Me dirigí al grifo cercano, mientras la manguera despachaba la gasolina, rememoré lo increíble que había sido entregarnos sin reservas. En apenas un mes, Angie se había colado en mi vida con la ligereza de un cometa: había derrocado mis tristezas, reavivado mi deseo adormecido y descongelado un corazón que creía irremediablemente helado.
Di un par de vueltas tranquilas por el barrio, alargando el camino para darle a Angie un margen más de tiempo. Luego, enfilé hacia casa y entré a la cochera. Al bajar del auto con mi maletín en mano, las encontré a ambas: Angie riendo con mi madre en la penumbra dulce del comedor de la cocina.
Me saludé con ellas como siempre, pero me resultó casi un reto darle a Angie un beso en la mejilla después de haber recorrido cada centímetro de su piel tan solo unas horas antes. Me senté entre las dos y mi madre, curiosa, ya esperaba detalles de mi supuesta reunión de amigos en la playa.
—Cuéntanos algo —pidió ella con esa voz amable de quien espera anécdotas veraniegas.
Angie se adelantó, desplegando una historia de “fiesta de chicas” llena de risas y chismes coloridos. Yo la observaba, fascinado, pensando en la imaginación desbordante que tenía para alimentar aquella fábula. Claro, no era momento de confesar que habíamos pasado el fin de semana desnudos, amándonos sin pausa.
Cuando llegó mi turno, fui breve y esquivo: solo pinceladas de “risas”, “juegos de playa” y “charlas hasta el amanecer”. Mi madre, acostumbrada a mi discreción, asintió sin indagar más.
Después, mi madre compartió un cuento de vecindario: la cadena de oro que a una señora le habían robado en la avenida cercana —precisamente el camino de Angie al trabajo—. le advirtió con cariño y un suspiro, deseando protegerla.
Al terminar, mi madre se levantó y, con gesto cariñoso, nos recordó:
—Chicos, vayan a descansar y ordenen sus cosas para mañana. ¡A las siete cenamos aquí!
La cena transcurrió en un suspiro, entre risas suaves y pocos comentarios. Tras despedirnos, cada uno volvió a su refugio: me encerré en mi cuarto, preparé la ropa para el día siguiente —algo cómodo para el trabajo de campo— y me di una ducha rápida. Con el cabello aún húmedo, me puse mi short y polo de pijama, y me dejé caer en la cama, dispuesto a encender la televisión y ponerme al día con los programas dominicales.
No habían pasado ni diez minutos cuando, con su paso silencioso, Angie se asomó a la puerta. Llevaba su polo suelto y el short que tanto me gustaba, y sus ojos brillaron al verme.
—Primix… ¿puedo ver la tele contigo? —preguntó con esa voz tan suave que me derrite.
Sonreí y le hice un gesto para que entrara. Abrió la puerta por completo, como siempre lo hacía cuando mi madre aún estaba despierta, y se acomodó recatada en el sillón, justo al lado de la cama.
—¿Ya me extrañabas? —le susurré.
—Más de lo que imaginas —respondió, sin desviar la mirada de la pantalla, pero su sonrisa lo decía todo.
La tenté con un palmoteo suave en la cama, y ella, traviesa, se quedó en su sitio sacándome la lengua.
Después de un rato en silencio, interrumpido solo por las voces lejanas del noticiero, Angie me lanzó la pregunta que guardaba:
—¿Guardaste ya las fotos en un lugar seguro?
—No las he bajado de la cámara —admití—, pero están en mi caja con llave. Mañana las paso a un disco duro que tengo bien protegido.
—Ten cuidado —me advirtió, como quien cuida un tesoro.
—Tranquila —le prometí—. Nadie las va a tocar.
Hablábamos en susurros, conscientes de que mi madre seguía en su cuarto a pocos metros de mi habitación.
Casi una hora después, noté su respiración cambiar: su barbilla descansaba en su pecho y sus párpados se cerraban.
—¡Angie! —la llamé, un poco más alto—. Te estás quedando dormida… ve a tu cama.
Despertó de inmediato y, estirándose con la elegancia de una gata, marcó la figura de sus pechos contra el polo blanco. Dio dos pasos hacia mí y, apoyándose en el borde de la cama, me regaló un beso largo, de esos que llegan al alma.
—Hasta mañana, amor —susurró al separarse.
La vi retroceder, cerró mi puerta tras ella y sentí cómo la magia de su beso me envolvía. Apagué la tele, me acurruqué bajo las sábanas y me aferré a aquel beso enredado en mi mente, hasta quedarme dormido con una sonrisa.
El lunes salí de casa con la ilusión de que la encontraría asomada en la escalera de caracol, esperando darme un beso furtivo antes de que mi madre la viera, como tantas mañanas. Pero aquella vez no sucedió: la dejé exhausta ayer y su cama la había reclamado con fuerza, pensé. Además, para la hora que yo salía, a ella aún le faltaba una hora más de sueño.
Ese día se me hizo eterno. A las 2 pm recibí una orden de emergencia: uno de los nuevos ecógrafos vendidos a una clínica local había dejado de funcionar. Convocando a mi equipo —éramos cuatro— temía que la falla requiriera mucho tiempo de revisión y reparación, pues esos equipos eran complejos o peor aún, cambiar todo el aparato, devolverlo y traer un reemplazo. Llegamos a la clínica a las 3 pm y, efectivamente, el equipo estaba apagado, bloqueado.
Mientras mis compañeros revisaban las conexiones y ajustaban la toma a tierra —un problema que resolvieron en el sótano— yo abrí el ecógrafo, no había avanzado mucho y descubrí el verdadero culpable: el cable de alimentación, doblado de mala manera, producía un corte intermitente que activaba la protección del sistema. Imposible empalmarlo: había que reemplazarlo entero.
Llamé a la oficina para que enviaran el repuesto urgente. En menos de quince minutos llegó el mensajero y, diez minutos después, el ecógrafo volvió a la vida. A las 4:30 pm el jefe de servicio firmó la conformidad. Me despedí del equipo y, con el alma latiendo aún a mil, me fui a buscar a Angie.
La idea era sorprenderla, aunque tampoco tenía como avisarle. Dejé el coche a dos cuadras de su edificio pues no encontré lugar para aparcar más cerca, y caminé hasta el edifico donde Angie trabajaba. Veinte minutos después, la vi: bajaba las escaleras de la entrada acompañada de una amiga en medio de todos los que a esa hora salían apresurados del edificio. Me abrí paso entre la gente, la llamé desde atrás y la vi girarse con esa sonrisa amplia que me mata cada vez. Se me lanzó al cuello feliz, y tuve que apartarla un poco, recordándole en broma que estábamos en plena calle. Nos dimos un beso rápido y caminamos juntos hasta mi auto, rebosantes de energía.
Nos detuvimos en la esquina para compartir un helado—sin miedo a que todos nos miraran—y seguimos charlando como dos enamorados de novela. Al llegar al coche, ella me llenó de besos:
—¡Qué lindo que viniste! —me decía, entre risas y besos.
Arranqué el motor y emprendimos el regreso a casa. La ciudad se deslizaba lentamente a través del parabrisas, envuelta en las luces cálidas del atardecer. Como siempre, paramos al otro lado del parque. Después de una sesión de besos intensos y caricias que nos dejaban sin aliento, esperé que bajara del auto. Pero, en lugar de hacerlo, Angie se volvió a acomodar en el asiento, abrazando sus piernas y mirándome con esa mezcla de ternura y desafío que tanto me encantaba.
—¿No piensas bajar? —le pregunté, con una sonrisa cansada pero feliz.
No respondió. Solo se rio con suavidad, una de esas risas suyas que decían más que mil palabras. Una vez más pensé que debía polarizar el auto...
—No quiero ir a Arequipa para Navidad —dijo de pronto, con voz baja.
—¿Por qué? —pregunté, curioso.
—Quiero pasarla contigo.
Se quedó en silencio por un instante. Luego, como quien decide abrir una vieja herida, me contó lo que había ocurrido cuando ella tenía 12 años. En ese entonces vivía en Arequipa. Su hermano mayor, de 17, regresaba a casa en bicicleta una tarde del 24 de diciembre, luego de visitar a su enamorada. Ya estaba a media cuadra de su casa cuando un conductor ebrio lo atropelló. Murió en el acto. Desde entonces, sus padres dejaron de celebrar la Navidad.
El año siguiente y todos los que siguieron, la cena se redujo a algo simple, servido temprano, a las 7 u 8 de la noche. Luego, cada uno a su cuarto. Nada de luces, nada de música. Apenas un rincón decorado con algunos adornos nostálgicos donde ponían los regalos para los tres hijos que aún quedaban. Angie era la menor.
En contraste, ella y mi madre habían transformado nuestra casa en un pequeño mundo navideño. Luces colgaban de cada ventana, el árbol llegaba hasta el techo, y hasta la sala estaba llena de muñecos y guirnaldas. Incluso en el escritorio de mi dormitorio, Angie había puesto un pequeño arbolito plástico con luces diminutas.
—Pero… tus padres te deben extrañar. ¿Desde cuándo no los ves? —le pregunté.
—Desde la Navidad y Año Nuevo pasados —susurró, como si le pesara decirlo.
—Además —añadió con una sonrisa— quiero pasar mi cumpleaños contigo.
Angie cumpliría 20 años el 2 de enero. Abrí la guantera y saqué un viejo calendario de papel. Lo miré rápidamente.
—Amor, tu cumple cae lunes. Seguramente estaré trabajando.
—Sí, lo sé —respondió—, pero en la noche me invitas a algún lugar. A cenar… o a bailar… o al hotel —agregó con una mirada pícara, que me hizo sonreír.
—Está bien —le dije—. Yo creo que deberías viajar, tus padres te necesitan. Igual te celebro cuando regreses. Pero si decides quedarte, lo aceptaré… ¿Cómo te ayudo?
—Habla con mi tía —me dijo—. Si ella convence a mi papá, me quedo con ustedes.
—Ok, lo haré —le prometí.
Su rostro se iluminó como ya lo había visto cuando recibía buenas noticias, en esos segundos era una niña recibiendo el chocolate que ansiaba, me iluminaba su inocencia. Me regaló otro beso largo, cálido, lleno de emoción. Después bajó del auto, pero antes de cerrar la puerta, asomó de nuevo la cabeza y me dijo con una sonrisa que me derritió:
—¡Te amo!
La vi alejarse entre los árboles del parque, su falda negra ondeando levemente por encima de las rodillas, dibujando una imagen que se quedó grabada en mi mente. Le quedaba increíblemente bien.
Suspiré. Miré el reloj: faltaban cinco minutos para las seis. Me dije que esperaría hasta las 6:20 para volver a casa. Encendí la radio, cerré los ojos y me acomodé en el asiento, dejándome llevar por los recuerdos de ese fin de semana intenso que aún vibraban en mi piel.
El murmullo suave de la radio, la tibieza del aire que aún quedaba en la cabina del auto, y el cansancio acumulado del fin de semana me vencieron. Cerré los ojos solo por un momento, pero el sueño me envolvió por completo, como si me arrullara en su abrazo. Cuando desperté, un sobresalto me recorrió el cuerpo. Miré el reloj. Eran las 6:45. Había planeado irme a las 6:20.
Arranqué rápidamente y rodeé el parque, de regreso a casa. Al llegar, todo estaba en silencio, salvo por los ruidos habituales de la cocina. Mi madre calentaba la cena.
—Anda, lávate las manos y ven a cenar —me dijo mi madre desde la cocina, mientras yo le daba un beso en la mejilla, como si hubiera estado cronometrando mi llegada—. Mira que hoy sí has llegado tarde.
—Perdón, tuve mucho trabajo hoy —respondí mientras me sacudía el cansancio del cuerpo.
Me lavé las manos, me pasé un poco de agua por la cara para despabilarme y me senté a la mesa. Noté que había solo dos platos servidos.
—¿Y Angie? —pregunté.
—No bajará a cenar, dice que está cansada. No sé qué han hecho ustedes este fin de semana. Mi cara cambió por una milésima de segundo, como si mi madre supiera que lo que hicimos, lo hicimos juntos, pero rápidamente me recuperé y entendí que se refería a lo que habíamos hecho por separado, se suponía…
Entre bocado y bocado, aproveché para hablar con mi madre.
—Mamá, quería hablar contigo de algo importante… es sobre Angie.
Ella me miró, interesada, con esa expresión de madre que sabe que se avecina una conversación seria.
—Angie no quiere ir a Arequipa por Navidad —le expliqué—. Dice que quiere quedarse con nosotros, pero claro… su papá no va a aceptarlo si no tiene un buen motivo. Pensamos que tal vez, si tú hablas con él, podrías convencerlo.
Mi madre no dijo nada por unos segundos. Parecía pensarlo con detenimiento, como si pesara cada palabra antes de dejarla salir. Pero además hay otra cosa, y le conté lo de la universidad que el papa no quería pagar.
—¿Y su excusa será quedarse a estudiar, ¿verdad? —dijo al fin, con media sonrisa.
—Sí, claro —respondí, siguiéndole la corriente—. Estudiar duro… y tal vez celebrar su cumpleaños.
Ella asintió, comprendiendo más de lo que decía con palabras.
—Está bien —dijo al fin—. Ya es tarde para llamar a Juan (el padre de Angie) mañana lo llamo. Ya me va a escuchar ese cojudo, como que no va a pagar los estudios de su única hija mujer. Mi madre como buena arequipeña era de armas tomar y se centró en el tema que consideró más importante.
—Gracias mamá —le dije, sintiendo un pequeño alivio en el pecho. Todo empezaba a alinearse. Y mientras terminábamos la cena, me lanzó otra pregunta, pero con un tono que sonó inquisitivo. ¿Y porque Angie no me lo pidió directamente a mí? Casi me atraganto con la chicha morada que tomaba en ese momento. Pero antes que inventara una respuesta, mi madre se respondió. Bueno me imagino que tanto que conversan ustedes, se siente más en confianza contigo. Y mirándome con amor, dijo, además creo que ella te quiere mucho, se preocupa por ti, y ya te veo mejor, más repuesto de como llegaste, esa muchacha debería estudiar psicología, no economía. Solo me reí, pensando que mi madre ni imaginaba el tipo de terapia que Angie me estaba aplicando. Nos levantamos de la mesa, ella se dirigió a su dormitorio, ya era su hora de meterse a la cama y yo me quedé lavando los platos.
Fui a mi cuarto y me detuve un instante en la puerta, observando el pequeño arbolito que Angie había puesto sobre mi escritorio. Lo prendí. Sus luces tenues titilaban como si también esperaran buenas noticias. Me quité los zapatos, me tumbé en la cama y, por primera vez en varios días, sentí una calma genuina.
Pensé en Angie. En su risa, en su mirada cuando me decía que no quería irse, en la forma en que me abrazaba como si con eso pudiera quedarse para siempre, en su piel desnuda sobre la mía. Sonreí para mí mismo. Mañana tendría algo bueno que decirle. Me dormí con el corazón tranquilo, satisfecho, deseando que llegue el nuevo día para verla y contarle que su deseo podía hacerse realidad.
El martes transcurrió lento. Estaba ansioso por contarle que mamá había logrado lo que se propuso, que todo estaba en marcha.
Cuando finalmente llegué a casa por la tarde, apenas crucé la puerta, mi madre me recibió en la sala con los brazos cruzados y una expresión que mezclaba orgullo, molestia y decisión. Su forma de pararse lo decía todo: algo había ocurrido.
—Juan, el señor "tradición arequipeña", aceptó que Angie se quede —me dijo sin preámbulos, mientras me quitaba la mochila—. Pero…
—¿Pero y entonces? —pregunté, sintiendo un nudo en el estómago.
—Pero que no va a pagarle los estudios universitarios —soltó, molesta—. Según él, “las mujeres no necesitan más que secundaria”.
No supe qué decir. Me quedé mirándola, perplejo, frustrado. Pero ella no esperó mi respuesta.
—¡Hijito! —dijo con firmeza, levantando un dedo como si estuviera sentenciando algo frente a un juez—. Esta Navidad te vas a quedar con tu hermano, porque yo me voy con Angie a Arequipa.
—¿Qué? ¿Tú…?
—Sí, señor —afirmó, alzando la barbilla—. Me voy a plantarle cara a ese arequipeño terco, lo voy a agarrar del cuello si es necesario, y vamos a regresar con un “sí voy a pagar” como que me llamo y dijo su nombres y apellidos completos.
No pude evitar soltar una carcajada, mitad por nervios, mitad por admiración y orgullo. ¡Esa era mi madre! La misma que defendía lo justo con uñas y dientes, la que no se achicaba ante nadie, ni siquiera frente a un padre chapado a la antigua con ínfulas de patriarca andino.
—¿De verdad vas a ir? —pregunté, aún incrédulo.
—Claro que sí. Esa niña merece estudiar. Y tú necesitas aprender que uno no se queda mirando cuando las cosas están mal. Se actúa. ¿O qué ejemplo voy a darles? Pensé que olvidaba que ya tenía casi 30 años y esa lección me la había dado muchas veces, pero me callé.
—Gracias, mamá —murmuré, con una mezcla de alivio y orgullo.
—Agradece después —me dijo, ya caminando hacia la cocina—. Ven a cenar.
Después de lavarme, regresé a la cocina. Sobre la mesa, como el día anterior, dos platos servidos.
—¿Y Angie? —pregunté, mientras me secaba las manos.
—¡Ah! —dijo mi madre—. Tenía un baby shower de su oficina. Pero quédate atento, porque esa chica a veces se olvida la llave. Además, tú le vas a contar lo que ha pasado.
Asentí sin decir nada y recogí mi plato. Después de cenar, me cambié. Ya estaba en polo y short de dormir, listo para cerrar el día. Me instalé en la sala con un libro. Tenía solo una lámpara encendida, la de la esquina, suficiente para que me viera desde la cochera. No quise ir a mi cuarto; ahí no la escucharía si llegaba.
Pasadas las nueve, escuché la reja delantera abrirse con cuidado, como si quien llegaba no quisiera hacer ruido. Luego, los pasos suaves sobre el pasillo. Entonces apareció Angie, asomándose desde la puerta como una sombra dulce. Me buscó con la mirada en silencio.
—¿Hay moros en la costa? —me preguntó en voz bajita, con una sonrisa cómplice.
Negué con la cabeza. Entonces se acercó y me dio un beso ligero, como quien marca territorio con ternura.
—¿Mi tía?
—Ya debe estar dormida —le respondí.
—Sube a tu cuarto —le dije, adoptando un tono lo más serio posible—. Tengo que hablar contigo.
Me miró entre curiosa y desconcertada.
—¿En mi cuarto?
—Sí, en tu cuarto.
—Bueeeeno... —dijo, alargando la palabra con picardía mientras giraba lentamente sobre sus talones.
Se fue hacia la cocina, abrió la puerta del patio y salió para subir por la escalera de caracol que llevaba al segundo piso. Yo fui al mío, dejé el libro sobre el escritorio, tomé aire, abrí el cajón con llave de mi escritorio y saqué una caja de preservativos, ahora era yo el que tenía todo planeado.
Subí por la escalera interna con paso lento, como quien carga algo importante. Toqué la puerta de su habitación suavemente con los nudillos.
—¿Angie? —pregunté en voz baja.
—¡Sí, pasa, primix! —respondió ella del otro lado, con ese tono entre burlón y cariñoso que usaba cuando estábamos solos.
Empujé la puerta con cuidado. Angie estaba sentada sobre su cama, sacándose las botas con las que había ido a trabajar. Todavía llevaba una falda roja, ajustada que me dejaba ver sus piernas y una blusa blanca, muy sencilla, de botones. Ayúdame me dijo, extendiendo una de sus piernas. Mientras le sacaba las botas, pude verle su calzón rojo, ella no se molestaba en cubrirse, ya no era necesario. Se había soltado el cabello. Me recibió con una expresión ligeramente preocupada, como si intuyera que algo pasaba. Me mantuve serio, evitando sonreír, tratando de sostener la actuación. Ella comenzó a desvestirse despreocupadamente, mientras me decía que ya no aguantaba la ropa, solo quería tomar un baño.
—Tenemos que hablar —dije, cerrando la puerta detrás de mí que había quedado medio abierta cuando entré. Sutilmente puse el seguro, y sentándome frente a ella, con las manos entrelazadas como un juez a punto de dictar sentencia.
—¿Qué pasó? —preguntó, su sonrisa desapareciendo poco a poco. Mientras terminaba de sacarse la blusa y comenzaba a desabotonar la falda.
—Hoy hablé con mi mamá —empecé—. Ella llamó a tu papá.
Angie se enderezó un poco, ya atenta y sin la falda y la blusa. Tenía un conjunto de ropa interior rojo, muy sencillo, nada que ver con los de encaje del fin de semana, pero que igual le resaltaba su hermosa figura. Hizo un leve gesto con las cejas que solo hacía cuando estaba nerviosa pero no quería mostrarlo.
—¿Y? —dijo, casi en un susurro. Se había quedado de pie, en ropa interior, frente a mí.
—Bueno... —me tomé mi tiempo, mirando el suelo, respirando hondo como si lo que iba a decir fuera complicado—. Tu papá aceptó que te quedes.
Se le iluminó la cara por un segundo, pero yo no la dejé reaccionar del todo. Levanté la mano como quien pide silencio y seguí hablando, bajando el tono:
—Peeero… también dijo que no piensa pagar la universidad. Que con secundaria es suficiente para una mujer.
Ahora sí, vi cómo se le fruncía el entrecejo, cómo apretaba los labios conteniéndose. Comenzó a bajar la mirada, ya herida por lo que conocía tan bien. Pero ahí venía la parte buena.
—Y entonces mi mamá dijo que eso no se iba a quedar así —continué, ahora mirándola directo a los ojos—. Que no le da la gana de aceptar eso. Y que tú no te vas a quedar sin futuro por culpa de un hombre terco. Así que…
Hice una pausa breve, dramática. Angie ya no sabía si reír, llorar o prepararse para un golpe peor.
—Así que, este viernes 23, en dos días, se van tú y ella a Arequipa. Y regresan el miércoles 28. Me dijo, palabras textuales: "Lo voy a agarrar del cuello a ese arequipeño terco, y vamos a volver con un ‘sí voy a pagar’ como que me llamo y dije el nombre completo de mi madre."
Angie se quedó muda. La expresión de asombro en su cara fue como ver un amanecer. Luego soltó una carcajada ahogada, tapándose la boca con las manos.
—¿Tu mamá dijo eso?
—Eso y más —le dije, ahora sí riéndome abiertamente—. Me encargó que te avise, y que, si tienes que pedir vacaciones o renunciar, lo hagas. Pero que vas a viajar con ella, vas a viajar.
Ella me abrazó de golpe, como si con ese abrazo pudiera compensar cada frustración vivida. Me susurró gracias una y otra vez. Pero al final, me dijo, -eres una rata peluda, como me haces esta broma-. Y cuando se separó, me miró con una mezcla de incredulidad y emoción:
—No sé si llorar o reír.
—Puedes hacer las dos cosas. Tienes hasta el viernes. Pero ahora vamos a hacer el amor y saque la caja de preservativos.
—No me he bañado aun y tú estás limpiecito.
La atraje hacia mí y la besé entre sus pechos, le pasé sutilmente la lengua por la unión de esas maravillosas tetas y sentí un delicado perfume mezclado con su suave sudor, era excitante.
— Estas saladita, le dije, a mí no me importa.
— y donde lo haremos,
— Aquí parados, no dijiste que esa silla era aguantadora? Solo no grites mucho.
— Mi tía está bien dormida, ¿no?
— Si, ya relájate le dije mientras le sacaba el sostén.
Ella me bajó el short y encontró mi miembro que ya estaba bastante erecto, se puso de cuclillas y lo llenó de besos, comenzó a lamerlo desde los huevos hacia arriba.
— Mmmm, que rico es así sin pelitos, y comenzó a metérselo y sácalo de su boca.
Mientras ella se prendía de mi herramienta, le acariciaba la espalda y luego sus tetas. Cuando se paró y me besó, le baje el calzón que cayó al piso.
Ella se pegó a mi jugando con mi pene erecto entre su abdomen y el mío.
—¿Y tú… te vas a quedar sin mí en Navidad? Me decía mientras seguía jugando con mi miembro al palo.
—Solo si vuelves con buenas noticias —le dije, tomándola de la cintura y dándole la vuelta, ella dócilmente busco la silla mientras se inclinaba hacia adelante, yo me puse el preservativo.
La penetré suavemente desde atrás, sintiendo su vagina muy húmeda, ella comenzó a gemir suavemente mientras yo aumentaba el ritmo del bombeo. ¡¡Que rico se veía mi pene entrando y saliendo de esa conchita!! Ella ya estaba en casi 90 grados por lo que mi visión de ese maravilloso culo era espectacular. Un buen rato de bombeo y los gemidos de Angie ya eran más de lo que podían retener las paredes, por eso le puse mis manos en su boca, lo que me obligó a poner mi pecho sobre su espalda y a profundizar mi penetración, algunos minutos después, sus gritos ahogados por mis manos y la humedad de su vagina me dijeron que había alcanzado el éxtasis. Seguí bombeando, pero ya le solté la boca, muy poco tiempo después, mi semen explotó en el preservativo. Nos quedamos un buen rato ahí, de pie, ella con los brazos en el asiento de la silla, con la cabeza caída y yo todavía sosteniéndola por las caderas, con mi pene insertado en ella.
Cuando me retiré, ella me sacó el preservativo, lo puso en una bolsita que había contenido unos dulces que trajo del baby shower y que puso en un platito que tenía en la mesa, metió la bolsita en su cartera y me dijo vamos a la cama.
Nos echamos a lo largo, con los pies colgando de la cama. Ella me miró con los ojos brillantes, y luego, sin decir nada más, se acomodó sobre mi hombro. Así nos quedamos, un buen rato, en silencio, como si el viaje ya hubiera comenzado.
—Entonces empiezo a empacar mañana —dijo al fin, separándose un poco para mirarme, con una sonrisa que mezclaba nervios y felicidad—. Pero antes… ¿puedo dormir contigo esta noche?
— Aquí o en mi cama, le contesté siguiéndole la broma.
— Si mira, me dijo mientras se paraba, dejándome ver nuevamente su magnífica desnudez, tú te echas aquí y señalo a lo largo de la cama y yo me echo encima de ti.
— Ok, pero tendré que clavarte esto, señalando mi miembro ya semi erecto, en algún lado, para que no te caigas.
— Clávamelo donde quieras, me dijo, mientras se reclinaba sobre mi para darle cuatro lamidas — ¡Que rico está, me lo comería! Y se lo metió a la boca unos segundos más.
— ¿Te lo puedo clavar donde quiera??
— Ahí no! ¡¡Ni te atrevas!!, dijo riéndose, entendiendo mi indirecta.
— Algún día amor, algún día.
Me senté en la cama, ella se acercó y abrazó mi cabeza, mientras yo sentía el aroma de su cuerpo y le acariciaba las nalgas. Comprendí que esos momentos después de hacer el amor con la mujer que amas, era tan delicioso como el acto de hacerlo en sí. Con mi esposa también lo había sentido, pero con Angie tenía un sabor especial, pensé.
Ella me levantó la cabeza y me dio un beso en la boca, ya ándate me dijo, son más de las 10pm y el niño tiene que dormir. Se retiró un par de pasos para que me ponga de pie, pase junto a ella buscando mi ropa que había quedado a unos pasos, en el suelo junto a la mesa cuando sentí que ella me abrazó por la espalda. Sus tetas duritas, se me clavaron deliciosamente.
— No quieres que me vaya?
— Prométeme que me harás el amor antes que me vaya a Arequipa
Le tome las manos que las tenías alrededor de mi cintura y la jale más hacia mí.
— Te lo prometo, aunque sea en el baño, pero lo haremos antes que te vayas.
Me di la vuelta y le di un beso. Ella fue a su cómoda a sacar una toalla limpia para ir a la ducha, el baño quedaba al costado de su cuarto, antes de la lavandería.
Cuando terminé de vestirme, ella ya había recogido toda su ropa, para dejarla en el cesto que estaba en la lavandería, cada uno tenía un cesto ahí. Yo me acerqué para darle un beso de despedida, y cuando se lo di y estaba por salir del cuarto, me dijo, ¡espera!, te tengo un chisme.
Me quede mirándola para que me cuente. En el baby shower que fue en un local cerca de su oficina, dos de sus amigas, las más entrometidas la interceptaron en el baño:
—¿Quién es ese nuevo galán, el que te fue a recoger?
—Mi novio —contestó sin dudar—.
El eco de aquella confesión recorrió la fiesta en minutos. Angie luego me contó que los dos, el ex, y el pretendiente, heridos en su orgullo, deambulaban como fantasmas arrastrando cadenas. En medio de los invitados. La fiesta era para hombres y mujeres. Me reí con ganas.
A continuación, yo le pregunté:
—¿Novio? ¿Piensas que algún día nos casaremos?
—No lo sé, Primix —respondió, mirándome con ternura—, pero no quiero estar con otro hombre. Contigo me quedo.
Lo interpreté como el ardor del descubrimiento: “el mundo nuevo y sensual” que compartíamos. Hoy, años después, puedo decir que gran parte de aquella promesa se ha hecho realidad.
Salimos juntos de la habitación, nos dimos un beso más, ella entro a la lavandería a dejar su ropa y cuando salió, yo todavía estaba ahí parado, esperando no sé qué. Ella me miró y después de unos segundos, se abrió la toalla, mostrándome ese cuerpo maravilloso nuevamente.
— Quieres más?
— Siempre quiero más.
Se acercó y nos envolvió a los dos con la larga toalla, mientras me daba un beso.
— Esto es tuyo y lo puedes tener cuando quieras, las veces que quieras, pero ahora anda a dormir. Me dio otro beso y cerrándose la toalla camino hacia el baño.
Esa noche dormí con la sensación de Angie desnuda contra mi cuerpo.