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Ocho – NUESTRO VIAJE (o nuestra Luna de miel)
Jueves, 12 de enero, 2006– 3:00 AM
Nos levantamos a tiempo, nos vestimos en silencio solo intercambiamos un beso cuando nos cruzamos en el baño. El taxi llegó puntual. Apenas unas luces encendidas en la calle, la casa en completo silencio. Cargamos las maletas con rapidez y salimos sin hacer ruido. Durante el trayecto al aeropuerto casi no hablamos. Íbamos cansados, sí, pero también con esa emoción contenida que precede a los grandes momentos. Solo nos tomábamos la mano y de vez en cuando nos mirábamos, sonriendo sin decir nada.
El vuelo transcurrió sin novedad. Al aterrizar en Arequipa, el cielo estaba despejado y el aire tenía ese frío seco tan típico de la ciudad. Nos dirigimos directamente a la casa de los padres de Angie, donde nos recibieron con un desayuno típico: pan de tres puntas, queso serrano, café y papaya arequipeña. La calidez familiar se sentía en cada gesto.
A las 11 de la mañana, ya estábamos en la notaría firmando los documentos. Todo fue rápido. Después, el padre de Angie nos llevó a almorzar a una picantería tradicional. Entre rocoto relleno, pastel de papa y chicha de jora, no faltaron las bromas ni los recuerdos.
—¿Por qué se quedan tan poco? —preguntó, mirando sobre todo a mí—. ¡Hace tres años que no vienes! Y eso que tú antes eras casi un hijo más…
Me revolvió el cabello con una sonrisa nostálgica—. El gringo, te decía, ¿te acuerdas? Por esos pelos claritos que tenías de niño.
Sonreí con cariño. Era cierto. En los viajes con mis padres de niño, siempre me sentí especialmente querido por él. Yo era el menor de mis hermanos y, con mi cabello claro, me convertí en su "gringo", una especie de engreído honorario.
La tarde transcurrió con calma, pero con la anticipación de algo importante. Angie quería llevarse algunos libros y cuadernos del colegio, así que pasamos casi dos horas en su antiguo cuarto, eligiendo qué conservar. Nos dimos algunos besos furtivos, pero nada más, los tíos estaban cerca.
Armamos dos cajas grandes y las bajé al auto del tío Juan, que se ofreció a llevarlas a la agencia de Cruz del Sur. Las despachamos sin contratiempos y volvimos a casa con la sensación de haber tachado el último pendiente.
Después de cenar, el ambiente fue sereno. La tía Lola sirvió una infusión caliente antes de dormir, mientras el tío Juan apagaba las luces de la sala.
Me despedí con respeto y gratitud: un beso en la frente para la tía, un apretón de manos para el tío, que él transformó en un abrazo cálido y silencioso.
A Angie la abracé solo con la mirada, y nos dimos un beso discreto en la mejilla. Ella bajó la mirada un instante, y yo subí las escaleras en silencio.
Ya en mi habitación, alcancé a escuchar sus voces hablando un poco más en la sala de abajo. Risas tenues, el murmullo del cariño cotidiano. Después, la despedida. Puertas cerrándose. Pasos apagados.
Minutos más tarde, la casa quedó en absoluto silencio.
Yo me acosté vestido, con la alarma puesta en el celular, la maleta lista al pie de la cama… pero sin poder dormir. Mi mente ya estaba en el Valle del Colca, en la habitación del hotel con vistas a los andenes infinitos, en el vapor de las aguas termales, en el cuerpo de Angie junto al mío, por fin sin barreras, sin relojes, sin miedo.
Viernes, 13 de enero – 4:00 AM
Nos despedimos de los padres de Angie con abrazos y agradecimientos. Ellos creían que regresábamos a Lima. Su padre quiso llevarnos al aeropuerto, por un momento nuestro plan estuvo a punto de irse al agua, pero Angie lo convenció que no le haría bien el frio de la madrugada, dos semanas antes había estado con una fuerte bronquitis.
Llamamos al taxi, todo era por teléfono en esa época, llegó a los 15 minutos. Subimos al taxi con dirección supuesta al aeropuerto.
En cuanto doblamos la primera esquina, Angie miró al chofer por el retrovisor:
—Cambio de planes señor, nos deja en la Plaza de Armas, por favor.
—¿Seguros?, me dijeron Aeropuerto en la central
—Más que nunca —le dije. Igual le pagamos la carrera como si fuera al aeropuerto para compensarlo.
A las 5:00 de la mañana, mientras las luces de la ciudad apenas se apagaban, estábamos en la plaza, tomados de la mano, caminamos una cuadra hasta la puerta de la agencia donde habíamos contratado el tour desde Lima, ahí nos recogería el bus del tour que nos llevaría al Valle del Colca. Habían cerca de 7 personas más esperando, el bus recogió pasajeros de varias agencias y de algunos hoteles.
Un par de horas después del falso viaje al aeropuerto, ya estábamos cruzando la altiplanicie rumbo al Colca, sentados juntos en el bus turístico que nos llevaba al corazón del valle. Desde la ventana, los volcanes se levantaban imponentes en el horizonte: Misti, Chachani, Pichu Pichu... como centinelas eternos de nuestro escape.
Angie, ya liberada del papel familiar, se había soltado completamente. Viajaba abrazada a mí, acurrucada en mi pecho, dándome besos cada tanto, como si quisiera asegurarse de que eso que vivíamos era real, que no nos despertaríamos antes de llegar.
El bus, lleno de turistas —en su mayoría extranjeros—, hizo varias paradas para que todos pudiéramos tomar fotos. El guía nos explicaba los paisajes, la altitud, las tradiciones. Nos detuvimos frente a los volcanes, en miradores con vistas infinitas. Más tarde, junto a unas alpacas adornadas con pompones de lana. Y luego, frente a las vendedoras de artesanías, con sus mesas repletas de chullos, pulseras y tejidos llenos de color.
Cada vez que bajábamos del bus, notábamos las miradas curiosas. Algunos turistas jóvenes, otros mayores, no podían evitar mirar a Angie furtivamente. Su ropa casual donde destacaba su jean ceñido, el cabello al viento, la forma en que reía o me tomaba del brazo... Era difícil no verla. Eso nos causaba risa; lo tomábamos como parte del encanto del viaje.
—¿Viste cómo me miró ese alemán? —me susurró, divertida, mientras posábamos para una selfie con las montañas detrás.
—Sí, pero le devolví la mirada. Tú estás ocupada —le dije, dándole un beso largo en la mejilla.
Al mediodía llegamos a Chivay, el corazón del Valle del Colca. El aire era más fresco, más seco, y todo tenía un ritmo pausado. Tomamos un mototaxi que nos llevó al hotel, a unos minutos del centro. El lugar era perfecto: rústico, rodeado de naturaleza, con nuestra habitación mirando a un valle verde y profundo. No había mucha gente alojada en esa época del año. Frente a la habitación, una pequeña piscina termal privada de piedra, semi techada, que dejaba la vista a las montañas libre. Un cuadrado de 3x3, nos esperaba con el agua caliente corriendo lentamente.
Almorzamos en el restaurante del hotel —trucha con papas nativas y una limonada fresca— y luego salimos a caminar hacia el pueblo, que quedaba a poco más de un kilómetro. El camino era de tierra, flanqueado por arbustos, campos de cultivo y algunas casas dispersas. Caminamos tomados de la mano, sin miedo, como si todo el mundo nos perteneciera por unas horas. Nos besábamos sin apuro, nos abrazábamos cuando el viento arreciaba.
Llegamos al centro del pueblo, pequeño pero lleno de vida. Entramos a una tiendita donde Angie compró un gorrito tejido. Paseamos por la plaza, tomamos helado artesanal, a pesar de que el tímido sol no calentaba mucho, nos tomamos fotos con mi cámara digital —esa Canon pequeña que capturaba cada risa, cada caricia fugaz—. La cámara se convirtió sin querer en protagonista del viaje: inmortalizaba cada instante de libertad, cada mirada cómplice y también momentos muy candentes.
Como a las 4 de la tarde, la tarde iba cayendo lentamente sobre el valle. El cielo, teñido de un naranja suave, comenzaba a oscurecerse por los bordes. Ya habíamos paseado por todo el pueblo, hasta en las calles donde el turismo no llegaba, las que nos parecían las más auténticas, donde la gente nos saludaba sin conocernos.
Caminábamos de regreso al hotel tomados de la mano, con paso lento, como si quisiéramos alargar cada minuto antes de cruzar la puerta de la habitación. El aire frío comenzaba a hacerse sentir, pero el calor entre nosotros bastaba para mantenernos cómodos. En el camino nos encontrábamos con pobladores. Todos nos saludaban, con esa amabilidad y cortesía de la gente de pueblo.
Angie iba a mi lado, con la chaqueta abierta y las mejillas encendidas. En un momento, se acercó más y, sin mirar directamente, me dijo con voz suave pero decidida:
—Quiero que me hagas el amor toda la tarde. Quiero sentirme amada… engreída. Toda tuya.
La frase me detuvo. No era la primera vez que me lo pedía así, con esa mezcla de ternura y hambre, pero igual me estremeció.
—Eso está hecho —le respondí, con una sonrisa que no podía ocultar la anticipación. Solo espero que me aguantes el ritmo.
Ella apretó mi mano, y agregó con picardía:
—Y te tengo una sorpresa.
La miré de reojo, sabiendo que no iba a soltar prenda. Angie tenía ese talento para provocar sin revelar. Jugaba con el misterio como quien acaricia una llama sin quemarse.
—¿Otro neglillé? ¿Un baile exótico? ¿Una pose de circo? —pregunté en tono de broma, esperando que se le escapara algo.
Ella se rio y negó con la cabeza.
—No voy a decir nada. Solo espera.
—Eres una mujer peligrosa, ¿sabías?
—Y tú… eres un hombre que me enciende solo con mirarme.
Nos miramos un instante y seguimos caminando, ya con el hotel a la vista, con esa energía vibrando entre los dos. El sol se escondía detrás de los cerros, y nosotros, por fin, estábamos a punto de entrar en nuestra fantasía, de hacerla realidad.
Apenas cruzamos la puerta de la habitación, cerramos tras de nosotros el mundo. Afuera quedaban el frío del valle, el murmullo de los turistas y el polvo del camino. La habitación era cálida a pesar de que afuera ya hacia frio. Tenía calefacción que irradiaba desde el piso de madera.
Nos quitamos las casacas pesadas, dejándolas caer sobre una silla. Angie, con esa sonrisa traviesa que ya conocía tan bien, sacó la botella de Macchu Pisco que habíamos comprado por curiosidad en una tienda local en Chivay. Una versión artesanal del clásico pisco, fuerte y con carácter, como todo en ese valle.
—¿Hora de brindar? —dijo ella, alzando la botella.
—Por nuestra escapada —le respondí, mientras buscaba los únicos vasos disponibles: dos de vidrio grueso, típicos para agua.
Serví apenas un dedo en cada vaso. Bastaba. El aroma del licor era potente, con un dejo ahumado y terroso que hablaba del lugar.
Brindamos. El primer sorbo nos calentó de inmediato, y no supimos si fue por el alcohol, que era fuerte, o por la mirada que nos cruzamos al beber.
Nos besamos. Largos, lentos, cada vez más hambrientos. Nuestras lenguas se encontraban, nos mordíamos los labios. Caímos sobre la cama todavía con las chompas puestas, riendo mientras tratábamos de desnudarnos torpemente. Yo ya le había quitado las botas y los pantalones cuando, de pronto, Angie se sentó en la orilla de la cama y me dijo con una sonrisa traviesa:
—Espera... voy por la sorpresa.
Abrió su maleta y sacó una pequeña bolsita de tela negra. La abrió frente a mí y sacó dos dados color crema, con dibujos grabados en negro. Uno tenía posiciones sexuales; el otro, acciones o lugares del cuerpo. Me quedé mirándolos sin disimular mi sorpresa.
—¿Qué es esto? —pregunté riendo, curioso, tomándolos entre mis dedos.
—Dados eróticos —me dijo mordiéndose el labio inferior, mientras se sacaba la chompa y el polo que llevaba debajo, y se recostaba en la cama solo con ropa interior—. Los compré hace semanas pensando en ti... en este momento.
Los giré entre mis manos, viendo las pequeñas figuras: un dibujo de una lengua, uno de unos glúteos, uno de una pareja de espaldas… Había posiciones clásicas como el misionero o el perrito, pero un par que parecían sacadas de la parte más avanzada del Kama Sutra, posiciones sugerentes que me hicieron tragar saliva.
—Esto es... muy provocador —dije mirándola—. Me gusta. Nunca hice algo así.
—Entonces juguemos —me dijo, y su voz sonaba como una invitación lenta, pausada, segura—. Solo una regla: si sale algo que no te atreves, te tomas dos huaracasos del pisco y vuelves a tirar.
—¿Y tú? ¿Tú vas a atreverte con todo?
—Hoy sí —susurró—. Hoy quiero probarlo todo contigo.
Me incliné y la besé con suavidad, mientras en mi mano aún sostenía los dados, como si ellos hubieran encendido algo más profundo que el deseo: la promesa de explorar, de descubrirnos, de atrevernos a lo nuevo sin miedos. Me saqué la ropa, me quedé solo en Bóxer. No sentíamos frio, la habitación estaba cálida con la calefacción encendida.
Los lancé por primera vez sobre la colcha extendida.
Los dados cayeron sobre la cama con un suave golpeteo. Uno mostraba una lengua y el otro, un dibujo de una pareja sentados frente a frente y apoyados cada uno en sus brazos. Se entendía que la mujer estaba sobre el hombre que la penetraba.
Angie me miró con una ceja levantada.
—Empiezas tú —dijo,
—Y como combino la lengua con esta pose?
— Tu verás, me dijo con una sonrisa malévola, mientras se sacaba la ropa interior y se colocaba en la cama en la posición del dado.
— Ok, atente a las consecuencias.
Me saqué el bóxer, y me zambullí entre sus piernas que las tenía bastante abiertas, flexionadas sobre la cama. Me comí su conchita a mi agrado, Angie gemía y cuando me agarraba la cabeza, yo le decía que el dado marcaba, manos sobre la cama. después de un par de minutos, cuando ella estuvo bien mojada, me puse un preservativo y me coloqué frente a ella, sentado y con las manos hacia atrás, mi tórax, al igual que el de ella estaba inclinado hacia atrás, ofreciéndole mi pene erecto. ella levantó las caderas se acercó a mi hasta que su vagina quedó justo para que mi pene la perforara. Cuando lo tuvo adentro, comenzó a moverse, que rico se veía esa conchita tragarse mi pene… algún rato después, Angie se dejó caer de espaldas, esto cansa dijo, probemos otra.
—Tu turno —le dije, entregándole los dados con una sonrisa torcida.
Los lanzó con un gesto rápido. Esta vez: “manos” y una posición de rodillas donde la mujer hacia sexo oral. Nos miramos, y ambos comenzamos a reír.
—¿En serio? —dijo—. ¿Esto no era primero?
—El juego manda —respondí con solemnidad fingida, y me paré en la cama.
—Primero manos dijo. Me sacó el preservativo y comenzó a acariciar mi pene, lo jalaba, lo majeaba con las dos manos, o una mano lo masajeaba y la otra exploraba mi trasero y mis piernas. Un rato después, se lo metió en la boca y lo comenzó a engreír como ella sabía hacerlo. Aunque con la primera lamida, hizo un gesto y dijo, sabe a preservativo, ¡no me gusta! —Los dados mandan le respondí— Retomo la labor lamiendo desde los huevos, besos, succión… yo estaba con los ojos en blanco. Eso no duró mucho.
—ya no puedo amor, ese sabor no me gusta, no sabe a ti.
— Ok, cambiemos, me toca.
Tiré nuevamente los dados y salió una pareja donde el hombre de pie sostenía a la mujer en el aire mientras la penetraba y esta lo rodeaba con sus piernas y en el otro dado salia un trasero.
—Esto se pone peligroso —le dije.
Angie miró extrañada los dados. —Y eso como lo combinamos? —preguntó.
—Creo que me das tu chiquito, mientras te cargo y te penetro de pie.
—¿Como mi chiquito?, preguntó con genuina ignorancia de lo que yo había dicho.
—Tu chiquito, tu culito
—Así le dicen?? Se rio a carcajadas, pero 5 segundos después, paró en seco y dijo, ni hablar, por ahí no.
—Los dados han hablado, le dije muy solemne.
—Graciosito estas. El dado solo dice trasero, no que entres en mi trasero, así que dame de nalgadas si quieres y se tiró boca abajo en la cama.
Ante su ingenio, no me quedó más que reírme y hacerle el juego. Yo tenía ganas de comerme es culito hace rato, pero tenía que ser natural, espontáneo, cuando ella quisiera, bajo ningún termino la presionaría u obligaría.
Me puse de rodillas sobre sus piernas, ahí tenía ese hermoso culo, comencé a acariciarlo, y le iba dando nalgadas, primero muy suave, pero en cada ocasión aumentaba un poco la fuerza, —Tú me dices amor, hasta donde puedo llegar— Sigue me dijo— ella tenía la cabeza sobre la cama de lado, mirándome. A la novena o decima nalgada, que alternaba en una u otra nalga, ella dijo, —ahí nomás, ya duele— La verdad las últimas tres fueron bastante fuertes, ya sus nalgas acusaban ese color rojizo característico. Me quedé quieto, mirando como ella se sobaba suavemente el trasero.
—Te hice daño?
—No amor, tranquilo, me gusta un poco de maltrato, que me castigues por ser traviesa, te detuve en el momento justo y se rio.
Cuando se sobaba el trasero, con los movimientos circulares de sus manos, abría ligeramente sus nalgas, dejándome ver la entrada de su ano. Me la jugué y comencé a acariciarlo muy suavemente con mi dedo índice. Ella lanzó un ligero gemido.
—Eso te incomoda? Le pregunté
—No amor, sigue, eso se siente rico. Seguí acariciando y ella gemía muy despacio. Levantó la cabeza y apoyo su frente en la cama.
—Uff, que rico… A veces cuando me tienes en perrito, me has tocado ahí sentía rico, pero nunca tanto rato como ahora, sigue… sigue…
Rato después, probé a meter ligeramente el dedo índice, con el que le acariciaba su asterisco, no dijo nada, pero se tensó de inmediato, ajustando el trasero.
—Duele?
—No amor, a ver mete un poquito mas
—Relájate, amor, así no puedo meter más mi dedo y te va a doler
Angie distendió un poco el ano, yo empujé un poco más. Entró hasta la primera falange, cuando ella dijo —¡Sácalo, ya duele un poco!
Se dio la vuelta y mirándome me dijo,
—Amor en serio no sé porque quieres entrar ahí, pero para mí, basta que tú lo quieras para yo complacerte, pero me duele.
Esa confesión cargada de erotismo y ternura me descolocó. Tranquila amor, le dije, lo volveremos a intentar y si finalmente no se puede, no pasa nada.
Se incorporó y me dio un beso largo. Luego como si nada, volvió a ser la niña traviesa. —Sigamos jugando— me dijo, pero creo que estos dados no son para tirarlos juntos, es uno o el otro. Con cual nos quedamos, me dijo mostrándome ambos. Le señalé el de las posiciones.
volvió a tirar, esta vez un solo dado. salió perrito. Yo estimule un poco mi pene que en tanta maniobra se había bajado ligeramente, mientras ella se ponía en posición. Cuando la penetré y le abrí un poco las nalgas vi su culito ligeramente rojo, esa delicada membrana no estaba acostumbrada al trajín de mi dedo.
Ella se puso en 4 patas y la penetré, estaba muy mojada. Algunos minutos después, cuando ella ya jadeaba de placer, le dije ¿cambiamos? quería que ese juego se extienda, que no acabe aún. Ok, me dijo, mientras recuperaba el aliento.
Tire el dado. Salió el 69, pero cuando lo vi bien, el hombre estaba abajo, pero la mujer que estaba encima del hombre estaba con el cuerpo hacia arriba, como haciendo una araña invertida, e inclinaba su cabeza para tomar el pene del hombre.
—ya viste lo que tienes que hacer.
—Si el 69, eso es rico, pero te vas a lavar el lubricante del preservativo, no quiero ese sabor en mi boca.
—Mira bien cómo está la mujer y le alcancé el dado.
Cuando reparó en el detalle, Angie tiró el dado y dijo,
—¿Que creen que soy la del exorcista, que puedo arquearme así y voltear la cabeza como poseída? Paso amor, me dijo con una sonrisa retadora.
—Ok, si pasas, doble shot de trago… como si no te gustara…
Me pare le serví casi medio vaso del Pisco artesanal y Angie se lo tomó de un solo viaje.
—Listo que sigue, me dijo desafiándome con su mirada y con su sonrisa
Tire el dado. salió una donde la mujer estaba en cuatro patas y el hombre sobre ella, pero mirando en dirección contraria a la de ella, recto, horizontal, penetrándola y sosteniéndose solo con sus manos. (después de varias semanas, ya en Lima, me enteré de que se llama la pose del helicóptero y que es una de las más difíciles de conseguir).
—Esta es de película porno, le dije.
—Si no quieres, doble shot, me amenazó.
—¿Cómo se supone que hacemos esto? —dije, riendo.
—No sé, pero inténtalo... mientras se ponía en cuatro patas sobre la cama.
Cuando intentamos acomodarnos, nos resbalamos, ella perdía el equilibrio, yo resbalaba sobre su trasero… No sé cómo, después de intentarlo como cuatro veces, resbalamos de la cama y terminamos en el suelo, desnudos, envueltos en carcajadas, piernas enredadas y con el orgullo por los suelos.
—Creo que perdimos toda la dignidad —dije, jadeando de risa.
—¿Cuál dignidad? Si estamos desnudos jugando con dados sexuales —me respondió, mordiéndome el hombro con ternura.
—Nueva tirada —ordené, con falsa severidad, y el dado giró otra vez.
Esta vez, una combinación simple: misionero. Nos miramos en silencio. La risa se desvaneció, y en su lugar volvió el deseo, más hondo, más lento. Me incliné sobre ella, que ya estaba tendida en el piso, con la colcha desparramada debajo de su cuerpo, con el cabello extendido como un abanico claro-oscuro, los ojos brillantes y las piernas abiertas ofreciéndome su pelvis depilada.
Mi boca encontró su piel, y lo que comenzó como un juego, se convirtió en un lenguaje. Fueron varios minutos en los que estuve mamándole los senos, Angie gemía cada vez más alto. En un momento quise retirarme para por fin penetrar y cumplir la orden del dado, pero ella sostuvo mi cabeza desde atrás, pegándola más a su erecto pezón —¡No pares amor, no pares!
Obedientemente seguí chupándole las tetas e incluí mis manos, ella no protestó, varios minutos después, Angie tuvo un orgasmo intenso, pero diferente a los que tenía cuando la penetraba, este llegó despacio pero imparable, en vez de sus gritos orgásmicos, fueros dos suspiros fuertes que sonaron a descarga, a que soltaba algo... Me detuve y solo me quedé contemplándola. Fue la primera vez que logré que Angie tuviera un orgasmo, solo estimulándole lo senos, pero no la última.
Ella aún tenía la respiración agitada, cuando tomé posición entre sus piernas, mi pene estaba otra vez piedra, porque con tanta acrobacia se había bajado un poco. Le levanté las piernas, pero sin llevarlas a mis hombros, solo hasta la altura de mis brazos y la penetré lento, pero en un solo movimiento. Ella se agarró con los dos brazos de mi cuello, mientras yo le bombeaba el coño, gimiendo y gozando, ya sin risas, solo con jadeos y gemidos, dejándonos llevar por el deseo que el juego había despertado y alimentado. Ensayé algo que había leído por ahí.
En pleno bombeo, me detenía de golpe. Solo me quedaba dentro de ella, la besaba o la acariciaba, pero no me movía. Eso la volvía loca y prolongaba el placer de estar dentro de ella. Después retomaba el ritmo a veces de a pocos a veces de golpe. Yo le abría las piernas con mis brazos para ver como mi pene la perforaba, dándole beso de vez en cuando. En un momento las palmas de mis manos se apoyaban en las plantas de sus pequeños pies, mi cuerpo y el suyo hacían un perfecto ángulo de 90 grados, ella echada, yo de rodillas penetrándola. Bombearla así era una mezcla de sensaciones y visiones alucinante. Mi orgasmo llegó intenso, como un rayo.
Cuando por fin terminamos, los cuerpos entrelazados y la piel húmeda, estábamos en el piso sobre la colcha y las sábanas de la cama. Angie se giró hacia mí, con la cabeza en mi pecho.
—¿Ves por qué era una buena sorpresa?
—La mejor —susurré, besándola en la frente—. Me encanta lo que estás dispuesta a descubrir conmigo.
—Contigo me atrevo a todo.
Nos quedamos en silencio. Afuera, el valle ya se había cubierto de sombras y la noche esperaba. Pero aún teníamos tiempo... y ganas.
Jueves, 12 de enero, 2006– 3:00 AM
Nos levantamos a tiempo, nos vestimos en silencio solo intercambiamos un beso cuando nos cruzamos en el baño. El taxi llegó puntual. Apenas unas luces encendidas en la calle, la casa en completo silencio. Cargamos las maletas con rapidez y salimos sin hacer ruido. Durante el trayecto al aeropuerto casi no hablamos. Íbamos cansados, sí, pero también con esa emoción contenida que precede a los grandes momentos. Solo nos tomábamos la mano y de vez en cuando nos mirábamos, sonriendo sin decir nada.
El vuelo transcurrió sin novedad. Al aterrizar en Arequipa, el cielo estaba despejado y el aire tenía ese frío seco tan típico de la ciudad. Nos dirigimos directamente a la casa de los padres de Angie, donde nos recibieron con un desayuno típico: pan de tres puntas, queso serrano, café y papaya arequipeña. La calidez familiar se sentía en cada gesto.
A las 11 de la mañana, ya estábamos en la notaría firmando los documentos. Todo fue rápido. Después, el padre de Angie nos llevó a almorzar a una picantería tradicional. Entre rocoto relleno, pastel de papa y chicha de jora, no faltaron las bromas ni los recuerdos.
—¿Por qué se quedan tan poco? —preguntó, mirando sobre todo a mí—. ¡Hace tres años que no vienes! Y eso que tú antes eras casi un hijo más…
Me revolvió el cabello con una sonrisa nostálgica—. El gringo, te decía, ¿te acuerdas? Por esos pelos claritos que tenías de niño.
Sonreí con cariño. Era cierto. En los viajes con mis padres de niño, siempre me sentí especialmente querido por él. Yo era el menor de mis hermanos y, con mi cabello claro, me convertí en su "gringo", una especie de engreído honorario.
La tarde transcurrió con calma, pero con la anticipación de algo importante. Angie quería llevarse algunos libros y cuadernos del colegio, así que pasamos casi dos horas en su antiguo cuarto, eligiendo qué conservar. Nos dimos algunos besos furtivos, pero nada más, los tíos estaban cerca.
Armamos dos cajas grandes y las bajé al auto del tío Juan, que se ofreció a llevarlas a la agencia de Cruz del Sur. Las despachamos sin contratiempos y volvimos a casa con la sensación de haber tachado el último pendiente.
Después de cenar, el ambiente fue sereno. La tía Lola sirvió una infusión caliente antes de dormir, mientras el tío Juan apagaba las luces de la sala.
Me despedí con respeto y gratitud: un beso en la frente para la tía, un apretón de manos para el tío, que él transformó en un abrazo cálido y silencioso.
A Angie la abracé solo con la mirada, y nos dimos un beso discreto en la mejilla. Ella bajó la mirada un instante, y yo subí las escaleras en silencio.
Ya en mi habitación, alcancé a escuchar sus voces hablando un poco más en la sala de abajo. Risas tenues, el murmullo del cariño cotidiano. Después, la despedida. Puertas cerrándose. Pasos apagados.
Minutos más tarde, la casa quedó en absoluto silencio.
Yo me acosté vestido, con la alarma puesta en el celular, la maleta lista al pie de la cama… pero sin poder dormir. Mi mente ya estaba en el Valle del Colca, en la habitación del hotel con vistas a los andenes infinitos, en el vapor de las aguas termales, en el cuerpo de Angie junto al mío, por fin sin barreras, sin relojes, sin miedo.
Viernes, 13 de enero – 4:00 AM
Nos despedimos de los padres de Angie con abrazos y agradecimientos. Ellos creían que regresábamos a Lima. Su padre quiso llevarnos al aeropuerto, por un momento nuestro plan estuvo a punto de irse al agua, pero Angie lo convenció que no le haría bien el frio de la madrugada, dos semanas antes había estado con una fuerte bronquitis.
Llamamos al taxi, todo era por teléfono en esa época, llegó a los 15 minutos. Subimos al taxi con dirección supuesta al aeropuerto.
En cuanto doblamos la primera esquina, Angie miró al chofer por el retrovisor:
—Cambio de planes señor, nos deja en la Plaza de Armas, por favor.
—¿Seguros?, me dijeron Aeropuerto en la central
—Más que nunca —le dije. Igual le pagamos la carrera como si fuera al aeropuerto para compensarlo.
A las 5:00 de la mañana, mientras las luces de la ciudad apenas se apagaban, estábamos en la plaza, tomados de la mano, caminamos una cuadra hasta la puerta de la agencia donde habíamos contratado el tour desde Lima, ahí nos recogería el bus del tour que nos llevaría al Valle del Colca. Habían cerca de 7 personas más esperando, el bus recogió pasajeros de varias agencias y de algunos hoteles.
Un par de horas después del falso viaje al aeropuerto, ya estábamos cruzando la altiplanicie rumbo al Colca, sentados juntos en el bus turístico que nos llevaba al corazón del valle. Desde la ventana, los volcanes se levantaban imponentes en el horizonte: Misti, Chachani, Pichu Pichu... como centinelas eternos de nuestro escape.
Angie, ya liberada del papel familiar, se había soltado completamente. Viajaba abrazada a mí, acurrucada en mi pecho, dándome besos cada tanto, como si quisiera asegurarse de que eso que vivíamos era real, que no nos despertaríamos antes de llegar.
El bus, lleno de turistas —en su mayoría extranjeros—, hizo varias paradas para que todos pudiéramos tomar fotos. El guía nos explicaba los paisajes, la altitud, las tradiciones. Nos detuvimos frente a los volcanes, en miradores con vistas infinitas. Más tarde, junto a unas alpacas adornadas con pompones de lana. Y luego, frente a las vendedoras de artesanías, con sus mesas repletas de chullos, pulseras y tejidos llenos de color.
Cada vez que bajábamos del bus, notábamos las miradas curiosas. Algunos turistas jóvenes, otros mayores, no podían evitar mirar a Angie furtivamente. Su ropa casual donde destacaba su jean ceñido, el cabello al viento, la forma en que reía o me tomaba del brazo... Era difícil no verla. Eso nos causaba risa; lo tomábamos como parte del encanto del viaje.
—¿Viste cómo me miró ese alemán? —me susurró, divertida, mientras posábamos para una selfie con las montañas detrás.
—Sí, pero le devolví la mirada. Tú estás ocupada —le dije, dándole un beso largo en la mejilla.
Al mediodía llegamos a Chivay, el corazón del Valle del Colca. El aire era más fresco, más seco, y todo tenía un ritmo pausado. Tomamos un mototaxi que nos llevó al hotel, a unos minutos del centro. El lugar era perfecto: rústico, rodeado de naturaleza, con nuestra habitación mirando a un valle verde y profundo. No había mucha gente alojada en esa época del año. Frente a la habitación, una pequeña piscina termal privada de piedra, semi techada, que dejaba la vista a las montañas libre. Un cuadrado de 3x3, nos esperaba con el agua caliente corriendo lentamente.
Almorzamos en el restaurante del hotel —trucha con papas nativas y una limonada fresca— y luego salimos a caminar hacia el pueblo, que quedaba a poco más de un kilómetro. El camino era de tierra, flanqueado por arbustos, campos de cultivo y algunas casas dispersas. Caminamos tomados de la mano, sin miedo, como si todo el mundo nos perteneciera por unas horas. Nos besábamos sin apuro, nos abrazábamos cuando el viento arreciaba.
Llegamos al centro del pueblo, pequeño pero lleno de vida. Entramos a una tiendita donde Angie compró un gorrito tejido. Paseamos por la plaza, tomamos helado artesanal, a pesar de que el tímido sol no calentaba mucho, nos tomamos fotos con mi cámara digital —esa Canon pequeña que capturaba cada risa, cada caricia fugaz—. La cámara se convirtió sin querer en protagonista del viaje: inmortalizaba cada instante de libertad, cada mirada cómplice y también momentos muy candentes.
Como a las 4 de la tarde, la tarde iba cayendo lentamente sobre el valle. El cielo, teñido de un naranja suave, comenzaba a oscurecerse por los bordes. Ya habíamos paseado por todo el pueblo, hasta en las calles donde el turismo no llegaba, las que nos parecían las más auténticas, donde la gente nos saludaba sin conocernos.
Caminábamos de regreso al hotel tomados de la mano, con paso lento, como si quisiéramos alargar cada minuto antes de cruzar la puerta de la habitación. El aire frío comenzaba a hacerse sentir, pero el calor entre nosotros bastaba para mantenernos cómodos. En el camino nos encontrábamos con pobladores. Todos nos saludaban, con esa amabilidad y cortesía de la gente de pueblo.
Angie iba a mi lado, con la chaqueta abierta y las mejillas encendidas. En un momento, se acercó más y, sin mirar directamente, me dijo con voz suave pero decidida:
—Quiero que me hagas el amor toda la tarde. Quiero sentirme amada… engreída. Toda tuya.
La frase me detuvo. No era la primera vez que me lo pedía así, con esa mezcla de ternura y hambre, pero igual me estremeció.
—Eso está hecho —le respondí, con una sonrisa que no podía ocultar la anticipación. Solo espero que me aguantes el ritmo.
Ella apretó mi mano, y agregó con picardía:
—Y te tengo una sorpresa.
La miré de reojo, sabiendo que no iba a soltar prenda. Angie tenía ese talento para provocar sin revelar. Jugaba con el misterio como quien acaricia una llama sin quemarse.
—¿Otro neglillé? ¿Un baile exótico? ¿Una pose de circo? —pregunté en tono de broma, esperando que se le escapara algo.
Ella se rio y negó con la cabeza.
—No voy a decir nada. Solo espera.
—Eres una mujer peligrosa, ¿sabías?
—Y tú… eres un hombre que me enciende solo con mirarme.
Nos miramos un instante y seguimos caminando, ya con el hotel a la vista, con esa energía vibrando entre los dos. El sol se escondía detrás de los cerros, y nosotros, por fin, estábamos a punto de entrar en nuestra fantasía, de hacerla realidad.
Apenas cruzamos la puerta de la habitación, cerramos tras de nosotros el mundo. Afuera quedaban el frío del valle, el murmullo de los turistas y el polvo del camino. La habitación era cálida a pesar de que afuera ya hacia frio. Tenía calefacción que irradiaba desde el piso de madera.
Nos quitamos las casacas pesadas, dejándolas caer sobre una silla. Angie, con esa sonrisa traviesa que ya conocía tan bien, sacó la botella de Macchu Pisco que habíamos comprado por curiosidad en una tienda local en Chivay. Una versión artesanal del clásico pisco, fuerte y con carácter, como todo en ese valle.
—¿Hora de brindar? —dijo ella, alzando la botella.
—Por nuestra escapada —le respondí, mientras buscaba los únicos vasos disponibles: dos de vidrio grueso, típicos para agua.
Serví apenas un dedo en cada vaso. Bastaba. El aroma del licor era potente, con un dejo ahumado y terroso que hablaba del lugar.
Brindamos. El primer sorbo nos calentó de inmediato, y no supimos si fue por el alcohol, que era fuerte, o por la mirada que nos cruzamos al beber.
Nos besamos. Largos, lentos, cada vez más hambrientos. Nuestras lenguas se encontraban, nos mordíamos los labios. Caímos sobre la cama todavía con las chompas puestas, riendo mientras tratábamos de desnudarnos torpemente. Yo ya le había quitado las botas y los pantalones cuando, de pronto, Angie se sentó en la orilla de la cama y me dijo con una sonrisa traviesa:
—Espera... voy por la sorpresa.
Abrió su maleta y sacó una pequeña bolsita de tela negra. La abrió frente a mí y sacó dos dados color crema, con dibujos grabados en negro. Uno tenía posiciones sexuales; el otro, acciones o lugares del cuerpo. Me quedé mirándolos sin disimular mi sorpresa.
—¿Qué es esto? —pregunté riendo, curioso, tomándolos entre mis dedos.
—Dados eróticos —me dijo mordiéndose el labio inferior, mientras se sacaba la chompa y el polo que llevaba debajo, y se recostaba en la cama solo con ropa interior—. Los compré hace semanas pensando en ti... en este momento.
Los giré entre mis manos, viendo las pequeñas figuras: un dibujo de una lengua, uno de unos glúteos, uno de una pareja de espaldas… Había posiciones clásicas como el misionero o el perrito, pero un par que parecían sacadas de la parte más avanzada del Kama Sutra, posiciones sugerentes que me hicieron tragar saliva.
—Esto es... muy provocador —dije mirándola—. Me gusta. Nunca hice algo así.
—Entonces juguemos —me dijo, y su voz sonaba como una invitación lenta, pausada, segura—. Solo una regla: si sale algo que no te atreves, te tomas dos huaracasos del pisco y vuelves a tirar.
—¿Y tú? ¿Tú vas a atreverte con todo?
—Hoy sí —susurró—. Hoy quiero probarlo todo contigo.
Me incliné y la besé con suavidad, mientras en mi mano aún sostenía los dados, como si ellos hubieran encendido algo más profundo que el deseo: la promesa de explorar, de descubrirnos, de atrevernos a lo nuevo sin miedos. Me saqué la ropa, me quedé solo en Bóxer. No sentíamos frio, la habitación estaba cálida con la calefacción encendida.
Los lancé por primera vez sobre la colcha extendida.
Los dados cayeron sobre la cama con un suave golpeteo. Uno mostraba una lengua y el otro, un dibujo de una pareja sentados frente a frente y apoyados cada uno en sus brazos. Se entendía que la mujer estaba sobre el hombre que la penetraba.
Angie me miró con una ceja levantada.
—Empiezas tú —dijo,
—Y como combino la lengua con esta pose?
— Tu verás, me dijo con una sonrisa malévola, mientras se sacaba la ropa interior y se colocaba en la cama en la posición del dado.
— Ok, atente a las consecuencias.
Me saqué el bóxer, y me zambullí entre sus piernas que las tenía bastante abiertas, flexionadas sobre la cama. Me comí su conchita a mi agrado, Angie gemía y cuando me agarraba la cabeza, yo le decía que el dado marcaba, manos sobre la cama. después de un par de minutos, cuando ella estuvo bien mojada, me puse un preservativo y me coloqué frente a ella, sentado y con las manos hacia atrás, mi tórax, al igual que el de ella estaba inclinado hacia atrás, ofreciéndole mi pene erecto. ella levantó las caderas se acercó a mi hasta que su vagina quedó justo para que mi pene la perforara. Cuando lo tuvo adentro, comenzó a moverse, que rico se veía esa conchita tragarse mi pene… algún rato después, Angie se dejó caer de espaldas, esto cansa dijo, probemos otra.
—Tu turno —le dije, entregándole los dados con una sonrisa torcida.
Los lanzó con un gesto rápido. Esta vez: “manos” y una posición de rodillas donde la mujer hacia sexo oral. Nos miramos, y ambos comenzamos a reír.
—¿En serio? —dijo—. ¿Esto no era primero?
—El juego manda —respondí con solemnidad fingida, y me paré en la cama.
—Primero manos dijo. Me sacó el preservativo y comenzó a acariciar mi pene, lo jalaba, lo majeaba con las dos manos, o una mano lo masajeaba y la otra exploraba mi trasero y mis piernas. Un rato después, se lo metió en la boca y lo comenzó a engreír como ella sabía hacerlo. Aunque con la primera lamida, hizo un gesto y dijo, sabe a preservativo, ¡no me gusta! —Los dados mandan le respondí— Retomo la labor lamiendo desde los huevos, besos, succión… yo estaba con los ojos en blanco. Eso no duró mucho.
—ya no puedo amor, ese sabor no me gusta, no sabe a ti.
— Ok, cambiemos, me toca.
Tiré nuevamente los dados y salió una pareja donde el hombre de pie sostenía a la mujer en el aire mientras la penetraba y esta lo rodeaba con sus piernas y en el otro dado salia un trasero.
—Esto se pone peligroso —le dije.
Angie miró extrañada los dados. —Y eso como lo combinamos? —preguntó.
—Creo que me das tu chiquito, mientras te cargo y te penetro de pie.
—¿Como mi chiquito?, preguntó con genuina ignorancia de lo que yo había dicho.
—Tu chiquito, tu culito
—Así le dicen?? Se rio a carcajadas, pero 5 segundos después, paró en seco y dijo, ni hablar, por ahí no.
—Los dados han hablado, le dije muy solemne.
—Graciosito estas. El dado solo dice trasero, no que entres en mi trasero, así que dame de nalgadas si quieres y se tiró boca abajo en la cama.
Ante su ingenio, no me quedó más que reírme y hacerle el juego. Yo tenía ganas de comerme es culito hace rato, pero tenía que ser natural, espontáneo, cuando ella quisiera, bajo ningún termino la presionaría u obligaría.
Me puse de rodillas sobre sus piernas, ahí tenía ese hermoso culo, comencé a acariciarlo, y le iba dando nalgadas, primero muy suave, pero en cada ocasión aumentaba un poco la fuerza, —Tú me dices amor, hasta donde puedo llegar— Sigue me dijo— ella tenía la cabeza sobre la cama de lado, mirándome. A la novena o decima nalgada, que alternaba en una u otra nalga, ella dijo, —ahí nomás, ya duele— La verdad las últimas tres fueron bastante fuertes, ya sus nalgas acusaban ese color rojizo característico. Me quedé quieto, mirando como ella se sobaba suavemente el trasero.
—Te hice daño?
—No amor, tranquilo, me gusta un poco de maltrato, que me castigues por ser traviesa, te detuve en el momento justo y se rio.
Cuando se sobaba el trasero, con los movimientos circulares de sus manos, abría ligeramente sus nalgas, dejándome ver la entrada de su ano. Me la jugué y comencé a acariciarlo muy suavemente con mi dedo índice. Ella lanzó un ligero gemido.
—Eso te incomoda? Le pregunté
—No amor, sigue, eso se siente rico. Seguí acariciando y ella gemía muy despacio. Levantó la cabeza y apoyo su frente en la cama.
—Uff, que rico… A veces cuando me tienes en perrito, me has tocado ahí sentía rico, pero nunca tanto rato como ahora, sigue… sigue…
Rato después, probé a meter ligeramente el dedo índice, con el que le acariciaba su asterisco, no dijo nada, pero se tensó de inmediato, ajustando el trasero.
—Duele?
—No amor, a ver mete un poquito mas
—Relájate, amor, así no puedo meter más mi dedo y te va a doler
Angie distendió un poco el ano, yo empujé un poco más. Entró hasta la primera falange, cuando ella dijo —¡Sácalo, ya duele un poco!
Se dio la vuelta y mirándome me dijo,
—Amor en serio no sé porque quieres entrar ahí, pero para mí, basta que tú lo quieras para yo complacerte, pero me duele.
Esa confesión cargada de erotismo y ternura me descolocó. Tranquila amor, le dije, lo volveremos a intentar y si finalmente no se puede, no pasa nada.
Se incorporó y me dio un beso largo. Luego como si nada, volvió a ser la niña traviesa. —Sigamos jugando— me dijo, pero creo que estos dados no son para tirarlos juntos, es uno o el otro. Con cual nos quedamos, me dijo mostrándome ambos. Le señalé el de las posiciones.
volvió a tirar, esta vez un solo dado. salió perrito. Yo estimule un poco mi pene que en tanta maniobra se había bajado ligeramente, mientras ella se ponía en posición. Cuando la penetré y le abrí un poco las nalgas vi su culito ligeramente rojo, esa delicada membrana no estaba acostumbrada al trajín de mi dedo.
Ella se puso en 4 patas y la penetré, estaba muy mojada. Algunos minutos después, cuando ella ya jadeaba de placer, le dije ¿cambiamos? quería que ese juego se extienda, que no acabe aún. Ok, me dijo, mientras recuperaba el aliento.
Tire el dado. Salió el 69, pero cuando lo vi bien, el hombre estaba abajo, pero la mujer que estaba encima del hombre estaba con el cuerpo hacia arriba, como haciendo una araña invertida, e inclinaba su cabeza para tomar el pene del hombre.
—ya viste lo que tienes que hacer.
—Si el 69, eso es rico, pero te vas a lavar el lubricante del preservativo, no quiero ese sabor en mi boca.
—Mira bien cómo está la mujer y le alcancé el dado.
Cuando reparó en el detalle, Angie tiró el dado y dijo,
—¿Que creen que soy la del exorcista, que puedo arquearme así y voltear la cabeza como poseída? Paso amor, me dijo con una sonrisa retadora.
—Ok, si pasas, doble shot de trago… como si no te gustara…
Me pare le serví casi medio vaso del Pisco artesanal y Angie se lo tomó de un solo viaje.
—Listo que sigue, me dijo desafiándome con su mirada y con su sonrisa
Tire el dado. salió una donde la mujer estaba en cuatro patas y el hombre sobre ella, pero mirando en dirección contraria a la de ella, recto, horizontal, penetrándola y sosteniéndose solo con sus manos. (después de varias semanas, ya en Lima, me enteré de que se llama la pose del helicóptero y que es una de las más difíciles de conseguir).
—Esta es de película porno, le dije.
—Si no quieres, doble shot, me amenazó.
—¿Cómo se supone que hacemos esto? —dije, riendo.
—No sé, pero inténtalo... mientras se ponía en cuatro patas sobre la cama.
Cuando intentamos acomodarnos, nos resbalamos, ella perdía el equilibrio, yo resbalaba sobre su trasero… No sé cómo, después de intentarlo como cuatro veces, resbalamos de la cama y terminamos en el suelo, desnudos, envueltos en carcajadas, piernas enredadas y con el orgullo por los suelos.
—Creo que perdimos toda la dignidad —dije, jadeando de risa.
—¿Cuál dignidad? Si estamos desnudos jugando con dados sexuales —me respondió, mordiéndome el hombro con ternura.
—Nueva tirada —ordené, con falsa severidad, y el dado giró otra vez.
Esta vez, una combinación simple: misionero. Nos miramos en silencio. La risa se desvaneció, y en su lugar volvió el deseo, más hondo, más lento. Me incliné sobre ella, que ya estaba tendida en el piso, con la colcha desparramada debajo de su cuerpo, con el cabello extendido como un abanico claro-oscuro, los ojos brillantes y las piernas abiertas ofreciéndome su pelvis depilada.
Mi boca encontró su piel, y lo que comenzó como un juego, se convirtió en un lenguaje. Fueron varios minutos en los que estuve mamándole los senos, Angie gemía cada vez más alto. En un momento quise retirarme para por fin penetrar y cumplir la orden del dado, pero ella sostuvo mi cabeza desde atrás, pegándola más a su erecto pezón —¡No pares amor, no pares!
Obedientemente seguí chupándole las tetas e incluí mis manos, ella no protestó, varios minutos después, Angie tuvo un orgasmo intenso, pero diferente a los que tenía cuando la penetraba, este llegó despacio pero imparable, en vez de sus gritos orgásmicos, fueros dos suspiros fuertes que sonaron a descarga, a que soltaba algo... Me detuve y solo me quedé contemplándola. Fue la primera vez que logré que Angie tuviera un orgasmo, solo estimulándole lo senos, pero no la última.
Ella aún tenía la respiración agitada, cuando tomé posición entre sus piernas, mi pene estaba otra vez piedra, porque con tanta acrobacia se había bajado un poco. Le levanté las piernas, pero sin llevarlas a mis hombros, solo hasta la altura de mis brazos y la penetré lento, pero en un solo movimiento. Ella se agarró con los dos brazos de mi cuello, mientras yo le bombeaba el coño, gimiendo y gozando, ya sin risas, solo con jadeos y gemidos, dejándonos llevar por el deseo que el juego había despertado y alimentado. Ensayé algo que había leído por ahí.
En pleno bombeo, me detenía de golpe. Solo me quedaba dentro de ella, la besaba o la acariciaba, pero no me movía. Eso la volvía loca y prolongaba el placer de estar dentro de ella. Después retomaba el ritmo a veces de a pocos a veces de golpe. Yo le abría las piernas con mis brazos para ver como mi pene la perforaba, dándole beso de vez en cuando. En un momento las palmas de mis manos se apoyaban en las plantas de sus pequeños pies, mi cuerpo y el suyo hacían un perfecto ángulo de 90 grados, ella echada, yo de rodillas penetrándola. Bombearla así era una mezcla de sensaciones y visiones alucinante. Mi orgasmo llegó intenso, como un rayo.
Cuando por fin terminamos, los cuerpos entrelazados y la piel húmeda, estábamos en el piso sobre la colcha y las sábanas de la cama. Angie se giró hacia mí, con la cabeza en mi pecho.
—¿Ves por qué era una buena sorpresa?
—La mejor —susurré, besándola en la frente—. Me encanta lo que estás dispuesta a descubrir conmigo.
—Contigo me atrevo a todo.
Nos quedamos en silencio. Afuera, el valle ya se había cubierto de sombras y la noche esperaba. Pero aún teníamos tiempo... y ganas.