Mi Sobrina - Amante

Habíamos pasado una semana sin tocarnos, comunicándonos solo con mensajes que no podían sustituir el roce. El sábado, para mantener las apariencias, salimos por separado: ella al cine con amigas y yo a jugar bolos con los amigos del Gym, aunque ambos deseábamos estar juntos.

Finalmente, el martes, mi madre salió, dejando la casa en silencio. Apenas tuve tiempo de llegar del trabajo cuando Angie bajó, sin decir nada, con una mirada que lo decía todo. Era el momento que habíamos esperado con ansiedad contenida.

—¿Estás solo? —preguntó con una voz casi susurrada, mientras daba dos golpecitos en la puerta abierta. ¿Puedo ver televisión contigo? Preguntó coqueta.

—Solo... y esperándote desde hace una semana —le respondí, abriendo los brazos.

Ella entró despacio, cerrando la puerta tras de sí. Se abrazó a mí, nos dimos un largo beso. Fue uno de esos abrazos que te devuelven el alma al cuerpo, que te reubican en el mundo.

Yo le acaricié el rostro, le retiré el cabello que caía sobre su frente, y le di un beso en la sien.

Entré al baño a tomar una ducha, cuando salí la encontré en la cama, magníficamente desnuda. Me recosté junto a ella

—Te he extrañado tanto —susurró, cerrando los ojos.

—Yo también, amor. Pero ya estamos aquí.

Nos besamos con calma, como quien se reencuentra después de un viaje largo. Pero la calma no duró mucho. Era demasiado el deseo acumulado. Una semana después de haber tenido sexo casi todos los días y a veces más de dos o tres veces en un día, nos parecía una eternidad. Nuestras manos comenzaron a recorrer caminos conocidos, pero igual de emocionantes.

Cuando finalmente fuimos uno y la penetré, no hubo apuro. Solo intensidad. Solo verdad. Nos movíamos con esa sincronía que solo se logra con el tiempo, con la confianza, con la entrega total. En otro momento me quedaba quieto sobre ella, besándola o lamiendo sus senos. Angie me miraba a los ojos, y en esa mirada estaba todo: la pasión, la complicidad, el amor, la gratitud.

Fue un encuentro distinto. No fue un estallido, sino una expansión lenta y profunda. Fue el cuerpo diciendo lo que la boca había callado durante días. Fue ternura vestida de deseo. Y deseo envuelto en cariño. Cuando agarramos ritmo, ella puso sus piernas alrededor de mi cintura y no se soltó de ahí mientras yo seguía bombeando cada vez más rápido y fuerte. Algunas veces no te provoca cambiar de posición, sientes que estas tan conectado que no es necesario, esa fue una de esas veces, Angie gemía debajo mío, yo sentía todo su cuerpo temblar debajo mío, solo era misionero, no necesitábamos más, el ritmo ya era muy rápido, su cuerpo se estremecía, gritaba de placer, hasta que la llené con mi semen.

Terminamos sudando, abrazados, con el corazón todavía desbocado. No dijimos nada. No hacía falta. Solo respirábamos juntos, sintiendo que, por fin, después de días de distancia forzada, volvíamos a ser nosotros.

Seguíamos ahí, envueltos en las sábanas desordenadas, con la ventana apenas entreabierta dejando entrar el aire fresco de la noche. El silencio se había acomodado entre nosotros, pero no como una ausencia, sino como una presencia suave. Estábamos en paz.

Angie tenía la cabeza recostada en mi pecho, escuchando mi corazón que aún no recuperaba su ritmo normal. Yo acariciaba lentamente su espalda, dibujando líneas invisibles con los dedos. Miraba de reojo el reloj. Antes de las 10pm, cada uno debería estar en su cama, como si nada hubiese pasado.

—Te extrañé tanto… —dijo en voz baja, casi un suspiro.

—Yo también, amor. Más de lo que imaginaba.

—No solo por esto —dijo levantando un poco la cabeza y mirándome a los ojos—. Claro que te deseaba. Te pensaba en las noches, me tocaba a veces, acordándome de ti… Pero lo que más me dolía era no tenerte cerca. No hablar contigo, no abrazarte antes de dormir. No reírnos de cualquier tontería.

La miré en silencio. Sentí que algo se me apretaba en el pecho. No era tristeza, era algo más hondo. Una mezcla de ternura, de amor real, de reconocimiento.

—A mí también me faltaste —le dije acariciándole el rostro—. Me faltó tu risa, tus mensajes que me hacían mirar el celular como idiota cada dos minutos. Me faltó tu voz. Y sí, me faltó tu piel también. Pero sobre todo eso… me faltó esto. Así. Tenerte cerca. Que me mires como me miras ahora.

Ella me abrazó fuerte, como si quisiera entrar en mí, quedarse ahí. Y yo también la rodeé con todo lo que tenía, como si pudiera protegerla de cualquier cosa, incluso del tiempo.

Se quedó en silencio un instante. Luego alzó la cabeza y me besó, suave, profundo, lento. Un beso que no pedía nada, solo daba.

Con el pasar de las semanas, fuimos retomando nuestra rutina del hotel. Nunca más —por lo menos en algunos meses— nos atrevimos a hacer el amor en casa cuando mi madre estaba ahí, así fuera muy tarde o estuviera dormida. No queríamos volver a correr riesgos. Cuando ella salía, por supuesto que nos dábamos los grandes polvos, pero eso no era muy seguido.

Ese verano seguimos visitando, hasta en cuatro o cinco oportunidades más, la casa de playa de mi amigo, con el grupo de chicos del Gym. A veces se sumaban otros, pero ya éramos un núcleo estable: cuatro parejas, Angie y yo, y los dos "solteros” que siempre estaban en esas reuniones. Angie se seguía integrando perfectamente con todos; se reía, bailaba, cocinaba, jugaba cartas, hablaba de libros con uno, se burlaba de otro, y todos la querían. Pasábamos momentos muy divertidos.

Nuestro anfitrión siempre nos engreía dándonos la mejor habitación después de la de ellos: la del segundo piso, con vistas al mar. Tenía un ventanal que daba al balcón y dejaba entrar la brisa salada, las gaviotas, el murmullo constante del océano.

Es que tenía un encanto hacerlo en la playa. Algo tenía el mar, el sonido de las olas, la luz tenue que se colaba por las persianas de madera, que volvía todo más intenso.

La segunda vez que dormimos juntos en esa habitación fue medio salvaje. Teníamos sed y bajé a buscar agua a la cocina. Cuando subí, Angie me esperaba en la cama, con una de mis camisas playeras puesta. Nada más. Me miró con esa mezcla suya de dulzura y picardía, se estiró como una gata y me dijo simplemente:

—Cierra la puerta. Y se lanzó sobre mí, me tumbo al piso y ahí sobre los azulejos fríos, se prendió de mi pene, para luego montarme hasta sacarme la última gota de semen, fue salvaje, fue rápido, fue intenso.

Desde ahí, cada vez que íbamos, la historia se repetía. A veces fingíamos salir a caminar por la playa muy tarde en la noche y lo hacíamos en algún rincón oscuro, sobre la arena, o parados contra alguna palmera o la pared de alguna casa que veíamos sin gente. Otras nos escapábamos sin disimular, solo desaparecíamos y subíamos a la habitación.

Después, muchas veces nos quedábamos abrazados, sudorosos, desnudos, mirando desde el pequeño balcón. El mar tenía esa calma hipnótica que te vaciaba y te llenaba al mismo tiempo. Angie me hablaba bajito. Me contaba cosas de su infancia, de lo que soñaba, de lo que temía. A veces se callaba y solo me miraba, con esos ojos grandes color café que me desarmaban por dentro. Me besaba despacio, sin apuro. Como si no existiera nada más que esa habitación, su piel, el salitre, nosotros.

Una vez lo hicimos en el mar, de noche, muy tarde, Mientras la tenía sujeta por las nalgas y ella me abrazaba la cintura con sus piernas, yo veía a lo lejos a los amigos conversar y brindar, sus voces se escuchaban lejanas, confiábamos que la oscuridad, nos protegía. Con el gua llegándonos un poco más arriba de la cintura, pero Angie terminó con la vulva y la vagina inflamadas pues el agua que entraba y salía de su sexo cuando yo la penetraba, llevaba arena, que le raspó todo el interior. Estuvo inflamada casi 5 días por eso. Mi pene también salió magullado, pero se recuperó en un par de días.

Fueron noches que todavía guardo como fotografías escondidas. No solo por el deseo, por la carne, sino por lo que significaban: libertad, ternura, complicidad.

Una de las cosas que más me gustaba del verano, más allá del mar, los amigos o las noches infinitas, era ver cómo el sol iba pintando la piel de Angie. Poco a poco, su cuerpo iba tomando ese tono dorado, cálido, tan característico del sunset del verano limeño. Pero más que el bronceado completo, lo que me enloquecía eran esas pequeñas zonas que quedaban blancas, cubiertas por sus bikinis diminutos. Eran como secretos que solo yo podía descubrir, territorios resguardados por telas mínimas, que se revelaban en la intimidad, como un premio silencioso a nuestra complicidad.

Angie lo sabía. Sabía cómo me ponía verla así. Y jugaba con eso. Se esforzaba por usar los bikinis más pequeños, ajustarlos bien, broncearse con cuidado, volverse mi delirio silencioso. Y cada vez que nos quedábamos a solas, me mostraba los límites perfectos de su piel: el contraste entre el dorado del sol y el blanco suave de esos espacios ocultos. Me los mostraba sin decir nada, solo mirándome, sabiendo exactamente lo que provocaba en mí.

Recuerdo una noche, en la casa de playa. Todos ya se habían ido a dormir, y nosotros habíamos esperado, con paciencia casi infantil, a que la casa se quedara en silencio. Cuando al fin subimos al cuarto del segundo piso, ella se desnudó lentamente, parada frente a la ventana abierta que daba al mar. La luz de la luna acariciaba su cuerpo, resaltando cada curva, cada detalle. Me senté en el borde de la cama, simplemente observándola, extasiado.

Giró despacio, con ese ritmo suyo, y me mostró su espalda. Luego bajó lentamente la tanga del bikini que aún llevaba. El triángulo blanco que había quedado grabado en su piel resaltaba como una invitación. Me acerqué y la besé ahí, justo donde terminaba el bronceado y comenzaba esa piel suave, intacta. Ella suspiró. Se apoyó contra la pared y levantó una pierna apenas, dándome espacio, abriéndose a mí sin palabras. La penetré así parada, mientras le acariciaba los senos, esa parte blanca que era solo para mí, respondió de inmediato con la dureza de sus pezones.

La tomé por las caderas, la besé entera, recorrí con la lengua esas líneas marcadas por el sol, como si fuesen las fronteras sagradas de un mapa secreto que solo yo podía leer. La llevé a la cama, cuando la tuve en cuatro patas sobre la colcha, la visión era perfecta: sus caderas doradas, y ese pequeño triángulo blanco que parecía sonreírme desde el centro exacto de mi deseo.

Hicimos el amor así, lento al principio, adorándonos sin prisa. Era delicioso ver mi pene duro entrando y saliendo de ese espacio blanco como la leche y todo su cuerpo, bronceado estremecerse placer a cada embestida de mi cuerpo. En cada movimiento, en cada gemido suave, sentía que ese cuerpo era mío tanto como yo era suyo. Que el verano, el sol, la piel marcada y nuestra historia secreta, conspiraban para que esa noche —como tantas otras— se volviera inolvidable.

Después nos quedamos abrazados, ella boca abajo, yo acariciando con los dedos esas líneas, dibujándolas una y otra vez, como si al tocarlas pudiera quedarme ahí para siempre.
 
Veintiséis – EL NUEVO DEPA

Con el paso del tiempo, nuestro amor secreto se fortalecía. Los sábados se volvieron rituales, con escapadas al hotel tras cenas o cine. Aprendimos a ser cuidadosos haciendo el amor en casa, siempre de madrugada y en silencio cuando estaba mi madre. En mayo, por mi cumpleaños, Angie me dio su regalo a su manera, en el hotel, cubiertos por sábanas tibias, tras días de espera.

En la segunda vez, Angie, generosa como siempre, me había dado una vez más su puerta trasera. Esta vez habíamos probado otra variante. En un sillón, yo sentado, ella me había cabalgado dándome frente, regalándome sus tetas, mientras mi pene le perforaba la vagina caliente y después que tuvo su orgasmo, y cuando recuperó el aliento, fue por el lubricante al maletín y se puso frente a mí, parada, dándome la espalda, sin decir nada, me dio el tubo y se inclinó en 90 grados. Sin decir más le puse el lubricante y ella se sentó suavemente sobre mi pene. Ya no había que entrar de a pocos, era suficiente entrar despacio, pero de un solo empuje, ella gemía, mientras mi pene la perforaba, se sentía muy apretado, pero ya no acusaba dolor. Yo le estimulaba los senos, mientras ella se movía en círculos o saltaba sobre mi pene, su culito seguía apretando mucho y era fácil que me hiciera llegar rápido, por eso bajé una mano a su vagina y le metí dos dedos, mientras a la vez le estimulaba el clítoris. Eso fue suficiente para que no mas de un minuto después, su orgasmo llegara intenso, con ese grito de placer que me estremecía. Un par de minutos después, yo le llenaba el culo con mi leche caliente.

Siempre me sorprendía cómo, con ella, cada entrega tenía un matiz diferente, cada gemido me abría una dimensión nueva de nuestro vínculo.

Estábamos acostados en la cama, después de ducharnos juntos, conversando, cuando se me ocurrió soltarlo. Así, como quien cambia de tema sin aviso:

—Amor —le dije—, yo ya tengo casi el 40% de lo que costaría un departamento. Mi idea siempre fue juntar lo más posible, pero creo que ya es momento de comenzar a buscar. ¿Qué te parece? ¿Me ayudas?

Ella me miró aún con los ojos húmedos del placer y sonrió.
—Por supuesto, amor. Yo sé que ese es tu plan. Claro que te ayudo.

Pero enseguida su rostro cambió, bajó la mirada con una tristeza leve.
—¿Y si te mudas...? Ya no te voy a tener conmigo.

La abracé, apoyé mi mano en su cadera.
—Amor, vamos a tener un nidito para nosotros. Solos, libres, como queramos. Podrás quedarte a dormir con cualquier excusa… y ahí, serás la reina.

Ella me miró en silencio, asintió despacio.
—Ok… ¿Y si empezamos a buscar juntos?

Quise que sintiera ese proyecto como nuestro. Le pregunté por zonas, le mencioné algunas: San Borja, Surco, Miraflores… Ella me escuchaba con una mezcla de ternura y temor. Sabía que el amor seguía, pero el futuro se acercaba.

—Yo veo lo del crédito —dije— y empezamos a buscar.

—¿Te puedo pedir algo? —dijo, jugando con las sábanas— Que tenga balcón… para cumplir mi fantasía muchas veces.

—Claro que sí, amor —le dije, abrazándola entre risas—. Vamos a buscar uno con balcón para que todo el barrio te escuche gritar.

Esa noche no hicimos el amor de inmediato. Nos quedamos abrazados, en silencio. Ella jugaba con los vellos de mi abdomen, yo la acariciaba. Hasta que le dije:
—Así me mude, aunque vivamos en casas distintas… tú y yo no nos vamos a separar nunca.

Ella levantó la cabeza, me miró con una mezcla de ternura y fuego. Le tomé el rostro con ambas manos, la besé despacio. Su boca, dulce y suave, se entregó como si entendiera lo que quería decirle sin palabras. El beso fue creciendo, se volvió más húmedo, más urgente.

Me incorporé y la giré con firmeza, sin dejar de besarla. Su cuerpo desnudo debajo del mío era una promesa. La tomé de la cintura y la puse en cuatro, sobre la cama, con las rodillas abiertas. La tomé con fuerza de las caderas, y la penetré profundo, de un solo empuje, haciéndola gemir contra la almohada. Su espalda se arqueó, y la sujeté con una mano del cuello, firme, pero con cuidado. Ella amaba cuando lo hacía así. Sentía que era completamente mía, que la tenía dominada y yo me perdía en esa sensación de pertenencia mutua.

—Eres mía, Angie. Siempre —le susurré al oído mientras embestía con fuerza, cada vez más profundo. Podía sentir su fondo cada vez que empujaba mi pene dentro de ella. Yo veía mi pene enterrarse en su vagina y la entrada de su culito, ligeramente rojo por la sesión de un rato antes.

Ella solo pudo decir mi nombre, entre gemidos entrecortados, mientras su cuerpo temblaba. La sentí llegar al clímax primero, con un espasmo intenso que la recorrió entera. Yo seguí un poco más, hasta que no pude resistir. Me corrí adentro, con una intensidad que me sacudió el cuerpo. Me quedé dentro de ella, temblando, jadeando. Apoyé la frente en su espalda.

—Nunca nadie va a hacerte sentir así —le dije, ronco.

Ella sonrió sin verme, respirando aún agitada.

Nos dejamos caer en la cama, sudados, agotados. Pero no se había terminado.

Minutos después, ya más tranquilos, la atraje hacia mí, me puse encima de ella con cuidado, y comencé a besarle el cuello, los pechos, el vientre. Lentamente. Ella abrió las piernas, yo bajé hasta su pozo y lamí su vulva, sabia a su lubricación y mi semen, volví a subir hasta sus pechos, cuando la besaba en la oreja ella abrió mucho las piernas y me recibió de nuevo. Esta vez fue lento, profundo, como si quisiéramos fundirnos. Ella me abrazó con las piernas, me acariciaba la espalda con ternura, y me decía al oído que me amaba, que no quería que nunca cambiara, que sentía que éramos uno solo.

Nos miramos a los ojos mientras hacíamos el amor. Era algo más que físico. Era una conversación de cuerpos, de almas. Ella volvió a llegar primero. Su orgasmo fue suave, pero largo, como una ola que la atravesó. Yo la seguí, y esta vez lo sentí también en el pecho, como si todo mi amor se hubiese condensado en ese momento, en ese gemido contenido. Era sublime como podíamos desearnos nuevamente, solo minutos después de haber terminado extasiados. Siempre queríamos más.

Después nos quedamos abrazados, en silencio. Yo con la cabeza en su pecho. Ella me acariciaba el cabello con una ternura que me hacía olvidar todo lo demás.

—Tú eres mi casa, amor —me dijo, bajito.

Y yo supe que, aunque me mudara, aunque la rutina cambiara, ese vínculo, ese fuego, esa entrega… nunca se iba a apagar.

Habían pasado ya varias semanas desde que la rutina retomó su curso. Una noche cualquiera —aparentemente—, Angie bajó a mi habitación. Iba con su ropa cómoda, como siempre, pero esa noche algo era distinto. Tal vez era la forma en que su polo marcaba sus pechos, tensos y visibles bajo la tela fina. Tal vez era su mirada, ese brillo silencioso que decía más que sus palabras.

Mi madre ya estaba en su cuarto, aún no dormía, así que Angie se sentó en el sillón con su aire inocente, las piernas cruzadas, la voz bajita.

—Amor —me dijo, casi en susurro—, me han invitado a una fiesta.

—¿Ah, sí? —respondí, cerrando el libro que tenía en la mano—. ¿De quién?

—Una chica de la universidad. Es su cumpleaños. Sus papás tienen harta plata, vive en San Isidro, por el golf.

—Ah, ya... estamos hablando de zona exclusiva —sonreí—. Por ahí hay edificios carísimos. Algunos depas llegan al millón de dólares, fácil.

—¿Así tanto? —preguntó, entre asombrada y emocionada.

—Sí. San Isidro no es cualquier sitio. ¿Y cuándo es?

—Este sábado.

—Perfecto. Vamos.

Ella me miró con esa mezcla de alivio y travesura, como quien ya había proyectado la noche entera en su mente. Lo entendí después: esa fiesta era más que una salida.

El sábado llegó y con él, su transformación.

Angie se vistió esa noche como nunca antes. Elegante. Sensual. Hipnótica. Su vestido era ceñido, lo justo para sugerir sin mostrar. La tela caía como un río sobre su cuerpo, con una abertura lateral que me hacía perder la concentración. Su espalda al descubierto, los labios rojo vino, el cabello suelto. Caminaba como si el mundo fuera su pasarela. Yo solo podía mirarla… y desearla.

Me esmeré también. Camisa almidonada, pantalón oscuro, colonia discreta. Tenía que estar a su altura. Y lo sabía: éramos una pareja que no iba a pasar desapercibida.

Decidimos ir en taxi. Estacionar en esa zona de San Isidro, y más por el Golf, era imposible. En el asiento trasero, nuestras manos se encontraron solas. Yo deslicé los dedos por su muslo, aprovechando esa generosa abertura del vestido. Ella solo me miró y sonrió, mientras se acomodaba nerviosa.

—Tranquilo, joven —susurró—. Que todavía no empieza la fiesta.

Nos bajamos frente a un edificio que parecía más un hotel de lujo que una residencia. Angie se quedó mirando hacia arriba.

—Wow… esto parece una película —dijo en voz baja.

—Sí —respondí tomándola de la mano—. Y tú, la protagonista.

Ella me miró de reojo, con ese brillo travieso que conozco de memoria.

—¿Te diste cuenta? Todos los departamentos tienen balcón… —susurró, mordiéndose el labio.

Yo no dije nada. Solo sonreí. Porque entendí. Y esa noche, ya no era solo una salida. Era una misión.

El portero, que ya tenía nuestros nombres en la lista, nos dejó pasar. Subimos en un ascensor brillante que reflejaba nuestras miradas cómplices. Me incliné hacia ella.

—No sé qué va a pasar esta noche —le dije—, pero ya se siente especial.

Ella solo me miró, callada… pero su sonrisa hablaba en otro idioma.

El departamento era enorme. Moderno, elegante, con esas luces cálidas que te hacen sentir en una película. Risas suaves, copas de vino, gente bonita hablando de viajes y política. Un DJ ponía deep house en una esquina. Pero todo eso desaparecía para mí cuando la miraba a ella.

Bailamos. Yo la tenía pegada, con mis manos en su cintura. El calor de su cuerpo atravesaba la tela. Su respiración comenzaba a ser la mía. Fue entonces que le susurré:

—Ven.

No preguntó. Solo me siguió. Caminamos entre la gente como si huyéramos de algo, o hacia algo. Riendo en silencio. Entramos por un largo pasillo en L. Una habitación estaba entreabierta. Entramos. Cerramos.

Oscuridad. Silencio. Solo la ciudad respirando al otro lado del ventanal.

Deslicé la puerta del balcón. Salimos. El aire frío nos golpeó con fuerza. Estábamos en un sexto piso. Frente a nosotros, el Golf. Más allá, Lima.

Angie se apoyó en la baranda.

—¿Aquí? —susurró.

—Aquí —dije yo, pegándome a su espalda.

Ella levantó una pierna, apoyándola en el metal. Yo alcé su vestido. No llevaba nada debajo.

—No sabes cuánto he pensado en esto —murmuré, bajándome el cierre del pantalón.

Ella se apoyó con ambas manos. Me abrí paso en un solo movimiento. Su boca mordió su propio puño para no gritar. Yo la sujeté por la cintura. El vaivén era corto, profundo, controlado. Las luces de la ciudad eran nuestros testigos. El viento mecía su cabello. Y su cuerpo. Y el mío. Y el deseo que no podía esperar.

Fue rápido, sabíamos que el tiempo no era nuestro aliado. El orgasmo llegó como un rayo mudo. Profundo. Salvaje. Me quedé dentro de ella unos pocos segundos más. Respiramos juntos. Apoyados en la baranda como dos fugitivos que acababan de robarle algo al mundo.

Nos arreglamos rápido. Ella se alisó el vestido, yo la camisa. Risas nerviosas. Volvimos al salón como si nada. Nadie nos notó.

Hasta que, un rato después, mientras tomábamos vino cerca de la barra de tragos, Angie se acercó con el rostro blanco.

—Mi calzón… lo dejé en el balcón.

—¿Qué?

—Cuando me lo quité sin que te dieras cuenta, antes de subir la pierna a la baranda, se me cayó. Y… lo olvidé.

Intentamos volver. Pero un grupo de señoras se había instalado a chismorrear justo en la entrada del pasillo. Era inaccesible.

Una hora después, en pleno pico de la fiesta, el DJ paró la música. Una mujer, la madre de la cumpleañera —elegante, cincuenta y tantos— se subió a una silla en medio del salón. En una mano tenía una copa. En la otra…

Un calzón rojo. Encaje. Con tiras.

El mundo se congeló.

—Encontré esto en mi habitación —dijo—. No es mío. Y dudo que sea de mi hija…

Alguien rio. Ella agregó:

—Tampoco es de una aventura de mi esposo. Él las tiene fuera de casa.

Explosión de risas.

—¿Alguna valiente? ¿O valiente acompañado?

Angie se aferró a mi brazo. No decía nada. Ni respiraba. Solo bajó la mirada, mientras su rostro ardía.

—Bueno… —dijo la señora— lo colgaré aquí. Por si la dueña quiere recogerlo al final.

Y lo dejó, como una bandera pirata, sobre el respaldo de la silla.

Nos fuimos poco después. En el ascensor no hablamos. Ya en la calle, Angie estalló en una carcajada.

—¡No puedo creerlo! ¡Tenía MI calzón en la mano!

—Y lo levantó como si fuera una ofrenda —dije, riendo—. Lo dejaste como souvenir.

—¿Y si alguien lo recoge? ¿Y si hacen pruebas de ADN?

—Que sepan que fue una noche perfecta.

Ella se detuvo. Me miró. Las luces del edificio se reflejaban en sus ojos.

—Gracias por cumplir mis fantasías, loco.

—Gracias por tenerlas, loca.

Y la besé. Riendo. Cansados. Culpables. Cómplices.

Caminamos por San Isidro en la madrugada, buscando un taxi, sabiendo que esa historia… nadie más la iba a contar.
 
Las semanas siguientes fueron una mezcla de ilusión y ansiedad. Lo que empezó como una idea mía, se volvió nuestro proyecto. Cada noche, Angie bajaba con los clasificados marcados, descalza, con café en mano y una sonrisa tímida.
—Amor, mira este... tiene balcón.

Eso me emocionaba más que los departamentos. Ya no era “mi” búsqueda, era “nuestra”. Visitamos más de treinta. Miraflores, Surco, Barranco, Lince… algunos los descartábamos de inmediato, otros nos hacían dudar por un detalle, pero ninguno nos convencía por completo.

El balcón era imprescindible para Angie. Yo la imaginaba ahí, al atardecer, con una copa de vino, o abrazados. Dos departamentos nos gustaron de verdad: uno en Miraflores, moderno; otro en Surco, con áreas verdes. Pero el precio nos sacó rápido del sueño. . Ya en la calle, Angie murmuró:
—¿Y si no encontramos nunca uno que podamos pagar?

Esa frase traía más que frustración: era miedo al cambio, a perder lo que teníamos. Pero también esperanza. Soñábamos con un espacio sin secretos ni silencios, donde nuestro amor no tuviera que esconderse.

Hablamos de buscar ayuda profesional. Un corredor que filtre por presupuesto, por zonas, por sueños. Ya había pasado un mes. Las visitas eran menos frecuentes, más resignadas. La ilusión seguía, pero más apagada.

Hasta que una mañana, sonó mi celular. Era Angie. Me sorprendió. Casi nunca me llamaba… solo cuando algo importante estaba por pasar.

—Amor —me dijo con una voz que sonaba emocionada pero contenida—, estoy en la universidad. Un amigo mío me ha contado que su papá está rematando su departamento… porque ya les salieron las visas. Se va toda la familia a Estados Unidos en dos meses.

—¿Ah sí? —le dije, ya más alerta—. ¿Y dónde queda?

—En el límite de San Borja con San Isidro, está cerca de la casa de tu mamá —respondió rápido, y luego bajó un poco la voz—. Y tiene balcón…

Me reí sin poder evitarlo. Había algo en cómo lo dijo, en esa pausa antes de soltar la palabra “balcón”, que me tocó algo dentro. Ella sabía que era su debilidad, su símbolo. Yo lo sabía también.

—¿Y el precio? —pregunté—. ¿Está a nuestro alcance?

—Sí, sí —dijo casi atropelladamente—. Y él puede hablar con su papá para que nos dé facilidades. El señor tiene plata. No quiere dejar propiedades acá. Quiere cerrar todo rápido.

—Perfecto. Dile que este sábado lo vemos. Vamos juntos y conversamos.

—¡Sí, sí, sí! —dijo, sin ocultar la emoción—. Yo tengo el presentimiento de que este es, amor. Este es.

Antes de colgar, Angie me mandó un beso como un sello de promesa. Sentí que esa llamada no solo anunciaba un hallazgo, sino una nueva etapa.

El sábado madrugamos, emocionados, como si fuéramos a ver la casa donde empezaríamos una vida juntos. Mi madre sabía que Angie me acompañaba y le encantaba la idea, sin sospechar la intensidad de nuestros sueños.

Llegamos al edificio a las 9:30. Un conjunto sencillo, sobrio, tenia dos bloques, con tres pisos al frente y cuatro atrás. Nos esperaban el amigo de Angie y su padre, un señor mayor, amable y con urgencia por cerrar ciclos.
—Está vacío hace medio año —nos dijo—. No lo puedo vender… está salado este departamento.

Angie ya recorría el lugar con familiaridad. Sala amplia, cocina conectada por una ventana, dos dormitorios en el primer piso y un baño. Todo sencillo, pero bien cuidado.
—Es un dúplex —dijo el señor. Subimos.

La segunda planta tenía más luz. Una salita, dormitorio grande con baño, walk-in closet y un patio que daba a un parque verde. Angie se detuvo en el ventanal. Me miró. No necesitó palabras. “Este es”, decían sus ojos.

—¿Y tiene balcón? —pregunté.
El señor asintió y corrió una cortina. Apareció un balcón pequeño pero perfecto. Angie se acercó, apoyó las manos en la baranda y susurró:
—Este balcón tiene alma…

Bajamos con el corazón acelerado.
—¿Les gusta? —preguntó el señor.
Nos miramos con Angie. No hacía falta decir nada. En ese cruce de miradas ya habíamos dicho “sí”.

—¿Y se casan pronto? —preguntó él.
—Sí, de este año no pasa —respondió Angie, firme.
Yo sabía que era parte del relato… pero también una ilusión que empezaba a tomar forma.

Nos llevó a la cocina y nos dio el precio. Yo podía cubrir un 60%, pero aún no tenía crédito hipotecario.
—Mire, esto es lo que tengo. El resto… estoy viendo con un banco. ¿Me puede esperar?

El hombre me miró unos segundos.
—Tú me pareces buena persona. Y tu novia… encantadora. Mira, no quiero bancos ni papeles. Dame la inicial y el saldo me lo pagas en un año. ¿Puedes?

Sentí el peso de la decisión. Hice cuentas rápidas. Era arriesgado, pero posible. Angie me miraba con esos ojos suplicantes.
—Creo que sí… pero déjeme el día para pensarlo.

—Claro, llámame mañana temprano —dijo—. Este departamento ha estado tanto tiempo esperando… que me da la impresión de que los estaba esperando a ustedes.

Nos dimos la mano. Él con firmeza, nosotros con la emoción palpitando en la piel.

Salimos del edificio. Angie caminaba a mi lado en silencio hacia el auto, hasta que se detuvo, me miró y dijo:

—Es ese, amor. Lo sé. Es nuestro.

Llegamos al auto, y como siempre, le abrí la puerta para que subiera. Pero antes de hacerlo, Angie se volteó. Me abrazó de la cintura, con ese gesto tan suyo, tan dulce y firme a la vez, y mirándome directo a los ojos, me dijo:

—Amor, este es. Me encanta. Si yo puedo ayudarte a pagarlo, lo haré. Que salga a tu nombre, no me importa… pero este tiene que ser tu departamento. Nuestro departamento.

La ternura en su mirada y la generosidad de sus palabras me conmovieron. No hablaba desde la posesión, sino desde un amor que se compartía. Sentí un nudo en el pecho.
—Sí, amor —le dije, acariciándole el rostro—. Pero vayamos a un sitio tranquilo a hablar. Estoy convencido, pero quiero asegurarme de poder cumplir. No quiero fallarle al señor… ni perder el departamento.

—Vamos al hotel —dijo ella, con ese encanto suyo entre lo romántico y lo travieso—. Ahí conversamos tranquilos. Compramos un vinito en el camino. Tu mamá cree que estamos viendo departamentos, podemos regresar a las cinco o seis sin problemas.

Me reí. Era tan ella. Subimos al auto, compramos un par de botellas de vino tinto y fuimos al hotel. Una habitación que ya conocíamos, con luz tenue, cama grande y ese aire de complicidad que siempre nos abrazaba.

Apenas entramos, Angie me empujó suavemente hacia la cama.

—Joven… —dijo con una sonrisa traviesa mientras comenzaba a desabotonarse la blusa lentamente—. La mejor manera que esta mujer y este hombre tienen de conversar las cosas con sinceridad… es sin ropa. Y mejor todavía… después de hacer el amor.

Su voz era suave pero decidida. Yo también comencé a desvestirme, observándola. No habíamos planeado esa ida al hotel, pero a ella no le hacía falta más que su propia piel. Llevaba un calzoncito sencillo de encaje blanco. Nada más. Ya hacía tiempo que no usaba sostén, salvo en ocasiones muy formales. Y yo ya conocía bien ese cuerpo, pero igual me sorprendía cada vez. Era como si redescubriera la belleza, la libertad y el deseo en una sola mujer.

Nos desnudamos. Ella tomó mi miembro con delicadeza y lo fue despertando en su boca, como solo ella sabía hacerlo: con ternura, con hambre, con devoción.

Luego me montó, despacio, mirándome a los ojos, dejando que nuestros cuerpos hablaran antes de que nuestras bocas dijeran algo. Cada movimiento suyo era una declaración. Había pasión, sí. Había amor. Pero, sobre todo, había ilusión. La ilusión de lo que estábamos construyendo. De lo que venía.

Cuando llegó al clímax, la volteé suavemente, sin romper la conexión, y la penetré desde atrás, abrazándola, besándola en la espalda, en el cuello, en la oreja. Ella gemía bajito, rendida, entregada. Yo no paré hasta derramarme dentro de ella, con un gemido que fue también un suspiro, una promesa, un paso al frente.

Permanecimos abrazados, agitados, con los corazones latiendo al unísono. Le besé la nuca y me puse a su lado.

—Estamos empezando algo nuevo, ¿lo sabes? —le dije.

—Sí —susurró, acariciándome el pecho—. Y me encanta que sea contigo.

Angie se paró y fue al baño. Desde ahí me gritó con esa mezcla de ternura y autoridad que la hacía tan ella:

—¡Anda sirviendo el vino! Y busca por ahí papel y lapicero… creo que tengo en mi cartera. Tenemos que hacer cuentas.

Ya tenía los vasos listos. No había copas, pero daba igual. El vino estaba servido. Ella salió con su toalla húmeda, como siempre, y me limpió con ese cuidado ritual: el pene, la pelvis, la mezcla tibia de nosotros dos. Nos sentamos frente a frente en la cama, desnudos, serios, con la piel aún húmeda del sexo y la mente en cálculos. Así éramos: pasión y proyecto entrelazados.

Hicimos cuentas: mi sueldo, gastos fijos, recortes posibles. Ella anotaba en una hoja arrugada. Pero no bastaba.

—Amor —dijo—, dejamos de venir al hotel. Solo en casa. Apenas te mudes, usamos el departamento. Cancelo mi celular… lo que sea.

Sonreí. Hasta sus sacrificios venían cargados de amor. Seguimos buscando ajustes.

—Puedo vender mis tierras —soltó de pronto.

—Ni hablar —le dije—. Eso es para tu universidad. Es tu futuro.

Volvimos al papel. Y entonces, iluminada, dijo:

—¡Lo alquilas! Un año. Sigues en casa. Todo igual. Si falta, yo trabajo, pago los servicios. ¡Listo!

Hice la suma. Con ese alquiler, cerraban las cuentas. La miré.

—No tendrías que trabajar.

Ella me besó, fuerte, feliz.

—¡Lo tenemos! —gritó—. ¡Es nuestro!

Me jaló encima de ella, riendo, con los ojos brillantes y el cuerpo temblando de emoción. Abrió generosamente las piernas y me invitó a entrar en ella una vez más. Esta vez no era solo pasión. Era una celebración. Un sello. Un pacto.

La besé entera. Su cuello, sus senos, su vientre, sus muslos. Y mientras recorría cada rincón de su cuerpo le susurraba:

—Te amo, te amo, Angie. Eres única. Eres especial.

Y cuando entré de nuevo en ella, sentí su humedad recibirme con calidez, con fuerza. Con amor.

Ella me abrazó con desesperación, sus piernas rodeando mi cintura, su cuerpo aferrado al mío como si nunca más quisiera separarse. Cada movimiento era una promesa. Cada gemido, una afirmación.

Y justo antes de llegar al orgasmo, entre jadeos y lágrimas contenidas, me dijo:

—Primix… soy la mujer más feliz del mundo. Gracias a Dios por tenerte.

Y entonces soltó ese grito orgásmico que conocía tan bien, ese grito que siempre me estremecía, que me hacía sentir que era mía.

No fue la primera gran decisión que tomamos desnudos, entrelazados. Pero fue una de las más importantes. Porque así sellábamos nuestras decisiones: con entrega total, con cuerpo, con alma. Con amor.

Ya habíamos terminado la segunda botella de vino. Estábamos desnudos, con el cuerpo tibio por el alcohol, la conversación, las decisiones. Y por supuesto, volvimos a hacer el amor. No fue una necesidad física, fue un acto de reafirmación. De entrega. De victoria.

Angie estaba recostada boca arriba, su piel aún enrojecida por nuestras caricias anteriores, con ese brillo húmedo que siempre me enloquecía. Me incliné sobre ella y empecé por besarle los tobillos, subiendo lentamente por sus piernas, deteniéndome en cada rincón que ella amaba. La cara interna de sus muslos, sus ingles, su pelvis, su vulva… cada centímetro fue reclamado por mi boca.

Ella se arqueaba suavemente, entregándose sin reservas. Le mordí ligeramente el monte de Venus antes de sumergirme en su sexo tibio y generoso. Ella gimió, me agarró del cabello y me guio sin palabras. Su aroma era una mezcla de deseo y cremas florales del spa, un perfume único que ya asociaba con el placer y el amor. Me pidió que la penetrara, y lo hice despacio, pero profundo. Ella levantó las piernas, rodeó mi cintura con ellas y me recibió como si fuéramos uno solo.

Nuestros cuerpos chocaban húmedos, resbalando, envueltos en sudor, saliva y vino. La penetración era firme, acompasada. Ella gemía mi nombre, no con lujuria, sino con una ternura desgarradora.

—Primix… mi amor… te juro que soy tuya… toda… solo tuya… —susurró entre jadeos, mientras me apretaba dentro de ella con desesperación.

No dejé un centímetro de su cuerpo sin besar, sin explorar con la lengua, con las manos, con la piel. Su vientre se contraía bajo el mío, y sus pechos rozaban mi pecho con cada embestida. Cuando ella comenzó a temblar, a sollozar suave mientras me pedía que no parara, sentí cómo su orgasmo la atravesaba como una ola caliente. Solo unos segundos después, la sensación de estar dentro de su cuerpo en ese estado tan vulnerable, tan abierto, me hizo derramarme por completo.

Sentí su cuerpo estremecerse mientras yo la llenaba con mi semen, profundo, lento, respirando con fuerza, como si cada gota que la habitaba fuera una promesa.

Así, maravillados, jadeantes, empapados de sudor, fluidos y amor, nos abrazamos como si el mundo se detuviera en ese instante.

—Te amo, Angie… —le susurré al oído mientras besaba su cuello.

—Y yo a ti, Primix… —me respondió, temblando aún—. Hoy empezamos nuestra nueva vida, lo sabes, ¿verdad?

Asentí, sin palabras.

Nos dimos una ducha. Nos lavamos como quien limpia el cuerpo después de una ceremonia sagrada. Jugamos un poco con el agua, nos reímos, nos besamos de nuevo. Nos cambiamos, con esa paz que queda cuando se ha amado

Salimos del hotel de la mano, con una nueva perspectiva para nuestras vidas. En el auto, de regreso a casa, ella apoyó la cabeza en mi hombro. Sin quitar la vista de la pista, le dije:

—Angie, tú le cuentas a mi madre. Tienes más arte para eso.

Ella soltó una risita.

—Por supuesto, Primix. Yo me encargo.

Al llegar, Angie bajó casi saltando. Antes de que pudiera alcanzarla, ya estaba en la cocina, donde mi madre leía el periódico.

—¡Tía! ¡Encontramos el departamento! ¡Mi primix ya tiene uno!

Mi madre levantó la vista, sorprendida.

—¿Ah, sí? A ver, cuéntenme.

Angie lo narró todo, con emoción: cada habitación, el balcón, la oferta. Yo mostré el papel con nuestras cuentas. Mi madre lo miró con atención y sonrió.

—Bueno, hijo… parece que ya tienes dónde irte. —Se levantó, me abrazó y besó la frente. Luego abrazó a Angie con cariño—. Gracias, hija. Esto también es tu logro.

Me miró con picardía:

—Pero me gustaría verlo antes. Solo para darte un consejo de vieja.

—Por supuesto, madre. Llamo mañana al señor.

Angie, detrás de ella, me sonreía con ese brillo de amor que solo ella sabía tener.

Esa noche, cuando mi madre dormía y Angie estaba en mis brazos, no hicimos el amor. Solo nos acariciamos, entre besos suaves y piel tibia. Queríamos sabernos ahí, en silencio, con amor tranquilo.

En un momento se detuvo, con esa mirada que precedía siempre a una idea.

—Primix… si tu mamá va a ver el departamento, el señor le puede decir que fuiste con tu novia… —me miró seria, preocupada—. Así yo no vaya.

Abrí los ojos como si me hubiera caído un balde de agua.

—¡Miércoles! ¡No pensamos en eso! —me llevé las manos a la cabeza—. ¿Qué hacemos?

Ella me miraba con cara de que ya estaba resolviendo todo. Y como era habitual, no tardó en lanzar la solución.

—Fácil. Le decimos que el señor pensó que éramos novios, y como no lo corregimos, se emocionó y nos dio facilidades —dijo Angie con su media sonrisa.

La miré con admiración.

—Eres brillante. Solo me preocupa que un día tus cuentos me los cuentes a mí.

Ella se rió bajito, se levantó el polerón y, al desnudo, me dijo:

—Yo siempre te hablaré así, sin mentiras. Te amo, Primix.

La abracé con el corazón latiendo fuerte. No dijimos más. Solo nos miramos, respirándonos en silencio.

A la mañana siguiente, llamé al señor.

—Aceptamos su propuesta. Solo que mi madre quiere ver el departamento antes de cerrar.

—Perfecto —respondió—. ¿Este miércoles a las siete?

—Sí. Paso por mi madre… y por mi novia —añadí, respirando hondo.

Esa noche, viendo una película, le conté a Angie lo del encuentro con el señor. Ella ya tenía todo bajo control.

—Mañana se lo acomodo a tu mamá. Tranquilo —dijo con confianza.

Al día siguiente, después de la cena, Angie bajó a mi cuarto. Se acomodó en mi pecho y, mientras jugaba con mis vellos, susurró:

—Todo listo. Le conté como planeamos. Que el señor creyó que éramos novios y nos dio facilidades por eso.

—¿Y qué dijo mi madre?

—Se rio. “¿Ah sí? Entonces iré con mi nuera y mi hijo”.

Angie sonrió, acurrucada sobre mí.

—¿Ves? Todo arreglado, Primix.

La abracé con amor y admiración.

—No sé qué haría sin ti.

—No vas a tener que averiguarlo —me susurró—. Porque yo ya me compré este amor, con balcón y todo.

Esa noche, después de que Angie subió a su habitación, me quedé en la mía, con la mirada fija en el techo y una sola pregunta dándome vueltas en la cabeza: ¿No será que mi madre ya lo sabe? Que lo sospecha, lo intuye, que ha juntado las piezas y solo se hace la desentendida…

Porque su reacción había sido demasiado natural. ¿No fue extraño que aceptara tan rápido el cuento de que el señor nos creyó novios? ¿Y si no fue cuento para ella? ¿Y si, en el fondo, no le parece tan mal? Tal vez está simplemente esperando la oportunidad, el momento justo para confrontarnos. O peor aún… ¿Y si sí le parece mal, y solo está observando, esperando pruebas?

Esas preguntas se me enredaron como nudos en la cabeza. Me costó dormir. Pensé que cuando todo este asunto del departamento se calmara, tenía que comentárselo a Angie. Ella era buena para leer señales, y entre mujeres, se entienden de una manera que uno simplemente no puede. Ella sabría si mi madre sospechaba… o ya sabía.

El miércoles llegó. Yo salí de la oficina con el corazón apurado. Al llegar a casa, las dos ya me esperaban en la puerta: mi madre, con su elegancia discreta, y Angie, con su sonrisa cómplice. Subieron al auto, se acomodaron, y mientras avanzábamos rumbo al departamento, mi madre, como quien lanza un anzuelo con carnada, dijo:

—Así que… son noviecitos, ¿no?

Fue como un aguijón directo al centro del pecho. Las alarmas se encendieron nuevamente en mi cabeza. Tragué saliva. No podía dejar que el silencio jugara en mi contra.

—Sí, madre… —dije, intentando que sonara como una broma casual—. Una bromita que al final se nos fue de las manos. Creo que por eso el señor se ablandó y nos dio las facilidades… pensó que éramos una parejita luchadora, enamorada…

Ella no dijo nada por unos segundos. Me miró por el retrovisor con una expresión neutra, casi entretenida.

—Bueno, bueno —dijo al fin—. Entonces voy a tener que actuar… Y mirando a Angie, agregó con picardía—: ¿Y tú, hija? ¿Me vas a mirar feo como a las suegras?

Angie no se inmutó. Respondió con una seguridad desarmante, dulce y directa:

—Jamás, tía. Yo la quiero muchísimo, y le agradezco todo lo que hace por mí. Usted va a ser mi suegra amorosa.

Yo me tuve que morder la sonrisa. Sentí el corazón dar un pequeño salto. Porque sí… sí pues, en el fondo, en ese universo oculto que solo nosotros conocíamos, mi madre era un poco su suegra amorosa.

Angie sabía manejar esas situaciones con maestría. Cuando todo era risas y sobremesas, trataba a mi madre con confianza. Pero cuando el ambiente cambiaba, sabía ajustar el tono y ponerse formal, como si esa barrera sutil protegiera nuestro secreto.

Llegamos puntuales al edificio. Nos recibió el dueño, el amigo de Angie y el portero, que años después se volvería cercano a nosotros. Angie saludó con calidez. Mi madre ya conversaba con el señor rumbo a las escaleras.

Subíamos al segundo piso cuando el chico, sin filtro, me soltó:

—Así que tú eres el famoso novio de Angie. Eres conocido en la universidad.

Me encogió el estómago. Miré a mi madre, que no pareció oír, ella iba un buen tramo por delante nuestro, conversando con el señor. Angie sí. Me lanzó una mirada rápida. Intenté mantener la compostura.

—¿Ah sí? Bueno, no creo que sea para tanto.

—Angie habla mucho de ti —insistió—. Toda la promo sabe que está enamorada.

Cambié rápido de tema, fingiendo interés por el edificio. Al llegar al departamento, el dueño se llevó a mi madre a recorrer. Jalé a Angie aparte.

—Ese chico nos puede delatar.

—Tranquilo —dijo con esa firmeza suya—. Lo tengo controlado.

Me bastó verla para confiar. Ella sabía cómo desactivar bombas con sonrisas.

Esa noche, cenamos los tres. Todo parecía normal, pero había una tensión suave, una vibración previa al cambio. Mi madre sorbía su té y de pronto preguntó:

—¿Mañana es la firma?

—Sí, ya tengo el cheque. Firmamos la minuta y luego va a Registros.

Ella se volvió a Angie:

—¿Lo acompañas?

Angie fingió dudar, jugueteando con su plato.

—¿Primix, quieres que vaya?

—Claro —dije sonriendo.

—Entonces voy —respondió ella.


El sábado, llegamos a la notaría. Angie llevaba un vestido negro ceñido, elegante y sensual. El escote de tul dejaba ver su piel como en un susurro. Estaba hermosa. El notario, amigo del vendedor, tenía todo listo. Firmamos la minuta, las letras de cambio. No hubo bancos ni hipotecas: solo palabra y confianza.

Al final, el vendedor me estrechó la mano con una sonrisa amplia. Me entregó dos juegos de llaves.

El departamento ya era nuestro.

Salimos al sol del mediodía. Angie apretó mis dedos, se volvió hacia mí con los ojos brillantes y susurró:

—¿Vamos?

—¿A dónde? —pregunté, fingiendo no entender.

Se mordió el labio y alzó las llaves delante de mi cara.

—Al depa, primix. ¡Ya es nuestro!

Y allí mismo, en mitad de la acera, me besó como si el balcón que tanto había soñado se hubiera materializado en ese instante entre nuestros labios.
 
El edificio no tiene ascensor, así que subimos los tres tramos de escaleras hasta el tercer piso con las llaves recién estrenadas tintineando entre mis dedos. Crucé el umbral cargando a Angie —tradición improvisada de “nuevos dueños”— y la deposité en el parquet de la sala, donde su risa rebotó contra las paredes vacías.

Inició su ritual de reconocimiento: revisó la cocina, los armarios, dejó correr el agua del baño y miró cada dormitorio. Luego subimos. Al ver el walk-in closet del dormitorio principal, se le iluminó el rostro.

—Aquí van a vivir mis libros de la universidad —dijo, emocionada.

—Ni hablar, señorita —respondí riendo mientras la abrazaba—. Esto es para nuestra ropa. Tus libros van abajo, en tu estudio.

Rodó los ojos, sonriendo, y salió al balcón. Respiró hondo, contempló el parque y regresó a la sala superior, donde me esperaba.

La sujeté por los hombros.

—Todo está perfecto, amor. Pero aún falta pagarlo. En cuarenta días vence la primera letra, tenemos que alquilarlo pronto.

Ella me abrazó por el cuello, nuestras frentes juntas.

—Entonces hay que inaugurarlo antes de que llegue el inquilino —susurró.

—¿Inaugurarlo cómo? —pregunté, aunque ya lo intuía.

—Haciendo el amor, ¿cómo más? —dijo, mordiéndose el labio.

Desnudarla no fue tan fácil. La ropa que llevaba Angie —ese vestido negro ajustado, con paneles de tul que la hacían ver como una diosa contemporánea— era sensual, sí, pero nada práctico para los apuros del deseo. La tela se resistía, como si supiera que estaba hecha para admirarse, no retirada. Me costó encontrar el modo justo de deslizarla sin romper la magia… ni el vestido.

Pero finalmente, con paciencia y entre risas ahogadas, quedó desnuda frente a mí, descalza sobre las baldosas frías de la cocina. La luz tenue que entraba por el tragaluz de la ventana proyectaba su silueta como una sombra viva, recortada en movimiento.

Nos habíamos besado en la sala, acariciado en la escalera, pero fue en el marco de la puerta de la cocina donde todo se volvió inevitable. Ella se apoyó ahí, extendiendo las manos y los pies hacia los lados, como un aspa viva en equilibrio, los pies firmes sobre el suelo, la espalda ligeramente arqueada. Me miró por encima del hombro con una sonrisa cómplice y una advertencia muda: cuidado, que aún pueden oírnos.

El eco del departamento vacío amplificaba cada suspiro. Nos movíamos en silencio, con cuidado, como si el mundo se hubiera detenido en torno a ese primer acto de entrega en nuestra nueva casa. Yo la tomaba por la cintura, guiándola sin apuro, sintiendo cada temblor de su piel como si fueran palabras no dichas. Ella se sostenía firme, tensa de emoción, respirando hondo, conteniéndose.

Los sonidos eran mínimos: el roce de la piel, el crujido sutil del parquet, el zumbido lejano de algún electrodoméstico vecino. Pero dentro de nosotros todo era un estallido.

Por un momento me detuve, solo para verla. Su cuerpo allí, en ese marco de puerta que algún día dividiría olores de café y cenas caseras, era ahora el umbral de nuestra historia. Un antes y un después.

Cuando todo terminó, nos abrazamos en silencio, todavía en esa cocina sin muebles, sin platos, sin historia... pero que ya tenía un recuerdo imborrable grabado en su umbral. Angie me acarició el rostro con una mano temblorosa y susurró:

—Ahora sí, está inaugurado.

Hicimos un último recorrido por el departamento, ahora desnudos, jugando como niños grandes, riendo, tocándonos al pasar por cada rincón, como si estuviéramos bautizando con nuestra piel cada espacio. Nos perseguíamos entre las habitaciones, nos escondíamos tras las puertas, nos encontrábamos entre besos y caricias furtivas.

Cuando llegamos al dormitorio principal, abrimos la cortina del balcón. La vista nos pareció más hermosa que la primera vez. El parque al costado —separado apenas por una calle de dos carriles— se extendía verde y sereno, salpicado de árboles altos que dejaban escapar el susurro del viento y algún canto lejano de aves escondidas entre las ramas.

Angie se quedó quieta, mirando el paisaje. Luego me miró a mí, con esos ojos que lo decían todo sin pronunciar palabra. Se arrodilló lentamente frente a mí, como un gesto íntimo, profundo, lleno de entrega. Lo que hizo después fue intenso, generoso, maravilloso, como solo ella sabía hacerlo: una mezcla de amor y poder, de deseo y ternura, de saber exactamente cómo hacerme perder el aliento. Lamia mi pene y mis testículos, y se lo metía hasta la garganta, cuando ya casi se atoraba, lo volvía a sacar y a lamer, repitió ese ciclo varias veces, hasta que mi pene estuvo duro como piedra.

Cuando terminó, se levantó sin dejar de mirarme, sus labios aún húmedos, el rostro iluminado por la travesura.

—Házmelo en el balcón —susurró, dándome la espalda y sujetando con firmeza la baranda metálica.

Yo ya estaba a punto de fundirme con ella, mi glande ya había entrado en su vagina, pero entonces nos dimos cuenta: estábamos en un tercer piso, eran poco más de las dos de la tarde, la luz caía intensa sobre nosotros y al frente había dos edificios con balcones y ventanas que podrían estar perfectamente habitados.

Nos gustaban los riesgos, sí. Nos excitaba la aventura, el peligro. Pero no éramos exhibicionistas.

Nos miramos. Una carcajada se le escapó primero a ella, luego a mí. Retrocedimos como quien escapa de una travesura descubierta, corriendo las cortinas entre risas, abrazándonos mientras el corazón aún latía acelerado.

—Qué locos estamos —dijo ella, escondiéndose en mi pecho.

—Locos, pero felices —respondí, besándole la frente.

Ella se sentó en el piso, sin poder contener la risa.

—¿Y me vas a dejar así? —le dije con media sonrisa, señalando sin disimulo la erección que ella misma había provocado.

Angie me miró desde el suelo, con esa mezcla de picardía y ternura que solo ella podía manejar sin esfuerzo.

—Claro que no, amor —me respondió con voz suave, casi un suspiro.

Se recostó despacio sobre el piso de madera, aún frío, como si su cuerpo fuera una promesa escrita en cada curva. Abrió los brazos, las piernas, como si el mundo entero le perteneciera en ese instante. La invitación no necesitaba palabras.

Me dejé caer sobre ella, besándola con hambre, con la ansiedad acumulada de todas esas semanas de ilusión, de búsqueda, de planes y cuentas. La penetré sin prisa, sin barreras, como si con cada movimiento estuviéramos sellando ese espacio como nuestro, grabando nuestra historia en esas paredes aún vacías.

Nuestros cuerpos se movían con fuerza y amor a la vez, en una coreografía salvaje y sagrada. No había muebles, no había cama, no había testigos. Solo nosotros dos, en el suelo del que algún día sería nuestro dormitorio, haciéndolo nuestro de la única forma que sabíamos: con pasión, con entrega total, con amor de verdad.

Angie me abrazaba como si quisiera que no escapara nunca, como si al hacerlo se aferrara también a todo lo que venía: la convivencia, el esfuerzo, la vida juntos. Yo la besaba entre jadeos, entre gemidos contenidos, sintiendo que ese instante era más que sexo, más que placer. Era un pacto.

Y ahí, en ese piso vacío, la poseí como si el futuro dependiera de ello. Porque, de alguna forma, sí dependía. Cuando terminamos, después de quedarnos un rato besándonos en el piso, nos paramos. La espalda y el trasero de Angie estaban rojos de la fricción contra el suelo de madera, igual que mis rodillas. Nos reímos. Pero lo más complicado fue encontrar algo para limpiarnos, sobre todo a ella, llena de su lubricación y mi esperma. Al final tomamos mi camiseta, la que llevaba debajo de la camisa, estaba junto con toda la ropa tirada en el primer piso. Nos vestimos y salimos de la mano y felices.

Así pasaron las primeras tres semanas.
Estábamos enfocados en encontrar inquilinos. Publicamos avisos en diarios y portales, hablamos con conocidos, incluso mi madre lo ofreció a sus amigas. Recibimos hasta seis interesados serios. Mostrábamos el departamento con la mejor de nuestras sonrisas, destacando sus espacios y su encanto... pero no concretábamos nada.

Lo curioso —y cómplice— era que, tras cada visita, quedaba una electricidad en el aire: adrenalina, alivio y deseo. El departamento volvía a ser nuestro escondite.
Nos entregábamos con urgencia, hacíamos el amor sobre la encimera, en el piso de la sala, en el baño, incluso de pie en cualquier rincón. Como si el espacio reclamara ser habitado por nosotros antes de entregarse a otros.

Cada encuentro era más que pasión: era marcar territorio, afirmar que ese lugar nos pertenecía. Aunque no viviéramos allí, lo habitábamos con nuestra piel.
Y así, entre visitas frustradas y orgasmos discretos, el tiempo seguía corriendo… y la primera letra estaba cada vez más cerca.

Era un sábado cualquiera, pero para nosotros era un oasis. Mi madre había salido al cine con sus amigas, lo que nos dejaba unas tres o cuatro horas de libertad absoluta, de cama, de tiempo lento y sin sobresaltos. Ya no serían encuentros fugaces sobre una encimera o entre risas en un pasillo. Era una tarde para amarnos sin apuros, con la suavidad de las sábanas y la luz tenue que se filtraba por las cortinas.

Estábamos en mi habitación, completamente desnudos después de haber hecho el amor, envueltos en el aroma de nuestros cuerpos y la calidez compartida. Conversábamos, entre caricias y sonrisas, sobre su universidad, sobre sus clases, sobre sus padres… hasta que el silencio nos envolvió.

Entonces le dije, con la voz un poco baja, casi como si no quisiera inquietarla:
—Amor… falta menos de diez días para pagar la primera letra y no concretamos nada.
—Sí, amor… —respondió Angie, preocupada— eso me tiene inquieta, pero debemos tener fe.
—Claro… —asentí— en el peor de los casos la pago con mi sueldo. Ya veremos cómo cubrimos los gastos de esta casa.
—Ya veremos… —repitió ella, no como resignación, sino como quien aún cree en lo que viene.

La verdad, el problema no me parecía tan grande en ese momento. La tenía a mi lado: su cuerpo cálido, su olor, su mirada. Angie tenía esa magia: hacía todo más llevadero, incluso lo incierto.

Me abrazó con fuerza, como si quisiera traspasarme su energía. Se montó lentamente sobre mí, mirándome a los ojos.
—Aquí está tu Angie —dijo—, y lo vamos a solucionar juntos.
Me besó largo, profundo. Luego, con ese tono coqueto que tanto me desarmaba, susurró:
—Vamos a hacer el amor otra vez. Eso nos trae suerte…

Y empezamos a amarnos de nuevo. Sin apuro. Sin palabras. Solo el lenguaje de nuestros cuerpos, reafirmando que todo eso —el departamento, la deuda, el futuro— sería de los dos.

Estábamos en lo mejor. Angie, montándome, cabalgaba con entrega, el cuerpo arqueado hacia atrás, las manos apoyadas en mis muslos, los pechos firmes entre mis manos, la boca entreabierta. Jadeaba cada vez más fuerte, su respiración se aceleraba, el ritmo era exacto, el vaivén perfecto. Yo bajé mis manos a su cintura para darle más ritmo, ayudándola a marcar ese compás delicioso que nos acercaba al borde del orgasmo.

Y justo cuando ese clímax parecía inminente, sonó mi celular.

Un timbre agudo que cortó la magia por un segundo. Ella se detuvo, con los ojos cerrados, la boca aún entreabierta por el placer contenido.

—Sigue… —le dije, desesperado, sintiendo aún la presión de su cuerpo en el mío.
—No, contesta —susurró, jadeando—. Puede ser por el depa…

Resoplé frustrado, estiré el brazo y cogí el celular. Angie, sin salirse, se echó sobre mi pecho, pegada a mí, su oreja casi rozando el parlante del teléfono. Contesté.

—¿Aló?
—Hola, estoy llamando por el departamento que están alquilando. ¿Lo podríamos ver mañana temprano? Tengo urgencia, necesito mudarme cuanto antes.

Era una voz de mujer, amable, directa. Angie alzó la vista como diciendo “¿ves?”. Le respondí:

—Claro, ¿te parece a las nueve de la mañana?

Confirmamos. Corté. Me dejé caer otra vez en la cama, con ella aún encima mío.

—Una más —dije, suspirando—. Ya van como veinte y nada.

Angie me miró con una sonrisa pícara, aún agitada.
—No, esta suena diferente… —dijo—. Me da buena espina. Y además… hacer el amor da buena suerte.

Y sin más, retomó el ritmo. Primero lento, como si marcara de nuevo el territorio, y luego más intenso. Sus caderas se movían con fuerza, su piel brillaba por el sudor, su cuerpo era todo entrega. Yo la tomaba de los glúteos, ayudándola a hundirse más en mí.

—Eso es… —le dije con la voz ronca, sintiendo cómo la tensión crecía de nuevo.

Angie jadeaba, murmuraba mi nombre, me decía que me amaba, que todo iba a salir bien, que ese depa era nuestro punto de partida, que nada nos iba a separar, estaba hablando hasta que sus gemidos orgásmicos la cortaron. Después de unos segundos se recuperó, se puso en cuatro patas y me dijo entre jadeos y risas, ¡dame duro, amor!, si tu no gozas la suerte no es completa. La penetré en perrito y le di duro por varios minutos, hasta que estallé en su vagina.

Al día siguiente, puntuales como quedamos, estábamos en el departamento con Angie. A las nueve y cinco llegó la mujer interesada: una diplomática colombiana, secretaria de alguna área de la embajada. Alta, elegante, con ese acento bogotano que suena casi como una caricia.

Caminó con clase por todo el lugar, lo inspeccionó con atención y preguntó con inteligencia. Nosotros, atentos y en silencio. Al cabo de unos minutos, nos miró con convicción:
—Lo tomo. Quiero un contrato de dieciocho meses. Pero a nombre de la embajada.

Angie y yo nos miramos. Era más tiempo del que pensábamos alquilarlo, pero pagaba el monto exacto que habíamos pedido. Sin objeciones, sin regateos. Lo habíamos subido un poco por si acaso, y aceptó todo. Era una bendición.

De regreso en el auto, Angie me tomó de la mano y con una sonrisa pícara dijo:
—¿Ves? Hacer el amor da buena suerte...
Reímos. Esa semana firmamos el contrato en una notaría. Dos días antes del vencimiento de la primera letra, ya tenía en mi cuenta el primer mes y dos de garantía. Lo que parecía difícil, días antes, estaba resuelto. El departamento ya estaba alquilado.

Esa noche de viernes todo tenía un brillo distinto. Mi madre estaba fuera; la casa en silencio. Angie y yo nos encerramos en mi habitación. Esta vez no solo celebrábamos un logro, celebrábamos lo que éramos, lo que habíamos construido.

Angie se puso uno de sus polos grandes, sin nada debajo. Nos sentamos frente a frente en la cama con una copa de vino. Hablábamos poco, nos mirábamos mucho.
—¿Te das cuenta de todo lo que hemos hecho juntos, primix? —susurró.
—Y lo que falta… —respondí, besándole la clavícula.

El vino quedó olvidado. Nos recostamos y dejamos que nuestros cuerpos dijeran lo que las palabras no alcanzaban. Fue una entrega lenta, profunda. Una celebración íntima de lo que éramos.

Ella comenzó con darme sexo oral, que pronto se transformó en un 69, su conchita depilada sobre mi cara era un manjar, sentir como se iba mojando, me invitó a meterle dos dedos que la hicieron gemir más fuerte. Nos tomamos el tiempo de saborearnos, de mirarnos, de decirnos sin palabras que habíamos llegado hasta ahí juntos. Ella realmente saboreaba mi pene, se lo tragaba todo.

Después de un buen rato, ella se puso al filo de la cama y una rodilla sobre la cama y la otra pierna en el piso, ese ángulo la hacía sentir más mi pene cuando la penetré, comencé a darle duro y ella gritaba desaforadamente, así amor, no pares, ¡ahhhh! Yo le jalaba el pelo, con la fuerza suficiente para levantarle la cabeza que ella enterraba en el colchón, pero sin dañarla. Angie cerraba los ojos y abría la boca para soltar gemidos y decir ¡Ay que rico, amor, así, así, duro!

Una nalgada de vez en cuando la hacía estremecer, ella arqueaba su espalda y volteaba a verme la cara de placer. En un momento ella bajó la pierna que tenía sobre la cama y se echó sobre el colchón, yo seguía dándole fuerte, pero me puse sobre ella para besarla en el cuello, la nuca y cuando ella volteaba, le comía la boca. Ella se sujetaba de mis brazos apretándolos con fuerza. No pasó mucho rato en esa pasión cuando sentí como se levantaba su trasero con los espasmos del orgasmo y sus tres gemidos inundaron la habitación.

Me quedé un rato ahí, me levanté un poco sin sacarle el pene de la vagina y lo vi, ahí estaba su culito, hace varias semanas que no entraba. Sin dejar de penetrarla me estiré saque el tubo de lubricante del cajón y comencé a ponérselo, ella no dijo nada, dócilmente se dejó lubricar el culo. Tampoco dijo nada cuando le saqué el pene de la vagina y comencé a introducírselo en el culo, solo se agarró más fuerte de mis brazos y soltaba gemidos mas intensos, combinados con suspiros.

La penetré despacio, pero de un solo empuje hasta el fondo, ella tenia la cara de lado sobre la cama, puso los ojos en blanco cuando empecé a bombearle el culo, primero lento y poco a poco subía el ritmo. Por ratos la sujetaba de la espalda, por ratos de su trasero, mientras le daba una que otra palmada, Angie resistía mis embates, su culito no había perdido su estrechez, pero ya no sufría con la entrada y salida de mi mazo erecto.

Algunos minutos después ella llegó a otro orgasmo, más intenso, me mordió un brazo mientras me apretaba el otro con su mano. Con la excitación no sentí el dolor, solos seguí dándole un rato más hasta que el semen salió violentamente, inundando su culito.

Habíamos hecho el amor con una intensidad que parecía condensar días, semanas, toda la vida misma. Nuestros cuerpos todavía temblaban, como si no quisieran dejar ir del todo esa oleada de éxtasis que nos había arrasado. Cuando finalmente nos separamos, ella cayó boca abajo sobre la cama, rendida, con los brazos abiertos, el cabello alborotado cubriendo su espalda como un velo de fuego. Yo me dejé caer a su lado, boca arriba, con el pecho subiendo y bajando, aun tratando de recuperar el ritmo del aire.

No dijimos nada. Solo el sonido de nuestras respiraciones agitadas llenaba el silencio de la habitación. Yo estiré la mano y comencé a acariciarle lentamente las nalgas, como si pudiera seguir amándola solo con los dedos. Ella, sin mirarme, buscó mi cabeza y comenzó a enredar sus dedos en mi cabello, con la misma ternura con la que se acaricia algo amado, necesario, irreemplazable.

Pasaron varios minutos. El tiempo era otro. Solo nosotros existíamos. Hasta que su voz quebró la quietud, suave, apenas más que un susurro.

—Primix… ¿qué has hecho conmigo? —dijo sin dejar de mirar hacia el colchón—. Eres mi droga. Me das tanto placer, siento tanto amor cuando nos conectamos, que a veces… a veces me da miedo perder esto. Es tan intenso, es tan bello, que me asusta.

Me giré hacia ella, apoyado en un codo. La miré con esa mezcla de asombro y amor que solo ella sabía provocar. Acaricié su espalda, subí por su columna con la yema de los dedos, como si tocara un instrumento sagrado.

—No pienses que esto va a acabar, Angie. Ya deja esas ideas —le dije con firmeza y ternura—. Disfruta nuestra unión. Disfruta nuestro amor. Disfrutemos nuestros cuerpos. Lo hacemos así porque nos amamos. Yo te adoro, Angie. Nunca he sentido tanto placer como contigo. Porque contigo es diferente. Es placer con amor. Es deseo con alma. Siento que cuando te amo, me conecto contigo… en lo más profundo.

Ella se volteó entonces, sin apuro, como si cada movimiento fuera parte de un rito. Apoyó la cabeza sobre su brazo, me miró con los ojos húmedos de emoción, no de tristeza. Y en ese instante nos besamos, profundo, con la lentitud de quienes ya no tienen prisa, con la intensidad de los que saben que ese beso es un acto de fe.

Y así, entre suspiros y caricias, con el cuerpo relajado pero el corazón vibrante, sentimos que todo lo vivido hasta entonces —las escapadas, los miedos, las miradas furtivas, las noches de hotel, los planes compartidos— todo nos había llevado hasta ese momento. Una relación que, más allá del erotismo, era una fusión de almas. Una conexión que, si lo decidíamos, si la cuidábamos, podía ser para siempre.

Ella se acercó aún más, y sin decir palabra, se acurrucó junto a mí. Su cabeza sobre mi pecho, mi brazo rodeándola. Esa noche no hubo más sexo. Pero hubo amor, del más puro, del que se dice sin palabras. Del que simplemente… se siente.
 
como lectura, estuvo entretenida
 
Algunas semanas después, era el primer domingo de un frío septiembre. Lima se había vestido de gris. Afuera, la lluvia caía ligera y eso hacía que la sensación de frio se magnificara. Era uno de esos días en que el cuerpo te pide no salir, no moverte, solo fundirte con el calor de alguien que amas.

Mi madre había pasado el fin de semana en casa de mi hermano. Así que estábamos solos, como pocas veces últimamente. Habíamos almorzado tarde, después de regresar de hacer las compras en la mañana.

Eran más de las 6pm y habíamos vuelto a la cama, envueltos en sábanas tibias, con el café olvidado, ya frío, sobre la mesa de noche.

Angie estaba recostada boca abajo, leyendo una novela en voz baja, con la espalda desnuda a mi alcance. Mi mano dibujaba lentamente la curva de su cintura, sus costillas, el nacimiento de sus glúteos. Yo no pensaba en nada concreto, pero mi mirada debía haberse perdido en algún rincón del techo, porque ella cerró el libro y me miró.

—¿En qué piensas? —preguntó, con esa suavidad que usaba cuando quería entrar en mis pensamientos sin empujar.

—Nada… tonterías —respondí, aunque ambos sabíamos que no era cierto.

—Dímelas. Me encantan tus tonterías.

Dudé, sonreí, me incorporé un poco y la miré de lado, con esa mezcla de vergüenza y atrevimiento que sólo ella me provocaba.

—Alguna vez... fantaseé con tenerte solo para mí. Así, completamente. Que fueras mía por horas. Sin ropa. Sin preguntas. Con una venda en los ojos. Que no sepas qué voy a hacerte… pero que lo desees todo.

Angie me miró en silencio. Sus ojos brillaron con algo entre sorpresa y deseo. Y entonces dijo, como si ya lo supiera:

—¿Una fantasía de entrega total?

Asentí, sintiéndome de pronto desnudo, pero de alma. Vulnerable.

Ella se acercó, su aliento rozando mi oído:

—También es mi fantasía. Aunque… yo la imaginé un poco diferente —susurró—. Música suave. Velas encendidas. Aceite tibio. Tus manos atadas con seda. Tu voz guiándome… tu cuerpo debajo del mío, lento, sin prisa…

Sentí un escalofrío. Ella sabía exactamente cómo construir una escena en mi mente.

—¿Y si lo hacemos la próxima semana en el hotel?

—No —dijo firme—. Lo hacemos esta noche, pero yo te ato a ti.

Se levantó. Se puso una de mis camisetas, me besó en la frente y murmuró:

—Prepárate. Entra al baño, no debes ver cuando baje. Yo te llamo.

Obedecí sin discutir. Me di una ducha caliente, larga. Estaba excitado, pero más que eso, estaba emocionado. Ella me había leído el alma.

Angie

Subí a mi cuarto conteniendo la respiración. Estaba decidida, pero también nerviosa. Quería que todo fuera perfecto. Esta tarde era para él, pero también para mí. Para demostrarle cuánto lo amaba. Cuánto me atrevía a hacer por él, con él.

Bajé a su habitación con todo lo que necesitaba. Encendí solo una lámpara, la más cálida. Encendí dos velas rojas aromáticas, de esas que usaba para estudiar cuando quería relajarme. Aromas suaves, casi imperceptibles, pero embriagadores.

Puse el casete que había preparado hace semanas. Usher, D’Angelo, algo de Beyoncé. Esa mezcla de sensualidad con bajos profundos que te acaricia por dentro.

Dejé sobre la cama la venda de seda negra, dos cintas de raso y un frasquito de aceite aromático. Rocíe apenas un poco de mi perfume sobre las sábanas. Solo él sabía que ese aroma significaba entrega.

Me saque el cómodo polo casero que llevaba. Me puse una bata de encaje translúcido, abierta. No llevaba nada debajo. Me senté en la esquina de la cama, respirando lento, con el corazón galopando.

—Ya puedes salir —le dije.

Él apareció en la puerta, con el cabello aún húmedo. Me miró. Yo no dije nada. Lo guíe hasta la cama, tomé su mano y lo hice sentarse. Con la otra mano, le puse la venda sobre los ojos. Sentí su respiración acelerarse.

Y entonces comencé.

Me puse sobre él, pero sin tocarlo, solo lo dejaba sentir el roce de la bata, como para solo provocarlo, poco a poco comencé a rozar mi cuerpo con el suyo. Mi pelo tocaba su pecho, mis labios su clavícula, mis dedos bajaban por su abdomen, a centímetros de donde él ya estaba duro, vivo, esperando. No lo toqué. Aún no.

Le até las muñecas con las cintas. Suave. Solo para recordarle que esta vez, yo tenía el control.

Le puse uno de mis senos cerca de su boca, el solo lo percibió, no podía verlo, pero sacaba la lengua buscando mi pezón, que ya estaba muy duro. Yo dejaba que solo la punta de su lengua lo tocara, eso me excitaba y a él lo volvía loco.

Vertí aceite en mis manos. Tibio. Lo acaricié lento. El pecho, los hombros, el cuello. Me detuve en sus muslos. Gemía muy bajo. Intentaba alcanzarme, pero no lo dejaba. Solo le unté el aceite en sus testículos que ya estaban pegados a su cuerpo, signo evidente que estaban preparados para la cópula, lo cual era reforzado por su pene erecto, grandioso, con esas venas que lo hacían ver poderoso. Que ganas de meterlo en mi boca, de sentir su sabor, pero aún no, quería que el sintiera esa tensión sexual de esperarme.

Me senté sobre su pelvis, sin dejar que entrara. Moví las caderas lento. Estaba empapada. Sabía que él lo sentía. Y eso me hacía más fuerte.

—Eres mío esta noche —le susurré.

Él dijo mi nombre, bajito, temblando. Yo me movía, dejaba que su pene jugara en la entrada de mi vagina, solo entraba un par de centímetros y lo sacaba, el empujaba su pelvis hacia arriba, tratando de meterlo todo, pero yo me movía hacia arriba y quedaba fuera de su alcance. El gemía y me pedía que me lo metiera, yo disfrutaba con su desesperación.

Cuando finalmente lo dejé entrar, fue una ofrenda. Sentí cómo me llenaba y me quedé así, quieta, estremecida. Luego empecé a moverme. Despacio. Con ritmo. Con intención. Me saque la bata.

Cada beso que le daba era una orden. Cada movimiento, una promesa cumplida.

Cuando sentí que él estaba por venirse, me detuve. Me salí y comencé a besarlo nuevamente, en su pecho, en sus tetillas, en su abdomen… mientras lo hacía veía su miembro turgente, unas gotas transparentes coronaban su glande. Me acerqué a su miembro y solo con la punta de mi lengua recogí esas dos gotas que asomabas de su pene, el ya no pudo más.

—Angie!! ¡¡Te deseo!! ¡¡Móntate, quiero sentirte amor!!

Volví a montarme, pero lo hice lento, como para que el sintiera como entraba cada centímetro de su miembro en mi vagina que ya estaba muy mojada. Él quería entrar de golpe, levantaba sus caderas y yo lo contenía. Cuando lo tuve otra vez totalmente insertado comencé a moverme, cada vez más rápido, sentía que el latigazo de placer llegaba sin que lo pudiera detener y tuve un orgasmo muy intenso, pero seguí moviéndome. Lo llevé al borde una y otra vez. Hasta que ya no pudimos más.

Le quité la venda justo en el momento final. Quería que me viera cuando me venía por segunda vez. Quería verlo venir conmigo.

Yo volví a llegar al orgasmo, y ya no pude seguir, el tomo el control y desde abajo, movía poderosamente sus caderas, levantándome en cada embestida, casi un minuto después, sentí como su pene latía dentro de mí, mientras esa sensación cálida y húmeda de su esperma me llenaba, me invadía, a la vez que el soltaba un gemido grueso, profundo. Fue como si el mundo colapsara sobre nosotros. Gritamos. Quedamos fundidos, aún conectados.

Desaté sus manos, me quedé sobre el un buen rato, aun con su pene dentro de mí. Después de un lado me eché a su lado, Nos abrazamos.

—Nunca había sentido algo así —susurró.

—Yo tampoco —le dije al oído—. Tu eres mi droga y me encanta estar drogada de ti.
 
Veintisiete – EL SUSTO

Corría octubre del 2007, frío y húmedo como suele ser en Lima. El cielo plomizo traía su clásica melancolía, pero nosotros vivíamos iluminados por dentro. Nuestro amor era una fogata en medio de la neblina. Nos refugiábamos en el cuerpo del otro, buscando calor, amor y deseo.

Ese mes habíamos ido dos veces al hotel. Escapadas clandestinas donde el tiempo se suspendía. Hacíamos el amor con furia, ternura y entrega total. Nos conocíamos al detalle: cada curva, cada lunar. No había rincón de su cuerpo que yo no hubiera recorrido con mis labios o manos, y ella conocía bien los míos, sabía dónde besar o tocar para encenderme. Angie perfeccionaba su técnica en el sexo oral cada vez más, identificando qué zonas respondían mejor a su lengua o sus labios. Nuestros cuerpos hablaban su propio idioma.

Confiados en que Angie tomaba la píldora, teníamos sexo vaginal sin reservas. Yo acababa dentro cada vez, con esa mezcla de placer y abandono. Era más que físico, era pertenencia. También hubo encuentros más atrevidos de sexo anal, o eyaculaba en su boca, pero lo más frecuente era que ella me recibiera profundamente en su vagina, abrazándome con su cuerpo y su alma.

Esa tarde de sábado era perfecta. El cielo gris, la ciudad lenta, y nosotros con la casa para los dos. Mi madre estaba en casa de mi hermano y no volvería hasta el día siguiente.

Angie andaba ligera por la casa, con un short de algodón y una polera mía, sin sostén. Me sonreía sin apuro. La abracé por detrás en la cocina, sintiendo su calor. Se recostó suavemente en mí. Sin palabras, fuimos a la sala. La desnudé con cuidado, como si cada prenda tuviera algo sagrado. Nos miramos. El primer beso fue lento, pero pronto la urgencia tomó el mando.

Nos amamos primero en el sillón, ella sentada y yo de pie. Me hizo una mamada de antología, de esas que sientes que en cualquier momento explotaría en su boca, pero ella se detenía en el momento exacto, solo lo besaba o lamia mis testículos, dejaba que la marea bajara un poco y retomaba. Lo hizo tres veces, me volvía loco. Luego se subió sentada sobre mí, cabalgándome con un ritmo profundo, húmedo, y absolutamente entregado. Me rodeaba con los brazos, pero también con todo su ser. En esa posición, sus pechos se movían al ritmo de sus caderas y sus ojos no dejaban de buscar los míos. Me decía con la mirada todo lo que no necesitaba verbalizar. Pero lo hizo.

—Cada vez que me llenas… —susurró jadeando entre movimientos— siento que me haces tuya otra vez. Es como si dejaras una parte de ti dentro de mí. No solo tu cuerpo… es más que eso… es tu alma.

Sus palabras me estremecieron. Le acaricié el rostro mientras ella seguía moviéndose encima mío, mojada, resbalosa, completamente abierta a mí.

Luego la llevé a la alfombra, de lado, como cucharita, y seguí dentro de ella con suavidad, susurrándole al oído cuánto la amaba, cuánto deseaba quedarme ahí para siempre. Ella me agarraba la mano, la apretaba contra su vientre, guiándome con ternura y deseo.

Pasamos a la posición del perrito sobre el sofá, con ella apoyada de brazos, girando el rostro para buscar mis labios. Yo la tomaba con fuerza, marcando mi ritmo, hundiéndome en ella con más decisión, sintiendo cómo su cuerpo se abría más, cómo sus gemidos se volvían suspiros entrecortados. Se venía con facilidad, una, dos veces, sus piernas temblaban y me pedía que no parara, que la siga poseyendo así.

Finalmente, la tumbé boca arriba sobre la alfombra, con las piernas completamente abiertas y recogidas sobre sus hombros. La besé despacio, mientras la penetraba con lentitud al inicio, y luego más profundo, más adentro, con todo lo que tenía. Ella me miraba sin parpadear, totalmente vulnerable y entregada.

—Hazlo dentro… —me pidió con voz apenas audible, pero llena de urgencia— quiero sentir cómo me llenas, cómo tu esperma se queda en mí… es lo que más me hace tuya, amor… es lo que me une a ti.

Y así fue. Me corrí dentro de ella, muy profundo, sintiendo cómo su cuerpo temblaba bajo el mío, cómo me apretaba con sus piernas y sus brazos, sin querer soltarme, sin dejar que el momento se diluyera.

Quedamos abrazados, respirando con dificultad. Afuera lloviznaba, pero ahí, en nuestra alfombra, éramos el centro de un mundo donde solo existíamos nosotros dos, unidos por la carne, por el alma, por todo lo que habíamos sido y todo lo que aún no sabíamos que podíamos ser.

Después de esa primera entrega en la alfombra de la sala, nos quedamos un rato ahí, en silencio, respirando juntos. La tarde seguía cayendo gris por la ventana, pero nosotros teníamos el mundo contenido en nuestros cuerpos entrelazados.

Fuimos luego a mi cuarto. Encendimos la televisión y nos envolvimos en las sábanas, desnudos, riéndonos de alguna escena absurda de una comedia romántica. Pedimos pizza, comimos en la cama, sin apuro, sin culpa, con esa felicidad simple que solo se siente cuando todo está en paz. Nos acariciábamos sin intención sexual al principio, pero como siempre, el deseo estaba apenas debajo de la piel, y volvió a encenderse.

La segunda vez fue suave, en cucharita, mientras la película seguía de fondo. Nos movíamos despacio, como si el amor tuviera todo el tiempo del mundo. Ella me guiaba con las caderas hacia adentro de ella, y yo no podía dejar de besarle la nuca, el hombro, decirle cuánto la amaba. Me vine dentro otra vez, profundo, abrazándola, sintiéndonos uno solo.

La tercera vez fue más juguetona. Entre besos, bromas, y trozos de pizza que se enfriaban sobre la mesa de noche, ella se montó sobre mí de frente, tomando el control con esa sonrisa suya, dulce y decidida. Se movía con maestría, con ternura y hambre, mientras sus manos se apoyaban en mi pecho y su pelo caía desordenado sobre su rostro. Gemía bajito, y me decía que le encantaba verme así, rendido bajo su cuerpo.

Nos quedamos dormidos abrazados, exhaustos de tanto amor, de tanto sexo, de tanta entrega. La televisión seguía encendida, pero ya no importaba lo que pasaba en la pantalla. La noche fue larga, silenciosa, perfecta.

Al día siguiente, despertamos cerca de las ocho. Aún era temprano, la luz apenas se filtraba por la cortina. Sin decir una palabra, solo con una mirada y una caricia, supimos que queríamos más. Era nuestro ritual: despertar amándonos.

Esta vez fue ella quien tomó el control desde el inicio. Me empujó suavemente sobre la cama, se colocó encima de mí, pero no como la noche anterior. Esta vez lo hizo de espaldas, sentándose sobre mí lentamente, con esa cadencia deliciosa que me volvía loco. Se inclinaba hacia adelante, apoyándose en mis muslos, y desde ahí manejaba el ritmo, hundiéndose más y más en mí. Su espalda arqueada, sus gemidos contenidos, ver mi pene brillante por su lubricación entrar y salir de su vagina, con sus labios vaginales envolviéndolo, arropándolo y esa sensación de estar completamente dentro de ella me hacían sentir poseído… pero era ella quien me poseía.

Luego cambió de posición, sin dejar que saliera de su interior. Se puso en cuclillas, viéndome a los ojos, moviéndose con pequeños círculos, sabiendo exactamente cómo hacerme perder la razón. Me hablaba con los ojos, con el cuerpo, con el alma. Me pedía que me viniera en ella, que la llenara, que la hiciera mía otra vez.

Y así lo hice.

Ella se inclinó sobre mí al final, susurrándome al oído que así, completamente dentro, se sentía invencible, amada, llena de mí.

Nos abrazamos en silencio, el corazón aun latiendo fuerte. Afuera, la mañana seguía gris, pero nosotros teníamos el sol ardiendo entre nuestras pieles.

Esa mañana no nos provocó tomar desayuno. Estábamos aún llenos de la pizza de la noche anterior, y lo único que queríamos era movernos, sacudir la pereza que nos dejaban tantas horas de cama, de sexo, de ternura. Más bien nos provocó salir a caminar, como una pareja común, sin ocultarnos, aprovechando que mi madre no estaba. Era domingo, tranquilo, y no habría muchos vecinos cerca. Así que nos dimos un baño con agua tibia, nos pusimos ropa cómoda, abrigadora, y salimos de la casa de la mano, atentos, sí, pero relajados. Por unas horas, el mundo parecía nuestro.

Caminamos por ese pequeño bosque que era el parque frente a mi casa, con sus árboles húmedos y las hojas esparcidas como alfombra natural. La brisa era fría, pero no nos importaba. Conversábamos de todo y de nada, hablamos del terremoto de Pisco un par de meses antes. A mí me había encontrado en la oficina, a ella en la universidad. Recordamos la desesperación por llegar a casa, el tráfico paralizado, los teléfonos colapsados. Cuando por fin lo logramos, mi madre tenía una cara de pánico que no le había visto nunca. A pesar de ser arequipeña, les tenía un miedo visceral a los temblores.

Nos reíamos ahora de las caras, de cómo nos quedamos hasta las nueve de la noche en el jardín, esperando réplicas, con radios a pilas y mantas en los hombros. Lo que entonces fue incertidumbre, ahora era anécdota. Caminábamos así, entre bromas y recuerdos, cuando Angie se quedó callada. Yo lo noté al instante.

—Amor… hoy estamos 23, ¿verdad? —preguntó con tono casual, pero sus ojos no lo eran.

—No, cielo —le respondí, mirándola—. Hoy es 28, domingo 28.

Su expresión cambió de inmediato. Se detuvo, me miró de frente, seria, como si algo dentro de ella se hubiera paralizado.

—Amor… mi regla debió venir hace cuatro días —dijo en voz baja—. Con los exámenes y los trabajos me confundí… no sé por qué pensé que era 23. Estoy retrasada.

Fue como si alguien nos hubiera vaciado un balde de agua helada sobre la espalda. El aire se volvió más denso. El frío limeño, que hasta ese momento nos acariciaba, de pronto nos caló los huesos.

No dijimos más.

Regresamos en silencio a la casa. Siempre de la mano, pero sin palabras. Las risas quedaron atrás en el parque. Ahora caminábamos con un nudo en el estómago y una idea que comenzaba a tomar forma, peligrosa, concreta, inevitable.

Entramos en silencio. La puerta se cerró tras nosotros con un golpe suave, pero sonó como un eco sordo dentro de la casa. Caminamos directo a la cocina. Ella se sentó primero, en una de las sillas de madera junto a la mesa. Yo, antes de tomar asiento, pasé detrás de ella y le acaricié la cabeza con ternura, hundiendo mis dedos en su cabello.

—Amor… tranquila —le dije con la voz más serena que pude reunir—. Sea lo que sea… estamos juntos. No estás sola. Nunca.

Ella bajó la mirada, respiró profundo. Yo me senté frente a ella, tomándole las manos. Estaban frías. Las apreté con suavidad, como si pudiera pasarle un poco de mi calor, de mi calma.

—Es que… —empezó, con un hilo de voz— este mes… este mes hemos hecho el amor tantas veces… en el hotel, aquí en casa… cada vez tan… tan dentro… —me miró, y una leve sonrisa se dibujó en su rostro, aunque en sus ojos había un brillo de preocupación—. A veces pienso que ciertas posiciones las inventaron para embarazarme… —intentó bromear, pero su voz se quebró.

—Lo sé —le dije, manteniendo su mirada—. Pero también confiábamos en las pastillas, ¿recuerdas? No tiene por qué haber pasado nada.

—Sí, sí… —respondió, pero enseguida bajó la voz otra vez—. Solo que… pensar en todas esas veces. Cuando acababas dentro… tan profundo… yo sentía que me llenabas entera. Que quedaba algo tuyo en mí. Y me gustaba, ¿sabes? Me gustaba porque me hacía sentirte más mío… más tuya. Pero ahora… ahora no sé si eso que quedó… fue demasiado.

La escuchaba en silencio. Cada palabra suya me perforaba el pecho, no por miedo, sino por el amor con el que hablaba, por la sinceridad, por el pánico disfrazado de dulzura. En mi cabeza pasaban mil ideas, pero no quería interrumpirla. Quería que sacara todo.

—Amor —le dije al fin—, vamos a hacer una prueba de embarazo. No saquemos conclusiones. Y si pasa algo… lo viviremos juntos.

Asintió en silencio. Me puse de pie, la besé en la frente y fui por las llaves. Ella se puso una casaca ligera. Subimos al auto. Manejé sin decir palabra hasta la farmacia más cercana. Angie miraba por la ventana, con los dedos entrelazados. En su perfil frágil vi lo que ya sabía: también tenía miedo. Pero más fuerte que eso era mi certeza de no dejarla sola.

Compramos la prueba. De vuelta en casa, ella fue al baño. Yo esperé en la cocina, con el corazón golpeando en el pecho. Cuando regresó, colocó el dispositivo sobre la mesa. Nos sentamos frente a él.

El tiempo se volvió espeso. Nos mirábamos de a ratos, sin hablar. Angie movía la pierna; yo apretaba las manos bajo la mesa.

Apareció el resultado. Nos inclinamos al mismo tiempo.

No era la clásica cruz ni dos líneas. Nos miramos confundidos.

—¿Qué es eso? —dijo Angie.

Tomé el manual. Busqué con rapidez. Señalé la figura.

—Amor… acá dice que es indeterminado.

—¿Cómo que indeterminado? —repitió, desconcertada.

Le mostré el dibujo. Ella lo vio. Me miró. Y ahí estaba esa mezcla de miedo y frustración en sus ojos.

—Es imposible… —murmuró—. No es justo.

—Tranquila, amor —le dije acercándome—. Pase lo que pase, estoy contigo.

Me puse de pie. Ella se abrazó a mí, aún sentada, con el rostro en mi abdomen. Lloraba.

—Yo sé que no me vas a dejar sola —decía—. Pero tengo tanto miedo. De estarlo. De equivocarme.

Le acaricié la cabeza. No tenía respuestas, pero sí algo claro: no la iba a soltar.

—Vamos por otra prueba —dijo de pronto, con los ojos hinchados pero decididos.

—Vamos, amor —respondí.

Subimos al carro, fuimos a una farmacia más lejana. Me tomó la mano todo el camino. Pidió la mejor prueba. Yo pagué sin mirar.

De vuelta, fue directo al baño. Cerró la puerta con cuidado, pero sentí su urgencia en cada paso.

Yo me quedé en la cocina, esperando de pie, mirando la mesa vacía. Me pasaba la mano por el cabello, pensaba mil cosas, pero no me permitía entrar en pánico. Tenía que estar fuerte.

A los pocos minutos volvió con el nuevo test en la mano. Lo puso sobre la mesa sin decir nada. Nos sentamos uno junto al otro esta vez. Ella me tomó la mano. Yo la apreté, fuerte, con decisión. Sólo ese apretón diciendo “no te suelto”.

Esperamos.

Lentos, implacables, los minutos pasaron.

Y otra vez, la misma figura.

Angie fue la primera en notarlo.

—No… —susurró.

Me acerqué. Lo confirmé.

—Otra vez indeterminado —dije.

Ella cerró los ojos y bajó la cabeza.

—No puede ser. No puede ser. ¿Qué está pasando? —su voz era casi un gemido.

Me giré hacia ella, la tomé de los hombros con suavidad. —Escúchame bien, amor. Esto no cambia nada. Ni lo que siento por ti. Ni lo que vamos a hacer. Si hace falta, iremos a un laboratorio, hablaremos con un médico. Lo resolveremos paso a paso. Pero tú no estás sola en esto. Ni hoy, ni mañana.

Ella me miró con los ojos llenos de lágrimas, pero ya con algo de calma. Se dejó caer en mi pecho y suspiró.

—Gracias, mi amor… No sé cómo haría esto sin ti.

—No tienes que hacerlo sin mí —le susurré—. Además, sin mí no estarías en esto.

Intenté una broma para aliviar la tensión. Ella sonrió levemente.

—Eres un tonto… pero eres mi tonto. Y te amo.

Le acaricié la mejilla y le dije:

—Mañana pido permiso en el trabajo y vamos con tu ginecóloga. Una prueba de laboratorio nos dará claridad. ¿Está bien?

Asintió, ya con voz más firme.

—Sí, amor. Es lo mejor.

Nos tomamos de la mano en silencio. Luego fuimos al dormitorio. Nos desnudamos sin apuro, como si estuviéramos soltando los miedos. Bajo las sábanas, nos abrazamos piel con piel. Sin sexo, pero con una intimidad profunda.

—¿Y si estoy embarazada? —preguntó.

—Entonces lo enfrentaremos. Juntos.

—Pero… nuestras familias…

—No será fácil. Pero si hay una vida creciendo en ti, nació del amor más bonito que he vivido. No me voy a arrepentir.

Ella me besó el pecho.

—Yo tampoco. Me asusta… pero no por nosotros.

—Vamos paso a paso. Mañana vemos a la doctora. Hoy, solo quiero tenerte así.

Me abrazó fuerte. Recién estábamos por llegar al mediodía, pero sentíamos que habíamos vivido un día entero. El sol entraba suavemente por la ventana.

—Amor… si estuviera embarazada… ¿cómo lo explico?

Le acaricié el cabello.

—Lo hablaríamos. Buscaríamos una manera.

Ella me miró desde mi pecho.

—¿Te acuerdas de que en el hotel te dije que quería un hijo tuyo?

Asentí. Lo recordaba bien.

—¿Y si digo que tengo un novio que me embarazó y desapareció? Que lo criaré sola.

—No sé… eso puede dejarte mal. Tus padres podrían exigir que lo busques, que enfrentes algo que no existe.

—Es verdad… mi papá nunca aceptaría eso.

Pausa. Se acercó más.

—¿Y si digo que me hice una inseminación?

—Podría funcionar —dije—. Pero a tu edad suena raro, aunque no imposible.

—Y lo criaríamos juntos… ¿no?

Guardé silencio.

—No podría vivir contigo. Pero sería su padrino. Estaría cerca, pendiente. Solo tú y yo sabríamos que es mío.

Ya no hablaba en hipótesis. Eso me inquietó. Se acomodó sobre mí, apoyó la cabeza en mi hombro. La abracé. Poco a poco su voz se apagó. Se quedó dormida.

Y yo… me quedé pensando. Mucho rato.

¿Qué pasaría si estaba embarazada?

Un escenario: ella lo tenía, y decía la verdad. Sus padres se enfurecían, mi madre se enteraba, y todo estallaba. Probablemente me echarían de casa. Ella quizá tendría que irse también. Pero estaríamos juntos. ¿Era suficiente?

Otro escenario: decidíamos mentir. Decía que era inseminación. A sus padres les costaría creerlo, pero si yo la ayudaba a sostenerlo, quizá se adaptaban. Yo sería el “tío”, siempre presente. ¿Podría vivir con eso? ¿Ocultando que es mi hijo? ¿Verlo crecer y no poder llamarlo “hijo” ?

Tercer escenario: ella decide no tenerlo. Me lo dice. Lloramos. Sufrimos. Pero lo enfrentamos juntos. La acompaño. La protejo. Y luego, ¿qué? ¿Nos distanciamos? ¿Nos aferramos más?

Todo giraba en mi cabeza.

La miré. Dormía con el rostro sereno, la respiración acompasada, los labios entreabiertos. No había nada más bello. Y pensé: ¿será que el amor también es esto? No solo el gozo, la pasión, el juego, ¿sino también estas decisiones silenciosas que se toman abrazados, sin certezas, sin garantías, solo con el alma desnuda?

Seguí acariciándole el pelo. No quería despertarla aún. Ya vendrían las pruebas, los médicos, las respuestas.

Cerca de las tres decidí hacerlo. Angie seguía dormida sobre mí, envuelta en las sábanas, con la cara en mi pecho. Le di un beso suave en la frente.

—Amor… ya es hora. Pronto llega mamá.

Se movió despacio. Abrió los ojos y, al mirarme, sonrió con ternura.

—Podríamos quedarnos así toda la vida.

—Lo sé —le dije—, pero la vida llama.

Nos quedamos en silencio unos minutos más. Sin urgencia, sin deseo sexual, solo amor en cada caricia. Le pregunté si estaba bien. Asintió. Me besó y apoyó su frente en la mía.

—Gracias por no soltarme.

—Nunca lo haría.

Nos vestimos sin prisa, entre sonrisas suaves. En la sala, la calma era palpable, como si la casa supiera que algo había cambiado.

A las cinco y veinte se escuchó la puerta. Mi madre había vuelto.

Angie se recompuso al instante, aunque sus ojos aún revelaban lo vivido.

—Hola, chicos —dijo mi mamá—. ¿Qué tal el domingo?

—Tranquilo —respondí—. Vimos tele, descansamos.

—¿Y tú, hijita? Te veo algo pálida.

—Mucho estudio —respondió Angie, bajando la mirada.

Mi madre fue a la cocina. Rechazamos su oferta de comida. Luego, cada uno se retiró a su cuarto.

Nos despedimos con un beso breve, una mirada intensa.

Ya en mi cama, no podía dejar de pensar en todo lo que habíamos vivido. Y sabía que arriba, en silencio, Angie también pensaba en lo mismo.
 
ANGIE

Subí lentamente las escaleras hasta mi habitación. El aire parecía distinto, como si todo en la casa hubiese cambiado de temperatura después de ese día. Cerré la puerta con suavidad, como si con eso pudiera guardar el secreto de todo lo que había pasado entre nosotros. Me senté en la cama y por unos segundos me quedé mirando mis manos. Las tenía frías. Las apreté contra mis piernas para darles algo de calor.

Todo el cuerpo me dolía, pero no era un dolor físico. Era un cansancio emocional, como si hubiese vivido una semana en lugar de un domingo. Me puse el pijama y me metí en la cama, sin encender la luz. Solo buscaba el calor que había dejado hace unas horas en tu pecho.

Cerré los ojos, pero no pude dormir. Las imágenes del día pasaban una tras otra: el primer test, el resultado absurdo, tus brazos rodeándome, la segunda prueba, tu voz calmándome, tus besos. Tu amor.

Después vinieron los recuerdos de nuestras últimas veces. Cómo me tomabas. Cómo te quedabas dentro de mí, sin prisa, como si el cuerpo supiera algo que aún no decíamos.

Recordé cuando me decías “eres mía” y yo te pedía “hazme tuya por completo”. Y sí… últimamente algo cambió. Una entrega más honda. Como si quisiéramos quedarnos ahí, dejar algo más.

¿Y si estoy embarazada?

Por primera vez me hice la pregunta en serio. Pensé en tus palabras: “Pase lo que pase, estoy a tu lado”. E imaginé ese universo secreto: tú, yo y ese bebé. Me ilusioné. Pensé que, tal vez, si tú te independizaras, si yo trabajara… podríamos criarlo juntos.

Pero no tardó en llegar la realidad. Nuestros padres. Nuestras familias. Las preguntas. Las explicaciones.

¿Una inseminación? No me creerían con 21 años. ¿Un novio que me abandonó? Tampoco. Mi padre buscaría al culpable, me obligaría a denunciar. Y solo hay uno: tú.

Me llevé las manos al vientre. Lo acaricié despacio, sin pensarlo. ¿Qué quiero realmente?

Intenté dormir. Me di vuelta una y otra vez. Pero tu rostro volvía. Tus manos. Tus palabras: “Tú no estás sola”.

Casi a las dos de la mañana, el agotamiento me venció. Pero antes de quedarme dormida, una última idea me abrazó: estoy asustada, sí. Pero amada también. Y no estoy sola.

Me dormí con una lágrima tibia en la mejilla y una sonrisa leve en los labios.

Pensando en ti. Y en lo que, tal vez, ya estamos creando juntos.

YO

Había pedido permiso para salir temprano. Dije que era un problema familiar. Mi jefa siempre me engreía un poco. Sabía que rendía y no preguntaba mucho.

A las tres ya estaba al otro lado del parque, esperando a Angie. No puse música. Solo el tic-tac del reloj y mi ansiedad. La vi venir. No era la Angie del hotel, ni la de las fiestas a las que nos escapábamos. Llevaba un casacón gris, pantalón suelto, el cabello recogido. Sin maquillaje. Pero seguía siendo hermosa. La amaba en todas sus formas.

Subió al auto. Me sonrió con ternura. Le besé la mano. A las tres y cuarenta y cinco estábamos en la sala de espera del consultorio. Edificio antiguo, sillas forradas de cuerina azul, olor a desinfectante.

La doctora, una mujer de unos cincuenta, nos llamó. Angie contó todo. Los test indeterminados, el retraso. La doctora la escuchó, luego me miró.

—¿Tú eres el novio?
—Sí —respondí.

Sin juicio, solo comprensión. Angie fue a la camilla.

—¿Puede quedarse? —preguntó ella.

La doctora asintió. Me quedé. Le tomé la mano. No era un momento erótico, sino íntimo, vulnerable. Ella respondió a las preguntas con serenidad, aunque me apretaba fuerte.

Al terminar, la doctora dijo:

—Haremos un análisis de sangre. El examen físico no es concluyente, pero al parecer no hay embarazo.

Asentimos. Pregunté si podíamos hacerlo ese mismo día. Dijo que sí.

Fuimos directo al laboratorio. En el camino, solo nos tomamos de la mano. Angie entró sola. Cuando salió, tenía una gasita en el brazo y algo más de alivio en la mirada.

Mientras volvíamos al auto, me dijo:

—Gracias por estar conmigo.

Nos detuvimos antes de subir. La miré.

—Esto es de los dos —le dije—. Lo que venga, lo enfrentamos juntos.

Ella me abrazó.

—Solo quería escucharlo de ti —dijo—. Soy tu Angie engreída.

Y sonrió. Me besó, lento, con ternura. No era lujuria, era amor. Vida.

Entramos a casa por separado. Rutina aprendida. Mi madre ya estaba en su cuarto. A las siete, Angie tocó mi puerta.

—¿Puedo ver tele contigo?

—Claro —respondí.

Se sentó en su sillón. Hablamos poco. Me dijo:

—Mañana a las cuatro salimos de dudas.

—Sí, amor. Tranquila. Juntos en esto.

Después, ya de noche, se acercó cuando mi madre dormía. Se metió entre mis brazos. No hicimos el amor. Solo nos abrazamos. No por cansancio. Era otra cosa. Una paz distinta. Como estar en medio de una tormenta, pero refugiados. Unidos.

Nos besábamos. Nos acariciábamos despacio. Yo tocaba sus pechos con cariño. No con deseo, sino con ternura. Como si quisiera decirle “te amo” desde la palma de la mano. Ella también me acarició. En un momento, bajó su mano hasta mi entrepierna. Me tocó con suavidad. Me miró divertida.

—¡Ay, este muchacho en lo que nos mete! —dijo en voz baja—. Este señorcito es el culpable, pues… por botar tanto semen en mi conchita.

Me reí. Ella también.

Y entonces, ahí estaba otra vez: mi Angie. La mujer que podía saltar de la niña engreída de 21 años a la mujer valiente que podía conquistar el mundo. Mi amante, mi amiga, mi amor, mi sobrina… Toda ella. Recuperando su voz. Recuperando su fuego. Incluso en medio de la incertidumbre.

Habíamos quedado que Angie recogería el resultado del laboratorio y nos encontraríamos en casa alrededor de las cinco. Ella tenía clases hasta tarde, así que me pareció lógico. Yo llegué como a las cinco y media, y ella aún no había llegado.

No voy a mentir, me preocupé un poco. Pensé en mil cosas. ¿Y si el resultado fue positivo y no sabe cómo decírmelo? ¿Y si se descompuso?

Respiré hondo. Me dije: Tranquilo. Si pasara algo grave, ya te habría llamado. No te pongas paranoico.

Me fui a mi cuarto. Me quité la ropa, me metí a la ducha. Dejé que el agua caliente me relajara, que se llevara la tensión acumulada del trabajo, del laboratorio, de los días que veníamos arrastrando con ese nudo en el pecho.

Salí, me puse ropa cómoda, short, polo ligero. Me provocó algo fresco. Fui a la cocina. Abrí el refrigerador y, como quien encuentra un billete olvidado en un bolsillo, vi una botella de cerveza perdida en el fondo. Buen hallazgo, pensé. Tengo que comprar más.

Mientras descargaba unas verduras que había traído del super, encontré dos cervezas más. Sonreí. Estas me las tomo con Angie, sea lo que sea que diga ese papel.

Media hora después, ya había terminado la cerveza y estaba ahí, apoyado en la mesa de la cocina, con la mirada perdida en nada. Dándole vueltas a todo. Pensando en lo que podía pasar. En lo que podía venir. En cómo podríamos adaptarnos a cualquier cosa, si realmente nos tocaba.

Y entonces la vi.

Entró por la puerta pequeña de la cochera. Y su rostro… su rostro me lo dijo todo. Ya no era el de ayer. No era el de la angustia. Estaba iluminada. Tenía otra vez ese brillo que me encantaba, esa luz en los ojos que me derretía. Y ese caminar… ese caminar suyo, sensual, seguro, juguetón. Ese que me volvía loco.

La escuché cerrar con cuidado. Mi madre seguía en su cuarto, hablando por teléfono con una de sus amigas. Su voz se oía a lo lejos, ese tono inconfundible entre risa y chisme.

Angie me vio y aceleró el paso. En dos zancadas estuvo encima de mí. Se me colgó del cuello, se aferró con fuerza y me cubrió de besos.

—Te amo, te amo, te amo, te amo… —repetía como una niña feliz—. ¡Eres lo mejor que me ha dado la vida!

La miré, aún sin decir palabra. La tomé del rostro y le pregunté con los ojos.

—No estás… —dije apenas.

Ella asintió rápidamente.

—No, no amor. No estoy embarazada. ¡Qué felicidad, qué tranquilidad! Pero lo que más me alegra es saber que en este momento estuviste conmigo. Amor, si ya me sentía enamorada de ti, ahora no sé cómo decirlo. ¡Te amo más que nunca!

La abracé fuerte. Con todo mi cuerpo. Como si pudiera fundirme con ella. Le di un beso largo, uno de esos que no necesitan lengua ni urgencia, pero que transmiten todo. Amor, alivio, pertenencia.

—Ya, bajemos la voz —le susurré—. Mi madre está en su cuarto hablando por teléfono. En cualquier momento sale a ver qué pasa.

Ella rio bajito, divertida. Se acercó a mi oído y me susurró:

—Ahora sí quiero que me hagas el amor con locura.

Me reí. La miré con deseo, pero también con cuidado.

—Yo también te quiero hacer el amor, Angie. Pero hay un pequeño detalle…

—¿Cuál?

—Todavía no te ha venido la regla. Algo hay. Tenemos que volver donde la doctora.

Ella hizo un pequeño puchero.

—Ay, tienes razón… ¿Y qué hago con estas ganas ahora?

—Bueno… —le dije, con una sonrisa de medio lado—. Siempre tienes un culito que responde.

Me dio una palmada cariñosa, suave, entre juego y coqueteo.

—Me encanta la idea —dijo, mordiéndose el labio—. Pero aquí en la casa no se puede. Grito demasiado. Y ya es muy tarde para ir a un hotel.

—Sí, tienes razón. Mañana vamos donde la doctora. Que te recete algo, que te vea bien… y ahí vemos.

Nos miramos en silencio unos segundos. Ese silencio donde no hace falta más. Solo saber que el otro está ahí, que el amor sigue, que el deseo no se ha ido, pero puede esperar.

Al día siguiente, por la tarde, estábamos otra vez sentados en la sala del consultorio de la doctora. El mismo lugar de antes, pero todo se sentía más ligero, más liviano. No había tensión esta vez. Solo la curiosidad por saber qué pasaba con la regla de Angie, y esa especie de emoción oculta por habernos enfrentado a algo tan grande juntos, y salir más unidos aún.

Angie entregó el sobre con el resultado. La doctora lo tomó, lo abrió con calma, como si supiera exactamente lo que iba a encontrar. Lo leyó en silencio. Luego hizo unos apuntes rápidos en su ficha y levantó la vista con una pequeña sonrisa en los labios.

—Bueno, felicitaciones… ¿o están tristes?

Nos miramos. Yo no dije nada. Angie, sin soltar mi mano, respondió con una serenidad que me conmovió:

—Sí, doctora. En algún momento hemos hablado de tener un hijo… pero no era el momento ahora. Estamos tranquilos. Y felices.

—Muy bien, muy bien —dijo ella, asintiendo—. Ahora hay que ver lo de tu regla, ¿no?

—Sí, doctora. Todavía no me viene.

La doctora hojeó algunos papeles, revisó sus anotaciones anteriores y dijo:

—Mira, con la revisión que te hice hace unos meses y tus exámenes, yo creo que esto es un efecto secundario de los anticonceptivos. Si bien es cierto que suelen regular el ciclo, en algunos casos, no muy comunes, pueden suspenderlo completamente. Creo que ese es tu caso. No hay embarazo, todo está bien por dentro. Nada que preocupe.

Angie asintió, pero aún con la ceja levantada.

—¿Y qué deberíamos hacer entonces?

—Esperar unos días a ver si baja, o cambiar de método. ¿Qué te parecería probar otro método?

—¿Otro método… como cuál?

—Te puedo colocar un DIU. Es más seguro que las pastillas porque no hay olvido de las tomas. Es muy cómodo, especialmente para chicas jóvenes que tienen pareja estable. ¿Qué dices?

Nos miramos. Solo fue una mirada. Bastó. Nos entendimos al instante.

Angie asintió con una sonrisa leve. Yo también.

—¿Y me lo puede poner ahora, doctora?

—Sí, claro. Lo tengo aquí mismo. Si estás decidida, lo hacemos de una vez.

Angie se levantó. La doctora la condujo nuevamente a la camilla. Yo me quedé en la misma silla. Esta vez no se preguntó si me quedaba o salía. Ya no hacía falta. Yo estaba ahí. Como siempre.

Desde donde estaba, vi el procedimiento. La doctora se puso los guantes, sacó una cajita pequeña de un cajón metálico, esterilizó un instrumento delgado, más pequeño de lo que imaginé. Lo introdujo con precisión y cuidado. Angie se tensó un poco, hizo una mueca de incomodidad.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Sí… no es agradable, pero no es terrible.

En menos de quince minutos, todo estaba hecho. La doctora la ayudó a incorporarse con suavidad y le indicó que se volviera a sentar.

—Listo, hija. Puede que tengas molestias uno o dos días. Dolorcitos leves, cólicos… pero nada grave. Este método es muy seguro. Si hay alguna molestia persistente, vienes. Y tranquila, no hay ningún problema serio.

Luego nos miró a ambos.

—¿Tienen alguna otra pregunta?

Angie dudó apenas. Luego soltó:

—Sí, doctora… ¿en cuánto tiempo podemos volver a tener relaciones?

La doctora sonrió con picardía.

—¿Qué pasa, ganas aguantadas?

—Sí… un poquito —dijo Angie, mordiéndose el labio, mientras yo trataba de no sonreír demasiado.

La doctora me miró a mí. Yo levanté las cejas, divertido.

—Sí, doctora, las ganas son de los dos. Se acumulan.

Ella soltó una risa corta, profesional, pero divertida.

—Bueno, muchachos… son jóvenes, sanos. Técnicamente podrían desde hoy, pero mejor espérense un par de días, a ver si hay molestias. No sean desesperados.

Nos entregó un papelito para pagar el costo del DIU en la recepción. Solo habíamos pagado la consulta. Salimos del consultorio con esa mezcla de alivio y hormigueo en la piel.

En el carro, no dijimos nada al principio. Pero las miradas, las manos que se rozaban, los suspiros… todo decía que las ganas estaban ahí. Encendidas.

Lo que quedaba de la semana decidimos contenernos.

Nos prometimos guardar las ganas hasta el sábado. Inventaríamos algún pretexto para desaparecer desde las nueve de la mañana hasta las siete, ocho de la noche. Un día completo. El escape perfecto.

Pero los días que siguieron fueron intensos.

Nos provocábamos. Nos besábamos largo. En el cuarto, en la cocina, al despedirnos. Una noche, cuando la casa dormía, ella entró sigilosamente a mi habitación. Cerró la puerta. Me besó como si ya no pudiera más. Terminamos desnudos entre las sábanas, pero no llegamos al final. Sexo oral, caricias lentas. Nos hacíamos arder, y luego nos deteníamos.

—No quiero que acabe ahora… —susurraba ella—. Quiero explotar el sábado. Quiero sentirte todo el día dentro de mí.

—Yo también —le dije—. Pero así, también se siente increíble.

Y sí, lo era.

Amor contenido. Deseo que se alimentaba de cada pausa. Anticipación deliciosa.
 
ANGIE

Subí lentamente las escaleras hasta mi habitación. El aire parecía distinto, como si todo en la casa hubiese cambiado de temperatura después de ese día. Cerré la puerta con suavidad, como si con eso pudiera guardar el secreto de todo lo que había pasado entre nosotros. Me senté en la cama y por unos segundos me quedé mirando mis manos. Las tenía frías. Las apreté contra mis piernas para darles algo de calor.

Todo el cuerpo me dolía, pero no era un dolor físico. Era un cansancio emocional, como si hubiese vivido una semana en lugar de un domingo. Me puse el pijama y me metí en la cama, sin encender la luz. Solo buscaba el calor que había dejado hace unas horas en tu pecho.

Cerré los ojos, pero no pude dormir. Las imágenes del día pasaban una tras otra: el primer test, el resultado absurdo, tus brazos rodeándome, la segunda prueba, tu voz calmándome, tus besos. Tu amor.

Después vinieron los recuerdos de nuestras últimas veces. Cómo me tomabas. Cómo te quedabas dentro de mí, sin prisa, como si el cuerpo supiera algo que aún no decíamos.

Recordé cuando me decías “eres mía” y yo te pedía “hazme tuya por completo”. Y sí… últimamente algo cambió. Una entrega más honda. Como si quisiéramos quedarnos ahí, dejar algo más.

¿Y si estoy embarazada?

Por primera vez me hice la pregunta en serio. Pensé en tus palabras: “Pase lo que pase, estoy a tu lado”. E imaginé ese universo secreto: tú, yo y ese bebé. Me ilusioné. Pensé que, tal vez, si tú te independizaras, si yo trabajara… podríamos criarlo juntos.

Pero no tardó en llegar la realidad. Nuestros padres. Nuestras familias. Las preguntas. Las explicaciones.

¿Una inseminación? No me creerían con 21 años. ¿Un novio que me abandonó? Tampoco. Mi padre buscaría al culpable, me obligaría a denunciar. Y solo hay uno: tú.

Me llevé las manos al vientre. Lo acaricié despacio, sin pensarlo. ¿Qué quiero realmente?

Intenté dormir. Me di vuelta una y otra vez. Pero tu rostro volvía. Tus manos. Tus palabras: “Tú no estás sola”.

Casi a las dos de la mañana, el agotamiento me venció. Pero antes de quedarme dormida, una última idea me abrazó: estoy asustada, sí. Pero amada también. Y no estoy sola.

Me dormí con una lágrima tibia en la mejilla y una sonrisa leve en los labios.

Pensando en ti. Y en lo que, tal vez, ya estamos creando juntos.

YO

Había pedido permiso para salir temprano. Dije que era un problema familiar. Mi jefa siempre me engreía un poco. Sabía que rendía y no preguntaba mucho.

A las tres ya estaba al otro lado del parque, esperando a Angie. No puse música. Solo el tic-tac del reloj y mi ansiedad. La vi venir. No era la Angie del hotel, ni la de las fiestas a las que nos escapábamos. Llevaba un casacón gris, pantalón suelto, el cabello recogido. Sin maquillaje. Pero seguía siendo hermosa. La amaba en todas sus formas.

Subió al auto. Me sonrió con ternura. Le besé la mano. A las tres y cuarenta y cinco estábamos en la sala de espera del consultorio. Edificio antiguo, sillas forradas de cuerina azul, olor a desinfectante.

La doctora, una mujer de unos cincuenta, nos llamó. Angie contó todo. Los test indeterminados, el retraso. La doctora la escuchó, luego me miró.

—¿Tú eres el novio?
—Sí —respondí.

Sin juicio, solo comprensión. Angie fue a la camilla.

—¿Puede quedarse? —preguntó ella.

La doctora asintió. Me quedé. Le tomé la mano. No era un momento erótico, sino íntimo, vulnerable. Ella respondió a las preguntas con serenidad, aunque me apretaba fuerte.

Al terminar, la doctora dijo:

—Haremos un análisis de sangre. El examen físico no es concluyente, pero al parecer no hay embarazo.

Asentimos. Pregunté si podíamos hacerlo ese mismo día. Dijo que sí.

Fuimos directo al laboratorio. En el camino, solo nos tomamos de la mano. Angie entró sola. Cuando salió, tenía una gasita en el brazo y algo más de alivio en la mirada.

Mientras volvíamos al auto, me dijo:

—Gracias por estar conmigo.

Nos detuvimos antes de subir. La miré.

—Esto es de los dos —le dije—. Lo que venga, lo enfrentamos juntos.

Ella me abrazó.

—Solo quería escucharlo de ti —dijo—. Soy tu Angie engreída.

Y sonrió. Me besó, lento, con ternura. No era lujuria, era amor. Vida.

Entramos a casa por separado. Rutina aprendida. Mi madre ya estaba en su cuarto. A las siete, Angie tocó mi puerta.

—¿Puedo ver tele contigo?

—Claro —respondí.

Se sentó en su sillón. Hablamos poco. Me dijo:

—Mañana a las cuatro salimos de dudas.

—Sí, amor. Tranquila. Juntos en esto.

Después, ya de noche, se acercó cuando mi madre dormía. Se metió entre mis brazos. No hicimos el amor. Solo nos abrazamos. No por cansancio. Era otra cosa. Una paz distinta. Como estar en medio de una tormenta, pero refugiados. Unidos.

Nos besábamos. Nos acariciábamos despacio. Yo tocaba sus pechos con cariño. No con deseo, sino con ternura. Como si quisiera decirle “te amo” desde la palma de la mano. Ella también me acarició. En un momento, bajó su mano hasta mi entrepierna. Me tocó con suavidad. Me miró divertida.

—¡Ay, este muchacho en lo que nos mete! —dijo en voz baja—. Este señorcito es el culpable, pues… por botar tanto semen en mi conchita.

Me reí. Ella también.

Y entonces, ahí estaba otra vez: mi Angie. La mujer que podía saltar de la niña engreída de 21 años a la mujer valiente que podía conquistar el mundo. Mi amante, mi amiga, mi amor, mi sobrina… Toda ella. Recuperando su voz. Recuperando su fuego. Incluso en medio de la incertidumbre.

Habíamos quedado que Angie recogería el resultado del laboratorio y nos encontraríamos en casa alrededor de las cinco. Ella tenía clases hasta tarde, así que me pareció lógico. Yo llegué como a las cinco y media, y ella aún no había llegado.

No voy a mentir, me preocupé un poco. Pensé en mil cosas. ¿Y si el resultado fue positivo y no sabe cómo decírmelo? ¿Y si se descompuso?

Respiré hondo. Me dije: Tranquilo. Si pasara algo grave, ya te habría llamado. No te pongas paranoico.

Me fui a mi cuarto. Me quité la ropa, me metí a la ducha. Dejé que el agua caliente me relajara, que se llevara la tensión acumulada del trabajo, del laboratorio, de los días que veníamos arrastrando con ese nudo en el pecho.

Salí, me puse ropa cómoda, short, polo ligero. Me provocó algo fresco. Fui a la cocina. Abrí el refrigerador y, como quien encuentra un billete olvidado en un bolsillo, vi una botella de cerveza perdida en el fondo. Buen hallazgo, pensé. Tengo que comprar más.

Mientras descargaba unas verduras que había traído del super, encontré dos cervezas más. Sonreí. Estas me las tomo con Angie, sea lo que sea que diga ese papel.

Media hora después, ya había terminado la cerveza y estaba ahí, apoyado en la mesa de la cocina, con la mirada perdida en nada. Dándole vueltas a todo. Pensando en lo que podía pasar. En lo que podía venir. En cómo podríamos adaptarnos a cualquier cosa, si realmente nos tocaba.

Y entonces la vi.

Entró por la puerta pequeña de la cochera. Y su rostro… su rostro me lo dijo todo. Ya no era el de ayer. No era el de la angustia. Estaba iluminada. Tenía otra vez ese brillo que me encantaba, esa luz en los ojos que me derretía. Y ese caminar… ese caminar suyo, sensual, seguro, juguetón. Ese que me volvía loco.

La escuché cerrar con cuidado. Mi madre seguía en su cuarto, hablando por teléfono con una de sus amigas. Su voz se oía a lo lejos, ese tono inconfundible entre risa y chisme.

Angie me vio y aceleró el paso. En dos zancadas estuvo encima de mí. Se me colgó del cuello, se aferró con fuerza y me cubrió de besos.

—Te amo, te amo, te amo, te amo… —repetía como una niña feliz—. ¡Eres lo mejor que me ha dado la vida!

La miré, aún sin decir palabra. La tomé del rostro y le pregunté con los ojos.

—No estás… —dije apenas.

Ella asintió rápidamente.

—No, no amor. No estoy embarazada. ¡Qué felicidad, qué tranquilidad! Pero lo que más me alegra es saber que en este momento estuviste conmigo. Amor, si ya me sentía enamorada de ti, ahora no sé cómo decirlo. ¡Te amo más que nunca!

La abracé fuerte. Con todo mi cuerpo. Como si pudiera fundirme con ella. Le di un beso largo, uno de esos que no necesitan lengua ni urgencia, pero que transmiten todo. Amor, alivio, pertenencia.

—Ya, bajemos la voz —le susurré—. Mi madre está en su cuarto hablando por teléfono. En cualquier momento sale a ver qué pasa.

Ella rio bajito, divertida. Se acercó a mi oído y me susurró:

—Ahora sí quiero que me hagas el amor con locura.

Me reí. La miré con deseo, pero también con cuidado.

—Yo también te quiero hacer el amor, Angie. Pero hay un pequeño detalle…

—¿Cuál?

—Todavía no te ha venido la regla. Algo hay. Tenemos que volver donde la doctora.

Ella hizo un pequeño puchero.

—Ay, tienes razón… ¿Y qué hago con estas ganas ahora?

—Bueno… —le dije, con una sonrisa de medio lado—. Siempre tienes un culito que responde.

Me dio una palmada cariñosa, suave, entre juego y coqueteo.

—Me encanta la idea —dijo, mordiéndose el labio—. Pero aquí en la casa no se puede. Grito demasiado. Y ya es muy tarde para ir a un hotel.

—Sí, tienes razón. Mañana vamos donde la doctora. Que te recete algo, que te vea bien… y ahí vemos.

Nos miramos en silencio unos segundos. Ese silencio donde no hace falta más. Solo saber que el otro está ahí, que el amor sigue, que el deseo no se ha ido, pero puede esperar.

Al día siguiente, por la tarde, estábamos otra vez sentados en la sala del consultorio de la doctora. El mismo lugar de antes, pero todo se sentía más ligero, más liviano. No había tensión esta vez. Solo la curiosidad por saber qué pasaba con la regla de Angie, y esa especie de emoción oculta por habernos enfrentado a algo tan grande juntos, y salir más unidos aún.

Angie entregó el sobre con el resultado. La doctora lo tomó, lo abrió con calma, como si supiera exactamente lo que iba a encontrar. Lo leyó en silencio. Luego hizo unos apuntes rápidos en su ficha y levantó la vista con una pequeña sonrisa en los labios.

—Bueno, felicitaciones… ¿o están tristes?

Nos miramos. Yo no dije nada. Angie, sin soltar mi mano, respondió con una serenidad que me conmovió:

—Sí, doctora. En algún momento hemos hablado de tener un hijo… pero no era el momento ahora. Estamos tranquilos. Y felices.

—Muy bien, muy bien —dijo ella, asintiendo—. Ahora hay que ver lo de tu regla, ¿no?

—Sí, doctora. Todavía no me viene.

La doctora hojeó algunos papeles, revisó sus anotaciones anteriores y dijo:

—Mira, con la revisión que te hice hace unos meses y tus exámenes, yo creo que esto es un efecto secundario de los anticonceptivos. Si bien es cierto que suelen regular el ciclo, en algunos casos, no muy comunes, pueden suspenderlo completamente. Creo que ese es tu caso. No hay embarazo, todo está bien por dentro. Nada que preocupe.

Angie asintió, pero aún con la ceja levantada.

—¿Y qué deberíamos hacer entonces?

—Esperar unos días a ver si baja, o cambiar de método. ¿Qué te parecería probar otro método?

—¿Otro método… como cuál?

—Te puedo colocar un DIU. Es más seguro que las pastillas porque no hay olvido de las tomas. Es muy cómodo, especialmente para chicas jóvenes que tienen pareja estable. ¿Qué dices?

Nos miramos. Solo fue una mirada. Bastó. Nos entendimos al instante.

Angie asintió con una sonrisa leve. Yo también.

—¿Y me lo puede poner ahora, doctora?

—Sí, claro. Lo tengo aquí mismo. Si estás decidida, lo hacemos de una vez.

Angie se levantó. La doctora la condujo nuevamente a la camilla. Yo me quedé en la misma silla. Esta vez no se preguntó si me quedaba o salía. Ya no hacía falta. Yo estaba ahí. Como siempre.

Desde donde estaba, vi el procedimiento. La doctora se puso los guantes, sacó una cajita pequeña de un cajón metálico, esterilizó un instrumento delgado, más pequeño de lo que imaginé. Lo introdujo con precisión y cuidado. Angie se tensó un poco, hizo una mueca de incomodidad.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Sí… no es agradable, pero no es terrible.

En menos de quince minutos, todo estaba hecho. La doctora la ayudó a incorporarse con suavidad y le indicó que se volviera a sentar.

—Listo, hija. Puede que tengas molestias uno o dos días. Dolorcitos leves, cólicos… pero nada grave. Este método es muy seguro. Si hay alguna molestia persistente, vienes. Y tranquila, no hay ningún problema serio.

Luego nos miró a ambos.

—¿Tienen alguna otra pregunta?

Angie dudó apenas. Luego soltó:

—Sí, doctora… ¿en cuánto tiempo podemos volver a tener relaciones?

La doctora sonrió con picardía.

—¿Qué pasa, ganas aguantadas?

—Sí… un poquito —dijo Angie, mordiéndose el labio, mientras yo trataba de no sonreír demasiado.

La doctora me miró a mí. Yo levanté las cejas, divertido.

—Sí, doctora, las ganas son de los dos. Se acumulan.

Ella soltó una risa corta, profesional, pero divertida.

—Bueno, muchachos… son jóvenes, sanos. Técnicamente podrían desde hoy, pero mejor espérense un par de días, a ver si hay molestias. No sean desesperados.

Nos entregó un papelito para pagar el costo del DIU en la recepción. Solo habíamos pagado la consulta. Salimos del consultorio con esa mezcla de alivio y hormigueo en la piel.

En el carro, no dijimos nada al principio. Pero las miradas, las manos que se rozaban, los suspiros… todo decía que las ganas estaban ahí. Encendidas.

Lo que quedaba de la semana decidimos contenernos.

Nos prometimos guardar las ganas hasta el sábado. Inventaríamos algún pretexto para desaparecer desde las nueve de la mañana hasta las siete, ocho de la noche. Un día completo. El escape perfecto.

Pero los días que siguieron fueron intensos.

Nos provocábamos. Nos besábamos largo. En el cuarto, en la cocina, al despedirnos. Una noche, cuando la casa dormía, ella entró sigilosamente a mi habitación. Cerró la puerta. Me besó como si ya no pudiera más. Terminamos desnudos entre las sábanas, pero no llegamos al final. Sexo oral, caricias lentas. Nos hacíamos arder, y luego nos deteníamos.

—No quiero que acabe ahora… —susurraba ella—. Quiero explotar el sábado. Quiero sentirte todo el día dentro de mí.

—Yo también —le dije—. Pero así, también se siente increíble.

Y sí, lo era.

Amor contenido. Deseo que se alimentaba de cada pausa. Anticipación deliciosa.
Buen dias querido amigo tu historia me tiene enganchado, eapero su proxima actualizacion, saludos y provecho con la bella dama.
 
Buen dias querido amigo tu historia me tiene enganchado, eapero su proxima actualizacion, saludos y provecho con la bella dama.

Muchas gracias por tu comentario, ahora dejamos una nueva entrega y prometemos dejar otra antes que acabe el día.
 
Sábado. Nueve de la mañana.

El pretexto fue simple. Angie tenía que ir a hacer un “trabajo de campo” para la universidad. Yo, una “reunión con un proveedor” fuera de Lima. Ambas excusas aceptadas sin mayor cuestionamiento. Nos encontramos dos cuadras más allá del parque, y desde el primer cruce de miradas, ya no éramos los mismos. Ya no éramos los de la semana tensa, ni los del consultorio. Éramos nosotros, completos otra vez.

Un nuevo hotel reservado. Suite amplia. Cama king. Sábanas blancas. Cortinas gruesas para oscurecer el día si quisiéramos. Jacuzzi. Un pequeño balcón con vista al jardín interior. Todo listo para desaparecer del mundo.

Apenas cerramos la puerta, nos besamos. No fue un beso suave ni pausado. Fue un beso devorador, urgente, mezcla de hambre y ternura. La levanté en brazos, sus piernas se enredaron en mi cintura. Me empujó contra la pared con fuerza y me mordió el labio.

—No sabes cuánto he esperado esto —me susurró.

—Sí lo sé —le respondí—. Porque yo también.

La llevé a la cama, pero no nos quitamos la ropa de inmediato. Jugamos. Me arrodillé frente a ella y comencé a sacarle la blusa despacio, besándole el abdomen. Ella se rió, se arqueó, me hundió los dedos en el cabello.

Me tomé mi tiempo con sus pechos, lamiendo con suavidad, luego con intensidad. Angie gemía bajito, sus muslos se abrían, se cerraban, buscando más.

—Desnúdate tú también —me ordenó, entre jadeos.

Lo hice. Me puse sobre ella, mi erección rozándola por encima de su pantalón. Ella lo apretó con su mano. Firme.

—Este señor tiene cuentas pendientes conmigo —susurró con picardía.

Nos desnudamos por completo. Yo le abrí las piernas y comencé a besarla suavemente entre ellas. Su aroma, su humedad, todo en ella me volvía loco. La lamí con ritmo lento, dibujando círculos, controlando la presión. Ella temblaba.

—Para… para… no quiero venirme todavía.

—Hoy no hay apuros —le dije—. Hoy te haré mía muchas veces.

Subí sobre ella. Me acomodé en la entrada. Nos miramos. Y la penetré despacio. Muy despacio. Ella cerró los ojos y gimió. Hundí todo dentro de ella y nos quedamos así unos segundos, sin movernos, respirando juntos.

Comenzamos a movernos lentamente, como si quisiéramos recuperar el ritmo de nuestra historia. Pero no tardamos en acelerarnos. Me detuve antes de correrme. Cambiamos de posición.

Ella arriba. Tomando el control. Cabalgándome despacio, mordiéndose el labio. Luego más rápido. Más fuerte.

—No quiero que acabes —me decía.

—No voy a acabar. No todavía.

Me salí. La puse en perrito, la tomé de las caderas y entré de nuevo. Fuerte. Rítmico. Ella gritaba ahogado. Una mano en su espalda, otra en su cuello. Ella me decía:

—Así… así amor… más…

Después, de lado, entrelazados. Luego ella boca abajo, mordiendo la sábana, yo sobre ella, susurrándole al oído, mordiéndole el cuello mientras entraba hasta el fondo.

Nos deteníamos. Cambiábamos. Nos saboreábamos. Íbamos lento, acelerábamos, volvíamos a bajar el ritmo.

Estuvimos algo más de una hora así, entrando y saliendo del borde. Con caricias. Con besos. Con sus piernas sobre mis hombros, con mi lengua recorriéndola otra vez cuando sus piernas temblaban. Ella ya había llegado dos veces, el que tenia que aguantar era yo para que la fiesta continuara sin parar. La primera llegó cuando se sentó sobre mi cara, mi lengua en su vulva y su clítoris, mis manos en sus pechos, fue explosivo. La segunda, cuando la tenia en perrito, mientras le acariciaba la entrada a su culito.

Finalmente, cuando ya no aguantaba más, nos miramos y supimos. Ese era el momento. Ella se montó sobre mí. Se dejó ir. Yo la seguí. Un gemido compartido. Una descarga larga, profunda. Un grito ahogado en mi boca. Una explosión que nos dejó temblando, jadeando, sudados y rendidos.

Cayó sobre mí. Su pecho sobre el mío. Su cabello pegado al rostro. Mis manos en su espalda. Aún dentro de ella. Aun latiendo.

Ninguno dijo nada por unos minutos. Solo nos escuchábamos respirar.

—Te amo —murmuró Angie, aún sin moverse.

—Y yo a ti. Más que nunca.

Se quedó ahí, aferrada. Como si ese momento fuera el hogar al que siempre quiere volver.

—Todo lo que pasamos… —dijo—. Me hizo darme cuenta de lo fuerte que es lo nuestro.

—Lo sé —le respondí—. Yo también lo sentí. Fue como una prueba, y la pasamos. Juntos.

—Y lo mejor es que, después de todo, sigo sintiendo que me deseas. Que me necesitas.

—Eso no va a cambiar nunca, Angie. Nunca.

Nos besamos de nuevo. Esta vez lento. Tierno. Como si selláramos un pacto.

Después de una hora o más conversando de todo, Yo estaba acostado boca arriba, aún con los rastros del último encuentro palpitando en mi cuerpo, cuando ella se paró al baño y cuando salió, la vi acercarse con ese caminar suyo: lento, insinuante, con una mezcla perfecta de ternura y picardía. Tenía en la mano el tubo de lubricante. Lo dejó en la mesa de noche como si dejara una promesa sobre la mesa.

—¿Sabes? —me dijo, mientras se subía a la cama y se arrodillaba a mi lado— Creo que hoy… te voy a dar ese gustito tuyo.

Me giré hacia ella, sorprendido. No lo decía con miedo ni con duda. Lo decía con esa seguridad suya, la de quien ha elegido entregarse por amor, por deseo, por juego.

—¿Si amor, no confías en el DIU?

—Si confío, pero quiero engreírte, más que nunca —respondió, mientras abría el frasco y dejaba caer un poco de gel en su mano—. Pero esta vez... lo hacemos a mi manera.

Le besé el vientre, luego el monte de Venus, y ella sonrió, traviesa.

—Nada de preliminares esta vez —susurró—. Ya tuvimos muchos. Esto es tu premio. Mi regalo.

Se arrodilló sobre mí y me hizo recostarme completamente. Me masajeó el pene con el lubricante, lenta, deliciosamente, mientras me miraba con una sonrisa pícara. Yo estaba endureciéndome otra vez, inevitablemente.

—Tú me pediste esto alguna vez… y aunque me daba miedo, ahora ya no. Quiero que lo disfrutemos.

Se colocó de espaldas a mí, apoyando sus manos en la cabecera de la cama, y fue bajando despacio, guiándome con la mano mientras ella misma controlaba la entrada. Soltó un pequeño gemido al sentirme comenzar a entrar.

—Despacito… —susurró.

Yo obedecí, más por reverencia que por miedo. Estaba dentro de ella, en un espacio nuevo, estrecho, íntimo. Ella respiraba profundamente, concentrada en abrirse para mí.

El movimiento fue lento. Ella manejaba el ritmo, apretando mi muslo con una mano, con la otra sujetándose del respaldo. Su espalda era una línea perfecta, arqueada, húmeda. Y de pronto se giró apenas y me dijo entre dientes:

—Cámbiame… quiero ver tu cara.

Salió con cuidado de mí, se giró y se recostó sobre la cama, boca arriba, levantando las piernas y apoyándolas en mis hombros. Sus caderas se alzaron con una almohada que ella misma había colocado sin que yo lo notara.

—¿Así te gusta más, Primix?

—Me encanta —dije casi sin voz.

Volví a entrar en ella con calma, mientras sus piernas me rodeaban y sus ojos me miraban sin parpadear. El placer era abrumador, pero el amor lo sostenía todo. Ella se tocaba el clítoris suavemente, con esa seguridad de quien sabe lo que le gusta.

En un momento, apoyó las plantas de los pies en mi pecho, doblando las rodillas. Me observó con picardía y dijo:

—Te siento enorme, ¿qué estás comiendo últimamente?

Yo le di un buen rato así, le estimulaba el clítoris y su vulva, ella gemía al principio, pero ahora esos gemidos eran casi gritos de placer.

Se giró y adoptó una posición que no habíamos probado aún: boca arriba, su espalda muy arqueada totalmente en el aire, se apoyaba sobre la cama solamente con su cuello y su cabeza, las piernas elevadas y abiertas sobre mis hombros, mientras yo de rodillas, desde arriba, la penetraba con fuerza medida, le ayudaba a sostener su peso, tomándola de las nalgas, podía ver completamente su cuerpo estremecerse conforme iba entrando en su culito. La imagen era salvaje, pero su rostro tenía una dulzura que me desarmaba.

—¿Así está bien, amor? —me preguntó entre jadeos.

—Así… es perfecto.

comencé a darle más duro, mi pene ya entraba y salía de su ano sin parar, sin misericordia. Cuando llegó al clímax, su cuerpo tembló, sus gemidos que ya eran esos característicos gritos de placer de su orgasmo anal inundaron la habitación. Bajó su espalda ya colocándose en posición de piernas al hombro, la volví a penetrar después de ponerle un poco más de lubricante y así le di varios minutos, hasta que mi semen estalló en su culo. Nuestras respiraciones eran muy agitadas y nuestras miradas se cruzaban con satisfacción y amor. Respirando como si acabáramos de cruzar juntos un umbral invisible.

—Te amo Angie —Te amor como nunca he amado.

Ella me acarició el rostro con ternura y respondió:

—Yo también te amo Primix. Esto también me gusta a mí… Pero me encanta darte gusto, porque tú siempre me das tanto a mí.

Y nos besamos como si acabáramos de hacer el amor por primera vez. Con asombro, con ternura, con promesa.

Después, fuimos al jacuzzi. Pedimos comida. Dormimos un rato abrazados. Hicimos el amor tres veces más en la tarde, más suave, más pausado, más íntimo.


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Veintiocho - Nuestra primera película XXX

Era octubre del 2007. Estábamos en mi computadora de escritorio, una torre gris con un monitor Samsung 17 pulgadas, pantalla orientada hacia la pared. Desde la puerta del cuarto no se veía nada. Éramos nosotros dos, solos en nuestro pequeño universo digital.

Yo le ayudaba a Angie con un archivo de Excel 2003, enseñándole fórmulas, celdas ancladas, cómo automatizar cálculos. Llevábamos más de una hora y media en eso, entre explicaciones y risas. Era para un trabajo de la universidad.

—Ya —dijo soltando el mouse con un suspiro exagerado—. Estoy cansada de tanto número. ¿Podemos ver las fotos nuestras?

—¿Las secretas? —le pregunté, sabiendo bien a qué se refería.

—Sí, esas. Las prohibidas…

Abrí la carpeta especial. Tenía un acceso cifrado dentro de varias subcarpetas camufladas. No existía la nube, ni Drive, ni nada de lo que hay facilita la vida. Todo se guardaba localmente, como un tesoro escondido.

—Uy, están bien protegidas —dijo cuando vio cómo ingresaba la clave.

—Así nomás nadie entra —le respondí, mirándola de reojo.

Las primeras fotos eran del viaje al Colca: los cóndores, nosotros abrazados con bufandas, una selfie en la piscina desnudos, con el sol dándonos en la piel. Angie se reía, se abrazaba a mí, sus ojos brillaban al verse tan libre.

—Mira esa… ni me peiné.

—Y estabas perfecta —le dije, besándole la sien.

Luego vinieron las fotos íntimas. Una serie de nueve que tomé cuando ella estaba encima de mí, en pleno orgasmo. Su rostro era puro fuego. Se quedó mirándolas en silencio, especialmente una donde la había captado justo en el momento que mi pene quedaba expuesto, con más de la mitad fuera de su vagina, Angie se tocaba un seno, mi mano le tocaba el otro y su expresión con la cabeza ligeramente hacia atrás denotaba que estaba llegando al orgasmo…

—Se me ve… No se… gozando… libre… ¿Y tienes más así?

—Sí. Pero espera.

Le mostré una secuencia en la habitación del hotel, las primeras que le tomé después que me depiló y le enseñé a poner un condón: despeinada; luego, posando ya arreglada. Luces suaves, encuadres cuidados.

—Parecen fotos profesionales —dijo—. No parezco yo.

—Eres tú como yo te veo —le dije—. Hermosa. Y yo, tu fotógrafo enamorado.

Pasamos a fotos más explícitas: ella haciéndome sexo oral. Luego, otras que ella me había tomado, donde yo estaba entre sus piernas, dándole placer con la boca, se me veía entre sus piernas flexionadas, solo la frente y los ojos mirándola. Angie se detuvo. Se quedó muda.

—Nunca me había visto así —murmuró—. Es… otra dimensión. Me veo poderosa. Sexy. Real.

—¿Y si hacemos una película? —le propuse con voz suave.

Me miró, sin sorpresa.

—¿Una película?

—Sí. Tú y yo. La próxima vez en el hotel. Probamos la nueva cámara que compré hace un par de meses, y abriendo el segundo cajón de mi escritorio le mostré mi nueva Canon PowerShot S5 IS. —Es nueva, graba muy bien. Tengo también un trípode pequeño, pero firme. Lo instalamos, y grabamos lo que ya hacemos… pero con testigo.

—¿Y si me da risa?

—Nos reímos. ¿Y si no te gusta? Lo borramos. ¿Y si te encanta?

—Entonces repetimos.

Rio. Me besó. Y en su beso ya había fuego.

Viernes por la noche – Ansiedad compartida

Esa noche, como tantas otras, estábamos viendo televisión en mi cuarto. Mi madre ya dormía. Angie se acurrucó a mi lado, con su pierna sobre la mía. Comenzó a acariciarme el pecho por debajo del polo. Luego bajó la mano, me rozó por encima del short.

—Mañana… mañana sí te quiero todo para mí —susurró.

—Mañana vamos a hacer historia —le dije.

—¿Y si me da vergüenza? —preguntó, jugando con mis dedos.

—No te va a dar. Te conozco. Te vas a soltar. Te vas a mirar y vas a querer más. Eres una vanidosa. Eres hermosa y lo sabes.

—Ay… calla… ya me estoy mojando —dijo, riendo bajito.

Nos besamos lento. Mucho. Nos tocamos. No hicimos el amor. Nos provocamos.

Casi a la medianoche se levantó.

—Me voy. Si me quedo… ya sabes.

—Anda. Descansa. Mañana te quiero salvaje.

Cerró la puerta sin ruido. Yo me quedé solo. Me acosté un rato, pero no podía dormir. La imaginaba. ¿Estaría probándose ropa? ¿Depilándose? ¿Pensando en las poses, en la cámara, en el primer plano?

Me levanté. Preparé el maletín. Puse la cámara, la batería extra cargada, la tarjeta SD adicional vacía, el trípode de aluminio. También un cargador, toallitas húmedas, una muda de ropa, un tubo de gel íntimo y un six pack de cerveza. Todo listo.

Me acosté finalmente, pero el sueño fue ansioso, nervioso. Como un niño la noche antes de su cumpleaños.

Sábado por la mañana – La salida secreta

El sol apenas comenzaba a calentar cuando ejecutamos la rutina de siempre. Ella salió primero por la puerta principal, bolso en mano. Yo esperé unos minutos y salí con el auto por la cochera. Nos encontramos en nuestro lugar del parque.

Y ese día… ese día todo era diferente.

Había emoción. Había deseo. Había complicidad. Pero también… curiosidad. Íbamos a hacer algo nuevo. Íntimo. Íbamos a grabar lo que hasta ahora era solo nuestro, y convertirlo en un acto de testimonio.

Angie apareció en el parque con ese vestido que desde lejos ya desarmaba cualquier lógica. Era largo, de corte fluido, pero con una abertura lateral tan generosa que dejaba ver toda la pierna con cada paso. El estampado floral —tonos azulados, violetas y verdes sobre un fondo profundo— parecía danzar con ella, con su cabello suelto y castaño oscuro cayendo sobre los hombros como fuego en contraste con los pétalos.

El escote era sutil pero insinuante, sostenido por finos tirantes que acariciaban su piel desnuda. El vestido abrazaba su cintura y caía sobre sus caderas como si se hubiese hecho a medida. Pero lo que más me impactó fue su expresión: esa media sonrisa, ese andar firme y relajado, esa mirada que decía todo sin decir nada.

Abrió la puerta, se sentó, y sin esperar, me dio un beso largo en la boca.

—¿Listo, mi actor porno?

—Lista, mi actriz porno —le respondí, con media sonrisa.

Ella se rió.

—Dios mío, ¿qué estamos por hacer?

—Algo increíble.

No era el hotel de siempre. Esta vez habíamos elegido uno en Lince, discreto, moderno, con una ventana amplia y cortinas gruesas. Queríamos algo distinto, una nueva escenografía para nuestra siguiente aventura. Apenas entramos, cerré la puerta con el pie mientras nos besábamos. Angie se me colgó del cuello y nuestras bocas se fundieron como si hubiéramos estado separados una eternidad. Ya mis manos se perdían en el pliegue de su vestido, buscando su piel, cuando ella me detuvo.

—Amor, la cámara. No te olvides.

—Uy, verdad —respondí con una sonrisa traviesa—. Tan caliente estoy que me había olvidado.

Fui hacia el bolso y saqué la Canon PowerShot. La monté sobre el trípode de siempre, ese que ya conocía cada uno de nuestros movimientos. Pero antes de encenderla, ella me detuvo de nuevo.

—Espera. Quiero que me tomes fotos primero. Modelando para ti. Voy a arreglarme un momento.

Entró al baño y yo me quedé preparando la luz, bajando un poco las cortinas para que la luz natural no sea tan dura. Cuando salió, me quedé sin palabras. Se había maquillado suavemente, el delineado resaltaba sus ojos y sus labios tenían un rojo intenso que hacía contraste con su ropa interior: encaje blanco pequeñísimo, con ribetes negros. Caminó hacia mí descalza, segura, provocadora.

—Quiero que me tomes primero fotos así —dijo—. Como si fuera tu modelo profesional.

Y lo era. Comenzó a posar: de pie, con las manos en la cadera, girando apenas el cuerpo, arqueando la espalda. Luego sobre la cama, de rodillas, jugando con el cabello, sonriendo apenas. Se fue sacando la ropa muy despacio, muy sensual. Primero el sostén, dejando ver sus pechos redondos, firmes. Luego el calzón, que dejó caer entre sus pies con una media sonrisa. Posó desnuda contra la ventana, contra el espejo, sobre la cama. Mostró su sexo, su trasero en cuatro patas, juguetona, poderosa. La sesión tuvo más de ochenta fotos, noventa tal vez. Y entonces, con la respiración agitada, con la piel erizada, me llamó:

—Ahora sí... ven aquí.

Encendí la cámara, ajusté el ángulo y la coloqué en el trípode. Al principio todo era un poco raro. Nos mirábamos, nos reíamos, nos enredábamos. No sabíamos si mirar a la lente o ignorarla. Ella se subió a mí y comenzó a besarme el cuello, yo la abrazaba por la cintura. Poco a poco nos olvidamos de la cámara, de que grababa. Nos dejamos llevar por las ganas acumuladas de los días previos.

Empezamos con una buena mamada, de esas que Angie cada vez me hacía mejor, lamidas, besos, succión, labios apretados contra mi pene… para volver loco a su hombre. Después continuamos con ella arriba, moviéndose lento, tomándose su tiempo. Luego nos cambiamos: yo la tomé de espaldas, sentados al borde de la cama, mientras ella se aferraba a mis rodillas, se daba de sentones sobre mi pene, gemía y jadeaba cada vez que bajaba y mi falo la clavaba. Volvimos a besarnos. Luego sobre la cama, ella en cuatro patas, yo besando su espalda, acariciándola, entrando de nuevo. Hubo pausas. Nos detuvimos a besarnos, a decirnos cosas, a reírnos incluso de un gemido que sonó muy fuerte. Fue un encuentro largo, profundo, con movimientos suaves y también momentos de frenesí. De lado, cara a cara, yo dentro de ella mirándola a los ojos. Finalmente, ella sobre mí otra vez, con las manos en mi pecho, terminando casi juntos, yo solo 30 o 40 segundos después que ella, gritando casi al unísono, temblando, exhaustos.

Nos habíamos olvidado de todo. Quedamos abrazados, jadeando, con el corazón latiendo al unísono. Cinco minutos después, mientras le besaba la frente, Angie dijo:

—¿Y la filmación?

Me senté en la cama, fui por la cámara. Estaba algo caliente por todo el tiempo de grabación. La conecté a la televisión de la habitación. Nos cubrimos con la sábana mientras comenzamos a ver.

Era como vernos por primera vez desde afuera. Mirábamos nuestras expresiones, los gestos, los besos, los detalles. Angie se quedó absorta.

—Nunca me había visto así...

—Yo tampoco. O al menos, no de esa manera.

—Parecemos actores... pero de los buenos —se rio—. Mira tu cara cuando yo me pongo sobre ti. Mira la forma en que me abrazas.

Nos miramos. Estábamos conmovidos. Era excitante, pero más que eso, era íntimo. Real. Crudo. Amor puro.

—¿Cuánto duramos? —me preguntó.

Revisé el contador.

—Veintisiete minutos.

Ella se tapó la boca, sorprendida.

—¡Pensé que eran cinco o seis! Se sintió tan corto.

—Es que cuando uno está dentro del otro... el tiempo no existe, Angie.

Se acurrucó contra mi pecho.

—Me encanta. Quiero grabarnos más veces. No por morbo. Porque esto es nuestro. Es nuestro archivo de amor.

Y yo asentí, sabiendo que esas imágenes serían, desde entonces, parte de nuestro tesoro secreto. Una forma de recordarnos, de revivirnos, de volvernos a amar en el futuro cuando ya nuestras manos tiemblen y nuestras bocas se busquen con otros ritmos.

Ese día estábamos dispuestos a quedarnos hasta las seis o siete de la noche en el hotel. Recién había pasado una hora y media cuando terminamos de ver la película. Ya nos habíamos olvidado por completo de la cámara. Habíamos jugado a ser actores, sí, pero sin actuar nada. En realidad, todo lo que quedó grabado era amor en estado puro, espontaneidad que surgía de lo más profundo de nuestro deseo y de nuestra conexión.

Nos quedamos desnudos sobre la cama, cubiertos apenas por la sábana revuelta, hablando como tantas otras veces. Como si el sexo, más que saciarnos, nos abriera las puertas a una intimidad aún más profunda. Yo le conté, medio pensativo, que ahora sí parecía firme el rumor: la empresa en la que trabajaba estaba a punto de ser vendida. Unos decían que era una transnacional norteamericana, otros, una argentina. Lo cierto era que eso siempre significaba lo mismo: inestabilidad, despidos, cambios.

Ella me acariciaba el pecho con la yema de los dedos mientras me escuchaba. Me besaba el hombro, me susurraba que todo saldría bien. Sus palabras eran un bálsamo, pero su cuerpo pegado al mío, aún tibio por el amor reciente, era más poderoso que cualquier consuelo verbal.

Durante la mañana hicimos el amor dos veces más. La primera fue lenta, profunda, como si quisiéramos memorizar el cuerpo del otro, grabar sus reacciones en la piel. Nos hicimos mucho, mucho sexo oral, más de 15 minutos en lo que ella se pendía de mi pene, luego yo me comí su conchita perfectamente depilada y finalmente un 69 glorioso, ella llegó en el 69, luego Angie me montó en vaquera inversa y la visión de su trasero maravilloso y mi pene entrando y saliendo de su vagina, hizo que en menos de tres minutos me viniera en dentro de ella.

La segunda fue más juguetona, entre risas, caricias y cosquillas. Como adolescentes que ya se conocen, pero aún se sorprenden. Comenzamos en misionero y terminamos en perrito, solo dos posiciones, pero muy intensas.

Nos tomamos el six pack de cervezas frías que habíamos llevado. Esa vez no llevamos vino, pero la cerveza nos refrescaba y nos relajaba. Ya no pensábamos en la cámara ni en los minutos que duramos ni en cómo se vería todo eso en la pantalla. Éramos nosotros, los de siempre, los amantes de los sábados, los cómplices que se perdían en cada rincón de esa habitación sin nombre.

Como a las tres de la tarde, comenzó a hacernos ruido el estómago. Le propuse pedir algo de la cocina del hotel, pero ella me miró con esos ojos que mezclaban picardía y ternura y me dijo:

—Estoy antojada de carne, de parrilla.

—¿Cómo? Pero acá tienes carne cruda a tu disposición —le dije, acariciándome con teatralidad.

—Sí, amor, pero quiero carne cocidita también —y me mordió el labio inferior—. ¿Una parrillita te parece?

—Perfecto —le respondí. Disfrutaba al engreírla.

Nos metimos juntos a la ducha. Era inevitable. El agua tibia cayendo sobre nuestros cuerpos, el vapor, el jabón resbalando, nuestras pieles chocando otra vez. Nos encendimos. Y ahí, de pie, la espalda contra la pared, sus piernas en mi cintura, hicimos el amor con una intensidad silenciosa, contenida. Como si quisiéramos grabar ese instante en nuestras memorias más que en la cámara.

Después del baño, nos vestimos con calma. Nos veíamos en el espejo, nos reíamos, nos besábamos. Salimos del hotel satisfechos, contentos, con esa paz que da el sentirse amado y deseado por alguien que también es tu refugio.

Treinta minutos más tarde, o quizás mil horas después —el tiempo con Angie siempre tenía otra lógica—, llegamos al Hornero de Chorrillos, un restaurante de carnes que hasta a hora visitamos. Pedimos una parrilla para compartir, con entraña, costillas, chorizos, chinchulines, y una botella de vino Malbec argentino.

Nos mirábamos entre bocado y bocado, hablábamos de todo, de nada, de nuestras pequeñas aventuras, de nuestras ideas locas, de lo que haríamos si ganáramos la lotería. Volvíamos a ser los amigos entrañables que habían aprendido a amarse sin prisas, sin máscaras.

Ese día entendí, una vez más, que nuestra relación no solo se construía en la cama, sino también en esas mesas de restaurantes, en las duchas, en los silencios compartidos, en las risas mientras nos limpiábamos las manos con servilletas manchadas de chimichurri.

Dos días después de aquella tarde en el hotel, estábamos en mi cuarto, viendo televisión como solíamos hacerlo. Mi madre ya se había retirado a su habitación, y el ambiente tenía esa calma doméstica que tanto valorábamos: el leve zumbido del televisor, la penumbra que solo iluminaba nuestros rostros y el calor compartido bajo la frazada ligera. Angie estaba recostada a mi lado, su pierna rozando la mía con esa naturalidad que solo da el amor sin máscaras. En un momento, sin dejar de mirar la pantalla, me dijo con una sonrisa traviesa:

—¿Podemos volver a ver la película?

La miré, divertido, sabiendo exactamente a qué se refería.

—¿Ahora? —le dije, arqueando una ceja—. Mi mamá está en su cuarto. Vamos a tener que ponerle volumen bajito, porque gritaste como loca ese día.

Se rió, esa risa suya que me derretía el alma y el cuerpo.

—Tú también gritaste, loco, así que no te hagas.

Nos levantamos en silencio, con la complicidad de dos niños por hacer travesuras. Caminamos a la computadora, que seguía en su rincón discreto, como si supiera guardar secretos. Introduje la clave del archivo oculto, esa combinación de números y letras que sólo nosotros conocíamos. El corazón me latía más rápido, no por nervios, sino por la emoción de revivir algo tan íntimo, tan nuestro.

Ahí estábamos en el monitor de 17 pulgadas. Besándonos. Buscando nuestros cuerpos con las manos, con las bocas, explorándonos como si fuera la primera vez. Las imágenes fluían, y con ellas nuestros recuerdos. Las caricias, los cambios de posición, las miradas cargadas de deseo, nuestras expresiones de placer, los orgasmos compartidos. Todo estaba ahí, crudo y hermoso.

Angie no parpadeaba. Tenía la vista fija en la pantalla, como hipnotizada. En un momento murmuró, más para sí que para mí:

—Es como volverlo a vivir...

Guardó silencio unos segundos y luego, sin dejar de mirar, añadió con una sonrisa tierna y cómplice:

—Creo que deberíamos llevar la cámara siempre. O casi siempre. Estos son testimonios... cuando seamos viejitos y ya no podamos. —Y se rió, de esa manera tan suya, con un brillo travieso en los ojos.

—Tú no podrás —le dije fingiendo seriedad—. Yo siempre voy a poder.

—Ja, ja. Por favor... Los hombres son los que fallan primero. Nosotras siempre vamos a poder. Nos sobra resistencia.

La miré un momento, me acerqué a su oído, y le dije con un tono más bajo, como dejando caer una nueva semilla de deseo:

—¿Y si nos filmamos aquí en la casa?

Ella giró lentamente el rostro hacia mí, mordiéndose el labio con una mezcla de duda y excitación.

—¿Aquí...? —susurró.

—No sé —continué—. Uno de estos días, en tu cuarto... o acá, calladitos. Como un juego nuevo. Como una forma de celebrar todo lo que ya hicimos en esta casa.

Ella no dijo nada más. Solo me sonrió, esa sonrisa de promesa no dicha, esa que siempre significaba “sí”. Y quedó sellado, sin necesidad de más palabras, el compromiso silencioso de volverlo a hacer. De filmarnos aquí, en nuestro lugar más íntimo, el escenario de tantos momentos apasionados, pero también de noches de llanto, de abrazos frente a la incertidumbre, como cuando pensamos que Angie estaba embarazada.



 
Y lo era. Comenzó a posar: de pie, con las manos en la cadera, girando apenas el cuerpo, arqueando la espalda. Luego sobre la cama, de rodillas, jugando con el cabello, sonriendo apenas. Se fue sacando la ropa muy despacio, muy sensual. Primero el sostén, dejando ver sus pechos redondos, firmes. Luego el calzón, que dejó caer entre sus pies con una media sonrisa. Posó desnuda contra la ventana, contra el espejo, sobre la cama. Mostró su sexo, su trasero en cuatro patas, juguetona, poderosa. La sesión tuvo más de ochenta fotos, noventa tal vez. Y entonces, con la respiración agitada, con la piel erizada, me llamó:

—Ahora sí... ven aquí.
En un principio, mis participaciones en el foro, era en esta sección, intercambiando opiniones con los relatos que las cofrades posteaban.
Luego empecé a publicar fotos de modelos en las áreas "Famosas Peruanas" y "Famosas del Mundo" y créame mi estimada Angie, que la descripción que nos ha regalado su Primix sobre su sesión de fotos, ha sido tan estupenda, que he abierto un tema en mi mente, que lleva su nombre!

PD: Esa obsesión por los balcones....
¿ Saben que al sur de Lima, queda Azpitia "El balcón del cielo"?
(Un escenario mas grande, para su pasión infinita)
 
En un principio, mis participaciones en el foro, era en esta sección, intercambiando opiniones con los relatos que las cofrades posteaban.
Luego empecé a publicar fotos de modelos en las áreas "Famosas Peruanas" y "Famosas del Mundo" y créame mi estimada Angie, que la descripción que nos ha regalado su Primix sobre su sesión de fotos, ha sido tan estupenda, que he abierto un tema en mi mente, que lleva su nombre!

PD: Esa obsesión por los balcones....
¿ Saben que al sur de Lima, queda Azpitia "El balcón del cielo"?
(Un escenario mas grande, para su pasión infinita)


Hola, estimado caballero del foro…


¡Qué placer tan peculiar me ha dado leer su mensaje! Me hizo sonreír, lo confieso… y eso, en estos días, es un lujo que se agradece. 😌


¿Un tema en su mente que lleva mi nombre? Qué tentación tan peligrosa… o tan halagadora. Depende del ángulo desde el que se mire. Créame que no es poca cosa convertirse en inspiración mental de alguien tan observador. 😉


Sobre esa obsesión mía… ¿cómo explicarlo? Hay algo en los balcones: esa mezcla de vértigo, exposición y libertad. Como colgarse al mundo desde un punto secreto. Como si el deseo tomara aire y se estirara hacia el abismo. Cada vez que escribo —o revivo— esos momentos, siento que vuelvo a asomarme desde lo alto… con el viento jugando en mi piel… y la certeza de que abajo nadie sabe que estoy volando.


Azpitia… "El balcón del cielo". Vaya invitación sutil, traviesa, casi profética. Quizá algún día lo exploremos. Quizá ya lo hayamos hecho. O quizá sea uno de esos lugares donde la fantasía se instala para siempre y decide quedarse.


Gracias por leerme con tanto detalle. Por imaginarme. Por regalarme ese espacio en su mente. Espero estar a la altura. O mejor dicho… al borde del balcón. 😉


Un beso con alas,
Angie
 
[Reflexión – Actualidad]

Aquí voy a salirme de la línea de tiempo, para hacer una reflexión actual.

Con el tiempo, filmarnos se volvió parte de nosotros. Una forma de recordar, de celebrar, de reafirmar lo que somos. Hoy, muchos años después, hemos acumulado varias decenas de horas. Grabaciones en hoteles, en mi antiguo cuarto, en el suyo del segundo piso, en el departamento nuevo cuando me mudé, en los viajes. Hasta en la playa tenemos un par de filmaciones. También hay close up, ella quería ver de cerca como entraba mi pene en su vagina o en su trasero, como se veía de cerca cuando me la mamaba. Nuestro archivo íntimo es nuestro tesoro secreto.

A veces las vemos, no por morbo, sino por amor. Para recordarnos cómo hemos crecido, cuánto nos hemos amado. Para reírnos de nuestras caras, emocionarnos con nuestras miradas. Hay que reconocer que, aunque nuestros cuerpos han cambiado en estos 20 años, seguimos siendo los amantes intensos, entregados y comprometidos. Ver esas grabaciones es volver a sentir. Porque para nosotros, el sexo nunca fue solo físico. Fue siempre el acto más profundo, más sincero de entrega. Fue el lenguaje más honesto del amor que nos une.
 
Veintiocho - CUANDO EL MUNDO SE TAMBALEA

La tensión en la empresa se podía palpar en el aire. Nadie decía nada directamente, pero los murmullos en los pasillos, las miradas esquivas y las carpetas vaciadas con premura hablaban por sí solas. Una transnacional norteamericana estaba a punto de cerrar la compra. Otros decían que eran argentinos. Lo cierto era que todo cambiaba. Ya había despidos, reestructuraciones, recortes sin previo aviso. Nadie sabía si al día siguiente seguiría teniendo escritorio.

Esa incertidumbre me carcomía. No era solo perder el trabajo, era que aún tenía cuotas por pagar del departamento. Era mi estabilidad, mi presente, mi futuro. Todo se sentía inestable, como si el suelo se moviera.

Esa noche, un viernes, mi madre había salido. Angie y yo estábamos solos en mi cuarto. Al principio todo parecía normal. Nos besábamos como tantas otras veces, ese juego íntimo que tanto disfrutábamos cuando la casa era solo nuestra. Yo la tenía entre mis brazos, mis labios bajaban hasta sus senos, los acariciaban con ternura, con deseo, mi mano jugaba con su vulva y buscaba su clítoris. Ella jadeaba suavemente, entregada como siempre. Pero algo no estaba bien.

Mi erección era débil. Intenté alargar los juegos, besarla más, acariciarla más. Incluso intenté estimularme discretamente con la mano libre, mientras seguíamos besándonos. Pero nada. No respondía.

Angie se dio cuenta. Fue inevitable. Me detuve, agaché la mirada.

—Lo siento, Angie...

Ella no dijo nada al principio. No frunció el ceño, no hizo una pregunta cruel. Solo me abrazó. Luego, con una voz tan dulce como firme, me dijo:

—Amor, no todo va a ser perfecto.

—Pero soy muy joven para esto —murmuré, sintiéndome vulnerable.

—Y por eso mismo, es solo el estrés. Estás preocupado, eso es todo. Deja que tu mujercita se encargue de ti.

Me acarició el rostro, me besó la frente, los párpados. Luego bajó lentamente, con esa dulzura tan suya. Me hizo sexo oral, pero no como un juego erótico, sino como un acto de amor, de ternura, de entrega. Me acariciaba con sus manos, guiaba las mías para que tocara su cuerpo, como diciendo "aún somos uno".

Me hablaba bajito, frases que me acariciaban el alma más que el cuerpo. "Yo te amo, no por esto, sino por todo lo que eres". "Estamos juntos en todo, también en esto".

Y finalmente, sentí la respuesta. Poco a poco, con esa mezcla de afecto y deseo, mi cuerpo reaccionó. Mi miembro se fue llenando de sangre, de vida, de confianza.

Angie sonrió al sentirlo. Se colocó encima de mí, y me guio con suavidad dentro de ella. Sus caderas se movían acompasadas, con ese ritmo amoroso y envolvente. Yo la miraba, agradecido, profundamente conmovido. Ella no buscaba su placer, buscaba el mío. Y, sin embargo, en su entrega, encontró también el suyo.

La hice girar. Quise que se sintiera también amada, deseada, cuidada. La penetré con lentitud primero, luego con más fuerza, con más pasión. No era solo sexo, era gratitud, era reafirmación. Era amor.

Cuando terminamos, no dijimos mucho. Solo nos abrazamos, su cabeza en mi pecho, mi mano acariciando su espalda.

Pensaba, con el corazón latiendo fuerte y los ojos a punto de llorar: qué afortunado soy. No cualquiera tiene una mujer así. Una que no te juzga, que no se asusta, que se queda.

Y en medio de esa tormenta exterior, sentí que dentro de ese cuarto había calma. Gracias a ella. A MI Angie.

Finalmente, la venta se dio. Una transnacional norteamericana con sede en Miami había comprado la empresa donde trabajaba. Las semanas siguientes fueron intensas. Más despidos, reorganización de áreas, cambios de políticas. Cada día era una nueva incertidumbre. Nadie sabía si conservaría su puesto al día siguiente.

La primera semana de noviembre nos anunciaron en una reunión general que ya no habría más movimientos. “Tenemos la estructura y el tamaño que la matriz quería”, dijo la gerente de Recursos Humanos. Algunos respiraron aliviados, pero yo, jefe de uno de los tres equipos de instalaciones y mantenimiento, seguí con la guardia alta: solo quedaría un equipo, los demás serían reasignados.

Al final, la gerente de RRHH se me acercó: “El nuevo gerente general quiere conversar contigo”. Sentí un vacío en el estómago. Mientras iba a su oficina, mil preguntas me cruzaban la cabeza. Intenté calmarme. Llamé a Angie.
—Amor, estoy en clase, me salí un ratito. ¿Qué pasó?
—El nuevo gerente quiere hablar conmigo. No sé qué pensar.
—Escúchame, amor. Si te llama es por algo bueno. Eres valioso. Tranquilo, respira. Estoy contigo.

Su voz me calmó. Entré. El gerente, argentino, unos 45 años, venía de dirigir Ecuador.
—¿Preocupado por los cambios?
—Sí. Han sido fuertes.
—Ya pasó. Quiero hablar contigo de algo importante.

Tenía mi legajo en el escritorio.
—¿Te sientes cómodo en tu puesto?
—Sí, creo que lo hago bien —respondí.
—Veo que, aunque no estás en ventas, has ayudado a vender. Detectas oportunidades, llamas al comercial, y se cierra la venta.

Me habló directo:
—Queremos que lideres un equipo comercial. Con tu perfil técnico. Además, ganarías más del doble. Con comisiones, quizá el triple.
Me quedé en silencio. Era una gran oportunidad. Y aunque no lo dijera, también una salida segura de una estructura que iba a reducirse. Pero igual, quería consultarlo con Angie.

—¿Me permite hasta mañana?
—Solo por ser tú —dijo sonriendo—. Tengo otros dos candidatos, pero tú me gustas más para el puesto.

Fui al área comercial. Hablé con el gerente de ventas, mi amigo. Me confirmó todo.
—Yo te propuse. Serías uno de los gerentes distritales. Lo mereces.

Al salir, llamé a Angie.
—¿Qué pasó?
—Todo bien. Pero tenemos que decidir juntos. ¿A qué hora sales de la U?
—Cinco y media.
—Te recojo. Pero no vamos a casa. Esta decisión se toma piel a piel. Vamos a un hotel. Avísale a mi mamá que te demorarás.

Ella soltó esa risita coqueta que me desarma cada vez.

—Me encantan esas tomas de decisiones... Pero intuyo por lo que me dices que son buenas noticias.

—Sí, mi amor, muy buenas. Pero en serio, quiero decidirlo contigo.

Sentí su emoción, la ternura en su voz:

—Amor, me encanta que me tengas siempre presente. Yo también quiero tomar todas mis decisiones contigo. Esta tarde lo decidimos piel a piel.

Me mandó un beso coqueto y cortamos.

Y mientras guardaba el celular en el bolsillo, supe que, pasara lo que pasara, nunca estaría solo.

Antes de ir por ella, pasé por una farmacia y compré un tubo de lubricante. Quería que esa tarde especial tuviera todos los ingredientes: piel, placer, entrega, confianza. También compré un six-pack de cerveza bien fría, para refrescarnos, para acompañar la conversación después del amor.

Angie ya estaba esperándome, parada en la esquina de siempre, fuera de la universidad, como si fuera cualquier tarde. Pero yo sabía que no lo era. Tenía los ojos brillosos, como si algo le hubiera dicho que lo que íbamos a vivir esa tarde no era una escapada cualquiera.

Subió al carro y apenas se sentó, me dio un beso largo y posesivo.

—Así que todos sepan que tengo dueño —me dijo.

—Sí, amor… pero este carro tiene lunas oscuras, te podría estar recogiendo mi mamá tranquilamente.

—¡Ay, pesado! ¡Cómo malogras mi momento de gloria! ¿Y ya me vas a contar?

—No, señorita. Esto se habla piel a piel.

—¿Cómo te aprovechas de mí? —me dijo, con esa mezcla de dramatismo juguetón que adoraba—. De mi ansiedad, de mi curiosidad, de mí… una pobre niña. Abusivo.

Y así, entre risas, miradas cómplices, caricias sueltas, nos dirigimos a nuestro hotel de siempre, nuestro refugio, donde ya nos conocían. Entramos sin preguntas. Pagué. Subimos. Cerramos la puerta. Estábamos en nuestro espacio.

Angie se sentó en la cama y se sacó solo los zapatos.

—¿Ya me cuentas? —dijo, sonriendo.

—¿Estamos piel a piel?

—¡Tú sí que te pasas! —replicó divertida, mientras se ponía de pie lentamente y comenzaba a desabotonarse la blusa con movimientos pausados, sensuales.

Yo la miraba como siempre la miraba en esos momentos: como si fuera un milagro. Cuando quedó en ropa interior, me acerqué, la tomé de la cintura, y nos besamos. Primero suaves, luego intensos. Nos fuimos desnudando mutuamente, sin prisa, pero con hambre.

Nos echamos en la cama, yo encima, besándole el cuello, los hombros, sus pechos. Ella arqueaba su espalda, murmurando mi nombre. La penetré suavemente, con ella boca arriba y sus piernas abiertas, mirándome con una mezcla de ternura y deseo. Fue un ritmo lento al inicio, queríamos saborearlo.

Después me pidió que me sentara en la cama, se subió sobre mí, me rodeó con sus muslos y comenzó a cabalgar con movimientos suaves, profundos, cerrando los ojos, gimiendo bajito, su cabello cayendo sobre su rostro. Me abrazaba fuerte, se apretaba contra mí, como si quisiera meterse dentro de mí. Yo besaba y acariciaba sus senos. Estuvimos un buen tiempo así.

Cambiamos, la tomé de espaldas, ella en cuatro sobre la cama, y la penetré así, fuerte, intenso, mientras le susurraba cuánto la amaba, cuánto significaba para mí. Ella se volteó para mirarme por encima del hombro, y me dijo con la voz entrecortada:

—Hazme tuya… así… que este sea nuestro pacto.

Y fue así. Reventé dentro de ella, jadeando, con el cuerpo encendido, el corazón desbocado. Me dejé caer a su lado, abrazándola.

Nos miramos, sudados, extasiados, felices.

—¿Ya? ¿Ahora sí me cuentas, malvado?

Le sonreí.

—Sí, ahora sí.

Y tomé una bocanada de aire para contarle lo que había pasado esa mañana con el gerente general. Pero en ese momento, mirándola desnuda a mi lado, con su respiración aún agitada, su piel cálida contra la mía, me di cuenta de que todo, absolutamente todo, era mejor si lo decidíamos así: piel a piel, corazón a corazón.

Me acomodé junto a ella en la cama, aún con el cuerpo tibio por lo vivido minutos antes. Angie se había envuelto en la sábana como si fuera una diosa romana descansando entre sus conquistas. La miré un segundo, disfrutando su belleza, su calma, su entrega. Me incorporé un poco, tomé un sorbo de cerveza del six-pack que habíamos dejado en la mesita de noche, y le dije:

—Ahora sí… escúchame con atención, que esto es importante.

Ella me miró seria, pero con esa dulzura que siempre tiene cuando sabe que lo que viene es profundo. Le conté todo. La conversación con el gerente general. La oferta. El nuevo cargo. La posibilidad de ganar el doble o incluso más. Las responsabilidades, los retos. Y también el costo: horarios impredecibles, visitas a médicos incluso por las noches o los fines de semana, viajes imprevistos, mucha presión. Ya no era solo instalar equipos, ahora era liderar un equipo de ventas en un entorno competitivo, exigente y cambiante.

Angie no interrumpió ni una vez. Solo escuchaba. Con los ojos bien abiertos, la atención plena, como si cada palabra fuera un hilo que tejía el futuro de los dos. Cuando terminé, cuando ya no había nada más que explicar, ella se incorporó. Se puso sobre mí, con las rodillas a los lados de mis caderas, su cabeza más alta que la mía, mirándome desde arriba con una ternura arrolladora.

—Amor… no sabes lo orgullosa que estoy de ti. Eres un hombre tan completo. Tan valiente. Tan comprometido. Por supuesto que tienes que aceptar, ¿no?

—Sí —le dije—. Sí voy a aceptar. Pero quería conversarlo contigo. Ninguna decisión importante en mi vida la voy a tomar solo. Así yo sepa que tú me vas a decir que sí, como ahora… quiero que sientas lo importante que eres en mi vida, Angie.

Ella me llenó de besos, uno tras otro, bajando desde mis labios hasta mi cuello. Luego me abrazó fuerte, como si quisiera fundirse en mí.

—Estoy llena de amor y de orgullo por ti —susurró.

Nos comenzamos a besar con una lentitud deliciosa. Ella se dejó caer de espaldas en la cama, y abrió las piernas suavemente, mirándome con ese brillo en los ojos que solo tiene cuando se siente completamente mía.

—Bueno, señorita —le dije mientras me inclinaba hacia su sexo, besándole los muslos, el vientre—. Entonces vamos a sellar este nuevo pacto… como más nos gusta.

Ella sonrió con esa mezcla de ternura y picardía que solo ella sabía conjugar. Me miró desde la almohada, los ojos brillando, el cuerpo relajado y expectante, y susurró:

—¿Ahora Tú trajiste el lubricante?

Saqué el tubo del neceser sin decir palabra. Solo asentí, sonriendo. Ella soltó una risa suave, casi sorprendida, y luego se mordió el labio con un gesto juguetón, travieso, cómplice.

—Hoy sí que estás preparado… —dijo, girando el cuerpo despacio, ofreciéndome su espalda, y luego volviéndose a mirar por encima del hombro—. Hazme tuya…

Lo que siguió no fue solo un encuentro físico. Fue una entrega total. De cuerpo y alma. La acaricié con paciencia, con cuidado, con ese amor que solo nace cuando hay confianza ciega. Le besé desde el cuello, los hombros, la espalda, las caderas, las nalgas, baje por sus piernas y llegue hasta las plantas de los pies, ella solo gemía suavemente, disfrutaba cada beso, cada lamida. Ella se abandonó a mis caricias con naturalidad, con deseo, pero también con fe. Sabía que la cuidaría, que la respetaría incluso en el placer más extremo.

Luego subí hasta su trasero, y mientras ella se abría las nalgas, le puse una cantidad generosa del gel lubricante y otro tanto en mi pene que ya estaba muy erecto. Probamos dos posiciones distintas, buscando esa sincronía perfecta que solo se logra cuando los cuerpos se conocen a profundidad.

Primero la penetré ahí donde estaba, boca abajo, entré lento, pero de un solo empuje hasta el fondo de su culito, Angie solo agarró las sábanas con fuerza y soltó unos gemidos que me decían que estaba disfrutando como le abría el ano. comencé a bombear lentamente, mientras la besaba. Cada movimiento era acompasado, rítmico, profundo… pero no solo en lo físico. Era como si estuviésemos sellando una promesa, un juramento silencioso: “Estamos juntos en esto. Pase lo que pase”.

Ella me guiaba con suaves gemidos y movimientos de cadera, yo la acompañaba con besos en la espalda, en los hombros, con palabras al oído que hablaban de amor, de futuro, de lo mucho que la deseaba y lo infinitamente agradecido que estaba por tenerla.

No fue un acto apresurado. Fue una ceremonia. Una danza entre dos almas que se reconocen más allá del cuerpo.

Después yo me puse boca arriba y fue ella la que primero se sentó sobre mi pene erecto, tragándoselo totalmente con su trasero, cuando lo tuvo todo dentro, se echó sobre mí, haciendo movimientos circulares y de meter y sacar. Cada vez se movía más rápido, algunos minutos después, sus gritos de orgasmo salieron de su boca, mientras me jalaba el pelo con una de sus manos, con la otra se había estado estimulando su Conchita. Se quedó quieta sobre mí, rendida por el placer, así que yo tomé el control, la tomé de las caderas y movía pelvis para sentirla, no paso mucho tiempo hasta que llegué al clímax, llenándole el culo con mi leche. Cuando finalmente terminamos, exhaustos, entrelazados, sudorosos y en silencio, había esa conexión especial que teníamos cuando hacíamos sexo anal.

Angie se puso a mi lado me abrazó sin decir nada. Solo su respiración sobre mi cuello, su pecho sobre el mío, su pierna descansando sobre mi cadera. Nos quedamos así largo rato. No hacía falta hablar.

Pero esa noche, todavía nos quedaba una entrega más. No de deseo urgente ni de fuego desenfrenado, sino de ese amor que se pronuncia en voz baja, con los ojos, con los labios, con la piel entera. Fue un último acto, suave, lento, con nuestros cuerpos entrelazados en misionero, mirándonos de cerca, respirando el uno al otro, besándonos entre susurros y silencios.

Sus piernas me rodeaban, me retenían con firmeza, como si su cuerpo se negara a que el mío se apartara. Sus brazos me abrazaban con fuerza, sus dedos se aferraban a mi espalda. Yo me movía despacio, dentro de ella, sintiendo cada gemido, cada estremecimiento, como si en ese vaivén estuviésemos repasando todo lo que éramos, todo lo que habíamos vivido ese día, ese año, esa vida que tejíamos en secreto.

Nos quedamos abrazados largo rato. El calor de su cuerpo era mi refugio. La paz después de la tormenta. La certeza de que, más allá de los miedos y las dudas, lo nuestro seguía siendo lo más real que teníamos.

Casi a las nueve de la noche nos metimos juntos a la ducha. Era nuestro ritual. Jugamos como siempre: las manos traviesas, los roces, las risas apagadas por el sonido del agua. Nos enjabonamos con cariño, con ternura, como si quisiéramos grabar en la piel del otro lo vivido. Después, ya limpios, nos secamos con las mismas toallas grandes del hotel y nos cambiamos en silencio, intercambiando miradas llenas de complicidad.

Salimos del cuarto con paso lento, tomados de la mano. Bajamos por el ascensor hasta la cochera, donde el Peugeot nos esperaba, testigo silente de tantas escapadas, de tantas historias. Abrí la puerta, ella subió, se acomodó en su asiento y me miró. Yo me incliné hacia ella y le di un beso largo, profundo, de esos que no solo se sienten en los labios sino en el alma.

Un beso lleno de pasión… pero, sobre todo, lleno de amor.

Encendí el motor, salimos del hotel con calma, y emprendimos el regreso a casa. En silencio. Pero un silencio sereno, pleno. Íbamos completos.

Cuando entré a casa esa noche, media hora después de dejar a Angie en el parque, el aroma a tostadas y mantequilla me envolvió con esa calidez hogareña que tanto reconforta. En la cocina, Angie y mi madre conversaban frente a una tetera humeante, como dos viejas amigas. Ambas voltearon a verme y sonrieron.

—¡Hola, hijo! Ya vamos a cenar —dijo mi madre.

La besé en la mejilla, saludé a Angie, que me guiñó un ojo con esa picardía solo nuestra, y me senté a la mesa.

Antes de que sirvieran, solté la noticia con aire casual:

—Les tengo una gran noticia.

Sus miradas se clavaron en mí. Angie, siempre actriz, puso cara de sorpresa, llevándose la mano al pecho.

—¿Qué pasa, Primix? ¿Algo bueno?

Entonces conté todo: la reunión general, la conversación con el nuevo gerente, la propuesta del nuevo puesto. Omití, claro, los detalles íntimos de cómo lo habíamos conversado Angie y yo entre caricias y susurros. Eso quedaba entre nosotros.

Mi madre reaccionó enseguida:

—¡Pero hijo, qué gran oportunidad!

—Sí, madre. Lo sé. Por eso voy a decir que sí. Pero hay que hacerse un poquito de rogar —respondí con una sonrisa.

Angie se levantó, rodeó la mesa y me abrazó por la espalda.

—Primix… qué orgullosa estoy de ti. Yo sé que vas a llegar muy lejos.

—¿Aceptarás, no? —dijo mirando a mi madre.

—Sí —respondí—. Por supuesto.

—¿Y cómo celebramos? —preguntó, revisando el refrigerador— Uy, no hay vino...

—Mi mamá guarda siempre un whisky para ocasiones especiales —bromeé.

—¡Eso es solo para celebraciones importantes! —rio mi madre.

—¿Y esto qué es, entonces?

—Tienes razón. Tráelo nomás.

Angie fue por la botella. No soy amante del whisky, pero esa noche merecía un brindis. Con ellas. Con la mujer que me dio la vida y con la que se volvió mi vida.

Chocamos los vasos con un “salud” sencillo, pero profundo. Reímos, cenamos pan con palta y jamón. Comida simple. Momento inolvidable. Esa noche sabía a futuro.

Al día siguiente, a las 8:00 a.m., entré a la oficina del gerente. Le di mi respuesta. Me felicitó con un apretón de manos y un “sabía que aceptarías”. Esa tarde me entregaron la carta oficial de ascenso. El lunes siguiente comenzaba mi capacitación como nuevo gerente distrital.

Cerré los ojos por un momento. Pensé en Angie. En su fe en mí. En ese hotel. En esa promesa piel a piel. En todo lo que habíamos sellado... para siempre.
 
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