse una cantidad generosa de lubricante y le comencé a acariciar el asterisco, mientras metita uno de mis dedos para explorar el territorio. Ella solo gemía cada vez más fuerte.

— Ya méteme tu pinga! ¡Ya no juegues carajo! Me gritó con palabras que se le enredaban en la lengua.

Yo me senté contra la cabecera de la cama, puse más lubricante sobre mi muchacho erecto y la jalé hacia mí.

—Que haces? ¡Quiero que lo metas en mi culo !

—Eso voy a hacer, siéntate sobre mí y tú vas a metértelo muy suave...

—Qué es eso, ¿otra pose que te enseño tu negrita…? Y se rio a carcajadas.

Yo me reí y pensé que bien recordaba todo lo que le había contado sobre mis experiencias sexuales anteriores.

Angie se puso de cuclillas sobre mí, dándome la espalda, abriéndose el trasero con las manos, mientras yo empujaba mi pene con un dedo para que encaje con la entrada de su culito. Cuando ella sintió la punta tocando su asterisco, se lo metió de un solo sentón, se olvidó de la suavidad y lo despacio con lo que había entrado las otras veces, así de un solo sentón, su culo se tragó todo mi falo.

—! ¡¡Qué grande es esa cosa!!

—Tranquila amor, solo disfruta de a pocos

—¡Yo no quiero dé a pocos, te quiero todo dentro de mí! Y volteo la cabeza para besarme. Yo la tenía sujeta de la cintura y ella se movía en círculos sobre mi pene. —¡Bendita sea tu negra que te enseño a clavar un culo así!!!

En ese momento perdió totalmente el control, saltaba frenéticamente sobre mí, yo veía con la poca luz de la lampara, como mi pene perforaba sin piedad ese hermoso culito.

—tócate, amor! le dije,

Ella llevó sus dos manos a su vagina, yo no podía ver que se hacía, pues estaba sentada sobre mi dándome la espalda, pero cuando escuché sus gritos de placer, supuse que se había metido varios dedos en la vagina o se estaba estimulando el clítoris… o ambas, eso me aceleró aún más.

Dos o tres minutos después, ese grito mezclado con gemido, que solo soltaba cuando llegaba al orgasmo anal, ¡Aaaaaaaaaaahhh! Y cayo hacia adelante, jadeando, sudando.

Con esa posición podía ver, y sentir su ano latiendo alrededor de mi pene. Varios segundos después, ella se echó boca abajo, aun jadeante:

—¡¡¡Llena mi culo con tu leche amor, hazme tu puta!!!

Yo me puse sobre ella y comencé a penetrarla despacio, pero ella llevó sus manos hacia atrás y jalo mi cuerpo contra el suyo. entendí y se la clave de un solo golpe. Creo que nunca había entrado tanto en ese culito, le comencé a dar con fuerza y velocidad, como si estuviera en su lubricada vagina, ella solo gritaba de placer. Yo estaba totalmente echado sobre ella, la cubría con todo mi cuerpo, ella tenía los brazos extendidos hacia adelante y yo le tomé sus manos con las mías, mientras seguía clavándole el culo si piedad.

Ese culito estrangulaba mi pene, yo sentía claramente como abría las paredes de su ano, hasta que exploté dentro de ella, una eyaculación fuerte poderosa inundo el culo de mi Angie, mientras solté un gemido alto y ronco.

Nos quedamos así varios minutos, ambos jadeando. Yo tenía mi cabeza al lado de la de ella, respiraba su aliento a alcohol y el suave perfume de su piel.

Casi un minuto después, me retiré. Ella tenía los ojos cerrados.

—Todo bien amor? Le pregunté

—Todo de puta madre, dijo con una voz más de dormida que de despierta.

Me pare al baño. Lave mi muchacho que tenía una ligera manchita marrón en el glande. Parece que entré bien al fondo… Gajes del oficio, pensé divertido.

Regresé con una toallita a la cama y le limpié el trasero a Angie. Ella no decía nada, ya dormía. Saqué la pequeña linterna del cajón de mi mesa de noche y le examiné el ano. Estaba muy rojo y ligeramente abierto. Esto le va a doler, pensé. La acomodé en la cama y la tape. Fui a la cocina por un vaso de agua, pero regresé con una cerveza. Ahí estaba ella, ya con esa expresión angelical con la que dormía después de hacer el amor.

había descubierto una faceta nueva de mi Angie, Ya no solo era la mujer dulce y apasionada en la cama que se dejaba amar y entrega todo en cada movimiento, ni la que a veces tomaba el control en el sexo y me llevaba al séptimo cielo. Esta era una Angie realmente salvaje, desatada. Mi dulce Angie también podía ser una loba en la cama.
 
1 de enero 2007, 10:40 a.m.

El sol se filtraba con descaro por la cortina entreabierta. La habitación estaba en silencio, salvo por el zumbido leve de un ventilador y el leve sonido de la respiración de Angie. Yo estaba medio despierto, sentado con la espalda apoyada en el cabecero, mirándola dormir.

Angie abrió los ojos lentamente, como si el solo acto de mirar el mundo la lastimara. Se incorporó con esfuerzo, parpadeando. Tenía el cabello revuelto, el maquillaje corrido y una expresión entre confundida y dormida.

—Ay... me duele la cabeza —murmuró, frotándose las sienes.

La miré con una sonrisa, sin decir nada. La vi sentarse lentamente al borde de la cama y luego, apenas puso el trasero en la cama, la vi doblarse con una mueca de dolor y volver a echarse de golpe.

—¡Ayyy! —exclamó, llevándose una mano al trasero—. ¿Qué... qué me has hecho, amor? Me duele todo: el trasero, las piernas... hasta las costillas.

Solté una carcajada.

—¿Yo te he hecho? ¡Tú fuiste la que me atacó como una fiera!

Ella me miró, entre incrédula y avergonzada, con los ojos aún vidriosos por el sueño.

—¿Qué...? ¿Qué hice?

—¿No te acuerdas de nada?

—Nada —dijo con voz baja, tomándose el rostro con ambas manos—. Lo último que recuerdo fue que Luci y su enamorado esperaban que los recogieran... estábamos en la sala… después... negro total.

Me incliné hacia ella y le hablé al oído, divertido.

—Te trepaste encima mío en el sofá. Me gritaste que te hiciera mía, pero con palabrotas que jamás pensé escucharte decir. Me mordiste el cuello, me arañaste el pecho, la espalda, me dijiste cosas que... bueno... deberían estar en un disco pirata de rock subterráneo.

Angie se llevó una mano a la boca, escandalizada.

—¡No! ¡No, no, no!

—¡Sí! Me dijiste que te "rompa" y que te "coja rico", que estabas “caliente como la más puta de las putas”. Hasta me dijiste "maricón" porque fui lento en quitarme el pantalón.

Ella empezó a reírse, aunque no podía disimular el rubor en las mejillas.

—No puede ser...

—Y luego, cuando terminamos, te quedaste encima mío, abrazada, y me dijiste: “si me muero, entiérrame con tu pijama gris”.

Angie se cubrió el rostro con la sábana, riendo entre la vergüenza y el dolor de cabeza.

—¿Y tú me dejaste hacer todo eso?

—¿Y cómo no? Estabas salvaje, hermosa, explosiva. Nunca te había visto así… Fue como estar con otra versión de ti: sin filtro, sin miedo.

—Ay... qué roche...

—Y porque me duele tanto el trasero?

—Porque cuando llegamos aquí, me pediste que te diera por atrás

—Y claro te aprovechaste y me maltrataste, dijo haciendo un hermoso puchero.

Le conté que habíamos ensayado una nueva pose, pero que ella se lo metió todo de golpe y como saltaba frenéticamente sobre mí. Luego como se puso boca abajo y me pidió que le diera duro. Su cara era de un asombro divertido.

—¿Y porque no me pusiste lubricante? Me duele y me arde atrás.

—Te puse un montón, levanté el tubo y la toallita que habían quedado en el piso, mostrándoselos como pruebas.

—Como pude haber hecho todo eso? ¿Y no me dolía en ese momento?

—No, al contrario, lo disfrutaste mucho. Hasta bendijiste “a mi negrita” por enseñarme a hacerte todo eso… le dije riéndome.

—Ahora pensaras que soy una salvaje…

—Ahora pienso que tengo una mujer increíble, que me sorprende cada día, que me enamora y seduce a cada momento y que, con unos tragos de más, es una loba, mi loba…

Me acerqué y le di un beso en la frente.

—No te preocupes. Estuviste increíble. Pero ahora toma agua y quédate quieta. Yo preparo desayuno. Huevitos con pan, como cuando uno quiere revivir después de una batalla.

—Gracias... pero tráeme dos panadol también, por favor. Y un hielo para... ya sabes.

Ambos nos reímos.

Y así, entre risas, dolor de trasero y complicidad, empezamos el 2007.

La mañana avanzaba perezosa. El desayuno había hecho efecto: Angie ya no tenía ese gesto de dolor en el rostro y su mirada había vuelto a brillar, aunque todavía llevaba en los ojos la sombra de la resaca y le costaba sentarse.

Estábamos de nuevo en la cama. Yo recostado contra el cabecero, ella sentada entre mis piernas, desnuda. La sábana los cubría a medias, más por costumbre que por pudor.

Yo jugaba con la yema de los dedos sobre su piel, como si leyera en braille cada curva, cada lunar, cada parte de ella que ya conocía de memoria pero que siempre parecía descubrir por primera vez. No era un toque erótico. Era un lenguaje secreto, una forma de decir “estás aquí, conmigo, y te adoro” sin palabras. Le acariciaba los senos con suavidad, la barriga, los brazos, como si fuera un ritual silencioso de ternura.

El ambiente era tranquilo, suave. Hasta que Angie, sin previo aviso, lanzó la pregunta:

—Amor… ¿y te gusta Valeria?

Fruncí el ceño sin moverme, sin dejar de acariciarla. No por molestia, sino por sorpresa. No era una pregunta que esperara justo en ese momento. Pero tampoco quise esquivarla.

La miré desde arriba, sin tensión, y respondí con sinceridad.

—No, amor… no en el sentido que tú lo dices. Me parece atractiva, sí. Es una mujer interesante, muy bonita diría… pero no como te veo a ti. Tú si me gustas. Ella simplemente es una mujer bella. Y no puedo negar que la he mirado… pero no con deseo.

Angie permaneció en silencio unos segundos. Respiraba lento. Su cuerpo seguía relajado.

—¿Y nunca se te pasó por la cabeza tener algo con ella? —preguntó en voz baja—. Se te estaba regalando, amor… yo lo vi.

Dejé de acariciarla un momento, como si la seriedad de su respuesta necesitara otra postura. Le acomodé un mechón de cabello detrás de la oreja y le hablé al oído, bajito, con el tono grave y honesto que solo se usa cuando el corazón va primero:

—Amor… quizás hace algunos años no hubiese esperado ni la segunda insinuación para llevarla a la cama. Habría sido fácil. Pero ahora no. No tengo necesidad. Estoy satisfecho, lleno de ti. No tengo ni ganas ni dudas. Estoy enamorado. Y eso, créeme, es la mejor forma de asegurar fidelidad. Estar enamorado, de verdad, de adentro, de corazón… y eso ya lo comprobé contigo.

Ella giró la cabeza apenas para mirarlo.

—¿Conmigo tienes todo?

—Contigo tengo amor, tengo cariño, tengo atención… tengo ternura, deseo, complicidad, sexo del bueno y en gran cantidad. No necesito mirar a ningún otro lado.

Y en ese momento, ella se dio la vuelta con un impulso lleno de emoción, se me tiró encima sin aviso, me cubrió de besos en la cara, el cuello, el pecho, y entre cada beso repetía, bajito, pero con intensidad:

—Te amo. Te amo. Te amo. Eres mío. Qué suerte la mía…

Afuera, el calor del verano ya empezaba a colarse por la ventana, anunciando que enero estaba a punto de instalarse con toda su intensidad. Yo, con la cabeza apoyada en la almohada y los dedos jugando con un mechón del cabello de Angie, rompí el nuevo silencio con una sonrisa:

—Amor… este verano me gustaría llevarte a alguna de las fiestas con mis amigos del gimnasio.

Ella alzó una ceja, con curiosidad.

—¿Fiestas? ¿Tú con tus amigos? ¿En la playa?

—Sí, esas fiestas a las que se supone que voy —dije con tono travieso—, pero que en realidad me escapo contigo al hotel...

Angie soltó una risita cómplice, mordiéndose el labio.

—Pero creo que sería bueno ir de vez en cuando… como para hacerle caso a mi madre —añadí, burlón—. E imitando a mi madre: “¡ay, lleva a Angie a conocer a esos amigos forzudos que tanto menciona, para que consiga un galán!”.

Ella estalló en carcajadas y me dio un pellizco juguetón en la entrepierna, justo lo suficientemente fuerte para hacerme saltar un poco.

—¡Ay! —protesté él riendo.

—Claro que quiero conocer a tus amigos forzudos —dijo ella con una sonrisa traviesa—. Pero yo no necesito a otro, amor. Contigo tengo todo lo que necesito, y más.

La abracé por la cintura y la atraje hacia mí, besándole la frente con ternura.

—¿Has ido mucho a la playa? —le pregunté.

—La verdad, no. —Angie bajó un poco la voz, como recordando algo lejano—. Tú sabes, Arequipa está lejos del mar, y mi familia no era muy de ir. Fui un par de veces cuando venía a Lima, pero nada más. Siempre me quedé con las ganas de vivir un verano playero de verdad.

—Bueno, eso lo vamos a arreglar —dije, dándole un toquecito en la nariz—. Te prometo playa, brisa, sol… y helados de coco.

—Pero no tengo ropa de baño —dijo ella con fingida preocupación—. ¡Tengo que comprarme una!

Levanté una ceja con picardía.

—¿Y vas a comprar una chiquitita… o de esas grandotas de abuelita?

Angie me miró con aire desafiante y sensual, como si ya estuviera modelando mentalmente ambas opciones.

—¿Cuál prefieres tú?

—Mmmm… mejor elige tú. Sorpréndeme.

Ella se estiró sobre mí, dejando caer el peso de su cuerpo con pereza felina, y susurró:

—Te vas a arrepentir de haberme dicho eso…

—Ojalá —respondí, riendo.

—¿Y cuándo sería esa fiesta?

—Voy a llamar los chicos. Ver si organizamos algo el primer o segundo domingo de enero. Nos escapamos un fin de semana, tú y yo. Sol, playa… y unos cuantos forzudos mirándome con envidia porque tengo a la más guapa a mi lado.

—Ay, ya… no empieces con tus cursilerías —dijo ella escondiendo una sonrisa en mi cuello.

—No es cursilería si es verdad.

Habíamos puesto una película, pero Angie no dejaba de moverse. Se acomodaba para un lado, luego para el otro, se acomodaba un cojín, después otro. Suspiros bajitos, muecas. La observaba con ternura. Al final pausé la película y le pregunté:

—¿Estás bien? ¿Te duele algo?

Ella giró la cabeza y me lanzó una mirada cargada de ironía y dulzura al mismo tiempo.

—¡Ay, amor! ¿Cómo preguntas? ¡Claro que me sigue doliendo allá atrás!

Solté una risita. Me levanté y fui al cuarto de mi madre. Su botiquín siempre había sido una farmacia de emergencia. Ahí encontré el tubo milagroso: bepantene. Volví con él en la mano y le dije:

—Ponte boca abajo. Te voy a aplicar esto.

Angie ni dudó. Se acomodó en la cama, se echó boca abajo con ese movimiento suyo entre sensual y completamente natural, como si su cuerpo supiera que era totalmente mío. Me arrodillé entre sus piernas, destapé el tubo y comencé a aplicar la crema suavemente en su ano. Su entrada aún estaba roja, sensible. Me tomé mi tiempo, extendiéndola con cuidado, usando las yemas de los dedos, con movimientos suaves, casi de caricia. Era tan natural, ella no tenía ninguna restricción conmigo, podía tocarla donde sea, no había falso pudor.

No hablábamos mucho, pero el silencio era cómodo, cálido. Cuando recordé el desastre que había afuera de mi dormitorio, en la casa entera.

—Angie, tenemos que levantarnos en un rato —le dije mientras aún pasaba mis dedos con crema por su ano—. La sala, la casa en general, es un desastre. Mi madre llega mañana y no puede encontrar todo así.

—Tranquilo, amor —respondió sin moverse—. A las tres vienen mis amigas, con las que armamos todo. Vamos a limpiar todo. Tú no vas a hacer nada, jajaja… ya hiciste todo lo que quería que hagas.

La escuché sonreír. Yo también sonreí. Pero esa frase… esa última frase… me encendió algo. Mis manos, que hasta entonces se habían movido con cuidado médico, comenzaron a cambiar de ritmo. El roce ya no era solo funcional. Era deseo contenido en la punta de los dedos. Ella lo sintió. Su cuerpo lo supo antes que sus palabras.

Giró un poco la cabeza hacia mí, sin dejar de estar echada.

—¿Qué haces?

—Nada —le susurré—. Solo te estoy cuidando.

Deslicé una mano por su muslo, lento. Besé su espalda, su hombro, su cuello. Su respiración comenzó a cambiar. Se dio vuelta lentamente y me miró desde abajo, con esos ojos que me hablaban sin palabras. Se incorporó, me atrajo hacia ella. Nos besamos con una lentitud que no buscaba llegar a ningún lado rápido. Éramos dos que ya se conocían, que se sentían en casa en el cuerpo del otro.

Esa tarde no hicimos el amor por instinto ni por urgencia. Fue con ternura. Con pausa. Con complicidad. Como si cada caricia dijera “te pertenezco”, como si cada suspiro reafirmara todo lo que habíamos construido. Fue suave, íntimo, profundamente nuestro.

—Hazme tuya, amor, pero por la vía regular… la puerta trasera está damnificada… me dijo entre divertida y sensual.

La penetré despacio. ¿Duele? Pregunte. Un poquito, pero no te detengas, me contestó. Todo fue muy suave muy lento, ella llegó al clímax con unos gemidos bajitos, casi imperceptibles. Yo también tuve un orgasmo lento, que salió de la base de mi pene casi sin avisar, dándome un placer suave y relajado.

Después, aún desnudos en la cama, ella me abrazó por la cintura y apoyó su cabeza en mi pecho.

—¿Sabes? —dijo—. Creo que nunca me he sentido tan cuidada como contigo.

—Tu eres mi joya

—Y no me canso de ti… ni cuando me dejas dañada

Los dos reímos y nos abrazamos más fuerte aún.

Nos habíamos quedado dormidos, hasta que el timbre de la puerta nos despertó con una insistencia casi desesperada. En un principio pensé que soñaba, pero el sonido era tan real que abrí los ojos al mismo tiempo que Angie, abrazados, desnudos, aún tibios del sueño y del amor que nos habíamos hecho.

—¡Mis amigas! —dijo, de pronto, sentándose de golpe. — aush!!, todavía duele! Miró el reloj de la mesita—. ¡Tres y veinte! ¡Mis amigas!

En ese momento todo volvió a nosotros como un torbellino. La sala, el desorden, la ropa… ¡la ropa! Nuestra ropa estaba por toda la sala. Nos habíamos desnudado ahí mismo, con locura, con desesperación, y no habíamos recogido nada. Nada.

—¡La ropa! —le dije, medio riendo, medio en pánico.

Angie se levantó de un salto, soltó un “¡aush!” más fuerte, con una mueca de dolor por el recuerdo de la noche anterior, pero se sobrepuso como si el cuerpo también supiera que había que reaccionar. Agarró un polo mío, de esos grandes que tanto le gustaban, y se lo puso. Le llegaba justo hasta arriba de las rodillas. Estaba descalza, despeinada, y, aun así, era hermosa. Salvajemente hermosa.

—¡Tú no salgas! —me ordenó mientras salía del cuarto—. ¡Cámbiate primero!

Obedecí. Me metí a duchar con rapidez, el cuerpo todavía entumecido de tanto amor y de tan poco sueño. Desde el baño escuchaba las voces y las risas. Habían llegado ya las amigas que habían armado todo. Cuando salí, fresco y vestido, me recibieron con un “¡Hola!” alegre, como si fuéramos amigos de toda la vida.

Les sonreí. Angie me miró y, con solo los ojos, le pregunté por la ropa. Ella hizo una seña casi imperceptible hacia una bolsa negra al costado del mueble. Fui hasta allá, disimuladamente. Era una bolsa de basura, pero dentro estaban nuestros secretos: su top mínimo, su pantalón, mi ropa interior, su calzón, nuestros pecados envueltos como evidencia que nadie debía ver. Me la llevé a mi cuarto sin decir palabra.

Volví a la sala y me uní a la operación limpieza. Cuatro horas después, la casa estaba como nueva. Impoluta. Ni rastro del desastre, ni del desenfreno. Como si nada hubiera pasado… aunque todo había pasado.

Pedí dos pollos a la brasa para compartir con las chicas. Llegó rápido, la pollería estaba cerca. Lo abrimos en la mesa y comimos los seis juntos: Angie, sus cuatro amigas y yo. Pero había algo casi surrealista. Todas estaban en ropa cómoda, short, jeans, buzos. Menos Angie. Ella aún llevaba mi polo, sin nada más debajo. Era como si llevara una bandera de lo que había pasado entre nosotros. Una pequeña provocación que sólo yo entendía. Una complicidad silenciosa.

Conversaron un rato largo. Rieron. Hablaron de la noche anterior, de los chicos, de los planes. Yo solo las miraba, feliz de verla en su mundo, tan libre, tan ella.

Poco a poco comenzaron a irse. Una, luego otra. Besos en la mejilla, agradecimientos, promesas de volver a verse.

Y entonces la puerta se cerró. Nos quedamos solos, otra vez.

El silencio fue tan cálido como la risa que había llenado la casa. Ella me miró desde la sala, aún con mi polo, con las piernas desnudas, y esa sonrisa que podía detener el tiempo.

—¿Y ahora? —me preguntó.

Me acerqué, la tomé de la mano y le respondí:

—Ahora… volvemos a ser felices.
 
Estuvimos conversando con Angie sobre estas publicaciones y que hace algunos días los Likes y comentarios han bajado. La verdad no queremos aburrirlos con nuestras historias, si fuera el caso.
Nosotros estamos disfrutando al rememorar todo lo vivido y tenemos una especie de diario con todo lo que hemos escrito, pero queremos saber si seguimos publicando aquí o ya nos guardamos la historia para nosotros.
Por eso hemos dejado una encuesta en este mismo foro: https://perutops.com/foro-relax/threads/encuesta-tema-mi-sobrina-amante.522867/
Solo es para marcar si o no, pero si tienen algún comentario adicional, pueden dejarlo aquí.
 
Siga con la historia no pueden dejarrnos sin terminarla
 
Veinticuatro - LA PLAYA

Era el segundo fin de semana de enero del 2007. Salimos el viernes por la tarde con nuestras mochilas, vino, bikinis nuevos y la ilusión de un fin de semana sin secretos. Angie estaba emocionada, como una niña que va a conocer el mar por primera vez.

La casa de playa de mi amigo Luis quedaba en una de las playas privadas del sur, con acceso controlado, casas grandes, muchas de ellas con vistas al mar. Luis y yo nos conocíamos desde el gimnasio, varios años ya, compartíamos más que rutinas: divorcios, historias de mujeres que nos rompieron el corazón, consejos financieros y ahora, nuevas oportunidades. Él era 12 años mayor que yo y estaba con una mujer de su edad, calmada, elegante, nada de dramas. Era dueño de una constructora y el dinero fluía a manos llenas.

Cuando llegamos, ya era casi de noche. El sol había dejado ese resplandor naranja que se derrama sobre la arena y tiñe de oro las paredes blancas de las casas costeras. Angie bajó del auto con su bolso al hombro, su pantalón corto blanco que dejaba al descubierto sus piernas a las que les faltaba bronceado, un polo blanco con un estampado azul y unas sandalias simples. El pelo suelto, revuelto por el viento de la carretera. Tenía ese aire despreocupado que la hacía ver más joven aún, más libre, más deseable.

Luis nos abrió la puerta con una sonrisa amplia. Vestía un short beige, una camisa de lino abierta y sostenía una copa de vino.

—¡Hermano! —dijo mientras me abrazaba fuerte, de esos abrazos que dan los hombres que han pasado ya por muchas cosas.

Y cuando vio a Angie, hizo una pausa. La recorrió con la mirada —no con lascivia, sino con esa mezcla de sorpresa y admiración genuina.

—¡Ah, carajo! —dijo entre risas—. Tu novio me había dicho que eras guapa, pero se quedó corto. ¡Felicitaciones, mi amigo! Usted tiene una mujer realmente hermosa.

Angie se sonrojó, como siempre que alguien la elogiaba. Pero no bajó la cabeza. Se acercó, le dio la mano y le dijo con naturalidad:

—Muchas gracias. Qué bonita casa tienes, es preciosa.

Luis le devolvió la sonrisa con un gesto amistoso.

—Gracias. Está más bonita ahora que la han llenado de juventud y belleza ustedes dos. Pasen, pasen, siéntanse en casa.

Entramos. La casa era amplia, con techos altos, pisos exteriores de cemento pulido, al interior los pisos de baldosas brillaban, grandes ventanales y un deck de madera que daba directamente a la arena. Tenía una piscina pequeña al costado, iluminada con luces cálidas. La novia de Luis salió a saludarnos, simpática, acogedora. Nos ofrecieron vino, algo de picar, y nos instalamos en una habitación de huéspedes en el segundo piso con vistas al jardín y la playa.

Angie caminaba por la casa como explorando un mundo nuevo. Me miraba de vez en cuando con esa sonrisa cómplice, como diciéndome “esto es de verdad, estamos aquí, sin esconder nada”. Y yo solo podía sentirme orgulloso.

Esa noche, después de la cena ligera, conversamos los cuatro en la terraza, el sonido del mar como fondo, tomando un excelente vino blanco que mi amigo había sacado de su cava. Hablamos de política, Alan García tenía algo más de 6 meses de su segundo mandato, luego pasamos Aumento de precios de combustibles a nivel mundial y como la OMC informó sobre el su impacto en el comercio mundial. Finalmente acabamos hablando de 300 y En busca de la felicidad, películas de reciente estreno. En todos los temas Angie participó activamente a diferencia de Sara, la mujer de mi amigo que solo asentía y escuchaba. Angie se integró con naturalidad, inteligente, divertida. Luis me miraba de vez en cuando como diciendo “esta mujer no solo es bella, es brillante”. Yo asentía con orgullo.

Pasadas las 11 de la noche, Luis y Sara se habían retirado a su dormitorio en el primer piso. Nosotros subimos a la nuestra en el segundo piso, donde había 6 habitaciones más, pero solo la nuestra daba al mar.

La habitación era amplia, con una cama grande, de sábanas blancas y frescas. El pequeño balcón con una baranda de madera, desde donde se podía ver el mar en penumbra, iluminado apenas por la luna y las luces de la piscina. La vista era privilegiada, pues por los techos altos de la casa ese segundo piso, estaba cerca de ser un tercero en altura, además la casa estaba en una pequeña elevación, que comenzaba a unos 100 metros de la orilla del mar.

Angie se desvistió lentamente, de espaldas a mí, mientras yo cerraba la puerta y dejaba mi ropa doblada en una silla. A veces parecía que le estorbaba la ropa, apenas podía se la sacaba, con naturalidad o a veces provocándome. Yo no podía evitar desearla solo con verla moverse. Caminó descalza y desnuda hasta el balcón y se quedó allí, con los brazos apoyados en la baranda, la brisa marina acariciándole el rostro y el cabello.

Yo me acerque y la tome por la cintura, pegando mi cuerpo desnudo al suyo.

—Me encanta esto, me dijo.

Yo le acariciaba el abdomen y los pechos, muy suavemente, mientras le besaba las mejillas y el cuello.

—Amor, tengo una fantasía, dándose la vuelta y abrazándome desde el cuello.

Se acercó al oído y bajó aún más la voz.

—Quiero que me hagas el amor en un balcón. De noche. Con la ciudad iluminada, con las luces allá abajo y nosotros… ahí arriba. En silencio. Como si estuviéramos solos en el mundo. Que me tomes desde atrás, mientras yo me agarro de la baranda y tú me susurras cosas que nadie más debería oír.

Tragué saliva. Sentí un escalofrío.

—¿Dónde? Aquí no hay ciudad…

—Podría ser en un hotel, o en ese Airbnb de Miraflores que vimos una vez. Uno con vistas a la ciudad. ¿Te imaginas? Las luces de Lima al fondo, y tú dentro de mí… con el viento jugando entre nosotros.

Me quedé en silencio un momento, mirándola con asombro y deseo puro.

—Angie… eres un peligro.

Ella sonrió, se inclinó para besarme el cuello, lenta, suave.

—¿Aceptas?

—Acepto. Pero si alguien mira desde otro edificio…

—Que miren —susurró, pegando más su cuerpo al mío mientras una de sus manos buscaba mi pene—. Van a ver amor… del bueno.

—Vamos a hacer un ensayo aquí, le dije mientras la tomaba suavemente de los hombros.

Ella ya entendía esa sutil señal. Se puso en cuclillas y comienzo a acariciar mi pene que iba tomando tamaño rápidamente, lo acariciaba, lo besaba, pasaba suavemente su mano por mis testículos… hasta que se lo metió a la boca y comenzó a meterlo y sacarlo a ritmo frenético. Yo ajustaba los dientes para no gemir, la habitación de nuestros anfitriones quedaba justo debajo de la nuestra.

Quería sentir su húmeda vagina, la tomé de los codos y ella se paró, se puso de espaldas agarrándose de la baranda de madera del balcón y me ofreció su conchita. Yo me puse detrás de ella y la penetré de un solo impulso. Ella gimió.

—Silencio amor, Luis y Sara están en la habitación de abajo, le susurré al oído.

Ella trató de contener sus gemidos, pero en ese silencio solo arrullado por el mar lejano, sus gemidos eran difíciles de disimular.

Ella tenía la cara volteada hacia mí, besándome, tratando así de acallar los gemidos, mientras yo seguía bombeándola lentamente.

—Vamos a la cama amor. No quiero que nuestros anfitriones nos escuchen gimiendo desde el balcón. Me dijo muy bajito.

La tomé de la mano y la llevé a la cama. Se acomodó, con las piernas abiertas y flexionadas sobre las sábanas, con esa mezcla de dulzura y sensualidad que tanto me enloquecía. Me acerqué con calma, besándole los pies, los tobillos, subiendo por sus piernas mientras ella cerraba los ojos y dejaba escapar un suspiro.

Nos entregamos lento, con ternura, con ese ritmo natural que nos dictaba el vaivén del mar. Sus caderas se movían con la misma cadencia que las olas, mientras yo le lamia, suavemente la vulva que ya estaba muy mojada. Me aferré a ella, la besé en cada parte, la abracé como si en ese instante el mundo fuera solo el murmullo del océano y el calor de nuestros cuerpos.

El ruido lejano del mar nos arrullaba. La brisa fresca se colaba por la ventana, acariciándonos la piel sudada y temblorosa. Cuando la penetré, no hicimos ruido, solo un leve gemido que acusaba la entrada de mi pene en su estrecha vagina, no gritamos, pero nos amamos con tanta profundidad que nuestros cuerpos hablaron lo que nuestras voces callaban.

Cuando terminamos, ella se acurrucó sobre mi pecho, aún jadeante, con el cabello pegado a la frente y una sonrisa de paz absoluta.

—Así sí me enamoro más —susurró.

—¿Más todavía? —le dije en broma.

—Mucho más.

Y nos dormimos así, desnudos, abrazados, mientras la noche seguía su curso y el mar cantaba su canción para nosotros solos.

La mañana fue luminosa, con el sol de verano brillando sobre la arena y el rumor del mar como telón de fondo. Desayunamos en la terraza: jugo de naranja, café, tostadas y fruta. Angie llevaba un vestido ligero, de esos que se le pegaban al cuerpo sin ajustarse, con tirantes delgados y el cabello recogido en una trenza suelta. Se notaba relajada, sonriente, encantada de estar ahí.

A eso de las 10 comenzaron a llegar los demás amigos. Uno a uno, fueron apareciendo entre saludos, abrazos, risas, bolsas con cervezas y bolsas de carbón. Tres parejas, dos chicos solos —y como había anticipado mi madre, dos de ellos eran de esos que vivían para el gimnasio, con espaldas anchas, torsos inflados y brazos que parecían no caber en sus polos ajustados.

Cuando los presenté, Angie los saludó con una sonrisa y, sin filtro, soltó en voz alta:

—¡Ah, sí tenías amigos musculosos! —y lanzó una mirada cómplice hacia mí.

Las risas no se hicieron esperar. Los muchachos respondieron con bromas, entre sorprendidos por su desparpajo y encantados con su simpatía. Angie se integró de inmediato al grupo, como si la conocieran desde siempre. Uno de ellos, César, que tenía una sonrisa de galán barato, bromeó:

—¡Uy, ahora entiendo por qué no venías a las fiestas! Te lo tenías bien guardadito.

—Hermano, ¿qué te ha visto esta belleza? Te sacaste la lotería —dijo otro, mientras me daba un codazo.

—No te descuides, compadre, que te la robo —agregó alguien más, en tono juguetón, pero con esa pizca de envidia apenas disimulada.

Todos lo decían en voz alta, no había secretos, éramos amigos de mucho tiempo y muchas experiencias.

Yo me reía, porque todo era parte del juego, y porque conocía bien a Angie. Ella escuchaba esos comentarios con una sonrisa pícara, como quien disfruta ser el centro de atención, pero sin perder el control. Sabía perfectamente que todos la miraban con curiosidad, algunos con un poco más de descaro, otros con admiración callada.

Sara, la novia del anfitrión, dijo en voz alta:

—Todos a la piscina!!

Angie subió a la habitación diciendo que quería ponerse el bikini. Yo me quedé conversando con los amigos pensando que sorpresa me daría, que ropa de baño finalmente habría comprado, mientras el sonido del mar se colaba entre las conversaciones. Pasaron apenas unos minutos, pero cuando la vi bajar por la escalera de madera, el tiempo pareció detenerse.

Llevaba un bikini negro, mínimo, de tiras delgadas que se perdían entre su piel blanca y suave como porcelana. La parte superior apenas contenía el volumen generoso de su busto, dibujando un escote profundo que contrastaba con la sutileza de un collar dorado que descansaba entre sus clavículas. La parte inferior era aún más atrevida: una pequeña pieza triangular que se unía con tiras finas a sus caderas, dejando gran parte de su abdomen y muslos al descubierto. Ese pequeño pedazo de tela tenía el ancho suficiente para cubrir a duras penas la rajita depilada de Angie, dejando parte de la zona que va desde el final de la pierna hasta la conchita, descubierta. Todo en ella brillaba con una luz propia: su figura, su seguridad, su paso tranquilo.

Su cabello castaño claro caía sobre sus hombros en ondas suaves. Enmarcaba su rostro con un desenfado natural, mientras su mirada, limpia y serena, se cruzaba con la de cada persona en la terraza. Caminaba sin prisa, sin apuro, como si supiera exactamente el efecto que estaba causando.

Y lo sabía.

Las conversaciones se interrumpieron unos segundos. Lo noté. Un par de los hombres no pudieron evitar seguirla con la mirada. Una de las chicas la miró de arriba abajo con una mezcla de asombro y envidia sutil, como quien reconoce que ha sido desbancada, sin que siquiera haya empezado el juego.

Yo la observaba también, pero con una mirada distinta: no de deseo, no de lujuria externa, sino de orgullo, todo ese mujerón, esa diosa era mía. No mía como una propiedad, sino como una promesa compartida. Porque cuando me miró, por un segundo largo, sus ojos buscaron los míos y su sonrisa apenas curvada me lo dijo todo. En ese gesto había complicidad, deseo, y una victoria silenciosa que ambos sabíamos que no teníamos que explicar.

Ella se dejó caer sobre uno de los sillones de mimbre al costado de la terraza, levantó las piernas y cruzó una sobre otra, como si todo eso —la tensión, la admiración, la atención— no fuera con ella. Pero lo era. Y lo sabía.

Me acerqué despacio, llevándole una cerveza helada. Con la tranquilidad de quien no necesita presumir porque ya lo tiene todo.

—¿Y ahora quién va a poder concentrarse en la conversación? —le susurré al oído, mientras me agachaba a su lado y le daba un beso en la boca, marcando mi territorio.

Ella rio bajo, con esa risa suya que era puro fuego en calma.

—Que se acostumbren —me dijo, y me lanzó una mirada que me desarmó por completo, tomó la cerveza de mi mano y tomó un par de tragos.

Nos metimos a la piscina poco después. El agua estaba tibia, perfecta. Cuando salió del agua, con el cuerpo mojado, la piel brillando al sol, era imposible no mirarla. Lo sabían ellos. Lo sabía yo. Y ella, más que nadie, lo sabía también.

—Te encanta que te miren, ¿no? —le susurré mientras nadábamos cerca el uno del otro.

—Solo si tú me miras primero —me respondió, guiñándome un ojo.

Por la tarde, cuando el sol ya no quemaba con la misma fuerza y la marea comenzaba a calmarse, fuimos al mar. El grupo se dispersó entre las toallas, algunos en la arena, otros chapoteando cerca de la orilla. Angie y yo caminamos hasta que el agua nos llegó a las rodillas. Ella se aferraba a mi brazo, dudosa.

—No sé nadar, amor —me dijo en voz baja, mirándome con una mezcla de temor y emoción.

—Entonces te agarro fuerte —le respondí, envolviéndola con mis brazos por detrás.

Entramos un poco más, con el agua subiéndonos hasta la cintura. Ella se pegaba a mí, literalmente colgada, con las piernas a veces envolviéndome. No hacía mucho esfuerzo por mantenerse a flote, pero tampoco le importaba. Se reía, salpicaba un poco, se hundía y salía aferrándose a mi cuello.

—Esto no son clases, esto es acoso acuático —le bromeé.

—Ay, cállate, profesor —me dijo, fingiendo indignación mientras se hundía otra vez con torpeza.

Intenté enseñarle a flotar, a mover las piernas, a respirar... pero era imposible concentrarse. Cada vez que la sostenía por la cintura, mis dedos se deslizaban por la curva de su espalda. Sus pechos mojados chocaban una y otra vez contra mis brazos, su piel resbalosa, caliente por dentro y fresca por fuera, me volvía loco.

En un momento la tomé de las caderas para impulsarla, pero al hacerlo mis dedos presionaron sin querer justo ahí, donde el placer vive agazapado. Ella jadeó suave, más por sorpresa que por pudor. Me miró directo a los ojos, mordiendo su labio inferior.

Fue entonces que notó mi erección, imposible de esconder bajo el short mojado. La corriente no ayudaba a disimular nada.

Me la señaló con una mirada, bajando los ojos un segundo. Ella soltó una risa apenas audible, discreta, pero con ese brillo cómplice en la mirada.

—Lecciones terminadas por hoy —susurró.

Y nadó torpemente hacia la orilla, como escapando, dejándome ahí, duro, entre las olas, como un alumno atrapado en su propia clase.

El sol ya había bajado y la brisa comenzaba a enfriar la tarde. Encendimos la parrilla en la terraza que daba hacia el mar. La casa de playa tenía ese aire de libertad que solo aparece cuando sabes que no hay apuro, ni relojes, ni juicios. Los hombres nos encargamos de la carne, del fuego, de los hielos y la música. Las chicas, por otro lado, estaban sentadas en los sillones amplios, con vasos en la mano, riendo con esa complicidad que solo ellas entendían.

Y Angie... Angie se había cambiado.

Había subido unos minutos a ponerse algo más cómodo para la noche, y cuando bajó, me costó disimular la sonrisa. Llevaba un jean desgastado, rasgado en varios lugares, ajustado como si se hubiera cosido sobre su cuerpo. Las rodillas expuestas, los tobillos al aire, y la mezclilla abrazándole las caderas con una facilidad escandalosa. El cierre medio bajo, como si se hubiera detenido a propósito justo antes de cerrarlo del todo.

Arriba, un polo blanco, corto, que le marcaba perfectamente el busto y dejaba ver, cada vez que se estiraba o se acomodaba el cabello, un pedazo de su abdomen plano y terso. No llevaba nada debajo de ese polo. Su piel blanca brillaba bajo la luz cálida que salía de la sala, y su cabello castaño caía suelto, peinado por el viento del mar.

Conversaba animadamente con las chicas, riendo con la cabeza hacia atrás, gesticulando con sus manos delicadas. Pero yo, desde la parrilla, notaba todo. La forma en que uno de los chicos que ayudaba con la carne fingía mirar la leña mientras desviaba la vista hacia ella. Otro, al servir los vasos, se quedó un segundo de más observando cómo Angie se agachaba a recoger una servilleta caída.

Y yo no podía más que sonreír.

Porque lo entendía. No podían evitar mirarla. Era imposible. Pero también sabía que ninguno de ellos tenía la menor idea de lo que era tenerla cerca. De cómo olía su cuello cuando se recostaba sobre mi pecho, de cómo se acurrucaba cuando tenía frío, de cómo me decía "mi amor" bajito cuando creía que nadie la oía. Ninguno de ellos había sentido sus manos entrelazadas con las suyas mientras se dormía. Ninguno la había visto llorar ni reír a carcajadas en la misma noche. Y por supuesto nadie había sentido su calor interno y la humedad que se abrigaba entre sus piernas… Solo yo.

Las botellas de cerveza, el vino y el vodka circulaban sin medida. La conversación se volvió más suelta, las bromas más atrevidas, y claro, mi "pescadito" —como ya la habían bautizado mis amigos— seguía siendo el tema obligado.

—Hermano, ¿de dónde la sacaste? ¿La criaste en agua bendita? —decía uno mientras se servía otro vaso.

Angie se reía con ese gesto entre tímido y provocador que dominaba tan bien. Había tomado varias cervezas, y aunque aún se mantenía en control, sus mejillas ya estaban encendidas y sus respuestas eran más sueltas.

—Yo no soy pescadito de nadie, ¿ah? —dijo en un momento, levantando la botella—. Soy una sirena que decidió quedarse con este marino.

Las carcajadas estallaron. Me acerqué a ella y le susurré al oído:

—Sirena, pero cuando cantas, yo naufrago.

Ella me dio un codazo juguetón, y nos fuimos al centro cuando empezó el baile. Primero con todos: ella bailó con mis amigos, yo con las otras chicas, con esa cortesía que se estila cuando hay confianza. Pero cuando nos tocó bailar juntos, el ambiente cambió sutilmente. Nadie podía notar lo que pasaba por dentro, pero todos podían intuir que entre nosotros había fuego.

Sus caderas encajaban perfecto con las mías. Nuestros cuerpos se entendían sin palabras, se reconocían en cada roce. Sus dedos bajaban por mi espalda, los míos le rodeaban la cintura, acariciando la tela ligera de su polo como si no hubiera nadie más alrededor. No hubo besos, ni tocamientos evidentes, pero sí una tensión que hablaba por nosotros.

—Te deseo tanto —le murmuré mientras girábamos con la música.

—Estoy húmeda desde que bailamos el primer tema —me respondió al oído.

Esa confesión me hizo estremecer.

Nos fuimos a dormir pasadas las dos de la madrugada. Nos despedimos con naturalidad, ya solo quedaban los anfitriones y otra pareja, los demás habían caído antes. Entramos a nuestra habitación y cerramos la puerta con cuidado. No tardamos en empezar.

Angie se me echó encima apenas se tumbó en la cama. Tenía la risa suelta, los ojos brillantes, y el cuerpo caliente por la cerveza y por el deseo acumulado de todo el día.

—El pescadito tiene hambre —dijo, desabrochándome el short con manos impacientes.

—Pescadito travieso, te escapaste de la red —le dije, mientras le sacaba el pantalón rasgado.

Ella, sin responder, se arrodilló frente a mí. Me miró con esos ojos oscuros, chispeantes, y terminó de sacarme toda la ropa lentamente, como si fuera un ritual.

—Yo sé lo que te vuelve loco, amor —susurró, y su voz ya era puro veneno dulce.

No necesitó más palabras. Sus labios, suaves y húmedos, envolvieron mi deseo con esa precisión suya, perfecta, lenta, maliciosa. Mi pene brillaba con su saliva cada que entraba y salía de su boca. Me miraba desde abajo, sabiendo exactamente lo que estaba haciendo. Su lengua jugaba, acariciaba, lamía con una dedicación casi religiosa. Yo gemía sin querer, tratando de no hacer ruido, mordiéndome el puño mientras su cabeza se movía al ritmo justo. Todavía había gente conversando en la terraza que estaba debajo de nuestro balcón.

—Angie… Angie, por favor… —susurré, temblando, sujetando su cabello suavemente mientras ella aumentaba la intensidad.

Ella no se detenía. Su boca era puro arte. Y cuando sentía que iba a estallar, se detenía solo para besarme el abdomen y decir:

—No, todavía no. Quiero tenerte dentro. Todo tú.

Me empujó suavemente hacia atrás, se subió a la cama y se sentó sobre mí. Estaba húmeda, caliente, encendida. Se deslizó sobre mí en un solo movimiento, como si su cuerpo se hubiese hecho para el mío. Y entonces empezó a moverse, suave primero, luego más rápido, más intenso. Yo escuchaba las conversaciones de abajo, el mar rompiendo a la distancia y los jadeos suaves de Angie sobre mí.

—Te amo —me decía entre jadeos—. Soy solo tuya. Solo tuya.

Su cuerpo brillaba con el reflejo tenue de la lámpara de noche. Afuera, el mar rugía, y la brisa entraba por el balcón, fresca sobre nuestras pieles calientes. Se vino una vez, dos veces, sus piernas temblaban, sus uñas se clavaban en mi pecho, mientras me cabalgaba como una diosa. Yo aguantaba todo lo que podía, hasta que me rendí y la abracé fuerte, la puse boca arriba sobre la cama, piernas al hombro y la penetré, enterrándome en ella con todo lo que tenía.

Algunos minutos después, la inundaba con mi semen, mientras ella jalaba mi cabeza sobre su hombro para acallar el gemido ronco que acompaño a mi eyaculación.

Caímos agotados, empapados en sudor, abrazados. Angie me besó el pecho y murmuró:

—Así deberían terminar todas las fiestas.

—No me digas eso —le respondí riendo—. Mis amigos van a querer venir a dormir con nosotros.

—Que se consigan su pescadito —dijo con una risa ronca, satisfecha, mientras nos dábamos vuelta y ella quedó sobre mí. A los pocos minutos la vi quedarse dormida sobre mi pecho.

El domingo amaneció cálido y sereno. Despertamos un poco antes de las 7am. La casa aún dormía, y en medio del silencio que solo la brisa marina interrumpía, nuestras pieles se buscaron sin prisa.

Nos hicimos el amor con la ternura de cada amanecer compartido, entre susurros, besos lentos y cuerpos aún somnolientos, envueltos en las sábanas tibias. Comenzamos con misionero lleno de besos y abrazos y terminamos con un perrito intenso, pero con gemidos apagados. No se trataba de despertar a toda la casa con nuestra pasión.

Cuando Angie se sentó en la cama y la luz del día iluminó su espalda desnuda, noté los primeros rastros del sol en su piel.

—Amor —le dije mientras pasaba los dedos por sus hombros enrojecidos—, ya estás empezando a quemarte… hoy no te expongas tanto, ¿sí? Tu piel es muy blanca, no está acostumbrada a tanto sol.

Ella se giró con una sonrisa traviesa.

—Ay, amor, no seas exagerado. Solo fue un ratito en la piscina… además, quiero aprovechar —y me besó, como si con eso quisiera disipar mi preocupación.

Angie quiso bajar, esta vez, ya lista para la piscina. Entró al baño de la habitación y sin decir nada, me jaló suavemente del brazo para que la acompañara. Nos metimos juntos bajo el agua tibia, como siempre. Yo la enjaboné con cuidado, con ternura, recorriendo su espalda, sus piernas, su cuello, su sexo. Nos besamos entre risas, como adolescentes, como si estuviéramos descubriéndonos otra vez.

Al salir, abrió su maleta, sacó un nuevo bikini y me miró con una sonrisa que ya conocía: esa que anunciaba que estaba por hacerme perder la razón. Se lo puso delante mío, sin pudor, y cuando estuvo lista se paró frente a mí, como si se tratara de una pasarela solo para mis ojos.

El bikini era blanco, delicado, con pequeños vuelos que bordeaban tanto la parte superior como la inferior. El top realzaba su busto perfectamente, sin exagerar, dejando ver la curva suave de su pecho con un toque de inocencia que solo lo hacía más provocador. La parte inferior se ceñía a sus caderas como hecha a medida, marcando la firmeza de su figura, y los vuelos sutiles se movían apenas con cada paso que daba, como si bailaran con ella. Su piel blanca combinaba con el blanco del bikini, resaltando aún más su tono cálido y natural. Su cabello castaño claro, suelto y todavía húmedo por la ducha, caía desordenado sobre sus hombros y espalda, dándole un aire salvaje y libre.

—¿Qué te parece, amor? —me preguntó girando lentamente sobre sí misma, dejándome ver cada ángulo, cada detalle, cada curva.


Yo me quedé mudo unos segundos. Solo la miraba, intentando grabar en la memoria cada imagen de ese momento.

—Estás maravillosa, amor. En serio... a ti te queda todo bien, pero esto… esto te hace espectacular.

Ella sonrió, satisfecha, feliz, y se puso encima un short blanco pequeño, de esos que apenas cubren lo justo. Luego un polo liviano, casi transparente, que dejaba entrever el contorno del bikini bajo la tela. Y así, simple y perfecta, bajamos juntos a tomar desayuno.

Solo los anfitriones estaban ya despiertos. Nos saludaron con esas caras propias de un día después de una fiesta intensa. Poco a poco, el resto de los invitados fue apareciendo, saliendo de los cuartos con lentes de sol, caras de resaca y ganas de café. Entre todos armamos un desayuno generoso, improvisado con los restos de la parrilla del día anterior: pan caliente, trozos de carne, huevos revueltos, jugos frescos.

Después del desayuno y de dejar todo limpio, todos estábamos en la piscina otra vez.

Yo le reiteré a Angie mi recomendación de mantenerse a cubierto del sol. Pero, como imaginé, no me hizo caso. Durante el día, algunos fuimos al mar, unos nos metíamos al agua y otros echaban en la arena bajo el sol, ella estaba entre los segundos. Primero con su polo ligero encima, otras veces solo con su bikini, riendo, jugando, sin medir el castigo que el sol limeño le dejaría en la piel.

Lo pasamos bien. Con el tremendo desayuno, nadie quería almorzar. Solo unas cervezas y algo ligero para picar. así fue entrando la tarde y llegó el momento de las despedidas.

Cuando regresamos a Lima, cerca de las cinco de la tarde, el tráfico era pesado y lento. Angie se movía inquieta en el asiento del copiloto.

—No aguanto más, amor… esta ropa me quema —se quejaba, jalando el borde del short con desesperación.

Sus muslos, sus hombros, su espalda… todo estaba rojo. Parecía arder con solo rozarle. Terminó sacándose el short, aprovechando las lunas polarizadas del auto, se quedó solo con su breve calzoncito blanco, pero aun así las tiras le molestaban.

—Te lo dije, mi amor. Te dije que te cuidaras —le dije con una sonrisa entre cariñosa y resignada mientras buscaba una farmacia, ya entrando a Lima por Surco.

Paré en una en el camino. Bajé rápido a comprar un gel de aloe vera con lidocaína y un antipirético. Ella me esperó en el auto, con la cabeza recostada en el vidrio, ojos cerrados, visiblemente agotada.

Poco antes de llegar a casa, se puso el short con dificultad. Al llegar a casa, mi madre salió a recibirnos, curiosa por el fin de semana.

—¿Y qué tal la playa? ¿Se divirtieron?

Angie, aún adolorida, pero con esa habilidad suya para mentir con ternura, le respondió:

—Sí, tía, nos encantó. Tu hijo me llevó a una de esas fiestas con sus amigos del gimnasio. Todos muy simpáticos… y con muchos músculos, como dijiste. Pero me descuidé un poco con el sol, parece que las arequipeñas no estamos hechas para la playa limeña.

Mi madre sonrió, encantada de que Angie, “mi sobrina”, se hubiera adaptado tan bien.

Ya en la noche, tarde, cuando el silencio volvió a reinar en la casa y mi madre dormía en su cuarto, subí de puntillas a la habitación de Angie. La encontré acostada boca abajo, desnuda, apenas cubierta con una sábana hasta las pantorrillas, su cuerpo encendido por el ardor.

—Amor… —susurré, sentándome a su lado con el gel en la mano.

Ella gimió suavemente, entre el dolor y el alivio de verme.

—No aguanto, amor… me arde todo…

Destapé el frasco y, con el mayor cuidado, empecé a untarle el gel en la espalda, luego en los hombros, bajando por sus brazos, sus costados. Cada roce mío era un alivio para ella, aunque algunas zonas le dolían tanto que se quejaba bajito, mordiéndose el labio.

—Esto me pasa por no hacerte caso —dijo entre suspiros—. Pero valió la pena… te vi feliz, y yo también lo fui.

—Ahora toca cuidarte —le dije, inclinándome para besarle la sien empapada de sudor.

Tenía fiebre. Le tomé la temperatura, le di un antipirético y la ayudé a acomodarse de la mejor manera en la cama, no quería tener ropa encima, no la soportaba. Me quedé a su lado, dándole agua, limpiándole el rostro, acomodando la sábana.

—Trata de dormir amor me voy a quedar contigo cuidándote y si te pones mal, te llevo a la clínica.

—Tú tienes que trabajar mañana, anda duerme, cualquier cosa te llamo por el celular.

—Ni hablar, me quedo contigo. Ya descansa.

—Pero amor…

—Descansa niña, no seas desobediente.

Me eche a su lado, cuidando de ni rozarla. No dormí casi nada esa noche. La fiebre no bajó hasta pasadas las dos de la mañana. Ella se quedó dormida por fin, más tranquila. Yo me quedé echado a su lado, viéndola respirar, vigilando cada movimiento, cada quejido.
 
Veinticinco – ALERTA ROJA

A las seis me fui a mi cuarto en silencio. Me cambié, me preparé un café rápido, pero bien cargado y salí rumbo al trabajo. Cansado, sí, pero con el alma llena de esa clase de amor que se demuestra en noches como esas.

Angie no fue a clases ese lunes. Le costaba faltar, siempre había sido responsable, aplicada… pero esa mañana simplemente no podía. Me escribió un SMS breve: “No aguanto ni el roce de la sábana… me voy a quedar en cama.”

La imaginé en su habitación, con la piel aún roja, con ese ardor punzante que no da tregua. Me dio pena, pero también una ternura inmensa. Así que, al salir del trabajo, pasé por su heladería favorita. Quería engreírla un poco, aliviarle no solo el cuerpo sino también el ánimo. Llegué a casa cerca de las seis, todavía con el cansancio pegado a los hombros. Le envié otro SMS, “cuando llegue, baja como siempre, llevo helado”

Cuando ella me escuchó llegar, esperó un rato que yo saludara a mi madre y bajó a mi cuarto al rato, Solo con un polerón que a duras penas soportaba.

—Vengo a ver tele contigo… y a asegurarme de que no te mueras sin mí —dijo con esa sonrisa suave que me derretía.

Yo sabía que no era la televisión lo que la traía. Era cuidarnos, estar cerca. Aunque fuera en silencio. Se sentó en el sillón con las piernas estiradas sobre la cama. Yo acababa de salir de la ducha y mientras ella comía del helado, me senté a revisar mi correo personal en la computadora.

Cuando terminé, verifiqué que mi madre ya dormía. La invité a sentarse en la cama conmigo, estaría más cómoda. Puse una serie cualquiera en el cable, le di cucharadas de helado a la boca de lo que me había guardado, mientras ella se acurrucaba con cuidado, evitando que su piel tocara directamente las sábanas. Me contó que ya no tenía fiebre, pero que aún le dolía moverse mucho. La mimé en todo lo que pude. Besos suaves en la frente, caricias en el cabello, suspiros compartidos.

Yo estaba agotado. El cuerpo me pedía dormir desde que me senté en la cama. Angie también tenía los párpados pesados. En algún momento nos quedamos dormidos. Solo recuerdo que nuestras manos estaban entrelazadas, no era momento de abrazos ni de sexo, su piel no lo soportaría.

Desperté a la 1 de la madrugada, aún con la luz tenue de la pantalla iluminando la habitación y el volumen que no estaba muy alto, a esa hora se escuchaba un poco escandaloso. Miré hacia la puerta. Todo estaba en silencio. Mi madre dormía, el pasillo en penumbra. Angie seguía profundamente dormida, con el rostro relajado, y no quise despertarla. Se veía tan tranquila ahí por lo que preferí quedarme un rato más así viéndola y me volví a quedar dormido después de apagar la tele y cerrar mi puerta.

Pero al día siguiente había que retomar la rutina.

A las 4:50 de la mañana, cuando sonó mi alarma, la moví con cuidado.

—Amor… sube a tu cuarto —le susurré—. Mi mamá no puede encontrarte aquí.

Ella abrió los ojos lentamente, confundida al principio, pero asintió. Se sentó con esfuerzo, el dolor de la piel aún presente, y me dio un beso en el pecho antes de levantarse.

—Gracias por cuidarme, amor… —murmuró mientras salía descalza por la puerta.

Yo me di una ducha, me vestí rápido, fui por un café, y salí rumbo al trabajo con la imagen de ella en mi cama aún fresca en la mente. Ese pequeño instante de intimidad, de amor sincero y cotidiano, valía más que mil noches de pasión.

Esa tarde cuando regrese de trabajar. Angie estaba en su cuarto, bastante recuperada, pero aun con molestias, su piel ya comenzaba a tomar el color del bronceado que sigue al enrojecimiento. La acompañé como una hora y me despedí con un beso, estaba molido, todavía arrastraba el cansancio del fin de semana, las malas noches y un día intenso de trabajo.

El miércoles por la mañana subí a verla a las 6:10am, antes de irme a trabajar. Angie ya estaba despierta, recién duchada, con el cabello húmedo recogido en un moño desordenado. Tenía esa cara de quien está volviendo a la vida después de unos días difíciles.

—¿Qué haces tan temprano despierta, amor? —le pregunté, medio sorprendido, medio enternecido.

—Tengo que recuperar los días que he faltado —me dijo, mientras se untaba con cuidado un poco de crema hidratante en los hombros todavía sonrosados.

—¿Y yendo más temprano lo recuperas? —le bromeé.

—No, tontín —dijo con una sonrisa—. Voy a irme a la casa de una amiga que vive por acá cerca, para que me ponga al día con lo que me he perdido. De ahí nos vamos juntas a la universidad.

—Ah, ok… ¿No quieres que te jale?

—No, todavía es muy temprano. Salgo en media hora.

Le di un beso, uno de esos que se quedan flotando un rato, y bajé tranquilo.

Más tarde, cuando estaba en el trabajo, me llegó un mensaje de Angie: “Amor, saliendo de la U me voy a la casa de Cecilia. Tenemos que preparar una presentación. Voy a llegar tarde. Te amo.”

Todo normal. Hasta que no lo fue.

Llegué a casa como a las seis. Mi madre había preparado algo ligero para la cena. Nos sentamos en la mesa de la cocina como siempre. Hablábamos de cualquier cosa, del tráfico, del calor, de la economía. Pero en un momento, sin previo aviso, su tono cambió. Se le endureció la voz, pero trataba de sonar casual.

—Hijo… ¿qué pasó anteanoche con Angie?

Fue como si una corriente eléctrica me atravesara el cuerpo. Veinte mil alarmas se dispararon en mi cabeza. Intenté mantener la cara neutra, que no se notara el sobresalto.

—¿Con Angie?, anteanoche? ¿La noche del lunes? —repregunté, como ubicándome, tratando de no sonar tonto, sorprendido, tranquilo—. Nada, mamá. ¿Qué va a pasar con Angie? No entiendo.

Ella me clavó los ojos. No acusadores, pero sí inquisitivos.

—Esa noche sonó mi teléfono como a las doce. Una de esas llamadas que cortan cuando contestas. Me levanté medio asustada. Cuando regresaba a mi cama vi luz en tu cuarto, me sorprendió por la hora. Fui a ver… y estaban los dos dormidos en tu cama con el televisor prendido. No lo apague porque no encontré el control remoto.

Me mojé los labios. Sentí que todo se detenía por un segundo. No podía parecer nervioso. No podía cometer un error.

—Ah… eso, mamá —dije, lo más natural posible, como si de verdad no fuera nada—. Sí, la verdad es que Angie estaba viendo televisión conmigo en el sillón, pero estaba tan incómoda por la quemada que se había dado en la playa, que no encontraba posición para estar tranquila. Se movía de un lado al otro, quejándose. Así que le dije que, si quería, podía sentarse conmigo en la cama para que estirara las piernas, que ahí iba a estar más cómoda. Se sentó a mi lado… y no sé en qué momento me quedé dormido y ella también.

Hice una pausa. Noté que mi voz no temblaba, y eso me tranquilizó un poco.

—Me desperté como a la una de la mañana. Le hablé, se despertó y subió a su cuarto. Pero no pasó nada más, mamá. ¿Qué más podría pasar?

Solté una sonrisa de incredulidad, como si su sospecha fuera absurda. Me incliné hacia ella, como si le estuviera explicando algo obvio.

Mi madre cambiando de expresión me dijo:

—Angie es como una hermanita para ti… y para mí como una hija. La quieres como una hermana, ¿no?

—Si claro madre, yo la quiero mucho, pero como mi hermana menor. Solo me nace protegerla y cuidarla.

En parte, solo en parte eso era cierto, pensé.

—Bueno, hijo… yo quiero confiar en que las cosas son como me has dicho. Es más, sé que son así —hizo una pausa—. Pero es mejor evitar tentaciones, ¿no crees?

Yo no dije nada aún. Solo la miraba. Sabía que venía algo más.

—Tú eres un hombre joven, sano, deportista. Angie también lo es. Una chica de veinte años, en su plenitud, muy bonita, además —sus palabras eran suaves, pero cada una tenía filo—. Las tentaciones pueden venir en cualquier momento, sin que uno las busque siquiera.

—Lo sé, madre —le respondí, con voz tranquila—. Yo… le ofrecí el colchón solo porque estaba incómoda. No hubo mala intención. Estábamos cansados. Solo fue eso.

Ella asintió lentamente, como si necesitara convencerse una vez más de lo que ya creía.

—Yo sé que ustedes se quieren como hermanos. Yo te he visto, cómo la cuidas, cómo la proteges. Y ella también se preocupa mucho por ti. Se les ve bien. Se les ve… cariñosos. Pero ya sabes cómo es este mundo, cómo son las apariencias, cómo puede malinterpretarse todo.

Bajé la mirada, apreté la taza entre las manos. No sabía qué decirle sin traicionar lo que realmente sentía por Angie. Pero tampoco podía decirle la verdad.

—Tranquila, mamá. Fue un descuido. No volverá a pasar. No hay nada que preocuparse.

Ella suspiró. Dio un sorbo a su café y luego agregó con tono más ligero, casi como quien cambia de tema:

—Y a propósito… tú tienes año y medio, quizás un poco más, acá. Yo feliz de tenerte, por si acaso. No te estoy botando, ¿eh?

Sonreí.

—Lo sé, madre. Gracias.

Ella hizo un silencio largo. Se quedó mirando su taza de café, como si dentro se estuviera acomodando algo que necesitaba decir. Y luego, sin rodeos, con ese estilo tan suyo, me lo lanzó:

—Además, hijo… —hizo una pequeña pausa, apenas para medir el impacto—, como buena obstetra, tú sabes que estas cosas no solo se hablan, se previenen. Dime una cosa, con total sinceridad: ¿tú estás teniendo relaciones sexuales?

La pregunta me cayó como un balde de agua helada, aunque sabía que podía venir. Así era ella. Nunca le había temido a hablar de temas “difíciles”, al contrario, parecía disfrutarlos.

—Mamá… —intenté evadir un poco—, ¿por qué me preguntas eso justo ahora?

—Porque soy tu madre, porque te quiero, y porque no soy tonta. No te estoy juzgando, solo quiero saber si estás tomando precauciones. Eres un hombre. Tienes sangre. Tienes deseo. No estás hecho de aire.

Suspiré. Sabía que no iba a salir de esa sin responder con algo claro.

—Sí, mamá. Tengo un par de amigas con derecho... Solo eso. Nos vemos a veces. No es nada formal, y sí, usamos protección.

Asintió. No parecía sorprendida. Al contrario, casi aliviada.

—Bueno. Me parece bien. Tú sabes lo que pienso: antes de traer un niño al mundo sin plan, mejor pensar bien lo que uno hace. Tú no estás para meterte en problemas, ni para complicarte la vida. No eres ningún adolescente.

Luego me miró con esos ojos que sabía usar para dejar claro que lo que venía era serio.

—Y con Angie… solo te pido que pienses. A veces las emociones nos engañan. La ternura se confunde con otra cosa. La costumbre. La cercanía. Y no estoy diciendo que haya pasado algo, pero no puede llegar a pasar… Porque si algo llegara a pasar, no hay vuelta atrás.

Me quedé callado. Lo entendí todo. Su advertencia no era desde la sospecha. Era desde el amor. Y quizás desde el temor de vernos cruzar una línea invisible que ni ella, ni yo, sabríamos cómo manejar después.

—Lo tengo claro, mamá —le dije, más serio que nunca—. Es más, yo prefiero mujeres de mi edad, Angie es una niña para mí. Gracias por hablarlo así. Lo que dije me sonó tan hueco, tan lejos de la realidad…

—Siempre lo voy a hablar así, hijo. Porque prefiero hablarte con claridad antes que llorar después.

Después que mi madre se fue a su cuarto, me quedé solo en la cocina, con la taza de café aún caliente entre las manos. La conversación había sido breve, pero se me quedó resonando en el cuerpo como una campana que no termina de apagarse. Sentía una mezcla de respeto, temor y una profunda responsabilidad.

Mi madre no era ingenua. Nunca lo había sido. Su manera de hablar directa, sin acusar, sin alzar la voz, había hecho que cada palabra me golpeara más hondo. No me acusó, pero me advirtió. No me interrogó, pero me leyó. Y yo me di cuenta, mientras la escuchaba, de la magnitud del riesgo que estábamos corriendo.

¿Qué pasa si esto se descubre? ¿Si alguien más nos ve? ¿Si alguna amiga de Angie nota algo, si mi madre despierta de nuevo en medio de la noche y esta vez no estamos "cada uno para su lado", sino abrazados, desnudos, dormidos después de hacer el amor? O peor aún, ¡haciéndolo!

Se vendría abajo todo: la confianza de mi madre, el respeto de la familia de Angie, el vínculo que nos une desde que llegué aquí. Romper ese equilibrio tendría consecuencias irreparables, especialmente para ella.

Mi madre habló desde el amor, pero también me mostró el peligro que enfrentamos. Somos adultos jugando con fuego, cruzando una línea que, al descubrirse, acabaría con nuestra historia.

Terminando el café, decidí que debíamos ser más cuidadosos. Porque si este secreto se revela, no solo se pierde el juego; se pierde todo. Y ese abismo me aterra más que cualquier otra cosa.

Eran casi las once de la noche cuando escuché la puerta principal. Me asomé desde la sala oscura y la vi entrar, cansada pero sonriente. Venía de su grupo de estudio. Subió las escaleras de la cochera rumbo a su habitación. Esperé un par de minutos. No quería parecer desesperado, pero tampoco podía dejar pasar la noche sin hablar con ella.

Subí en silencio por la escalera interior, con cuidado de no hacer crujir los peldaños. La casa dormía, o eso parecía. Al llegar a su cuarto, la puerta entreabierta dejaba escapar una luz tenue. Entré sin tocar.

Angie estaba de espaldas, desabrochándose el pantalón. Ya se había quitado la blusa y el sostén, tenía solo marcada la línea del bikini. Me vio por el espejo del ropero y sonrió.

—Mmm... ¿vienes por mí? —dijo en ese tono bajo, provocador, que usaba cuando jugaba a seducirme.

Se giró lentamente, bajándose los pantalones mientras caminaba hacia mí, descalza, perfecta, solo con su calzoncito amarillo, con el cabello suelto y los ojos brillantes. Me tomó de la cintura, me besó el cuello.

—No, Angie… espera —le dije en voz baja, con suavidad, sosteniéndola por los brazos para que me mire—. Amor, necesito hablar contigo. En serio.

Ella me miró, sorprendida. Asintió sin decir nada y se sentó en la cama, tomándose el cabello en una coleta improvisada, con ese gesto que hacía cuando pasaba del juego a la concentración. Me senté a su lado.

—Hoy hablé con mi mamá —empecé—. Me dijo que confía en nosotros, que sabe que no hay nada. Pero también me advirtió. Lo que pasó esa noche… nos vio dormidos juntos. Aunque estuviéramos vestidos, aunque estuviéramos para lados distintos. Para ella fue una alerta.

Angie bajó la mirada.

— Qué vergüenza...—susurró—.

—No se molestó —aclaré—. Solo me pidió que tuviera cuidado. Que soy un hombre joven, tú una chica joven, y que a veces la tentación está ahí. Me dijo que confiaba, pero que no jugáramos con fuego.

Hubo un silencio. Ella tomó aire. Luego me miró con los ojos llenos de una ternura grave, adulta.

—Y tiene razón. Nos hemos confiado, ¿no?

Asentí. Sentí que por fin estábamos hablando en serio, sin el velo del deseo, sin el apuro del secreto.

—Al comienzo éramos tan cuidadosos —dije—. Cerrábamos puertas, no dormíamos juntos si alguien más estaba. Nos cuidábamos en todo. Y ahora... ya nos hemos quedado dormidos más de una vez después de hacer el amor. Hemos gemido de más. Hemos bajado la guardia.

—Yo he bajado muchas noches a tu cuarto —dijo ella—. O tú has venido al mío. A veces mi tía duerme tan profundo que me olvido de que está en la misma casa. Pero no podemos seguir así, amor. Si alguien nos ve, si algo se sabe... esto se destruye.

—Y no quiero perderte —le dije—. No quiero perder lo que tenemos.

Nos quedamos un rato en silencio. Ella me tomó de la mano.

—Vamos a cuidarnos otra vez. Vamos a hacer las cosas bien. Este amor que tenemos es lo más lindo que me ha pasado... No quiero que termine por un descuido.

La abracé. Su cuerpo tibio, casi desnuda, se acurrucó en mí sin intención de seducir, sino de protegerse, de sostenernos. Nos besamos, pero sin urgencia. Era un beso de pacto, de compromiso.
 
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