Mi Sobrina - Amante

Ya me confundí, quien está relatando la historia de quien ?
Tu prima solo escribió un párrafo?
 
Ya me confundí, quien está relatando la historia de quien ?
Tu prima solo escribió un párrafo?

La historia, hasta el momento la relato yo, pero Angie la revisa y algunas veces hace precisiones o agrega detalles que yo ya no tengo tan claros. Lo unico que es 100% de Angie, es lo del audio que yo solo transcribí.
 
La historia, hasta el momento la relato yo, pero Angie la revisa y algunas veces hace precisiones o agrega detalles que yo ya no tengo tan claros. Lo unico que es 100% de Angie, es lo del audio que yo solo transcribí.
no cachas sin condon? ni con metodo del ritmo o pastillazo?
 
El problema es que no sabemos como subirlas. Cuando ponemos insertar imagen, nos sale para poner una URL. Y por supuesto, no las tenemos colgadas en ninguna web publica.

Si alguien puede orientarnos o decrnos en que parte del foro están las instrucciones, se lo agradecemos desde ya.

Me parece que no tienes acceso a subir fotos, porque tu rango es de Recluta.
Pero si revisas esta sección del foro:
https://perutops.com/foro-relax/thr...eos-al-foro-tutorial-actualizado-2017.390459/

Encontrarás que puedes subirla solamente, haciendo copia y pega.

Has la prueba y nos comentas
 
no cachas sin condon? ni con metodo del ritmo o pastillazo?

El momento de dejar el condon llegó más tarde. El ritmo no es muy seguro, no podiamos jugarnos el riesgo. Y la pastilla del dia siguiente es para usarlo 3 o 4 veces en el año, más puede afectar la salud de la mujer, los efectos los veras 5 o 10 años despues y con la cantidad de sexo teniamos en ese tiempo, era una locura pensar en eso.
 
El sol de la mañana ya iluminaba la habitación con un brillo suave cuando levanté la bandeja de la cama y, con voz de maestro estricto, le dije:

—Mire, señorita, son más de las diez y usted todavía no ha tomado sus lecciones para colocar el condón; tampoco me ha afeitado ahí abajo, y yo no le he tomado las fotos desnuda.

Angie lanzó una carcajada y, mirando el reloj de la mesita como si confirmara la hora exacta de nuestra travesura, preguntó:

—¿A qué hora debemos dejar la habitación?

—A las doce —respondí, muy serio—.

Ella saltó de un brinco hacia la mesa, donde reposaban la crema de afeitar, las rasuradoras y los condones que había comprado el día anterior. Sosteniéndolos con aire decidido, proclamó:

—¡Tenemos dos horas! Vamos a empezar por domesticar la selva que tienes abajo y luego me enseñas a poner el condón. Lo siento, amor —me guiñó un ojo con fingida pena—, no creo que alcance el tiempo para las fotos.

—¡Ayúdame a tender la cama y veremos si nos da el tiempo! —exclamé, tirando de las sábanas con teatral urgencia.

Mientras Angie corría al baño a por unas toallas frescas, tomé el teléfono y marqué recepción. Al otro lado, la voz familiar de la recepcionista sonó cargada de complicidad:

—Buenos días, señor. ¿Descansaron bien?

—¡Magnífico! —respondí con una sonrisa que casi podía oírse—. ¿Me recuerda la hora de salida?

—A las doce —contestó ella—. Pero espere un momento…
(una pausa juguetona de diez segundos)

—Mi turno termina a las 3:30. Si gusta, pueden quedarse hasta quince minutos antes de que me releven, porque nadie más está en su piso hoy. Disfruten su primer aniversario.

—¡Mil gracias! —dije—. ¿Eso no le causará problemas a usted?

Suspiró con sorna, como si compartiéramos un secreto:
—No hay de qué preocuparse. Como es domingo, solo estamos mi compañero de seguridad y yo. No hay reservas en su piso hoy.

—Perfecto —aseguré—. Nos iremos a las tres para no apurar el registro de salida.

—Muy bien, señor —despidió—. Que disfrute su mañana.

Colgué y me volví hacia Angie, que recién salía del baño con más toallas que puso extendidas sobre la cama:

—Listo, tenemos hasta las tres —le anuncié triunfal—. Tiempo de sobra para todo… incluyendo las fotos.

Sus ojos se abrieron de sorpresa:
—¿No estarás pagando extra, ¿no?

—Para nada —reí—. Te cuento que la recepcionista nos hizo el favor. Creo que la impresionamos con nuestros… juegos amorosos...

Angie me miró con picardía y luego señaló el par de toallas grandes que había colocado sobre la cama.

—Nada de eso, señorita. Si quieres que rasure mis delicados bellos púbicos, tendrás que darme algo a cambio. Le dije cruzando los brazos y haciéndome el difícil.

—¿Qué quieres? —preguntó, adoptando su mejor pose de negociadora.

—Las fotos —susurré, con un brillo perverso.

Su semblante se tornó dramático:
—¿Para qué las quieres? ¿Vas a venderlas?

—¡Me haría millonario! —le dije—. No, es para tenerte siempre conmigo. Tu belleza debe inmortalizarse.
La melodía de mis palabras poéticas la hizo reír, pero intentó mantener el misterio:

—Ya veremos…
—Nada de “ya veremos”: sí o no —insistí, juguetón pero firme.

Hubo un silencio breve, ese instante antes de la rendición. La verdad es que era mi último intento, si me decía que no, igual dejaría que me haga lo que quiera, estaba negociando, no obligándola. Entonces Angie asintió con una sonrisa pícara:
—Está bien. Lo haremos. Pero si no me gustan, las borras.
Con un grito de victoria, salté sobre la cama entre risas.

Ella cogió el frasco de espuma de afeitar con mano insegura. Justo cuando iba a aplicarla, la detuve y le pedí:
—Agítala primero.

Angie sacudió el envase con tanto ímpetu que al apretar el disparador liberó una avalancha de espuma blanca que me cubrió desde el pubis hasta el estómago. Me hundí en aquel monte de espuma, y ninguno pudo contener la risa mientras ella, con las manos embarradas, buscaba rescatar mi miembro del alud de espuma.
– ¡Aquí traigo otra toalla! – anunció, trayendo más desde el baño.

Entre risas, comenzó a liberar mis genitales, pero pronto advertí un cosquilleo punzante: la espuma mentolada me quemaba el glande y los testículos, ya sensible tras nuestras entregas nocturnas.
—¡Angie, espera! ¡Eso arde!

Sin perder un segundo, ella se apresuró a enjuagar el exceso de espuma con la toalla húmeda, hasta que mi piel quedó al descubierto… pero el ardor persistía. Me incorporé, con la intención de ir al baño a lavarme bien, cuando sentí su mano cálida posarse suavemente sobre mi abdomen. Antes de que pudiera protestar, su boca descendió sobre mi pene con una ternura rasposa: el calor de sus labios y el roce húmedo de su lengua calmaron el hormigueo casi al instante, pero ella siguió metiéndolo y sacándolo por casi un minuto, Alternaba esto con lamidas a mis huevos.

Al recobrar el aliento, Angie retiró mi miembro de sus labios y, con un gesto de coquetería, me soltó:
—¡Vaya escándalo por casi nada!

Sopló sobre mi glande, como quien apaga una vela, y yo no pude contener otra carcajada al ver que aún llevaba restos de espuma en la punta de la nariz y la barbilla. Con la misma mano los retiró, y me los puso en la nariz.

—¿Lista para el verdadero trabajo? —pregunté, señalando la rasuradora.

Ella asintió y, con meticulosa paciencia, comenzó a deslizar la cuchilla por mi ingle. La delicadeza de su agarre me tranquilizó: cada pase era un susurro de cuidado. De vez en cuando, notando que mi erección amenazaba con bajar, acariciaba mi pene o me ofrecía un nuevo beso o lamida que lo mantenía erguido.
Mi corazón latía con una mezcla de nervios y excitación: aquella era la primera vez que Angie me afeitaba y no quería daños ni equívocos. Pero su delicadeza convirtió la tensión en puro deleite.

—¡Listo! —exclamó tras unos minutos—.
Abrí los ojos y me senté, sosteniéndome para contemplar su obra de arte. Allí, donde antes reinaba la maleza, lucía ahora una piel lisa y luminosa; mi pene, aún semi erguido, parecía más grande, más definido.

—¿Te gusta? —me preguntó, su sonrisa irradiando orgullo.

—Claro que sí —respondí, incorporándome para mirarme en el espejo del clóset.

Me observé con fascinación: el contorno limpio, sin vello, y la elegancia sutil de mi anatomía revelada.

—Eres un artista —le susurré, acercándome para besar su boca—. Ahora vamos por las fotos, que esas sí no pueden esperar.

—Espera —dijo Angie, con una chispa de travesura—, falta la crema depiladora.

Sin más aviso, me empujó de nuevo sobre la cama. Abrió un tubo y, con movimientos suaves, untó la pasta sobre la zona que antes era un pequeño bosque. Sus dedos esparcieron la crema con precisión: “Con esto, durante dos semanas no habrá ni un solo vello”, murmuró en mi oído, “aunque yo lo hago cada semana para asegurarme de que nada reaparezca”.

Cuando terminó, se dejó caer a mi lado, agotada de cosquillas.

—Ahora te toca a ti —pidió, abriendo las piernas generosamente—. Pónmela a mí.

Me incorporé, tomé el tubo y antes de continuar no pude resistirme: deposité un par de besos y suaves lengüetazos en su vulva, humedeciendo su piel y desvaneciendo cualquier rastro de inseguridad. Luego, con mimo, apliqué la crema sobre su pubis, aspirando su perfume y sintiendo el calor de su cuerpo bajo mis manos. Tuve que destapar el último tubo para terminar mi obra de arte.

—¿Y ahora? —pregunté al terminar, admirando el lienzo liso que habíamos creado.

—Tú ya debes estar listo —contestó ella, recostándome otra vez—.

Angie agarró una toalla húmeda y limpió mi cuerpo, arrastrando la crema depiladora hasta dejar mi piel tersa. Me devolvió la toalla, se puso en la cama y me dijo con voz suave:

—Ahora es mi turno.
Atendí cada rincón de su piel con la misma delicadeza, retirando la pasta hasta que su piel quedó suave y libre. Al acabar, me quedé observándola. Con una media sonrisa, preguntó:

—¿Te gusta lo que ves?

—Me fascina —respondí, sintiendo que mi deseo palpitaba de nuevo.

Nos incorporamos y nos dirigimos al espejo: dos siluetas perfectamente depiladas, resplandecientes bajo la luz matinal. La abracé por detrás, deposité un beso largo en su cuello y le susurré:
—¿Hacemos las fotos?

—No —respondió alejándose con un guiño pícara—. Te dije que no dejo este hotel sin saber poner un preservativo.
Con una elegancia juguetona, tomó dos cajas de la mesita y subió de un salto a la cama. Allí, con las rodillas flexionadas y la espalda arqueada, me tendió uno de los condones.

—Enséñame —susurró, la voz cargada de anhelo.

Me tendí en la cama y con aire de maestro, le dije, poner un preservativo en un pene que no está erecto, es muy difícil, señorita alumna, haga lo suyo.

Angie, muy concentrada, me dio una buena mamada como asegurándose que la erección era suficiente. Luego tomó el preservativo con delicadeza, siguiendo mis instrucciones. Se le resbaló un par de veces cuando intentaba colocarlo, y ambos soltamos una risa ligera que rompió cualquier tensión. —Perdón —dijo ella con una sonrisa traviesa—, parece que me falta práctica.

—No te preocupes —le respondí acariciando uno de sus muslos, pues ella estaba arrodillada frene a mi—, lo estás haciendo muy bien.

En el tercer intento, logró colocarlo correctamente. Me miró con una expresión de triunfo mezclada con ternura. —¿Así está bien?

—Perfecto —le dije mientras tomaba sus manos y las besaba—. Eres una alumna ejemplar.

Nos miramos unos segundos en silencio. Había algo especial en ese momento: no era solo deseo, era algo más profundo. Ella se acercó y se apoyó en mi pecho, escuchando mi corazón mientras yo acariciaba su espalda desnuda.

—Gracias por tomarte el tiempo de enseñarme —me susurró—, pero más que eso, gracias por hacerme sentir segura… amada.

—Siempre, Angie —le respondí con el corazón en la garganta—. Este no es solo un juego para mí. Lo que siento por ti es real, fuerte… y crece cada día.
Angie, con una sonrisita traviesa, volvió a sentarse en la cama con las piernas cruzadas, tomó otro preservativo del paquete y lo sostuvo entre los dedos, mirándome con picardía.

—Voy a probar con otro, por si acaso. Quiero estar segura de que puedo hacerlo bien… —dijo, y sus ojos brillaban con esa mezcla tan suya de ternura y determinación.

Yo me dejé caer nuevamente sobre las almohadas, sonriendo.

—Tú puedes hacer lo que quieras, preciosa… solo no me mires así porque me vas a hacer derretirme otra vez.

Se rio con dulzura, esa risa suave que parecía acariciarme el pecho, y se inclinó hacia mí para hacerme otra gloriosa mamada, esta vez la lamida en los huevos se sintió diferente, la depilación tenía beneficios adicionales.

Con mucho más cuidado esta vez, abrió el envoltorio, siguiendo cada paso que le había mostrado. Me rozó apenas con la yema de los dedos al colocarlo, y su leve temblor me enterneció.

—¿Así está bien? —preguntó, buscando mi mirada.

—Perfecto. Mejor que perfecto… —le dije, acariciándole el rostro—. Eres una alumna muy aplicada.

Ella apoyó la frente en la mía, y por un instante nos quedamos así, respirando el uno al otro. El ambiente ya no era solo juego o deseo, era algo más. Había amor.

—¿Sabes qué? —susurró ella, rozando mis labios con los suyos—. Nunca había sido tan feliz. Me haces sentir que puedo… todo.

—Y puedes, Angie. Yo solo estoy aquí para recordártelo.

Nos besamos lento, con la calma de quienes no tienen que correr, como si el mundo afuera del hotel no existiera. Ella se recostó sobre mí y se acomodó, mirándome con los ojos llenos de confianza.

—¿Ahora sí… hacemos las fotos? —le dije con una sonrisa pícara.

—Tal vez después —respondió, besándome el cuello con dulzura, dejando que sus labios se deslizaran apenas sobre mi piel—. Primero quiero seguir aprendiendo… voy por uno más.

—¿Otro? —pregunté entre risas suaves, mientras le acariciaba la cintura con la yema de los dedos, sintiendo cómo su piel se estremecía bajo mi mano.

—Sí, otro —repitió, con esa sonrisa luminosa que lograba que todo a mi alrededor se desdibujara.

Busqué en la cama con la mano y le extendí el último preservativo de la caja.
—Aquí tienes.

Pero ella, con un gesto lento y decidido, no lo tomó. Se levantó despacio, con esa gracia natural que tanto me fascinaba, y fue hacia la mesa donde habíamos dejado nuestras cosas. Vi cómo sus dedos delgados tomaban la caja de los preservativos tachonados. Al volver la vista hacia mí, sus ojos brillaban con picardía y un toque de ternura.

—Ese no… quiero practicar con este —dijo, levantando un poco la caja como si fuera un tesoro.

Yo entendí de inmediato. Esta vez no se trataba solo de ensayar la técnica. Esta vez quería algo más. Quería jugar, explorar, convertir el momento en un ritual nuestro.

Volvió a la cama y se arrodilló frente a mí. Sus dedos jugaron con el empaque, mientras su mirada seguía la línea de mi cuerpo, deteniéndose en mi pubis, ahora totalmente liso. Me sonrió, y con una caricia traviesa pasó la mano por ahí, como recordando el momento en que me había afeitado con tanto cuidado.

—Te quedó perfecto, ¿sabes? —susurró—. Me encanta cómo se siente ahora… tan suave, tan tuyo.

—Me lo hiciste con tanto amor, ¿cómo no me iba a gustar? —le respondí, tomando su rostro entre mis manos y dándole un beso en la boca.

—Aunque te quejaste como si te estuviera operando —dijo riendo, mientras tomaba el preservativo de la caja nueva.

—Es que ardía —me quejé con una sonrisa—. Pero reconozco que tu remedio fue bastante efectivo.

—¡Lo sé! —se rio, orgullosa.

Abrió el empaque con cuidado, sus dedos aún algo torpes, pero más seguros que antes. Lo sostuvo con delicadeza, observando la textura distinta del látex tachonado, mientras me miraba con una mezcla de curiosidad y deseo.

—Quiero ver cómo se siente… todo esto —dijo con suavidad.

La vi concentrarse, mientras tomaba mi pene con ternura. Me acarició el vientre, explorando una vez más esa piel nueva, lisa, como si fuera un terreno recién descubierto. Luego, muy despacio, colocó el preservativo, cometiendo un par de errores que corregimos entre risas y caricias, hasta que al fin logró dejarlo bien puesto.

—¿Lo hice bien? —preguntó con un brillo juguetón en los ojos.

—Lo hiciste perfecto —le dije, y la besé con esa mezcla de gratitud y deseo que solo se siente cuando el amor y el placer se encuentran en el mismo lugar.
Nos abrazamos un momento más. Su cuerpo, tibio y suave contra el mío, parecía encajar en mi abrazo como si hubiéramos sido hechos el uno para el otro.
Empecé a explorar su cuerpo y ella me respondía acariciando mi espalda, fui bajando hasta su mojada vulva y le introduje dos dedos, estába muy mojada, seguramente ya estaba mojando cuando practicaba con los primeros preservativos, pensé, entonces subí nuevamente besando todo su abdomen y deteniéndome buen rato en sus dos montañas que ya subían y bajaban con su respiración que comenzaba a agitarse, seguí hacia su boca y le di un beso largo y profundo.
Cuando menos se lo esperaba, la penetré con ese nuevo juguete mientras seguía besándola, dio un pequeño gemido y cuando iba a empezar el movimiento de bombeo, me dijo, despacio, quiero sentirlo, es diferente… Eso hice comencé un movimiento lento, no solo de entra y sale, sino con movimientos circulares, que la estremecían. así amor, que rico se siente!

Seguí por un rato, lento y profundo, ella gemía y solo susurraba, así, así… al rato, sus manos que estaban apoyadas en mi trasero me tomaron de las caderas y trataron de moverme para aumentar el ritmo, mientras abría totalmente las piernas, entendí que era el momento de pisar el acelerador a fondo y aumenté gradualmente la velocidad de mis movimientos, hasta que la puse piernas al hombro y ya sus gemidos se desataron. No pasó ni un minuto, cuando sus gritos orgásmicos me dijeron que era mi turno, le levanté el trasero con mis manos y la seguí penetrando más profundo, ayudado por el nuevo ángulo de su pelvis. La explosión de placer fue fenomenal. Al cabo de un buen rato me retiré, ella me sacó el preservativo y comenzó a observar lo que le había dado tanto placer, le pasaba los dedos sintiendo las rugosidades del preservativo. Cuando reparo en la poca cantidad de esperma retenida en el plástico y que esta era casi líquida. Mentalmente lo comparó con las primeras eyaculaciones, incluso con la que había terminado en su boca y me dijo, mira, te estoy dejando seco, riéndose de mi pobreza.

Luego de hacer el amor con el nuevo preservativo tachonado —una experiencia que, entre risas y suspiros, ambos coincidimos en que tenía algo distinto, casi travieso—, Angie se acurrucó sobre mi pecho, jugando con los pocos vellos que me habían quedado cerca del ombligo.

—¿Y las fotos? —le recordé en voz baja, acariciándole la espalda.

—¿Qué fotos? —dijo con una sonrisa pícara, como si no me lo hubiera prometido.

—Tu promesa... no te hagas la olvidadiza.

Rodó los ojos en broma y se levantó lentamente de la cama. Yo hice lo mismo, tomé la cámara y le disparé un par de fotos mientras caminaba por la habitación, aún desnuda, con el cabello alborotado, la piel brillando por el amor reciente, y esa mirada que solo aparece cuando el corazón está desarmado por completo.

—¡Pareces una diosa salvaje! —le dije mientras revisábamos juntos las fotos.

—¡Eres un exagerado! —respondió riendo, pero al ver la pantalla, se detuvo.

—¡Parezco loca! Estoy toda despeinada, tengo cara de recién... bueno, ya sabes.

—De recién amada —la corregí, besándole la frente.

Ella sacudió la cabeza y fue al baño, llevándose su pequeño maletín de maquillaje. Yo me quedé tumbado, todavía sonriendo, mientras escuchaba desde la habitación el sonido del cepillo deslizándose por su cabello y algún tarrito que se abría y cerraba.

Minutos después, salió transformada: el cabello ligeramente cepillado, los labios con un sutil brillo, y las mejillas apenas ruborizadas por un toque de color. No había exageración, solo un leve realce de su belleza natural. Me dejó sin aliento.

—Ahora sí, dispara —dijo, colocándose frente a la cortina translúcida de la ventana, donde la luz suave de la mañana bañaba su figura.

Le tomé muchas fotos. Algunas la mostraban mirándome directo a la cámara, con esa expresión luminosa de niña traviesa y feliz; en otras, su mirada se perdía en un punto invisible, como si estuviera soñando despierta. Se movía con naturalidad por la habitación: frente a la cortina donde la luz acariciaba su silueta, recostada en la cama con las sábanas cubriéndole apenas las caderas, o mostrando toda su desnudez, sentada en el sillón con las piernas dobladas, o abiertas, mostrándome su tesoro, o tendida en el piso, descalza, con el cabello suelto y el alma desnuda.

Parecía una modelo, pero no posaba: era ella misma, sin filtros, sin miedo. Para mí, era también una experiencia nueva. Nunca había fotografiado a una mujer así, tan hermosa y sin reservas, y nunca había sentido que cada imagen capturada era un pequeño acto de amor.

Acostumbrado a los rollos de 24 o 36 exposiciones, donde cada disparo debía pensarse con cuidado, ahora podía dejarme llevar, sin límites ni urgencias, como si el tiempo nos perteneciera. En cada imagen, ella brillaba.

Cuando las revisamos juntos, la vi sonreír con ese orgullo tímido de quien no termina de creerse tan bella. Pero lo era. Y no solo por fuera.

—¿Estas sí te gustan? —le pregunté.

—Sí… mucho. Pero bórralas primeras, me veo fatal.

—Ni hablar —le dije—. Esas son mis favoritas. Son las más reales, las más tuyas. En esas no estás posando, estás siendo. Y así me encantas.
Me abrazó con fuerza, como si mis palabras la hubieran tocado más allá de la piel.

—Gracias por mirarme como me miras —susurró.

Y así nos quedamos, enredados entre las sábanas, viendo las fotos. Angie pasaba las imágenes una a una. Sonreía, a veces se tapaba la boca, otras reían con ese sonido suave que a mí ya me parecía música.

—¿De verdad soy yo? —preguntó al llegar a una donde estaba tendida de lado, mirando hacia la ventana, el sol acariciándole apenas la piel. ¡Eres un artista! ¡Parecen fotos profesionales!

—Claro que sí, amor. Pero también es lo que yo veo cuando te miro cada día. Hermosa, libre, segura.

Ella dejó la cámara sobre la cama y se acurrucó a mi lado.

—¿Y si alguien las ve? —me dijo en voz baja, con ese dejo de pudor mezclado con picardía.

—Nadie más las verá. Son solo mías. Como tus primeras risas del día, como tus pies fríos buscando los míos en la madrugada.
Me abrazó fuerte.

—Aún no me creo que tú y yo seamos reales —susurró.

—Somos lo más real que tengo —le dije, besándole el pelo—. Y te lo juro, estas fotos no son solo tuyas, son nuestras.

Angie tomó nuevamente la cámara. Regresó a las primeras fotos, esas que intentó descartar antes. Sonrió.

—Me veo loca, despeinada, como si me acabara de revolcar una ola —dijo riendo.

—Justo así estabas recién revolcada, pero por mi —le respondí riendo—. Y por eso me encantan. Estás viva, espontánea… auténtica.

—Bueno, guárdalas. Pero no se las muestres a nadie ni por accidente, ¿sí?

—Ni por todo el oro del mundo.

Nos quedamos así, abrazados, mirando las imágenes sin decir nada más. Afuera el día avanzaba, pero dentro de esa habitación, entre cortinas corridas, sábanas desordenadas y risas susurradas, el tiempo se había detenido para nosotros.

Estábamos tumbados en la cama, envueltos en la pereza que sigue al deseo, cuando la pantalla de mi reloj brilló con la hora: faltaban solo veinte minutos para las tres de la tarde.

—Angie, nos tenemos que ir en veinte minutos —susurré, incorporándome con suavidad.

Con cierta desgana, nos levantamos y empezamos a recoger las cosas: la cámara, las toallas, las cajas vacías de preservativos. Entre risas, acordamos cómo regresaríamos cada uno por separado para no despertar sospechas con mi madre: yo la dejaría en el parque, luego iría a poner gasolina al auto y recién iría a casa.
Descubrimos dos six-packs de cerveza sin abrir, en el frigobar, provisiones perfectas para una próxima escapada. Nos miramos con complicidad.

Tomamos una última ducha juntos, rápida pero sensual. Ambos reparamos que tanta pasión había dejado huella. Yo tenía dos buenos arañones en la espalda y el glande me ardía un poco cuando lo tocaba. Ella también tenía un ligero fastidio cuando lavó su vulva. Estragos de amor, le dije.

Cinco para las tres, todo estaba dispuesto. Íbamos vestidos de nuevo, como al llegar, pero ninguno de los dos quería dar el paso final.

Al fin, tomados de la mano, salimos de la habitación y pulsamos el botón del ascensor. Mientras nos adentrábamos en la cabina metálica, nos quedamos frente a frente. El cristal del elevador reflejaba nuestros rostros, aún sonrojados por las confidencias de la mañana.

Entonces, sin palabras, nos acercamos y nos dimos un beso tierno y decidido que duró todo el descenso, el tiempo justo para prometer, sin hablar, que volveríamos a tener momentos así y que todos aquellos instantes compartidos serían solo el comienzo de nuestra historia.

Me acerqué al mostrador de recepción con el corazón aun latiéndome fuerte, y Angie se quedó tres pasos detrás, mirándome con esa mezcla de timidez y emoción que tanto adoraba. La recepcionista, con su cabello oscuro recogido en un moño pulido, me recibió con una sonrisa amplia y cómplice.

—¿Todo bien, señor? —preguntó con dulzura y curiosidad.

—Todo maravilloso —respondí, devolviéndole la misma sonrisa sincera—. Muchas gracias, de verdad.

—Para servirle —contestó ella, guiñándome un ojo antes de inclinar la cabeza en señal de despedida.

Me di la vuelta y observé que en la pequeña sala de espera que estaba junto a la recepción, tres hombres que tomaban café y leían periódicos, seguramente huéspedes del hotel, habían dejado de hacer lo que hacían para observar embobados a Angie. Su belleza no podía pasar desapercibida. Tomé la mano de Angie y juntos caminamos de regreso al ascensor, el pasillo silencioso atestiguando nuestro último momento en aquel refugio.

El ascensor nos dejó en el sótano y bajamos los últimos escalones. El auto nos esperaba, su carrocería brillando bajo la luz tenue.

Subimos al auto y antes de arrancar, intercambiamos un último beso cargado de nostalgia. El vehículo derrapó suavemente hacia la rampa de salida, y en apenas diez minutos ya estaba deteniéndome junto al parque de la casa.

Antes de que ella abriera la puerta, la abracé con fuerza y la besé, como si quisiera grabar en mi memoria el calor de sus labios un instante más. Sus manos se aferraron a mi espalda; por un segundo, ambos dudamos, deseando no soltar ese momento suspendido.

—Te amo —le susurré al oído.

—Yo también —murmuró ella, apoyando la frente contra mi mejilla una última vez.

Se detuvo al borde del sendero y, tras un último gesto—una mano alzada despidiéndose—se internó bajo el dosel de los árboles. Observé cómo su silueta se desdibujaba entre las sombras y la luz filtrada, como un sueño que se disuelve al amanecer.
 
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Gracias @MrQuarzo, funcionó en copiar y pegar. Aqui les dejo las fotos. Ambas son del 2006.
 
muy entretenida la historia
 
Me dirigí al grifo cercano, mientras la manguera despachaba la gasolina, rememoré lo increíble que había sido entregarnos sin reservas. En apenas un mes, Angie se había colado en mi vida con la ligereza de un cometa: había derrocado mis tristezas, reavivado mi deseo adormecido y descongelado un corazón que creía irremediablemente helado.

Di un par de vueltas tranquilas por el barrio, alargando el camino para darle a Angie un margen más de tiempo. Luego, enfilé hacia casa y entré a la cochera. Al bajar del auto con mi maletín en mano, las encontré a ambas: Angie riendo con mi madre en la penumbra dulce del comedor de la cocina.

Me saludé con ellas como siempre, pero me resultó casi un reto darle a Angie un beso en la mejilla después de haber recorrido cada centímetro de su piel tan solo unas horas antes. Me senté entre las dos y mi madre, curiosa, ya esperaba detalles de mi supuesta reunión de amigos en la playa.

—Cuéntanos algo —pidió ella con esa voz amable de quien espera anécdotas veraniegas.
Angie se adelantó, desplegando una historia de “fiesta de chicas” llena de risas y chismes coloridos. Yo la observaba, fascinado, pensando en la imaginación desbordante que tenía para alimentar aquella fábula. Claro, no era momento de confesar que habíamos pasado el fin de semana desnudos, amándonos sin pausa.
Cuando llegó mi turno, fui breve y esquivo: solo pinceladas de “risas”, “juegos de playa” y “charlas hasta el amanecer”. Mi madre, acostumbrada a mi discreción, asintió sin indagar más.

Después, mi madre compartió un cuento de vecindario: la cadena de oro que a una señora le habían robado en la avenida cercana —precisamente el camino de Angie al trabajo—. le advirtió con cariño y un suspiro, deseando protegerla.

Al terminar, mi madre se levantó y, con gesto cariñoso, nos recordó:
—Chicos, vayan a descansar y ordenen sus cosas para mañana. ¡A las siete cenamos aquí!

La cena transcurrió en un suspiro, entre risas suaves y pocos comentarios. Tras despedirnos, cada uno volvió a su refugio: me encerré en mi cuarto, preparé la ropa para el día siguiente —algo cómodo para el trabajo de campo— y me di una ducha rápida. Con el cabello aún húmedo, me puse mi short y polo de pijama, y me dejé caer en la cama, dispuesto a encender la televisión y ponerme al día con los programas dominicales.

No habían pasado ni diez minutos cuando, con su paso silencioso, Angie se asomó a la puerta. Llevaba su polo suelto y el short que tanto me gustaba, y sus ojos brillaron al verme.

—Primix… ¿puedo ver la tele contigo? —preguntó con esa voz tan suave que me derrite.

Sonreí y le hice un gesto para que entrara. Abrió la puerta por completo, como siempre lo hacía cuando mi madre aún estaba despierta, y se acomodó recatada en el sillón, justo al lado de la cama.

—¿Ya me extrañabas? —le susurré.

—Más de lo que imaginas —respondió, sin desviar la mirada de la pantalla, pero su sonrisa lo decía todo.

La tenté con un palmoteo suave en la cama, y ella, traviesa, se quedó en su sitio sacándome la lengua.

Después de un rato en silencio, interrumpido solo por las voces lejanas del noticiero, Angie me lanzó la pregunta que guardaba:
—¿Guardaste ya las fotos en un lugar seguro?

—No las he bajado de la cámara —admití—, pero están en mi caja con llave. Mañana las paso a un disco duro que tengo bien protegido.
—Ten cuidado —me advirtió, como quien cuida un tesoro.
—Tranquila —le prometí—. Nadie las va a tocar.

Hablábamos en susurros, conscientes de que mi madre seguía en su cuarto a pocos metros de mi habitación.

Casi una hora después, noté su respiración cambiar: su barbilla descansaba en su pecho y sus párpados se cerraban.

—¡Angie! —la llamé, un poco más alto—. Te estás quedando dormida… ve a tu cama.

Despertó de inmediato y, estirándose con la elegancia de una gata, marcó la figura de sus pechos contra el polo blanco. Dio dos pasos hacia mí y, apoyándose en el borde de la cama, me regaló un beso largo, de esos que llegan al alma.
—Hasta mañana, amor —susurró al separarse.

La vi retroceder, cerró mi puerta tras ella y sentí cómo la magia de su beso me envolvía. Apagué la tele, me acurruqué bajo las sábanas y me aferré a aquel beso enredado en mi mente, hasta quedarme dormido con una sonrisa.

El lunes salí de casa con la ilusión de que la encontraría asomada en la escalera de caracol, esperando darme un beso furtivo antes de que mi madre la viera, como tantas mañanas. Pero aquella vez no sucedió: la dejé exhausta ayer y su cama la había reclamado con fuerza, pensé. Además, para la hora que yo salía, a ella aún le faltaba una hora más de sueño.

Ese día se me hizo eterno. A las 2 pm recibí una orden de emergencia: uno de los nuevos ecógrafos vendidos a una clínica local había dejado de funcionar. Convocando a mi equipo —éramos cuatro— temía que la falla requiriera mucho tiempo de revisión y reparación, pues esos equipos eran complejos o peor aún, cambiar todo el aparato, devolverlo y traer un reemplazo. Llegamos a la clínica a las 3 pm y, efectivamente, el equipo estaba apagado, bloqueado.
Mientras mis compañeros revisaban las conexiones y ajustaban la toma a tierra —un problema que resolvieron en el sótano— yo abrí el ecógrafo, no había avanzado mucho y descubrí el verdadero culpable: el cable de alimentación, doblado de mala manera, producía un corte intermitente que activaba la protección del sistema. Imposible empalmarlo: había que reemplazarlo entero.

Llamé a la oficina para que enviaran el repuesto urgente. En menos de quince minutos llegó el mensajero y, diez minutos después, el ecógrafo volvió a la vida. A las 4:30 pm el jefe de servicio firmó la conformidad. Me despedí del equipo y, con el alma latiendo aún a mil, me fui a buscar a Angie.
La idea era sorprenderla, aunque tampoco tenía como avisarle. Dejé el coche a dos cuadras de su edificio pues no encontré lugar para aparcar más cerca, y caminé hasta el edifico donde Angie trabajaba. Veinte minutos después, la vi: bajaba las escaleras de la entrada acompañada de una amiga en medio de todos los que a esa hora salían apresurados del edificio. Me abrí paso entre la gente, la llamé desde atrás y la vi girarse con esa sonrisa amplia que me mata cada vez. Se me lanzó al cuello feliz, y tuve que apartarla un poco, recordándole en broma que estábamos en plena calle. Nos dimos un beso rápido y caminamos juntos hasta mi auto, rebosantes de energía.

Nos detuvimos en la esquina para compartir un helado—sin miedo a que todos nos miraran—y seguimos charlando como dos enamorados de novela. Al llegar al coche, ella me llenó de besos:
—¡Qué lindo que viniste! —me decía, entre risas y besos.

Arranqué el motor y emprendimos el regreso a casa. La ciudad se deslizaba lentamente a través del parabrisas, envuelta en las luces cálidas del atardecer. Como siempre, paramos al otro lado del parque. Después de una sesión de besos intensos y caricias que nos dejaban sin aliento, esperé que bajara del auto. Pero, en lugar de hacerlo, Angie se volvió a acomodar en el asiento, abrazando sus piernas y mirándome con esa mezcla de ternura y desafío que tanto me encantaba.
—¿No piensas bajar? —le pregunté, con una sonrisa cansada pero feliz.

No respondió. Solo se rio con suavidad, una de esas risas suyas que decían más que mil palabras. Una vez más pensé que debía polarizar el auto...
—No quiero ir a Arequipa para Navidad —dijo de pronto, con voz baja.

—¿Por qué? —pregunté, curioso.
—Quiero pasarla contigo.

Se quedó en silencio por un instante. Luego, como quien decide abrir una vieja herida, me contó lo que había ocurrido cuando ella tenía 12 años. En ese entonces vivía en Arequipa. Su hermano mayor, de 17, regresaba a casa en bicicleta una tarde del 24 de diciembre, luego de visitar a su enamorada. Ya estaba a media cuadra de su casa cuando un conductor ebrio lo atropelló. Murió en el acto. Desde entonces, sus padres dejaron de celebrar la Navidad.

El año siguiente y todos los que siguieron, la cena se redujo a algo simple, servido temprano, a las 7 u 8 de la noche. Luego, cada uno a su cuarto. Nada de luces, nada de música. Apenas un rincón decorado con algunos adornos nostálgicos donde ponían los regalos para los tres hijos que aún quedaban. Angie era la menor.
En contraste, ella y mi madre habían transformado nuestra casa en un pequeño mundo navideño. Luces colgaban de cada ventana, el árbol llegaba hasta el techo, y hasta la sala estaba llena de muñecos y guirnaldas. Incluso en el escritorio de mi dormitorio, Angie había puesto un pequeño arbolito plástico con luces diminutas.

—Pero… tus padres te deben extrañar. ¿Desde cuándo no los ves? —le pregunté.

—Desde la Navidad y Año Nuevo pasados —susurró, como si le pesara decirlo.
—Además —añadió con una sonrisa— quiero pasar mi cumpleaños contigo.

Angie cumpliría 20 años el 2 de enero. Abrí la guantera y saqué un viejo calendario de papel. Lo miré rápidamente.
—Amor, tu cumple cae lunes. Seguramente estaré trabajando.

—Sí, lo sé —respondió—, pero en la noche me invitas a algún lugar. A cenar… o a bailar… o al hotel —agregó con una mirada pícara, que me hizo sonreír.

—Está bien —le dije—. Yo creo que deberías viajar, tus padres te necesitan. Igual te celebro cuando regreses. Pero si decides quedarte, lo aceptaré… ¿Cómo te ayudo?

—Habla con mi tía —me dijo—. Si ella convence a mi papá, me quedo con ustedes.
—Ok, lo haré —le prometí.

Su rostro se iluminó como ya lo había visto cuando recibía buenas noticias, en esos segundos era una niña recibiendo el chocolate que ansiaba, me iluminaba su inocencia. Me regaló otro beso largo, cálido, lleno de emoción. Después bajó del auto, pero antes de cerrar la puerta, asomó de nuevo la cabeza y me dijo con una sonrisa que me derritió:

—¡Te amo!

La vi alejarse entre los árboles del parque, su falda negra ondeando levemente por encima de las rodillas, dibujando una imagen que se quedó grabada en mi mente. Le quedaba increíblemente bien.

Suspiré. Miré el reloj: faltaban cinco minutos para las seis. Me dije que esperaría hasta las 6:20 para volver a casa. Encendí la radio, cerré los ojos y me acomodé en el asiento, dejándome llevar por los recuerdos de ese fin de semana intenso que aún vibraban en mi piel.
El murmullo suave de la radio, la tibieza del aire que aún quedaba en la cabina del auto, y el cansancio acumulado del fin de semana me vencieron. Cerré los ojos solo por un momento, pero el sueño me envolvió por completo, como si me arrullara en su abrazo. Cuando desperté, un sobresalto me recorrió el cuerpo. Miré el reloj. Eran las 6:45. Había planeado irme a las 6:20.

Arranqué rápidamente y rodeé el parque, de regreso a casa. Al llegar, todo estaba en silencio, salvo por los ruidos habituales de la cocina. Mi madre calentaba la cena.

—Anda, lávate las manos y ven a cenar —me dijo mi madre desde la cocina, mientras yo le daba un beso en la mejilla, como si hubiera estado cronometrando mi llegada—. Mira que hoy sí has llegado tarde.

—Perdón, tuve mucho trabajo hoy —respondí mientras me sacudía el cansancio del cuerpo.

Me lavé las manos, me pasé un poco de agua por la cara para despabilarme y me senté a la mesa. Noté que había solo dos platos servidos.

—¿Y Angie? —pregunté.

—No bajará a cenar, dice que está cansada. No sé qué han hecho ustedes este fin de semana. Mi cara cambió por una milésima de segundo, como si mi madre supiera que lo que hicimos, lo hicimos juntos, pero rápidamente me recuperé y entendí que se refería a lo que habíamos hecho por separado, se suponía…
Entre bocado y bocado, aproveché para hablar con mi madre.

—Mamá, quería hablar contigo de algo importante… es sobre Angie.

Ella me miró, interesada, con esa expresión de madre que sabe que se avecina una conversación seria.

—Angie no quiere ir a Arequipa por Navidad —le expliqué—. Dice que quiere quedarse con nosotros, pero claro… su papá no va a aceptarlo si no tiene un buen motivo. Pensamos que tal vez, si tú hablas con él, podrías convencerlo.

Mi madre no dijo nada por unos segundos. Parecía pensarlo con detenimiento, como si pesara cada palabra antes de dejarla salir. Pero además hay otra cosa, y le conté lo de la universidad que el papa no quería pagar.

—¿Y su excusa será quedarse a estudiar, ¿verdad? —dijo al fin, con media sonrisa.

—Sí, claro —respondí, siguiéndole la corriente—. Estudiar duro… y tal vez celebrar su cumpleaños.

Ella asintió, comprendiendo más de lo que decía con palabras.

—Está bien —dijo al fin—. Ya es tarde para llamar a Juan (el padre de Angie) mañana lo llamo. Ya me va a escuchar ese cojudo, como que no va a pagar los estudios de su única hija mujer. Mi madre como buena arequipeña era de armas tomar y se centró en el tema que consideró más importante.

—Gracias mamá —le dije, sintiendo un pequeño alivio en el pecho. Todo empezaba a alinearse. Y mientras terminábamos la cena, me lanzó otra pregunta, pero con un tono que sonó inquisitivo. ¿Y porque Angie no me lo pidió directamente a mí? Casi me atraganto con la chicha morada que tomaba en ese momento. Pero antes que inventara una respuesta, mi madre se respondió. Bueno me imagino que tanto que conversan ustedes, se siente más en confianza contigo. Y mirándome con amor, dijo, además creo que ella te quiere mucho, se preocupa por ti, y ya te veo mejor, más repuesto de como llegaste, esa muchacha debería estudiar psicología, no economía. Solo me reí, pensando que mi madre ni imaginaba el tipo de terapia que Angie me estaba aplicando. Nos levantamos de la mesa, ella se dirigió a su dormitorio, ya era su hora de meterse a la cama y yo me quedé lavando los platos.

Fui a mi cuarto y me detuve un instante en la puerta, observando el pequeño arbolito que Angie había puesto sobre mi escritorio. Lo prendí. Sus luces tenues titilaban como si también esperaran buenas noticias. Me quité los zapatos, me tumbé en la cama y, por primera vez en varios días, sentí una calma genuina.
Pensé en Angie. En su risa, en su mirada cuando me decía que no quería irse, en la forma en que me abrazaba como si con eso pudiera quedarse para siempre, en su piel desnuda sobre la mía. Sonreí para mí mismo. Mañana tendría algo bueno que decirle. Me dormí con el corazón tranquilo, satisfecho, deseando que llegue el nuevo día para verla y contarle que su deseo podía hacerse realidad.

El martes transcurrió lento. Estaba ansioso por contarle que mamá había logrado lo que se propuso, que todo estaba en marcha.
Cuando finalmente llegué a casa por la tarde, apenas crucé la puerta, mi madre me recibió en la sala con los brazos cruzados y una expresión que mezclaba orgullo, molestia y decisión. Su forma de pararse lo decía todo: algo había ocurrido.

—Juan, el señor "tradición arequipeña", aceptó que Angie se quede —me dijo sin preámbulos, mientras me quitaba la mochila—. Pero…
—¿Pero y entonces? —pregunté, sintiendo un nudo en el estómago.

—Pero que no va a pagarle los estudios universitarios —soltó, molesta—. Según él, “las mujeres no necesitan más que secundaria”.

No supe qué decir. Me quedé mirándola, perplejo, frustrado. Pero ella no esperó mi respuesta.

—¡Hijito! —dijo con firmeza, levantando un dedo como si estuviera sentenciando algo frente a un juez—. Esta Navidad te vas a quedar con tu hermano, porque yo me voy con Angie a Arequipa.

—¿Qué? ¿Tú…?

—Sí, señor —afirmó, alzando la barbilla—. Me voy a plantarle cara a ese arequipeño terco, lo voy a agarrar del cuello si es necesario, y vamos a regresar con un “sí voy a pagar” como que me llamo y dijo su nombres y apellidos completos.

No pude evitar soltar una carcajada, mitad por nervios, mitad por admiración y orgullo. ¡Esa era mi madre! La misma que defendía lo justo con uñas y dientes, la que no se achicaba ante nadie, ni siquiera frente a un padre chapado a la antigua con ínfulas de patriarca andino.

—¿De verdad vas a ir? —pregunté, aún incrédulo.

—Claro que sí. Esa niña merece estudiar. Y tú necesitas aprender que uno no se queda mirando cuando las cosas están mal. Se actúa. ¿O qué ejemplo voy a darles? Pensé que olvidaba que ya tenía casi 30 años y esa lección me la había dado muchas veces, pero me callé.

—Gracias, mamá —murmuré, con una mezcla de alivio y orgullo.

—Agradece después —me dijo, ya caminando hacia la cocina—. Ven a cenar.

Después de lavarme, regresé a la cocina. Sobre la mesa, como el día anterior, dos platos servidos.

—¿Y Angie? —pregunté, mientras me secaba las manos.

—¡Ah! —dijo mi madre—. Tenía un baby shower de su oficina. Pero quédate atento, porque esa chica a veces se olvida la llave. Además, tú le vas a contar lo que ha pasado.

Asentí sin decir nada y recogí mi plato. Después de cenar, me cambié. Ya estaba en polo y short de dormir, listo para cerrar el día. Me instalé en la sala con un libro. Tenía solo una lámpara encendida, la de la esquina, suficiente para que me viera desde la cochera. No quise ir a mi cuarto; ahí no la escucharía si llegaba.
Pasadas las nueve, escuché la reja delantera abrirse con cuidado, como si quien llegaba no quisiera hacer ruido. Luego, los pasos suaves sobre el pasillo. Entonces apareció Angie, asomándose desde la puerta como una sombra dulce. Me buscó con la mirada en silencio.

—¿Hay moros en la costa? —me preguntó en voz bajita, con una sonrisa cómplice.

Negué con la cabeza. Entonces se acercó y me dio un beso ligero, como quien marca territorio con ternura.
—¿Mi tía?

—Ya debe estar dormida —le respondí.
—Sube a tu cuarto —le dije, adoptando un tono lo más serio posible—. Tengo que hablar contigo.

Me miró entre curiosa y desconcertada.
—¿En mi cuarto?

—Sí, en tu cuarto.

—Bueeeeno... —dijo, alargando la palabra con picardía mientras giraba lentamente sobre sus talones.

Se fue hacia la cocina, abrió la puerta del patio y salió para subir por la escalera de caracol que llevaba al segundo piso. Yo fui al mío, dejé el libro sobre el escritorio, tomé aire, abrí el cajón con llave de mi escritorio y saqué una caja de preservativos, ahora era yo el que tenía todo planeado.

Subí por la escalera interna con paso lento, como quien carga algo importante. Toqué la puerta de su habitación suavemente con los nudillos.
—¿Angie? —pregunté en voz baja.

—¡Sí, pasa, primix! —respondió ella del otro lado, con ese tono entre burlón y cariñoso que usaba cuando estábamos solos.

Empujé la puerta con cuidado. Angie estaba sentada sobre su cama, sacándose las botas con las que había ido a trabajar. Todavía llevaba una falda roja, ajustada que me dejaba ver sus piernas y una blusa blanca, muy sencilla, de botones. Ayúdame me dijo, extendiendo una de sus piernas. Mientras le sacaba las botas, pude verle su calzón rojo, ella no se molestaba en cubrirse, ya no era necesario. Se había soltado el cabello. Me recibió con una expresión ligeramente preocupada, como si intuyera que algo pasaba. Me mantuve serio, evitando sonreír, tratando de sostener la actuación. Ella comenzó a desvestirse despreocupadamente, mientras me decía que ya no aguantaba la ropa, solo quería tomar un baño.

—Tenemos que hablar —dije, cerrando la puerta detrás de mí que había quedado medio abierta cuando entré. Sutilmente puse el seguro, y sentándome frente a ella, con las manos entrelazadas como un juez a punto de dictar sentencia.

—¿Qué pasó? —preguntó, su sonrisa desapareciendo poco a poco. Mientras terminaba de sacarse la blusa y comenzaba a desabotonar la falda.

—Hoy hablé con mi mamá —empecé—. Ella llamó a tu papá.

Angie se enderezó un poco, ya atenta y sin la falda y la blusa. Tenía un conjunto de ropa interior rojo, muy sencillo, nada que ver con los de encaje del fin de semana, pero que igual le resaltaba su hermosa figura. Hizo un leve gesto con las cejas que solo hacía cuando estaba nerviosa pero no quería mostrarlo.

—¿Y? —dijo, casi en un susurro. Se había quedado de pie, en ropa interior, frente a mí.

—Bueno... —me tomé mi tiempo, mirando el suelo, respirando hondo como si lo que iba a decir fuera complicado—. Tu papá aceptó que te quedes.
Se le iluminó la cara por un segundo, pero yo no la dejé reaccionar del todo. Levanté la mano como quien pide silencio y seguí hablando, bajando el tono:
—Peeero… también dijo que no piensa pagar la universidad. Que con secundaria es suficiente para una mujer.

Ahora sí, vi cómo se le fruncía el entrecejo, cómo apretaba los labios conteniéndose. Comenzó a bajar la mirada, ya herida por lo que conocía tan bien. Pero ahí venía la parte buena.

—Y entonces mi mamá dijo que eso no se iba a quedar así —continué, ahora mirándola directo a los ojos—. Que no le da la gana de aceptar eso. Y que tú no te vas a quedar sin futuro por culpa de un hombre terco. Así que…

Hice una pausa breve, dramática. Angie ya no sabía si reír, llorar o prepararse para un golpe peor.

—Así que, este viernes 23, en dos días, se van tú y ella a Arequipa. Y regresan el miércoles 28. Me dijo, palabras textuales: "Lo voy a agarrar del cuello a ese arequipeño terco, y vamos a volver con un ‘sí voy a pagar’ como que me llamo y dije el nombre completo de mi madre."

Angie se quedó muda. La expresión de asombro en su cara fue como ver un amanecer. Luego soltó una carcajada ahogada, tapándose la boca con las manos.
—¿Tu mamá dijo eso?

—Eso y más —le dije, ahora sí riéndome abiertamente—. Me encargó que te avise, y que, si tienes que pedir vacaciones o renunciar, lo hagas. Pero que vas a viajar con ella, vas a viajar.

Ella me abrazó de golpe, como si con ese abrazo pudiera compensar cada frustración vivida. Me susurró gracias una y otra vez. Pero al final, me dijo, -eres una rata peluda, como me haces esta broma-. Y cuando se separó, me miró con una mezcla de incredulidad y emoción:

—No sé si llorar o reír.

—Puedes hacer las dos cosas. Tienes hasta el viernes. Pero ahora vamos a hacer el amor y saque la caja de preservativos.

—No me he bañado aun y tú estás limpiecito.

La atraje hacia mí y la besé entre sus pechos, le pasé sutilmente la lengua por la unión de esas maravillosas tetas y sentí un delicado perfume mezclado con su suave sudor, era excitante.

— Estas saladita, le dije, a mí no me importa.

— y donde lo haremos,

— Aquí parados, no dijiste que esa silla era aguantadora? Solo no grites mucho.

— Mi tía está bien dormida, ¿no?

— Si, ya relájate le dije mientras le sacaba el sostén.

Ella me bajó el short y encontró mi miembro que ya estaba bastante erecto, se puso de cuclillas y lo llenó de besos, comenzó a lamerlo desde los huevos hacia arriba.

— Mmmm, que rico es así sin pelitos, y comenzó a metérselo y sácalo de su boca.

Mientras ella se prendía de mi herramienta, le acariciaba la espalda y luego sus tetas. Cuando se paró y me besó, le baje el calzón que cayó al piso.

Ella se pegó a mi jugando con mi pene erecto entre su abdomen y el mío.

—¿Y tú… te vas a quedar sin mí en Navidad? Me decía mientras seguía jugando con mi miembro al palo.

—Solo si vuelves con buenas noticias —le dije, tomándola de la cintura y dándole la vuelta, ella dócilmente busco la silla mientras se inclinaba hacia adelante, yo me puse el preservativo.

La penetré suavemente desde atrás, sintiendo su vagina muy húmeda, ella comenzó a gemir suavemente mientras yo aumentaba el ritmo del bombeo. ¡¡Que rico se veía mi pene entrando y saliendo de esa conchita!! Ella ya estaba en casi 90 grados por lo que mi visión de ese maravilloso culo era espectacular. Un buen rato de bombeo y los gemidos de Angie ya eran más de lo que podían retener las paredes, por eso le puse mis manos en su boca, lo que me obligó a poner mi pecho sobre su espalda y a profundizar mi penetración, algunos minutos después, sus gritos ahogados por mis manos y la humedad de su vagina me dijeron que había alcanzado el éxtasis. Seguí bombeando, pero ya le solté la boca, muy poco tiempo después, mi semen explotó en el preservativo. Nos quedamos un buen rato ahí, de pie, ella con los brazos en el asiento de la silla, con la cabeza caída y yo todavía sosteniéndola por las caderas, con mi pene insertado en ella.

Cuando me retiré, ella me sacó el preservativo, lo puso en una bolsita que había contenido unos dulces que trajo del baby shower y que puso en un platito que tenía en la mesa, metió la bolsita en su cartera y me dijo vamos a la cama.

Nos echamos a lo largo, con los pies colgando de la cama. Ella me miró con los ojos brillantes, y luego, sin decir nada más, se acomodó sobre mi hombro. Así nos quedamos, un buen rato, en silencio, como si el viaje ya hubiera comenzado.

—Entonces empiezo a empacar mañana —dijo al fin, separándose un poco para mirarme, con una sonrisa que mezclaba nervios y felicidad—. Pero antes… ¿puedo dormir contigo esta noche?

— Aquí o en mi cama, le contesté siguiéndole la broma.

— Si mira, me dijo mientras se paraba, dejándome ver nuevamente su magnífica desnudez, tú te echas aquí y señalo a lo largo de la cama y yo me echo encima de ti.

— Ok, pero tendré que clavarte esto, señalando mi miembro ya semi erecto, en algún lado, para que no te caigas.

— Clávamelo donde quieras, me dijo, mientras se reclinaba sobre mi para darle cuatro lamidas — ¡Que rico está, me lo comería! Y se lo metió a la boca unos segundos más.

— ¿Te lo puedo clavar donde quiera??

— Ahí no! ¡¡Ni te atrevas!!, dijo riéndose, entendiendo mi indirecta.
— Algún día amor, algún día.

Me senté en la cama, ella se acercó y abrazó mi cabeza, mientras yo sentía el aroma de su cuerpo y le acariciaba las nalgas. Comprendí que esos momentos después de hacer el amor con la mujer que amas, era tan delicioso como el acto de hacerlo en sí. Con mi esposa también lo había sentido, pero con Angie tenía un sabor especial, pensé.

Ella me levantó la cabeza y me dio un beso en la boca, ya ándate me dijo, son más de las 10pm y el niño tiene que dormir. Se retiró un par de pasos para que me ponga de pie, pase junto a ella buscando mi ropa que había quedado a unos pasos, en el suelo junto a la mesa cuando sentí que ella me abrazó por la espalda. Sus tetas duritas, se me clavaron deliciosamente.

— No quieres que me vaya?

— Prométeme que me harás el amor antes que me vaya a Arequipa

Le tome las manos que las tenías alrededor de mi cintura y la jale más hacia mí.

— Te lo prometo, aunque sea en el baño, pero lo haremos antes que te vayas.

Me di la vuelta y le di un beso. Ella fue a su cómoda a sacar una toalla limpia para ir a la ducha, el baño quedaba al costado de su cuarto, antes de la lavandería.
Cuando terminé de vestirme, ella ya había recogido toda su ropa, para dejarla en el cesto que estaba en la lavandería, cada uno tenía un cesto ahí. Yo me acerqué para darle un beso de despedida, y cuando se lo di y estaba por salir del cuarto, me dijo, ¡espera!, te tengo un chisme.

Me quede mirándola para que me cuente. En el baby shower que fue en un local cerca de su oficina, dos de sus amigas, las más entrometidas la interceptaron en el baño:

—¿Quién es ese nuevo galán, el que te fue a recoger?

—Mi novio —contestó sin dudar—.

El eco de aquella confesión recorrió la fiesta en minutos. Angie luego me contó que los dos, el ex, y el pretendiente, heridos en su orgullo, deambulaban como fantasmas arrastrando cadenas. En medio de los invitados. La fiesta era para hombres y mujeres. Me reí con ganas.

A continuación, yo le pregunté:

—¿Novio? ¿Piensas que algún día nos casaremos?

—No lo sé, Primix —respondió, mirándome con ternura—, pero no quiero estar con otro hombre. Contigo me quedo.

Lo interpreté como el ardor del descubrimiento: “el mundo nuevo y sensual” que compartíamos. Hoy, años después, puedo decir que gran parte de aquella promesa se ha hecho realidad.

Salimos juntos de la habitación, nos dimos un beso más, ella entro a la lavandería a dejar su ropa y cuando salió, yo todavía estaba ahí parado, esperando no sé qué. Ella me miró y después de unos segundos, se abrió la toalla, mostrándome ese cuerpo maravilloso nuevamente.

— Quieres más?

— Siempre quiero más.

Se acercó y nos envolvió a los dos con la larga toalla, mientras me daba un beso.

— Esto es tuyo y lo puedes tener cuando quieras, las veces que quieras, pero ahora anda a dormir. Me dio otro beso y cerrándose la toalla camino hacia el baño.

Esa noche dormí con la sensación de Angie desnuda contra mi cuerpo.
 
Gente, les transcribo un mensaje de Angie, mas tarde dejo la siguiente entrega:
--------------------------------------------------------

Chicos y chicas, porque supongo que también hay chicas que nos leen. Muchas gracias por sus comentarios y Likes.

Notaran que a partir de estas entregas, los relatos serán mas largos, mas detallados. Eso es mi culpa =)

Ahora estoy dedicándole mas tiempo a la revisión y agregando mucho de mi cosecha. Mi Primix es mas directo, a mi me gusta recordar los detalles. Esto que empezó como un juego, que el me propuso hace unas semanas, cuando descubrió este foro buscando recomendaciones de hoteles, se ha convertido en una especie de diario, donde estamos recordando y recostruyendo momentos sublimes, que habiamos dejado que se queden en el recuerdo. Es como volver a vivir esos maravillosos momentos, las aventuras que pasamos y las cosas desagradables a las que tuvimos que hacer frente.

Lo que inicialmente pensabamos que serian 8 o 10 post, se ha convertido en un word de casi 200 paginas y lo publicado es recien de la pagina 90!. Y solo vamos en el primer año. Claro que no detallaremos todos los 20 años de nuestra relacion, no queremos aburrirlos, a partir del primer año que fue el mas intenso, pasaremos el tiempo más rapido, solo contandoles lo mas significativo. En ese word, por supuesto hay pasajes muy nuestros, muy intimos, que no compartiremos y algunos detalles que permitirian que atando cabos, se nos pueda identificar. esos son solo para nosotros.

Muchas gracias por acompañarnos en esta nueva aventura.

Angie (Me gusta el seudonimo)
 
Gente, les transcribo un mensaje de Angie, mas tarde dejo la siguiente entrega:
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Chicos y chicas, porque supongo que también hay chicas que nos leen. Muchas gracias por sus comentarios y Likes.

Notaran que a partir de estas entregas, los relatos serán mas largos, mas detallados. Eso es mi culpa =)

Ahora estoy dedicándole mas tiempo a la revisión y agregando mucho de mi cosecha. Mi Primix es mas directo, a mi me gusta recordar los detalles. Esto que empezó como un juego, que el me propuso hace unas semanas, cuando descubrió este foro buscando recomendaciones de hoteles, se ha convertido en una especie de diario, donde estamos recordando y recostruyendo momentos sublimes, que habiamos dejado que se queden en el recuerdo. Es como volver a vivir esos maravillosos momentos, las aventuras que pasamos y las cosas desagradables a las que tuvimos que hacer frente.

Lo que inicialmente pensabamos que serian 8 o 10 post, se ha convertido en un word de casi 200 paginas y lo publicado es recien de la pagina 90!. Y solo vamos en el primer año. Claro que no detallaremos todos los 20 años de nuestra relacion, no queremos aburrirlos, a partir del primer año que fue el mas intenso, pasaremos el tiempo más rapido, solo contandoles lo mas significativo. En ese word, por supuesto hay pasajes muy nuestros, muy intimos, que no compartiremos y algunos detalles que permitirian que atando cabos, se nos pueda identificar. esos son solo para nosotros.

Muchas gracias por acompañarnos en esta nueva aventura.

Angie (Me gusta el seudonimo)
Cuenta como te cachaba el chino chipi
 
Al día siguiente, mi madre me contó que había conseguido los dos pasajes gracias a una amiga suya que tenía una agencia de viajes. A esas alturas del mes, era casi un milagro.

Obstetra jubilada, había trabajado casi treinta años en la seguridad social. Su pensión era respetable, y además recibía la de sobrevivencia de mi padre, quien fue médico en varios hospitales del MINSA. A eso se sumaba el alquiler del consultorio que había sido de mi padre en un edificio médico de Lince. Así que podía darse ciertos gustos, y este era uno de ellos.

Yo pasaría la Navidad con mi hermano mayor, médico, quien había seguido la carrera de mi padre. Mi hermana, también médico, vivía en Canadá desde hacía dos años, casada con un canadiense que aún no hablaba bien español, pero ya dominaba la palabra “suegra” con entonación perfecta.

El miércoles se escurrió rápido, y el jueves llegó impetuoso, con esa urgencia de los días que traen algo importante. Camino a la oficina, pensaba en cómo cumplirle la promesa a Angie. Ellas viajaban el viernes a las 6:30 de la mañana, así que debíamos salir rumbo al aeropuerto a las 3 a.m. Yo las llevaría, por supuesto. Pero aún no se me ocurría cómo hacer que esta despedida tenga algo de especial.

Angie había pedido vacaciones. Le habían dado libre hasta el 5 de enero. Seguro estaba en casa, terminando de armar su maleta, acomodando todo lo que llevaría para sus padres y para su hermano, que todavía vivía con ellos.

A las 5:30 salí de la oficina. Seguía en blanco. No había tiempo para un hotel, ni siquiera para un rapidin simbólico. Recordé que no había buscado aún el hotel donde podríamos vernos los sábados. El de la última vez, aunque inolvidable, costaba 210 dólares. No era una cifra que pudiera mantener cada quince días.
Llegué a casa poco después de las seis. Mi madre estaba en su cuarto, terminando de hacer su maleta.

—¿Ya tienes todo listo? —le pregunté desde la puerta.

—Ya casi listo—me dijo sin mirarme, mientras acomodaba cajas y ropa sobre su cama. Había más de “casi” que de “listo”.

Fui a mi habitación, me di un baño, me puse ropa cómoda. En la cocina, comí solo. Ni Angie ni mi madre cenaron esa noche. Cada una, a su modo, absorbida en la misión de la madrugada siguiente.

Pasadas las siete, volví al cuarto de mi madre.
—¿Cómo vas?

—Ya está todo —me respondió, aunque en ese mismo instante levantó una caja de chocolates—. Esto es para Lola, la mamá de Angie, pero ya no entra.

—¿Y si la llevas en la cartera?

Levantó la cartera, la abrió apenas, y me mostró un caos organizado que amenazaba con reventar el cierre.
—¿Qué tanto llevas, madre?

—Regalos para la familia. Uno no puede llegar con las manos vacías —dijo con esa lógica invencible de las mujeres prácticas.
Sacó un paquete más de la cartera, junto con los chocolates, y me los pasó.

—Angie está llevando una maleta grande —agregó—. Sube y pregúntale si esto puede entrar ahí. Ah, y cierra mi maleta, por favor. Déjala ya en tu carro. Igual dile a Angie que baje su maleta también y la deje ahí. Y se van a dormir, hay que madrugar.

¡Eso me iluminó! Se van a dormir…

Se estiró con esfuerzo y soltó un largo suspiro.

—Yo ya me voy a meter a la cama. Me despiertas a las 2:30, hijo, porque a esa hora sola no me despierto ni con el gallo en mi oreja.
—Ok, madre —le dije con una sonrisa.

Le di un beso de buenas noches. Ella cerró su puerta con ese sonido que, en la casa, era una señal de que ya no saldría hasta el amanecer. Salí con su maleta, la acomodé en la maletera del auto, respiré hondo, y miré hacia el segundo piso. Faltaban pocas horas para que partieran, y algo dentro de mí me decía que no iba a dormir mucho esa noche.

Subí a la habitación de Angie con las dos cajas. La puerta estaba entreabierta. Ella llevaba puesto su polerón de pijama, el cabello recogido en una trenza suelta, y su maleta descansaba abierta sobre la cama.

Entré sin tocar.
—Hola, bella —le dije, mientras me acercaba a besarla y le daba una suave palmadita en el trasero.

—Ya tengo todo listo —dijo—, solo iba a poner un par de zapatillas más por si acaso,

Le mostré las cajas de mi madre.
—Dice mamá que si puedes llevar esto.

Me miró y, haciendo un gesto exagerado y gracioso, lanzó las zapatillas una a cada lado.
—¡Esto ya no va!

Recibió las cajas las acomodó y cerró la maleta con decisión.
—¡Listo! ¡Ahora sí! ¿Vienes a cumplir tu promesa?

—Por supuesto que voy a cumplirla —le respondí, bajando un poco la voz—. Mi madre me pidió que dejemos las maletas en el auto y que nos vayamos a dormir... que mañana hay que madrugar.

—Ok… —dijo alargando la palabra con una sonrisa pícara, como diciendo: ¿y qué más?

—Que nos vayamos a dormir —repetí con tono insinuante—. Ella ya cerró su puerta y se metió en la cama. Hay que hacerle caso, ¿no?

Angie me miró, al principio sin entender. Luego, la chispa se encendió en sus ojos.
—¿Vamos a dormir juntos?

—Sí —dije simplemente, hay que obedecer a mi madre—. Yo bajo tu maleta al auto, tú busca la ropa que te pondrás mañana y todo lo que llevarás en la mano. Luego bajas a mi cuarto. Dormiremos juntos. Y mañana, antes de despertar a mi madre, ya estarás vestida y en la sala. ¿Qué te parece mi plan?

—¡Maravilloso! —exclamó, mientras tomaba mi rostro entre sus manos y me llenaba de besos—. Preparo todo y en 15 minutos bajo.

—Ok —le dije, saliendo con una sonrisa y la maleta en la mano—. Yo voy a bajar esto y confirmar que mi madre ya se desenchufó. Te espero.

Veinte minutos después, Angie entraba sigilosamente a mi habitación. Llevaba en la mano su ropa y zapatillas del día siguiente y una mochila, caminaba de puntitas.
—Parece que la tía ya duerme, ¿no?

—Sí —le respondí en voz baja—. Ya se desconectó del mundo.

Cerré la puerta con cuidado y me fundí con ella en un largo beso. Angie dejó su ropa sobre el sillón mientras yo me aseguraba de que mis dos despertadores estuvieran programados para sonar a las 2:00 a.m. Me desnudé, me senté en la cama, levanté las sábanas y le hice espacio.

Ella se desnudó en un solo movimiento y se echó a mi lado sin decir nada, y con la luz tenue de la lámpara, nos miramos por unos segundos que parecieron eternos. Nos abrazamos sin prisas. Esa noche no hacían falta palabras.

Así de lado y mirándonos a los ojos, comenzamos a besarnos lentamente, yo la atraje sobre mí, jalándola desde el trasero y la puse sobre mi mientras me ponía boca arriba. Angie me besaba y yo sentía sus pechos contra el mío, cuando como una culebra comenzó a retroceder, metiéndose bajo las sábanas hasta que encontró mi erguido miembro, lo beso y se lo metió en la boca, me lamia los huevos y regresa a engreír a mi muñeco, algunos minutos después, surgió como una diosa de entre las sábanas, se sentó en mis piernas y tomando uno de los preservativos, me lo puso diestramente, me miro con una sonrisa de satisfacción, mientras se lo introducía en su vagina.

Me cabalgó suavemente al principio, de arriba a abajo un momento, de adelanta hacia atrás luego, alternaba estos movimientos, mientras sus gemidos iban escapando débilmente de su boca, la jalé hacia mí y le susurré al oído, muévete así, quiero sentirte, mientras la movía sobre mi tomándola de las nalgas. Le susurré al oído, “cuidado con esos gemido señorita” y ella con su cabeza al lado mío, enterrada en la almohada me dijo, “tú tienes la culpa por hacérmelo tan rico…” Se volvió a incorporar y siguió cabalgando, mientras se tapaba la boca con sus manos, Yo jugaba con sus tetas a mi placer hasta que en un momento se tiró sobre mí y enterró nuevamente la cara en la almohada, escuché sus ahogados gemidos orgásmicos junto a mi oído y se quedó quieta.

La tomé suavemente y la baje de mí, ella se dejó llevar y la coloque en perrito, la penetré suavemente y gimió nuevamente. Cuando aumenté el ritmo vi que la cabecera de la cama se bamboleaba peligrosamente cerca de la pared, eso no podía pasar, por eso me pare al filo de la cama y ella sola se colocó en posición de perrito nuevamente y retrocedió buscando mi pene erecto. Ver ese culito perfecto, levantado, cuando Angie apoyo la cabeza en la cama, me calentó aún más, le comencé a darle con más rapidez, la cama soportaba los embates sin sonar.

En un momento, yo me detuve y ella comenzó a moverse para que mi falo entrará y saliera, quería que le llegara hasta el fondo y se abría las nalgas con la mano, como ganando centímetros valiosos para sentirlo todo.

Retomé el control y aceleré la velocidad de los movimientos, hasta cuando sentí que la leche ya estaba juntándose para salir disparada, vi a Angie que cogía las sábanas con fuerza, mientras ahogaba sus gemidos mordiendo la almohada que tenía bajo su cabeza. Mi leche salió con violencia y el placer me inundó de pies a cabeza. Después de un rato ahí, acariciándole el trasero, me retiré, ella se incorporó y mientras me daba un beso, me quitó el preservativo, tomó una pequeña toalla que tenía sobre el sillón y me limpió el muchacho.

Ninguno habló más. Solo nos dábamos un beso ocasional, suave, como quien quiere prolongar el momento sin romperlo. Nos metimos en la cama sin hacer ruido, como si el silencio fuera también parte del acuerdo. Angie se enrolló sobre mi costado, su cabeza apoyada en mi hombro, su pierna sobre las mías.

Empezó a jugar con el poco vello de mi pecho, ese que siempre encontraba fascinante, aunque yo no entendiera por qué.

—¿También ese lo quieres depilar? —le dije mientras la miraba.
—No —contestó—. Este me gusta.

—Ah... —dije en voz baja, como si hubiera encontrado algo reconfortante en esa respuesta.
Pasaron unos segundos. Luego me susurró:

—¿Ya te dije que te amo?

—Sí, amor. Ya me lo dijiste… aunque no hoy. Pero yo te amo más.

—Tonto —me dijo sonriendo, mientras jalaba suavemente un mechoncito de vello en mi pecho.

—¡Auch! —susurré, fingiendo dolor.

Ella no se dio por enterada. Se giró de lado, dándome la espalda, y yo la abracé por detrás. Esa era la forma en que dormíamos siempre que estábamos juntos: ella encajada contra mi pecho, mis brazos rodeándola, su respiración calmándome. Era la señal de que la noche había terminado, y que podía pegar mi cuerpo al suyo, cerrar los ojos y rendirme al descanso.

Antes de dormir, miré de reojo el reloj. Un poco más de las nueve de la noche. Si teníamos suerte, podríamos dormir casi 5 horas antes de que sonaran los despertadores y comenzara el viaje.

A las 2:00 a.m., el primer despertador comenzó a sonar con ese zumbido insistente que parecía perforar los sueños. Apagué rápido para que no despertara a mi madre, y apenas abrí los ojos, sentí el calor del cuerpo de Angie pegado al mío, su respiración todavía acompasada, profundamente dormida. 10 segundos después, sonó el otro, lo apague de inmediato.
Moví apenas la cabeza para verla. Tenía un mechón de cabello sobre la cara, los labios entreabiertos, la piel suave rozando mi brazo. Me costaba despertarla, pero debía hacerlo.

—Amor… —susurré—. Es hora.

Ella se removió un poco, medio gruñó, y volvió a esconderse entre mis brazos.
—Cinco minutos más… —murmuró.

—No hay cinco minutos, ya son las dos y en media hora despierto a mi madre —le dije mientras la besaba en la frente.
Se estiró como un gato, lentamente, y abrió un solo ojo. Luego sonrió.

—Ya… ya voy —dijo, aún en tono de sueño.

Mientras ella se vestía y retocaba la cara en el baño, yo me aseguré de que todo estuviera listo: billetera, llaves, maletas en el auto, todo Ok.
Cuando la vi salir arreglada del baño del baño, me quedé admirándola y le dije, que hermosa eres. Ella solo se acercó con sus labios coquetos, pintados con ese color rojo intenso que me encantaba. Se puso de cuclillas y antes que pueda reaccionar me bajó el cierre del pantalón, sacó mi pene de su refugio y me dio una breve mamada que en 30 segundos ya me tenía erecto. que haces loca!, le dije susurrando, ya tenemos que irnos. Si lo sé, me dijo, mientras lo besaba, eso es solo para que me extrañes mucho y le dio un último apretón a mi muchacho con sus labios, dejando marcado su lápiz de labios alrededor de mi erecto pene. Angie se puso de pie y mientras entraba nuevamente al baño a retocarse el lápiz de labios, me dijo divertida, anda despierta a tu mamá, yo los espero en la sala.

A las 2:25, toqué suavemente la puerta de mi madre.
—Madre… ya es hora.

—¿Qué? ¿Ya? —dijo con voz pastosa, desde el otro lado.
—Sí, ya están listas las cosas, levántate con calma, te espero en el auto.

Sali con Angie, que ya tenía su casaca puesta y el cabello suelto. Se veía cansada, pero con una luz distinta en los ojos. Emocionada. Nerviosa. Enamorada. Le di un beso.

—Eres una malvada, como me dejas así…

—Eso es para que me extrañes más y no mires a otras.

—Yo solo miro, pero solo te quiero tocar a ti y le di una palmada en ese hermoso trasero, resaltado por su jean ajustado.

Subimos al carro y encendí el motor. A los pocos minutos, mi madre apareció en la puerta con un bolso colgado al hombro y su chaqueta cerrada hasta el cuello. Subió al auto nos saludó lanzándonos un beso volado a cada uno, todavía sacudiéndose el sueño de encima.

—¿Todo listo? —preguntó mientras se acomodaba.

—Todo listo —respondí, mirando por el retrovisor.

—Todo listo, tía.

Arranqué y tomamos rumbo al aeropuerto. Las calles estaban casi vacías, solo algunos taxis y los camiones de limpieza compartían con nosotros el asfalto
Nadie hablaba mucho en el auto, pero el silencio no era incómodo. Era de esos silencios llenos de propósito. Mi madre iba revisando mentalmente lo que diría. Angie miraba por la ventana con la cabeza recostada en el vidrio. Yo, al volante, pensaba en lo que haría el 24 por la noche. Tal vez cocinar con mi hermano, brindar en familia, pensar en ella.

A las 4:10 estábamos ya en la puerta de la sala de embarque. Nos abrazamos con fuerza. Angie me dio un beso largo y cálido, en la mejilla, pero cuando mi madre bajó la cabeza para buscar los boletos en su cartera, me dio un rápido beso en la boca. ¡Loca! pensé. Mi madre me acarició la mejilla con ternura y me dijo:
—No te preocupes, hijo. Yo me encargo.

Las vi alejarse tomadas del brazo. Una obstetra testaruda y una joven enamorada ¡que par! Caminaban decididas. Yo me quedé unos minutos mirando hasta que las vi desaparecer detrás del control de seguridad. Y entonces sí, regresé al carro, con una mezcla extraña de orgullo, incertidumbre y amor atravesado en el pecho.
La llamada del 25 por la mañana me despertó. Eran casi las nueve y el sol entraba tibio por las cortinas. Mi madre, directa como siempre, me saludó con su energía habitual.

—¡Feliz Navidad, hijo! ¿Cómo lo pasaron con tu hermano? Claramente me llamó a mi primero o estaba comparando historias.

—Bien, madre. Cocinamos temprano, todo tranquilo. Mi cuñada me atendió como rey, como siempre.

—Qué bueno. Aquí también hicimos cena. Todo temprano, como en casa de gente decente —dijo entre risas—. Cenamos a las ocho, la mamá de Angie cocinó un lechón a la olla buenísimo. Y su papá... bueno, eso ya te lo cuento cuando regrese.

—¿Pero adelántame algo, ¿cómo fue la misión?

—Todo arreglado —respondió, con ese tono directo que me conocía de memoria—Pero con algunos bemoles... ya te cuento a mi regreso.
Justo antes de colgar, lancé la pregunta, como quien no quiere la cosa:
—¿Y Angie?

Hubo una breve pausa.

—Todavía duerme... pero está bien, no te preocupes.

No me tranquilizó del todo. Me dejó más preguntas que respuestas. ¿"Bemoles"? Me quedé con el teléfono en la mano, mirándolo como si pudiera sacarle otra respuesta.

El resto del 25 fue lento. Un día perezoso. Saqué el libro que había dejado a medias, me eché en el sofá, y avancé unos capítulos. A ratos me levantaba a picar algo, el pavo recalentado que mi cuñada me había dado en un táper, panetón con mantequilla, y una taza de café. En la tarde, vi una película de esas que pasan en maratón en Navidad y que uno nunca vería en otra ocasión. Nadie llamó. Nadie tocó la puerta. Era como si el mundo estuviera en pausa, esperando a que algo se resolviera.

Pero a las 7:30pm, sonó el teléfono de mi dormitorio, corrí a contestarlo, yo presentí que era Angie, ¡amor!! Escuche al otro lado del teléfono, feliz navidad, feliz navidad mi amor, conteste. ¡¡Te extraño!! Te hablo rápido estoy en un teléfono público y solo tengo una moneda, Mi papa aceptó, aunque no me va a dar el dinero, me va a dar unas tierras que tiene en Sabandia (Un distrito a unos 30 minutos del centro de Arequipa) y yo debo ver como las hago producir o las alquilo, dice que como seré economista, debo aprender a generar el dinero. - ¡Y que afán de ponértela difícil!, le dije, pero en eso ya sonaba el pito que anunciaba el fin de la llamada, ya te cuento después, ¡no te preocupes! ¡Lo logramos! Te a… y se cortó la llamada. La felicidad me invadió, mientras resonaba ese ¡Lo logramos!
El 26 fue lunes y volví a la oficina. Trabajo normal, pero con ese aire extraño de días festivos: menos correos, menos gente, más silencios. Angie no volvía a llamar. Me decía a mí mismo que estaría disfrutando de su familia, que era lo normal... pero igual, cada tanto miraba el celular. Solo por si acaso.

El 27 fue más de lo mismo. Trabajo, pendientes, alguna llamada de cierre de año. Ya estaba más resignado a no saber nada hasta que regresaran. Mi madre tampoco llamó. Debí haberlo imaginado: si algo no salía bien, no me lo iban a contar por teléfono. Al regresar a casa decidí buscar hoteles para nuestro fin de semana, pensé en alguno de Lince, de los que había visitado cuando buscaba para nuestro primer fin de semana con Angie, pero recordé uno que me gustó en Santa catalina, pase por ahí, lo vi desde fuera, recordé que era acogedor dentro de todo y los precios eran buenos como para visitarlo rutinariamente, aquí será pensé y enrumbe a casa.

El 28 por la mañana pedí permiso para salir al mediodía. Les expliqué que recogía a unos familiares en el aeropuerto. No hubo objeción. A las dos ya estaba en casa, duchado, con ropa limpia, el carro lavado y el tanque lleno. Salí con tiempo de sobra.

A las 3:55 p.m., estacioné en la playa del del aeropuerto. El cielo estaba claro. Caminé hasta el área de llegadas nacionales y me ubiqué frente a las puertas de vidrio. Observaba los rostros que salían: algunos con maletas enormes, otros con niños en brazos, otros simplemente con cara de haber dormido mal. Y entonces, entre todo ese mar de gente, las vi.

Primero apareció mi madre. Venía con paso firme, arrastrando su maleta como quien vuelve de una misión cumplida. Llevaba una bufanda roja que no le conocía, probablemente una compra improvisada en el frío de Arequipa. Me vio y levantó la mano con una sonrisa breve, pero tranquila. Detrás de ella, unos metros más atrás, venía Angie.

Llevaba los audífonos puestos, jalando su maleta y su mochila. Me detectó al instante. Se quitó los audífonos, sonrió — y aceleró el paso. Su mirada buscó la mía, y allí estaba otra vez esa conexión que no necesitaba palabras.

Mi madre fue la primera en llegar a mí.

—Hola, hijo —me dijo mientras me daba un abrazo fuerte y un beso en la mejilla—. ¿Listo para llevarnos?

—Siempre, madre. ¿Cómo estuvo el viaje?

—Largo. Después te cuento —respondió sin detenerse mucho, y siguió caminando hacia la salida.

Angie llegó un instante después. No dijo nada. Me abrazó con fuerza, un abrazo largo, cargado de algo que no alcanzaba a descifrar del todo. Había algo distinto en ella, una especie de calma nueva… o quizás solo agotamiento.

—Hola, amor —susurré en su oído, aprovechando que mi madre ya se había adelantado unos pasos.

—Hola —dijo simplemente, y sin pensarlo mucho, me robó un beso en los labios.

Sonreí. Allí estaba mi Angie.

Guardé las maletas en el auto y emprendimos el regreso a casa. En el asiento del copiloto iba mi madre, y Angie se acomodó atrás. Durante los primeros minutos, el auto se mantuvo en un extraño silencio, como si cada una de ellas estuviera aterrizando aún en Lima. Hasta que no aguanté más.
—¿Me pueden contar???

Mi madre fue la primera en responder.
—Ese viejo tacaño... perdón, hija, es tu padre y sabes que lo quiero mucho, pero es un tacaño y chapado a la antigua, no quería dar su brazo a torcer.
Angie soltó una risa breve detrás de mí, esa risa que siempre se le escapaba cuando mi madre hablaba con esa franqueza aplastante.

—¿Y cómo lo convenciste? —pregunté, queriendo sonar casual, pero sin ocultar mi curiosidad.

—Tuve que amenazarlo —dijo mi madre, sin el menor remordimiento—. Le dije que, si no arreglaba esto, toda la familia en Lima y Arequipa se enteraría de lo que le hacía a su hija menor. Su orgullo de arequipeño no resistió. Así que, finalmente, accedió. Pero no quiso dar dinero. Dijo que le dará las 5 hectáreas que tiene en Sabandia. Las pondrá a nombre de Angie para que ella las haga producir. “Si va a ser administradora de empresas, empieza por ahí”, dijo.

—¿Y eso es bueno? —pregunté, girando un poco para mirar a Angie por el retrovisor.
Ella se inclinó hacia adelante, con los ojos encendidos.

—¡Claro, primix! Las puedo sembrar, o alquilar. Ya estuve sacando cuentas. Me alcanza para pagar una buena universidad. Solo tengo que moverme bien.
La miré, orgulloso. En su voz no había miedo, solo determinación.

—Después de Año Nuevo y mi cumple —añadió—, tengo que volver a Arequipa para firmar los papeles en la notaría.

—¿Otro viaje? —dije, más reflexivo que quejoso—. ¿Ahora sí me dejarás ayudarte con los pasajes? Pregunté dirigiéndome a mi madre.

—Eso ve tú con ella —intervino mi madre—. Porque tú la vas a acompañar. Esas cosas son de hombres.

Mi madre tenía, sin quererlo, sus propias cuotas de machismo funcional. Angie y yo nos cruzamos una mirada por el retrovisor y no pudimos evitar sonreír.
—¿Y mi trabajo? —protesté, más por costumbre que por convicción.

—Tú ve cómo haces. Pide vacaciones o renuncia —dijo, repitiendo la misma frase que le había dicho a Angie antes del primer viaje—. Pero van, y van pronto. No podemos dejar que eso se enfríe.

—Está bien, ya veré cómo lo arreglo —dije mientras tomaba una curva suave.

El resto del camino lo llenamos con anécdotas del viaje, historias de la familia de Angie, y algunas críticas veladas a los modales de su tío Gino, hermano de mi madre. Pero cada tanto, Angie y yo cruzábamos una mirada, como si estuviéramos compartiendo un secreto entre líneas. No se necesitaban palabras.
La ayudé a subir sus maletas y nos dimos un beso largo en su dormitorio, que ganas de desnudarla y hacerla mía ahí mismo, ella se estremecía con mis besos y mis manos ya estaban debajo de su polo, buscando sus pechos, cuando mi madre me llamó desde abajo.

Ya tengo hotel para el fin de semana, le dije mientras nos soltábamos y caminaba a paso rápido a la escalera.
 
Y seguimos...

Cinco – NUESTRO PRIMER AÑO NUEVO

Era viernes, el último del 2005. Faltaban apenas dos días para el Año Nuevo, y en la casa todo transcurría con esa calma engañosa de las vísperas. Mi madre ya había organizado su mundo: la cena del 31 sería temprano, como siempre, y para las 10 estaría en la cama con su rosario y la radio bajita. A ella nunca le gustaron los fuegos artificiales ni los brindis de medianoche. Pero nosotros, Angie y yo, teníamos otros fuegos que encender.

Estábamos en mi cuarto, sentados "viendo televisión", aunque la verdad es que no recordaba ni el canal que habíamos puesto. Angie, como siempre, tenía esa forma de sentarse que convertía cualquier sofá en una invitación. Estaba en el sillón, con las piernas cruzadas, y al hacerlo dejó que el polerón se le subiera justo lo suficiente para que pudiera ver más piel de la que el sentido común permitía. Lo hizo a propósito, claro. Me miró con una media sonrisa mientras fingía mirar la pantalla.
—¿Y qué haremos en Año Nuevo? —preguntó con voz suave, juguetona.

—Nada —dije, sin girar del todo la cabeza—. Me guardo para tu cumpleaños.

—¿Cómo que nada? —frunció el ceño, aunque la sonrisa seguía en su boca—. ¿No vamos a hacer nada el 31?

—Tú sabes cómo es mi madre. Cenamos temprano, nos desea lo mejor para el año, se mete a su cuarto y se duerme. A las doce ya está soñando con San Martín de Porres.

—Sí, pero tú no eres ella. ¡Tú eres joven tontín! ¡No me vas a meter en ese plan de abuelita!

Se puso de pie, caminó hacia mí con esa forma de andar suya, lenta y segura, sabiendo que cada paso desataba algo dentro de mí. Se sentó en la cama a mi lado, y me pasó un brazo por el cuello.

—Hay una fiesta de los chicos de mi trabajo. Va a estar buena. Vamos, ¿sí?

Me hice el difícil. Torcí un poco la boca, fingí pensarlo. La verdad era que me gustaba imaginarla bailando, vestida para matar, deslumbrando a todos y quedándose conmigo al final.

Angie me miró con ojos entrecerrados, ya sabiendo lo que rondaba mi mente.
—Ok —dijo, cruzándose de brazos—. O vamos a la fiesta de Año Nuevo, o el 2 me llevas a una discoteca por mi cumpleaños. Tú eliges.

La palabra “discoteca” me cayó como una amenaza sutil. Paredes que vibran con música electrónica a todo volumen, colas para entrar, chicas con demasiado perfume, chicos con demasiada testosterona, gente sudando, abrazos que huelen a trago barato y cigarro, luces que me aturden, y yo, rogando que haya una silla libre. Me agotaba solo de pensarlo. No. No, no. Ni hablar.

—Está bien —cedí con una sonrisa rendida—. Vamos a la fiesta de tus amigos. Pero para tu cumpleaños, ni discoteca ni nada parecido, solo algo tranqui. Es un trato.

Angie sonrió como una niña que acababa de salirse con la suya. Se inclinó y me dio un beso suave, uno de esos que no solo rozan la piel, sino que la encienden.
—Es un trato —susurró.

Ella volvió a su sillón, se acomodó con las piernas cruzadas de nuevo, y esta vez dejó que el polerón subiera aún más. Le vi su rajita asomar entre las piernas. Ella se hizo la desentendida.

La tarde del 31 transcurrió tranquila, casi como si la casa no supiera que estaba a punto de despedir un año y abrirle la puerta al siguiente. Mi madre había cocinado desde temprano: pavo al horno, arroz árabe, puré de manzana y esa ensalada rusa que le salía perfecta. Angie estuvo con ella en la cocina buena parte del día, ayudando con los últimos detalles, riendo bajito con sus historias, y conteniendo las miradas furtivas que nos lanzábamos de vez en cuando, cómplices en secreto.

La cena sería, como siempre, a las ocho en punto. Después, mi madre se iría a dormir temprano, como era costumbre, y nosotros tendríamos vía libre para la fiesta. No sabíamos bien qué esperar, pero sabíamos que la noche estaba hecha para romper rutinas.
Una hora antes de la cena, cada uno se encerró en su cuarto. Yo me duché sin apuro, me afeité, y me tomé el tiempo para ponerme como a ella le gustaba: una camisa celeste de algodón que marcaba los hombros, las mangas remangadas hasta los codos, un jean oscuro bien entallado, y zapatillas blancas impecables. Me perfumé con ese aroma amaderado que ella siempre decía que le daba “ganas de morderme el cuello”. Me miré al espejo, peiné el cabello hacia atrás con las manos, y sonreí. Me sentía bien. Elegante, pero cómodo. Seductor, pero sin esfuerzo.

Afuera, escuché sus tacos bajar la escalera. Me asomé discretamente, y ahí estaba: Angie. Dios santo.

Llevaba un vestido rojo ceñido, de esos que parecían hechos con precisión quirúrgica para resaltar cada curva como si fueran patrimonio nacional. Era liso, sin adornos, pero brillaba en su piel como una provocación. El escote sugerente, pero no vulgar; la espalda descubierta hasta media cintura, y una abertura lateral que dejaba ver apenas su muslo cuando caminaba. Claramente no llevaba nada debajo de él. Los zapatos de tacón aguja, también rojos, la alzaban con una elegancia feroz. El cabello suelto, con ondas suaves, y un maquillaje sutil que resaltaba la intensidad de sus ojos.

La miré con el corazón acelerado. Ella notó mi reacción y sonrió, satisfecha. Se acercó despacio, balanceando las caderas sin culpa.
—¿Así está bien? —preguntó, girando sobre sí misma.

—Así está perfecto —respondí, casi sin voz.

—Tú también te ves… peligroso —dijo bajito, acercándose al cuello para aspirar mi perfume—. Más vale que me cuides en esa fiesta. No quiero tener que romperle una copa a nadie por celosa.

—No te preocupes —le susurré— soy solo tuyo.

Nos separamos justo a tiempo. Mi madre bajaba las escaleras. había ayudado a Angie a ponerse hermosa. Angie fue a la cocina a traer la fuente del pavo, y yo me ocupé de la mesa.

La cena fue sencilla, pero hermosa. La mesa estaba adornada con un mantel blanco y unas velas pequeñas que Angie había encendido, como si supiera que la ocasión lo merecía.

Mi madre nos miraba desde el otro lado de la mesa con una expresión que mezclaba orgullo y ternura. Era como si nos viera no solo como su hijo y su sobrina, sino como dos hijos hermosos que se acompañaban. Sabía que esa noche yo llevaría a Angie a la fiesta con sus amigas. Y lo aceptaba con esa sabiduría suya, sin necesidad de decir mucho.

—Cuídala mucho, hijo —dijo mientras se servía ensalada—. Mírala nomás… está hermosa. Y tú sabes cómo hay lobos que merodean en esas fiestas.

Angie sonrió con modestia, pero yo asentí con la seriedad que merecía el encargo.
—Siempre la cuido, madre.

Entonces ella giró hacia Angie, con una sonrisa cómplice.
—Y tú, hijita, a ver si le presentas una buena chica entre tus amigas. Este muchacho ya debería dejar de andar solo. Está muy guapo esta noche.

Angie soltó una risa suave, pero con esa chispa que siempre llevaba en los ojos.
—Voy a hacer mi casting esta noche, tía, no se preocupe.

Terminamos la cena entre bromas y sonrisas, cada uno guardando un poco de ese momento como quien guarda una foto en la memoria. Luego nos separamos para alistarnos. Cada uno fue a su dormitorio. Yo me di una lavada rápida. Me miré al espejo. Estaba listo. Relajado, pero atractivo. Justo como quería verme para esa noche.

Angie bajó antes. Llevaba puesto el vestido rojo ceñido que me dejaba sin aliento, ese que abrazaba cada curva como si la hubiese inventado para él. Los labios encendidos y ese perfume suyo que me dejaba mareado desde la primera vez.

En ese momento, salí de mi habitación justo cuando ella se despedía de mi madre, que ya estaba recostada en su cama.
—Chau, tía. Que descanse.

—Chau, hijita. Que se diviertan. ¿A qué hora piensan volver?
Yo iba a responder, pero Angie se me adelantó, con una sonrisa traviesa.
—Con el amanecer, tía.

Mi madre alzó una ceja, pero no dijo nada. Solo me miró con esa expresión que usaba cuando me leía el alma.
—Tú no vas a tomar, ¿no? Porque tú manejas.
—No, madre, tranquila.

—Yo me encargo, tía —añadió Angie, mirándola con dulzura.

Nos despedimos nuevamente. Un beso en la frente para mi madre, un abrazo apretado de ella a Angie. Salimos de la casa y nos subimos al auto, aún con la calidez del hogar en los hombros y la expectativa de la noche en los ojos.
Angie se acomodó el vestido y me lanzó una mirada de esas que decían más que cualquier palabra.
—¿Listo para ser el novio oficial esta noche?

—Listo para todo contigo.

Y así, la noche de fin de año empezó con promesas silenciosas y deseos encendidos. La ciudad, allá afuera, nos esperaba.
La casa donde se celebraba la fiesta estaba iluminada con guirnaldas de colores y linternas de papel que colgaban como pequeñas estrellas domésticas. La música sonaba a volumen razonable, lo justo para animar sin aturdir. Unos parlantes bien ubicados ofrecían salsa, merengue, algo de pop del momento. Gente joven, bien vestida, con copas y vasos en la mano y el entusiasmo propio de quien celebra el fin de un año con la esperanza de que el próximo traiga algo mejor. Serian algo de 25 personas en total. Justo como me gusta, sin mucho tumulto.

Al entrar, Angie me tomó de la mano con decisión.
—Voy a presentarte como se debe —me dijo al oído, antes de robarme un beso en la mejilla.

—¿Como tu novio? —pregunté, provocándola.
—Como mi hombre —corrigió, con esa mirada que me derretía.

Y así lo hizo. Una a una, fue presentándome a sus amigas: compañeras de trabajo, chicas simpáticas, algunas más reservadas, otras más sueltas. Todas con sonrisas curiosas cuando escuchaban el título. "Él es mi novio." Decía la frase como si le gustara saborearla.

Yo sonreía, saludaba, respondía con respeto, pero sin soltarle la mano ni un segundo. Estaba orgulloso de estar ahí, de que me mostrara al mundo. De no ser un secreto por un instante.

Antes de una de las presentaciones, me hizo una pequeña advertencia:
—Ese de ahí, el de la camisa azul, se llama Jaime. Es el que me ha estado afanando desde que se enteró que acabé con el japones. Te va a mirar mal. Te odia desde que te vio recogiéndome del trabajo. Ignóralo.

Lo vi venir. Era más bajo que yo, barba bien cuidada, lentes, y una seguridad algo forzada al acercarse. Angie me presentó sin rodeos.
—Jaime, él es mi novio.

Nos dimos la mano. Yo apreté un poco más de lo necesario. Él intentó sostener la mirada, pero falló al segundo. Mientras le sonreía con cortesía, rodeé a Angie por la cintura con mi otra mano, firme, sin disimulo. Ella se acomodó pegada a mí, y sentí que ese simple gesto le decía todo a él. Juego terminado.

—Mucho gusto —dije.
—Igualmente —respondió él, seco.

Seguimos con la ronda de saludos, cuando avanzamos, sabiendo que el tal Jaime nos miraría mientras nos alejábamos de él, bajé ligeramente mi mano de la cintura de Angie, colocándosela entre la cadera y su nalga. Ella solo me miró y sonrió. Le gustó que marcara territorio.

Después de eso, me convertí en el atractivo de la fiesta. Angie me empujaba al ruedo con descaro.
—Baila con ella, que te va a preguntar algo. Es el reto de la noche.

La primera fue una morena de sonrisa amplia.
—¿Qué fue lo que más te gustó de Angie cuando la conociste?
—Su forma de mirarme. Como si ya supiera cosas de mí que ni yo sabía.
Ella rio, aprobando mi respuesta.

Otra amiga, luego.
—¿Cuándo supiste que te gustaba en serio?
—Cuando se enojó conmigo por una tontería, pero en vez de alejarse, vino a explicarme lo que sentía. Me derritió. Eran cosas que nos habían pasado en las visitas familiares y que ahora yo reconocía como el principio lejano de lo que ahora vivíamos.

Casi la última de sus amigas, una flaquita, de buen cuerpo y senos que parecían operados, lanzo una pregunta que provocó que hasta los que no estaban en el juego, prestaran atención:
—¿Qué es lo que más te gusta de tener sexo con Angie?
—Que no tenemos sexo, hice una pausa de segundos al propósito, hacemos el amor.

Angie escuchaba todas las respuestas desde la barra, con una copa en la mano, sonriendo como niña feliz. Cada tanto, me lanzaba un beso desde lejos, como si marcara su propiedad. El vestido rojo no alcanzaba para cubrir sus muslos que se veían sensuales y provocativos, ahora que tenía las piernas cruzadas, la abertura en el costado, era digna de un monumento.

Y cuando finalmente bailamos juntos, el tiempo se detuvo.
No bailábamos: nos tocábamos con la música. Era una de esas versiones extendidas que contenían como 15 fragmentos de música tropical del momento. Su cuerpo se pegaba al mío sin reservas, se movía con una sensualidad que sólo yo conocía a fondo. Nuestros ojos se buscaban y se hablaban sin decir palabra. Cuando ella daba media vuelta y se pegaba de espaldas a mi pecho, mis manos la rodeaban sin vergüenza, las llevaba hasta el nacimiento de sus senos y las bajaba hasta las caderas, con la seguridad del que ya exploró ese cuerpo hasta su último rincón. Cuando giraba para enfrentarme, sus labios rozaban los míos sin disimulo. Todo era fuego contenido.

En la siguiente canción fue un clásico de la salsa, “Aquel viejo motel”. La bailamos pegados, cuerpo a cuerpo. La verdad yo no era ni soy un gran bailarín, pero era fácil seguir a Angie, nuestros cuerpos se entendían, así como se amoldaban uno al otro haciendo el amor, se amoldaron esa noche bailando.

Yo la tomaba de la cintura y cuando David Pabón llegó a la parte donde cantaba:

“Aquel viejo motel
Trae el recuerdo el día que te hice mujer
Tú te negabas, yo insistiendo
Pero después fuimos cayendo
Al dulce abismo que pretendes esconder”

Ella se pegó más a mi y yo baje mi mano izquierda hasta la mitad de su nalga, marcando territorio. Por encima del hombro de Angie pude ver que el pretendiente derrotado, cogió su vaso de la mesa que habían habilitado como bar y se fue con cara de enojo al jardín.

Volvi a mirar a Angie a los ojos, nuestras caras estaban a centímetros una de la otra,
—No puedo dejar de mirarte —le dije.
—No me dejes. Esta noche soy toda tuya.
Y lo era. En esa pista improvisada, de las risas y las miradas de sus amigos, ella bailaba sólo para mí. Las demás chicas lo sabían, los demás hombres también. Se notaba. Esa química, esa conexión, ese deseo que se podía oler en el aire.

Faltaba muy poco para las dos de la mañana, Angie me jaló del brazo, yo conversaba con dos de sus amigos y me susurró:
—Vamos.
—¿Tan temprano?
—Quiero continuar la fiesta… en otro lado.

Me miró con esa sonrisa que siempre me desarmaba. Esa que prometía travesuras, secretos, caricias. Esa que no decía todo, pero sugería más de lo que podía decirse con palabras.

—¿A dónde vamos? Me hice el tonto, sabiendo lo que ella quería.
—Donde quieras. Mientras estemos solos. La sentí algo picada.
 
El momento de dejar el condon llegó más tarde. El ritmo no es muy seguro, no podiamos jugarnos el riesgo. Y la pastilla del dia siguiente es para usarlo 3 o 4 veces en el año, más puede afectar la salud de la mujer, los efectos los veras 5 o 10 años despues y con la cantidad de sexo teniamos en ese tiempo, era una locura pensar en eso.

ERROR:
Sobre la pastilla no hay un límite ideal establecido para la cantidad de veces que se puede usar al año. Sin embargo, se recomienda no usarla más de 2 veces al año debido a posibles efectos secundarios y alteraciones del ciclo menstrual. La pastilla del día siguiente debe considerarse un método anticonceptivo de emergencia, no un método de uso habitual.
 

Yo ya no necesitaba más motivos. Tomé su mano, nos despedimos de todos con cierta prisa.

Salimos de la fiesta entre risas y luces de bengala que todavía se veían en el cielo de rato en rato. Eran un poco más de las dos de la madrugada, y Angie, con el vestido rojo que parecía haber sido hecho a medida para su cuerpo, caminaba descalza hasta el auto, con los zapatos de tacón en una mano y la otra aferrada a la mía. Sus mejillas estaban encendidas, no solo por el calor de la noche limeña, sino por los varios vasos de ron con Coca-Cola que había tomado durante la velada. A eso se sumaba el brindis de Año Nuevo, donde no solo bebió su copa, sino también la mía, alzándola con una sonrisa traviesa y diciendo "por los dos, amor".
Ese ron le había soltado el cuerpo, y también el alma. La notaba más desinhibida, más provocadora.

Cuando nos subimos al auto, no pasaron ni cinco segundos antes de que me mirara con esos ojos chispeantes de fuego.

—No quiero ir a casa todavía —dijo, su voz suave, arrastrando un poco las palabras con el ritmo lento del ron.
—¿Quieres que demos una vuelta? ¿Vamos a comer algo?
Negó lentamente, con una sonrisa ladeada que me encendió por dentro. Luego se acercó y me mordió el lóbulo de la oreja antes de susurrar:
—Llévame a un hotel. Quiero que sigamos esta fiesta... a nuestra manera.
Mi corazón latió con fuerza. Asentí, sin una palabra más, y manejé con las manos tensas sobre el volante. Mientras manejaba, le conté como su pretendiente había salido molesto cuando bailamos “Aquel viejo motel” Ella solo rio y me dijo, claro, ¡si solo te faltó meterme la mano debajo del vestido! Me encanta que hagas eso amor, A Jaime y a todos ya les quedó claro de quien soy.

Buscamos sin éxito en varios hoteles, todos llenos de parejas que, como nosotros, no querían que la noche terminara tan pronto. Pero lejos de frustrarse, Angie reía, cada vez más suelta, más atrevida.

—Creo que no soy la única que quiero empezar el año desnuda —soltó entre carcajadas, tirando la cabeza hacia atrás.
Al final, lo encontramos. Un hotel grande en lo alto del acantilado de Magdalena del Mar, con vista directa al océano, si no recuerdo mal se llamaba Inkari o algo así. La habitación que nos dieron era en la parte baja del hotel, en el acantilado con ventanales que daban al mar iluminado por la luna. El rumor de las olas llenaba el silencio de forma sensual, como si la misma naturaleza conspirara con nosotros.
Angie entró al cuarto riéndose, tiró los zapatos en una esquina y se dejó caer sobre la cama como una niña, con los rizos revueltos y los labios aún teñidos de rojo. Yo cerré la puerta con seguro y me quedé unos segundos observándola desde ahí, sin moverme. Ella se giró sobre el colchón y me miró.
—¿Qué esperas? —dijo con voz baja, ronca—. ¿Qué me duerma con este vestido puesto?
Me acerqué lentamente, como si fuera un ritual. Le di ambas manos para que se parar. Ella se incorporó, y se dio vuelta, mirando hacia la ventana que daba al mar, para que yo bajara el pequeño y discreto cierre lateral. El vestido rojo cayó como una flor que se abre al amanecer, revelando su piel blanca y tibia, su deseo sin filtro. Comprobé que no llevaba nada debajo.
Se dio la vuelta y comenzó a desabrocharme la camisa, con una mezcla de ternura y ansiedad. Me besó como si el ron aún ardiera en su lengua. Me mordió los labios, me dijo cosas al oído que me calentaron como un fogonazo. Luego mi pantalón y la ropa interior terminaron en el piso, junto a su vestido rojo. Ella se puso de cuclillas y se llevó mi erecto miembro a la boca, lo chupaba con ansiedad, desde los testículos iniciaba a lamerlos y terminaba en la punta de mi pene. Alternaba sus manos y su boca para ponerme al rojo vivo. Me volvía loco cuando solo con la punta de la lengua excitaba la punta de mi pene, parecía una lengua de víbora a punto de devorar mi miembro
Mientras se paraba rozando sus senos a en todo mi cuerpo, me preguntó, habrás traído los preservativos, ¿no? ¡Claro! respondí, mientras buscaba la caja que había sacado del carro y que estaba en uno de mis bolsillos del pantalón. Los encontré rápidamente y me coloqué uno, mientras Angie bailaba frente a la ventana que daba al mar por donde entraba la suave brisa marina. Me acerqué y la tome por la cintura, ella puso su cabeza hacia atrás, para que yo le busque la boca Seguimos ese ritmo lento algunos minutos, yo le acariciaba los pechos y mis manos bajaban hasta su vagina, para volver a subir, hasta que la hice retroceder un par de pasos y le empujé suavemente la espalda, preparándola para la penetración. Ella se apoyó en el filo de la ventana que da al mar, abrió las piernas para darse más estabilidad y facilitar mi ingreso. Fue suave. Sentir como mi pene se abría paso en esa conchita, era delicioso.
Comencé el bombeo y Angie acusó recibo con sus gemidos. Cada vez era más rápido, mientras mis manos jugaban con sus tetas y de vez en cuando una ligera palmada en sus nalgas que rebotaban en cada una de mis embestidas. Seguí varios minutos así, los gemidos de Angie iban creciendo en intensidad, llegando a apagar el susurro de las olas del mar que nos había arrullado al principio.
Tenía una magia surreal ese momento, el magnífico cuerpo de Angie inclinado 45 grados, mi pene entrando y saliendo de su vagina mientras veíamos el mar con su armonía de olas y susurros que contrastaban con lo furiosa de nuestra pasión.
La tomé de la cintura y la llevé a la cama, se senté y ella se sentó sobre mi pene erecto, apoyando sus manos en mis rodillas, Se movía por ratos lento y por ratos muy rápido, gimiendo al ritmo de sus movimientos, mientras yo la tomaba por las caderas.
Varios minutos después la dije que se coloque en la esquina de la cama, ella dócil obedeció, era una cama alta. Le abrí las piernas con mis manos y me clavé sin piedad en es conchita que ya estaba más que rosada y chorreando un líquido transparente. En esa posición la tenía a mi merced, mientras la bombeaba a gran velocidad, la besaba, le besaba los senos, se los mordisqueaba y ella solo gemía de placer y de rato en rato, gritaba, ¡más, dame más! Hasta que ¡Explotamos! Fue tan intenso, que solo recuerdo haberla levantado con mis brazos para acomodarla más adentro de la cama y yo me eche a su lado. Nos apagamos.
Una hora más tarde, el aire frio que entraba por la ventana me despertó, quise acomodar a Angie y también se despertó, se sentó en la cama y se dio cuenta que me había dormido con el preservativo puesto. Rio mucho mientras me lo sacaba.
Minutos después ya la tenía otra vez sobre mí, Angie era insaciable. Hicimos el amor sin medida, con urgencia, con risas y suspiros, con juegos que nunca habíamos probado. Ella guiaba los movimientos, me empujaba, me halaba, me hablaba con una seguridad que el alcohol no creaba, solo liberaba. En un momento la tenía en perrito y le acariciaba la entrada de su ano, mientras ella gemía muy duro. En medio de los gemidos, me dijo, ¿quieres entrar ahí? Me detuve por breves segundos, como para entender bien, pero retomé el movimiento, aunque más pausado. Si claro, le dije, este culito tuyo, es el único espacio que aún no he conquistado.
— Prueba, me dijo, pero muy despacio. ¡que no me duela!
Ok, le dije. Retiré mi pene de su vagina. ¡¡Lo que habría dado por un tubo de lubricante!!
Le abrí un poco más las piernas para que su ano quedara un poco más bajo. Ella doblo un poco las rodillas para que su ano bajara a la altura de mi pene. Pasé mi mano por su húmeda vulva para tomar un poco de la lubricación que goteaba y se la puse en la entrada se su culito. Yo sabía que la saliva era el peor lubricante y además me parece asqueroso escupir ahí. Puse mi glande en la entrada de su chiquito y comencé a empujar suavemente. Yo veía que Angie crispaba las manos sobre las sábanas, pero no decía nada. Ya tenía la mitad del glande dentro de ella. Ese culito estaba realmente cerrado y tenía que hacer un poco de fuerza para vencer su resistencia, pero cuidando de que no se vaya todo adentro de golpe, eso le dolería mucho y nunca más iba a dármelo.

Cuando casi todo el glande había entrado en ella, pensé que sería más fácil, lo más ancho ya estaba adentro, empuje un poquito más y Angie pegó un grito, ¡me dolió, me dolió, sácalo! Me dijo, me retiré inmediatamente y ella se dejó caer en la cama haciendo un gesto de dolor, mientras ponía las manos en su culito. Me acerqué a ella y le dije ¿Te hice daño? No, me contestó, pero dolió.

Pasaron unos minutos y le dije, lo intentamos otro día, si quieres. Ella estaba boca abajo. No, me dijo, prueba así. Me puse sobre ella, no me gustaba esa posición, tenía menos control de mi cuerpo y no podía graduar bien la intensidad, así que preferí sentarme sobre sus piernas y bajando mi pene con mi mano lo puse en la entrada nuevamente. Comencé a empujar suavemente pero no había entrado ni la mitad y otra vez Angie gritó ¡Duele! ¡Para! Me detuve y salí. Ella se dio la vuelta todavía sobándose el trasero y con una expresión que me decía claramente que si le había dolido. Probemos de otra forma amor, así duele mucho, me dijo. Mejor ya no, le dije, necesitamos lubricar bien tu potito para que no te duela. Otro día lo intentamos con mucho lubricante, ¿está bien?

— Ok, dijo ella algo decepcionada, quería darte el gusto. Pero además de harto lubricante, me darás harto trago para que me suelte.
— Claro, harto trago como pavo en navidad.
— Tonto, yo soy gallina fina, ¿qué te has creído? Y me jalo hacia ella para darme un beso.
—¿Y me dejarás así?
—¿Ya no te duele?
— Un poquito, pero sigo con ganas de ti.

Me saque el preservativo, ella exclamó, ¡Porque te lo sacas?! Me voy a poner, otro le dije, de la vagina al culo si, del culo a la vagina, jamás. Me miró extrañada y después de unos segundos dijo, después me explicas.

Me puse sobre ella tiernamente, la penetré con suavidad. Sentí que algo le molestó o le dolió, ¿Todo bien? Pregunté. Si, tu sigue no más. Le hice el amor tiernamente, me había emocionado que accediera a hacer algo que le podría doler, solo por darme gusto. Agarramos ritmo, ella se olvidó de la molestia y siguió mis movimientos. Mas besos, más abrazos, pase a piernas al hombro, penetración profunda, gritos de placer, bombeo intenso. La giré cuando ella estaba de costado, la penetré, en lo que yo llamo “media cuchara”, ella de lado, con una pierna levantada y yo de rodillas penetrándola. Así estuvimos varios minutos hasta que llegó la eyaculación y los dos quedamos rendidos después del clímax. después de estar varios minutos dentro de ella, después de haber eyaculado, nos dormimos abrazados y con nuestras caras pegadas, envueltos en las sábanas y en un perfume a sudor, mar y deseo satisfecho.

Al amanecer, casi las 5am, cuando el sol se filtró por la ventana, ella aún dormía enredada en mi cuerpo, como si no quisiera soltarme nunca.

La miré largo rato, acariciándole el cabello, sintiendo que el 2006 no había comenzado con campanadas ni fuegos artificiales, sino con su respiración sobre mi pecho, con la certeza de que esa mujer —desinhibida, amorosa, peligrosa— era mi principio y mi locura.

Llegamos a casa cuando ya el cielo estaba soleado. El reloj del auto marcaba las 6:05 a.m. La ciudad apenas despertaba y nosotros veníamos de una noche que todavía ardía en la piel. Angie bajó primero, descalza y con el vestido rojo arrugado, tapándose con una casaca que yo siempre llevaba en el asiento trasero. Yo lo hice detrás, en silencio, cerrando la puerta con cuidado para no despertar a mi madre. Sin cruzar más palabras, nos dimos un largo beso al filo de la escalera de caracol y cada enfilo hacia a su cuarto como si nada hubiera pasado. Pero la risa aún nos temblaba en los labios.

Desperté cerca del mediodía, con la boca seca y el cuerpo entumecido. La luz entraba con fuerza por la ventana, filtrada por las cortinas beige de mi habitación. Me di una ducha larga, tibia, y fui a la cocina. Mi madre estaba allí, leyendo un libro con sus lentes puestos.

La saludé con un beso en la frente, feliz 2006 viejita, le dije. Feliz año hijito y me devolvió el beso en la mejilla.

—¿Y Angie? —pregunté, sirviéndome un café.
—No ha bajado todavía —dijo sin levantar la vista—. ¿Cómo estuvo la fiesta?
—Bien —respondí—. Tranquila.

Mi madre alzó una ceja, como si no creyera mucho en la palabra "tranquila". No insistió. El día pasó con calma, como suelen pasar los primeros de enero. Comimos algo ligero, conversamos poco. Angie recién apareció a las cuatro de la tarde, con el rostro aún somnoliento y el cabello suelto, enredado. Se veía hermosa incluso así, con la mirada aún cargada de la madrugada. Anoche la había visto en un vestido rojo que parecía su segunda piel y hoy con ese polo suelto y un pantaloncito, se veía igualmente hermosa.

—Buenos días, o buenas tardes —bromeó mi madre al verla.
—Feliz año, tía —respondió Angie, abrazándola.

La noche anterior había sido intensa, pero lo que más me gustaba era esta naturalidad con la que ella entraba y salía de la casa, como si hubiese nacido ahí, como si todo lo nuestro no tuviera que ocultarse tanto.

El 2 de enero fue su cumpleaños. cumplía 20. Yo trabajé esa mañana, así que no la vi hasta la tarde. Al llegar, subí directo a su habitación sin hacer mucho ruido. Toqué suavemente, abrí la puerta y me asomé. Ella estaba de espaldas, frente al espejo, arreglándose el cabello.

Me acerqué por detrás y la abracé por la cintura. Apoyó su cabeza en mi hombro y cerró los ojos. Le besé el cuello, suave. Mis manos buscaron su piel bajo la blusa ligera que llevaba puesta.
—Feliz cumpleaños, amor —le susurré.

Ella giró apenas el rostro y me besó con ternura, pero también con ese fuego conocido que ardía tras sus gestos más suaves. Nos dimos caricias furtivas, rápidas, sin quitarnos del todo la ropa, apenas un roce clandestino de pieles y promesas. Un adelanto, una provocación.

¿A dónde quieres ir? Pregunté. Vamos a comer carnes, me dijo. Ok, tus deseos son órdenes. Vamos con mi tía, ¿no? Por supuesto, le contesté.

Después se arregló con calma. Eligió un vestido sencillo, color crema, con un lazo en la cintura. Se recogió el cabello y se puso unos pendientes discretos. Estaba preciosa, como siempre, pero sin alardes. Así era Angie: sabía llamar la atención sin buscarla.

Salimos a cenar los tres. Fuimos a un restaurante que quedaba en una calle tranquila de Pueblo Libre. Pedimos carnes. Angie pidió lomo con papas crocantes y una copa de vino. Se le notaba feliz, satisfecha, tranquila. Mi madre le regaló un libro y una bufanda de hilo. Yo no le di nada en público. Pero ella ya sabía.

Al regresar a casa, mi madre bajo del auto primero y entro a la casa con urgencia de baño, nosotros nos hicimos los lentos y nos quedamos en la cochera. Angie, me tomó de la mano y me detuvo antes que yo avanzara hacia la casa.
—Me debes mi regalo —me dijo, con una sonrisa que solo yo conocía bien.

—¿Cuál? —le pregunté, fingiendo inocencia.

Se acercó a mi oído y me susurró:
—El que das sin ropa...

Me besó lento, profundo, y subió por la escalera de caracol como si nada.

La semana había pasado como un suspiro. Desde el cumpleaños de Angie el lunes, la casa había recuperado cierta rutina tranquila.
Durante la semana tuvimos algunos momentos a solas en mi cuarto. Películas, documentales del cable… Después de que mi madre entrara a su cuarto y juntara su puerta, nos sentábamos uno al lado del otro, casi sin tocarnos, pero bastaba que nuestras piernas se rozaran, o que su mano se apoyara cerca de la mía, para que esa electricidad conocida nos recorriera la piel. A veces un beso, lento y profundo, nos obligaba a interrumpirlo antes de que todo se desbordara.

—Estamos aprendiendo a convivir con el deseo —me dijo un día, mientras se bajaba el polo suelto con lentitud provocadora, después que yo la encontrara en el segundo piso, cuando fui a dejar mi ropa al canasto de la ropa sucia y ella me regalara un minuto sus tetas para jugar con ellas.

—O a enloquecer con estilo —le respondí, sin poder apartar los ojos de ella.

Y así, el viernes por la noche, después de cenar liviano con mi madre, Angie bajó a mi cuarto. Estaba en pijama, con una polera holgada que dejaba ver sus piernas y marcaba como siempre sus pechos, ya buenos amigos míos. Llevaba un moño desordenado en el cabello. Tenía una botella de agua y una sonrisa que decía que algo tramaba.

—¿Tienes planes para mañana? —preguntó, dejando la puerta entreabierta tras de sí con cuidado. Desde la reunión de mi madre, ya no la dejábamos abierta totalmente, siempre estaba casi cerrada o entreabierta.

—Solo uno. Hacerte feliz —le dije, medio en broma, medio en serio.

Se dejó caer en el sillón junto a mi cama, cruzando las piernas, y me lanzó una mirada de esas que mezclaban dulzura y fuego.
—¿Entonces ya elegiste hotel para mañana? —me preguntó, fingiendo concentración en la pantalla.

—Sí. Uno más discreto. Nada de recepciones elegantes ni porteros curiosos. Yo salgo primero, te espero en el parque, como quedamos. No quiero improvisar como la última vez.

Ella asintió. Sus labios se curvaron en una sonrisa contenida, como si lo que realmente le entusiasmara no fuera el plan, sino la posibilidad de romper las reglas.

—Perfecto, me encanta que seas tan organizado… —dijo con tono juguetón, y en ese momento se levantó del sofá y se inclinó sobre mí. Su rostro a centímetros del mío, sus ojos brillando con algo travieso—. Te tengo una sorpresa para mañana —susurró, y me dio un beso lento, de esos que duran apenas unos segundos, pero alteran la respiración.

Luego se sentó otra vez, como si nada, como si ese beso no hubiera desatado una tormenta debajo de mi piel. La miré, queriendo leerle la mente, pero ella solo cruzó las piernas y siguió mirando la pantalla, completamente en control.

A las nueve en punto, se levantó nuevamente, sin decir nada. Pensé que se iba a su habitación. Pero no. Subió directo a mi cama y se sentó junto a mí. La miré sin poder disimular la sorpresa.
—¿Qué haces? —le pregunté, con voz apenas audible.

—Tranquilo —me dijo—, mi tía ya duerme. —Me guiñó un ojo—. Ya estudié sus horarios.

Se estaba volviendo más atrevida, más segura de sus movimientos. Y yo... cada vez menos dueño de los míos.

Se echó lentamente, y sin darme tiempo a reaccionar, me abrazó por la cintura. Su mano se deslizó por debajo de mi camiseta, acariciando mi piel con la yema de los dedos. Jugaba con mis nervios, con mi deseo, con ese fuego que ya no necesitaba encender porque nunca se había apagado.

—Solo un ratito… —dijo, antes de besarme.

Fue un beso diferente. Lento, profundo, con sabor a despedida anticipada. Su cuerpo se apretó al mío, su respiración se volvió pesada. Yo sentía el corazón acelerado, la sangre golpeándome las sienes, el deseo subiéndome por la espalda. La deseaba, la necesitaba. Todo mi cuerpo lo gritaba. Cuando sentí su lengua en mi boca, entendí que ese beso pedía más que solo amor, metí la mano por debajo del polerón y busqué su vulva, ella abrió las piernas y le introduje dos dedos sin remordimiento. Ella gimió. Ya estaba a punto de levantarme a cerrar la puerta y buscar un preservativo, a jugarme el riesgo.

Pero entonces, en el momento en que el ambiente ya era puro fuego, se separó. Me dio un último beso en la frente, como si fuera una bendición cruel, y se levantó con total calma.

—Hasta mañana, amor —dijo con una sonrisa pícara, mientras salía de la habitación con un movimiento lento y provocador.

Y otra vez… me dejó empilado.

Me quedé ahí, solo, con la habitación llena de su perfume y el cuerpo al borde del colapso. Cerré los ojos e intenté dormir. No pude por un buen rato.
 
Seis – NUESTRO HOTEL – REFUGIO

Desde aquí Angie participa con algunos puntos de vista propios, que me envía en audio o cuando estamos juntos, se los dictamos al programa transcriptor. Yo solo corrijo algunas imperfecciones, estos programas aun no son perfectos. Algunas veces, como en este caso, aprovechando que estamos juntos, ambos contamos la historia al transcriptor. Además, ella sigue complementando los que yo hago solo. Pondré un título siempre para diferenciar, quien está narrando.

Yo
Me desperté como a las 7am. Era sábado. El día de nuestro escape.

Me senté en la cama, pensando que ella ya estaba despierta también. La imaginé preparando su bolso, con ropa interior provocativa, perfume en la piel, esa mirada cómplice con la que solía matarme en silencio.

Me duché con agua tibia, me afeité despacio, y me vestí sin prisa. No era solo una cita más. Era algo que veníamos preparando desde hacía días, una escapada cuidadosamente tejida entre silencios, rutinas y miradas furtivas.

Salí de casa a las 8:30 a.m. supuestamente rumbo al gimnasio, mi madre aun dormía. Estacioné en el parque. Unos niños jugaban fútbol en la esquina.
Cada minuto parecía estirarse más de la cuenta.

Hasta que la vi.
Vestía jeans ajustados, una blusa blanca suelta que dejaba adivinar el encaje del sostén, y gafas de sol. Caminaba con paso seguro, sin mirar a los lados. Alguien que sabe lo que quiere.

Abrió la puerta del auto y me dijo hola amor, vamos. Una sonrisa se dibujó en su rostro, mientras se sentaba a mi lado.

Angie

Me levanté 7;30. Sentía el cuerpo encendido desde la noche anterior. Me gustaba jugar con él, dejarlo al borde, provocarlo y huir. Me costó levantarme de su cama, cuando sentía sus dedos jugando en mi vagina y su pene duro contra mi pierna. Me gustaba más aún la idea de que hoy no iba a haber escape. Hoy lo tendríamos todo.

Me duché en silencio, me perfumé como a él le gusta y elegí la ropa con calma. El sostén de encaje blanco, el hilo a juego. Jean al cuerpo. Blusa blanca ligera, con una transparencia muy sutil. Labial suave. Todo calculado para que me deseara aún antes de tocarme.

Bajé con el corazón en la garganta. Mi tía dormía. Mi bolso ya estaba listo desde la noche anterior.

Caminé al parque con paso firme, aunque por dentro me sentía como una colegiala escapando del colegio para besar a su amor prohibido. Y ahí estaba él. Subí al auto, lo besé y le dije, vamos amor. Él tenía una cara de “te comería entera aquí mismo".

Yo

El hotel era discreto, como debía ser. Una entrada sin recepcionistas fisgones, solo una señora de origen oriental, parecía ser la dueña. Nos registramos, solo me pidieron documentos a mí. Tercer piso, me dijo, mientras me dio la llave y un control remoto. El ascensor estaba en el último piso, decidimos subir por la escalera, mientras Angie subía delante mío, su trasero se movía deliciosamente albergado por ese jean ajustado. Abrí la puerta y Angie entró casi saltando de alegría.

La habitación olía a madera y sábanas limpias. Apenas entramos, se quitó los lentes oscuros y me miró con hambre. No era la mirada de la chica tímida que una vez conocí. Era una mujer lista para devorar.

Me empujó suavemente sobre la cama y se sentó a horcajadas sobre mí. No dijimos una palabra. No hacía falta.

Mis manos exploraban su cintura, su espalda, bajaban con descaro mientras sus labios buscaban los míos. Ella jadeaba suavemente, sus dedos enredados en mi cabello, su cuerpo vibrando al compás del mío.

Cada prenda que caía al suelo lo hacía con ceremonia. La blusa, el sostén, mi camisa, su jean. Nada era urgente, todo era intenso. Era como si el mundo entero se redujera al roce de su piel contra la mía, a los latidos sincronizados, a las respiraciones entrecortadas.

Hasta que se detuvo, se paró y me dejó desnudo en la cama, erecto y desconcertado. Tomo su bolso y entro al baño, ordenándome, mientras señalaba mi pene, Que mi amiguito no se baje.

Cinco minutos después salió con un enterizo negro, que le dejaba los senos afuera y cubría su abdomen y pubis de un sutil encaje. Se le veía impresionantemente sensual, totalmente comible. Se paró frente a mí y me dijo, ¿te gusta?? -Me fascina, le respondí, entonces se acercó a mí, me hizo retroceder un poco más en la cama y se puso a cuatro patas sobre mi pene, que yo había mantenido erecto y lo besó con amor y pasión, luego se lo metió en la boca. Esta habitación tenía un gran espejo lateral a la cama. Yo la miraba de frente y podía verla como se metía mi pene en la boca, metiéndolo y sacándolo, de rato en rato bajaba a los testículos, luego volteaba a ver el espejo y la veía así tan hermosa, sus pechos desnudos colgaban fuera de su lencería, me estaba volviendo loco. Poco a poco fue girando sin soltar mi pene hasta que se colocó sobre mi para hacer el 69 y descubrí que esa pieza de lencería tenía un delicado agujero por donde sus labios vaginales escapaban. Los comencé a besar con frenesí y le metí dos dedos, ella gemía cada vez más y más.

Luego de colocarme diestramente un preservativo, me cabalgó dándome la espalda, yo la tomaba por la cintura mientras que ella saltaba sobre mí. Angie también disfrutaba de mirándose en el espejo viéndose como me cabalgaba, por momentos subía y bajaba lentamente, mientras no dejaba de observarse. Finalmente se bajó de mi pene y se echó en la cama, abrió las piernas lo más que pudo y me dijo, -cómeme papi, soy toda tuya-, el contraste de su piel blanca, bajo la lencería negra, y esas piernas totalmente abiertas eran una invitación a darle duro, eso hice, la penetré profundamente y le comencé a bombear mi pasión sin piedad. Ella levantaba sus caderas para que mi pieza entre hasta su fondo. Pocos minutos después tuve un tremendo orgasmo y caí sobre ella.

Después, nos quedamos abrazados, sudorosos y en silencio, escuchando nuestros propios corazones. Acariciaba mi cabeza que yacía junto a la suya. Yo jugué con su cabello.

Ella estaba recostada sobre mí, la cabeza en mi pecho, sus dedos dibujando figuras invisibles sobre mi abdomen. Su cuerpo seguía caliente, su respiración lenta, profunda, como si tratara de memorizar cada latido mío.

—Te escucho el corazón —dijo, con voz de niña.
—¿Y qué dice? —pregunté, sonriendo.
—Dice mi nombre. Dice que se está quedando aquí conmigo.

No supe qué responder. La abracé más fuerte.
—¿Estás bien? —le pregunté.

—Estoy... en paz. Como si nada malo pudiera pasarme mientras esté acá.
Hizo una pausa. Sus ojos buscaban los míos.
—¿Tú también sientes eso conmigo? ¿O solo soy yo que me enamoro como idiota?

Le tomé el rostro con ambas manos, suave, como si fuera algo que pudiera romperse si lo apretaba demasiado.
—No eres una idiota. Eres lo mejor que me ha pasado en años. Y sí, también lo siento.

Ella cerró los ojos un momento, y luego sonrió. Una sonrisa llena de alivio. Se incorporó un poco, apoyando un codo en la cama, y me miró desde arriba.
—Te juro que a veces me da miedo lo que siento. Como si esto fuera demasiado bueno para durar.

—Entonces no pensemos en cuánto va a durar. Solo pensemos en que está pasando —le dije—. En que es real. Ahora.

Ella se agachó, me besó despacio, largo. Un beso de esos que no se dan para excitar, sino para quedarse. Para decir “te elijo”.
—¿Te puedo pedir algo? —me susurró después.

—Lo que quieras.

—No me sueltes. Ni mañana, ni la próxima semana. Si alguna vez me da por empujarte... agárrame más fuerte, ¿sí?

Asentí. Angie se paró en la cama, colocándose sobre mí, y mirándome desde arriba, me preguntó, ¿te gustó esto?, acariciando su lencería. Me encantó le dije, mientras la veía desde abajo, su vulva todavía ligeramente abierta y húmeda, sus pechos que resaltabas por encima del par de anillos que los sostenían. Se lo quitó sensualmente y lo arrojo a los pies de la cama. La verdad que su mejor lencería era su piel magnifica, totalmente desnuda. Se volvió a echar a mi lado. Y la abracé. Y nos quedamos así, su pierna enredada en la mía, su mano en mi pecho, su amor, entero, envuelto en silencio.

Estábamos envueltos en las sábanas, con la piel aún tibia y los cuerpos entrelazados. El silencio no pesaba. Al contrario, nos arropaba. Mi cabeza descansaba sobre su pecho, y sentía cómo su respiración volvía poco a poco a un ritmo normal. Sus dedos jugaban con mi cabello, enredándolo suavemente.

Angie
No quería moverme. No quería que ese momento terminara nunca.
—Nunca pensé que el sexo pudiera ser así —dije en voz baja, casi como si me avergonzara de decirlo.
Él bajó la mirada, curioso. Me acarició la mejilla con el dorso de su mano.

—¿Así cómo?

—Tan… hermoso. Tan completo. Tan lleno. Siempre pensé que era solo placer, algo que se hacía, que se gozaba, y ya. Pero contigo… —me detuve, buscando las palabras— es como si cada parte mía se rindiera. No me siento usada. Me siento amada.

Él me miró con esos ojos que siempre parecían desnudarme más allá del cuerpo.
—Es que solo cuando se hace con amor, puede ser así de maravilloso —me dijo, con una dulzura que me desarmó—. El cuerpo responde distinto cuando el corazón también está desnudo.

Le sonreí, pero de pronto los ojos se me llenaron de lágrimas.
—Yo solo quiero que me engrías —susurré, tragando un nudo en la garganta—. Que me cuides. Que me abraces por la espalda cuando estoy triste. Que me tapes si me duermo sin querer. Que me digas que estoy linda, incluso despeinada.

—¿Solo eso? —bromeó, besándome la frente.

—Sí… no quiero más. Solo eso. Sentirme protegida. Sentirme tuya sin miedo.

Se incorporó un poco, me abrazó desde atrás, y me cubrió con su cuerpo como un abrigo. Me besó el hombro desnudo y me susurró al oído:
—Entonces quédate aquí, amor. Aquí nadie te va a soltar.

Cerré los ojos y respiré hondo. Por primera vez en mucho tiempo, me sentía en casa. No en el lugar, sino en sus brazos.
Estábamos acostados, piel con piel, cubiertos por una sola sábana. Mi respiración aún se mezclaba con la suya. Sentía su calor, su latido, su olor en mí.

Él me miró, con los ojos llenos de algo más que deseo. Había ternura… y algo de tristeza también.
—¿En qué piensas? —le pregunté, acariciándole el pecho, dibujando círculos suaves con la yema del dedo.

—En lo mucho que me gusta sentirte así… tranquila. Mía. Y también en todo lo que no sabía que me estaba perdiendo.

Sonreí, un poco avergonzada, y escondí el rostro en su cuello.
—Yo pensaba que había tenido sexo antes. Le dije, Pero me doy cuenta de que lo que tuve fue... no sé… versiones mal impresas de lo que en realidad podía ser.

Él soltó una risa leve.
—¿Eso incluye al japonés? —me preguntó con una ceja levantada.

Me reí.
—Ay, no te burles. Claro que me refiero al japones, si fue el único antes de ti. Un amor raro. Tierno, pero torpe. Me trataba como una muñeca de porcelana. El primer beso me lo dio con los ojos abiertos… como si estuviera chequeando si lo hacía bien. Y en la cama… bueno… —hice una pausa, conteniendo la risa— fue un desastre. Se desvestía con una ceremonia, como si fuera un ritual sintoísta. Todo lo preguntaba: “¿Puedo tocar aquí?”, “¿Está bien esto?”, “¿Así?”. Me cortaba todo el deseo. Y luego, aceleraba de 0 a 100 y en dos segundos ya estaba dentro de mí, más se demoraba en doblar su ropa que en hacerme el amor, jamás me mojé como contigo.

Él rio con ganas, luego suspiró.
—Al menos se preocupaba por dejar su ropa ordenada… En mi caso, el sexo con mi exesposa se volvió un procedimiento. Literalmente.

—¿Procedimiento?
—Sí. Después de varios intentos de concebir, empezamos un tratamiento. Y con él, todo venía con reglas. Día 10, día 12, nada de esto, solo aquello. Coman esto, tomen estos suplementos. Postura tal, media hora acostada después. Si no era el día fértil, mejor ni intentarlo. Perdía sentido… se volvió una tarea. Cada encuentro era una mezcla de presión y calendario.

—¿Y no funcionó? Preguntó como si no conociera la historia, aunque claro, los detalles sobre cómo era el sexo, nunca lo había contado, ni a mi madre ni a ella.

—No. Y fue desgastante. Dolía verla frustrada. Me dolía sentirme inútil. Como si todo lo que hacía no bastara. Como si el amor que teníamos no fuera suficiente para que llegara ese hijo que tanto deseábamos.

Me quedé en silencio unos segundos. Lo abracé más fuerte.
—Debe haber sido horrible sentirte así.

—Lo fue. Perdimos algo más que un bebé que nunca llegó. Perdimos la magia. El deseo. La espontaneidad. Y luego, el amor. Fue como apagar la luz poquito a poco.

Acaricié su rostro, suavemente.
—Pues déjame decirte algo… esta noche encendimos todas las luces. Aquí no hay reglas. Solo ganas. Solo nosotros.

Me miró como si yo fuera un respiro después de una tormenta larga. Me besó, esta vez sin urgencia, sin peso, solo con gratitud.
—Gracias —me susurró.

—¿Por qué?

—Por recordarme que el cuerpo también puede sanar. Y que hacer el amor no es lo mismo que tener sexo.

Nos quedamos un instante en silencio, que no era incómodo. Era ese silencio lleno, denso, que viene después de decirnos verdades que nadie más conoce. Estábamos desnudos, no solo en cuerpo, sino en alma. No sé quién se acercó primero, solo sé que nuestras bocas se encontraron con una suavidad distinta, como si se agradecieran mutuamente por haberse contado el dolor.
Nuestros labios se buscaron sin apuro. Esta vez no era urgencia, era entrega. El beso fue lento al principio, pero creció, como crece una ola: segura, inevitable. Sentí su mano en mi nuca, sus dedos deslizándose por mi espalda, y supe que quería más. Supe que necesitaba más.

—No sabía que podía sentirme así con alguien —le susurré entre beso y beso, con la frente apoyada en la suya.

—Ni yo —me respondió, mientras sus dedos me acariciaban con la reverencia de quien cuida algo precioso.

—Es como si todo lo que fue difícil, nos trajera justo hasta aquí.

Asintió. Me miró con esa intensidad suya, esa forma de ver que traspasa la piel. Y me besó de nuevo, pero esta vez más profundo, más posesivo.

Sus manos recorrían todo mi cuerpo, yo busque su miembro erguido y lo acariciaba por momentos y por otros lo rodeaba con mi mano de arriba a abajo.

Lo sentí bajando por mi cuello, me besaba y acariciaba, se prendió de uno de mis pechos, lo besaba, lo mordía suavemente y luego lo chupaba, él ya sabía que eso me calentaba mucho, comencé a gemir suavemente cuando recordé que estábamos en un hotel, no debía reprimir lo que sentía. Mi primix saltaba de un pecho a otro, yo veía mis pezones muy erectos, respondiendo a cada una de sus caricias. Luego siguió su camino al sur, ya no alcanzaba a tocarle el pene, había quedado fuera del alcance de mi mano, pero le veía ahí, erecto, duro, con esas venas que se marcaban cuando lo ponía así, se veía poderoso y ansioso de entrar en mí.

Llegó a mi pubis, lo besó mucho y de pronto sentí su lengua jugando en la entrada de mi vagina, ¡cómo me había mojado!! Me introdujo dos dedos y el placer subió de golpe, sabia moverlos ahí, tocaba arriba, hacia círculos, los metía, los sacaba, era un maestro. En el momento preciso, sentí su lengua buscando mi clítoris, sabia como tocarlo y lamerlo justo para que el placer sea intenso sin que llegue a ser intolerable. Solo quería que me penetre, sentir su grueso pene dentro de mí, que llene con ese cañón, pero tampoco quería que deje de lamer y chupar mi clítoris.

Mis gemidos ya eran muy fuertes, pensé que todo el hotel podría escucharme en ese momento, pero no me importaba. El no paraba y yo disfrutaba, hasta que sentí unos latigazos de placer que invadían todo mi cuerpo, me estremecían, me quemaban… me rendí al orgasmo.

El subió nuevamente besándome cada parte de mi cuerpo, hasta que llegó a mi boca, sentí mi sabor en su beso, Se arrodillo, frente a mí, tomó el preservativo mientras yo solo observaba ese enorme miembro cubrirse del látex protector. Muchas veces había pensado en como seria sentirlo piel a piel dentro de mí, como seria sentir su semen caliente dentro, inundando mi vagina, pero mis miedos no me dejaban tomar la decisión. Estaba absorta en esa fantasía, cuando lo sentí entrar en mí, lo hizo suavemente, ese pene me hacía gemir cuando entraba, ya estaba acostumbrada a su tamaño, sentía que mi vagina se acomodaba alrededor de ese magnifico miembro, pero siempre al entrar, era como si me abriera por primera vez. Nuestros cuerpos se encontraron como si ya supieran el camino. Como si cada herida confesada hubiera limpiado el espacio para una pasión más pura, más real. Lo sentí dentro de mí con más hambre, con más ternura, con más fuerza. Como si quisiéramos grabarnos el uno en el otro.

Quería hacerle sentir que lo amaba. Que lo deseaba. Que lo elegía.

Él me abrazaba con todo su cuerpo, como si temiera que desapareciera, como si yo fuera el refugio que no sabía que necesitaba.
Nuestros suspiros llenaban la habitación. Ya no existía el reloj. Solo nosotros. Nuestros cuerpos hablaban en ese idioma secreto que nace cuando la pasión se encuentra con la confianza. Con la complicidad. Yo me sentía totalmente llena de él, sus movimientos comenzaron a ganar ritmo y velocidad, era totalmente suya, él había tomado mis piernas y las había puesto sobre sus brazos, eso hacía que sus embestidas llegaran hasta el fondo de mí.

Me sentía dominada, dulcemente suya, mi cuerpo solo se movía debajo suyo al ritmo de sus movimientos hasta que noté como aceleró el movimiento, ya había aprendido que ese era el preludio a su orgasmo, segundos después llegó su explosión, yo sentí su pene latir dentro de mí, mientras su precioso liquido era expulsado, el soltó un gemido de placer y se colocó suavemente sobre mí, me soltó las piernas y yo lo abrace con ellas, Ya no necesitaba decirle que se quede, aprendía rápido mi hombre. Se quedo ahí quieto, sintiéndonos, era la gloria tenerlo ahí, sobre mí, aunque el cuidaba de no dejarme todo su peso encima, yo disfrutaba sentirme aprisionada bajo su cuerpo, sentir que nadie en el mundo podía estar más cerca de él que yo. Disfrutaba sentir como su duro mazo, comenzaba poco a poco a perder firmeza, como el soldado que después de ganar la batalla, tomaba un merecido descanso.
Terminamos exhaustos, fundidos en un nudo de piernas y brazos, cubiertos de sudor y amor.

—¿Qué fue eso? —pregunté entre risas, aún sin aliento.

—Una locura preciosa —dijo, besando mi cuello—. Como tú, mientras se retiraba, tomé su pene, saque el preservativo, lleno de su semen y le limpie el pene con la punta de una sábana. Él se echó a mi lado.

Me abracé a él, y esta vez no hablamos más. No hacía falta.
 
Exceltente la saga. En mi opinion eso de presentarlo como novio y no poner lunar polarizadas les pasara factura.
 
YO:

Nos levantamos sin prisa, con la piel aún tibia del otro. La habitación estaba en penumbra, a pesar del sol radiante que reinaba afuera.

—¿Quieres una cerveza? —pregunté, todavía un poco desorientado por todo lo que habíamos compartido.

—Claro, que nos las merecemos —respondió ella, con ese brillo en los ojos que aparecía cuando se sentía libre.

Abrí el maletín de deportes, saqué el six pack, que con la emoción del momento había olvidado ponerlo al frigobar de la habitación, pero aún estaban frías. había un silencio cómodo, cómplice. Abrimos las cervezas, brindamos sin decir palabras, solo con una mirada que lo decía todo: esto es nuestro, esto es real.

Ella estaba sentada, solo tapada hasta la cintura con la sabana, yo parado junto a la cama. Nos bebimos las pequeñas botellas prácticamente en un solo viaje. Cuando Angie saco el pico de su boca, una línea de espuma cayó sobre su pecho derecho, corriendo lentamente hacia el pezón, ¡ay! Dijo, pásame una toalla amor. Aquí esta tu toalla, le dije mientras me inclinaba sobre ella y lamia hasta la última gota de esa espuma, cuando me iba a retirar, ella puso su mano en la parte trasera de mi cabeza y me aprisiono contra su erecto pezón, eso me vuelve loca me dijo, lo sé, le respondí, mientras volvía a chuparlo.

Me soltó después de algunos segundos. ¿Quieres otra? le pregunté mientras le recibía la botella vacía, si, estaba sedienta, me dijo.
Fui al frigobar, donde ya había colocado las restantes y regresé hacia la cama con dos botellas más. Las puse sobre la mesita y me metí en la cama. Nos acomodamos desnudos bajo la sábana. La cerveza nos aflojó la lengua, como si hubiéramos cruzado una frontera invisible.

Ella me contó más del japonés: cómo intentó amarlo, cómo se sintió culpable por no lograrlo, cómo había aprendido a sonreír para evitar preguntas. Como el poco sexo que tuvieron, se convirtió mas en un deber que en placer.

Yo le hablé un poco más de los tratamientos, de las fechas marcadas en el calendario, del sexo convertido en tarea, del vacío que fue creciendo entre mi ex y yo cuando no logramos concebir. Le hablé del cansancio emocional. De lo solo que me sentí.
—Y ahora estás aquí —me dijo, tocándome suavemente el pecho—. Y me haces sentir que soy suficiente. Que no tengo que fingir, ni esforzarme por encajar.

—Porque eres suficiente. Porque no se trata de encajar, sino de encontrarse —le respondí.

Nos reímos. Hablamos de nuestras rarezas. De las cosas que nos daban vergüenza. De los secretos que nunca habíamos contado, no porque fueran oscuros, sino porque nadie había merecido escucharlos.

Y entonces nos dimos cuenta de algo poderoso: ya no había secretos entre nosotros. La desnudez era total, física y emocional. Nos estábamos mostrando completos, imperfectos, vulnerables… y no pasaba nada. Al contrario: nos sentíamos más cerca que nunca.

—¿Te das cuenta? —dije, acariciando su mejilla—. Esto que estamos haciendo ahora… es lo más valiente que he hecho en años.

—Y yo —susurró—. Es la primera vez que siento que el amor no me limita… me libera.

Brindamos otra vez. Por nosotros. Por la verdad. Por el amor sin miedo. Cruzamos los brazos, como si brindáramos con un champagne muy fino y bebimos a pico de la humilde cerveza, pero no importaba lo que bebiéramos, estábamos reafirmando un pacto que construimos día a día.

Esa mañana echamos los cimientos de la confianza absoluta. Y hasta hoy, no hemos tenido que fingir jamás.

Después de la segunda cerveza, con los cuerpos aún tibios por lo vivido, nos quedamos abrazados, compartiendo ese silencio denso y cómodo que se da solo entre los que se han desnudado por dentro.

Angie jugaba con los dedos en mi pecho, dibujando círculos lentos. Yo la tenía recostada sobre mi brazo, y con la otra mano acariciaba su espalda baja, solo por el gusto de tocarla, de saberla ahí, mía. Sus nalgas eran firmes, de forma perfecta, era un placer pasar mi mano extendida y sentir esa forma redondeada, que yo sabía que muchos miraban y hasta deseaban, pero solo yo podía verla en piel desnuda y tocarla a mi antojo.

—Amor —dije, en voz baja, rompiendo la calma con cierta seriedad—, tenemos que hablar de algo.

Ella alzó la cabeza, buscó mi mirada.
—¿Pasa algo?

—No… no en mal plan. Pero tenemos que ser cuidadosos, amor. Lo de anoche, lo de hoy... ha sido maravilloso. Pero en casa hay que tener cuidado. Y tú sabes cómo es mi madre. Yo quería poner el parche, para que ella se limitara en esas travesuras que me encantaban, pero nos ponían en peligro.

Angie se mordió el labio y asintió, comprendiendo al instante.
—Sí... sé que tengo que controlarme —dijo con media sonrisa, algo traviesa—. Pero me gusta provocarte. Me gusta sentir que te tengo cerca, incluso cuando no puedo tocarte. Te juro que estoy tranquila, hasta que te veo…

—Y a mí me encanta que seas así. Me encanta que seas atrevida —le dije, dándole un beso en la frente—. Pero no podemos bajar la guardia. No podemos correr riesgos. Mi madre no puede sospechar nada.

—Lo sé… —susurró, y bajó la vista—. Es solo que cuando estoy contigo se me olvida el mundo. Me siento segura, deseada, viva.

—Y eso no tiene que cambiar. Solo tenemos que aprender a elegir bien nuestros momentos. Disfrutar lo prohibido, sin que nos atrapen —dije, sonriendo ahora, mientras le acariciaba la mejilla—.

Ella asintió otra vez, más convencida. Se estiró y se montó suavemente sobre mí, su cuerpo tibio y desnudo pegado al mío.
—Entonces… tendremos que planear nuestros escapes con precisión. Como dos cómplices perfectos —dijo en voz baja, mientras me daba un beso lento y cargado de promesas.

—Exacto —le respondí, con las manos sobre sus caderas—. Somos un secreto que vale la pena proteger.

Ella me besó otra vez, más profunda, más segura. Y en ese instante supe que entendía todo. Que más allá de la piel y el deseo, estábamos construyendo algo que no podía romperse con un descuido.

—Vamos a cuidarnos —dijo finalmente, bajando la voz—. Pero también vamos a amarnos cada vez que el mundo nos dé un respiro.
Angie comenzó a moverse sobre mí, yo sentía su vulva mojada, restregarse sobre la parte baja de mi abdomen y mi pene otra vez llenarse de sangre. Ella jugaba con sus pechos, acercándolos a mi cara, me dejaba besarlos y chuparlos por breves segundos y luego se retiraba donde ya no los alcanzaba, en un momento sin dejar de moverse, buscó con una de sus manos mi erecto pene y lo apretó contra sus nalgas, que sensación tan deliciosa, sentir que mi troco se abría paso entre esas dos preciosas nalgas, explorando ese canal que escondía el otro tesoro que aún no me había dado.

Ella jugó un buen rato así, hasta que le susurré, - ahí debías agarrarlo y metértelo, está listo para perforarte-, ella no dijo nada, solo se estiró y pasando por encima de mi pene, pude sentir cuando su vulva, rozo mi tronco erecto, abrió un preservativo y me lo puso con la destreza de una experta. - Que rápido aprendes, le dije, pero yo quería que te lo metieras sin preservativo… Y mientras levantaba las caderas para meterse mi pene, me dijo con tono de amorosa llamada de atención, -eso no se puede jovencito-

Esta vez no me cabalgo sentada sobre mí, sino que se puso de cuclillas sobre mi pene y hacia movimientos de arriba a abajo y por momentos circulares, Yo jalé una almohada para levantar mi cabeza y ver cómodamente ese espectáculo. Mi pene entrando y saliendo de esa papita depilada, sus labios vaginales, entraban y salían al unísono de sus movimientos, abrazando mi pene. Ella gemía y cada vez se movía más rápido. comencé a acariciarle y pellizcarle suavemente las tetas, pasaba las palmas de mis manos sutilmente sobre sus pezones, sabía que esto y la montada, eran orgasmo seguro. Y así fue, un par de minutos se dejó caer sobre mi pene, ya no de cuclillas ahora se sentó y su cuerpo se arqueo hacia atrás en tres espasmos acompañados de sus respectivos gritos. Pasados estos, se echó sobre mí, con su respiración agitada y su corazón la tiendo a ritmo acelerado.

Un momento después, me dio un beso y se bajó. Se acomodó boca arriba y abrió las piernas invitando a que ahora yo la monte, pero la incliné de costado y la penetré en cucharita, ella levantó la pierna que quedaba hacia arriba y la pasó hacia atrás, enganchándola con una de mis piernas.

Comencé los movimientos, mientras le acariciaba los pechos, con la mano que pasé debajo de ella. ¡así amor, que rico se siente!! Me decía, ¡¡Es diferente, no pares!! Le seguí dando varios minutos, mientras ella cada cierto rato me decía, ¡no pares, más rápido! Mi orgasmo llegó con la violencia de un rayo. Terminadas las oleadas del placer orgásmico, me que quede ahí y la jale hacia mi como cuando dormíamos juntos.

Ella movió mi mano hacia su pecho, mientras con la otra buscó mi pene, jalo el preservativo y lo tiró suavemente sobre la mesa, yo lo miré a ver si el semen se salía, pero cayó en la posición perfecta para que eso no ocurra. sentí como la humedad de mi pene mojaba su espalda baja, ella se pegaba más a mí. Nos quedamos en silencio. Después de un par de minutos, Angie rompió el silencio: – Yo creía que esa posición era solo para dormir- No, le respondí, se llama posición de la cuchara o cucharita. No me respondió, solo se pegó más a mí, parecía que quería meterse dentro mí.

Dos horas después, despertamos aún enredados en las sábanas del hotel. La habitación olía a nosotros: a piel, a deseo, a confesiones. Afuera, la luz radiante de un día de diciembre se filtraba por la cortina, bañando el cuarto en una calidez melancólica.
Nos miramos sin decir nada. Solo con los ojos, supimos que esa no sería la última vez en ese refugio clandestino.

Angie se deslizó lentamente sobre mí, con una ternura decidida. Sus labios buscaron los míos, y no hubo palabras, solo el lenguaje que habíamos aprendido a hablarnos con el cuerpo. Hicimos el amor una vez más, ninguno se cansaba de amar. Esta vez solo fue misionero, nada más, un misionero rebosante de largos besos en la boca y en los cuellos, gemidos que delataban el placer, con una mezcla de dulzura y ansiedad.

Fue distinto. Más lento. Más profundo. Nos exploramos a besos como si quisiéramos memorizarnos, tatuar en la piel el recuerdo del otro. Cada gemido fue un suspiro contenido. Cada caricia, una muestra de amor disfrazada de placer. Nuestros orgasmos también llegaron despacio, como dejándonos disfrutar más, el mío pocos segundos después del de Angie, como sincronizados y eso que ya no retenía mi placer, como me lo había pedido ella, todo era natural, a veces ella no llegaba, eso no le molestaba, pero esta vez, nuestros cuerpos se fundieron en los tiempos perfectos.

Después, nos quedamos abrazados unos minutos más, en silencio. El reloj nos arrancó de ese mundo paralelo con su amenaza muda. La mañana había pasado volando, ya eran cerca de las dos de la tarde.
—Tenemos que movernos —dije, besándole el hombro.

—Lo sé —respondió con un suspiro que me estrujó el pecho.

Nos levantamos y fuimos al baño. La ducha compartida fue otra danza íntima: el agua corriendo sobre nuestros cuerpos, las manos resbalando con jabón y ternura, las risas bajas, los besos bajo el chorro caliente.

—Te ves hermoso así —me dijo, mientras me secaba el cabello con la toalla.

—Y tú… tú eres mi locura —le respondí, atrapándola en un abrazo húmedo que casi nos hace olvidar el reloj otra vez.

Nos vestimos sin apuro, con la piel aún tibia de tanto tocarnos. El reloj seguía avanzando, sí, pero en ese cuarto aún no existía el mundo exterior. Afuera nos esperaban los secretos, los cuidados, las reglas... pero adentro, todo era nuestro.

Angie tomó la última cerveza y me ofreció la otra con una mirada traviesa.
—Tómala tú, amor, yo ya estoy servida.

—Mejor tú —le dije—. A mí ya me dejaste embriagado de Angie, además debo manejar.

Se rio bajito, como quien guarda un hechizo entre los labios, y la bebió de a sorbos lentos, sin apuro, como saboreando la memoria de nuestros cuerpos enredados.

Se colgó la mochila y caminó hacia la puerta. Me acerqué para abrirla, pero ella me detuvo con un abrazo largo, suave, cálido.
—Gracias por hacerme sentir todo esto —susurró.

—Gracias por dejarte amar así.

El beso que siguió fue dulce, con esa mezcla de ternura y deseo que ya era parte de nuestro lenguaje. Cuando se separó, sus ojos brillaban.

Yo me quedé un segundo más, escaneando la habitación como si no quisiera dejar nada atrás: la cama revuelta, el vapor aun marcando el espejo, nuestras risas aun flotando entre las paredes.

Salí tras ella. En la cochera, después de dejar la llave y el control en la recepción, le abrí la puerta del auto. Subió con esa calma de mujer que sabe que acaba de regalar y recibir placer. Esa mezcla de niña buena y diosa desnuda que me tenía atrapado.

No hablamos al comienzo. Las calles de Lima fluían lentas. El sol de verano no quemaba; acariciaba. Angie tomó mi mano, como si con ese gesto quisiera asegurarse de que no era un sueño.

—¿Todo bien allá adentro? —preguntó al fin, mirando por la ventana.

—Perfecto —le respondí—. Aunque dudo que el cuarto haya quedado muy presentable…

Se rio, con esa risa bajita que siempre terminaba encendiéndome.
—Parte del encanto, pues.

Nos miramos de reojo, sonriendo, cómplices.
—Angie —dije, acariciando con el pulgar la palma de su mano—, he estado pensando en tu viaje a Arequipa para firmar los papeles de las tierras.

—Yo también —respondió, sacando su estuche de maquillaje para retocarse—. Ya no puedo postergarlo.

—Quiero ir contigo.


—¿En serio? ¿Y el trabajo?

—Buscaré la forma. Me deben días. Pero eso no es todo…

Ella dejó el espejo, me miró con interés.
—¿Qué más?

—Después de ver a tu papá... quiero que nos escapemos. Dos, tres días. Tú y yo. Sin relojes. Sin planes. Al Colca, o a algún rincón de tu pueblo.

Ella alzó una ceja, burlona.
—¡¿Cuál pueblo, oye?! ¡Arequipa es ciudad!

—Para mí siempre será tu pueblo —dije riéndome—.

—Cállate, que tú también tienes tu sangre allá. ¿No que tu mamá es arequipeña?

—Sí, pero yo nací en Lima.

—Entonces igual eres arequipeño. Ya lo decía mi abuela: el arequipeño nace donde le da la gana.

Me reí.
—Está bien. Medio arequipeño, te lo reconozco.

—Y bastante mañosin también —dijo, dándome un golpecito en la pierna—. ¿Así que, al Colca, escondidos?
Asentí.

—Como todo lo nuestro. Pero sin miedo. Dormir juntos sin interrupciones. Hacer el amor con el sol entrando por la ventana. Caminar abrazados sin mirar preocuparnos si nos descubren.

Ella bajó la mirada y se mordió el labio inferior. Sabía que su mente ya estaba allá, entre volcanes y sabanas, imaginando nuestras noches sin límites.

—Suena a locura peligrosa…

—Pero deliciosa, ¿no?

—Sí… pero solo si me haces el amor como hoy.

—Prometido. En la noche. Y también al amanecer. Y si el paisaje nos da tiempo… al mediodía.

Se rio. Esa risa que me desarma.
—Te vas a meter en problemas conmigo.

—Ya estoy metido, Angie. Hasta el fondo.

Paramos a comer ceviche en el camino. Cada mirada entre nosotros estaba cargada de lo que aún vibraba en nuestras pieles.

Estacioné al otro lado del parque, como siempre. Ella se arregló el cabello, se miró al espejo retrovisor. Respiró hondo. Era nuestra rutina. La transformación. De amantes devorados a familia respetable.

—¿Lista? —pregunté, sin girar la cabeza.

—Siempre —respondió, y esa palabra, tan simple, me hizo sonreír.

Bajó con su mochila. Caminaba como si viniera de cualquier lugar. Pero yo sabía lo que escondían esos muslos, esa boca, esa espalda: me escondían a mí.

Esperé unos minutos. Fui a echar gasolina. Hacía tiempo.

Veinticinco minutos después, entraba en la cochera. Fui a ver a mi madre.

—Hola hijo —me dijo—. Angie ya llegó. Habla con ella, que no retrase ese viaje.
Que llame a su papá para que tenga los papeles listos. Ya no me voy a meter más.

—Sí, madre. Si no baja, subo a hablar con ella.

—Más tarde vienen unas amigas del club —agregó—. Vamos a planear la fiesta de una de ellas. Cumple 90.

—¿Fiesta con strippers?

—Sí, claro —dijo riéndose—. Y con luces de discoteca, como les gusta a ustedes los jóvenes.

—¿Cierro con seguro mi puerta entonces?

—Sí, no sea que las viejas confundidas se metan pensando que es el baño, como la última vez.

Me reí. Y pensé que esa noche, si el destino se portaba bien, íbamos a tener una oportunidad más.

Una más… de vivir lo nuestro sin testigos, bueno con algunos testigos a 10 metros que no imaginaban lo que pasaba detrás de esa puerta cerrada.

 
Siete – LA FIESTA DE LAS SEÑORAS

Angie pasó gran parte de la tarde ayudando a mi madre. La veía desde el umbral de la cocina, con su cabello recogido en una cola desordenada y esa manera tan suya de moverse, eficiente pero suave.

Mi madre la miraba con afecto. Le daba instrucciones suaves, como si hablaran en un idioma que no necesitaba traducción. Y Angie respondía con una sonrisa cómplice, sin el menor asomo de fastidio. Se notaba que había conquistado su confianza. Que ya no era la sobrina que vino a quedarse por un tiempo, sino una pieza querida del rompecabezas familiar.

A eso de las seis comenzaron a llegar las señoras. Nueve en total. Angie las recibió con mi madre, una por una, con besos en la mejilla y bromas suaves que les sacaban carcajadas. Las ayudó a acomodarse, les ofreció Chicha o té.

Una vez instaladas, con la reunión en marcha, Angie se acercó a mi madre con esa delicadeza con la que uno pide permiso sin hacerlo de frente.

—¿Necesitas algo más, tía? —le preguntó, poniéndole la mano en el hombro.
—No, hija, Solo llama a (Mi nombre) que venga a saludar y ya sube a descansar, o anda, mira televisión si quieres. Ya yo me entiendo con mis amigas —le respondió con ternura, casi echándola con una sonrisa.

Yo ya estaba en mi habitación. El ventilador giraba con su rumor suave. Cuando la vi entrar, supe que ya nada me iba a salvar.

—Dice tu mama que salgas a saludar al Asilo Canevaro y se rio, sin darme tiempo a decir nada, Yo subo a darme un baño y bajo.

Sali, mi madre me presentó a cada una de sus amigas, a algunas ya las conocía de reuniones anteriores. Al terminar, mi madre me dijo
—Ya hijo, anda descansa, yo me quedo bien acompañada.

—Angie va a bajar a ver tele, le contesté

—Está bien.

20 minutos después, Angie empujó la puerta entreabierta de mi cuarto. La cerradura giró con ese clic seco que yo ya asociaba con la gloria. Yo ya le había contado el incidente de las viejitas despistadas y ella sabía que esa noche teníamos licencia para encerrarnos con seguro.

Angie se deslizó dentro como un secreto. Venía en shortcito y camiseta, pero su mirada me decía que venía desnuda por dentro. Se acercó a mi cama y sin decir palabra, donde yo me había sentado al filo, me dio un gran beso.
—Y que vamos a hacer, me preguntó con los brazos en forma de asas en su cintura, arrodillada en la cama.

—Nada, le contesté, solo ver televisión. Ya hicimos el amor toda la mañana, ahora solo toca ver televisión, no seas golosa.

—Eso crees tú, me contestó, y se sentó en mis piernas.
Su piel estaba tibia, olía a jabón de rosas y a un perfume discreto que me volvía loco. Se acomodó sobre mí, y lo que empezó como un abrazo, se volvió una combustión silenciosa.

—¿No tienes miedo? —le susurré, con los labios rozándole el cuello y una de mis manos exploraba sus pechos debajo del polo.

—Sí —dijo, muy bajito—. Pero más pueden las ganas que tengo de ti.

Nos besamos sin apuro, como si tuviéramos toda la noche y ningún testigo. Afuera, las carcajadas de las señoras llenaban la casa. Adentro, nuestros cuerpos se buscaban como olas. Entonces jaló uno de los cojines de la cama y lo tiró al piso, se arrodillo en él y con un movimiento rápido me quitó el short que había cambiado por mis pantalones cuando terminé la ronda de presentaciones.

Tomó dulcemente mi miembro semi erecto y lo comenzó a contemplar como quien analiza una joya muy valiosa, Una gota afloró de la punta de mi pene y ella con un suave pero rápido movimiento la tomó con la lengua.

Yo solo alcance a sacarle el polo antes que ella hundiera su cabeza en mi pene y comenzara su rutina de lengua, besos y chupadas que me ponían como fierro, verla así, arrodillada frente a mí y sentir su cálida boca en mi miembro era la gloria. Le retiré un poco el pelo que cubría su cara, quería verla tragarse mi falo, ver como desaparecía y aparecía en esa boquita que era capaz de dar mucho amor y mucho placer a la vez. Un momento después me saqué el polo y me dejé caer en la cama, totalmente desnudo, para disfrutar de mi mujer dándome placer.

Estaba en el séptimo cielo, cuando un leve toc-toc seco nos congeló, Angie levantó la cabeza y me miró sin soltar mi pene con la mano que lo acariciaba. Debe ser alguien buscando el baño, le dije en voz muy baja mientras me sentaba y le hice una señal con la mano de silencio.

¿Chicos? Escuchamos al otro lado de la puerta.
—¡Mi madre! —dije, saltando de la cama, encontré el polo y buscaba a tientas el short como si fuera un salvavidas en un naufragio. Solo había una tenue luz de la lampara iluminando suavemente la habitación.

Segundo toque. Esta vez más claro. Toc, toc.
—¡Mier..a! ¡No lo encuentro! —dije en voz baja, con el polo ya puesto, pero sin idea de dónde había caído el short. Angie ya se había parado y, como por arte de magia, ya tenía su polo puesto, ella no llegó a sacarse el short, asi que estaba lista. Se acomodó el cabello y me miró con una firmeza inesperada.
—¡Al baño, ya! —ordenó, como una generala en medio del caos.

No discutí. Me metí en dos pasos al baño justo cuando escuché la voz dulce de mi madre, mientras Angie le abría la puerta con una sonrisa angelical, todavía con las mejillas encendidas por el calor del cuerpo y el susto...

—¿los agarré en medio de una siestita? —preguntó mi madre con tono burlón, mientras le entregaba una bandeja con una jarra de chicha morada, hielitos flotando, y unos sándwiches de pan de molde con jamón y queso.

—No, estábamos buscando una película para poner en el DVD… —respondió Angie, sonriendo con falsa inocencia.

—Bueno, ya no los molesto. Pensé que podrían tener hambre. ¿Y (mi nombre)?

—Está en el baño —contestó Angie, sosteniendo la bandeja con firmeza y evitando mirar hacia el baño.

—Ya, ya. Me voy. Sigan con su cine —dijo mi madre, alejándose por el pasillo que lleva a la sala.

Angie cerró la puerta con suavidad. Luego se giró, con la bandeja en las manos, y caminó hasta apoyarla sobre el escritorio. Tocó la puerta del baño con dos golpecitos discretos.
—Ya puedes salir, James Bond —dijo en voz baja, divertida.

Abrí la puerta con cuidado, y al ver su cara no pude evitar reírme, aunque seguía medio pálido por el susto.
—Casi muero —murmuré.

—¿Por qué? Si yo estuve perfecta. Como siempre.

Se acercó, me abrazó por la cintura y, con una sonrisa traviesa, deslizó una mano por mi espalda baja.

Reímos en silencio, aún con el corazón acelerado. Ese peligro, ese juego… nos encendía más de lo que queríamos admitir.

Ella miró mi pene encogido por el susto. Lo levantó un par de veces con dos dedos y dijo – ¿Y este? ¿Se murió?, tendré que volver a empezar. -Esperemos un rato, le dije, no vaya a regresar con los saduchitos de pollo o los alfajores.

Prendí la luz principal para buscar mi short, hasta ese momento solo una lampara iluminaba la habitación. Vi el cojín en el piso y la caja de condones al filo de la cama. El televisor apagado, delataba que no había ninguna película en curso. Agradecí haber estado a media luz, de lo contrario ninguna explicación habría sido valida.

Comimos los sándwiches en la cama, mientras vimos una película ella se abrazó a mí y yo volví a sentir mi sangre caliente. Media hora después y cuando escuchamos que la reunión estaba más amena y bullangera, con varias personas hablando a la vez, estábamos los dos desnudos bajo las sábanas, ella sobre mí, ofreciéndome sus tetas, jugando nuestro juego favorito. Cada movimiento suyo sobre mí era poesía callada. Cada gemido contenido, una revolución. Nos hicimos el amor así, reprimiendo los gemidos, pero tocándonos hasta lo más escondido.

Con los oídos atentos a cada ruido del pasillo, y el alma rendida al deseo. Un par de veces escuchamos a alguien intentar girar la perilla de la puerta. parábamos, 5 segundos de espera, viejita despistada, le decía al oído y seguíamos.

Ella gemía suavemente, se contenía, pero ponía los ojos en blanco, introdujo mi pene en su vagina y me montó suavemente, puso las manos sobre la cama lo que le permitía darme besos y regalarme sus tetas, mientras se movía sobre mi para que mi pene entrara y saliera de su conchita. En un momento se sentó recta sobre mí y llevaba una de sus manos hacia atrás, acariciándome los huevos mientras seguía cabalgándome, se sentía riquísimo.

Después de un rato, la puse en misionero y luego de bombearla así, subi sus piernas y las puse en mis hombros, pero con una cadencia suave, no quería que la cama golpeara la pared. Ella cambio los gemidos reprimidos por suspiros que salían del fondo de su corazón. Otra vez Angie con su mano derecha acariciaba mis huevos, mientras yo le daba en esa posición, nunca lo había hecho antes y me gustaba mucho, lo hacía suave, con la presión suficiente para que no sea doloroso. Esas caricias me hicieron eyacular riquísimo.

El momento del placer después del placer fue bizarro. Ahí estábamos, los dos desnudos, yo aun encima de ella, besando su cuello y su cara, mientras mi pene todavía estaba insertado en su vagina, ella con una mano acariciaba mis glúteos, nuestras piernas entrelazadas, mientras muy bajito me decía al oído, “te amo”, toda esa escena idílica de amor y sexo se estaba dando a menos de 10 o 12 metros de un grupo de señoras de la tercera edad que charlaban animadamente en la sala de mi casa, tomando té y comiendo pancitos con pollo…

—Me encanta esta casa —susurró, casi dormida—. Pero más me encanta hacerte el amor en ella, mientras todos creen que no pasa nada.

Le acaricié el cabello y le besé la frente. Quise decirle que yo también, que esto era un fuego que ya no podía apagar ni, aunque lo intentara y que me volvió loco lo que acabábamos de hacer, pero no dije nada. Solo la abracé más fuerte.

Mientras afuera la sala vibraba con risas, brindis y anécdotas entre mi madre y sus nueve amigas, adentro, en mi habitación, el mundo tenía otro ritmo. Angie dormía sobre mi pecho, con su respiración pausada y su cuerpo cálido arropado por la colcha y mis brazos. Habíamos pasado parte de la noche viendo películas, después de hacer el amor y aunque al principio estuvo interesada en la trama, en cuanto comenzó una película de guerra, me miró con esa cara de “otra vez esto” y se acomodó entre mis brazos, cerrando los ojos lentamente. A ella le aburria eso y a mí me gustaba, en algo no estábamos de acuerdo.

Yo seguía viendo la peli, acariciándole distraídamente el brazo, hasta que escuché el sonido claro de las despedidas, carcajadas mezcladas con el tintineo de tazas en la cocina. Miré el reloj: 11:25 p.m.

—Angie, ya se están despidiendo —susurré, sacudiéndola suavemente.

Ella se desperezó con lentitud, todavía envuelta en el letargo del sueño. Yo, más consciente de la hora y de las reglas invisibles de nuestra clandestinidad, me incorporé de golpe.

—¡miércoles!!, se nos pasó la hora —dije en voz baja—. La idea era que subas a tu cuarto a las diez y media, máximo. Ahora ya están todas en movimiento… Va a ser difícil que pases desapercibida.

Nos vestimos a la carrera, intentando hacer el menor ruido posible. Yo me acerqué a la puerta y la abrí con cuidado, apenas unos centímetros. Vi a mi madre en la sala, cerrando la pesada puerta de madera que daba al jardín. Esa que solo se usaba en ocasiones especiales. Cinco segundos después, comenzó a apagar las luces.

—Ya no hay tiempo —le dije en un susurro. Ella asintió con la cabeza y se quedó de pie, alerta.

—Esperemos que se meta directo a su cuarto —murmuré, pero antes de que pudiera decir algo más, escuchamos los pasos.

Mi madre se acercaba. Le hice señas a Angie para que se escondiera en el baño y abrí la puerta justo antes del segundo toque. Me froté los ojos para parecer más adormilado.

—¿Estabas durmiendo, hijo?

—Sí, recién me había quedado dormido. La tele seguía prendida

—¿Angie ya subió a su cuarto, supongo?

—Hace rato, mamá.

Ella asintió.
—Bueno, me voy a descansar. Mañana tomen desayuno ustedes solos, ¿sí? Seguro me levantaré tarde.

Nos despedimos con un beso en la mejilla. Cerré con cuidado la puerta y suspiré. Angie salió del baño conteniendo la risa.
—Estuvo cerca, ¿ah?

—Muy cerca.

La miré, y luego dije, medio en serio, medio en juego:
—Si prometes irte a tu habitación mañana antes de las 8 a.m., puedes quedarte a dormir conmigo.

Ella sonrió con esa mezcla de niña traviesa y mujer decidida.
—Prometido —dijo, se desnudó y se metió nuevamente bajo las sábanas.

Me acosté junto a ella. Nos abrazamos, pero esta vez con la calma del que ya no tiene prisa nada. Puse el despertador a las 7am, presagiaba que esa hora hasta las 8am, podía prometer nuevas delicias. La abrace por la espalda, dormimos sincronizando nuestras respiraciones y nuestros corazones.

5:40am, cuando el sol apenas comenzaba a bañar de luz las rendijas de la ventana, nuestros cuerpos se buscaron de nuevo. Ninguno vio la hora, sabíamos que no era la hora que habíamos puesto en el despertador, pero las ganas nos despertaron. Fue un despertar lento, sensual, lleno de besos tibios en la nuca, susurros y caricias que terminaron en una sesión de sexo suave, pausado, profundo… como si quisiéramos memorizar cada respiración del otro. Esta vez sentí que más que el placer de hacer el amor, de tener un orgasmo, de tocar ese magnifico cuerpo, había un placer mayor. Estábamos tan absortos en nuestros besos y abrazos que casi la penetro sin preservativo.

Cuando me lo puse Angie se subió sobre mí, buscó mi pene erecto con las caderas, apoyando sus manos sobre mi pecho, cuando nuestros genitales se encontraron, ella comenzó a mover solamente su pelvis de arriba abajo, cada vez a mayor ritmo. Cuando sintió que ya no podía retener sus gemidos, se echó sobre mí y enterró la cabeza en la almohada, yo escuche casi en mi oído su orgasmo reprimido. Luego la puse boca abajo y la penetré hasta reventar de placer.

Reprograme el despertador para las 7:45 y nos abrazamos para disfrutar de dormir juntos un rato más.

Cuando por fin sonó el despertador. Nos levantamos lentamente, nos dimos un largo beso y después, cumpliendo lo pactado, Angie subió a su cuarto antes de las ocho.

8:30, después de ducharme y cambiarme, yo estaba en la cocina preparando café y pan con mantequilla. Cuando Angie se unió al desayuno, ya duchada y fresca, nos sentamos en la pequeña mesa de la cocina, como cualquier par de primos tranquilos. Pero debajo de la mesa, sus pies jugaban con los míos.

Durante el desayuno, comenzamos a planear en serio el viaje a Arequipa.
—Entonces, el jueves 12 —le dije, mientras revolvía el café— Llegamos en el primer vuelo y vamos para que firmes los papeles en la notaría y hacemos los trámites en Registros Públicos.

—Sí —respondió—. Eso ya está coordinado con mi papá. Me dijo que me espera con todo listo.

—Perfecto. El viernes temprano salimos. Diremos que regresamos a Lima, pero en realidad tomaremos el tour al Colca. Le diremos que yo tengo que trabajar sábado y domingo para compensar el permiso de jueves y viernes

Ella sonrió con complicidad.
—Nos vamos a perder…

—Sí, amor. A un pueblito del Valle del Colca, hay un hotel con vistas a las montañas y aguas termales privadas.

—¿Privadas? —me preguntó, alzando las cejas.

—Claro. Imagínate, los dos ahí, bajo las estrellas, en un jacuzzi natural…

El sábado iríamos a ver el espectáculo del cóndor al amanecer, abrazados con el frío de la sierra y la emoción de estar viviendo algo único. El domingo volveríamos a Arequipa para tomar el vuelo de la tarde a Lima.

Angie estaba radiante, aunque no podía evitar una mueca de preocupación.

—Solo me preocupa si me dan vacaciones para esos días. Ya usé parte de mi periodo hasta el 5 por el viaje con tu mamá…

—Yo tengo fe que sí —le dije, tocando su mano—. Y si no, buscamos un plan B. Pero este escape, Angie… este viaje, tiene que ser nuestro.

Ella asintió.
—Sí. Este será nuestro viaje. Nuestro secreto más bonito.

Y brindamos con café por la aventura que se avecinaba.

Los días que siguieron al fin de semana fueron tranquilos, casi rutinarios. Desde el lunes hasta el miércoles previo al viaje, la casa tuvo un ritmo pausado, doméstico. Angie y yo habíamos aprendido a movernos con cuidado, con respeto, pero sin dejar de alimentar esa llama silenciosa que ardía entre nosotros.

Algunas mañanas coincidíamos en la cocina. Ella comenzó a levantarse más temprano para verme, aunque sea unos minutos.

Llegaba todavía despeinada, con uno de sus polerones de pijama, y se servía café mientras yo me preparaba algo de comer. Nos besábamos en silencio, sabiendo que mi madre a esa hora dormía.

Un día me dio una mamada de dos minutos, que me dejó encendido, pero con ganas de terminarlo—Para que aguantes el día —susurró, guiñándome un ojo antes de salir de la cocina como si nada.

Las noches eran repartidas. Algunos días, ella pasaba tiempo con mi madre, mi madre la adoraba. Decía que Angie tenía la paciencia de una santa, y una risa que contagiaba alegría. Otras veces, ya más tarde, cuando mi madre se metía a la cama a descansar o a hablar por teléfono con alguna amiga, Angie se escabullía a mi habitación. Nos echábamos en la cama a ver televisión, alguna serie sin importancia o películas. Ella se acomodaba a mi lado, su pierna rozando la mía, su brazo buscándome sin hablar. Nos dábamos un beso, a veces dos. Las manos se aventuraban un poco más allá del borde de la cintura o del muslo, pero nos deteníamos. No por miedo, sino porque ambos entendimos que no necesitábamos cruzar esa línea cada vez. Que ella tuviera mi pene entre su mano quieta o con suaves caricias y que yo la abrazara acariciándole los senos lentamente, dejo de tener una connotación puramente sexual, era un gesto de cariño, que decía que éramos el uno del otro.


Jugábamos con el autocontrol, con la provocación. Una noche, viendo una película de suspenso, Angie se acomodó muy cerca, su aliento en mi cuello. Su mano recorrió mi pecho por debajo del polo, solo un momento, como una caricia perdida, y luego se detuvo, bajo y metió esa mano en mi short, acaricio mi muñeco que comenzaba a levantarse y a sus dos compañeros de aventuras, fue breve, solo los rozaba con la palma de su mano. 15 o 20 segundos las sacó.

—¿Ves? —me dijo, sin apartar los ojos de la pantalla— No todo lo intenso necesita desenlace inmediato.

Y tenía razón. Había algo poderoso en esa espera. Como si estuviéramos preparando el alma y el cuerpo para algo más grande. Para ese momento que ya habíamos planeado nuestro escape.

Miércoles por la noche. Había salido más temprano del trabajo y, apenas crucé la puerta de casa, encontré a mi madre en la sala, leyendo un libro. La saludé con un beso y me preguntó si ya tenía lista la maleta.

—Aún no, ma. Pero en eso estoy —le dije, mientras me dirigía a mi cuarto.

Angie ya estaba en casa. Había llegado antes que yo. Para mi alivio —y su felicidad— le habían aprobado las vacaciones para el viaje. Cuando entré a mi habitación, me di una ducha, me puse ropa cómoda. Minutos después, bajó Angie, ya en pijama, con el cabello suelto y una expresión de calma.

—¿Ya empiezas con la maleta? —preguntó, sentándose en mi cama como si fuera su sitio natural.

—Sí, quiero dejar todo listo. A las tres nos recoge el taxi.

Angie empezó a doblar algunas de mis camisas y polos, con esa mezcla de ternura y posesión que tanto me gustaba. Al sacar el neceser con las cosas de aseo personal, vio una caja de preservativos que ya estaba acomodada entre los compartimentos. Me miró con una sonrisa ladeada.

—¿Y esto? —preguntó, tomándola con dos dedos— ¿Una caja nomás?

—No soy tan ingenuo —le respondí, abriendo el compartimento secreto donde había guardado seis más—. Mejor que sobren, ¿no?

—Me gusta cómo piensas.
Se acercó, dejando la caja sobre la cama, y bajó la voz.
—Tengo mucha expectativa por este viaje. Es el comienzo de mi sueño universitario. Quiero traer mis libros que tengo allá, debo ponerme a estudiar para el examen de admisión. Y luego olvidarme de todo e irnos a disfrutar del Colca como nos merecemos.

—Lo tengo todo planeado —le dije, rodeándola con un brazo por la cintura—. El viernes, cuando todos crean que volvemos a Lima, ya estaremos camino al Colca.

—El hotel… ¿de verdad tiene vista al abismo? —preguntó, jugando con los botones de la camisa de franela que acababa de doblar.

—Vista al abismo, aguas termales privadas y una cama enorme que no piensa perdonarnos nada.

Ella se mordió el labio y me besó suave, casi en cámara lenta.
—Quiero que me hagas el amor con calma, sin apuro. Que me desnudes lento. Que cada beso valga por todos los que no nos dimos esta semana.

—Y yo quiero verte bajo el sol del Valle, sin maquillaje, sin ropa, sin prisas, solo tú. Mía.

Nos quedamos por un momento abrazados, en silencio. Afuera, escuchamos a mi madre caminar en la sala. Angie suspiró y se separó con una caricia.

—Mejor dormimos ya. Si no, mañana estaremos zombis.

—Tienes razón —le dije, guardando las últimas cosas. Voy a subir a bajar tu maleta para dejarlas en la puerta.

—No pongas despertador. Yo me encargo de levantarte. Confía en mí.

Al salir de mi cuarto, nos cruzamos en el pasillo con mi madre, que venía con paso tranquilo. Al vernos, se detuvo un momento y, dirigiéndose a Angie, le preguntó:
—¿Y ya tiene la maleta lista este muchacho?

—Sí, tía. Tuve que ayudarlo a doblar todo de nuevo porque era un desastre —respondió ella con una sonrisa traviesa.

Puse cara de resignación.

—Está bien, ya descansen —dijo mi madre—. Yo me despido ahora, porque ustedes salen de madrugada.

Nos dio su bendición con una mirada cálida y un beso en la frente.

Al despedirme, le dije:
—Voy a subir a traer la maleta de Angie para dejar las dos en la puerta de la cocina. Así mañana no te despertamos con el ruido.

Subimos a su habitación. La maleta estaba sobre la cama, lista. La tomé con una mano, pero antes de darme la vuelta, Angie se acercó y me abrazó por la espalda. Nos fundimos en un beso largo, silencioso, íntimo. Sentirla así de cerca, sabiendo que en un par de días volvería a hacerla mía, me estremeció. La despedida fue muda pero llena de promesas. Que ganas de meter mis manos debajo de su polerón y hacerla mía ahí, contra esa silla testigo de nuestra pasión. Pero me contuve, quería guardar todo para disfrutarlo como debe ser, no al vuelo.
Bajé, dejé las maletas junto a la puerta de la cocina y fui a mi cuarto, dejé la puerta entreabierta y me metí en mi cama.

No sé cuantos minutos pasaron, el sueño ya me estaba ganando, cuando sentí que la puerta se abría suavemente. Por un momento pensé que mi madre había olvidado decirme o darme algo, cuando logré enfocar la figura, era Angie.

—No quiero dormir sola esta noche, me dijo en voz muy baja.

Me pareció una niña asustada, —Pasa, le dije, cierra la puerta mejor.

Ella entró, cerró la puerta. Llevaba su ropa para el viaje en la mano, al igual que cuando viajó con mi madre. Se sacó el polerón y se metió desnuda en la cama. Yo también me desnudé y la acurruqué a mi lado. Ella se pegaba a mí y con una mano comenzó a acariciar mi pene.

—Amor, todos los preservativos están en la maleta, le dije, entendiendo sus intenciones.

—Me lo debes para Arequipa, ahora solo abrázame y hazme sentir que soy tuya, aunque no me hagas el amor.

La abrace por atrás, ella llevo una de mis manos a sus pechos y nos dormimos en menos de 5 minutos.


 
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