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Recluta
Más de diez años para un polvo
Voy a llamarla Alondra. No se llamaba así, pero al carajo. Ustedes finjan que me creen y seguimos adelante.
La conocí cuando yo tenía dieciocho y ella apenas quince. Una reunión cualquiera, esas donde sobran vasos vacíos y faltan razones para quedarse. Y ella estaba ahí. Sentada, quieta, con esa cara de estatua vieja y ojos como agujeros negros: no miraban directo, parecían flotar entre la gente, como si el mundo ya le diera asco. No usaba maquillaje, no lo necesitaba. El cuerpo aún era de niña, pero ya se estiraba hacia algo más. Cuando la volví a ver luego de algunos años yo ya estaba viviendo lejos. Regresé por vacaciones o por nostalgia, que al final es casi lo mismo. Le propuse algo idiota, casi casto: helado en la panificadora Las Américas y luego caminar hasta el puente Grau. Me temblaba todo, como si fuera la primera vez que hablaba con una mujer. Decía estupideces o no decía nada. Al final, apenas un roce, un apretón de manos como si nos estuviéramos despidiendo de una vida que ni siquiera habíamos tenido.
Años después, la volví a ver. Empujaba un cochecito de bebé como si arrastrara su propio cadáver. Era madre. Soltera. Y hermosa. Pero ya no esa belleza limpia de antes. Ahora era una belleza jodida, vencida por los días, con grietas en las esquinas. Y justo por eso, más mujer. Más deseable. Más peligrosa. Conseguí su número. Empezamos a hablar. No había nada de romanticismo, ni fuegos artificiales, ni esas mierdas. Ella era una mujer rota con orden: se reía, pero como si le doliera el alma. Con el tiempo, las salidas volvieron. Cine barato. Fast food grasiento. Caminatas que no llevaban a ningún lugar, pero que igual hacíamos porque así no estábamos solos. Era ese viejo juego adolescente, ahora jugado con cuerpos más cansados y mentes más sucias: rozarle el culo con el bulto en los abrazos largos, apretados, como si uno pudiera follarse el pasado por medio de un gesto torpe. Ella empujaba la cadera hacia atrás, apenas un poco. A veces más. A veces se quedaba quieta, como esperando a ver si yo tenía huevos para hacer algo más. La tensión crecía. Pero nadie abría la puerta. Y entonces vino la pandemia. Esa peste mundial, ese encierro idiota. Lo usamos como excusa perfecta para reconectarnos con más descaro. Messenger. Conversaciones de madrugada. Fotos con poca ropa y menos vergüenza. Frases que sonaban a invitación pero que estaban llenas de minas escondidas: “quiero un amigo cariñoso”, decía, como quien dice “quiero que me abraces sin tocarme, que me des sin pedirme nada”. Y al día siguiente: silencio. Hielo. Me dejaba hablando solo como un imbécil. Me confundía. Me calentaba. Me sacaba de quicio. Era una trampa con sonrisa. Un juego de gato y rata donde ambos éramos ratas.
Paso un buen tiempo que no supe de ella y cuando regresó me dijo: —“estoy embarazada otra vez”—, lo supe. No quería nada serio con ella. Nunca lo quise. No era amor, ni ternura, ni futuro. Era otra cosa. Una espina metida bajo la piel, una deuda sin cobrar. Una imagen que me había seguido por años, con ese cuerpo maldito, esas piernas que prometían algo que nunca llegó. Y yo… yo sólo quería eso. Probarla. Rasgarme los dientes contra su carne. Porque uno no puede vivir toda la vida con una erección en el recuerdo.
Recuerdo cómo empezó todo. No como una revelación, sino como un empujón borracho en la dirección equivocada. Fue un domingo. Desperté en el sillón de un amigo, todavía con el whisky en la lengua y la cabeza hecha polvo. Agarré el celular, le mandé un mensaje a Sofía —pero esa es otra historia, otro desastre con piernas— y justo entonces vi a Alondra conectada. La saludé. Le escribí con esa mezcla de resaca y hambre que solo los hombres rotos entienden:
—¿Dónde estás?
Me respondió al toque:
—En el parque Selva Alegre, con mi hijo.
No lo pensé. Ni por un segundo. Salí de la casa de mi amigo y me compré algo en el camino para quitarme el sabor a trago —no funcionó— y fui. Ahí estaba. Su hijo brincaba en esos juegos inflables, como si la vida todavía tuviera sentido. Ella sentada, mirando sin ver, con esa calma que da el cansancio de vivir. Me acerqué por detrás, sin anunciarme, le puse las manos en la cintura, bajé la cabeza y la besé. No dijo nada. Me devolvió el beso como quien apaga una deuda antigua. Diez años esperando ese maldito beso. Y fue así: simple. Sin poesía. Sin permiso. Como tenía que ser.
Su hijo salió de los juegos.
—Vamos al pasto —dijo—. A echarnos un rato mientras espero a mi amiga. Nos tiramos ahí, entre la hierba y la impaciencia. El niño se fue a jugar y yo aproveché. La seguí besando. Mis manos la encontraban solas, como si ya supieran el camino. Le agarré la cintura, le jalé la ropa interior. No dijo nada. Solo respiró hondo. Ahí supe que ya estaba. Era cuestión de tiempo. Nada más.
Llegó su amiga. Conversaron un rato como si no pasara nada. Como si el deseo no estuviera goteando entre nosotros como una fuga de gas.
—Tengo hambre. Vamos a comer —dijo Alondra—. Quiero chifa. Comimos y nos despedimos con un beso.
Después vinieron más salidas. Más besos. Más roces bajo ropa prestada. Fajes en silencio. Nada claro. Nada definitivo. Era como vivir en un limbo caliente, una antesala al infierno o al cielo, según cómo se mire. Hasta que una noche dijo que sí. Que se quedaba a dormir conmigo. Me preparé como un idiota optimista. Compré un barril de cerveza importada y condones nacionales. Era febrero. Llovía como si el mundo se estuviera lavando de nosotros. Fui a recogerla a la salida de su trabajo. Entró al auto empapada, el cabello pegado al rostro, la ropa mojada, los ojos cansados pero vivos. Cuando llegamos, lo primero que hicimos fue abrir el barril. Tomamos. Hablamos de cualquier cosa. Ella se dejó caer en el sillón. Yo me heche detrás, la abracé en cucharita, le acaricié el vientre por encima de la ropa. Apretaba sus muslos. Le besaba la nuca. Olía a humedad, a perfume barato, a mujer lista para algo que todavía no sabía si iba a permitir. Fue la primera vez que le vi los pies, me obsesioné con sus pies esa noche. Los tenía finos, bien cuidados, las uñas pintadas de blanco. Le tomé una foto sin que se diera cuenta. Me creó un fetiche que hasta ahora tengo. Justo cuando mis manos empezaban a buscar más, sonó mi celular. Tenía que ir a un compromiso estúpido. Le dije. Se rió. Vamos me dijo. Manejamos hasta allá mientras yo solo pensaba en la vuelta. Se quedó en el auto, esperando. Cuando regresamos, la noche ya estaba floja, como una camisa vieja a medio abotonar. La lluvia golpeaba las ventanas, la cerveza se acababa despacio. Nos tiramos en el sillón un rato, pero ya no había más que decir. La tensión flotaba entre nosotros como humo denso. Le dije que fuéramos a la cama. No me miró. Solo se levantó, y fue. Una vez dentro, le señalé el sostén.
—Quítatelo —le dije—. Vas a estar más cómoda.
Ella asintió apenas. Se lo sacó con una mano, con esa mecánica de quien ya ha hecho esto muchas veces. Se acostó de lado, de espaldas a mí. Me acerqué por detrás, la abracé, y mis manos se deslizaron directamente hacia sus senos. Eran medianos, algo vencidos por la maternidad, pero cálidos. Reales. La piel tenía esa suavidad imperfecta que solo dan los años. Le acaricié los pezones, que se endurecieron bajo mis dedos como respuesta silenciosa. Ella no decía nada. Pero tampoco se apartaba. Me ofrecía una resistencia suave, casi como un juego. El cuerpo decía sí aunque la boca aún no hablaba. Le besé el cuello, lento, con la nariz enterrada detrás de su oreja. Sentí su respiración cambiar, más honda. Mis dedos seguían acariciándola, dándole vueltas a esos pezones que ya no se escondían. La sentía temblar un poco, rendirse sin apuro. Entonces me puse encima de ella. Le subí el polo con ambas manos. Le besé el vientre, los senos. La lamí despacio, con hambre contenida, con esa ansiedad de quien ha esperado demasiado. Ella hizo un gesto, un pequeño intento de alejarse, pero no lo siguió. Me miró. Yo la miré de vuelta.
—Quiero estar dentro de ti —le dije.
Ella bajó la mirada. Lo pensó un segundo. Y con esa voz que me haría recordarla en días grises, dijo:
—Ya… bueno.
Se quitó el polo. Me regaló sus pechos al aire. Oscuros, amplios, duros en el centro. Eran pechos de madre, no de modelo, y eso los hacía más reales. Más míos. Los besé como si los hubiera estado esperando toda una vida. Fui bajando. Le quité la ropa interior. Tenía vello, espeso, descuidado. Nada de eso me importaba. De hecho, me gustaba. Era una señal de que no estaba fingiendo nada. Era ella, cruda, entregada. Me bajé los pantalones. Saqué el pene, erecto, vibrando, y se lo metí despacio. Sentí cómo se abría para mí. Su cuerpo se tensó un momento y luego se rindió del todo. Estaba caliente, húmeda, tibia como fiebre. La abrí de piernas, la tomé fuerte de las caderas y empecé a bombearla. Al principio con ritmo lento, casi reverente, y luego más fuerte, más decidido. La había deseado demasiado tiempo como para ser suave.
—Junta las piernas —le dije.
Lo hizo. La penetración se hizo más estrecha, más intensa. Ella gemía bajo, con el ceño fruncido, los labios entreabiertos. Parecía a punto de romperse. Quise ponerla en cuatro. Me lo negó.
—No… de costadito… así me gusta —me dijo, jadeando.
Obedecí. Me eché a su lado, levanté su pierna izquierda, y se la metí de nuevo. Más profundo. Más salvaje. El hueso de su cadera golpeaba contra mí con cada embestida. El colchón se quejaba con cada movimiento, como si supiera que eso no era amor, sino un ajuste de cuentas.
Ella gemía sin pudor.
—Más… sigue… no pares… —me decía con una voz ronca, rota.
Yo seguí. Como si el tiempo se estuviera cobrando todo de una vez. Sentía cómo se apretaba por dentro, cómo su espalda se arqueaba con cada golpe.
Me vine con un rugido sordo en la garganta. Sentí cómo me exprimía mientras lo hacía. Me quedé quieto latiendo dentro de ella. Nos quedamos ahí, pegados. Mi mano en su pecho. Su respiración cayendo. No dijo nada. Solo cerró los ojos y se durmió como si ya no hubiera más que dar. Fui al baño. Me lavé la cara. Me miré en el espejo. No me reconocí. Cuando volví, ella dormía con las piernas abiertas, el cabello revuelto sobre la almohada. Parecía en paz. Pero yo no. Yo estaba ahí parado, viéndola. Y entendiendo algo que no quería entender. La deseé toda mi vida. La tuve. Y ahora… el misterio había muerto.
A la mañana siguiente, todo era más callado. La lluvia había parado, pero el cuarto seguía oliendo a sexo. Abrí los ojos con la boca seca y el cuerpo pesado, como si hubiese peleado con algo invisible durante la noche. Ella estaba ahí, aún desnuda, dándome la espalda. Su respiración era tranquila. Su cabello revuelto cubría parte de la almohada, parte de su rostro. Tenía la espalda descubierta y las caderas al borde de la sábana. La miré un rato. Quería más. No porque lo necesitara. Sino porque podía. Le pasé la mano por el muslo.
—mañanero —le dije con voz baja, aún ronca del alcohol y el sueño.
Ella no respondió. Solo se encogió un poco. Volví a insistir. Le besé el hombro. Le acaricié los glúteos con la palma abierta.
—Vamos… solo un rato.
Suspiró. No un suspiro sensual, sino de resignación.
—Ya… bueno —dijo.
La puse en cuatro. Yo me acomodé detrás de ella. Le sujeté las caderas con firmeza y la penetré despacio, sintiéndola tibia, húmeda todavía de la noche anterior. Se tensó al principio, luego se relajó. Comencé a moverme dentro de ella, lento, luego más rápido. Los gemidos que salían de su boca eran bajos, apagados, como si estuviera haciendo algo que sabía que tenía que hacer, pero que no quería sentir del todo. Le acaricié la espalda. Le tomé el cabello. La embestía fuerte, profundo, como buscando algo que no sabía si estaba ahí. El sonido de nuestras pieles chocando era lo único que llenaba el cuarto. Después le dije:
—Súbete encima. Quiero verte.
Ella obedeció sin decir palabra. Se montó sobre mí, colocándose con movimientos lentos, cansados. Comenzó a cabalgarme. Su cuerpo encima del mío, balanceándose con ese ritmo melancólico. Sus pechos se movían con cada vaivén, su vientre contraído, su boca entreabierta, el ceño fruncido como si sintiera más el peso de los años que el placer del momento. La tomé de la cintura, intenté empujarla un poco más, hacer que se entregara del todo. Me vine con los ojos cerrados. Sin gloria. Sin fuerza. Como quien termina una tarea pendiente. Ella se bajó despacio. Se dejó caer a mi lado, sin decir nada. Cerró los ojos. Yo me quedé ahí, mirando el techo, sintiendo cómo el cuerpo empezaba a enfriarse. El sexo había sido bueno, sí. El cuerpo seguía siendo hermoso. Pero algo faltaba. Algo no encajaba.
La llevé al trabajo. En el camino no hablamos mucho.
Desde entonces no volví a buscarla.
Ella me escribe. A veces.
Espera que tenga una recaída. Que le vuelva a escribir un domingo con resaca.
Pero no. No soy así.
Yo solo quería tenerla una vez.
Y eso basta.
Voy a llamarla Alondra. No se llamaba así, pero al carajo. Ustedes finjan que me creen y seguimos adelante.
La conocí cuando yo tenía dieciocho y ella apenas quince. Una reunión cualquiera, esas donde sobran vasos vacíos y faltan razones para quedarse. Y ella estaba ahí. Sentada, quieta, con esa cara de estatua vieja y ojos como agujeros negros: no miraban directo, parecían flotar entre la gente, como si el mundo ya le diera asco. No usaba maquillaje, no lo necesitaba. El cuerpo aún era de niña, pero ya se estiraba hacia algo más. Cuando la volví a ver luego de algunos años yo ya estaba viviendo lejos. Regresé por vacaciones o por nostalgia, que al final es casi lo mismo. Le propuse algo idiota, casi casto: helado en la panificadora Las Américas y luego caminar hasta el puente Grau. Me temblaba todo, como si fuera la primera vez que hablaba con una mujer. Decía estupideces o no decía nada. Al final, apenas un roce, un apretón de manos como si nos estuviéramos despidiendo de una vida que ni siquiera habíamos tenido.
Años después, la volví a ver. Empujaba un cochecito de bebé como si arrastrara su propio cadáver. Era madre. Soltera. Y hermosa. Pero ya no esa belleza limpia de antes. Ahora era una belleza jodida, vencida por los días, con grietas en las esquinas. Y justo por eso, más mujer. Más deseable. Más peligrosa. Conseguí su número. Empezamos a hablar. No había nada de romanticismo, ni fuegos artificiales, ni esas mierdas. Ella era una mujer rota con orden: se reía, pero como si le doliera el alma. Con el tiempo, las salidas volvieron. Cine barato. Fast food grasiento. Caminatas que no llevaban a ningún lugar, pero que igual hacíamos porque así no estábamos solos. Era ese viejo juego adolescente, ahora jugado con cuerpos más cansados y mentes más sucias: rozarle el culo con el bulto en los abrazos largos, apretados, como si uno pudiera follarse el pasado por medio de un gesto torpe. Ella empujaba la cadera hacia atrás, apenas un poco. A veces más. A veces se quedaba quieta, como esperando a ver si yo tenía huevos para hacer algo más. La tensión crecía. Pero nadie abría la puerta. Y entonces vino la pandemia. Esa peste mundial, ese encierro idiota. Lo usamos como excusa perfecta para reconectarnos con más descaro. Messenger. Conversaciones de madrugada. Fotos con poca ropa y menos vergüenza. Frases que sonaban a invitación pero que estaban llenas de minas escondidas: “quiero un amigo cariñoso”, decía, como quien dice “quiero que me abraces sin tocarme, que me des sin pedirme nada”. Y al día siguiente: silencio. Hielo. Me dejaba hablando solo como un imbécil. Me confundía. Me calentaba. Me sacaba de quicio. Era una trampa con sonrisa. Un juego de gato y rata donde ambos éramos ratas.
Paso un buen tiempo que no supe de ella y cuando regresó me dijo: —“estoy embarazada otra vez”—, lo supe. No quería nada serio con ella. Nunca lo quise. No era amor, ni ternura, ni futuro. Era otra cosa. Una espina metida bajo la piel, una deuda sin cobrar. Una imagen que me había seguido por años, con ese cuerpo maldito, esas piernas que prometían algo que nunca llegó. Y yo… yo sólo quería eso. Probarla. Rasgarme los dientes contra su carne. Porque uno no puede vivir toda la vida con una erección en el recuerdo.
Recuerdo cómo empezó todo. No como una revelación, sino como un empujón borracho en la dirección equivocada. Fue un domingo. Desperté en el sillón de un amigo, todavía con el whisky en la lengua y la cabeza hecha polvo. Agarré el celular, le mandé un mensaje a Sofía —pero esa es otra historia, otro desastre con piernas— y justo entonces vi a Alondra conectada. La saludé. Le escribí con esa mezcla de resaca y hambre que solo los hombres rotos entienden:
—¿Dónde estás?
Me respondió al toque:
—En el parque Selva Alegre, con mi hijo.
No lo pensé. Ni por un segundo. Salí de la casa de mi amigo y me compré algo en el camino para quitarme el sabor a trago —no funcionó— y fui. Ahí estaba. Su hijo brincaba en esos juegos inflables, como si la vida todavía tuviera sentido. Ella sentada, mirando sin ver, con esa calma que da el cansancio de vivir. Me acerqué por detrás, sin anunciarme, le puse las manos en la cintura, bajé la cabeza y la besé. No dijo nada. Me devolvió el beso como quien apaga una deuda antigua. Diez años esperando ese maldito beso. Y fue así: simple. Sin poesía. Sin permiso. Como tenía que ser.
Su hijo salió de los juegos.
—Vamos al pasto —dijo—. A echarnos un rato mientras espero a mi amiga. Nos tiramos ahí, entre la hierba y la impaciencia. El niño se fue a jugar y yo aproveché. La seguí besando. Mis manos la encontraban solas, como si ya supieran el camino. Le agarré la cintura, le jalé la ropa interior. No dijo nada. Solo respiró hondo. Ahí supe que ya estaba. Era cuestión de tiempo. Nada más.
Llegó su amiga. Conversaron un rato como si no pasara nada. Como si el deseo no estuviera goteando entre nosotros como una fuga de gas.
—Tengo hambre. Vamos a comer —dijo Alondra—. Quiero chifa. Comimos y nos despedimos con un beso.
Después vinieron más salidas. Más besos. Más roces bajo ropa prestada. Fajes en silencio. Nada claro. Nada definitivo. Era como vivir en un limbo caliente, una antesala al infierno o al cielo, según cómo se mire. Hasta que una noche dijo que sí. Que se quedaba a dormir conmigo. Me preparé como un idiota optimista. Compré un barril de cerveza importada y condones nacionales. Era febrero. Llovía como si el mundo se estuviera lavando de nosotros. Fui a recogerla a la salida de su trabajo. Entró al auto empapada, el cabello pegado al rostro, la ropa mojada, los ojos cansados pero vivos. Cuando llegamos, lo primero que hicimos fue abrir el barril. Tomamos. Hablamos de cualquier cosa. Ella se dejó caer en el sillón. Yo me heche detrás, la abracé en cucharita, le acaricié el vientre por encima de la ropa. Apretaba sus muslos. Le besaba la nuca. Olía a humedad, a perfume barato, a mujer lista para algo que todavía no sabía si iba a permitir. Fue la primera vez que le vi los pies, me obsesioné con sus pies esa noche. Los tenía finos, bien cuidados, las uñas pintadas de blanco. Le tomé una foto sin que se diera cuenta. Me creó un fetiche que hasta ahora tengo. Justo cuando mis manos empezaban a buscar más, sonó mi celular. Tenía que ir a un compromiso estúpido. Le dije. Se rió. Vamos me dijo. Manejamos hasta allá mientras yo solo pensaba en la vuelta. Se quedó en el auto, esperando. Cuando regresamos, la noche ya estaba floja, como una camisa vieja a medio abotonar. La lluvia golpeaba las ventanas, la cerveza se acababa despacio. Nos tiramos en el sillón un rato, pero ya no había más que decir. La tensión flotaba entre nosotros como humo denso. Le dije que fuéramos a la cama. No me miró. Solo se levantó, y fue. Una vez dentro, le señalé el sostén.
—Quítatelo —le dije—. Vas a estar más cómoda.
Ella asintió apenas. Se lo sacó con una mano, con esa mecánica de quien ya ha hecho esto muchas veces. Se acostó de lado, de espaldas a mí. Me acerqué por detrás, la abracé, y mis manos se deslizaron directamente hacia sus senos. Eran medianos, algo vencidos por la maternidad, pero cálidos. Reales. La piel tenía esa suavidad imperfecta que solo dan los años. Le acaricié los pezones, que se endurecieron bajo mis dedos como respuesta silenciosa. Ella no decía nada. Pero tampoco se apartaba. Me ofrecía una resistencia suave, casi como un juego. El cuerpo decía sí aunque la boca aún no hablaba. Le besé el cuello, lento, con la nariz enterrada detrás de su oreja. Sentí su respiración cambiar, más honda. Mis dedos seguían acariciándola, dándole vueltas a esos pezones que ya no se escondían. La sentía temblar un poco, rendirse sin apuro. Entonces me puse encima de ella. Le subí el polo con ambas manos. Le besé el vientre, los senos. La lamí despacio, con hambre contenida, con esa ansiedad de quien ha esperado demasiado. Ella hizo un gesto, un pequeño intento de alejarse, pero no lo siguió. Me miró. Yo la miré de vuelta.
—Quiero estar dentro de ti —le dije.
Ella bajó la mirada. Lo pensó un segundo. Y con esa voz que me haría recordarla en días grises, dijo:
—Ya… bueno.
Se quitó el polo. Me regaló sus pechos al aire. Oscuros, amplios, duros en el centro. Eran pechos de madre, no de modelo, y eso los hacía más reales. Más míos. Los besé como si los hubiera estado esperando toda una vida. Fui bajando. Le quité la ropa interior. Tenía vello, espeso, descuidado. Nada de eso me importaba. De hecho, me gustaba. Era una señal de que no estaba fingiendo nada. Era ella, cruda, entregada. Me bajé los pantalones. Saqué el pene, erecto, vibrando, y se lo metí despacio. Sentí cómo se abría para mí. Su cuerpo se tensó un momento y luego se rindió del todo. Estaba caliente, húmeda, tibia como fiebre. La abrí de piernas, la tomé fuerte de las caderas y empecé a bombearla. Al principio con ritmo lento, casi reverente, y luego más fuerte, más decidido. La había deseado demasiado tiempo como para ser suave.
—Junta las piernas —le dije.
Lo hizo. La penetración se hizo más estrecha, más intensa. Ella gemía bajo, con el ceño fruncido, los labios entreabiertos. Parecía a punto de romperse. Quise ponerla en cuatro. Me lo negó.
—No… de costadito… así me gusta —me dijo, jadeando.
Obedecí. Me eché a su lado, levanté su pierna izquierda, y se la metí de nuevo. Más profundo. Más salvaje. El hueso de su cadera golpeaba contra mí con cada embestida. El colchón se quejaba con cada movimiento, como si supiera que eso no era amor, sino un ajuste de cuentas.
Ella gemía sin pudor.
—Más… sigue… no pares… —me decía con una voz ronca, rota.
Yo seguí. Como si el tiempo se estuviera cobrando todo de una vez. Sentía cómo se apretaba por dentro, cómo su espalda se arqueaba con cada golpe.
Me vine con un rugido sordo en la garganta. Sentí cómo me exprimía mientras lo hacía. Me quedé quieto latiendo dentro de ella. Nos quedamos ahí, pegados. Mi mano en su pecho. Su respiración cayendo. No dijo nada. Solo cerró los ojos y se durmió como si ya no hubiera más que dar. Fui al baño. Me lavé la cara. Me miré en el espejo. No me reconocí. Cuando volví, ella dormía con las piernas abiertas, el cabello revuelto sobre la almohada. Parecía en paz. Pero yo no. Yo estaba ahí parado, viéndola. Y entendiendo algo que no quería entender. La deseé toda mi vida. La tuve. Y ahora… el misterio había muerto.
A la mañana siguiente, todo era más callado. La lluvia había parado, pero el cuarto seguía oliendo a sexo. Abrí los ojos con la boca seca y el cuerpo pesado, como si hubiese peleado con algo invisible durante la noche. Ella estaba ahí, aún desnuda, dándome la espalda. Su respiración era tranquila. Su cabello revuelto cubría parte de la almohada, parte de su rostro. Tenía la espalda descubierta y las caderas al borde de la sábana. La miré un rato. Quería más. No porque lo necesitara. Sino porque podía. Le pasé la mano por el muslo.
—mañanero —le dije con voz baja, aún ronca del alcohol y el sueño.
Ella no respondió. Solo se encogió un poco. Volví a insistir. Le besé el hombro. Le acaricié los glúteos con la palma abierta.
—Vamos… solo un rato.
Suspiró. No un suspiro sensual, sino de resignación.
—Ya… bueno —dijo.
La puse en cuatro. Yo me acomodé detrás de ella. Le sujeté las caderas con firmeza y la penetré despacio, sintiéndola tibia, húmeda todavía de la noche anterior. Se tensó al principio, luego se relajó. Comencé a moverme dentro de ella, lento, luego más rápido. Los gemidos que salían de su boca eran bajos, apagados, como si estuviera haciendo algo que sabía que tenía que hacer, pero que no quería sentir del todo. Le acaricié la espalda. Le tomé el cabello. La embestía fuerte, profundo, como buscando algo que no sabía si estaba ahí. El sonido de nuestras pieles chocando era lo único que llenaba el cuarto. Después le dije:
—Súbete encima. Quiero verte.
Ella obedeció sin decir palabra. Se montó sobre mí, colocándose con movimientos lentos, cansados. Comenzó a cabalgarme. Su cuerpo encima del mío, balanceándose con ese ritmo melancólico. Sus pechos se movían con cada vaivén, su vientre contraído, su boca entreabierta, el ceño fruncido como si sintiera más el peso de los años que el placer del momento. La tomé de la cintura, intenté empujarla un poco más, hacer que se entregara del todo. Me vine con los ojos cerrados. Sin gloria. Sin fuerza. Como quien termina una tarea pendiente. Ella se bajó despacio. Se dejó caer a mi lado, sin decir nada. Cerró los ojos. Yo me quedé ahí, mirando el techo, sintiendo cómo el cuerpo empezaba a enfriarse. El sexo había sido bueno, sí. El cuerpo seguía siendo hermoso. Pero algo faltaba. Algo no encajaba.
La llevé al trabajo. En el camino no hablamos mucho.
Desde entonces no volví a buscarla.
Ella me escribe. A veces.
Espera que tenga una recaída. Que le vuelva a escribir un domingo con resaca.
Pero no. No soy así.
Yo solo quería tenerla una vez.
Y eso basta.