ANGIE
Yo me había propuesto, así como él se había abierto a mí con cada rincón de su pasado, con cada herida y cada anhelo no dicho, abrirle todas mis puertas. Sin reservas.
Me senté frente a él, con las piernas cruzadas. Él también se sentó, muy formalito, como alumno aplicado. Pero no me miraba a la cara. Su mirada se desviaba descaradamente, justo al cruce de mis piernas.
—¡Concéntrese, caballero! —le dije, alzando una ceja, en tono travieso. Eso va a ser suyo las veces que quiera, ¡pero ahora míreme a los ojos!
Él levantó la vista un segundo, con esa media sonrisa culpable que tanto me gusta, y murmuró:
—No puedo... tu conchita me llama... Me distraes.
—Ya, ya —dije, divertida. Agarré una almohada y me la puse sobre las piernas, tapándome—. ¿Ahora sí?
Suspiró como si le acabaran de quitar el sol de la playa.
—Ahora sí —dijo resignado, pero con una chispa de ternura en los ojos.
Me acomodé mejor, ya con la almohada en las piernas, como si fuese un escudo suave para lo que estaba por decir. Él me miraba con atención, y eso me animaba. Me sentía segura. Lista.
—Bueno —empecé, bajando un poco la voz—, mi primer enamorado lo tuve a los quince años.
Él levantó las cejas, interesado.
—Era un chico tranquilo… demasiado tranquilo, diría yo ahora. Le decíamos “el pánfilo” con mis amigas. No porque fuera malo, sino porque era todo dulzón, tierno, pero sin chispa. Lo típico: nos dábamos picos, caminábamos de la mano por el barrio, en Arequipa, con esa inocencia torpe de la edad. Pero…
Hice una pausa, sonreí con melancolía.
—Yo ya tenía las hormonas revueltas, quería sentir cosas, y con él no sentía nada. No me generaba ni una cosquilla. Era como abrazar a una silla de madera.
Él se rio bajito.
—¿Cuánto duraron? —me preguntó.
—Tres meses. Y eso porque me daba pena terminarlo. Pero no, no había química, nada. Un día simplemente le dije que ya no. Y él, como buen pánfilo, solo dijo: “Ah, bueno…”.
Hice un gesto exagerado de resignación, y él volvió a reír.
—¿Y el segundo? —me preguntó, ya intrigado.
—Ah, ese fue distinto. A los diecisiete. Era amigo de mi hermano, tres años mayor que yo. Tenía esa cosa de chico malo que a una a esa edad le parece irresistible. Era guapo, seguro, y tenía ese aire de que sabía más de la vida. Me atraía un montón.
Hice una pausa más seria.
—Pero también quería llevarme a la cama desde el primer día. Y eso me empezó a incomodar. Yo quería experimentar el sexo, claro, pero a mi ritmo. De mi grupo, tres de mis amigas ya habían perdido la virginidad, solo quedábamos yo y otra amiga que recién había cumplido los 15. Este chico me decía cosas al oído, me tocaba la cintura como si ya le perteneciera, me metía la mano sin descaro. Yo quería experimentar, sí, pero a mi manera, con alguien que me respetara.
Miré a mi amor a los ojos y le dije con sinceridad:
—No me gustaba sentirme presionada. Él no era violento, no. Pero insistía, y yo me sentía cada vez más incómoda. Lo terminé a los seis meses. Ya no podía contenerle las manos. Sentía que estaba luchando todo el tiempo con su deseo, y no con el mío.
Él me miró con ternura. Me acarició la pierna por debajo de la almohada, y yo le sonreí, agradeciendo su silencio atento.
—Y luego… bueno, luego vino el japonés —dije, y se me escapó una risa con un poco de ironía.
—Ah, el famoso japonés —dijo él, casi con burla contenida.
—Sí —asentí—. Cuando llegué a Lima, comencé a trabajar, y ahí lo conocí. Pero eso… eso es otra historia y ya la conoces, en el sexo, desgracia total.
Él me miraba en silencio, con esos ojos que me sostenían, sin apurarme, sin juzgarme. Me sentía segura con él. Tan amada. Tan libre de ser yo.
—Bueno… —dije al fin, con una sonrisa suave, de esas que llegan después de soltar algo que pesaba en el alma—. Ya ves… no tengo toda la experiencia que tú tienes.
Él iba a protestar, claro, como siempre hace cuando quiere hacerse el modesto. Pero levanté la mano antes de que dijera una palabra. Quería terminar, necesitaba decirlo todo, sin interrupciones.
—Y está bien. No me avergüenza. Para mí eso es suficiente. Tuve un ángel… —me reí bajito— por no decir un pánfilo. Luego un diablillo que me empujaba a pelear con mis propios límites. Y después… el japonés, a ese no se ni como definirlo.
Ahí sí me reí más fuerte. Él también se río conmigo, pero en el fondo de esa risa yo ya sentía que algo se me apretaba en el pecho. No era tristeza. Era emoción. Era amor puro, de ese que no se disfraza.
—Pero… —dije, y mi voz cambió. Me salió más baja, más temblorosa, pero con una firmeza que venía desde lo más hondo de mí— lo que realmente me conmueve, lo que me mueve el alma, es haberte encontrado a ti.
Bajé la mirada un segundo. Quería que no me temblara la voz. Pero era imposible no temblar cuando el corazón habla.
—Con toda tu experiencia… con tu historia, con tu dolor, con tus ganas de sanar. Con todo lo que has vivido, llegaste a mí. Y yo… yo siento que tú fuiste mi primer hombre, mi primer amor de verdad. Yo sé que no llegué con un himen intacto a ti, pero siento que era virgen cuando me tomé tu semen por primera vez y cuando por fin entraste en mí, sentía que era la primera vez que un hombre de verdad me poseía y me hacia el amor.
Lo vi abrir los ojos, sorprendido. Pero no me detuve. Lo miré directamente, desde el fondo de mi alma.
—Sí… lo siento así. Porque contigo hice el amor por primera vez. De verdad. Con todo lo que soy. Sin miedo. Sin vergüenza. Sin esconderme. Aunque haya existido otro antes… tú fuiste el primero que tocó mi corazón con las manos del alma. El primero que me abrazó con todo su ser. El único que me hizo sentir completamente mujer… completamente amada.
Y antes de que dijera algo, antes de que pudiera responder, lo abracé. Lo abracé con todo lo que tenía, con los brazos, con el pecho, con la piel, pero sobre todo con el alma.
Me quedé un rato en silencio después de haberte contado todo lo anterior. Respiré hondo. Tú me mirabas con ternura, como esperando que dijera algo, sin apurarme.
YO
Nunca olvidaré esa madrugada. Habíamos hablado tanto… habíamos abierto tantas puertas dentro de nosotros que ya no sabíamos si éramos los mismos de la noche anterior.
Nos fuimos deslizando en las sábanas como quien cae lentamente en un abrazo largo. No hacíamos ruido, no hacía falta. Sólo nos teníamos. Rendidos, sí, pero también profundamente satisfechos de haber soltado ese peso que por años nos había abrumado sin darnos cuenta.
Miré la hora. Eran casi las cinco de la mañana.
—Angie… hemos estado hablando casi toda la madrugada —le dije, sorprendido.
Ella me miró con una sonrisa suave, de esas que se sienten más que se ven.
—No sentí el tiempo, amor… contigo no lo siento pasar.
Y ahí, entre el susurro de sus palabras y el calor de nuestros cuerpos, empezamos a besarnos otra vez. Intentamos hacer el amor, sí… pero el sueño, el cansancio y sobre todo esa paz que nos invadía, nos ganó. Y no nos importó.
Nos quedamos dormidos así, uno al lado del otro, casi besándonos, con los dedos entrelazados, como dos niños que por fin se sienten seguros.
El domingo despertamos pasadas las doce del día. Ese sueño profundo, reparador, era justo lo que necesitábamos después de una madrugada tan intensa. No solo por lo que habíamos compartido con palabras y piel, sino por lo que habíamos soltado del alma.
Abrí los ojos primero. Y ahí estaba ella. Dormida. Hermosa.
Respiraba suave, con una calma que parecía de otro mundo. Sus pechos subían y bajaban lentamente, al compás de su respiración serena, y yo solo quería quedarme ahí, observándola. No tocarla, no despertarla. Solo admirarla como quien contempla algo sagrado. Porque eso era para mí: sagrada.
Me levanté despacio, fui al baño, intenté no hacer ruido. Cuando regresé a la cama, ella ya tenía los ojos abiertos, pero todavía se veía envuelta en esa bruma deliciosa del sueño recién terminado.
—Buenos días, amor —me dijo con esa voz ronquita de sueño que me derrite.
—¿Qué hora es? —preguntó, estirándose un poco.
—Casi la una —respondí.
—¡Guau! Dormimos toda la mañana...
—Sí… después de la noche agitada que tuvimos, lo necesitábamos.
Ella se sentó, acomodándose el cabello con las manos, y sonrió con una mezcla de incredulidad y alegría.
—¿Quién diría? Empezamos con un simple paseo… luego unos traguitos, linda música, nuestra aventura de sexo frustrado en el morro, las confesiones...
—No olvides la mamada en la cochera.
— Cierto me dijo, eso estuvo rico…
Su voz cambió, se volvió más emocionada, como si se le vinieran todos los momentos encima de golpe.
—¿Quién diría que en una sola noche podríamos vivir tantas cosas juntas y tan distintas a la vez?
Me senté a su lado, la tomé de la barbilla con suavidad y le di un beso largo, cálido.
—Es que así es cuando se ama de verdad —le dije, sintiendo cada palabra como una certeza.
Ella respondió el beso con ternura, pero segundos después retrocedió riéndose entre dientes.
—Uy, debo estar con un aliento a burro muerto, y tú ya te has lavado. Qué injusticia.
Negué con la cabeza, divertido.
—No me importa —le dije, y la jalé hacia mí de nuevo, sellando sus labios con otro beso.
La verdad… no había ningún aliento a burro muerto. Lo único que se sentía en el aire era el rastro del vino de anoche, ese que nos soltó la lengua y nos abrió el corazón. Esas dos botellas que fueron el testigo mudo de todo lo que nos confesamos, de todo lo que lloramos, de todo lo que sanamos… y también, de todo lo que amamos.
Comenzamos a besarnos y acariciarnos, dejando que las manos recorrieran lo que ya conocían, pero como si fuera la primera vez. Había una energía viva entre nosotros, como si quisiéramos retomar lo que el sueño nos robó en la madrugada. El deseo estaba ahí, encendido, latiendo. Queríamos hacernos el amor, y más allá del impulso, había una necesidad de sellar otra vez ese vínculo que tantas capas había alcanzado la noche anterior.
Estábamos en ese juego previo, yo besaba con frenesí sus tetas mientras que Angie ya tenía mi pene en su mano, acariciándolo y haciéndolo crecer, ese juego era delicioso, cuando de pronto ella se detuvo. Me miró con una expresión que mezclaba travesura y determinación.
—Primix… —dijo, con esa voz suya que me derrite— tenemos que hacerlo en todas las habitaciones de la casa, ¿recuerdas?
No pude evitar reír. Esa promesa medio en broma que habíamos hecho la noche anterior, volvía como una especie de pacto sagrado.
—Ok, sí —respondí, acariciándole la cintura— pero menos en la de mi madre. Ese es territorio sagrado.
—Ah, no, por supuesto —dijo rápidamente, como si ni se le hubiera pasado por la cabeza—. El dormitorio de la tía está vedado, pero el resto de la casa es nuestra.
Se incorporó de la cama con energía, desnuda, hermosa, con esa seguridad que me encantaba, y caminó hasta la puerta. Allí se volteó, me miró con una sonrisa pícara que me volvió loco.
—Ven —me dijo.
—¿Y dónde será? —le pregunté, ya sabiendo que su respuesta me arrancaría otra sonrisa.
Ella se paró en el marco de la puerta, como una directora de escena planificando su próxima toma.
—Mmmm… veamos. En la sala ya lo hicimos. Mi cuarto también… —iba enumerando con los dedos, haciendo un inventario divertido—. Nos falta la cocina. Como que tomamos desayuno, ¿no?
—Perfecto —dije, levantándome de la cama con esa mezcla de deseo y risa que solo ella podía provocarme.
La seguí, desnudo también, como dos adolescentes en travesura, pero con el corazón de adultos que ya han amado con el alma.
La seguí por el pasillo como un cómplice rendido. El sol de la tarde se colaba por las ventanas con una tibieza suave, que apenas tocaba los muebles y los hacía brillar. El piso estaba frío, pero ni lo sentíamos. Nuestros cuerpos ardían, y cada paso era una risa contenida, un roce intencional, una mirada que decía más que cualquier palabra.
Llegamos a la cocina.
Ella se apoyó en el borde de la mesa de madera, esa donde más de una vez habíamos tomado café y comido pan con palta. Pero ahora, el escenario era otro. Había una intención distinta, un juego de miradas que tenía sabor a promesa cumplida.
—Aquí solo nos hemos dado besitos —me dijo, mordiéndose apenas el labio—. ¿Qué esperamos?
Me acerqué despacio. Tenía las manos en la mesa, el cabello alborotado, el cuerpo listo, la sonrisa encendida. La tomé de la cintura y la acerqué a mí. Nos besamos primero con calma, pero con ese fuego que se prende con solo mirarnos. Las lenguas se reconocieron, se buscaron sin apuro, como si ya supieran que tendrían todo el tiempo del mundo.
—Aquí tomamos desayuno —le susurré al oído, mientras mis manos bajaban por su espalda—. Pero hoy el menú es distinto.
Ella se rio, ronca, sensual, completamente entregada.
—Entonces sírveme lo que tengas, amor —me dijo, envolviéndome con sus piernas.
La alcé, con ese impulso que solo se tiene cuando el deseo te gobierna. Ella se sentó en la mesa, sin miedo, sin reservas abrió las piernas para que yo entre en ellas. Nos besamos otra vez, más profundo, más intenso. Mis manos recorrían su piel como si quisiera grabarla en mis dedos. Su cuello, sus pechos, su espalda… Ella gemía suave, como una melodía que nacía desde dentro.
La penetré despacio, mirándola a los ojos, sin dejar de besarla. En la cocina, a plena luz del día, con las tazas de testigo, con la puerta que da a la cochera abierta, como si no existiera el mundo.
Nos movíamos en un vaivén lento y cálido. No había apuro. No había prisa. Solo la urgencia de sentirnos completos. La mesa temblaba con cada embestida. La azucarera y el servilletero bailaban al ritmo de nuestros movimientos.
Ella se aferró a mí con fuerza cuando su clímax llegó, temblando, susurrándome que me amaba. Yo no pude decir palabra, solo seguí bombeando su jugosa vagina, ella me abrazaba con las piernas, como pidiendo que entrara cada vez más en su ser, hasta que la llené de mi leche… la abracé con el pecho latiéndome en la garganta.
Nos quedamos ahí unos minutos más, respirando agitados, riendo bajito.
—¿Y ahora qué sigue? —le pregunté.
—Nos falta el comedor… el baño… el pasillo… —dijo, sonriendo, mientras bajaba de la mesa.
—Tú vas a matarme, Angie.
—No, amor… solo estoy marcando territorio —y me guiñó el ojo.
—Ahora sí tengo hambre —me dijo Angie, estirándose con esa sensualidad despreocupada que sólo ella podía tener incluso después de tanto derroche de pasión.
—Yo también —le respondí—. De verdad necesito reponer energías.
Nos reímos mientras nos mirábamos, aún con los cuerpos desnudos, sin ninguna urgencia por cubrirnos. Había una intimidad que iba más allá de la piel; era confianza, era amor en estado puro. Caminamos a la cocina sin apuro, con la complicidad de quienes ya se han entregado sin reservas.
En la refrigeradora no había nada listo, nada para calentar. Había carne, pescado, verduras… todo implicaba cocinar y teníamos flojera. Pero aún quedaban huevos, un poco de jamón y hot dogs. Suficiente.
—Yo preparo la mesa —dije.
—Y yo los huevos —respondió ella con ese tono encantador, como si preparar el desayuno después de hacer el amor fuera la rutina más hermosa del mundo.
Todo parecía tan natural. Ella, moviéndose en la cocina como si fuera suya, desnuda, con el cabello desordenado y una sonrisa de domingo en el rostro. Yo, poniendo los platos, buscando las servilletas… La escena era doméstica, sí, pero llena de magia. Como si estuviéramos descubriendo una forma nueva de amar: con café, huevos revueltos y pan de molde.
Nos sentamos a la mesa. Ella sorbía su café mientras hacía un nuevo inventario, esta vez no de ingredientes, sino de escenarios.
Terminamos de lavar el servicio juntos, entre risas, roces y miradas cómplices. Esa rutina doméstica que en otro tiempo me habría parecido aburrida, ahora tenía algo de mágico cuando la compartía con ella. Al acabar, nos provocó sentarnos en la sala, en nuestro sillón. Ya le decía así, nuestro sillón, como si ese mueble, testigo de tantas caricias, sexo y conversaciones, nos perteneciera desde siempre.
Me senté primero. Ella, sin decir nada, buscó su lugar entre mis piernas, se acomodó de lado sobre mí, con la cabeza en mi pecho y una pierna enredada entre las mías. Era su sitio. El mundo podía desaparecer mientras estuviéramos así. Nos besábamos lento, nos acariciábamos sin prisa, con esa sensación de que el tiempo se había rendido ante nosotros. Fue entonces que, sin previo aviso, se incorporó y me dijo con tono decidido:
—Voy a arreglar tu ropa.
Me sorprendió un poco, aunque no era la primera vez que lo hacía. Desde aquella vez en que había tomado el control de mi ropero —una intervención inesperada pero necesaria—, Angie se había apropiado con naturalidad del lavado y planchado de mi ropa. Hasta entonces, yo siempre me había encargado de eso. Lavaba mi ropa, la tendía y planchaba lo necesario. A veces, de emergencia, mi madre me ayudaba con una camisa o un pantalón. Angie lavaba y planchaba su ropa y la de mi madre, pero nunca la mía. Hasta ese día en que entró al cuarto, abrió los cajones y el closet y ordenó mi ropa.
Desde entonces, sin necesidad de acuerdos formales, se hizo cargo de todo. Yo no lo pedí, y, sin embargo, lo recibí como un gesto de amor, de cuidado, de entrega silenciosa. Además, que no me gustaba planchar…
Se puso de pie y me dijo:
—Amor, bájame los tarros con la ropa limpia.
Fui al cuarto de lavado hice dos viajes para bajar los dos grandes recipientes: uno con su ropa, otro con la mía. Los dejé en el cuarto de planchado. Ese espacio apenas tenía lo necesario: un planchador plegable que nunca plegábamos, una mesa que alguna vez fue parte de la cocina, y que ahora servía para apoyar la ropa recién planchada.
—Gracias, amor —me dijo, dándome un beso fugaz en la mejilla—. Ahora vaya a hacer sus cosas, que yo me encargo.
—Pero te ayudo —le dije, queriendo acompañarla.
—No, váyase, que yo me encargo —me respondió con esa mezcla de firmeza y ternura tan suya—. Te llamo cuando te necesite.
—Ok… —le dije, rendido.
Volví a la sala, aún con el cuerpo tibio por su beso, y tomé los diarios del sábado y domingo que el repartidor había deslizado por debajo de la puerta. Me senté a leer.
Casi media hora después, escuché su voz llamándome desde el fondo de la casa.
—¡Primix, ayúdame!
Me levanté al instante y fui a paso ligero. Me bastaba un llamado suyo para moverme, como si su voz tuviera un hilo invisible que me jalaba directo al centro de mi voluntad.
Al llegar al cuarto de planchado, me encontré con una escena curiosa y extrañamente sensual. Sobre la mesa auxiliar había cuatro pequeñas rumas de ropa ordenadas con precisión. Una de mis camisetas sobresalía tímidamente al lado de uno de sus sostenes negros. Había ropa interior, suya y mía, separada pero cercana, casi como si nuestras vidas también se doblaran juntas, una prenda al lado de la otra.
—¿Puedes llevar esto a tu cuarto, y lo mío, arriba? —me dijo, señalando las pilas con su gesto de siempre, práctico y dulce a la vez.
—¡Claro que sí, amor! —le respondí con una sonrisa.
Tomé primero mi ropa y la llevé a mi cuarto. La acomodé con cuidado, como si estuviera tocando algo más que tela. Volví por la suya, pero me demoré un poco más con ese segundo viaje. Me gustaba estar en su cuarto. Era su espacio, pero cada vez tenía más de los dos. Había detalles suyos, sí, pero también los míos: un libro que me prestó, una camiseta vieja mía colgada en su respaldo, hasta su perfume ya se había mezclado con mi presencia.
Cuando terminé de acomodar su ropa, bajé sin hacer ruido. Entré de nuevo al cuarto de planchado y entonces… la vi.
Estaba de espaldas, planchando una de mis camisas blancas. Desnuda. Solo llevaba unas sandalias.
Era un cuadro erótico, sí… pero también profundamente íntimo. Familiar. Amoroso.
Me quedé en silencio, observándola, sintiéndome afortunado por tenerla ahí, tan libre, tan cómoda en su piel, tan entregada al acto simple de planchar mi ropa como si fuera una forma más de cuidarme, de amarme.
No quise interrumpir. Solo me apoyé en el marco de la puerta y me quedé mirándola. Con el corazón lleno.
Ahí estaba Angie. Mi amante, mi cómplice, mi mujer. Y en ese instante, no supe si quería llevarla a la cama otra vez o simplemente quedarme mirándola así, eternamente.
Y de pronto, mientras la contemplaba desde el marco de la puerta, me iluminé.
¡Otra habitación!
El cuarto de planchado aún no tenía check en nuestra lista. Sonreí para mis adentros, sintiendo cómo el deseo se encendía al ritmo de la complicidad que solo teníamos nosotros dos. De solo pensar lo que le haría mi pene comenzó a engrosarse y levantarse lentamente.
Me acerqué en silencio, como un felino. Ella seguía concentrada en su tarea, deslizaba la plancha con precisión, sin saber lo que se venía. La tomé suavemente por la cintura, pegando mi cuerpo al suyo, sintiendo el calor de su piel contra mi pecho.
Ella dio un pequeño brinco y soltó un gritito teatral:
—¡Ay! ¡Déjame! ¡No abuses de mí! —gritó con una voz juguetona, entrecortada por risitas, como si estuviera en una comedia.
—¡Shhh! —le susurré al oído—. Esto es estrictamente necesario, señora del planchado, tengo que pagarle por sus servicios.
—¡Nooo! —dijo ella, entre risas, moviéndose entre mis brazos como si intentara escabullirse. Pero sus movimientos eran tan sensuales como provocadores. No quería escapar… quería que la atrapara.
Jugaba a huir, pero se apretaba más contra mí bamboleándose contra mi miembro que ya estaba totalmente erecto. Con cada intento de zafarse, su cuerpo rozaba el mío con más descaro, como si estuviera encendiendo cada rincón de mí con su piel. Le besé el cuello, y gimió entre risas nerviosas.
—¡Esto es abuso doméstico! —exclamó, mientras reía y trataba de alejarse, moviéndose de un lado a otro, fingiendo una huida torpe.
—Ven aquí mamacita, te voy a tomar quieras o no —dije.
Ella finalmente se quedó quieta y abrió las piernas para darse más estabilidad y me ofreció su trasero inclinando ligeramente su cuerpo, como gata en celo. Ya la había penetrado cuando dijo, ¡La plancha! Y se agacho más para jalar el cable y desenchufarla, pero en vez de regresar a su posición inicial apoyó en manos y pies sobre el piso de madera, solo abrió más las piernas para resistir mis embates.
La tomaba de las caderas, y ella, sin mirarme, murmuró:
—dame duro, amor, tu pene está riquísimo…
Pero no se movió, resista el bombeo, firme en 20 uñas, la visión de mi miembro entrando y saliendo de su vagina, me calentaba aún más.
La entrada de su culito me quedaba a la mano, comencé a acariciarla, sintiéndola temblar de anticipación. Deslicé mis manos por su espalda, por sus costados, por sus muslos firmes. Ella se acomodó mejor, apoyando mejor las palmas y las puntas de los pies, como buscando un punto de equilibrio mientras su respiración se aceleraba.
Y la hice mía, ahí mismo, entre la tabla de planchar, la ropa doblada y la mesa auxiliar.
Sus gemidos ya no eran de risa, sino de placer. Nos movíamos acompasados, guiados por ese ritmo que no se aprende, sino que se encuentra cuando dos cuerpos se conocen como los nuestros.
Sus gemidos iban en aumento y de pronto sentí su humedad que delataba el clímax, seguí bombeando hasta que la llené de mi semen. Al terminar, ella se irguió y se apoyó en mí, riendo, jadeando, satisfecha.
—¿Ves? —le dije—, otra habitación completada.
—Ay, Primix… —respondió sin fuerzas—, esta casa no va a resistirnos.
Nos abrazamos, entre risas y respiraciones entrecortadas, felices por haber tachado un nuevo espacio… y por seguir encontrando formas de amarnos.
Ella solo suspiró una vez más, se dio la vuelta con esa suavidad suya que siempre me desconcertaba, me dio un beso corto pero tierno —casi como diciendo “gracias”— y se fue al baño, desnuda, a limpiarse de la humedad que nuestra pasión le había dejado entre las piernas. Caminaba con calma, como si no acabáramos de hacer el amor con una intensidad que nos hizo temblar. Al rato volvió, se colocó de nuevo frente a la mesa, tomó otra camisa mía, y simplemente… siguió planchando. Como si nada.
Y así pasaron un par de horas más. Ella seguía planchando, concentrada, desnuda, impecable. Me llamaba cada cierto tiempo, como si fuera su asistente: “Primix, está ya está, llévala”, “estas van para arriba”, “tu pantalón negro, directo al perchero”.
Yo iba y venía, ya con un short, ya un poco más centrado, pero todavía embobado con ella.
Hasta que llegó a mí.
Yo estaba en la sala, en nuestro sillón, con un libro entre las manos, pero sin leer realmente. Fue entonces cuando se acercó, caminando con un polo viejo mío —aunque sin perder un gramo de su sensualidad— y me dijo:
—Vamos a la cama.
La miré, cerré el libro sin pensarlo.
—Vamos, por supuesto.
La seguí.
Entramos a mi cuarto. Ella prácticamente se lanzó sobre la cama como una niña, con ese gesto despreocupado que la hacía única. Se acomodó boca arriba y, sin mirarme, se sacó mi polo y me dijo:
—Pon al señor Sabina a cantar.
Fui al equipo, puse los seis discos de Sabina que creí nos iban a arrullar, y me eché a su lado. Sin prisa, sin expectativa.
—Sácate eso, me dijo señalando el short. Solo quería sentirme piel a piel. Le obedecí y simplemente la abracé.
Y ahí nos quedamos.
Abrazados. Sin hablar. Escuchando a Joaquín Sabina cantarnos al oído, como si entendiera lo que estábamos viviendo. Como si supiera que lo que nos unía era algo más que el cuerpo, más que el deseo… algo que rozaba lo sagrado. Dormimos uno en el brazo del otro.
El tiempo tenía esa costumbre suya de desvanecerse cuando estábamos uno en los brazos del otro. Así nos dieron las nueve y media de la noche, envueltos en la música suave, el aroma de nuestras pieles mezcladas y el calor que solo el amor verdadero puede generar.
Me solté apenas de Angie, sin querer romper el hechizo, y le pregunté en voz baja, acariciando su espalda:
—¿Tienes hambre, amor?
—No —me dijo, con esa sinceridad tuya que siempre me desarma—. La verdad… no.
—Yo tampoco —dije, sonriendo—. Solo me provoca algo de tomar. Voy a ver qué hay en el refrigerador.
Me levanté, aún algo adormilado por el abrazo largo. Fui hasta la cocina, abrí el refrigerador y ahí estaban: dos latas de cerveza bien heladas, las últimas sobrevivientes del fin de semana. Las tomé como quien encuentra un pequeño tesoro y regresé a la habitación.
—Mira lo que encontré —le dije, alzándolas como trofeos—. Las últimas.
Sus ojos brillaron y me sonreíste.
—Uy, qué rico —dijiste, como si fueran el manjar más deseado.
Abrimos las latas, brindamos en silencio, como si no hiciera falta decir nada porque todo estaba dicho. Bebimos a sorbos tranquilos, con esa complicidad que no necesita explicaciones. El día se apagaba afuera, pero entre nosotros todo seguía ardiendo con calma.
Cuando terminamos, te miré y te dije:
—Quiero darme un baño, antes de dormir.
—Sí, amor, yo también… —respondiste— pero primero… ven aquí.
No tuviste que decir más.
Una vez más, me encendió. Como si nuestros cuerpos tuvieran su propio lenguaje, su propia urgencia. Ella se echó boca abajo, para que yo la llene de besos y caricias. Lo hice no dejando un centímetro de su piel sin explorar, hasta que se levantó y me ofreció su trasero, la penetré en perrito y comencé a bombearle., mientras le daba una que otra nalgada y la sujetaba de las caderas, Angie enterró la cabeza en la cama, gimiendo cada vez más. Dame así, repetía, que rico Primix, ¡no pares!!
En un momento estiré mi mano izquierda, con la derecha le daba una que otra nalgada, cada vez más fuerte, y le retiré parte de su castaña cabellera que le cubría la cara, quería verla gozar, pero en ese movimiento y con el bombeo que la estremecía, le jalé un poco el pelo, ella no se quejó, más bien me dijo en medio de sus jadeos, ¡así amor!, ¡jálamelo! ¡Soy tu hembra, domíname! Le tomé el resto de su cabellera y se la jalé, no con violencia, no quería hacerle daño, pero si lo suficiente como para que levante la cabeza que la tenía enterrada en la cama. Yo estaba arrodillado en la cama, pero me paré y la volví a penetrar en perrito. En ese momento penetrándola con fuerza, su pelo en mi mano y las nalgadas que le daba parecía un vaquero montando, dominando a su yegua.
No cambiamos de posición, terminamos y caímos rendidos en la cama.
Unos minutos después, cuando nuestros corazones se tranquilizaron, Angie me dijo, Primix, creo que te deje seco, ¡casi no has eyaculado nada!! Yo solo me reí, claro, le dije, ¡ya perdí la cuenta cuantas veces lo hemos hecho en estos días!
Después vendría el baño, nos metimos en la cama desnudos, con los cuerpos frescos, mirándonos como hacíamos cuando las palabras sobraban.
Yo rompí el silencio,
—Creo que eres un poco masoquista, aparte de ninfómana…
Angie solo se rio, mientras me daba un leve pellizco en el abdomen.
—Porque lo dices, me respondió con una voz media dormida
—Porque te gusta que te de nalgadas hasta dejarte tu potito rojo y ahora resulta que te gusta que te jale el pelo.
—No siempre Primix, solo a veces me vuelves tan loca, que eso se siente placentero, como ahora. Su voz se iba apagando con el sueño.
Se pegó más a mi pecho, juntó su trasero a mi pelvis y así llegó el descanso, una vez más dormimos desnudos, abrazados, sintiéndonos...