Mi Sobrina - Amante

ANGIE

El miércoles, el colchón, llegó como a las 4pm, yo estaba en casa desde las 2pm, revisando los apuntes de mis clases de esa mañana. después que los señores lo acomodaron en la nueva cama, fui por las sábanas nuevas que había comprado, saqué una colcha abrigadora, aun hacia frio y tendí la cama primorosamente, imaginando nuestros cuerpos desnudos ahí.

Él llegó como a las 6pm. Cenamos, nos bañamos juntos. Los pijamas permanecían sobre el sillón en una inútil espera. Todas las noches que duró el viaje de mi tía, dormimos desnudos.

Esa noche estrenamos la cama. Desde que entramos a la habitación se sentía distinto. El nuevo colchón, el aroma a nuevo, las sábanas frescas, el silencio… pero, sobre todo, la cercanía al jardín. A través de la ventana y la puerta se colaban los sonidos suaves de las hojas al moverse, el perfume del jazmín que tanto me gustaba, y un poco de brisa fresca que entraba como caricia. Era como si todo se hubiera preparado para ese momento.

Nos desnudamos lentamente, sin apuros. Lo miré y le dije en voz baja:
—Esta cama huele a nosotros, aunque sea nueva.

Me besó con esa intensidad suya que nunca dejaba de hacerme temblar. Hicimos el amor con una mezcla de ternura y deseo contenido. Sentí cada movimiento como si el colchón fuera parte de nuestro cuerpo, como si nos sostuviera, nos envolviera. No sonó, no se movió, no interrumpió nada. Solo nos acompañó.

La ventana abierta dejaba ver la luna y el jardín iluminado a medias. Cuando terminamos la primera vez, nos quedamos en silencio, abrazados, respirando al mismo ritmo. En un momento le dije que sentía el semen salir y que ensuciaría sus sabanas nuevas. No importa me dijo, aunque ahora son nuestras sabanas y solo me abrazo. Pero a los 10 minutos el frio que entraba por la puerta del jardín nos incomodó, él se levantó a cerrar la puerta y yo aproveche de tomar la toallita que siempre teníamos cerca para limpiarme, observe las sábanas y estaban invictas.

Pero no era suficiente. La puerta del jardín ahora nos quedaba a solo tres pasos de la cama, así que cuando él la cerró y dio la vuelta, me encontró en plena operación de limpieza y revisión de las sábanas. Se paró al filo de la cama me miró y me dijo:
—¿Sabes que eres muy rica?

Él siempre me había dicho que era bonita, que era bella, despampanante y hasta alguna vez que le provocaba morderme, pero rica nunca, me sonó muy provocativo, muy sexual.

—No soy rica, solo tengo unas tierritas que con las justas me dan para los estudios, le dije haciéndome la tonta.

—estas riquísima, me gustas mucho, me enciendes… y arrodillándose en la cama comenzó a besarme las tetas. Yo ya sentía el deseo fluir nuevamente desde antes que su boca tomara mi pezón, solo sus palabras me calentaron como para desearlo nuevamente dentro de mí. Después de unos segundos, sin decir palabra, él me acarició la espalda, me giró y comenzamos de nuevo, me puso en perrito y me penetró sin pedir permiso, no lo necesitaba, toda yo era suya (y lo sigo siendo) ... Esta vez fue más intensa, más salvaje. Como si quisiera marcar territorio.

Como si la cama tuviera que entender que no solo era para dormir.

Nos quedamos dormidos desnudos, abrazados, sin soltar ni una sola parte del otro. Su cabeza sobre mi pecho. Mi pierna sobre su cintura. Su mano en mi cintura. Yo en paz.

A la mañana siguiente fue él quien me despertó. No con un beso en la frente. No. Con su boca entre mis piernas. Suavemente. Casi en susurros. Me desperté entre sus caricias, abriéndome como flor, gimiendo apenas, con la ventana entreabierta y el aroma del jardín filtrándose en el cuarto.

Hicimos el amor una vez más, despacio, sin apuros. Como si tuviéramos todo el día.

Cuando terminamos, se apoyó sobre mí, besándome el cuello, y me dijo:
—No quiero ir a trabajar. Quiero quedarme contigo aquí. Siempre.
Pero el deber llamaba.

Nos levantamos despacio, tomamos una ducha juntos, nos vestimos y fuimos a preparar el desayuno.

Él hizo café. Yo calenté el pan. Nos sentamos en la mesa, frente a frente, sonriendo, compartiendo silencios que no incomodaban.
Yo lo miraba y pensaba que cada paso que dábamos era más firme, más nuestro.

Y mientras mordía su pan con palta, me guiñó un ojo y dijo:
—Creo que la cama pasó la prueba.

Yo solo sonreí y respondí:
—Recién estamos empezando.

Yo

Así pasaron los días de esa primera semana solos.

Angie, con sus detalles, con esa forma suya de habitar mi mundo, iba conquistando cada rincón de mí. Me sentía completamente suyo. Sin dudarlo, sin temor, sin resistencias. Era una relación que fluía con naturalidad, con frescura, como si hubiera nacido sola, como si siempre hubiera estado ahí y recién ahora nos hubiéramos dado cuenta.

No era solo el sexo —aunque sí, hacíamos el amor con frecuencia, con pasión, con entrega total— pero no era solo eso. No era solo verla desnuda, verla pasearse por la casa en ropa interior, segura, libre, mía.

El miércoles de esa semana Angie llegó como a las 6pm con una sonrisa tranquila, el cabello suelto y ese perfume que siempre me dejaba un segundo sin aire. Ya nos habíamos acostumbrado a tener momentos así, los dos solos en casa. Preparé algo sencillo —una pasta con vino tinto—, y pusimos música bajita mientras hablábamos de cosas cotidianas, como si fuéramos una pareja con años de convivencia y ningún secreto.

Esperé al segundo vaso de vino para soltarlo. Me incliné hacia ella, con una sonrisa contenida, y le dije:
—Tengo una noticia que te va a gustar... ya me dieron el permiso para polarizar las lunas del auto.

Angie levantó la vista con los ojos brillantes. Primero se sorprendió, luego entrecerró los ojos como quien empieza a tramar algo, y finalmente sonrió con esa mezcla deliciosa de picardía y ternura que me desarma.
—¿Ah, sí...? —dijo, jugando con la copa entre los dedos— ¿Y eso quiere decir que... podríamos estacionarnos por ahí sin que nadie se entere de lo que pasa adentro?

—Exactamente —le respondí, ya sintiendo el calor subir por el cuello—. Privacidad sobre ruedas.

Angie se mordió el labio inferior, cruzó las piernas y me miró con una intensidad suave, como si ya estuviera imaginando todo lo que podríamos hacer con ese espacio nuevo, secreto y solo nuestro.
—Imagínate... —susurró— Una noche cualquiera... estacionados frente al mar.… yo sobre ti, el motor apagado, pero los cuerpos encendidos...

Se rio bajito, sensual, y luego alargó la mano para tocar la mía por debajo de la mesa.

—O después de dejar a tu mamá en misa... tú manejando tranquilo, y yo en el asiento de al lado, sin ropa interior...

—Angie...!

—¿Qué? Tú empezaste...

La risa se mezcló con un silencio cargado. Nos miramos como si ya estuviéramos adentro de ese carro, con las lunas polarizadas, la respiración agitada y el mundo afuera sin poder vernos. Pero aún estábamos en la cocina, con el vino, la pasta y una noche por delante. Solo que ahora todo tenía otro sabor.

Esa noche mientras le hacia el amor en perrito, en mi dormitorio, le daba de nalgadas, y ella solo me gritaba ¡más y más, alucina que estamos en el asiento de atrás de tu carro nadie nos ve y yo te pido más!

Llegue a alucinar eso y ella sintió como le arremetía más duro, era fácil trasladarse a cualquier lugar con ella, aun en fantasías. Cuando terminamos, ella a solo me abrazó y me dijo:
—Te gustó?

—Si amor, tu sí que sabes encenderme

—Polariza esas lunas pronto, ya quiero tenerte ahí…
 
A pedido de la muchachada, Angie se animó a colocar dos fotos más.
Son del 2007, cuando comenzó ir al Gym.

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Sana envidia, doctor. Por una chica así aunque sea una familiar directa, morir valdría la pena. Solo una curiosidad, su musa inspiradora cómo cuál dama es similar de la farándula? Y otra, cuántos capítulos faltan para q el conejo sea un "conejo tubero" Saludos y buen fin de semana
 
Sana envidia, doctor. Por una chica así aunque sea una familiar directa, morir valdría la pena. Solo una curiosidad, su musa inspiradora cómo cuál dama es similar de la farándula? Y otra, cuántos capítulos faltan para q el conejo sea un "conejo tubero" Saludos y buen fin de semana

Tranquilo cofadre @Jaime1984 , tenga paciencia, eso se dio en su momento y ya lo contaremos. La verdad no soy muy farandulero, por lo que dificilmente encuentro alguien parecida a ella. Estoy buscando alguna foto donde se le aprecie mejor, sin delatarla, apenas Angie lo autorice la publico.
 
Dieciséis - CONFESIONES

YO

Llegamos al primer sábado de tener la casa para nosotros solos. Nos despertamos como a las 8am. La noche anterior habíamos tenido tres fogosas sesiones de sexo intenso, después de la del auto y habíamos dormido cerca de la medianoche, exhaustos.

Estábamos decidiendo que hacer el fin de semana, votamos por unanimidad quedarnos en casa, tuvimos todo lo que necesitábamos, la refrigeradora abastecida de insumos para preparar lo que nos gustaba, 5 six pack de cerveza, dos potes de helado, cuatro botellas de vino y a nosotros con ganas de seguir comiéndonos mutuamente.

Después de desayunar, estábamos echados en la cama, charlando de todo y de nada, cuando me comentó con una sonrisa traviesa que, la última vez que visitó a su amigo allá abajo, había sentido unos pelitos en mi pubis. Era una de esas observaciones juguetonas, sin juicio, pero cargadas de picardía y complicidad. Antes de que pudiera decirle algo más, ya estaba fuera de la cama, caminando con paso decidido hacia su dormitorio, como si hubiera recordado algo importante.

—Espérame un ratito —me dijo con esa voz suya que sabía mandarme sin parecer que lo hacía—. Esto lo vamos a solucionar. Y vi su figura desnuda desaparecer por la puerta que lleva al pasillo.

De regreso pasó por la cocina y volvió con una botella de vino blanco helado y dos vasos. La miré sorprendido y divertido.
—¿Es un poco temprano para brindar por la depilación? —le pregunté riendo.

—Obvio, caballero. Todo ritual íntimo merece su ceremonia y la hora no importa—me contestó con esa sonrisa pícara que me desarmaba.

Se sentó un momento, sirvió el vino y me pasó un vaso. Bebimos un poco, y luego me miró con un gesto de mando.
—Póngase en posición, caballero —me dijo divertida—. Vamos a dejar esa piel como de bebé.

Me tumbé en la cama obedientemente, con una mezcla de risa y excitación, abrí las piernas, mientras ella se echaba boca abajo entre ellas, buscando el mejor ángulo de trabajo. Estaba totalmente desnuda, la vista de su trasero era un regalo para la vista. Su pelo estaba recogido y su cara tenía esa expresión de concentración y juego que tanto amaba en ella.

—No te muevas, que esto es arte —me advirtió mientras sacaba la crema depilatoria del tubo y la esparcía con delicadeza, pero sin perder el ritmo.

El frío de la crema me hizo estremecer un poco, pero sus manos cálidas lo compensaban todo. No dejaba de mirar mi piel, tocándome con esa familiaridad suya, como si cada parte de mí ya le perteneciera.

—No es solo estética, ¿sabes? —me dijo mientras trabajaba—. Es una forma de amor también. De atención. Me gusta que estés siempre perfecto para mí. Me encanta tocarte así, sin barreras, sin nada que me distraiga. Mientras aplicaba la crema con la otra mano estimulaba mi pene, decía que tenía que estar erecto, para sacar los pelitos de la base. Lo mismo hizo con mis testículos.
Su voz era tan suave que más que escucharla, la sentía en la piel. Seguimos así, entre risas, vino y caricias disfrazadas de depilación, en un momento que parecía tan simple y al mismo tiempo tan nuestro. Un ritual de pareja clandestina, sí, pero profundamente conectado.

Mientras esperaba que actuara la crema, me seguía acariciando y besando el pene, hasta que, en un momento, me dijo, ¡mira! ¡Tiene ojitos y me miran! Me dijo que había dos pequeños lunares en el prepucio casi alineados que parecían los ojos de mi pene, Por más que lo estiramos nunca los pude ver, pero ella divertida conversaba con mi pene, mientras le daba una mamada de vez en cuando.
Angie terminó de limpiar la crema con esa precisión amorosa que tenía para todo lo que hacía por mí. Se sentó en la cama con las piernas cruzadas, tomó un sorbo más de vino y me miró con una sonrisa de satisfacción.

—Así me gusta —dijo, con tono coqueto—. Limpio y sin pelos… para mí.

Me reí. A mí me gusta eso, le dije señalando su húmeda vulva que había quedado expuesta frente a mi cuando se sentó en posición flor de loto.

Soltó una carcajada suave y se echó nuevamente sobre la cama, esta vez entre mis piernas, apoyando la cabeza en mi muslo como si ese fuera su lugar natural. De rato en rato, volteaba la cara y le daba un beso a mi pene o mis testículos. Yo jugaba distraídamente con sus pechos.

Su calor, su presencia, su voz llenaban todo. Comenzamos a hablar de cualquier cosa: tonterías, anécdotas, recuerdos sueltos. Pero, sin que nos diéramos cuenta, la conversación empezó a transformarse. El vino y algo en el ambiente, en la desnudez compartida, en la intimidad total de esa habitación, nos llevó hacia algo más profundo.

Su voz cambió de ritmo. Su tono, aunque aún suave, se volvió más íntimo. Me miró como quien está por revelar un secreto muy guardado, y entonces comenzó a hablarme de algo que nunca, hasta ese momento, me había dicho con claridad. Me confesó lo que yo ya había intuido a lo largo de los últimos meses, pero que no había querido creer del todo.

—Tú has sido mi amor platónico desde niña —dijo con una mezcla de timidez y determinación.

Me quedé quieto. Sentí como si el tiempo se detuviera por un instante. Sus palabras se me quedaron clavadas.
—Siempre soñaba contigo —continuó—. Cuando era chiquita decía que tenía un novio limeño… eras tú. Y después, cuando fui creciendo… cuando empecé a descubrir cosas del cuerpo, de lo que me gustaba, cuando empecé a tocarme, siempre estabas tú. En mis pensamientos, en mis sueños. Eras tú en todo. Mi primer orgasmo, masturbándome, fue pensando en ti…

La miraba en silencio, casi sin respirar. Cada frase suya me abría una puerta nueva en la memoria, me devolvía a momentos que ahora tenían otro sentido. Recordé nuestras visitas familiares, los abrazos largos, sus ojos enormes viéndome desde la puerta cuando llegaba a Arequipa, su alegría cuando fui a vivir a casa de mi madre… todo cobraba otro matiz.

Angie bajó la mirada cuando le recordé ese viaje a Arequipa, esa visita que había hecho con mi entonces esposa, cuando apenas teníamos un año de casados. La imagen se me había quedado grabada sin saber por qué. Ahora todo tenía sentido.

—Claro —le dije, sin soltarle los pechos, como si con eso pudiera suavizar el peso de ese recuerdo—. Me acuerdo perfectamente. Cuando llegamos, tú saliste a recibirnos… pero tu rostro cambió en un segundo. Se te borró la sonrisa. Nos saludaste fría, distante… tan distinta a lo que eras conmigo. Me llamó muchísimo la atención. Pero entre los abrazos y los saludos de los tíos, de mis otros primos, lo dejé pasar. Aunque lo noté. Lo noté muy claro.

Angie no respondía, solo me escuchaba con los ojos clavados en mis dedos, que jugaban con sus pezones.
—Tú no saliste en toda la mañana de tu cuarto, ¿no? Solo apareciste casi al mediodía, cuando ya nos íbamos, porque tu papá prácticamente te obligó a salir a despedirte.

Ella asintió con la cabeza lentamente. Sus ojos tenían ese brillo húmedo que aparece cuando los recuerdos se revuelven por dentro.
—Sí… —dijo al fin, con una voz muy bajita—. Sí, es verdad. Me encerré toda la mañana. No quería verlos. Me dolía todo. Sentí que me habían robado a mi novio limeño… aunque claro, eso solo existía en mi cabeza.

Guardó silencio un momento, tragando algo que parecía quemarle la garganta, pero luego continuó, con una franqueza desarmante:
—Sentí que me habían traicionado. Lloré mucho esa mañana en mi cuarto. Pero no podía decirle eso a nadie. No tenía ningún derecho. Tú eras mi primo... bueno, mi tío. Y te habías casado. Tenías tu vida. Eras mayor que yo… yo apenas era una adolescente confundida con sus fantasías. Después entendí eso. Que todo era una ilusión mía. Una fantasía infantil. Pero igual… me dolió mucho. Me dolió como si realmente me hubieras dejado.

Sus palabras me golpeaban con ternura y con una tristeza profunda. No sabía que esa visita, que para mí había sido una más en el calendario familiar, había significado tanto dolor para ella.

Yo siempre había pensado que era cariño familiar. Me gustaba creer que teníamos una relación especial por ser familiares cercanos. Pero en ese momento, desnudos, entregados, todo se ordenaba con una lógica distinta.

Ahora entendía la intensidad de su mirada cuando me veía. Entendía por qué me recibía con tanto entusiasmo, por qué buscaba quedarse sola conmigo, por qué me abrazaba con esa fuerza extra, por qué cada detalle suyo parecía cuidado, planeado. Era deseo, era amor largo, acumulado, contenido por años.

Angie estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la cama, con la sábana enredada apenas sobre su cuerpo. Su rostro estaba sereno, pero sus ojos decían mucho más que lo que su boca dejaba escapar. Me miraba fijo, como tratando de leer mi pensamiento.
—¿Y tú, ¿Cómo me veías? —me preguntó de pronto, con una mezcla de ternura y tensión.

—¿A qué es esto? —le respondí, un poco en broma, tratando de relajar el momento—. ¿Un intercambio de secretos?

—Sí —me dijo seria—. Creo que estamos abriendo nuestros corazones. Es el momento.

Tomé aire. Sabía que esta conversación era distinta. No era un juego, ni un preámbulo de pasión.
—Tienes razón —le dije, con tono más sereno—. Yo creo que tengo el corazón totalmente abierto a ti, pero hay cosas que nunca habíamos conversado. Es bueno que lo hagamos ahora.

Ella se acomodó sin dejar de mirarme, como si con sus ojos pudiera empujarme a seguir.

—Yo te veía primero como mi primita, chiquita… bueno, mi sobrinita en realidad. Siempre estuviste ahí, alegre, traviesa. Cuando crecías y jugábamos, aunque te llevaba diez años, me gustaba cuidarte. Siempre me pareciste especial. No solo porque desde niña eras muy bonita… sino porque eras tierna, siempre alegre, una sonrisa hermosa. Como si todo en ti naciera con luz.

Ella sonrió suavemente, sin decir nada, solo recibiendo.

—Y cuando fuiste creciendo —continué—, comencé a notar tu transformación. Te ibas haciendo mujercita. Cuando fui al velorio de tu hermano… incluso en ese dolor tan inmenso que llevabas, vi cómo sostenías a tu madre, cómo ya había una mujercita en ti. Una mujer bella, fuerte. Y cada vez que regresaba a Arequipa, te veía distinta. Más madura. Más mujer. Y decía, esta muchacha tiene futuro.

Ella me dio un pellizquito rápido en la pierna, divertida.
—¿“Tiene futuro”? ¿Qué es eso? ¡Parece que me querías vender!

Me reí con ella. Pero luego volví al tono que necesitaba tener esta conversación.
—No, no era eso… Lo que quiero decir es que te veía crecer, y sí, eras preciosa. Pero no te veía con deseo, te lo juro. No en ese momento. Te veía como una chica bella que tenía un aura especial, que hacía que uno quisiera quedarse conversando, mirando. Me tenías… embelesado, sí. En el buen sentido. Me cautivabas.

Ella bajó la mirada un instante, quizás un poco conmovida, quizás sorprendida.
—¿Y nunca me deseaste? —preguntó con un tono muy bajo, como si no supiera si quería la respuesta.

Tomé su mano y la acaricié.
—La verdad, Angie… no. Te juro que no. En esos años, no. Comencé a desearte aquí, en esta casa. Pero era algo fugaz, algo que me asaltaba sin aviso. Cuando te veía caminar con esa ropa tuya, tus pechos marcados, tus pezones… ¡!!tus pezones me jalaban como imán!!! Así, despreocupada, cuando sonreías cocinando, o cuando te recogías el cabello. Me daban esos segundos de deseo, sí. Pero se ahogaban en la pena que tenía encima. Y también en la idea de que eso no podía ser.

Ella respiraba más despacio, escuchando cada palabra.

—Pero te digo la verdad. Recién… recién en los últimos dos meses antes de lo que pasó entre nosotros, fue que comencé a verte como la mujer hermosa que eras. Ya no como la joven que crecía. Sino como una mujer. Con todo lo que eso significa. Una mujer deseada. Admirada. Que me atraía con una fuerza que no podía seguir negando.

Ella no dijo nada por unos segundos. Solo asintió lentamente, mientras entrelazaba sus dedos con los míos. Y esa fue su respuesta. No necesitó palabras. Solo se acomodó junto a mí, con la cabeza en mi pecho, como si necesitara escuchar los latidos que esa confesión había acelerado.

El tono de las confesiones bajó un poco, se volvió más banal, más cotidiano. Su primera borrachera, con amigas del colegio; vomitó hasta el alma, me decía entre risas. Yo le conté que mi primera borrachera fue en una fiesta familiar, donde gritaba el nombre de una chica de la cual estaba enamorado y no me había hecho caso.

Nos reíamos como locos, pero era una sensación hermosa. Nos estábamos sacando lo más íntimo, lo más nuestro, y lo compartíamos sin juzgarnos, sin detenernos a pensar si estaba bien o mal. Solo lo compartíamos. Éramos dos almas desnudas, literal y metafóricamente.

De pronto su cara se volvió otra vez solemne.
—¿Y tú primera vez? —me preguntó—. ¿Cómo fue? Cuéntame.

—¿Estás segura? ¿Quieres saber eso?

—Sí, claro —dijo seria, pero dulce—. Quiero saber todo de ti. Tú sabrás todo de mí.

Bueno la primera vez fue con una prostituta. Mi padre me llevó, como lo había hecho con mi hermano años antes a un prostíbulo del Callao. Yo fui con ansiedad y expectativa, pero la verdad no me gustó mucho y eso que mi hermano, ya asiduo visitante de ese lugar, me recomendó con una de sus caseritas. Era una mujer de unos 35 años, yo acababa de cumplir 15. Todo fue mecánico, fingido… No digo que no lo disfruté, pero me quedo como un vacío, como que faltaba algo…

Angie me miraba con los ojos muy abiertos, como que no creyera que yo había hecho eso.
Me acomodé mejor, la miré a los ojos, mi verdadera primera vez, continue, fue con una enamorada del colegio. Yo estaba en quinto de secundaria, ella en cuarto. Yo tenía 16.

—¡Ajá! —me interrumpió de pronto—. ¿Te gustaban las chibolas desde esa época?

—No era tan chibola —me reí—. Estábamos casi en la misma edad. Tú sí eres una chibolita.

—¡Ja, ja! —rio con una carcajada traviesa.

—Fue casual —seguí—. Estábamos jugando a las chapadas en una fiesta. Nos besábamos en cada rincón donde nos escondíamos. De pronto nos metimos en un dormitorio, estábamos en su casa… y no sé cómo terminamos en la cama besándonos. Creo que ni la penetré por completo, estaba tan ansioso que solo entro la mitad de mi pene, y llegue bastante rápido, recuerdo que eyaculé sobre su abdomen. Fue una cosa torpe, rápida, sin saber bien qué hacíamos. Pero fue bonita. Era nuestra primera vez para los dos, y aunque no fue perfecta, fue algo que recuerdo con cariño. Nos reímos mucho después, como ahora contigo.

Angie me miraba atenta, con esa mezcla de ternura, picardía y curiosidad tan suya.
—¿Y te gustó?

—Sí, la verdad, sí. Pero más por el descubrimiento. Fue más emocional que físico.

Ella asintió despacio, y se acurrucó sobre mi pecho. Con los dedos dibujaba círculos sobre mi abdomen.
—Me gusta esto —susurró.

—¿Qué cosa?

—Saber todo de ti. Conocer esas partes que nunca me contaste, que ni imaginaba. Me haces sentir más cerca, como si habitara dentro de tu historia.

—Es que ya estás en ella, Angie y puedo decirte todo porque siento que no me juzgas—le dije, besándole la frente.

La pregunta se caía de madura. Entre silencios suaves y caricias, le pregunté por su primera vez. Ella se quedó callada, pensativa, mirando el techo como si las palabras estuvieran escritas ahí.
—Fue con Hiroshi —me dijo al fin—, ese chico japonés con el que trabajaba.

Su voz tenía ese tono contenido que conozco bien, como cuando está decidiendo si contarme todo o guardarse algo. Me contó que él era muy correcto, muy ceremonioso. Había preparado todo como si se tratara de un protocolo. Ella tenía expectativas, ilusiones... creía que sería algo especial. La llevó a un hotel alejado, por Ate.

—Pero fue horrible —me dijo de pronto, interrumpiéndose a sí misma—. No, ya te lo he contado antes, ¿para qué volver a eso? Fue frío, mecánico, doloroso. No quiero recordarlo. No valió la pena. Parecía que el solo quería satisfacerse o cumplir con un deber y no le importaba si yo por lo menos lo había disfrutado, ni soñar con un orgasmo.

Se giró hacia mí, me miró a los ojos y me acarició el pecho con una ternura inmensa, como buscando una certeza.
—¿Sabes qué? En realidad, mi primera vez fue contigo —me dijo con una dulzura que me desarmó—. Contigo fue la primera vez que sentí que realmente hacía el amor. Que era yo, que mi cuerpo estaba vivo, que mi alma estaba despierta. Tu fuiste el primero que me llevó al orgasmo, antes solo lo había tenido masturbándome y eso ni de lejos se parece a lo que tú me hiciste sentir. Lo anterior… no sé ni cómo llamarlo. Fue algo que me pasó, no algo que viví.

La abracé fuerte, en silencio. No había nada más que decir. Esa confesión era un regalo. Uno de esos que se dan sin moño ni papel, pero que se clavan en el alma y se quedan ahí, brillando.

Y ahí estábamos. Desnudos. Sin excusas. Ella hecha mujer, yo entregado, sorprendido y profundamente conmovido. Esa confesión me revelaba que ese momento no era casual.

Nos quedamos así, abrazados, entre caricias que a ratos se encendían con pasión y luego se aquietaban, como si nuestros cuerpos también quisieran escuchar el silencio. Mirábamos el techo, mirábamos la nada, pero sabíamos que algo había cambiado. Algo dentro de nosotros se había movido. Otro paso, otro nivel.

Yo pensaba, siempre hay una primera vez contigo, Angie. Siempre algo nuevo que me desarma, que me cambia, que me enseña otra manera de sentirte.

Mis pensamientos iban por caminos largos, sin rumbo. Pero de pronto, sin saber cómo ni por qué, sin que mi mente tuviera tiempo de detenerlas, las palabras llegaron a mi boca y salieron.
—Angie...

Y entonces hice la pregunta.
Una de esas que puede cambiarlo todo.

—Creo —le dije, con una voz que rozaba la fragilidad de lo sagrado— que tenemos que saber hacia dónde va esto. Y luego… podremos ponerle un nombre.

Me senté en la cama para mirarla de frente. No podía soltar esas palabras al aire, necesitaban dirección, un rostro, una mirada.
Angie también se incorporó, cubriéndose apenas con la sábana. Esa tela blanca entre nosotros parecía absurda, como si intentara tapar lo que ya estaba completamente expuesto.

—¿Tú crees que algún día podamos formalizar? —pregunté con el pecho apretado.

Ella bajó la mirada. La vi morderse el labio, como buscando palabras que no dolieran tanto. Pero cuando habló, fue clara, honesta, cruda.

—Claro que no, Primix. Desde que comencé esto contigo, supe que difícilmente podríamos hacerlo público. Soy tu sobrina. Nuestra familia es conservadora. No es solo que nos mirarían mal… nos borrarían. Haríamos daño. A mis padres, a tu mamá, a nuestros hermanos. Sería como clavar un puñal en el centro mismo de la familia. Y sí… a veces sueño con decirte: “vámonos, escápate conmigo”. Pero no somos solo tú y yo. No podemos vivir como si los demás no existieran.

Mientras hablaba, yo le acariciaba la entrepierna suavemente. No era una caricia erótica, era un gesto lleno de ternura. Una forma de decirle que entendía. Que estaba con ella, incluso en esa renuncia.

—Sí —le dije—. Yo también creo que es así. Nunca podremos formalizar. Nunca seremos marido y mujer. ¿Estás dispuesta a eso? ¿Lo aceptas?

Ella levantó la mirada, clavó los ojos en los míos, y me respondió sin dudar:
—Sí.

Me costaba creer tanta convicción en una voz tan joven.
—Angie… tú tienes 20 años. Yo ya tengo 29. Ya me casé, pasé por todo eso. Pero tú… ¿no crees que en algún momento vas a querer algo más? ¿Casarte? ¿Tener una casa, hijos, tu propia familia?

Ella negó suavemente con la cabeza.
—No —dijo, firme—. Contigo tengo todo. No necesito más.

La abracé. Le besé la frente con una ternura que me desgarró. Había tanto amor en esa entrega suya que sentí que me rompía por dentro.
—Ok… entonces dime —susurré—, ¿qué somos?

Fue entonces cuando ella se incorporó completamente, dejando que la sábana cayera, sin pudor. En ese instante no era una niña. Era una mujer con una decisión clara en los labios.

—Vamos a ser claros —me dijo con ese tono suyo que cruzaba de la dulzura a la certeza con una facilidad desconcertante—. Tú eres mi tío. Yo soy tu sobrina. Y somos amantes. Eso somos. Listo. No le daré más vueltas.

Me quedé mirándola, con un gesto que no sabía si era de admiración o rendición. Era tan fuerte, tan clara. La abracé otra vez, con fuerza, como si al juntar nuestros cuerpos pudiera entender por qué algo tan imposible podía sentirse tan perfecto.

Y entonces, como si el universo aprobara esa locura compartida, nuestros cuerpos se buscaron otra vez. No fue solo deseo. Fue como sellar un pacto silencioso con la piel, con el alma. Sus gemidos suaves se mezclaban con mi respiración entrecortada.
La besé con hambre. Ella me recibió con entrega total. Cada rincón suyo era un mapa que yo ya conocía, pero que siempre me sorprendía. Otra vez su caliente y húmeda vagina recibía mi pene con amor y pasión, pero esta vez había algo más, nos fusionábamos.

Y mientras nos amábamos, mientras sentía su cuerpo latir bajo el mío, no pude evitar pensar —aunque fuera solo por un segundo— que el tiempo no se detendría, que ella crecería, que un día podría necesitar algo más.
Pero entonces me obligué a callar esos pensamientos. Me sumergí en ella. En su calor, en su decisión, en ese instante absoluto que era nuestro.

Y me olvidé del futuro, para vivir solo ese presente que ardía.

Con ella.
Con mi sobrina.
Mi amante.

Cuando terminamos de hacer el amor, no hubo palabras. No las necesitábamos. Nos quedamos ahí, abrazados, pegados, unidos. Sentía su respiración en mi cuello, el latido lento de su corazón contra mi pecho. Era como si nuestros cuerpos se hubieran dicho todo. Como si el mundo entero se hubiera detenido solo para permitirnos existir así: juntos, sin culpa, sin preguntas.

Estábamos tan fundidos, tan entrelazados, que apenas si se había movido dentro de mí. Lo sentía aún ahí, como una extensión de mi cuerpo, como si su alma no quisiera despegarse de la mía.

Y así, sin darnos cuenta, nos quedamos dormidos.

Fueron varias horas. Un sueño profundo, reparador, casi sagrado.

ANGIE

Desperté un momento, sin saber qué hora era. Todavía había algo de luz afuera, una claridad suave que se colaba por la ventana. Lo miré. Dormía como un niño cansado, con el ceño apenas fruncido, como si en sueños aún luchara contra el peso de todo esto. Lo observé largo rato. No podía dejar de hacerlo. Lo amaba tanto. No era solo deseo. No era solo ternura. Era algo más grande, más sereno, más absoluto.

Solo me pegué más a él, envolviéndome en su calor. Cerré los ojos y volví a dormir.

Cuando despertamos de nuevo, la noche ya había caído.

Él se movió primero, se sentó en la cama, se estiró, buscó su celular.
—Angie —me dijo con voz ronca, todavía adormilada—, son casi las ocho… hemos dormido toda la tarde.

Yo sonreí y me enrosqué en las sábanas como una gata satisfecha.
—Creo que lo necesitábamos, Primix. Necesitábamos esto. Necesitábamos descansar nuestras almas y nuestros cuerpos. Ahora que tenemos todo claro… veo el futuro diferente. Solo quiero estar contigo. No me importa cómo ni dónde. Solo quiero que me tengas siempre así. Ser tuya.

Me miró con una intensidad que me desarmó.
—Claro que eres mía —me dijo con esa voz grave que me toca por dentro—. Y ahora que tenemos claro qué somos, ya no habrá remordimientos ni dudas.

Me incliné para besarlo. Lo sentí tan mío, tan dentro de mí todavía, que el beso fue solo el inicio. Volvimos a hacer el amor. Esta vez con más calma, como si quisiéramos memorizar cada sensación. Lo cabalgue despacio, sintiendo como su pene se movía dentro de mí, pegaba mi cuerpo al de él. como si quisiéramos tatuarnos la piel con el deseo del otro. Llegamos al orgasmo lento, suave, intenso
Y después volvimos a dormir. Esta vez hasta la madrugada.

Desperté cuando aún estaba oscuro. Me moví con cuidado, tratando de no despertarlo. Me acomodé entre sus brazos, sintiéndome segura, plena, en paz.

Y entonces, sin querer, vinieron los pensamientos. Pensé en el futuro. En lo que pasaría cuando termine la universidad. Me pregunté si, tal vez, no sería tan descabellado soñar con un futuro a su lado, incluso algo como casarnos.

Recordé que, en Arequipa, hace décadas, los primos y hasta primos hermanos se casaban. A veces por amor, otras por un embarazo imprevisto. Nadie lo veía mal. ¿Y si nosotros pudiéramos…?

Pero enseguida me detuve. No. Eran otros tiempos. Y nosotros no éramos primos. Él era mi tío. ¡Mi tío! Era diferente. Era impensable.

Me quedé en silencio. No valía la pena construir castillos en el aire. No valía la pena adelantarme. Lo que teníamos ya era tan frágil, tan prohibido, que lo mejor era cuidarlo como una llama secreta.

Volví a cerrar los ojos. Me pegué aún más a su cuerpo. Sentí su respiración envolviéndome.

Pensé: mejor vivir día a día. Mejor no pedirle promesas al destino. Solo aceptar lo que venga. Tomar cada instante que la vida me regale con él. Amar sin preguntas. Sin planes. Solo amar. Y así, con esa certeza serena, volví a dormir.

La mañana del domingo nos sorprendió desnudos, enredados entre las sábanas aún tibias. Hicimos el amor una vez más, como ya se había vuelto nuestra costumbre cada vez que amanecíamos juntos. Era hermoso. parecía más natural, más fluido sin tener que depender se los preservativos. Él siempre me tocaba con una mezcla de deseo y cuidado, como si mi cuerpo fuera sagrado, como si nuestras pieles se buscaran desde siempre. Después, nos levantamos, aún con los rastros del sueño y el amor en los ojos, nos pusimos lo primero que encontramos y fuimos a la cocina.

Nos sentamos en la mesa, él sin polo, yo con ese polerón que a él tanto le gustaba, sin nada debajo. Desayunamos así, entre sonrisas cómplices y bocados compartidos. No era solo una comida: era como si la intimidad se alargara, como si la noche aún no se acabara del todo.

Después regresamos a la cama. No para dormir, ni para volver a hacer el amor, sino solo para estar. Para conversar, reírnos, hacer tonterías, acariciarnos sin apuro. Encendimos el televisor, que yo había ubicado justo frente a la cama cuando redecoré su habitación. Pero no encontramos nada interesante y lo apagamos rápido. Lo que teníamos era mejor. La conexión, los silencios cómodos, las palabras que no necesitaban completarse.
 
Buenos relatos cofra Conejoloco, al igual que tu sobrina. Mezcla de erotismo, sensualidad, drama y sensibilidad. Sigan disfrutando de su amorío cofras. Y sigan delitandonos a nosotros con este relato
 
Once - ADIOS CONDON

Ese sábado de junio amaneció con ese aire templado y casi luminoso que a veces, muy de vez en cuando, le da por tener a Lima en pleno invierno.

Desde temprano, la casa ya tenía ese ritmo inconfundible de los días de reunión familiar. Mi madre, una vez más había prestado la casa para una reunión, cumpleaños de una prima, hija de una de sus hermanas. Las ventanas abiertas, el olor a cloro y lavanda impregnando los pisos recién trapeados, las puertas que se abrían y cerraban, y mi madre que, a sus 71 años, se movía con una energía que desafiaba toda lógica. Parecía que el cuerpo le obedecía mejor cuando había algo que organizar.

Angie y mi madre llevaban desde el día anterior metidas en la limpieza y los preparativos. Yo las veía ir de un lado a otro: abriendo armarios, sacando manteles que solo salían en ocasiones especiales, revisando platos grandes, copas de vidrio, bandejas que normalmente estaban guardadas como en un museo personal de las festividades.

Nuestra casa, amplia, con una ubicación envidiable y un aire acogedor, se había convertido, sin que nadie lo propusiera formalmente, en la sede habitual de las reuniones familiares. Yo ya había hecho más de una vez la misma broma:
—Madre, en serio, deberías ponerle un cartel afuera que diga “Club familiar” —le decía, mientras me servía un café.

Ella se reía mientras seguía barriendo o dando indicaciones. La tía, madre de la cumpleañera, había enviado a la chica que la ayudaba en casa, para que ayude con los preparativos de la fiesta. Yo sabía que, en el fondo, a mi madre, eso le gustaba. Disfrutaba ser la anfitriona, la que reunía a todos, la que ofrecía su casa como una especie de refugio afectivo.

Ese sábado, apenas el sol comenzaba a asomarse por los rincones del comedor, nos pidió —con esa dulzura que en ella siempre venía mezclada con firmeza— que fuéramos al mercado de Jesús María a comprar lo que faltaba. Era una lista larga: verduras frescas, frutas, algunas carnes, pan especial, gaseosas, flores para el centro de mesa... una enumeración casi ceremonial escrita con su clásica letra inclinada y precisa, en una hoja doblada por la mitad. Ella decía que en ese mercado todo era fresco y más económico.

—Vayan rápido, que luego los tíos se aparecen antes de tiempo y me agarran sin estar lista —nos dijo mientras me entregaba la lista y una bolsa reutilizable que solo salía para las compras importantes.

Angie y yo salimos contentos. Había algo en esas salidas que siempre nos unía, aunque fueran a hacer compras. El trayecto en auto, los comentarios al pasar por ciertas calles, las bromas privadas. Era nuestro momento de respirar juntos.
De regreso a casa, entre bolsas, frutas que rodaban por el asiento y su risa fácil ante cualquier tontería que yo decía, nos sentíamos felices.

Pasábamos por Lince, ya casi para llegar a la vía expresa, cuando Angie, con una voz distinta, casi ronca, me preguntó:
—¿Sabes qué día es hoy?

—Sábado —respondí, distraído.

—¿Y qué se celebra?

—El cumple de la prima Liliana en la casa... —dije, dudando si había metido la pata.

Ella no dijo nada al inicio. Solo me miró de reojo, hasta que, sin previo aviso, me dio un pellizco en la pierna.
—¡Nuestro aniversario, tontín! ¡siete meses desde aquella noche!

Me quedé helado. Lo había olvidado. O más bien, no sabía cuál de todos nuestros comienzos debía contar. Para mí, nuestra historia era un hilo continuo de primeras veces. Pero para ella, esa noche en mi cama, ese primer hacer el amor, marcaba el inicio.
—Amor... lo siento, lo olvidé —atiné a decir, sabiendo que sonaba a excusa pobre.

Ella bajó la mirada, no molesta, más resignada. Luego, con voz suave, dijo:
—Quiero celebrarlo contigo. Hoy. Los seis meses se nos pasaron con lo de tu cumpleaños, pero hoy si quiero celebrarlo. Además el 7 es un número mágico!

—Pero… hoy es imposible. La reunión, mi madre, la familia… Quizá en la madrugada, como en mi cumpleaños…

Ella respiró hondo. Masticó el silencio. Y luego soltó:
—Tiene que ser hoy, la madrugada ya es otro día. Vamos al hotel. Una hora, lo que sea. Pero quiero tenerte hoy. Nos lo merecemos, ¿no?

La miré. Sus ojos no suplicaban. Exigían. Esa mezcla de deseo, ternura y convicción me hizo perder cualquier argumento. Solo asentí.
—Vamos —dije, desviando el volante con un giro rápido hacia nuestra ruta secreta. Acabábamos de cruzar la vía expresa y nuestro hotel – refugio quedaba a menos de 10 cuadras.

Llegamos al hotel como siempre: sin palabras innecesarias, con las manos enlazadas y el pulso acelerado. El portero ya nos conocía. La recepcionista apenas nos saludó. Todo era rutina... menos lo que ardía entre nosotros. íbamos acelerados por las ganas y porque sabíamos que el tiempo jugaba en nuestra contra.

Apenas cruzamos la puerta de la habitación, los besos se hicieron urgentes. Nos desvestíamos con torpeza deliciosa, sin pausa, como si el tiempo fuera enemigo. Su blusa cayó, sus senos se liberaron, firmes, deseables.

Angie se arrodilló frente a mí, sin decir nada. Me besó el vientre, y luego bajó, tomando mi sexo con suavidad y hambre. Cerré los ojos, gemí bajo, perdí el equilibrio. Sus labios eran un ritual sagrado. Mi pene se puso duro en su boca. Cuando se levantó, me besó con ese sabor inconfundible y se sentó sobre mí, apretada, desnuda, dispuesta.

—Dame el preservativo, amor —susurró—. Quiero que me lo metas ya.

Mi mente se frenó. La realidad se coló en medio del deseo.
—No tengo —dije, con un nudo en la garganta—. Olvidé reponerlos…

Ella se quedó en silencio unos segundos, sentada en la cama, cruzando los brazos. No era rabia. Era frustración.

Yo también me sentí idiota.
—¿Y ahora qué hacemos? —dije, sin muchas opciones. Por un segundo, pensé en algo más, sexo anal, pero no iba a forzarlo.

Angie me miró. Ese tipo de mirada que no pregunta, que decide. Respiró profundo.
—Acabé mi regla hace dos días. Estoy segura. Hagámoslo así.

—¿Estás segura? —pregunté, todavía incrédulo. Podemos hacerlo como nuestro primer encuentro, solo sexo oral… sugerí como tratando de encontrar una alternativa.

—No, te quiero dentro mío. Lo necesito. Confío en ti. Confía tú en mí.

Se acercó y me abrazó fuerte. Su piel caliente. Sus pechos contra mi pecho. Su aliento en mi cuello.
Nos besamos otra vez, con una lentitud que quemaba. Esta vez no era urgencia. Era entrega. Era una promesa sin palabras. Hicimos el amor así, sin barreras. Su cuerpo se abrió para mí como si lo esperara desde siempre. Nos movimos al ritmo de un deseo profundo, callado, poderoso. Piel con piel. Corazón con corazón.

Desde el punto de vista de Angie

Lo decidí en el instante en que te vi resignado, con esa mirada entre frustrada y tierna, como si lo que nos quedaba era vestirnos y marcharnos. Pero no quería que ese fuera el final de nuestro aniversario de los 7 meses. Mi cuerpo vibraba de deseo, pero había algo más fuerte aún: la necesidad de sentirte completamente, sin barreras, sin interrupciones. Acababa de terminar mi menstruación hace unos días. Lo sabía, lo había pensado antes, aunque no lo hubiera aceptado del todo hasta ese momento.

Sentí la delicadeza con la que te pusiste sobre mí, como si cuidaras no romperme. Tus besos sabían a puro amor. Cuando entraste en mí sin preservativo por primera vez, mi cuerpo se estremeció con una mezcla nueva de sensaciones. Era más cálido, más intenso, más real. No había nada entre nosotros. Era piel con piel, carne con carne, calor con calor. Te sentí profundamente, sin filtro, como si mi cuerpo supiera que eso era distinto a todo lo anterior.

No dejé de mirarte, ni un segundo. Tus ojos eran un espejo de asombro y ternura. Yo me sentía tuya de una forma distinta, no solo por el deseo, sino por ese lazo invisible que nace cuando el amor y la pasión se funden sin protección. La fricción de tu pene contra mi vagina se sentía diferente, la sensación de placer y de conexión se mezclaban, era intenso y dulce a la vez.

Pero también, cuando todo pasó y aún nos abrazábamos, sentí una pequeña punzada de miedo. Muy leve, como un eco en el fondo. ¿Había sido correcto? ¿Y si algo pasaba? Pero al mismo tiempo, esa inquietud era mínima comparada con la plenitud. Me sentía llena de ti, de nosotros. Sentía tu semen caliente dentro de mí, era extraño, deliciosamente extraño. Te acaricié la espalda mientras nos quedábamos en silencio, sintiendo la tibieza que había quedado en mi interior, como si algo tuyo viviera ya dentro de mí, más allá del amor, más allá del cuerpo.

Desde mi punto de vista

Cuando me dijo que sí, que acababa de terminar su menstruación, que confiaba en hacerlo así, me sorprendí. No porque dudara de ella, sino porque entendí de golpe el nivel de entrega que significaba. No era solo una decisión física. Era emocional. Era espiritual.

Entrar en ella sin preservativo fue como cruzar un umbral que no conocíamos. No fue solo la diferencia de sensaciones —que sí, eran intensas, envolventes, eléctricas— sino la certeza de que ahora estábamos más unidos que nunca. La sentí cálida, viva, palpitante. Su cuerpo me recibía con una suavidad distinta, sin interrupciones, sin látex, sin distancia. Yo había tenido sexo con otras mujeres sin preservativo, pero esto era diferente, era mas que físico, conectaba nuestras almas con un cable directo, piel a piel.

La recosté en la cama, comencé a besar nuevamente todo su cuerpo, la tensión ardía en mi pene, de pensar que la iba a sentir piel a piel… estábamos en posición del misionero, besándola mientras ella me abrazaba y gemía suavemente, esos besos tenían más amor que pasión. Fui acercando mi pene a su húmeda vagina, sin dejar de besarla la sentí cuando la punta llegó a su entrada, ahora sin miedo de entrar, fui empujándolo lentamente, era una sensación diferente, sentirla tan mojada, tan caliente, cuando finalmente introduje todo mi miembro en su caliente vagina, ella me dijo no te muevas, quiero sentirte. Yo tampoco pensaba moverme.

Nos quedamos así, solo besándonos y murmurándonos palabras de amor, mientras su vagina envolvía mi pene, sin nada de por medio, transmitiendo oleadas de placer. No sé cuánto tiempo estuvimos así, hasta que Angie comenzó a moverse debajo mío, le seguí el ritmo y empecé un lento bombeo, disfrutando esa nueva sensación, su calor, su humedad… El ritmo fue aumentando, ella comenzó a gemir y enredó sus piernas con las mías. Cada vez era más intenso el ritmo, yo sentia como su cuerpo se estremecia debajo del mio, cada embestida era respondida por un gemido de Angie. Cuando llegó mi eyaculación, fue feroz, no me dio tiempo de nada, solté toda mi esperma en ese nido húmedo y caliente. Angie también dio un grito cuando eyaculé. Nos quedamos quietos en silencio por un rato. Después de un momento que pareció eterno por lo intenso y nuevo, ella me dijo, ¡se está saliendo! Es normal, le dije y me retiré, me arrodillé frente a ella y vi su vulva entreabierta lo que me dejaba ver parte de su vagina, Un poco de mi semen chorreaba en un hilo sutil de su maravillosa cueva. Ella curiosa, se llevó una mano a la vulva tomó un poco de mi semen que salía de ahí y se lo llevo a la boca, sabe diferente me dijo. Ese sabor es de los dos, le dije mientras la miraba divertido.

Parecía una niña asombrada ante algo maravillosamente nuevo, la miré en silencio. No dije nada. Solo acaricié su rostro, su pelo, sus labios. Quise preguntarle si estaba bien, si se arrepentía, pero no lo hice. Su expresión me lo dijo todo. Estaba tranquila, radiante, pero también pensativa. Como si, en el fondo, supiera que habíamos dado un paso más allá. Y que ya nada sería igual.

Angie – El regreso
Nos vestimos sin apuro. Habíamos olvidado la prisa de las compras. Al principio todo había sido prisa, urgencia, ganas de devorarnos como si el tiempo fuera enemigo. Pero ahora no. Ahora nos movíamos lento, como si quisiéramos que cada gesto sellara lo que acabábamos de hacer. Me puse la ropa sin dejar de mirarlo. Él también me observaba, con esos ojos que a veces me desnudaban más que sus manos. Era como si no pudiéramos creer del todo lo que acabábamos de compartir.

No había pasado más de una hora desde que llegamos al hotel. Bajamos tomados de la mano, y aunque afuera todo parecía igual, algo entre nosotros había cambiado. Yo lo sentía. Lo sentía adentro, literalmente, pero también en la piel, en el pecho. Era una mezcla de emoción y vértigo, de calor y temblor, como si una puerta se hubiera abierto y ya no pudiera cerrarse.

Subimos al auto. Durante un rato no hablamos. Yo lo miraba de reojo, con una sonrisa difícil de disimular. Sentía mi ropa interior húmeda, pegajosa, y cada vez que cambiaba de posición en el asiento, una nueva oleada de calor me recorría. Entonces rompí el silencio.
—¿Sabes algo? —le dije, sin mirarlo—. Nunca había tenido semen dentro. Nunca.

Él me miró de reojo, sorprendido, como si no lo supiera, aunque era obvio.

—Con el ponja, las diez veces… siempre usamos condón. Contadas. Y contigo también. Hasta ahora.
Me reí bajito.
—Se siente distinto… cuando sale… es caliente. Me llenaste.

Me acaricié el vientre como si aún pudiera sentirlo descendiendo por mí.
—Si hubiera sabido que se sentía así, habría empezado con los anticonceptivos la primera vez que me lo pediste.

Él se quedó callado unos segundos, luego me apretó la mano.

—La próxima semana vamos al médico —me dijo—. Para que te receten algo. No podemos confiar solo en el ritmo, por más regular que seas.

Asentí.
—Sí, vamos.
Me gustaba cuando se preocupaba así por mí. Me hacía sentir protegida, cuidada, no solo deseada. Y sin embargo, todavía tenía esa humedad entre las piernas, ese cosquilleo constante, esa sensación de que algo suyo seguía adentro.

Cuando llegamos a la casa, estacionamos sin mucho ruido. Empezamos a sacar las bolsas de la maletera. Me acerqué a él, que estaba agachado revisando una caja con verduras, y le susurré muy bajito:
—Amor… siento la trusa muy mojada… creo que se me salió todo… ¿se me nota?

Él me miró rápido, con ese gesto protector que me derretía, y fijó los ojos en mi trasero.
—No, amor. No se ve nada. Está todo bien. Solo es la sensación. No te preocupes.

Y claro que era la sensación. Era esa mezcla de humedad, calor y conciencia. No solo me sentía llena de su cuerpo, me sentía marcada por él. Diferente. Como si de verdad, esa mañana, algo dentro de mí hubiese cambiado.

Cuando subí a bañarme y cambiarme para la fiesta. Vi mi calzón. Empapado de mi lubricación y su semen, me dio ganas de guardarlo como un trofeo, como un testimonio del nuevo paso que habíamos dado. Dude por un momento, pero luego lo eché en mi canasto de ropa sucia.

Esa rica sensación se hacerlo sin preservativo es inigualable, cuando lo descubrí no quería dejar de hacerlo así pero la razón también entraba en juego
 
Gente, realmente dificilmente las palabras me alcanzan para describir la belleza de Angie, por eso logré convencerla que me dejara poner otra foto, para que tengan una aproximacion de lo que es realmente y asi les haga sentido cuando trato de acercarme a una descripción de como es ella. Aun no se anima a una donde se le vea algo de su rostro, que para mi es lo más bonito que tiene, sobre todo su sonrisa, pero por lo menos aqui les dejo una foto, que le tomé en Abril del 2008, cuando Angie tenia 22 años, en su habitación de la casa de mi madre. Por favor, si hay comentarios que sean respetuosos, Angie lee este foro cuando está conmigo.

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Angie había terminado de pintarse las uñas. Estaba echada en la cama, las manos abiertas, esperando pacientemente a que se le sequen. Yo hojeaba un libro viejo, uno que había querido leer hacía tiempo, pero la verdad, pasaba las páginas sin mucho interés. El calor del mediodía nos envolvía como una sábana ligera.

De pronto, sin mirarme, con ese tono medio distraído que sé que usa cuando está planeando algo, me dijo:
—Primix… soy tu mujer, ¿no?

—¿Sí? —le respondí, levantando la vista, sonriendo.

—¿Lo dudas?

—No, no, no lo dudo. Solo me sorprende el tono… ¿qué tramas?

—Nada —dijo, ahora sí volteando a verme con una sonrisa pícara—. Solo quiero que me lo digas. Quiero estar segura.

Cerré el libro, lo puse a un lado, y la miré directo a los ojos.
—Sí, Angie. Eres mi mujer. Completita y calatita.

Ella sonrió como si esa respuesta le diera permiso para hacer algo que llevaba días maquinando.
—Bueno… entonces, como tu mujer, voy a ordenar toda tu ropa.


—¿Cómo que vas a…?

—Sí. He visto ropa vieja que ya no deberías usar. Camisas mal planchadas, polos que ya parecen trapos, ropa interior que ni te ajusta bien. No. Eso se va a la basura.

Me incorporé en la cama, medio alarmado.
—Un momento, un momento… Esa ropa tengo que verla. Hay piezas que tengo mucho cariño.

—¿Qué cariño ni qué ocho cuartos? —dijo, ya poniéndose de pie—. Usted tiene que ser un caballero impecable. Así vayas a trabajar, así vayas al campo. Nada de salir con ropa que parezca sobreviviente del colegio.

—Pero si siempre salgo bien…

—Sales bien, pero algunas veces esa ropita necesita retiro digno.

—Está bien —cedí, alzando las manos—. Ordenemos. Pero no botas nada sin que yo revise. Trato hecho.

No había terminado de decir eso cuando Angie ya estaba con medio cuerpo metido en el ropero, abriendo cajones, jalando montones de ropa y tirándolos a la cama. Salté para no quedar sepultado bajo mi propio vestuario.

Reía. Y hablaba sola mientras separaba camisas por colores, doblaba jeans, olfateaba polos y hacía pilas: guardar, dudar, basura.

—Angie, le dije, se te ve muy graciosa ordenando mi ropa, totalmente calata.

—Así me gusta estar, más cuando estoy contigo.

Yo me acerqué, miré una camisa azul marino que tenía más de siete años.
—Esa no, Angie. Esa me la compré en mi primer viaje a Colombia.

—¿Esa? —dijo alzando la ceja—. Esa está tan vieja que tiene nostalgia. Esa se va.

—No, no, no. Espera.
Me acerqué, le tomé la mano suavemente, y con voz baja, mirándola a los ojos, le propuse:
—Negociemos.

—¿Negociemos? —repitió divertida.

—Sí. Cada prenda que quieras botar… la salvo con un beso. O una caricia. O lo que elijas.

Ella cruzó los brazos, fingiendo pensar. Luego sonrió con malicia.
—¿Un beso por cada polo viejo?

—Y una mamada por cada calzoncillo condenado.

—¿Y si quiero botar tu bóxer rojo horrible?

—Por esos… te doy lo que me pidas.

Angie se mordió el labio y luego se acercó. Me puso la camisa azul en la mano.
—Salvada con un beso… en el cuello.

Incliné la cabeza y sentí sus labios cálidos, lentos, recorrerme la piel. Cerré los ojos. Y supe que no iba a dejarla botar nada sin luchar.

—Ahora este polo verde limón —dijo con cara de asco.

—Ese vale un masaje… pero tú me lo haces a mí.

Y se sentó sobre la pila de ropa que aun había en la cama abriendo mucho las piernas. entendí de inmediato, le comí la Conchita con verdadera avidez, ella solo gemía hasta que empujó mi cabeza y me dijo, no te emociones, aún hay mucha ropa por revisar.

—Y que hago con esto?? señalando la erección que me había provocado tomar los jugos de su vagina.

—Diablos… ¿quién está negociando aquí?

Nos reímos. Y así seguimos, prenda por prenda, entre risas, besos, mordidas suaves y caricias traviesas. La ropa volaba, las excusas se multiplicaban, y la cama terminó siendo un campo de batalla entre mi pasado textil y su deseo de hacerme más "elegante".
No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando terminamos, había más ropa en la pila de “rescatada” que en la de “basura”. En las negociaciones, ella me había hecho dos mamadas, yo le había chupado las tetas y en una la penetré en perrito por unos segundos, era un juego cruel pero muy excitante.

Y ella… estaba otra vez sobre mí. Sonriendo. Dueña de mi closet. Y de mi cuerpo.
—¿Ves? —me susurró mientras se acomodaba en mi regazo—. No solo soy tu mujer. Soy tu estilista, tu asesora, tu correctora de errores.

—Y mi perdición —le respondí antes de volver a besarla. Tanta negociación me ha dejado con muchas ganas, ¿a ti no?

Esta vez se prendió de mi pene con feroz dulzura, lo mamó por lo menos 4 o 5 minutos, cuando ya estaba por decirle que si seguía, explotaría en su boca, cosa que no le molestaba, me cabalgó primero, suavemente, como para bajar mis ganas de eyacular, se movía rítmicamente de adelante hacia atrás inclinándose hacia mí, eso hacía que su clítoris rozara con mi pelvis y me regalaba sus tetas para succionarlas y lamerlas a mi antojo, hasta que empezó a cabalgarme como una amazona desbocada, saltando de arriba abajo, yo veía mi pene perforar esa conchita apretada hasta que llegó a su clímax. Finalmente la puse en perrito al filo de la cama, mientras le bombeaba duro, le acariciaba el asterisco. Así la llené de mi leche, que a estas alturas ya no era tan abundante.

—Angie, me estas dejando seco, le dije mientras caíamos rendidos en la cama.

Cayo la noche, cenamos, nos tomamos otra botella de vino e hicimos el amor una vez más, no sé de dónde sacábamos tantas ganas. Nos quedamos desnudos y abrazados.

La noche era perfecta. Silencio, casa vacía, luces apagadas. Serian como las 11pm. Ella estaba sobre mí, besándome el cuello, frotándose apenas, encendiendo todo con esa mezcla de suavidad y picardía suya. Ese debería ser el último polvo del día, antes de dormir. Pero de pronto se detuvo. Me miró con una chispa distinta en los ojos.
—Quiero algo distinto esta vez —susurró.

—¿Qué cosa?

—Una fantasía.

—¿Qué fantasía?

Me sonrió como si fuera una traviesa de colegio. Se inclinó sobre mi oído y dijo, apenas en un suspiro:
—Quiero hacerlo… en la calle.

Me reí. Pensé que era broma.
—¿Estás loca?

—Un poco —dijo, mordiéndose el labio—. Pero me muero de ganas.

—Angie, es peligroso. ¿Y si alguien nos ve? Acabamos calatos en la comisaria.

—No nos va a ver nadie. Mira la hora, es domingo, vamos al parque. A esta hora parece un bosque abandonado.
Me quedé en silencio. Ella me miraba, expectante, ardiendo. Y yo... no podía decirle que no. No cuando se le iluminaban los ojos así. No cuando me hablaba con ese tono de niña mala que sabía exactamente lo que me provocaba.

Acepté, la adrenalina no me dejó pensarlo mucho.
—Esperemos hasta las doce y vamos. Solo un rato. Algo rápido, le dije.

Esperamos, besándonos y tocándonos en la cama, como si quisiéramos llegar tan calientes, que lo haríamos en el primer arbusto que encontremos.

A las 12:05 Nos vestimos en silencio. Salimos despacio, sin ruido, como si estuviéramos escapando de nuestra propia casa, como si no estuviéramos solos. Yo dejé el llavero de la casa oculta en el jardín de afuera, no quería tener que cuidarlo o que hiciera ruido con el movimiento. Cruzamos la calle de puntillas, sintiendo el aire frío de la madrugada en la piel. El parque, frente a nosotros, era un pequeño bosque dormido. Oscuro. Silencioso. Perfecto.

Caminamos entre los árboles, hasta que encontramos un rincón donde las farolas no llegaban. Allí, entre sombras, la adrenalina me explotaba en el pecho. Angie se apoyó contra un árbol grueso, con la respiración acelerada y una sonrisa salvaje.
—Aquí.

Me acerqué, temblando. No de miedo, sino de deseo contenido. La besé con urgencia, con rabia dulce. Ella se giró, apoyando las manos en el tronco, levantando apenas su polerón. No llevaba nada debajo.

—Rápido —susurró—. Pero hazme sentir que no me voy a olvidar de esta noche nunca.

Y así fue. Yo estaba tan caliente por los toqueteos de la espera, que salí de la casa al palo, ni el frio ni la tensión bajaron al muchacho que seguía como mazo. Me bajé el short de algodón y la penetré con fuerza, ella contenia los gemidos, mientras sus uñas se hundían en la corteza del árbol y su espalda se arqueaba hacia mí. Mirábamos a todos lados, como si alguien pudiera aparecer, como si en cualquier momento la fantasía se rompiera.

Pero nadie apareció. Angie contenía los gemidos, abría las piernas para dejarme entrar hasta el fondo. Cuando sentí que estaba bien parado sobre el pasto, le solté las caderas y le masajeaba las tetas por encima de la tela, eso la hizo explotar de placer.
Duró pocos minutos. Intensos. Fuimos dos animales copulando en la naturaleza. Pura descarga.

Cuando terminamos, nos abrazamos riendo bajito, con la ropa aún mal puesta, las piernas temblando y el corazón a mil. Caminamos de regreso tomados de la mano, como dos adolescentes que acababan de romper las reglas del mundo.

La casa estaba en silencio absoluto cuando volvimos. Busqué las llaves en la esquina del jardín exterior donde la había escondido. Cerramos la puerta con cuidado, entramos riéndonos en voz baja como dos niños que acaban de cometer una travesura inolvidable. En la habitación, nos desnudamos sin apuro, dejando la ropa caer como testigo de lo que ya habíamos hecho.

Yo serví dos copas de vino tinto, y volvimos a meternos bajo las sábanas, aún con el cuerpo tibio por la carrera, por el sexo rápido y salvaje bajo el árbol. Nos recostamos de lado, mirándonos, las copas en la mano, la piel aún erizada por el frío de la madrugada y la emoción de lo prohibido.
—No puedo creer que lo hicimos —dije, dándole un sorbo al vino.

Angie sonrió, satisfecha, con las mejillas encendidas y los ojos brillosos.
—¿Te arrepientes?

—¿Arrepentirme? ¡Estoy en shock! Fue... increíble. Pero si alguien nos veía…

—Pero no nos vio nadie —dijo, y se inclinó para darme un beso lento, con sabor a uva y a complicidad—. Admítelo… te encantó.

—Me encantó. Pero no lo admito tan fácil. Tengo que hacerme el serio.

—No te sale ni un poco —rio, dejando la copa en la mesa de noche y abrazándome por la cintura—. Te vi, ¿sabes? Ese momento, justo antes de que me tomaras por detrás, estabas que explotabas. Parecías otro.

—¿Tú también, ah? Con ese tono de voz que usas cuando estás a punto de perder el control… Dios… Me volviste loco. Y esa idea tuya… ¿de dónde salió?

Se encogió de hombros, con esa expresión dulce y maliciosa que me mataba.

—No sé… Desde hace tiempo fantaseaba con eso. Pero nunca me atreví. Hoy fue distinto. Estábamos solos, la noche perfecta, el parque oscuro… Y tú aquí, tan entregado, tan mío.

Me quedé mirándola. Acaricié su espalda con la yema de los dedos, suave.
—Tú eres sólo mía, Angie. Yo también soy tuyo. Y cuando te pones así, valiente, traviesa… me dan ganas de seguirte a donde sea.

—¿Incluso al infierno?

—Sí. Pero si es contigo, al menos va a estar rico.

Ella se rio fuerte, tapándose la boca con la sábana para no despertar a nadie, aunque sabíamos que estábamos solos.
—¡Qué tonto eres!

—Y tú estás loca. Pero me encanta.

Nos besamos otra vez. Largo. Despacio. Esta vez sin urgencia, sin miedo. Solo el vino, el cuerpo, la memoria fresca de lo que habíamos hecho allá afuera. Y lo que vendría. Porque con Angie, cada noche podía ser una historia nueva. Y yo no quería perderme ni una.

—Ya vamos a dormir, mañana es lunes y ese aparato, mirando el despertador, es implacable.

Nos abrazamos, nos acurrucamos, encajamos nuestros cuerpos desnudos y dormimos.

Los días tenían ritmo propio. Ella se iba a clases, yo a la oficina, ambos cumplíamos nuestras obligaciones, pero siempre volvíamos el uno al otro. Y en las noches, casi como un ritual sagrado, hacíamos el amor una o dos veces antes de dormir. Y en las mañanas, como un reinicio, un recordatorio, volvíamos a hacerlo, el mañanero que nos activaba.

Despertar entre sus piernas, o con su aliento en mi cuello, era la mejor manera de empezar cualquier día.
Lo delicioso era que el deseo no se iba, no se apagaba, no menguaba.
Seguía ahí, vivo, ardiente, paciente.

Nos deseábamos siempre. Nunca nos cansábamos del otro. Y nos seguía fascinando el hecho de no tener un preservativo entre nosotros. Esa intimidad absoluta, esa entrega sin barreras.

Fue, creo, el miércoles por la noche. Estábamos cenando algo sencillo, en la mesa de la cocina, compartiendo una botella de vino y escuchando música suave de fondo. El ambiente era tranquilo, íntimo.

Ella estaba sentada frente a mí, despeinada, con una camiseta mía, de esas viejas que finalmente no llegó a botar y los pies descalzos, jugando con mis pies. Yo la miraba, fascinado como siempre, y de pronto sentí que había algo que tenía que decir, algo que rondaba por mi cabeza desde hacía días.

—Angie —le dije, bajando un poco la voz, sin ánimo de interrumpir la armonía, pero con cierta seriedad—, estás llevando bien tu cuenta con la píldora, ¿no? No estás olvidando ninguna toma…

Ella me miró, entre divertida y sorprendida. Levantó una ceja y sonrió con picardía.

—Claro, Primix. Puntualita todas las noches —me dijo, con ese tono juguetón que tanto me desarma—. ¿Tú no me ves?
Negué con la cabeza.

—La verdad… no había reparado en eso. Pero me imagino que sí la estás tomando. Yo confío en que no vas a olvidarla.

Ella se quedó en silencio por un segundo, bajó los ojos al plato y luego me volvió a mirar. Esta vez no fue una sonrisa cualquiera. Era una mirada distinta, más cargada, más compleja. No supe si era broma, si hablaba en serio, si era una mezcla de ambas cosas.
—Tú sabes —me dijo con suavidad— que si yo quisiera… podría no tomarla. Podría simplemente hacer como que sí. Y con la cantidad de veces que hemos hecho el amor, ten la seguridad de que ya me hubieras embarazado hace rato.

Sentí un escalofrío. Dejé los cubiertos sobre la mesa.
—No bromees con eso, Angie —le dije con más firmeza de la que pensaba usar.

Ella no se ofendió. Al contrario. Me sostuvo la mirada con una calma imperturbable.
—No bromeo. Solo quiero que sepas que puedes confiar en mí. Yo tengo tu futuro… nuestro futuro… en mis manos. Y lo sé. No lo tomo a la ligera. Si yo quisiera cambiarlo todo, podría. Pero no lo quiero. Yo te quiero así, tal como estamos. Respeto nuestro trato, Primix. Confía. Yo no te voy a retener a mi lado con un hijo que tu no quieres.

Me quedé mirándola. Tan joven, tan hermosa, tan luminosa… y al mismo tiempo tan consciente del poder que tenía, del riesgo que implicaba cada decisión, cada omisión. Y, sin embargo, tan firme en su compromiso. Era como si, en medio de su juventud, se hubiese instalado en ella una sabiduría que no entendía del todo pero que respetaba profundamente.
—Sí confío en ti, amor —le dije, levantándome para acercarme a ella.

La besé con ternura. No era un beso ardiente ni posesivo. Era un beso de entrega. De reconocimiento. De fe.

Esa noche, después de hacer el amor, con una conciencia diferente de lo que eso significaba, estábamos conversando en la cama. Habíamos traído la botella de vino que habíamos abierto para la cena.
La miré, acariciando su cintura con la palma abierta, mientras ella jugaba con el borde de su copa.
—¿Y si ahora me toca a mí proponer una fantasía? Le dije

Angie me miró con los ojos entrecerrados, saboreando el vino, con esa sonrisa pícara que solo sacaba en esos momentos en que se sentía completamente libre.

—¿Tú? ¿El niño bueno del garaje? Sorpréndeme.

Me acerqué, le hablé muy cerca del oído, con voz baja, profunda.

—Siempre he tenido ganas de hacerlo contigo… en una tienda. Un probador de ropa. De esos que tienen cortinas o puertitas endebles. Entrar juntos como si estuviéramos eligiendo algo… y quedarnos adentro más de lo debido.

Ella se rio bajito, con los ojos brillando de inmediato.
—¿En un centro comercial?

—Sí. Tú te pruebas un vestido. Me llamas para que te lo vea puesto. Entro. Cierro la cortina. Y ahí mismo te lo quito.

—Dios… —susurró, mordiéndose el labio, apoyando su copa en el velador—. Eso suena… ridículamente excitante.

—Lo pensé más de una vez. Te imagino viéndote en el espejo, con ese vestido medio abierto. Y yo detrás tuyo, besándote el cuello, subiéndote la falda…

—Y tratando de no hacer ruido, mientras del otro lado una señora espera su turno para probarse un pantalón.

Ambos reímos, entre la risa y la respiración agitada.

—¿Lo harías? —le pregunté, mirándola serio.

Angie se acercó y se acomodó encima de mí, rozando apenas su cuerpo contra el mío.
—Solo si prometes hacerme venir en silencio.

—Trato hecho.

Al día siguiente, jueves, lo hicimos realidad.

Fuimos a ese centro comercial del que siempre nos quejábamos por el ruido, por la gente, por los precios. Pero esa noche tenía otro propósito. Entramos tomados de la mano, actuando como cualquier pareja que va a mirar ropa sin compromiso. Sonreíamos como si nada, pero ambos sabíamos lo que venía. Y eso lo hacía todo más eléctrico.

Subimos al tercer piso, a la sección de ropa de mujer. Angie eligió dos vestidos: uno sencillo y otro descaradamente corto. Me guiñó el ojo y caminó hacia los probadores. Yo esperé unos minutos, mirando distraídamente unas camisas. Luego, como quien no quiere la cosa, me acerqué. Yo estaba con un buzo de algodón, de esos con elástico, fáciles de sacar y de poner. Ella había ido con una falda corta y un polo de algodón, todo fácil de sacar y poner. Todavía hacia frio en Lima, pero nos aguantamos, la adrenalina ayudaba.
Ella asomó la cabeza por la puerta entreabierta.

—Amor ven. Quiero que veas cómo me queda este —me llamó con la voz más normal que la emoción la dejo tener.

Entré. Cerró la puerta detrás de mí con cuidado y puso el cerrojo.

El espacio era reducido, apenas lo justo para los dos. El espejo reflejaba su cuerpo desnudo, no había llevado ropa interior, con el vestido colgando aún del gancho. Se me acercó, con la respiración agitada, como si ya estuviera excitada solo por el atrevimiento.

—Estás loca —le dije, mirándola con el corazón a mil.

—No. Estoy caliente —respondió, y me besó con hambre.

La besé de vuelta, le di la vuelta, pegándola contra la pared del probador. Sus manos abrieron sus nalgas para hacer más accesible su conchita que ya estaba muy mojada, mientras yo me bajaba el pantalón, solo lo suficiente para que mi miembro erecto salga de su refugio. Yo tampoco llevaba ropa interior. No había tiempo para romanticismos. Era deseo puro, rápido, prohibido.

La tomé contra la pared, ella se cubrio la boca con una mano, mientras yo la sujetaba de los brazos, gimiendo ahogadamente, con los ojos cerrados. Apoyarse en esas débiles paredes de melamina, no era opción. El movimiento era corto, controlado, pero cargado de una tensión brutal. El espejo nos mostraba esa imagen de locura: ella desnuda, yo detrás, las bocas calladas pero los cuerpos en llamas.

Y justo cuando estaba por venirse, escuchamos una voz al otro lado de la cortina:
—¿Señorita, necesita otra talla?

Nos congelamos.

Ella se tapó la boca con ambas manos. Yo la abracé por la cintura, sin moverme. Mi miembro aún dentro de ella, latiendo. Silencio total.

—No, gracias… estoy bien —dijo Angie con un hilo de voz agitada, que apenas disfrazaba.

Pasaron unos segundos eternos. La vendedora se alejó.

Nos miramos… y no aguantamos la risa. Silenciosa, temblorosa. Una risa que liberaba nervios y deseo a la vez. Terminamos lo que habíamos empezado en una oleada contenida de movimientos lentos, precisos, tratando de no hacer ruido. Y cuando al fin lo hicimos… fue tan intenso como prohibido.

Me subí el pantalón en silencio, le di un beso y la deje ahí, aun desnuda. abrí ligeramente la puerta, no había nadie y salí. Unos minutos después, ella salió perfectamente vestida, fingiendo normalidad, aunque nuestros rostros delataban algo. Angie caminaba con la cabeza en alto, satisfecha. Yo, la alcancé unos pasos más allá, con el pulso todavía acelerado. La tomé de la mano y caminamos como cualquier pareja haciendo compras.

—¿Y ahora qué fantasía sigue? —le susurré cuando llegamos a las escaleras eléctricas.

—En este momento buscar un baño que siento tu semen correr por mi entrepierna, me dijo riéndose. Bajamos un piso hasta donde estaban los baños, fuera de la tienda. Yo la esperé en el pasillo del centro comercial.

Ella salió del baño varios minutos después, sonriendo.

—Listo, aquí no pasó nada. Habías eyaculado como caballo me dijo casi al oído.

—Tú me sacas hasta la última gota de leche, le contesté con el mismo tono secreto.

15 minutos después estábamos tomando un helado en una conocida heladería de ese centro comercial. Nadie que nos viera sospecharía lo que acabábamos de hacer y que, bajo esas ropas informales, no había nada más que piel.
 
... Por favor, si hay comentarios que sean respetuosos, Angie lee este foro cuando está conmigo.

Desnúdenme tus manos lentamente
sobrenadando senos y caderas,
y desliza tus dedos diligente
entre botones, lazos, cremalleras.

Mira mis ojos y ábreme la blusa,
y descuelga los pechos prisioneros,
que mi deseo nada te rehusa,
y ellos son del deseo mensajeros.

Se abren a tí como dos rosas tiernas,
esperando la lengua en los pezones,
y percibo temblores en mis piernas,
y un aire abrasador en los pulmones.

No hay en mi ofrecimiento ambigüedades,
va a tí sin desvergüenza o timidez,
y aunque con tinte de frivolidades,
parece siempre la primera vez.

Besa con humedad mi boca hambrienta,
y haz que ambas lenguas jueguen en contacto,
no ha de haber nada a lo que no consienta ,
mía es la voluntad, tuyo es el acto.

En la espalda hay insólitos caminos
que mi mano jamás ha transitado,
y de tus dedos brotan remolinos
erizando la piel de mi costado.

En breve y delicada sacudida
mis hombros de la blusa se desprenden;
semidesnuda estoy, y enardecida,
y alzo los brazos, que hacia tí se extienden.

Detente brevemente en la cintura,
rodéame en caricias circulares,
y explora el resto de mi arquitectura,
con paso franco a todos mis lugares.

Cae la falda a los pies..., al fin desnuda...
Qué libertad e independencia siento.
No queda en mí vacilación ni duda,
sólo serenidad..., y atrevimiento.

Están mis ojos en tus ojos fijos,
y tus manos me arropan insistentes;
suaves contactos causan regocijos,
lentas fricciones llegan más frecuentes.

Aproxímate más, cúbreme entera,
encadéname a tí, y abre mi rosa,
dame un beso total, de tal manera
que resulte en fusión voluptuosa.

Quédate en pie y recibe el doble abrazo,
y al rodear tu cuerpo con mis piernas,
introduce tu furia de un zarpazo
anegando mis cámaras internas.

El ímpetu, el gemido y los sudores
me dirán que soy tuya y eres mío;
seremos mutuamente posesores,
como el cauce y las aguas en el río


Ella - Francisco Álvarez
 
Desnúdenme tus manos lentamente
sobrenadando senos y caderas,
y desliza tus dedos diligente
entre botones, lazos, cremalleras.

Mira mis ojos y ábreme la blusa,
y descuelga los pechos prisioneros,
que mi deseo nada te rehusa,
y ellos son del deseo mensajeros.

Se abren a tí como dos rosas tiernas,
esperando la lengua en los pezones,
y percibo temblores en mis piernas,
y un aire abrasador en los pulmones.

No hay en mi ofrecimiento ambigüedades,
va a tí sin desvergüenza o timidez,
y aunque con tinte de frivolidades,
parece siempre la primera vez.

Besa con humedad mi boca hambrienta,
y haz que ambas lenguas jueguen en contacto,
no ha de haber nada a lo que no consienta ,
mía es la voluntad, tuyo es el acto.

En la espalda hay insólitos caminos
que mi mano jamás ha transitado,
y de tus dedos brotan remolinos
erizando la piel de mi costado.

En breve y delicada sacudida
mis hombros de la blusa se desprenden;
semidesnuda estoy, y enardecida,
y alzo los brazos, que hacia tí se extienden.

Detente brevemente en la cintura,
rodéame en caricias circulares,
y explora el resto de mi arquitectura,
con paso franco a todos mis lugares.

Cae la falda a los pies..., al fin desnuda...
Qué libertad e independencia siento.
No queda en mí vacilación ni duda,
sólo serenidad..., y atrevimiento.

Están mis ojos en tus ojos fijos,
y tus manos me arropan insistentes;
suaves contactos causan regocijos,
lentas fricciones llegan más frecuentes.

Aproxímate más, cúbreme entera,
encadéname a tí, y abre mi rosa,
dame un beso total, de tal manera
que resulte en fusión voluptuosa.

Quédate en pie y recibe el doble abrazo,
y al rodear tu cuerpo con mis piernas,
introduce tu furia de un zarpazo
anegando mis cámaras internas.

El ímpetu, el gemido y los sudores
me dirán que soy tuya y eres mío;
seremos mutuamente posesores,
como el cauce y las aguas en el río


Ella - Francisco Álvarez

Muchas gracias @MrQuarzo , Angie me pide que le diga, que intuye que detras de su seudonimo, hay un caballero sensible e inteligente.
 
Diecisiete - SABINA

Al día siguiente, viernes, la casa estaba en completo silencio. Mi madre seguía en Europa, y Angie llegaría más tarde de lo habitual —entre las siete y las ocho— porque se había inscrito en un seminario especial en la universidad. Yo había llegado a casa alrededor de las 5pm. Traía pizza, pero preferí guardarla para comerla con ella.

Me di una ducha rápida, me puse ropa cómoda, y como aún tenía tiempo antes de que Angie regresara, me provocó volver a uno de mis antiguos placeres: escuchar música con calma, con atención, como lo hacía antes de que Angie se robara mis días, mis noches y mis pensamientos.

Ella, en la reorganización magistral de mi dormitorio, había colocado el equipo de sonido casi en la división natural de los dos espacios: el escritorio y la zona de descanso. Había quedado perfecto ahí, como si siempre hubiera pertenecido a ese lugar. Se veía imponente. Mi Sony japonés, de varios pisos, con su doble casetera, ecualizador digital, la bandeja giratoria para seis CD y su tornamesa. Seguía funcionando como una joya de precisión. Con una fidelidad que no muchos equipos nuevos podían igualar.

Tenía tiempo sin usarlo, desde que Angie había comenzado a ocupar mis noches, pero esa tarde sentí la necesidad de reconectar con esa parte de mí. Puse Paris, el concierto en vivo de Supertramp, en una de las bandejas, conecté mis audífonos —con cable, sí, pero con una fidelidad deliciosa— y me senté frente al equipo.

Desde que sonó el intro de School, supe que había tomado la mejor decisión para esperar a Angie. Cerré los ojos y me dejé llevar por la fuerza de The Logical Song, Bloody Well Right, Dreamer, Crime of the Century, Goodbye Stranger… Ese disco era una obra maestra, y volver a escucharlo me trajo sensaciones dormidas.

Cuando terminó, sentí hambre de poesía cruda. De versos con filo. De canciones que dolieran y acariciaran a la vez. Era momento de Sabina.

Él siempre ha sido mi cantautor favorito. Nadie como él para hablar del amor, del desamor, de las mujeres, de la vida y de uno mismo, con esa mezcla de ternura y cinismo. Llené las seis bandejas del equipo con discos que conocía casi de memoria.

Subí un poco el volumen. Me serví una copa de vino —una costumbre de antes, cuando el tiempo era mío— y me dejé llevar. Sabina empezó a sonar con Peces de ciudad, Calle Melancolía, Quién me ha robado el mes de abril, Amor se llama el juego, Nos sobran los motivos, Tan joven y tan viejo, Una canción para la Magdalena, El caso de la rubia platino, Y sin embargo, Ruido… Cada canción era un poema, una historia, una confesión.

Sentado en el sillón, con la copa en la mano y Sabina llenando el ambiente, sentí que volvía a encontrarme. Afuera comenzaba a oscurecer. Esperaba a Angie. Sabía que cuando llegara, me encontraría así, tal cual. Ella amaba sorprenderme en esos momentos de calma.

Angie llegó casi a las siete. Yo no la sentí. No la escuché. Estaba completamente absorto en Sabina. Fue recién cuando la vi de pronto parada a mi lado, con esa media sonrisa suya y una mirada curiosa, que salí de ese trance.

Me dijo algo, pero no la escuché. Sabina estaba cantando directo a mis oídos con toda la fuerza de Amor se llama el juego, y esa voz ronca, amarga y dulce al mismo tiempo, llenaba mi cabeza. Me quité los audífonos, y recién entonces la escuché:
—¿Qué escuchas, amor?

No respondí de inmediato. En vez de eso, fui directo al equipo, tomé el cable del auricular y lo desconecté para que el sonido pasara a los parlantes. Justo en ese instante sonaba Calle Melancolía. Angie se quedó quieta, escuchando con atención.

“Vivo en el número siete, calle Melancolía
Quiero mudarme hace años al barrio de la alegría
Pero siempre que lo intento ha salido ya el tranvía
En la escalera me siento a silbar mi melodía”

En su rostro apareció esa expresión que ponía cuando algo la tocaba por dentro: mezcla de sorpresa y ternura.

—Qué bonito canta ese señor —dijo, sin despegar los ojos del equipo, como si pudiera ver de dónde salían esas palabras.

Mientras lo decía, la canción cambió. Empezó a sonar Amor se llama el juego, y cuando llegó esa línea —“en el que dos extraños juegan a hacerse daño”— ella respiró hondo, como si algo se le hubiera quedado colgado en el pecho.

—Eso es poesía —dijo—. ¿Cómo se llama?

—Joaquín Sabina —respondí.

Asintió, suspiró.

Se sentó en el sillón, cruzó las piernas, se acomodó el cabello detrás de la oreja y se quedó en silencio, escuchando. Parecía que cada verso la atravesaba, que cada canción se metía en ella como se metía en mí.

Yo, mientras tanto, le serví una copa de vino y volví a su lado. No se la di de inmediato. Me quedé parado a pocos pasos, mirándola. Era hermoso ver cómo se dejaba llevar por esa música que para mí era tan personal, tan íntima. Que ella también la sintiera, que no la rechazara ni fingiera interés, sino que se sumergiera así, en silencio, en las letras, me conmovía.

Me acerqué, le tendí la copa. Ella la tomó sin despegar los ojos del equipo.
—Gracias, amor.

Yo, feliz, Apague una de las dos lámparas que nos alumbraban para que la luz sea más tenue y me senté a su lado. Ahí nos quedamos un buen rato, sin hablar, solo escuchando. Sabina seguía cantando. Y por un momento, parecía que todo —la casa, la noche, el vino, la música, ella— estaba en perfecta armonía.

Angie escuchó dos o tres canciones más, atrapada por la voz de Sabina como si cada letra le hablara directamente a ella. Yo, sin apurarla, le serví otra copa de vino. Cuando terminó la última canción, le pregunté:
—¿Quieres comer algo o prefieres seguir escuchando a Joaquín?

Dudó por un momento, con esa mirada que usaba cuando estaba decidiendo si dejarse llevar o tomar el camino sensato. Al final sonrió.

—Vamos a cenar —me dijo. Pero primero voy a dar un baño y te alcanzo en la cocina.

—Bien, yo caliento la cena. He traído pizza.

—Ay, qué rico —respondió con un brillo infantil en los ojos.

Angie se duchó en mi baño, ya tenía todas sus cosas ahí y fue a la cocina cuando yo estaba sirviendo la pizza. Había sacado otra botella de vino del refrigerador. Era viernes, teníamos licencia para todo: para cenar tarde, para beber una copa más, para hacer el amor sin reloj.

Cuando la vi, sonreí. Estaba fresca, recién bañada, con ese polerón suyo que ya conocía de memoria, ese que a veces se le deslizaba por un hombro, ese que no escondía nada debajo. Me encantaba cuando aparecía así, sencilla, libre, segura de sí misma y de mí. Cenamos con cierta rapidez, no porque tuviéramos hambre, sino porque los dos queríamos volver pronto al cuarto. Nos esperaba la música, la noche, la intimidad.

Ella ya tenía su cepillo de dientes y algunas cosas más en mi baño. Se había instalado sin pedir permiso, como me gustaba. Como si supiera que su lugar ya estaba ahí, que no necesitaba preguntar, que mi espacio era suyo desde mucho antes de que trajera nada.
Terminado el ritual de limpieza, Angie se echó en la cama, cruzó las piernas y, con esa mirada que mezcla travesura y ternura, me dijo:
—Pon a Joaquín a cantar.

Me reí y me acerqué al equipo. Cambié algunos discos, pero dejé los esenciales, esos que sabía llegarían directo a su corazón. Cuando la voz de Sabina volvió a llenar la habitación, me acerqué y, tendiéndole la mano con una sonrisa juguetona, le pregunté:
—Señorita, ¿me regala un baile?

Ella levantó una ceja, cómplice, y respondió:
—Señor, ¿pero no se va a aprovechar de mí?

—Tenga la seguridad de que sí —contesté, con voz grave.

—Ah —dijo ella, divertida—, entonces bailo con usted toda la noche.

Así comenzamos. Apenas la luz de una lámpara tenue y la del equipo nos alumbraban. Bailamos al compás de Sabina: lento en unas canciones, más melódico en otras, siempre con el cuerpo del otro pegado, respirando juntos. Fueron siete u ocho temas, sin soltar las manos, sin despegar nuestros cuerpos.

Y entonces sonó “Contigo”. Sentí cómo la letra la estremecía: sus manos apretaron más fuerte mi cintura, ella se inclinó hacia mí, los dos atentos a cada palabra.

“Yo no quiero un amor civilizado,
con recibos y escena del sofá
yo no quiero que viajes al pasado
y vuelvas del mercado con ganas de llorar.”

Cuando Joaquín llegó a ese verso:
“Y morirme contigo si te matas,
y matarme contigo si te mueres
porque el amor cuando no muere mata
porque amores que matan, nunca mueren”

Yo lo canté al oído, haciendo coro con su voz:
Y morirme contigo si te matas... —susurré— y matarme contigo si te mueres…

Ella se apretó contra mí y me miró con los ojos brillantes:
—Amor, ¿harías eso por mí?

—Por supuesto —respondí despacio—. Sí lo haría por ti.

Me besó con la suavidad de un pétalo y luego, con voz queda, dijo:
—Esa será nuestra canción. Repítela.

La tomé por la cintura, la giré lentamente y le canté entero el estribillo, sintiendo que cada palabra nos unía más. La canción nos envolvió otra vez en el baile, y al terminar, ella me jaló hacia la cama.

Allí, con Sabina que seguía cantando en nuestros oídos, hicimos el amor de una manera lenta y romántica en posición de misionero. Cada beso, cada caricia, cada susurro era un verso más de nuestra propia canción, tejida con deseo y ternura, bajo la luz tenue de la lámpara y el eco de una voz que hablaba de amores que valen la pena. Poseer a esta hermosa mujer, con esa música de fondo, era diferente, especial. Creo que hasta ese momento nunca Angie me dicho tantos “te amo”, mientras hacíamos el amor y me abrazaba con brazos y piernas.

ANGIE

Cenamos rápidamente, yo quería regresar rápido a escuchar ese cantante de voz ronca, que nunca había oído.
Me senté en la cama a seguir recibiendo esa dosis de poesía cantada.

Y entonces él me ofreció su mano con una reverencia exagerada y me dijo:
—Señorita, ¿me regala un baile?

Yo le respondí, jugando:
—¿Pero no se va a aprovechar de mí?

—Tenga la seguridad de que sí —me dijo con esa sonrisa suya.

—Ah... entonces bailo con usted toda la noche —le dije, riendo.

Y empezamos a bailar, abrazados, pegados, dejándonos llevar por esa música que ya no era solo de fondo, sino parte de lo que estaba ocurriendo entre nosotros. Bailamos siete u ocho canciones, quizá más, sin apenas separarnos, sintiendo el ritmo, el calor de nuestros cuerpos, el deseo creciendo como una llama lenta, sentí que la poca ropa que llevábamos estorbaba.

Y cuando empezó Contigo, algo cambió.

La letra era una daga dulce.

"Yo no quiero un amor civilizado,
con recibos y escena del sofá..."

Me agarré más fuerte a él.

"Yo no quiero saber por qué lo hiciste,
quiero saber por qué no lo harás otra vez..."

Me temblaban los muslos. Me ardía el pecho. Era como si todo mi cuerpo se convirtiera en oído.

"Y morirme contigo si te matas,
y matarme contigo si te mueres..."

Él me lo cantó al oído y sentí que el alma se me salía. Se lo pregunté, como si necesitara comprobar que ese amor que crecía entre nosotros era real:
—¿Harías eso por mí?

—Por supuesto —me dijo—. Sí lo haría por ti.

Me besó, y sentí que no había más mundo allá afuera. Que ese cuarto, esa cama, esa canción eran el centro del universo.
Entonces le dije:
—Esa será nuestra canción. Regrésala. Quiero bailarla otra vez.

Volvimos a bailarla, más despacio aún. Mis manos se aferraban a su cuello, mis labios apenas se despegaban de su piel. Cada verso de Joaquín me hacía desearlo más, sentirlo más mío. La poesía de esas letras, tan descarnada, tan cierta, encendía algo profundo en mí. No solo era deseo físico: era pasión con nombre, con historia, con melodía.

Y cuando la canción terminó por segunda vez, lo tomé del brazo y lo jalé suavemente hacia la cama. No podía esperar más.

—Ven —le dije, con los ojos húmedos—. Quiero hacerte el amor con Sabina cantando en el fondo.

Nos acostamos y lo hicimos despacio, como si cada movimiento fuera una sílaba más de esa canción. Como si Joaquín nos hubiera escrito un guion secreto y estuviéramos siguiéndolo al pie de la letra. Sentirlo encima mío fue diferente, era más tierno, más cálido, Yo quería meterme dentro de él, lo abrazaba con mis brazos y con mis piernas, lo apretaba tanto a mí que a él le costaba hacer los movimientos para que su pene entre y salga de mí.

Esa noche, supe que había descubierto no solo una música que me acompañaría toda la vida, sino una forma nueva de amarlo. Porque ahora también lo deseaba desde ese lugar donde solo la poesía y la música pueden llegar. Desde entonces, Joaquín Sabina me encanta. Porque a través de su voz, entendí mejor lo que sentía por él.

El sábado nos sorprendió desnudos sobre la cama. Cuando abrí los ojos, todavía podía sentir en el cuerpo la música suave que había sonado la noche anterior, el ritmo lento con el que habíamos bailado en la penumbra. Nuestros cuerpos pegados, moviéndose con una sincronía que ya no necesitaba ensayo. Todo había terminado en la cama, claro, como tantas veces. Pero esa noche había sido distinta. Más pausada, más profunda.

YO

Amaneció el sábado. Volteé apenas la cabeza y ahí estaba ella. Angie. Dormida todavía, con los labios entreabiertos y una de sus piernas sobre las mías, como si incluso en sueños buscara retenerme.

Me quedé viéndola en silencio. Y en ese silencio, pensé en la suerte que tenía, en lo improbable que era todo esto y, sin embargo, cuán natural se sentía. Después de un rato, se movió, murmuró algo entre sueños, abrió los ojos y me sonrió. La besé. Fue un beso largo, cálido, como los que solo se dan cuando uno despierta con amor en el cuerpo. Sin decir una palabra más, nos dejamos llevar. Hicimos el amor como todas las mañanas: sin prisa, sin una sola gota de culpa. No era un deber, no era un acto reflejo. Lo queríamos. Lo necesitábamos. Nuestros cuerpos se buscaban con una urgencia tranquila, como si supieran exactamente cómo encajar, cómo fundirse.

Habíamos terminado de hacer el amor y el silencio que quedó después era de esos que no pesan, sino que acarician. Angie estaba echada sobre mi pecho, enroscada en mi cuerpo como si no quisiera que ninguna parte suya dejara de tocarme. Jugaba con mis pocos vellos, entretenida, trazando círculos invisibles con las yemas de los dedos. Yo tenía los ojos medio cerrados, entre el descanso y el placer que todavía me invadía, cuando de pronto, con ese tono suyo entre jocoso y serio, me suelta:
—Amor, Quiero que me aconsejes.

Abrí un ojo, intrigado.
—¿Sí? ¿Sobre qué amor? —le dije, preparándome para algo serio.

—Tengo un problema muy serio —continuó, conteniendo una sonrisita pícara—. Creo que mi novio es un enfermo sexual.

—¿Perdón? —me incorporé un poco, mirándola confundido—. ¿Qué dijiste?

—Sí, pues —dijo, muy seria ahora, como si de verdad estuviera preocupada—. No se cansa de hacerme el amor. Una y otra vez. No sé porque, me lo hace en la cama, en el parque, me lleva a centros comerciales y me viola en los vestidores… ¿qué hago?

La miré incrédulo, y luego no pude evitar soltar una carcajada. Me hice el pensativo, como quien reflexiona sobre un caso clínico complejo.
—Bueno, solo disfrútalo… mira, justo yo también tengo un problema parecido. Creo que mi novia es ninfómana. Quiere tirar en el carro, en el parque… Tampoco se cansa nunca de hacerme el amor, y yo solo lo disfruto.

Ella se incorporó en la cama, y se puso a mi lado de rodillas, me dio una bofetada cariñosa, con una mezcla de burla e indignación.
—¡Oye! ¿Cómo que ninfómana?

—Sí pues —dije, aguantando la risa—. No te cansas, siempre quieres más. Yo soy un enfermo sexual y tú una ninfómana. Estamos condenados.

Me miró con esa mirada suya que es puro fuego y ternura al mismo tiempo. Me acarició la cara con los dedos, despacio.

—No, amor —me dijo bajito—. Lo que pasa es que nunca había tenido algo como tú. Tú has despertado en mí pasiones que yo no sabía que existían. Has logrado que entienda que el amor puede ser muy sublime cuando la cumbre es el sexo. Y contigo, esa cumbre es diferente. Es como tocar el cielo, pero sin dejar de estar en la tierra. Ya ves, tu tienes la culpa de todo.

La abracé más fuerte, sentí su cuerpo encajarse otra vez en el mío.

—Angie, mi amor… yo tampoco había experimentado el sexo como contigo. No es solo la cantidad de veces que lo hacemos en una tarde —aunque sí, eso también—, es esa pasión que vuelves a encender cuando ya pensaba que estaba satisfecho. Es la intensidad. Es lo profundo del sentimiento.

Me besó. Primero uno, después otro, y luego muchos más. Llenos de ternura, de esa calidez que hace olvidar el mundo entero. Nos quedamos así, abrazados, sintiendo que no hacían falta más palabras.

Después, desayunamos. Algo ligero. Pan con palta, café fuerte, jugo de papaya. Limpiamos un poco la casa, sin hablar mucho. Ella barriendo, yo lavando los platos. El equipo sonaba alto desde mi habitación, por supuesto con una mega dosis de Joaquín Sabina. Era un sábado cualquiera… o tal vez no. Porque a pesar de la rutina, todo parecía tener un brillo especial.

Yo me senté en el sofá con un libro, aunque apenas lograba concentrarme. Angie se puso a repasar unos apuntes. La vi subrayar frases, morder el extremo del lapicero, hacer pequeñas anotaciones con una letra que yo ya podía reconocer en cualquier parte. Así se nos fue la mañana.

Como a la una de la tarde, dejó los libros a un lado, se estiró con un suspiro y me miró.
—Amor… —dijo con esa voz suya que siempre me desarma— no quiero cocinar hoy día. ¿Te parece si salimos más tarde y comemos algo?

La miré y sonreí.
—Está bien —le respondí—. Vamos. Nos va a hacer bien salir un poco. ¡¡Demasiado Sexo!!

—Si pues, tu novia ninfómana, no te deja en paz… —Mientras me lanzaba su sonrisa sarcástica

 
Salimos de casa alrededor de las cinco de la tarde. Fuimos a un Chifa tradicional en Barranco, conocido por mantener su sazón con el tiempo. El lugar tenía manteles desgastados, pero la comida era buena. Conversábamos sobre temas simples y cotidianos mientras cenábamos.

Después de más de una hora, conducimos por la Costa Verde. Manejé despacio, permitiendo que la brisa del mar entrara por las ventanas. El Peugeot tenía una suspensión suave y un andar silencioso, lo que hacía que el recorrido fuera tranquilo. Repetimos el trayecto tres veces, observando el mar y disfrutando del ambiente.

En una de esas vueltas, le dije:
—¿Sabes que hay un sitio en Barranco donde a veces tocan canciones de Sabina? O de cantautores con ese mismo estilo…

Angie giró la cabeza hacia mí, emocionada.
—¿Vamos? Me encantaría. Sí, llévame, llévame, Primix.

Y fuimos. Llegamos como a las ocho y media a la Posada del Ángel. Así se llama la taberna. El ambiente era íntimo, de luces tenues, paredes llenas de adornos antiguos, fotos viejas, recortes de prensa amarillentos. Todo tenía alma. Nos sentamos en una mesita al fondo. Pedimos un par de tragos. Nos pusieron cancha salada en un platito de barro.

Conversábamos de tonterías. Angie me contaba de sus amigas de la universidad, de los cursos que le parecían fáciles, de los que le costaban un poco más. Yo le hablaba del trabajo, del grupo del GYM, de un amigo que se había lesionado por no calentar bien. En un momento me pidió que la lleve a alguna reunión de mis amigos. Que quería que la conozcan. Y que también quería que yo la acompañe a una fiesta de la universidad. La miré y sonreí. Ya estábamos cruzando esa frontera del “nos escondemos” hacia la del “nos soñamos públicos”. Era peligroso, pero emocionante.

Entonces salió un muchacho con guitarra. Angie me apretó la mano con fuerza y me miró, como diciendo ahí está, escucha. Tocó varias canciones de Sabina. Cuando comenzó Contigo, ella volvió a apretarme la mano. No me miró al principio, solo escuchaba, pero después, cuando la canción subía en emoción, me miró con una ternura que no se puede describir. La canción nos caló hondo. Aunque la voz del chico no era la de Sabina, lo que transmitía era real. Ahí estábamos: dos fugitivos del mundo, jurándonos amor eterno en una canción de taberna.

Más tarde caminamos por las calles de Barranco, tomados de la mano o abrazados. A veces ella me robaba un beso, a veces yo la acercaba de golpe a mi pecho. En un momento, entre risas, le dije:
—Oye, Angie… estamos en Barranco. Hay mucha gente. ¿Y si nos cruzamos con algún familiar? ¿Cómo explicamos que el tío va abrazado a la sobrina y que la sobrina le roba besos?

Ella se rio.
—Lima es muy grande, seríamos muy salados si nos encontramos con alguien.

—No lo creas… Lima a veces es un pañuelo —le respondí.

Pero igual corrimos el riesgo. Diría que hasta lo disfrutamos. El riesgo nos excitaba. Nos hacía sentir más vivos.

Ya cerca de la media noche regresamos al auto, que estaba en una cochera cercana, y salimos lentamente, por esa alameda larga llena de árboles que nace en la plaza de Barranco. El Peugeot deslizaba silencioso. La noche estaba tibia. De pronto, le dije:
—¿Te gustaría ver Lima desde arriba?

—¿Cómo así?

—El Morro Solar… No sé qué tan peligroso sea a esta hora, pero podemos probar. Por último, no bajamos del carro.

—¡Vamos! —me dijo con esa chispa que siempre tenía cuando algo implicaba peligro, novedad o desobediencia.

Subimos lentamente, por esa pendiente empinada y oscura. En la cima, cerca del Monumento al Soldado Desconocido, había algunos autos desperdigados, no más de cinco o seis, bien distantes entre sí. Nos estacionamos donde teníamos una vista amplia de la ciudad iluminada.

Estábamos dentro del auto, abrazados, contemplando la ciudad como si fuera un tesoro escondido. Lima, desde arriba, era una constelación en movimiento: luces blancas, amarillas, rojas, algunas parpadeando como latidos. No hablábamos mucho. Solo estábamos ahí, en silencio, escuchando el sonido sordo del viento que soplaba leve y tibio por los bordes del coche. De vez en cuando, nos dábamos un beso suave, sin apuro.

Angie jugaba con mis dedos, los entrelazaba, luego me apoyaba la cabeza en el hombro, después se enderezaba para mirarme, como si no se cansara de observarme desde todos los ángulos posibles. Su perfume era sutil, pero presente. Dulce y provocador. Lo había sentido por la mañana, por la tarde, por la noche... y cada vez me despertaba algo nuevo.

Entonces me codeó suavemente y susurró cerca de mi oído:
—Mira... mira ese auto, el más cercano, ¿ves cómo se mueve?

Me giré en la dirección que me indicaba. El coche estaba a unos veinticinco metros, quizás un poco más, pero en esa oscuridad irregular todo parecía más cerca. Las lunas estaban empañadas y se notaba el vaivén. Lento. Sinuoso.

—¿Qué estarán haciendo? —me preguntó con una sonrisa pícara.

Me reí.
—No sé... tal vez están saltando soga —le dije, fingiendo ingenuidad.

Ella me miró con esa expresión entre asombro y burla.
—¿Ah, sí? —dijo, acercándose a mi rostro—. Yo creo que alguien está saltando sobre alguien ahí.

Solté una carcajada y negué con la cabeza.
—Ya, no seas curiosa. No mires.

—¿Por qué no? —me dijo, medio en broma, medio seria—. ¿Acaso es ilegal mirar?

—No seas morbosa. A lo mejor no tienen para el hotel —bromeé, sabiendo que la provocaría.

Y así fue. Me dio un leve pellizco en el abdomen, uno de esos juguetones, de los que hacen más cosquillas que dolor.

—Sácalo —me dijo de pronto, sin cambiar el tono de voz, como si me hubiera pedido que suba un poco el volumen del estéreo.

Me congelé.
—¿Qué?

—Sácalo, lo quiero —repitió, con una sonrisa peligrosa.

La miré. La oscuridad no me permitía ver bien sus ojos, pero sí el brillo que salía de ellos. Ese brillo que conocía de memoria. El mismo que tenía cuando me provocaba en la cocina o cuando me despertaba en mitad de la noche con caricias silenciosas.
—¿Estás loca? —le dije, riendo, nervioso—. No... acá no lo vamos a hacer. Olvídalo.

—Pero mira, lo están haciendo ahí... —me dijo, con voz tentadora, señalando el coche en movimiento.

—No me importa lo que estén haciendo allá —respondí, sintiendo cómo me ardía la piel—. Definitivamente hasta ahí no llego.

Angie se acercó y me mordió suavemente el cuello. Después me susurró:
—¿Seguro? ¿Ni un poquito?

Sentí su mano recorrerme el pecho, despacio, muy despacio, como si dibujara palabras invisibles sobre mi piel. Mi cuerpo la conocía tan bien que no necesitaba más estímulo para comenzar a reaccionar.

Ella lo sabía. Lo presentía. Porque retrocedió apenas, sonrió con dulzura y me besó en la mejilla.
—Ya, no lo haremos, pero por lo menos déjame besarlo.

La miré ahí tan cercana, tan provocadora, Ok, le dije, pero solo lo besas, mientras sacaba mi pene y observaba por los espejos para ver si ningún intruso se acercaba.

Ella lo beso, lo lamio y pronto mi pene estaba erecto en su boca, yo sentía el placer recorrerme, mientras seguía vigilando el entorno. Ya Angie, le dije, lo seguimos en la casa.

Ella no soltaba mi miembro, entendí que no pararía hasta tomarse mi leche. Así que mejor me relajaba y lo disfrutaba para llegar rápido. Cerré los ojos brevemente para disfrutar la boca de Angie subiendo y bajando por mi pene. Cuando los volví a abrir unas luces rojas y azules iluminaban el entorno. ¡!!Angie, la Policía!!!

Efectivamente una camioneta de la policía se había detenido detrás del auto saltarín, pero un policía se dirigía a nuestro auto. Angie lo miro y volvió a poner su cabeza en mis piernas, como que descansaba, mientras yo guardaba mi pene erecto como podía.

¡Toc, toc, toc!
Un policía, uniformado, con linterna en mano, nos observaba con gesto adusto. Su sombra se proyectaba imponente sobre la carrocería.

Bajé la luna del auto, tratando de parecer tranquilo, aunque el corazón me golpeaba el pecho como si quisiera salirse.

—Buenas noches, señor —dijo el agente, con voz firme, sin rastro de cordialidad—Documentos, por favor.

Metí la mano al bolsillo, saqué mi documento y busqué en la guantera los documentos del auto. Se los entregué.

—Los de la señorita también —agregó, sin moverse ni un centímetro de su sitio.

Angie, que tenía la cabeza recostada sobre mis piernas, se incorporó con esa elegancia natural que le salía incluso en los momentos de presión. Se estiró con calma, sin apuro, tomó su pequeña cartera negra y sacó su documento. Se lo pasó sin decir palabra, con la frente en alto.

El policía los revisó con rapidez, pero no nos los devolvió de inmediato.
—Ustedes estaban teniendo sexo en el auto —afirmó de pronto, con una convicción molesta.

—¿Perdón? —le dije, frunciendo el ceño—. ¿Por qué cree eso?

—Era obvio —insistió, alzando ligeramente la voz—. La señorita le estaba haciendo sexo oral.

Me quedé helado por un segundo, pero no tanto como para no pensar en una salida. Iba a hablar cuando Angie, de forma inesperada, se me adelantó. Se sentó completamente recta, lo miró a los ojos y dijo con voz clara, firme, sin titubear:
—Oiga, señor, no me ofenda. Yo soy una dama. Él es mi novio. No necesitamos venir a este sitio para hacer eso.

Fue tan directa, tan digna, que por un segundo sentí que el policía retrocedía, aunque no se movió físicamente.

—¿Con quién cree que está hablando usted? —añadió, desafiante, como si no le pesara el uniforme frente a ella.

El policía pareció no haber esperado esa respuesta. Tartamudeó un poco, intentando recomponerse.
—Bueno, señorita… pero…

Intervine y no lo dejé terminar.
—Señor, si tiene cómo probar lo que dice, dígamelo. Si no, por favor, devuélvanos los documentos.

Hubo un silencio. El viento sopló y la ciudad allá abajo seguía brillando como si no pasara nada. El policía nos miró a ambos. Dudó. No podía probar su acusación. Angie lo miraba con una mezcla de indignación y altivez. Yo, con control forzado. Sabíamos que estábamos en desventaja, pero no pensábamos ceder.

Finalmente, el agente bajó ligeramente la mirada y dijo, algo más conciliador:
—Está bien, señor. Sus documentos... acá están. Pero no se queden mucho rato por aquí. Esta zona es peligrosa a esta hora.

Nos los devolvió y se dio la vuelta. Caminó hacia otro auto. Nosotros subimos la luna del coche lentamente. El silencio duró apenas unos segundos.

—¡Ya ves! ¡Angie, eres una loca! —le dije, riendo por el desahogo—. ¡Nos hemos podido meter en un problema serio!

Ella estalló en carcajadas, esa risa suya que era contagiosa, liberadora.
—¡Pero qué cara de sapo! ¡Acusarme así! ¡A mí! Además, ya tienes el permiso y aun no polarizas las lunas…

Encendí el auto y di la vuelta. Al pasar cerca del famoso auto "saltarín", vimos a un tipo a medio vestir, tratando de explicar algo, rodeado ahora por los dos policías.

—Creo que le arruinaron la noche —comentó Angie, con una mezcla de compasión y burla.

—Sí... pero nosotros nos escapamos por un pelo —le dije.

Era un poco más de la una de la madrugada cuando emprendimos el regreso. El camino de vuelta fue más silencioso, pero no menos intenso. Angie iba recostada sobre el asiento, con la mirada perdida en las luces tenues de la ciudad. Su mano no soltaba la mía. Yo manejaba tranquilo, todavía con el pulso acelerado por el episodio en el Morro Solar. Aún nos reíamos por dentro, como dos cómplices que habían escapado de algo prohibido y delicioso.

—¿primix? —dijo de pronto, con ese tono meloso que usaba cuando estaba tramando algo.

—¿Mmmm?

—¿Y si llevamos vino a la casa?

—¿Vino? ¿A esta hora?

—Claro. La noche no puede terminar así, interrumpida. Hay cosas pendientes, ¿no crees?

—No sé si eres más peligrosa que dulce.

Ella solo sonrió.

Paré en una licorería saliendo de Miraflores, cerca de Angamos. Compramos tres botellas de vino tinto —ella eligió uno suave— y continuamos el camino hacia la casa en San Borja. En la radio la Oreja de Van Gogh, desde un casete que tenía puesto ahí varios días y el silencio entre nosotros no era incómodo: era expectante.

Entramos a la cochera poco antes de la una y media. Apagué el motor. Angie se desabrochó el cinturón, se inclinó hacia mí y, con una sonrisa ladeada, me dijo:
—No te salvas, ¿sabes? Quiero continuar lo que nos interrumpió el policía.

—Tú sí que no te cansas, ¿no? —le dije, entre divertido y rendido.

—De ti jamás, Primix.

Me rodeó el cuello con sus brazos y me dio un beso que no era solo provocativo. Su lengua invadió mi boca como un asalto. Era una promesa. Tenía fuego, ternura, impaciencia, una caricia con la lengua que desbarataba cualquier intento de resistencia.

Nos quedamos así unos segundos, dentro del carro apagado, besándonos con el cuerpo ya encendido de nuevo. Sentía su respiración acelerarse, su pecho contra el mío, el sabor dulce de su boca. Aún podía escuchar la voz del policía en mi memoria, pero ahora todo eso parecía lejano. Lo único real era ella. Pronto ella estaba tratando de bajarme el cierre, saco mi pene que ya comenzaba a tomar su tamaño de batalla y se lo metió a la boca, Yo le apretaba suavemente la cabeza sobre mi pene, quería que se lo coma todo, ella por momentos me levantaba la mano, como para que le dé un respiro, pero inmediatamente volvía a su tarea.

El calor se hizo insoportable casi de inmediato, el vidrio comenzaba a empañarse, y el leve vaivén del asiento me trajo de vuelta la memoria reciente: el Morro, el susto, el policía, el pulso acelerado.

—Angie... —le susurré entre jadeos, apartando suavemente su cabello—. Bajemos.

Ella me miró con esos ojos marrones que sabían leerse sin palabras.

—No —dijo sin titubeo, mirándome fijo—. Quiero hacerlo en cada lugar de la casa antes que venga mi tía.

Me quedé quieto unos segundos. No por sorpresa, sino por lo que significaba su deseo: marcar la casa como nuestra, llenarla de nosotros, dejar huellas de este amor en cada rincón antes que la normalidad regresara a imponerse.

La besé de nuevo, profundo, agradecido.
—Pero en el carro ya lo hemos hecho —le dije, acariciando su espalda—. En la cochera no. Bajemos.

Ella me lanzó una sonrisa traviesa, como si esa mínima diferencia tuviera peso.
—Ok —dijo, bajando con lentitud.

Yo salí primero, sosteniendo mi pantalón, nos encontramos en al frente del auto. La luz tenue del sensor de movimiento apenas nos iluminaba. Estábamos dentro de casa, pero aún en territorio de frontera, donde lo público y lo privado se confunden. Aquí no nos ven, le dije.

Angie se puso de cuclillas y mientras se desabotonaba la blusa, tomo diestramente mi pene con su boca y siguió su labor. Yo gozaba de su boca succionando, por ratos lamia mi pene como un delicioso helado, mientras mis manos sacaron sus tetas del sostén sin desabrocharlo, ella se sacó la blusa y se soltó el sostén, ofreciéndome sus senos, sin dejar de mamármelo. Algunos minutos después, eyaculaba dentro de su boca. Ella no soltó mi pene hasta que hubo tomado la última gota de mi semen.

Se paró y me miró mientras con un dedo se limpiaba un hilo de semen y saliva que escapaban de su boca, me lo ofreció. Yo abrí la boca, ella metió ese dedo en mi boca y recibí ese néctar de nuestra pasión, luego nos besamos, un beso con sabor a esperma, con sabor a nosotros, con sabor a amor.

El silencio era absoluto, salvo por nuestras respiraciones entrecortadas y el murmullo lejano del vecindario dormido.

La tenía abrazada contra mí, su cuerpo aún tibio, sus pechos contra mi pecho, su cabello desordenado y su perfume mezclado con el mío. Nos dimos un beso largo, suave, como un sello después del desborde.

Seguíamos abrazados, pero ya no con la tensión del deseo, sino con la ternura del después. Yo la sujetaba de la cintura, ella mantenía sus brazos enroscados en mi cuello, apoyando su frente contra la mía. La risa le brotó de pronto, luminosa, irresistible.
—Se nos debe ver muy graciosos, ¿no? —dijo, todavía pegada a mí—. Tú con los pantalones abajo y yo sin blusa… qué espectáculo. Qué horror lo que me haces hacer.

Solté una carcajada, bajita, para no romper la magia.

—¿Yo te hago hacer? ¿Quién lo propuso?

—No sé… no sé… —dijo, haciéndose la inocente mientras se reía—. Tú a mí me has seducido.

Entonces se giró con esa ligereza tan suya, tomó la blusa y el sostén que habían quedado olvidadas sobre el capó del auto, y, aun riendo, entró saltando como una gacela hacia la cocina. Su silueta se deslizaba en la semi-penumbra como si flotara, libre, liviana, feliz.

Yo me subí los pantalones aún con una sonrisa tonta en los labios, fui al asiento trasero, saqué las botellas de vino —testigo silente de nuestra travesura— y la seguí, sintiéndome el hombre más afortunado del mundo.

La encontré en mi habitación, que durante el viaje de mi madre se había convertido en nuestro refugio, nuestra habitación. Angie estaba terminando de sacarse la ropa. Su silueta, desnuda y natural, me recibió como si fuera parte de un ritual que ya nos pertenecía.
—Amor, ¿una ducha? —dijo, mirándome con esa mezcla de ternura y picardía.

—Por supuesto —le respondí—. Así no me meto a la cama ni a patadas.

Entramos juntos al baño, y la ducha se convirtió en una danza íntima. No había urgencia, no había desenfreno. Solo caricias que recorrían despacio, dedos explorando zonas que solo nosotros podíamos tocarnos, manos enjabonando con delicadeza, besos entre gotas de agua caliente, y risas suaves. En ese momento la pasión nos daba tregua, como si también necesitara descansar.

 
Dieciocho – CONFESIONES II

Salimos del baño, envueltos en toallas. Ella, sin decir nada, fue hacia el cajón de su lado, donde ya tenía varias de sus cosas. Sacó su secadora, esa que había traído días atrás como quien marca territorio con dulzura. Se sentó al borde de la cama y me miró como una niña que pide un capricho ya sabido.
—Sécamelo, ¿sí? —dijo, ofreciéndome el aparato.

Su cabello castaño claro caía húmedo sobre sus hombros, tenía ese brillo que solo aparece después de la ducha, mezclado con el vapor que aún llenaba la habitación. Me paré detrás de ella y comencé a pasar la secadora con cuidado, apartando mechones con los dedos, peinando despacio con las manos. El zumbido del aparato era ensordecedor, sobre todo a esa hora de la madrugada, pero no importaba. Éramos nosotros dos, en nuestra burbuja.

—Amor —me dijo de pronto, casi gritando para hacerse oír—, ¿cuántas chicas has tenido? ¿Con cuántas has estado?

La miré por el espejo que ella sostenía para ver si mi trabajo era bueno, un poco sorprendido, divertido.
—¿Y tú para qué quieres saber eso?

—Ya te he dicho —dijo, haciendo un puchero—, quiero saber todo de ti. Todo.

—Ok —dije, mientras seguía secándole con cuidado el cabello—, déjame terminar y te cuento.

Ella sonrió con los ojos cerrados, disfrutando de mis manos, del calor de la secadora y del momento. Terminé de secarlo, apagué el aparato, y lo dejé a un lado. Tomé un cepillo y empecé a peinarla suavemente.

—¿Ya? —preguntó con voz curiosa, volviendo la cabeza apenas, sin romper la magia—. ¿Ahora sí me puedes contar?

Tomé aire, como si necesitara sumergirme en mi propio pasado para buscar entre los recuerdos más antiguos. Eran recuerdos que consideraba muy míos, pero con ella era distinto. Angie no solo quería saber, quería conocerme. Y yo quería ser transparente para ella.
—Bueno —dije, mientras pasaba el cepillo por sus mechones castaños—, prepárate, porque no son tantas como crees…

Y comencé a contarle. Mi primera enamorada, si se le puede llamar así, fue una chica del barrio. Teníamos, creo que algo de 12 años, por ahí. Yo era un poquito mayor que ella, por meses. Fue algo... como un juego. Es más, yo la conocía desde los 7 u 8 años, cuando su familia llego al barrio. Yo ya vivía en esta casa. Cuando teníamos 12 años, fuimos enamorados. Enamorados de besos, de abracitos. Nunca pasó nada más. Enamoraditos, decía mi mamá.

—¿Que ella no fue con la que fue tu primera vez? Preguntó Angie.

—No, no. Recuerda que mi primera vez fue con una chica del colegio.

—Y la puta… dijo con tono angelical.

—Graciosita, ya vez, para eso te cuento.

—Es bromita amor, no me importa con quien estuviste antes de estar conmigo, solo soy curiosa.

—De ahí vino la chica que te conté —continué, mientras acariciaba suavemente su brazo desnudo—. Con la que fue mi primera vez.
Angie asintió, sin decir nada. Me miraba con atención, con ese interés tan suyo que no juzga, solo escucha y siente.

—Esa primera vez... tuvo su encanto. Fue linda, espontánea. A pesar de que no fue exactamente como uno se lo imaginaba —dije, sonriendo con cierta nostalgia—. Pero sí, hubo algo especial. Algo que marcó.

Hice una pausa. Ella apoyó la cabeza en mi pecho, y sentí cómo su respiración se acoplaba a la mía.

—Con el tiempo, la relación cambió. Empezó como algo emocional, pero poco a poco se fue volviendo más física. Creo que los dos estábamos con las hormonas a mil. Éramos adolescentes y no sabíamos manejar todo eso que sentíamos. Teníamos curiosidad, deseo, ansiedad por descubrir. Pero a mí… no me terminaba de convencer.

—¿Por qué? —preguntó Angie, sin moverse de donde estaba.

—Porque sentía que algo faltaba —respondí con honestidad—. No sé, pero desde muy joven, tenía esta idea de que el sexo tenía que ir de la mano con el amor. O por lo menos con el cariño, con una conexión real. Y eso se fue perdiendo. Empezó a sentirse vacío. Automático.

Angie levantó la cabeza y me miró directo a los ojos.
—¿Y por eso terminaron?

Asentí.
—Sí, duramos tres o cuatro meses. Nada más. Me alejé porque sentía que iba a terminar haciendo algo que no sentía de verdad.
Ella me dio un beso suave, como si sellara ese recuerdo con comprensión. Y luego, con esa chispa suya que siempre devuelve la calidez al momento, dijo:

—Por eso conectamos tanto, ¿no? Porque lo nuestro no tiene nada de vacío.

—Lo nuestro —respondí, abrazándola más fuerte— es todo lo contrario. Es amor… con fuegos artificiales.

En ese momento entendí que la noche iba a ser larga. Lo vi en sus ojos: había entrado en “modo confesiones”, ese espacio sagrado y travieso donde todo se decía sin filtros, donde lo íntimo se convertía en un lazo más fuerte entre nosotros. Se acomodó mejor contra mi pecho, cruzando las piernas como si estuviéramos en una entrevista profunda y amorosa.

—¿Y quién más siguió? —me dijo Angie, con una mezcla de curiosidad y picardía.

—Bueno... —suspiré—. De ahí vino una chica en la universidad. Yo ya estaba terminando el primer año. Había estado solo un buen tiempo. Y ella apareció.

—¿Cómo era? —preguntó ella, ya sabiendo que la historia venía con algo más que lo evidente.

—Era una morena muy hermosa —dije, mirándola con una sonrisa leve.

Angie alzó las cejas, entre divertida y provocadora.


—¿Así?
—Más que morena —aclaré—, era negra. Su piel era espectacular. De verdad, una belleza de ébano. Me encantaba cómo brillaba con la luz. Tenía una presencia que te dejaba sin aire.

—¿Como yo? —dijo Angie, bajando la voz y mirándome fijo, buscando algo más allá de las palabras.

Sonreí, llevé mi mano a su rostro.
—A diferencia tuya, amor... siendo totalmente sincero, su carácter no era tan dulce como el tuyo. Tú eres fuego, pero también ternura. Ella era… fuego puro. Sí me gustaba, pero era muy distinto a lo que tenemos tú y yo. Mucho más físico. Muy sensual.

—¿Cómo así? —me preguntó, con los ojos brillando.

Dudé un momento. No porque no quisiera contarlo, sino porque las palabras tenían que ser precisas, justas.
—Era tres años mayor que yo. Estudiaba Derecho. Y… bueno… —hice una pausa, ella me miró con esa expresión que decía “sigue o te mato”— tenía más experiencia sexual que yo. Bastante más. Me enseñó muchas cosas. Cosas que hasta ese momento eran tabú para mí.

—¿Por ejemplo?

—¿Quieres saber todo? —le pregunté, medio en broma, medio en serio.

—Quiero saber todo —dijo, afirmando con la cabeza y mordiéndose el labio, divertida.

Me reí. Me encantaba cuando se ponía así, entre niña curiosa y amante intensa.

—Bueno... aprendí sobre el placer sin apuro. Sobre cómo usar las manos, los labios... Aprendí que hay zonas del cuerpo que uno ni se imagina, pero que con la persona adecuada pueden explotar de placer. Que el sexo no es solo lo obvio, sino una danza. Y ella, en eso, era una bailarina de primer nivel. Me enseñó a llegar al orgasmo sin penetración y… los secretos del Sexo anal, dije con voz más baja.

Angie respiró hondo, sin soltar mi mirada.

—Cuéntame eso, me dijo curiosa Angie.

—¿De verdad quieres que te cuente de eso?

—Sí, claro, quiero saber. ¿Qué te enseñó?

— Bueno... Respiré hondo ... Me enseñó, por ejemplo, de que para poder llegar ahí hay que estar muy excitados. Sobre todo, ella. Debía tener muchas ganas. Haberla preparado previamente. Me enseñó que había que usar mucho lubricante. Me enseñó que era mejor entrar por lo menos al principio con preservativo. Por si uno se encontraba... “sorpresas”. Después si quería, podía sacármelo. Me enseñó que había posiciones donde era mejor porque había más control. A veces usaba un Juguetito para dilatarse el ano, Y.… me enseñó a disfrutarlo. Antes me parecía medio sucio meter mi pene ahí, nunca lo había hecho. Y sí, sí, ahora me gusta hacerlo.

—Por eso me lo paras pidiendo, ¿no? Travieso, me dijo Angie.

—Sí, amor. La verdad me gustaría hacértelo por ahí algún día. Es un tesoro que aún no me has entregado.

—¡Ni te entregaré!, me dijo ella.

—Yo reí y le dije, ¡algún día!

—Y por qué les gustan los hombres tanto el sexo anal?

—¿A los hombres? le dije

—Si, con mis amigas a veces conversamos de eso. Que los enamorados piden eso con mucha frecuencia

—¿El japonés te lo pidió?

— No, me dijo, ese... con las justas por adelante y como si la policía lo estuviese persiguiendo... Ya, bueno, ya te he contado todo de él. Ya no quiero recordar eso. Ese jamás iba a imaginar hacer eso.

—Bueno, le dije, respondiendo su pregunta. Imagino que es un poco porque se siente diferente. ¿No? Siempre ahí aprieta más. Hay más sensibilidad. Y además que es como conquistar un territorio prohibido. Algo que las mujeres siempre nos niegan, que les cuesta darnos. Imagino que son esos genes ancestrales del cavernícola conquistador. Que quiere sentar su bandera, literalmente meter su bandera en el hoyo prohibido.

—Ja, ja, ja, se rio. Bueno. Supongo que algún día tomaré valor y te lo daré. Tú sabes que haría cualquier cosa por complacerte. ¿Y cuánto duraron?

—Unos siete u ocho meses. Pero fue más una relación de deseo que de amor. Nunca me sentí verdaderamente conectado con ella, no como contigo. Era como... como ver una película porno con buena trama, pero sin alma. Además, cada vez que estábamos quería sexo anal, yo sé que hay mujeres que les gusta por ahí, pero esto ya era exagerado. Me gusta de vez en cuando, pero mucho empalaga…

—¿Y después? —dijo, mientras se acomodaba más sobre mi regazo.

—Después que terminé con la morena, estuve solo casi dos años —le dije, mientras ella seguía recostada sobre mi pecho, dibujando círculos con su dedo en mi abdomen—. Me sentía bien, tranquilo, libre. Salía bastante, con amigos, con amigas, iba a fiestas, conciertos… disfrutaba de las noches, sin compromisos.

—¿Y no extrañabas estar en pareja? —me preguntó, sin mirarme, solo dejando que su voz flotara en la penumbra del cuarto.

—A veces sí —le respondí—, pero también me gustaba esa etapa. Fueron años de mucho movimiento, de conocer gente distinta. Por ahí hubo algunas, que no recuerdo ni los nombres, con las que tuve sexo de una noche, o de unas cuantas noches. Esas con las que no eres enamorado, no eres nada, eres saliente… o ni eso. La verdad que no las cuento, porque fueron solo aves de paso.

Angie levantó la cabeza, me miró a los ojos. Su expresión no era dura ni molesta, era… curiosa, contenida.

—¿Y cuántas hubieron de esas? ¿Cuántas aves pasaron? —me preguntó con una voz suave, casi como si temiera la respuesta.

—Angie, no sé —le dije con honestidad—. Fueron como dos años... cuatro, quizá cinco.

Ella asintió lentamente. No apartó la mirada.

—Ah, ok —respondió simplemente.

No sentí juicio en su mirada ni en su voz. No había enojo, ni decepción. Solo sorpresa. Creo que le costaba imaginarme en esa otra versión, más suelto, más despreocupado, menos emocional.

—Es raro imaginarte así —susurró, mientras apoyaba su frente en mi pecho.

—¿Así cómo?

—No sé… con alguien sin sentir nada o muy poco. Sin ese tú que se entrega, que mira, que toca como si el mundo se detuviera.

—Tampoco era un Play boy, ¿eh? —le dije, medio en broma, medio en serio—

Ella sonrió con la mirada y me besó el pecho.

—Me gusta que me cuentes todo… así, sin filtro. Quiero conocerte hasta el hueso —me dijo.

—Eso estás haciendo, amor… con calma, pero sin pausa.

—Ya… sigue, pues. ¿Después de esas?

—conocí a la que después fue mi esposa. Yo ya trabajaba, estaba a punto de terminar la carrera, me faltaba menos de un año, y ella también estaba por terminar la suya. Trabajábamos juntos en una empresa anterior a la que estoy ahora. Nos gustamos desde el primer día, creo yo, pero sólo seis meses después, en una fiesta de la empresa, nos hicimos enamorados. Y sí, la quería, me quería. Había conexión entre nosotros. fue un romance rápido, ¿sabes? Nos casamos a los seis meses de ser enamorados. Yo sé que es una locura, pero así fue. Yo la pedí, y el mes siguiente nos estábamos casando. —Creo que fuimos felices el primer año —dije, con un hilo de voz.

Angie me miró sin interrumpirme.

—Justamente cuando fuimos a Arequipa. Y tú… tú me hiciste ese desplante. ¿Lo recuerdas?

—Sí, claro que recuerdo —respondió bajito, como si supiera lo que venía después—. Era una niña malcriada —añadió, sonriendo con tristeza, y se dio dos palmadas suaves en la nalga, como castigándose a sí misma.

Yo sólo sonreí. Una sonrisa tibia, fugaz. En el fondo, estaba luchando contra una tormenta. Sentía cómo se me removían emociones que pensé enterradas. Pena, nostalgia, una tristeza vieja que se deslizaba por los bordes de mi pecho. Por lo visto, mi corazón no había sanado del todo. A pesar de Angie.

Respiré profundo.
—Bueno… —continué—. Todo el siguiente año intentamos tener un hijo. Ese era nuestro plan. Queríamos formar una familia, tener un hijo y luego otro. Soñábamos con eso.

Hice una pausa. Sentí un ligero temblor en la voz.

—Pasó un año… y ese hijo no llegó.

Angie ya no me miraba con curiosidad, sino con ternura. En silencio, atenta.

—Empezamos el tratamiento. Otro año más. Hormonas. Controles. Inyecciones. Esperanzas. Mucho dinero metido en eso, pero todo negativo. Otro año… y tampoco llegó.

Sentí un ardor en los ojos. Las lágrimas empujaban desde el fondo como un río que busca romper el dique.
—Así… llegó nuestro cuarto año de matrimonio. Y con él, las primeras peleas serias. Las verdaderas. Las que te desgarran, las que no se arreglan con un “lo siento”.

Agaché la cabeza. Las lágrimas ya me estaban ganando. Angie, sin decir una sola palabra, se puso de rodillas frente a mí sobre la cama. Con ambas manos me secó las primeras lágrimas que empezaban a resbalar. Su mirada era la de alguien que no sólo escucha, sino que acompaña cada palabra desde adentro. En ese momento su desnudez frente a mí no era pasión, era cobijo, era refugio.
—Amor… para —me dijo, con la voz suave y firme a la vez—. Si quieres, para ya. Yo ya conozco lo que sigue… quizás no al detalle, pero no importa. No te hagas daño contándome.

Negué con la cabeza. Tomé aire.
—No, amor… quiero seguir. Creo que debo sacar todo lo que aún queda de dolor. Y qué mejor que contigo.

Ella no insistió. Solo cambió su postura, como preparándose para sostenerme si me quebraba. Como si su cuerpo entero se convirtiera en un refugio.

—Le propuse adoptar —dije después de un largo silencio—. Pensé que sería una opción hermosa. Criar un hijo, darle amor. Pero eso… eso fue peor.

Me llevé las manos al rostro. Las palabras salían entrecortadas.
—Su reacción fue dura. Creo que vino desde su frustración… de no poder ser madre. Y yo… yo también me sentía insuficiente. Fracasado.

Angie se acercó más. Sus rodillas tocaban las mías.

—Las peleas fueron cada vez más frecuentes —continué—. Y no solo eso. Nos alejamos físicamente… emocionalmente. Éramos dos extraños en la misma cama. Dejamos de hacer el amor, como si la única finalidad hubiese sido procrear y ahora que sabíamos que no podíamos, ya no le encontrábamos sentido.

Y entonces ya no pude más.
El llanto me estalló en el rostro. Me quebré. La voz se me ahogó entre lágrimas. Y lloré. Lloré como un niño al que se le rompió el corazón por primera vez.

Angie me abrazó. Me apretó fuerte contra su pecho, como si con la fuerza de su abrazo pudiera recoger cada pedazo roto. Me cubría de besos, en el cabello, en la frente, en las mejillas húmedas, en mis ojos mojados.

—Bota todo, amor… —me decía, con voz entrecortada por la emoción—. Aquí está tu Angie… tu Angie que te sostiene. Que te ama. Que no te suelta. Que te abraza todo el dolor.

Me acurruqué en ella como un náufrago en tierra firme. Y en ese momento, entendí lo que era sentirse realmente cuidado. Sostenido. Amado sin juicio, sin condiciones.

Habríamos estado así unos veinte minutos, quizá más. Yo, encogido como un niño en sus brazos, con la cabeza apoyada en su pecho que subía y bajaba al ritmo de su respiración lenta. Ese simple movimiento me transmitía una tranquilidad que no sabía que necesitaba tanto. Angie no decía nada, no se movía. Solo me abrazaba. Me cobijaba con ese calor suyo, envolvente, firme, lleno de amor.

Mis ojos aún estaban húmedos. Sentía que mi alma había escurrido sus últimas lágrimas, como si se hubiera vaciado de una pena antigua, larga, áspera. Respiré profundo. Y entonces levanté la vista.
La miré. Y ella…

Ella tenía esa mirada dulce, esa forma de mirar que no reclama, que no exige, que no reprocha. Era una mirada que simplemente… estaba. Que permanecía. Que me decía sin palabras: “Estoy aquí contigo”.

Sus dedos seguían peinando mi cabello con ternura.


Le apreté la mano y, con la voz temblorosa de quien teme abrir demasiado la herida, le pregunté:
—Amor… ¿no te molestó todo lo que te conté?

Angie bajó la mirada hacia mí, sus ojos se llenaron de ternura, pero su voz cambió a un tono más serio, igual de amoroso.
—Amor —empezó—, esa es tu historia, y eso fue lo que te trajo a mí. Ese es tu pasado; yo soy tu presente y tu futuro. No me siento mal por ello, ni te juzgo.

Hizo una pausa para buscar mis ojos con los suyos.
—Todo lo que viviste, todo lo que aprendiste, todo lo que sufriste, te ha convertido en el hombre que soy feliz de tener hoy. Solo quería saber y conocerte más.

Me acarició la mejilla con el pulgar, despacio.

—Gracias por abrirte —susurró—. Aquí voy a estar siempre para sostenerte, porque soy TU Angie y te amo con locura.
Y, sin decir más, se inclinó y nos dimos un beso largo y profundo, poco a poco ese beso se convirtió en caricias, sus besos comenzaron a bajar por mi cuello, mi pecho, mi abdomen, hasta buscar mi pene, me lo beso con amor, había pasión, pero había más suavidad y ternura cuando lo metía y sacaba lentamente de su boca. Luego solo se hecho a mi lado, y me dijo, hazme sentir que soy tuya, que solo yo estoy en tu corazón y en tu piel y abrió las piernas para recibirme.

Hicimos el amor muy lentamente, nos regalamos besos y caricias mutuas, las sensaciones eran dulces pero apasionadas, ella se movía despacio debajo mío, rodeo mi cintura con sus piernas, mientras me decía, soy tuya primix, aquí y ahora somos solo tú y yo, mientras sus gemidos iban en aumento.

Esta vez no eran esos gemidos continuos y que aumentaban de volumen con cada arremetida, eran más bien ligeros, suaves, como arrullándonos, ella se apretó más a mí con piernas y brazos y su orgasmo llegó como un arroyo que discurre suavemente, en vez de sus gemidos altos y definidos, a los que me tenía acostumbrado, fueron 4 suspiros que parecían más de una niña que de la hermosa mujer que tenía debajo de mí, igual su vagina se mojó de golpe, confirmándome que mi Angie había llegado al clímax. Algunos minutos después, yo sentí el esperma arremolinándose en la base de mi pene, pero no salió expulsado violentamente, fueron más bien tres o cuatro chorros que salieron de mi pene con calma, inundando su vagina, como quien llena un delicado cáliz. Cuando ella sintió mi semen caliente inundar su vagina, dio un pequeño gemido y me aprisionó más contra su cuerpo.

No sé cuánto tiempo me quedé dentro de ella, pero fue largo, más largo que en otras veces. Ya no había el límite de tiempo marcado por la caída de mi miembro. Me quedé ahí sintiéndola, a pesar de que mi pene ya estaba semi erecto dentro de su vagina. Cuando al fin me retiré y me eché a su lado, ella se acurrucó junto a mí, ahora yo la cobijaba.

Habíamos hecho el amor de una manera tan suave, tan ligera, que nuestros cuerpos parecían flotar entre las sábanas. No hubo urgencia, no hubo frenesí, solo caricias profundas, miradas largas, suspiros entrelazados. Fue distinto. Fue hermoso.

Ahí estábamos, aún desnudos, envueltos en la tibieza de las sábanas y de nosotros mismos, abrazados, conectados, unidos más allá de la piel. Su cabeza sobre mi pecho, su respiración acompasada con la mía, como si nuestros latidos se hubieran sincronizado.

Entonces, sin moverse, sin buscar mis ojos, con su voz suave y segura, me preguntó:
—¿Estás bien, amor?

—Muy bien —le respondí con una calma que me sorprendía.

—¿Y tú?

—Yo estoy maravillosamente bien.

El silencio que siguió no fue incómodo.
Y entonces, como si no hubiesen pasado apenas treinta minutos desde que lloré como un niño en su regazo, desarmado y vulnerable, como si no hubiese confesado las grietas más profundas de mi historia, ella alzó un poco la cabeza, y con una sonrisa traviesa y luminosa que me derritió el corazón, dijo:
—Bueno… ahora tengo que contarte yo, ¿no?

—¿Contarme?

—Claro —dijo—. ¿O tienes algo más que contarme?

—No, no… no sé. Si tú quieres, pregunta. Yo ya te conté lo más difícil, así que imagino que todo lo que venga será mucho más sencillo.

Ella se sentó en la cama con las piernas cruzadas, cubriéndose con la sábana que apenas ocultaba la dulzura de su figura, y con una sonrisa traviesa en los labios —esa mezcla perfecta de picardía e inocencia que solo ella podía lograr— me dijo:
—Si, tengo una pregunta más para ti.

Yo también me senté, sin dejar de mirarla fijamente. Había en sus ojos una chispa juguetona, pero también algo más profundo. Lo entendí como un umbral. Otro paso hacia una verdad más íntima.
—Bueno, suéltala —le dije con calma, aunque por dentro algo se movía. —Si ya te conté lo que más me duele, lo que venga ahora será fácil.

Pero no fue tan fácil.

Angie, con ese tono entre dulce y perversamente curioso, disparó sin vacilar:
—¿Qué es lo peor que has hecho en tu vida? ¿Algo de lo que realmente te arrepientas?

Me quedé mudo por un segundo. Tragué saliva. Mi primer impulso fue decir “nada”, pero en ese instante, como un reflejo que se activa cuando menos lo esperas, vino a mi mente ese recuerdo, ese pensamiento que nunca compartí con nadie, que no se concretó pero que me pesó como si hubiera ocurrido.

Me puse serio. La mirada de Angie no cambió. Me escuchaba con atención, sin juicios. Eso me dio la fuerza para decirlo.
—Bueno... cuando el sexo con mi esposa comenzó a fallar, cuando todo se volvió mecánico, cuando se volvió una indicación médica, sin conexión, sin deseo... llegué a pensar en conseguirme una amante.

Ella abrió los ojos, no en escándalo, sino en sorpresa genuina.
—¿Así?

—Sí —asentí con sinceridad—. Nunca pasó nada. Pero hubo una chica en la oficina. Sentía que me gustaba. Era bonita, me atraía. Lo nuestro eran solo miradas, nunca palabras, nunca insinuaciones... pero por un tiempo, tal vez un mes, un poco más, pensé en ella. Pensé en qué pasaría si la invitaba a salir, si la volvía mi amante. Fantaseaba con que eso me ayudaría a aliviar el vacío que sentía. Que quizás, incluso, eso salvaría el matrimonio, porque me permitiría liberar la frustración sin romperlo.

Hice una pausa. Angie no decía nada. Me sentí desnudo, pero no juzgado.

—Al final nunca me atreví. Pensé que eso solo traería más problemas, más culpa. Pero me arrepentí de haberlo considerado siquiera. Porque en mi mente ya estaba traicionando lo poco que quedaba de esa relación. Aunque no pasó nada, me sentí sucio. Débil.

Ella no se movió por un segundo. Y luego se acercó, apoyó su frente en la mía, y con una voz suave, casi en un susurro, me dijo:
—Amor... gracias por decirme eso. Por confiar en mí incluso con lo que te pesa. Eso te hace más humano. Más mío. ¡Y mira, ya tienes tu amante y no te sientes sucio ni débil!
 
en serio casi mke identifico con tu historia, venia con otro objetivo pero tu historia tiene ciertas cosas que en fin ya sabran los especialistas que leen, jajajajaja sigue esta bueno saludos a angie. pero continua no le quiero quitar magia a esta historia erotica, pero espero que no dure 20 años jajajajajaja. a ver si hay algo mas fuerte un poquito de creativada mas rojita para un fin de semana.
 
ANGIE

Yo me había propuesto, así como él se había abierto a mí con cada rincón de su pasado, con cada herida y cada anhelo no dicho, abrirle todas mis puertas. Sin reservas.

Me senté frente a él, con las piernas cruzadas. Él también se sentó, muy formalito, como alumno aplicado. Pero no me miraba a la cara. Su mirada se desviaba descaradamente, justo al cruce de mis piernas.

—¡Concéntrese, caballero! —le dije, alzando una ceja, en tono travieso. Eso va a ser suyo las veces que quiera, ¡pero ahora míreme a los ojos!

Él levantó la vista un segundo, con esa media sonrisa culpable que tanto me gusta, y murmuró:
—No puedo... tu conchita me llama... Me distraes.

—Ya, ya —dije, divertida. Agarré una almohada y me la puse sobre las piernas, tapándome—. ¿Ahora sí?

Suspiró como si le acabaran de quitar el sol de la playa.
—Ahora sí —dijo resignado, pero con una chispa de ternura en los ojos.

Me acomodé mejor, ya con la almohada en las piernas, como si fuese un escudo suave para lo que estaba por decir. Él me miraba con atención, y eso me animaba. Me sentía segura. Lista.
—Bueno —empecé, bajando un poco la voz—, mi primer enamorado lo tuve a los quince años.

Él levantó las cejas, interesado.

—Era un chico tranquilo… demasiado tranquilo, diría yo ahora. Le decíamos “el pánfilo” con mis amigas. No porque fuera malo, sino porque era todo dulzón, tierno, pero sin chispa. Lo típico: nos dábamos picos, caminábamos de la mano por el barrio, en Arequipa, con esa inocencia torpe de la edad. Pero…

Hice una pausa, sonreí con melancolía.
—Yo ya tenía las hormonas revueltas, quería sentir cosas, y con él no sentía nada. No me generaba ni una cosquilla. Era como abrazar a una silla de madera.

Él se rio bajito.
—¿Cuánto duraron? —me preguntó.

—Tres meses. Y eso porque me daba pena terminarlo. Pero no, no había química, nada. Un día simplemente le dije que ya no. Y él, como buen pánfilo, solo dijo: “Ah, bueno…”.

Hice un gesto exagerado de resignación, y él volvió a reír.

—¿Y el segundo? —me preguntó, ya intrigado.

—Ah, ese fue distinto. A los diecisiete. Era amigo de mi hermano, tres años mayor que yo. Tenía esa cosa de chico malo que a una a esa edad le parece irresistible. Era guapo, seguro, y tenía ese aire de que sabía más de la vida. Me atraía un montón.

Hice una pausa más seria.
—Pero también quería llevarme a la cama desde el primer día. Y eso me empezó a incomodar. Yo quería experimentar el sexo, claro, pero a mi ritmo. De mi grupo, tres de mis amigas ya habían perdido la virginidad, solo quedábamos yo y otra amiga que recién había cumplido los 15. Este chico me decía cosas al oído, me tocaba la cintura como si ya le perteneciera, me metía la mano sin descaro. Yo quería experimentar, sí, pero a mi manera, con alguien que me respetara.

Miré a mi amor a los ojos y le dije con sinceridad:
—No me gustaba sentirme presionada. Él no era violento, no. Pero insistía, y yo me sentía cada vez más incómoda. Lo terminé a los seis meses. Ya no podía contenerle las manos. Sentía que estaba luchando todo el tiempo con su deseo, y no con el mío.

Él me miró con ternura. Me acarició la pierna por debajo de la almohada, y yo le sonreí, agradeciendo su silencio atento.
—Y luego… bueno, luego vino el japonés —dije, y se me escapó una risa con un poco de ironía.

—Ah, el famoso japonés —dijo él, casi con burla contenida.

—Sí —asentí—. Cuando llegué a Lima, comencé a trabajar, y ahí lo conocí. Pero eso… eso es otra historia y ya la conoces, en el sexo, desgracia total.

Él me miraba en silencio, con esos ojos que me sostenían, sin apurarme, sin juzgarme. Me sentía segura con él. Tan amada. Tan libre de ser yo.

—Bueno… —dije al fin, con una sonrisa suave, de esas que llegan después de soltar algo que pesaba en el alma—. Ya ves… no tengo toda la experiencia que tú tienes.

Él iba a protestar, claro, como siempre hace cuando quiere hacerse el modesto. Pero levanté la mano antes de que dijera una palabra. Quería terminar, necesitaba decirlo todo, sin interrupciones.

—Y está bien. No me avergüenza. Para mí eso es suficiente. Tuve un ángel… —me reí bajito— por no decir un pánfilo. Luego un diablillo que me empujaba a pelear con mis propios límites. Y después… el japonés, a ese no se ni como definirlo.

Ahí sí me reí más fuerte. Él también se río conmigo, pero en el fondo de esa risa yo ya sentía que algo se me apretaba en el pecho. No era tristeza. Era emoción. Era amor puro, de ese que no se disfraza.

—Pero… —dije, y mi voz cambió. Me salió más baja, más temblorosa, pero con una firmeza que venía desde lo más hondo de mí— lo que realmente me conmueve, lo que me mueve el alma, es haberte encontrado a ti.

Bajé la mirada un segundo. Quería que no me temblara la voz. Pero era imposible no temblar cuando el corazón habla.

—Con toda tu experiencia… con tu historia, con tu dolor, con tus ganas de sanar. Con todo lo que has vivido, llegaste a mí. Y yo… yo siento que tú fuiste mi primer hombre, mi primer amor de verdad. Yo sé que no llegué con un himen intacto a ti, pero siento que era virgen cuando me tomé tu semen por primera vez y cuando por fin entraste en mí, sentía que era la primera vez que un hombre de verdad me poseía y me hacia el amor.

Lo vi abrir los ojos, sorprendido. Pero no me detuve. Lo miré directamente, desde el fondo de mi alma.

—Sí… lo siento así. Porque contigo hice el amor por primera vez. De verdad. Con todo lo que soy. Sin miedo. Sin vergüenza. Sin esconderme. Aunque haya existido otro antes… tú fuiste el primero que tocó mi corazón con las manos del alma. El primero que me abrazó con todo su ser. El único que me hizo sentir completamente mujer… completamente amada.

Y antes de que dijera algo, antes de que pudiera responder, lo abracé. Lo abracé con todo lo que tenía, con los brazos, con el pecho, con la piel, pero sobre todo con el alma.

Me quedé un rato en silencio después de haberte contado todo lo anterior. Respiré hondo. Tú me mirabas con ternura, como esperando que dijera algo, sin apurarme.


YO
Nunca olvidaré esa madrugada. Habíamos hablado tanto… habíamos abierto tantas puertas dentro de nosotros que ya no sabíamos si éramos los mismos de la noche anterior.

Nos fuimos deslizando en las sábanas como quien cae lentamente en un abrazo largo. No hacíamos ruido, no hacía falta. Sólo nos teníamos. Rendidos, sí, pero también profundamente satisfechos de haber soltado ese peso que por años nos había abrumado sin darnos cuenta.

Miré la hora. Eran casi las cinco de la mañana.

—Angie… hemos estado hablando casi toda la madrugada —le dije, sorprendido.

Ella me miró con una sonrisa suave, de esas que se sienten más que se ven.

—No sentí el tiempo, amor… contigo no lo siento pasar.

Y ahí, entre el susurro de sus palabras y el calor de nuestros cuerpos, empezamos a besarnos otra vez. Intentamos hacer el amor, sí… pero el sueño, el cansancio y sobre todo esa paz que nos invadía, nos ganó. Y no nos importó.

Nos quedamos dormidos así, uno al lado del otro, casi besándonos, con los dedos entrelazados, como dos niños que por fin se sienten seguros.

El domingo despertamos pasadas las doce del día. Ese sueño profundo, reparador, era justo lo que necesitábamos después de una madrugada tan intensa. No solo por lo que habíamos compartido con palabras y piel, sino por lo que habíamos soltado del alma.
Abrí los ojos primero. Y ahí estaba ella. Dormida. Hermosa.

Respiraba suave, con una calma que parecía de otro mundo. Sus pechos subían y bajaban lentamente, al compás de su respiración serena, y yo solo quería quedarme ahí, observándola. No tocarla, no despertarla. Solo admirarla como quien contempla algo sagrado. Porque eso era para mí: sagrada.

Me levanté despacio, fui al baño, intenté no hacer ruido. Cuando regresé a la cama, ella ya tenía los ojos abiertos, pero todavía se veía envuelta en esa bruma deliciosa del sueño recién terminado.

—Buenos días, amor —me dijo con esa voz ronquita de sueño que me derrite.

—¿Qué hora es? —preguntó, estirándose un poco.

—Casi la una —respondí.

—¡Guau! Dormimos toda la mañana...

—Sí… después de la noche agitada que tuvimos, lo necesitábamos.

Ella se sentó, acomodándose el cabello con las manos, y sonrió con una mezcla de incredulidad y alegría.
—¿Quién diría? Empezamos con un simple paseo… luego unos traguitos, linda música, nuestra aventura de sexo frustrado en el morro, las confesiones...

—No olvides la mamada en la cochera.

— Cierto me dijo, eso estuvo rico…

Su voz cambió, se volvió más emocionada, como si se le vinieran todos los momentos encima de golpe.
—¿Quién diría que en una sola noche podríamos vivir tantas cosas juntas y tan distintas a la vez?

Me senté a su lado, la tomé de la barbilla con suavidad y le di un beso largo, cálido.
—Es que así es cuando se ama de verdad —le dije, sintiendo cada palabra como una certeza.

Ella respondió el beso con ternura, pero segundos después retrocedió riéndose entre dientes.
—Uy, debo estar con un aliento a burro muerto, y tú ya te has lavado. Qué injusticia.

Negué con la cabeza, divertido.

—No me importa —le dije, y la jalé hacia mí de nuevo, sellando sus labios con otro beso.

La verdad… no había ningún aliento a burro muerto. Lo único que se sentía en el aire era el rastro del vino de anoche, ese que nos soltó la lengua y nos abrió el corazón. Esas dos botellas que fueron el testigo mudo de todo lo que nos confesamos, de todo lo que lloramos, de todo lo que sanamos… y también, de todo lo que amamos.

Comenzamos a besarnos y acariciarnos, dejando que las manos recorrieran lo que ya conocían, pero como si fuera la primera vez. Había una energía viva entre nosotros, como si quisiéramos retomar lo que el sueño nos robó en la madrugada. El deseo estaba ahí, encendido, latiendo. Queríamos hacernos el amor, y más allá del impulso, había una necesidad de sellar otra vez ese vínculo que tantas capas había alcanzado la noche anterior.

Estábamos en ese juego previo, yo besaba con frenesí sus tetas mientras que Angie ya tenía mi pene en su mano, acariciándolo y haciéndolo crecer, ese juego era delicioso, cuando de pronto ella se detuvo. Me miró con una expresión que mezclaba travesura y determinación.

—Primix… —dijo, con esa voz suya que me derrite— tenemos que hacerlo en todas las habitaciones de la casa, ¿recuerdas?

No pude evitar reír. Esa promesa medio en broma que habíamos hecho la noche anterior, volvía como una especie de pacto sagrado.

—Ok, sí —respondí, acariciándole la cintura— pero menos en la de mi madre. Ese es territorio sagrado.

—Ah, no, por supuesto —dijo rápidamente, como si ni se le hubiera pasado por la cabeza—. El dormitorio de la tía está vedado, pero el resto de la casa es nuestra.

Se incorporó de la cama con energía, desnuda, hermosa, con esa seguridad que me encantaba, y caminó hasta la puerta. Allí se volteó, me miró con una sonrisa pícara que me volvió loco.
—Ven —me dijo.

—¿Y dónde será? —le pregunté, ya sabiendo que su respuesta me arrancaría otra sonrisa.

Ella se paró en el marco de la puerta, como una directora de escena planificando su próxima toma.
—Mmmm… veamos. En la sala ya lo hicimos. Mi cuarto también… —iba enumerando con los dedos, haciendo un inventario divertido—. Nos falta la cocina. Como que tomamos desayuno, ¿no?

—Perfecto —dije, levantándome de la cama con esa mezcla de deseo y risa que solo ella podía provocarme.

La seguí, desnudo también, como dos adolescentes en travesura, pero con el corazón de adultos que ya han amado con el alma.
La seguí por el pasillo como un cómplice rendido. El sol de la tarde se colaba por las ventanas con una tibieza suave, que apenas tocaba los muebles y los hacía brillar. El piso estaba frío, pero ni lo sentíamos. Nuestros cuerpos ardían, y cada paso era una risa contenida, un roce intencional, una mirada que decía más que cualquier palabra.

Llegamos a la cocina.

Ella se apoyó en el borde de la mesa de madera, esa donde más de una vez habíamos tomado café y comido pan con palta. Pero ahora, el escenario era otro. Había una intención distinta, un juego de miradas que tenía sabor a promesa cumplida.

—Aquí solo nos hemos dado besitos —me dijo, mordiéndose apenas el labio—. ¿Qué esperamos?

Me acerqué despacio. Tenía las manos en la mesa, el cabello alborotado, el cuerpo listo, la sonrisa encendida. La tomé de la cintura y la acerqué a mí. Nos besamos primero con calma, pero con ese fuego que se prende con solo mirarnos. Las lenguas se reconocieron, se buscaron sin apuro, como si ya supieran que tendrían todo el tiempo del mundo.

—Aquí tomamos desayuno —le susurré al oído, mientras mis manos bajaban por su espalda—. Pero hoy el menú es distinto.

Ella se rio, ronca, sensual, completamente entregada.

—Entonces sírveme lo que tengas, amor —me dijo, envolviéndome con sus piernas.

La alcé, con ese impulso que solo se tiene cuando el deseo te gobierna. Ella se sentó en la mesa, sin miedo, sin reservas abrió las piernas para que yo entre en ellas. Nos besamos otra vez, más profundo, más intenso. Mis manos recorrían su piel como si quisiera grabarla en mis dedos. Su cuello, sus pechos, su espalda… Ella gemía suave, como una melodía que nacía desde dentro.
La penetré despacio, mirándola a los ojos, sin dejar de besarla. En la cocina, a plena luz del día, con las tazas de testigo, con la puerta que da a la cochera abierta, como si no existiera el mundo.

Nos movíamos en un vaivén lento y cálido. No había apuro. No había prisa. Solo la urgencia de sentirnos completos. La mesa temblaba con cada embestida. La azucarera y el servilletero bailaban al ritmo de nuestros movimientos.

Ella se aferró a mí con fuerza cuando su clímax llegó, temblando, susurrándome que me amaba. Yo no pude decir palabra, solo seguí bombeando su jugosa vagina, ella me abrazaba con las piernas, como pidiendo que entrara cada vez más en su ser, hasta que la llené de mi leche… la abracé con el pecho latiéndome en la garganta.

Nos quedamos ahí unos minutos más, respirando agitados, riendo bajito.

—¿Y ahora qué sigue? —le pregunté.

—Nos falta el comedor… el baño… el pasillo… —dijo, sonriendo, mientras bajaba de la mesa.

—Tú vas a matarme, Angie.

—No, amor… solo estoy marcando territorio —y me guiñó el ojo.

—Ahora sí tengo hambre —me dijo Angie, estirándose con esa sensualidad despreocupada que sólo ella podía tener incluso después de tanto derroche de pasión.

—Yo también —le respondí—. De verdad necesito reponer energías.

Nos reímos mientras nos mirábamos, aún con los cuerpos desnudos, sin ninguna urgencia por cubrirnos. Había una intimidad que iba más allá de la piel; era confianza, era amor en estado puro. Caminamos a la cocina sin apuro, con la complicidad de quienes ya se han entregado sin reservas.

En la refrigeradora no había nada listo, nada para calentar. Había carne, pescado, verduras… todo implicaba cocinar y teníamos flojera. Pero aún quedaban huevos, un poco de jamón y hot dogs. Suficiente.

—Yo preparo la mesa —dije.

—Y yo los huevos —respondió ella con ese tono encantador, como si preparar el desayuno después de hacer el amor fuera la rutina más hermosa del mundo.

Todo parecía tan natural. Ella, moviéndose en la cocina como si fuera suya, desnuda, con el cabello desordenado y una sonrisa de domingo en el rostro. Yo, poniendo los platos, buscando las servilletas… La escena era doméstica, sí, pero llena de magia. Como si estuviéramos descubriendo una forma nueva de amar: con café, huevos revueltos y pan de molde.
Nos sentamos a la mesa. Ella sorbía su café mientras hacía un nuevo inventario, esta vez no de ingredientes, sino de escenarios.

Terminamos de lavar el servicio juntos, entre risas, roces y miradas cómplices. Esa rutina doméstica que en otro tiempo me habría parecido aburrida, ahora tenía algo de mágico cuando la compartía con ella. Al acabar, nos provocó sentarnos en la sala, en nuestro sillón. Ya le decía así,
nuestro sillón, como si ese mueble, testigo de tantas caricias, sexo y conversaciones, nos perteneciera desde siempre.

Me senté primero. Ella, sin decir nada, buscó su lugar entre mis piernas, se acomodó de lado sobre mí, con la cabeza en mi pecho y una pierna enredada entre las mías. Era su sitio. El mundo podía desaparecer mientras estuviéramos así. Nos besábamos lento, nos acariciábamos sin prisa, con esa sensación de que el tiempo se había rendido ante nosotros. Fue entonces que, sin previo aviso, se incorporó y me dijo con tono decidido:
—Voy a arreglar tu ropa.

Me sorprendió un poco, aunque no era la primera vez que lo hacía. Desde aquella vez en que había tomado el control de mi ropero —una intervención inesperada pero necesaria—, Angie se había apropiado con naturalidad del lavado y planchado de mi ropa. Hasta entonces, yo siempre me había encargado de eso. Lavaba mi ropa, la tendía y planchaba lo necesario. A veces, de emergencia, mi madre me ayudaba con una camisa o un pantalón. Angie lavaba y planchaba su ropa y la de mi madre, pero nunca la mía. Hasta ese día en que entró al cuarto, abrió los cajones y el closet y ordenó mi ropa.

Desde entonces, sin necesidad de acuerdos formales, se hizo cargo de todo. Yo no lo pedí, y, sin embargo, lo recibí como un gesto de amor, de cuidado, de entrega silenciosa. Además, que no me gustaba planchar…

Se puso de pie y me dijo:
—Amor, bájame los tarros con la ropa limpia.

Fui al cuarto de lavado hice dos viajes para bajar los dos grandes recipientes: uno con su ropa, otro con la mía. Los dejé en el cuarto de planchado. Ese espacio apenas tenía lo necesario: un planchador plegable que nunca plegábamos, una mesa que alguna vez fue parte de la cocina, y que ahora servía para apoyar la ropa recién planchada.

—Gracias, amor —me dijo, dándome un beso fugaz en la mejilla—. Ahora vaya a hacer sus cosas, que yo me encargo.

—Pero te ayudo —le dije, queriendo acompañarla.

No, váyase, que yo me encargo —me respondió con esa mezcla de firmeza y ternura tan suya—. Te llamo cuando te necesite.

—Ok… —le dije, rendido.

Volví a la sala, aún con el cuerpo tibio por su beso, y tomé los diarios del sábado y domingo que el repartidor había deslizado por debajo de la puerta. Me senté a leer.

Casi media hora después, escuché su voz llamándome desde el fondo de la casa.

—¡Primix, ayúdame!

Me levanté al instante y fui a paso ligero. Me bastaba un llamado suyo para moverme, como si su voz tuviera un hilo invisible que me jalaba directo al centro de mi voluntad.

Al llegar al cuarto de planchado, me encontré con una escena curiosa y extrañamente sensual. Sobre la mesa auxiliar había cuatro pequeñas rumas de ropa ordenadas con precisión. Una de mis camisetas sobresalía tímidamente al lado de uno de sus sostenes negros. Había ropa interior, suya y mía, separada pero cercana, casi como si nuestras vidas también se doblaran juntas, una prenda al lado de la otra.

—¿Puedes llevar esto a tu cuarto, y lo mío, arriba? —me dijo, señalando las pilas con su gesto de siempre, práctico y dulce a la vez.
—¡Claro que sí, amor! —le respondí con una sonrisa.

Tomé primero mi ropa y la llevé a mi cuarto. La acomodé con cuidado, como si estuviera tocando algo más que tela. Volví por la suya, pero me demoré un poco más con ese segundo viaje. Me gustaba estar en su cuarto. Era su espacio, pero cada vez tenía más de los dos. Había detalles suyos, sí, pero también los míos: un libro que me prestó, una camiseta vieja mía colgada en su respaldo, hasta su perfume ya se había mezclado con mi presencia.

Cuando terminé de acomodar su ropa, bajé sin hacer ruido. Entré de nuevo al cuarto de planchado y entonces… la vi.
Estaba de espaldas, planchando una de mis camisas blancas. Desnuda. Solo llevaba unas sandalias.

Era un cuadro erótico, sí… pero también profundamente íntimo. Familiar. Amoroso.

Me quedé en silencio, observándola, sintiéndome afortunado por tenerla ahí, tan libre, tan cómoda en su piel, tan entregada al acto simple de planchar mi ropa como si fuera una forma más de cuidarme, de amarme.

No quise interrumpir. Solo me apoyé en el marco de la puerta y me quedé mirándola. Con el corazón lleno.
Ahí estaba Angie. Mi amante, mi cómplice, mi mujer. Y en ese instante, no supe si quería llevarla a la cama otra vez o simplemente quedarme mirándola así, eternamente.

Y de pronto, mientras la contemplaba desde el marco de la puerta, me iluminé.
¡Otra habitación!

El cuarto de planchado aún no tenía check en nuestra lista. Sonreí para mis adentros, sintiendo cómo el deseo se encendía al ritmo de la complicidad que solo teníamos nosotros dos. De solo pensar lo que le haría mi pene comenzó a engrosarse y levantarse lentamente.

Me acerqué en silencio, como un felino. Ella seguía concentrada en su tarea, deslizaba la plancha con precisión, sin saber lo que se venía. La tomé suavemente por la cintura, pegando mi cuerpo al suyo, sintiendo el calor de su piel contra mi pecho.

Ella dio un pequeño brinco y soltó un gritito teatral:
—¡Ay! ¡Déjame! ¡No abuses de mí! —gritó con una voz juguetona, entrecortada por risitas, como si estuviera en una comedia.

—¡Shhh! —le susurré al oído—. Esto es estrictamente necesario, señora del planchado, tengo que pagarle por sus servicios.

—¡Nooo! —dijo ella, entre risas, moviéndose entre mis brazos como si intentara escabullirse. Pero sus movimientos eran tan sensuales como provocadores. No quería escapar… quería que la atrapara.

Jugaba a huir, pero se apretaba más contra mí bamboleándose contra mi miembro que ya estaba totalmente erecto. Con cada intento de zafarse, su cuerpo rozaba el mío con más descaro, como si estuviera encendiendo cada rincón de mí con su piel. Le besé el cuello, y gimió entre risas nerviosas.

—¡Esto es abuso doméstico! —exclamó, mientras reía y trataba de alejarse, moviéndose de un lado a otro, fingiendo una huida torpe.

—Ven aquí mamacita, te voy a tomar quieras o no —dije.

Ella finalmente se quedó quieta y abrió las piernas para darse más estabilidad y me ofreció su trasero inclinando ligeramente su cuerpo, como gata en celo. Ya la había penetrado cuando dijo, ¡La plancha! Y se agacho más para jalar el cable y desenchufarla, pero en vez de regresar a su posición inicial apoyó en manos y pies sobre el piso de madera, solo abrió más las piernas para resistir mis embates.

La tomaba de las caderas, y ella, sin mirarme, murmuró:
—dame duro, amor, tu pene está riquísimo…

Pero no se movió, resista el bombeo, firme en 20 uñas, la visión de mi miembro entrando y saliendo de su vagina, me calentaba aún más.

La entrada de su culito me quedaba a la mano, comencé a acariciarla, sintiéndola temblar de anticipación. Deslicé mis manos por su espalda, por sus costados, por sus muslos firmes. Ella se acomodó mejor, apoyando mejor las palmas y las puntas de los pies, como buscando un punto de equilibrio mientras su respiración se aceleraba.

Y la hice mía, ahí mismo, entre la tabla de planchar, la ropa doblada y la mesa auxiliar.

Sus gemidos ya no eran de risa, sino de placer. Nos movíamos acompasados, guiados por ese ritmo que no se aprende, sino que se encuentra cuando dos cuerpos se conocen como los nuestros.

Sus gemidos iban en aumento y de pronto sentí su humedad que delataba el clímax, seguí bombeando hasta que la llené de mi semen. Al terminar, ella se irguió y se apoyó en mí, riendo, jadeando, satisfecha.

—¿Ves? —le dije—, otra habitación completada.

—Ay, Primix… —respondió sin fuerzas—, esta casa no va a resistirnos.

Nos abrazamos, entre risas y respiraciones entrecortadas, felices por haber tachado un nuevo espacio… y por seguir encontrando formas de amarnos.

Ella solo suspiró una vez más, se dio la vuelta con esa suavidad suya que siempre me desconcertaba, me dio un beso corto pero tierno —casi como diciendo “gracias”— y se fue al baño, desnuda, a limpiarse de la humedad que nuestra pasión le había dejado entre las piernas. Caminaba con calma, como si no acabáramos de hacer el amor con una intensidad que nos hizo temblar. Al rato volvió, se colocó de nuevo frente a la mesa, tomó otra camisa mía, y simplemente… siguió planchando. Como si nada.

Y así pasaron un par de horas más. Ella seguía planchando, concentrada, desnuda, impecable. Me llamaba cada cierto tiempo, como si fuera su asistente: “Primix, está ya está, llévala”, “estas van para arriba”, “tu pantalón negro, directo al perchero”.

Yo iba y venía, ya con un short, ya un poco más centrado, pero todavía embobado con ella.

Hasta que llegó a mí.

Yo estaba en la sala, en nuestro sillón, con un libro entre las manos, pero sin leer realmente. Fue entonces cuando se acercó, caminando con un polo viejo mío —aunque sin perder un gramo de su sensualidad— y me dijo:
—Vamos a la cama.

La miré, cerré el libro sin pensarlo.

—Vamos, por supuesto.

La seguí.

Entramos a mi cuarto. Ella prácticamente se lanzó sobre la cama como una niña, con ese gesto despreocupado que la hacía única. Se acomodó boca arriba y, sin mirarme, se sacó mi polo y me dijo:
—Pon al señor Sabina a cantar.

Fui al equipo, puse los seis discos de Sabina que creí nos iban a arrullar, y me eché a su lado. Sin prisa, sin expectativa.

—Sácate eso, me dijo señalando el short. Solo quería sentirme piel a piel. Le obedecí y simplemente la abracé.
Y ahí nos quedamos.

Abrazados. Sin hablar. Escuchando a Joaquín Sabina cantarnos al oído, como si entendiera lo que estábamos viviendo. Como si supiera que lo que nos unía era algo más que el cuerpo, más que el deseo… algo que rozaba lo sagrado. Dormimos uno en el brazo del otro.

El tiempo tenía esa costumbre suya de desvanecerse cuando estábamos uno en los brazos del otro. Así nos dieron las nueve y media de la noche, envueltos en la música suave, el aroma de nuestras pieles mezcladas y el calor que solo el amor verdadero puede generar.

Me solté apenas de Angie, sin querer romper el hechizo, y le pregunté en voz baja, acariciando su espalda:
—¿Tienes hambre, amor?

—No —me dijo, con esa sinceridad tuya que siempre me desarma—. La verdad… no.

—Yo tampoco —dije, sonriendo—. Solo me provoca algo de tomar. Voy a ver qué hay en el refrigerador.
Me levanté, aún algo adormilado por el abrazo largo. Fui hasta la cocina, abrí el refrigerador y ahí estaban: dos latas de cerveza bien heladas, las últimas sobrevivientes del fin de semana. Las tomé como quien encuentra un pequeño tesoro y regresé a la habitación.

—Mira lo que encontré —le dije, alzándolas como trofeos—. Las últimas.

Sus ojos brillaron y me sonreíste.

—Uy, qué rico —dijiste, como si fueran el manjar más deseado.

Abrimos las latas, brindamos en silencio, como si no hiciera falta decir nada porque todo estaba dicho. Bebimos a sorbos tranquilos, con esa complicidad que no necesita explicaciones. El día se apagaba afuera, pero entre nosotros todo seguía ardiendo con calma.
Cuando terminamos, te miré y te dije:
—Quiero darme un baño, antes de dormir.

—Sí, amor, yo también… —respondiste— pero primero… ven aquí.

No tuviste que decir más.

Una vez más, me encendió. Como si nuestros cuerpos tuvieran su propio lenguaje, su propia urgencia. Ella se echó boca abajo, para que yo la llene de besos y caricias. Lo hice no dejando un centímetro de su piel sin explorar, hasta que se levantó y me ofreció su trasero, la penetré en perrito y comencé a bombearle., mientras le daba una que otra nalgada y la sujetaba de las caderas, Angie enterró la cabeza en la cama, gimiendo cada vez más. Dame así, repetía, que rico Primix, ¡no pares!!
En un momento estiré mi mano izquierda, con la derecha le daba una que otra nalgada, cada vez más fuerte, y le retiré parte de su castaña cabellera que le cubría la cara, quería verla gozar, pero en ese movimiento y con el bombeo que la estremecía, le jalé un poco el pelo, ella no se quejó, más bien me dijo en medio de sus jadeos, ¡así amor!, ¡jálamelo! ¡Soy tu hembra, domíname! Le tomé el resto de su cabellera y se la jalé, no con violencia, no quería hacerle daño, pero si lo suficiente como para que levante la cabeza que la tenía enterrada en la cama. Yo estaba arrodillado en la cama, pero me paré y la volví a penetrar en perrito. En ese momento penetrándola con fuerza, su pelo en mi mano y las nalgadas que le daba parecía un vaquero montando, dominando a su yegua.
No cambiamos de posición, terminamos y caímos rendidos en la cama.

Unos minutos después, cuando nuestros corazones se tranquilizaron, Angie me dijo, Primix, creo que te deje seco, ¡casi no has eyaculado nada!! Yo solo me reí, claro, le dije, ¡ya perdí la cuenta cuantas veces lo hemos hecho en estos días!

Después vendría el baño, nos metimos en la cama desnudos, con los cuerpos frescos, mirándonos como hacíamos cuando las palabras sobraban.

Yo rompí el silencio,

—Creo que eres un poco masoquista, aparte de ninfómana…

Angie solo se rio, mientras me daba un leve pellizco en el abdomen.

—Porque lo dices, me respondió con una voz media dormida

—Porque te gusta que te de nalgadas hasta dejarte tu potito rojo y ahora resulta que te gusta que te jale el pelo.

—No siempre Primix, solo a veces me vuelves tan loca, que eso se siente placentero, como ahora. Su voz se iba apagando con el sueño.

Se pegó más a mi pecho, juntó su trasero a mi pelvis y así llegó el descanso, una vez más dormimos desnudos, abrazados, sintiéndonos...

 
El despertador sonó el lunes, puntual, diez para las cinco de la mañana. Inmisericorde. Como si quisiera recordarnos con crueldad que el fin de semana había terminado, que la fantasía tenía horario de cierre, que la vida seguía. Me senté en la cama, aún atontado por el torbellino de emociones, confesiones, risas, caricias, suspiros y silencios que habíamos vivido en esas horas que parecieron días, o tal vez años condensados en un par de amaneceres.

A mi lado, Angie apenas abrió un ojo. Lo vi luchar por mantenerse despierta, pero perdió. Volvió a cerrarse con dulzura, como una flor que aún no está lista para dejarse ver por completo.

Me levanté, aún medio dormido, y entré a la ducha. El agua fría me espabiló, pero también me trajo el recuerdo inmediato de que algo faltaba. Nuestra rutina. Esa que habíamos hecho nuestra sin hablarla. La de hacernos el amor por la mañana, con la urgencia suave de los que despiertan al amor antes incluso de abrir los ojos. Pero anoche habíamos terminado tan rendidos, tan entregados al descanso, que podíamos romperla un día.

Volví al cuarto con la toalla colgando del hombro, el cuerpo fresco, la mente algo más clara. Y ahí estaba ella, sentada en la cama, despeinada y preciosa, con los ojos aún hinchaditos por el sueño, pero con una mirada que ya me conocía de memoria.
—A ver… —me dijo con voz ronca y traviesa— ¿Y el caballerito se va sin hacerme el amor?

Solté una risa, inevitable, tierna.
—Justo pensaba en eso, amor —le dije mientras me acercaba—. En que estábamos rompiendo nuestra tradición.

—Ni te atrevas —me respondió, fingiendo indignación, mientras me jalaba con una fuerza dulce hacia la cama, cubriéndome de besos.

Y entonces lo hicimos. Rápido, sí, porque el tiempo era un tirano a esa hora. Pero sin apuro. Fue solo misionero, ella me acariciaba la espalda y los glúteos, mientras la clavaba, la besaba, la poseía, con esa entrega cotidiana que solo se logra cuando dos cuerpos ya no se buscan, sino que se encuentran. Con la certeza de que ese "buenos días" pronunciado entre jadeos y caricias era más sincero que cualquier palabra dicha frente al espejo.

Dejé a Angie durmiendo, confiado en que su despertador la sacaría del sueño a las siete, como cada mañana, aunque ella ya tenía el cuerpo entrenado para levantarse temprano, sobre todo desde que empezó a compartir mis horarios. La rutina le era familiar, casi automática, pero yo igual le di un último beso en la frente antes de salir, como para sellar la madrugada vivida.

Ese lunes fue denso. La oficina estaba igual de atareada que siempre, con sus correos, sus pendientes, su café de máquina y la sensación de que todo estaba en pausa fuera de ese lugar. Pero no dentro de mí. Yo no podía dejar de pensar en ella. La extrañaba.

Aproveche de dejar el auto para que lo polaricen. Lo había estado postergando demasiado y después de lo del morro, ya era una necesidad. Lo recogí saliendo de trabajar. Se veía distinto, raro. Cuando lo manejé ya estaba oscureciendo, me costó acostumbrarme, manejaba muy despacio al principio.

Llegue a casa cansado, el fin de semana intenso y los ajetreos de ese lunes, se habían llevado buena parte de mi energía. Pero apenas apagué el motor y vi que Angie ya me esperaba junto a la puerta, todo cambió.

Salió descalza, con un shortcito suelto y una camiseta vieja que le quedaba tan bien como si estuviera hecha a medida. Tenía el cabello atado en una coleta floja, y los ojos encendidos, como si supiera exactamente qué había venido a ver.

Me apoyé contra la puerta del auto y la miré con una mezcla de cansancio y orgullo.
—Ya está —dije, señalando las lunas oscuras con la cabeza—. Misión cumplida.

Angie se acercó como una niña curiosa, rodeando el auto despacio, tocando el borde de las ventanas, espiando el reflejo oscuro que apenas dejaba ver el interior.
—¡Me encanta! —dijo con entusiasmo, girando hacia mí—. Está perfecto, amor.

Fruncí un poco el ceño, aún con la duda clavada en la garganta.
—¿Tú crees? No sé... el azul claro con el polarizado oscuro no termina de convencerme.

Ella se acercó más, apoyó una mano en mi pecho y me miró con ternura, como si fuera una de esas veces en que necesitaba recordarme lo que de verdad importa.
—A mí me encanta cómo se ve. Y más me gusta lo que significa.

—¿Qué significa?

Sonrió con esa mezcla peligrosa de inocencia y picardía.

—Que ahora tenemos un lugar móvil, privado, donde puedo subirme a tus piernas cuando me den ganas. Donde puedo besarte sin miedo a que alguien nos vea. Donde tú puedes detener el carro, apagar las luces... y hacerme olvidar que estamos en plena ciudad.

Me reí, más por la forma en que lo decía que por lo que decía. Pero dentro, algo se me removía. Ese auto, el mismo de siempre, ahora era otra cosa. Un refugio con ruedas. Un espacio clandestino. Un nuevo escenario para todo lo que éramos.

Angie apoyó la frente en mi pecho y susurró:
—Y porque no probamos como se ve desde adentro, con un tono claro de doble intención.

—¿Ahora?

Levantó la vista, mordiéndose el labio.
—¿Tienes algo mejor que hacer?

La cochera estaba en penumbra. Solo un par de luces tenues se filtraban desde la calle, pero adentro, gracias al polarizado, parecía de noche cerrada. Aseguré la puerta de la cochera y la de la calle, para ya desconectarnos del mundo exterior.

Entré al auto en el asiento del piloto. Angie se deslizó al asiento del copiloto, con ese andar suave que tenía cuando estaba excitada pero no quería mostrarlo del todo. Se acomodó mirando hacia mí, una pierna cruzada, la otra flexionada sobre el asiento, como si el auto fuera su propio espacio. Nos miramos un segundo sin decir nada. Sólo se oía nuestra respiración.

—¿Y ahora? —susurré, sonriendo.

—Ahora… me muestras por qué tanto esfuerzo por polarizarlo —respondió, llevándose una mano a la pierna y subiendo lentamente el short, dejando al descubierto ese tono de piel que me volvía loco.

Me incliné hacia ella, despacio. No había apuro, pero sí una electricidad contenida. La besé sin tocar nada más. Sólo nuestros labios, suaves, pacientes, y esa promesa muda de lo que venía. Angie se giró y, sin decir palabra, pasó sobre la palanca de cambios, acomodándose sobre mí, con las rodillas a cada lado de mi cadera.

El asiento del conductor crujió apenas.

—Shhh… —murmuró con una sonrisa cómplice—. Despacio. No queremos que los vecinos nos ovacionen.

Nos reímos en un susurro.

Mis manos se deslizaron por debajo de su camiseta, sintiendo el calor de su espalda desnuda. No llevaba sostén. Ella se pegó más, y su aliento tibio me acarició el cuello mientras se movía suave, buscando fricción sin hacer ruido. Su ritmo era lento, deliberado, sensual. Un vaivén contenido que me volvía loco y al mismo tiempo me obligaba a mantener la calma.

—Esto es mucho más excitante de lo que pensé —susurró junto a mi oído—. Aquí adentro… ocultos… y tú tan calladito.

—Me estás torturando…

—¿Sí? —sonrió— Entonces aguanta, que apenas empiezo.

El calor dentro del auto iba subiendo. La condensación comenzaba a empañar las lunas, justo como en las películas. Pero no era ficción. Era ella, moviéndose encima de mí con una precisión perfecta, jugando con los límites del silencio, del espacio, del deseo.

Me aferré a su cintura. La besé como si necesitara que todo eso quedara sellado en su piel. Y cuando ella apoyó la frente en la mía, jadeando muy bajito, supe que no había mejor lugar en el mundo que ese pequeño universo oscuro dentro de nuestro auto.

ANGIE

Desde que lo vi entrar a la cochera, supe que algo en él había cambiado. El auto tenía ese aire de secreto recién instalado. Las lunas polarizadas lo volvían un espacio privado, clandestino, como una promesa oscura entre los dos. Y yo no podía esperar más para estrenarlo.

Cerró la puerta del garaje con cuidado y apagó el motor. Todo quedó en silencio. La casa dormía. Pero yo no. Yo lo deseaba.

Me senté en el copiloto, cruzando las piernas como si no supiera exactamente qué iba a pasar. Pero sí lo sabía. Desde el primer roce de su mirada, desde el primer beso que me dio sin tocarme el cuerpo, solo los labios. Un beso lento, contenido. Perfecto.

Me deslicé sobre él con suavidad, como si fuéramos una sombra entre asientos. Sentí su cuerpo debajo del mío, su ansiedad medida, su respiración agitada. El asiento crujió un poco y le sonreí, llevándome un dedo a los labios.

—Shhh… Los vecinos, nos vayan a ovacionar…

Le encantaba cuando le hablaba así, en susurros, como si estuviéramos en un teatro de deseo silencioso. Mis caderas comenzaron a moverse lentas, provocadoras. El calor se volvió espeso dentro del auto. Mi piel contra la suya, mis labios rozando su cuello, sus manos bajo mi camiseta.

Y justo cuando mi cuerpo comenzaba a vibrar por dentro, justo cuando estaba a punto de entregarme por completo al momento, ¡piii! ¡piii! ¡piii!

La alarma del auto estalló como un grito en medio del silencio.

—¡Mie…a! —susurró él, y yo me aparté de un salto, como si me hubieran echado agua fría.

Tardó unos segundos en apagarla, y ambos nos miramos con los ojos abiertos de par en par, el corazón golpeando como loco. Yo aún sobre él, el short mal puesto, el cabello alborotado.

—¡Se despertó el barrio entero! —susurré, sintiendo un sudor frío bajarme por la espalda.

Él se asomó con cuidado por la ventana, bajó el vidrio apenas unos centímetros. Nada. No había cabezas asomando curiosas del edificio de al lado.

—Creo que no pasó nada —dijo, medio riendo, medio temblando.

—Casi muero —dije, tapándome la boca para no soltar la carcajada—. Qué vergüenza si nos miraban.

—No pasa nada, recuerda que ya tenemos lunas negras, el único ángulo desde donde nos pueden ver es desde adelante.
Nos reímos en voz baja, cómplices, temblando aún por el susto…

—Parece que el polarizado funciona. Nadie nos vio. Pero el auto… parece que no está listo para tanta emoción.

—O tú eres demasiada para cualquier carro —me dijo, acariciándome el muslo.

—¿Y qué vamos a hacer con esto? —le dije, Tomando su mano y llevando a mi vulva húmeda. Me acerqué sin dudarlo, montándome sobre él como si esa fuera mi casa.

—Vamos a hacer lo que debimos hacer hace rato.

Lo besé con hambre, pero con control. Cada movimiento era suave, silencioso, contenido para no llamar la atención y potenciado por el deseo. Deslicé mis caderas sobre él, sintiendo su dureza crecer contra mí. Esta vez no había interrupciones. No había alarmas. Sólo el crujido apagado del asiento, el vaho en los vidrios, y nuestros suspiros apenas contenidos.

Él me subió la camiseta con las dos manos, lento, como si abriera un regalo. Mis pechos quedaron al descubierto, sensibles, ansiosos. Me los cubrió con besos suaves, mientras yo lo sostenía de los hombros, cabalgando despacio, sincronizados. Nada era brusco. Todo era profundo, íntimo, perfecto. Su pene me perforaba suavemente.

El auto se mecía apenas. Afuera, el mundo dormía. Pero adentro, éramos pura piel, pura conexión.

—Te juro que no me imaginé que sería tan excitante —susurré entre jadeos suaves—. La vez pasada que lo hicimos acá, fue rico, excitante, pero estar en este ambiente oscuro… me vuelve loca.

Él me miró con esos ojos que me decían todo sin decir nada. Sus manos firmes me guiaban el ritmo, su boca buscaba mi cuello, y yo sentía que flotábamos en un espacio donde solo existíamos nosotros.

Cuando llegamos al clímax, fue silencioso pero intenso. Un grito contenido, un temblor compartido. Apoyé mi frente en su pecho, respirando agitada, sintiendo su corazón latir contra el mío.

Nos quedamos así, abrazados, aún dentro del auto. Afuera, el mundo no tenía idea de lo que acababa de pasar.

 
Gente, realmente dificilmente las palabras me alcanzan para describir la belleza de Angie, por eso logré convencerla que me dejara poner otra foto, para que tengan una aproximacion de lo que es realmente y asi les haga sentido cuando trato de acercarme a una descripción de como es ella. Aun no se anima a una donde se le vea algo de su rostro, que para mi es lo más bonito que tiene, sobre todo su sonrisa, pero por lo menos aqui les dejo una foto, que le tomé en Abril del 2008, cuando Angie tenia 22 años, en su habitación de la casa de mi madre. Por favor, si hay comentarios que sean respetuosos, Angie lee este foro cuando está conmigo.

Ver el archivos adjunto 2887876
Todo esa hermosa anatomía a su disposición, es para ir explorando cada centímetro. Buen provecho. Angie que abusiva eres jajaja espero no se ofenda.
 
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